Culpas, silencios y dolor Si bien esta coproducción entre Perú, Argentina y España tiene muchos de esos elementos que hacen al cine latinoamericano festivalero, con explotación de miserias varias y la vinculación con los traumas del pasado, no hay que dejar de reconocerle la tensión que logra como thriller y la determinación sobre la que se construyen algunos personajes, especialmente el de Celina (Tatiana Astengo), una mujer que en su adolescencia fue víctima de múltiples abusos por parte de militares que combatían a la agrupación Sendero luminoso en tierras peruanas. Magallanes explora desde el policial la serie de consecuencias que arrastra una sociedad partida en diversas partes a causa de una violencia institucionalizada que hizo sangrar a un país años atrás. Eso se adivina en el cinismo que portan unos, la culpa de otros, y la frustración y melancolía de esas víctimas acalladas por la historia. El conflicto se da de manera casual: un hombre que trabaja de chofer y asistente para un militar anciano y enfermo, vínculo que mantienen del pasado cuando el primero era soldado y el segundo un jefe castrense, pero que también desarrolla tareas como taxista. Y en uno de esos viajes, se cruza con una mujer que fue, en el pasado, tomada de rehén y abusada por aquel viejo decrépito a quien el evidente Alzheimer que padece le resulta funcional para olvidar lo conveniente. El taxista, Magallanes (de ahí el título), decide que es tiempo de hacer justicia: de saldar deudas con el pasado y proteger a la mujer, montando una extorsión hacia la familia del militar con la cual cobrar un dinero para ayudar a aquella víctima en un presente de bastantes penurias. Es interesante aquí el rol que incorpora el dinero, elemento de poder que pasa de mano en mano generando siempre un ruido de fondo: ¿es posible saldar traumas como estos con una recomposición material? En definitiva, la mirada individual sobre el dinero dice mucho sobre uno mismo. Magallanes, definido por su propia moral, cree estar haciendo lo correcto. A partir de ese quiebre, la película -ópera prima en la dirección del actor Salvador del Solar- comienza a tocar todos los resortes del policial, incluso de las películas de crímenes y trampas. Y hay que reconocerle que antes que uno se termine preguntando por la ética de montar un gran espectáculo alrededor de un tema complejo como este, y que involucra el pasado trágico de varias naciones de la región, el director logra un tono medio que hace disfrutable la sucesión de giros e imprevistos, así como el drama alcanza cierta profundidad desde un punto de vista político, alejando su mirada de lo bienpensante. Hay que decir que Magallanes tiene mucho de Breaking bad en la forma en que incorpora lo geográfico a la trama y lo vincula con sus polvorientas criaturas, por la manera en que trabaja lo delictivo siempre desde un lugar ético (sus personajes raramente alcancen lo placentero), y por cómo lo criminal transita una suerte de espacio off, de bambalinas del resto de la sociedad. Claro está que la música está por momentos demasiado presente invadiendo todos los espacios, hay giros que resultan recursos un tanto de segunda mano, y que no todas las actuaciones alcanzan el nivel de los registros de Damián Alcázar y Tatiana Astengo. Esas imperfecciones son al fin de cuentas, también, deudoras de un espíritu más lúdico y menos académico que es el que persiguen muchas de estas producciones premiables. Magallanes se anima al policial, es sólido en ese aspecto y lo hace con gran profesionalismo (hay una larga secuencia de pago de soborno que es notable), y también a plantar una mirada para nada conformista sobre el presente de una sociedad dividida y lacerada por múltiples heridas que no dejan de sangrar. La coherencia y solidez de Celina termina siendo muy emocionante.
Liderazgo e ingenuidad Como una desilusión, así se puede ver esta Leal, tercera entrega de la saga Divergente. Y no es que las anteriores fueran una maravilla, pero al menos tenían algunos elementos que potenciaban el adormilado universo de las sagas literarias adolescentes llevadas al cine. Si a la primera le costaba hacer pie y se sostenía por la coherencia y fuerza de su personaje central Tris -una líder que quería serlo, no como la dudosa de Los juegos del hambre-, la segunda lograba a partir del movimiento quitar todo el lastre literario y construir una distopía ligera y cool con un final a puro cliffhanger que ilusionaba. Precisamente, ese final hacia adelante mostraba a los personajes queriendo saber qué había afuera de ese mundo que habitaban y que, creían, era lo único que existía en el planeta. Ese misterio por ver el afuera jalaba el interés por esta Leal, interés que se desarticula a poco de iniciada esta tercera entrega y que muestra una falta de memoria respecto de los aciertos de Insurgente. Lo primero que falla en Leal es ese mundo que se descubre ante nuestros ojos: si ese espacio era trabajado desde lo mitológico y -al cierre del segundo film- nos intrigaba mucho conocerlo, al revelarse y hacerse tangible se demuestra como un universo vulgar. El diseño de ese afuera es feo, incluso (salvo algún apunte como ese Estado que roba niños y que por estas tierras genera más de una dura relación con el pasado) es poco interesante lo que ocurre ahí, una trama que aborda la malevolencia de la experimentación genética, temática bastante trillada y representada mucho mejor en demasiadas películas. Pero a esa ausencia de un envoltorio atractivo, el film de Robert Schwentke le suma una narración muy derivativa, al sostener el punto de vista ya no en un par de personajes (lo que hacía concentrado su drama) sino en al menos cuatro. Leal se vuelve dispersa, sumando algunos giros inverosímiles, principalmente porque hay un problema con el manejo de los tiempos y algunos personajes pasan de confiables a cretinos en cuestión de segundos (lo que ocurre con el Peter de Miles Teller es ejemplar: una cosa es que un personaje sea resbaladizo, otra que tenga una funcionalidad tan obvia para el relato). Es curioso en este tipo de producciones agigantadas, que se toman una hora y media para narrar hechos triviales, cómo apuran todo amontonando resoluciones demasiado a la ligera hacia el final. Leal da cátedra en todo esto: lo mal desarrollada que está la última media hora es asombroso. El segundo gran problema es que la película nos mete ante un mundo nuevo, que debe ser explicado velozmente para no lastrar el recorrido narrativo de la saga. Entonces se apela a explicaciones orales, a charlas que explicitan todo lo que allí sucede (desde consecuencias hasta sentimientos de los personajes), con recursos bastante pobres y sin mayor vuelo cinematográfico. Es curioso que Schwentke, un mero artesano de segundo orden pero con pericia para la acción, ceda de tal manera ante lo literario. Pero lo peor de Leal es el retroceso que se observa en el personaje de Tris, más allá de que la talentosa Shailene Woodley ya parece moverse mejor en esto de la acción y la aventura. Tris, decíamos y remarcamos siempre, es una heroína decidida: ella disfruta su poder y quiere ser líder, aunque lo disimule. Eso la diferencia de la mayoría de los personajes que protagonizan este tipo de relatos, que abusan del héroe a su pesar siguiendo un poco la lógica del superhéroe: de ahí que Divergente relea mejor (dentro de lo posible si tenemos en cuenta el target) el camino del subversivo. En Divergente, lo heroico se da por una búsqueda personal y por una decisión firme de subvertir ese poder totalitario que los controla. Hay tragedias personales que movilizan el deseo, pero fundamentalmente se trata de una chispa que enciende algo que está en el interior de las criaturas que habitan este universo. Sin embargo la Tris de Leal es demasiado naif, excesivamente confiada, contradiciendo su propia psicología: acá la engañan de una manera tan torpe que asusta. Esta debilidad del personaje, sumado a la multiplicidad de puntos de vista, descentra las acciones y minimiza el impacto político/adolescente de las primeras entregas. Tris acá es una más, nunca una líder. Claro que Leal apuesta a repetir la fórmula del movimiento de Insurgente, pero aquí los giros constantes se sienten antojadizos y mal trabajados, básicamente porque los personajes se difuman tanto que pierden cualquier tipo de interés y ahí es donde los hilos se hacen explícitos. La construcción de estos universos totalitarios que son como muñecas rusas metidas unas adentro de otras son tan excesivas y, por consiguiente, tan improbables, que las subversiones de estas sagas terminan resultando imposibles: ¿cómo derrocar un poder que se descubre como empleado de un poder superior e inasible). Hay algo de cinismo en el discurso del “tú puedes” que elaboran este tipo de historias y ese es el mayor pecado que cometen: una ilusión aplicada en cuentagotas, lo necesario como para sentirse libre, lo justo para no dar tanto poder. Resistencia mainstream y a comer a McDonalds.
Algunos hombres buenos El clasicismo en el cine puede ser una experiencia conservadora, por la manera en que se adquieren formas ya consagradas y anquilosadas, estructurándolas dentro de un relato compuesto por segmentos reconocibles que aportan seguridad al espectador. Es como la vivencia del niño, viendo una y otra vez una misma película porque eso le permite estar seguro respecto del recorrido que tomarán los personajes y del final feliz consiguiente. Sin embargo, en este presente de búsqueda constante de la novedad, de la sobrevaloración del elemento original, se podría decir que el clasicismo es también una forma de impensada subversión. En un tiempo donde el mainstream reproduce relatos en los que el ritmo acelerado y la necesidad de episodios constantes y personajes hiperbólicos generan en el espectador un estímulo interminable, casi adictivo, apostar desde una producción de gran presupuesto y aliento masivo a una forma de contar pausada, donde los personajes se construyan de manera sólida y progresiva, y la narración fluya sin subrayados ni digresiones temporales, es decididamente una decisión política. El clasicismo en el presente puede ser tanto una cuestión estética (Eastwood, Spielberg son grandes referentes en el cine norteamericano actual), como una forma artesanal de afrontar el cine ante la ausencia de una mirada propia o autoral. Digamos, un organizador del eclecticismo. El director Craig Gillespie, el mismo de Enemigo en casa, Lars y la chica real, la remake de Noche de miedo o Un golpe de talento, demuestra tener a lo largo de su filmografía una fórmula maleable para acercarse a la comedia, la cual pone en crisis atravesando diversos géneros y tonalidades: desde lo indie a lo incorrecto, desde el terror a lo familiar. Pero en Horas contadas, un relato que si bien tiene pequeños momentos de humor no es decididamente una comedia, Gillespie se revela como eso que asomaba solapadamente: un artesano confiable, incluso un tipo con múltiples recursos pero que nunca pierde el timón de lo que quiere contar. Esa precisión del relato, que se va cocinando progresivamente hasta alcanzar un final realmente emotivo, es lo que sobresale en su nueva película para Disney. Horas contadas muestra una tragedia marítima ocurrida en 1952, y se vale del “basado en hechos reales” no para abrumar con lo administrativo y la recreación histórica virtuosa, sino para darle cierto carácter verosímil a la fantasía que tiene entre manos. Por un lado el desastre, un barco petrolero partido al medio y una treintena de marinos varados en altamar, y por el otro una patrulla destinada a su rescate con todas las de perder. Tenemos dos focos fuertes de información, dos grupos de profesionales tomando decisiones de vida o muerte, dos subtramas que se ensamblan y bifurcan a partir de un hecho común: una terrible tormenta que asola la costa de Nueva Inglaterra. El barco quebrado queda al mando del técnico Ray Sybert (Casey Affleck), alguien que toma decisiones a partir de elementos matemáticos, incapaz de avanzar cediendo ante la ansiedad que condiciona lo humano. Un tipo calculador, algo frío y distante. Sin familia, se nos remarca. Por su parte, la patrulla de la guardia costera, tripulada por cuatro hombres, tiene al mando al inseguro Bernie Webber (Chris Pine), que arrastra una tragedia anterior y que no responde al prototipo viril que la masculinidad indicaba en la América de los años 50’s: su novia es la que le pide matrimonio, su figura es totalmente avasallada por compañeros y superiores. Su dilema es hacerse respetar y mostrarse como un tipo capaz. Con sabiduría meridana, Gillespie orquesta la tragedia mostrando lo justo y necesario (y dosificando notablemente no sólo la información, sino además el derrotero entre los diferentes espacios -de los barcos a la costa- donde se definen las cosas): ni siquiera se atraganta con el dominio de la técnica y la imponencia de los efectos especiales. Nos ofrece, como realizador, las imágenes justas. Lo que le importa, está claro, es la construcción de esos dos personajes que precisan demostrar autoridad y son puestos en crisis constantemente por el entorno. Lo que emociona de la travesía es la forma en que cada personaje logra el objetivo, la paciencia a la que apelan como método de subsistencia, que es a su vez la que el propio director pone a jugar narrativamente: paciencia que es igual a clasicismo, a interpretar los tiempos justos de la historia. Horas contadas se construye a partir de la coherencia y solidez de Bernie y Ray, y de las notables actuaciones de Affleck y Pine, quienes expresan sólidamente la inseguridad de sus criaturas, pero también la honestidad intelectual y una forma de afrontar los hechos: lo de ambos personajes es sutil, sobrio, como también lo es la manera en que el director maneja las emociones del relato. En Horas contadas hay una llamativa, por lo inexistente, apelación a lo místico, religioso o nacionalista, incluso se ironiza con la noción de suerte. Está claro, no hay lugar para lo mágico: estamos ante un film de profesionales, una aventura hawksiana donde el trabajo en grupo de alguna manera nos rescata de la tragedia, y donde la persistencia y tenacidad de un par de hombres buenos, que quieren hacer su tarea lo mejor posible, es lo que relaciona al film con los grandes relatos del Hollywood clásico. De esa emoción de las grandes y viejas películas, de esos materiales tal vez oxidados pero inmortales, está hecha esta sorprendente película.
No todo lo que reluce es oro Dioses de Egipto abre con una panorámica de aquella Egipto plagada de mitología. Lo que se ve, en verdad, parece Miami: playas, una luz solar que calcina, artificialidad, una recreación grasa del brillo y el oropel que -nos han enseñado- sobraba en esos tiempos. Pero Dioses de Egipto, el último desastre filmado por Alex Proyas, tiene más de ese dorado que simula el oro: los dioses que protagonizan el relato emiten una luz exagerada en sus transformaciones, y cuando son heridos no sangran, si no que pierden una sustancia dorada que burbujea. Todo ese aspecto, que se reproduce también en la acumulación de escenas de acción que suponen el vértigo de un entretenimiento sólido, es un enchapado, una cubierta falsa que quiere representarse como tanque mainstream. Lejos está todo el film de serlo: es una producción que es más feliz cuando se acerca a la baratija de alguna galería comercial de mala muerte. Es una pena, por tanto, que Proyas y sus guionistas no hayan ido a fondo con este concepto Miami que hubiera provisto de un filtro para asimilar lo que se ve en la pantalla. En algún momento el cine de Hollywood, atado a ciertas necesidades del gran espectáculo y los avances tecnológicos que permitían la reproducción de imágenes mucho más realistas, apeló al péplum (películas ambientadas en la antigüedad, en tiempos de imperios, reyes y guerreros, que escondían detrás un andamiaje shakespereano) como un subgénero que permitía la cuota necesaria de entretenimiento, aunque siempre escudada en una intención revisionista de aquellos hechos históricos. Gladiador fue en cierta medida la película que recuperó el subgénero en la modernidad, pero también lo clausuró: lo que vino luego, en verdad, fue un acercamiento revisionista con un carácter ilusorio. Y así tuvimos las Troya y las Furia de titanes. Claro está, los superhéroes demostraron que el público (masivo, adulto) ya no busca fidelidad historicista, sino que se permite la hipérbole de lo fantástico. Por eso hoy Ben-Hur sería innecesaria, y sí es posible Dioses de Egipto. Pero la película de Proyas cae presa de otro movimiento del cine de entretenimiento actual, y que es la desacralización y la sátira de lo mitológico. Hace dos años lo comprobó con mejores armas Hércules, con Dwayne Johnson, que descubría -sobre la base del cine de aventuras y la reflexión del trabajo en grupo- la realidad aumentada que habita en los mitos. Dioses de Egipto no busca tanto eso, ni piensa la sátira, sino que cree en lo prosaico, en ser ligera y desprovista de solemnidad para abordar el asunto. Así lo demuestran un poco las actuaciones de Nikolaj Coster-Waldau y Gerard Butler (también la aparición deadpan de Geoffrey Rush) como esos dioses en conflicto. Pero Proyas, amén de un par de secuencias de acción bastante bien montadas, carece del timing necesario para hacer de esto algo divertido: por lo tanto Dioses de Egipto traduce lo pastichero, lo ridículo, incluso lo berreta, en un mecanismo aburrido y sin gracia. En definitiva, para ser kitsch no alcanza con sumar baratijas varias, amontonarlas en pantalla y exacerbarlas, sino que se precisa de una consciente toma de posición estética de la que Dioses de Egipto carece. Y no la tiene, básicamente, porque en el fondo quiere jugar en la liga de los entretenimientos masivos. Ese no asumir la clase a la que pertenece es lo que termina matando las posibilidades de un film que podría haber provisto dos buenas horas de divertimento descerebrado.
Observe and report Este proyecto, segundo largometraje de Hernán Guerschuny tras El crítico, parte de un guión que estaba trabajando su protagonista, Sebastián Wainraich. Y el humor de Wainraich (radial, teatral) es un típico humor de observación, que tiene una fuerte raigambre en el stand-up y la sit-com, y en autores como Jerry Seinfeld o Woody Allen; básicamente un tipo de humor que en el cine se puede reconocer como neoyorquino: dilemas de clase media, neurosis, intelectualidad licuada a través de referencias culturales, psicoanálisis. Una noche de amor, por tanto, se sostiene sobre la base de esa mirada constante que el guionista reproduce a través de onliners y de su propia presencia hierática y desapasionada: precisamente la falta de pasión en una pareja con doce años de convivencia es el centro del relato, y eso hace que la falta de recursos actorales de Wainraich (inteligentemente protegido por su propio guión) sirvan de alguna forma para conceptualizar el asunto. Una noche de amor es durante una hora ese paseo por la noche porteña que protagonizan Leo (Wainraich) y Paola (Carla Peterson), quienes habían arreglado una salida de a cuatro con un matrimonio amigo, pero ante la separación de los partenaires se enfrentan a compartir unas horas a solas. La tesis del film es que la convivencia y la rutina que arrastran los años transcurridos achatan el interés de la pareja. Hay algo bueno en todo esto, y es cómo lee Wainraich (un tipo inteligente, sin dudas) que las tensiones de la pareja nunca se debaten directa o explícitamente, sino que surgen a partir de trivialidades: la elección de un restaurante, la pelea con un cuidador de coches, la forma en que cada uno se para ante la intransigencia del empleado de un garage. En primera instancia, el choque es con lo que la ciudad, lo urbano, impacta a la pareja. De ahí que la idea de segmentar el relato a unas pocas horas (en la senda de una Después de hora, digamos) y en el recorrido nocturnal de la pareja sea totalmente acertado, más allá de que a Guerschuny parece faltarle el nervio necesario para que el derrotero tenga un crescendo o una tensión acorde. Los conflictos que irrumpen en la convivencia de la pareja pueden ser calificados de clasemedieros, pero a diferencia de un film como Relatos salvajes (donde se hacía apología de la mirada de clase media), Wainraich desde el guión tiene la capacidad para retorcer una poco esa mirada estancada. El progresismo bienpensante existe en el relato, pero también se lo complejiza y se lo pone en conflicto a través de la mirada de los dos protagonistas. Pero Una noche de amor lejos está de ser satisfactoria, incluso parece más el borrador de un buen film al que le faltan varias vueltas de tuerca para cerrar. El primer inconveniente es que evidentemente Wainraich piensa en palabras. Y si bien no hay nada malo en eso, la película es ganada constantemente por una quietud asfixiante que precisa de poner a los personajes a charlar para resolver sus conflictos. Los pocos recursos visuales que el film exhibe, incluso las metáforas (como esa nafta que amenaza con paralizar el auto en el que se mueven Leo y Paola), son pobres y poco desarrollados. Y el otro gran inconveniente de Una noche de amor es que lo observacional funciona aquí como único punto de interés: detrás de eso, no parece haber mucho más. Cuando Seinfeld trabaja su sit-com desde la sumatoria de observaciones que hacen sus personajes, hay una relación directa con la forma que adquiere la serie y cómo la misma se construye como una reflexión constante sobre la nada. Lo mismo con Allen: sus películas pueden ser vistas superficialmente como una serie de onliners ocurrentes, pero hay una correspondencia formal en el movimiento con el que la cámara representa los diálogos y también una profundidad necesaria hacia cierto existencialismo. Lo de Una noche de amor parece un homenaje humilde a los grandes maestros o peor, un mero relato autoindulgente que conecta exclusivamente con los oyentes del programa de Wainraich en la radio. Lo indudablemente cierto es que cuando la película necesita ponerse trágica, cuando amenaza la ruptura, recurre a un surrealismo decididamente vacuo. Pero, aún peor, en determinado momento, cuando Leo -es decir Wainraich- debe confesarse y sincerarse respecto de su forma de afrontar la relación, el film exhibe todas sus costuras empezando por la mala performance de su protagonista. Si bien los conflictos que surgen no son más que una lógica continuación de lo que la primera hora mostraba (tampoco es que la película se ponga demasiado compleja o sofisticada), Una noche de amor se los podría haber ahorrado y apostado decididamente a la comicidad tenue y asordinada que la sostenía hasta ese momento.
En la ciudad sin furia Las películas con animales antropomorfizados ya son una regla bastante incómoda. También, el discurso de realización personal del relato de animación más clásico. Byron Howard (Bolt, Enredados) y Rich Moore (Ralph el demoledor) -¿y deberíamos decir, también John Lasseter, aquí productor?- son tipos inteligentes y por tanto, trascienden lo que la propuesta de Zootopia parecía indicarnos desde un comienzo: veamos un mundo como el nuestro pero habitado por animales; veamos cómo una conejita se convierte en agente de policía contra el mundo que se lo niega. Sobre lo primero, la película no hace mayor alarde e impone velozmente sus reglas sin estar connotando cómo cada elemento de ese lugar que habitan los personajes es el nuestro reconvertido (gran problema que enfrentaba Cars, por ejemplo). Y sobre lo segundo, hay un giro final que pone al film en otro lugar y muestra la complejidad del asunto: si bien Judy logra su objetivo, no le alcanza, básicamente porque ser eso que soñó se descubre como algo incompleto. Zootopia, desde una estructura que bebe de múltiples referencias cinematográficas, es una película plagada de detalles arriesgados y singulares. Lo primero es el diseño, resuelto con virtuosismo. Judy viaja a Zootopia, y ese viaje es también el del espectador: la fascinación de Judy es la nuestra, lo que ella ve por primera vez en ese tren también lo hacen nuestros ojos vírgenes. Esa escena es notable y está resuelta con inteligencia por la economía de recursos: mete tanto al personaje como al espectador en la lógica del film, a la vez que clausura la etapa de descubrimiento necesaria en todo producto audiovisual donde el diseño es parte fundamental. Alejada la fascinación del iniciado, es momento de desandar la historia: Judy, la niña del prólogo, esa que quería ser policía, viaja a la gran ciudad para hacer realidad el sueño. Y ahí Howard y Moore usan otras de las posibilidades de la animación: la invención constante, es decir el diseño (que es algo inmóvil y tiene que ver con la arquitectura) puesto en funcionamiento (que es la forma en que lo ingenioso se hace coherente con los temas que la película aborda): el chiste de los perezosos burócratas es la cima de esto que decimos, de cómo una idea se ejecuta con precisión; cómo el trazo y el movimiento sostienen el timing perfecto de un chiste tan creativo como inteligente. Toda Zootopia es ejemplar en ese sentido. Es interesante (y evidencia un gran trabajo de guión) cómo el conflicto de la protagonista se replica tanto en su partenaire (el zorro Nick) como en el mundo que habita: esa ciudad utópica (ese zoológico utópico, como juega con sorna el título original) donde los depredadores han alcanzado un altísimo grado de convivencia con sus habituales presas. El tema central parece ser el sueño, individual en el caso de Judy o colectivo en el caso del alcalde Lionheart y la sociedad que desea poner en práctica, y cómo resulta imposible cumplirlo porque siempre algún obstáculo se interpone: el juicio de los demás, el miedo, la intolerancia, qué otra cosa. La forma de alcanzar los sueños es la persistencia (moraleja habitual), pero también puede ser una renuncia para convertirse en el prejuicio que los demás sostienen (moraleja incómoda para el padre acompaña-niños): ahí tenemos al zorro Nick que es un mentiroso compulsivo porque, en definitiva, para qué modificar aquello que los demás piensan que uno es. Nick parece aceptar la máxima de los padres de Judy: “está bueno seguir los sueños, salvo que uno piense que se van a cumplir”. Zootopia pone en juego estos dilemas existenciales, a veces subrayándolos en exceso (la película parece atravesar sin problemas la escuela Disney más aleccionadora), pero desde una construcción genérica que asombra porque es adulta y compleja sin hacer alardes de ello (no es adulta a lo Intensa-Mente, por ejemplo), mientras no deja de ser un entretenimiento infantil enorme con personajes totalmente carismáticos. Zootopia es un policial, incluso un policial negro con rasgos de buddy movie, donde los protagonistas se involucran en una trama que los supera segundo a segundo. Y todo este desarrollo sofisticado, termina por dar un film político: Zootopia pone en juego la propia construcción social que desarrolla, eso que imagina como espacio ideal, y lo rompe, lo quiebra constantemente. La reflexión sobre depredadores y presas, que abarca toda la película, incorpora una mirada incómoda: convierte en víctima al supuesto victimario, poniendo patas para arriba los prejuicios que se sostienen desde este lado de la pantalla. ¿Es posible la plena convivencia? ¿Qué es la tolerancia, cómo se incluye a los diversos sectores? Y el dilema fundamental: ¿cómo se desarrolla una sociedad sin furia? Como pocas producciones animadas, esta de Disney es una película que interpela constantemente al espectador y lo pone en jaque, ya sea desde su arriesgado entramado narrativo hasta los temas que aborda y las resoluciones a las que llega. Y todo esto sin perder el sentido lúdico, el juego del movimiento, la creación de espacios y personajes fascinantes, el humor constante, los grandes chistes y hasta el potencial desarrollo de un merchandising masivo. Zootopia es la más osada criatura surgida del mainstream industrial de Disney, y nos dice que lo novedoso surge en cualquier lugar. Claro que aquí disfrazado de peluche que uno quiere abrazar hasta el final.
El vientre del televidente La televisión es un elemento fundamental en la obra de Alex de la Iglesia. En muchas de sus películas, los hechos desencadenan situaciones que merecen su atención, y la mirada que de ahí surge termina siendo el foco que adopta el relato. Es, claro está, un instrumento discursivo omnipresente que se relaciona con la generación que representa el propio director: una que fue criada y modelada a imagen y semejanza de la pequeña pantalla, máximo intruso en los hogares contemporáneos. De ahí se adivina el exhibicionismo, la sobre-explicación, lo explícito del discurso imperante en el cine actual, el cual es recibido sin dilemas morales por el espectador del presente. De esa explicitud están hechas también las películas de De la Iglesia, realizador de un trazo grueso considerable que tiene a su favor el hecho de ser totalmente autoconsciente. Por eso, que el tono de sus actuaciones sea el más alto posible, que su cámara se mueva con velocidad rayo y que sus películas más logradas sean las que apuestan al relato coral: las ideas en De la Iglesia funcionan como conceptos o cáscaras conceptuales, que muchas veces pierden cuando se profundiza en ellas. Por eso, a más personajes con menos tiempo de desarrollo en pantalla, las cosas funcionan mejor. La superficie ocurrente es la que brilla en sus films, también en la televisión. Lo curioso en Mi gran noche, último film del director hasta el momento y el que lo recupera en grande de una última década bastante insatisfactoria, es que si bien la televisión es el centro, básicamente porque el film se ambienta allí (muestra la grabación de uno de esos especiales de fin de año que hacen en la tele española), no hay una mirada desde la televisión. Es decir: si en 800 balas o La chispa de la vida (por nombrar dos) a la televisión le interesaba exhibir ese horror que surgía en un espacio definido que no le era propio para juzgar o montar un show, ahora que el horror surge desde su propio estómago la exhibición es nula, lo esconde. Así, De la Iglesia señala sutilmente el mayor problema de la televisión como Dios catódico: su reconversión en juez, en instrumento sentencioso que dicta la moral de una sociedad desde una impunidad absoluta. Así son los periodistas de la tele con sus cámaras ocultas y sus informes manipuladores. No es que De la Iglesia se haya vuelto serio de pronto. En todo caso, ya intentó eso mismo y con resultados horrendos en películas como Balada triste de trompeta. El De la Iglesia serio es el peor, es el que cree tener una mirada política compleja y no puede salir de cierto esquematismo: en Mi gran noche algo de eso aparece con la metáfora entre esa fiesta falsa del adentro y la represión policial del afuera, pero hay que reconocerle que aquí ese asunto socio-político es lateral, y no termina por dañar el perfecto andamiaje que monta el director. Mi gran noche es un muestrario de personajes terribles, de infames criaturas que luchan por un espacio de poder, por más que sea mínimo y prosaico en ese marco de copas con champagne de mentira y pollos de plástico. Es una comedia en toda regla, porque si en verdad estamos ante un film de horror, lo que surge es la risa, la carcajada sincera potenciada a partir de la forma en que el director muestra lo que muestra. De la Iglesia parece recuperar su mejor sentido del humor, creando diálogos filosos, situaciones ridículas, personajes graciosísimos y reforzando por vía de una puesta en escena precisa, su concepto esperpéntico, clave en su obra y en la comedia española desde siempre. Lo esperpéntico surge como género literario a partir de la obra de Ramón del Valle-Inclán, y es adoptado por los propios españoles como una forma de crítica autorreferencial. Hay en entre el esperpento y el grotesco (este último con fuerza en nuestro teatro y en la comedia argentina) ciertos lazos comunicantes, pero mientras el segundo parece justificar lo horroroso en la conducta y no deja de ser apenas una tonalidad, el primero profundiza la mirada hasta alcanzar cierta misantropía: ese es su mayor problema, y hay que tener buena mano para evitarlo. Berlanga fue el gran maestro del cine español esperpéntico, y De la Iglesia es uno de esos felices continuadores. En Mi gran noche los personajes adquieren una personalidad esperpéntica, arrancan como sólidas rocas convencidas de su lugar, y van progresivamente desintegrándose hasta grados ridículos. De la Iglesia abarca un amplio abanico de personajes y conflictos, pero lejos del análisis antropológico el director apuesta a la comedia desaforada. Y no hay aquí, como le pasaba en algunas películas (La chispa de la vida es a la que más se le parece, y contra la que mejor contrasta), un giro final hacia cierta convencionalidad: algunos resuelven sus conflictos, otros no, pero no hay una resolución mayor que abarque a todos, los personajes se terminan yendo como en una de Fellini, entre ríos de espuma y brillo fatuo. Esa ambición mínima, la del comediógrafo certero, se agradece. Pocas películas hoy ofrecen este nivel de apuesta por el divertimento sin culpas. Y esa sí, es una característica positiva de la televisión.
Un hombre en busca de sus tradiciones Luego de la trilogía Esperando al mesías, El abrazo partido, Derecho de familia, Daniel Burman decidió alejarse un poco del entorno del barrio de Once donde transcurrían sus historias y también del personaje de Ariel, que encarnaba con recurrencia Daniel Hendler. Si bien no se distanció de asuntos como los vínculos paterno-filiales (El nido vacío es un claro ejemplo), lo cierto es que comenzó a explorar otras posibilidades dentro de un cine que se solidificaba formalmente pero que comenzaba a mostrar algunos símbolos dispersivos, como en la última El misterio de la felicidad: el cine Burman, anteriormente claro discursivamente, parecía ingresar en una suerte de limbo que de alguna forma evidenciaba cierta insatisfacción. Vaya uno a saber si los caminos que toman los realizadores son tan conscientes, pero El rey del Once, una película que reproduce el regreso de un hijo al lugar del origen, es también una exploración sobre la vuelta del propio Burman a los temas fundantes de su obra. Ariel -otra vez, aunque ahora lo interprete Alan Sabbagh- es un economista que vive en Nueva York y que emprende un viaje a Buenos Aires para presentarle su novia al padre, el enigmático Usher, que maneja una fundación de asistencia a miembros de la comunidad judía que viven con apremios financieros: comida, medicamentos, todo tipo de objetos, algunos sumamente ridículos, son entregados desde una oficina abarrotada de cosas y de gente. El mundo al que llega Ariel, encima sin la novia que venía a presentar, es excéntrico, pero de un excentricismo asordinado, barrial, desprovisto de todo lujo, aunque no carece de un humor lunático. Incluso keatoneano por cómo el cuerpo del protagonista se moviliza con dificultad por esos espacios extraños. La cámara de Burman, inteligentemente, apela a planos cerrados y a un movimiento, un caminar pasillos que confunde aún más al confundido Ariel: para qué está allí, es todo un enigma. Mientras, Usher, se comunica sólo por teléfono. Desde ese recurso (la omnipresencia del padre, aunque nunca se lo vea), Burman construye nuevamente una mirada sobre padres e hijos, sobre distancias generacionales pero también sobre distancias auto-impuestas por hijos que desean separarse de un discurso paterno. Ariel no es religioso, de hecho desconoce mucho del significado de los rituales judíos, y nunca anteriormente en el cine de Burman como aquí lo tradicional, lo ritual, adquiere una fuerza clave. El director incorpora en muchos pasajes del film una serie de protocolos religiosos judíos. Lo hace sin mayores explicaciones, logrando de esa manera que la confusión de Ariel respecto del mundo al que se suma sea la misma que la del espectador. No se sabe muy bien qué está pasando, pero hay una fascinación que es fácilmente asimilable a ese deseo abstracto que unifica los lazos familiares. Lo más elogiable en la película del director de El abrazo partido es que más allá de los resultados que exhibe, existe en su trabajo una fuerte decisión por transitar nuevos rumbos, por modificar un trabajo y no dormirse en los laureles, incluso a fuerza de perder público. Porque El rey del Once, sin ser una película compleja argumental o narrativamente, exige al espectador la clarividencia para descubrir en ese recorrido errático que hace el protagonista todas las claves que deconstruyen el film. Es decir, así como los rituales no se explican demasiado, tampoco ocurre lo mismo con los sentimientos de los personajes: de hecho, la coprotagonista, Eva, es una joven que por algún tipo de voto debe permanecer callada. Y así lo hace durante casi todo el metraje. Si la religión parte de lo simbólico para fundar su razón, El rey del Once es una de las películas más religiosas posibles. Como siempre en el cine de Burman, la lucha entre el hijo y el padre se resuelve finalmente con una aceptación y asimilación de roles. Nada resulta demasiado trágico pero sí es coherente, y ese es el mayor rasgo de humanidad que conserva su obra, aún en sus films más flojos. El rey del Once expresa nuevamente esa necesidad por iniciar un camino personal, dejando de lado aquí ciertos vicios del mainstream y reconstruyéndose con rasgos de un cine más independiente y enigmático.
La vanguardia es así Ese gran director que es Ben Stiller acometió su película más radical a la fecha, y así le fue: la crítica está destrozando sin piedad a Zoolander 2 y el público no la ha acompañado como se esperaba. Sí, está bien, Tropic thunder era un film irreverente, que se metía con Hollywood y lo destrozaba ferozmente, pero no dejaba de ser ese el propio plan de la película y de los que acercaban a ella: su alto nivel de ironía era lo que uno iba a buscar ahí dentro. Pero Zoolander 2 es algo diferente, incluso incómodo, es un artefacto inclasificable que avanza sin un plan demasiado claro y se lleva puestas miles de convenciones cinematográficas y -como corresponde a una buena comedia- sociales. Claro, como buen experimento que es resulta fallido por momentos, pero no deja de contener varios de los mejores gags del cine cómico de los últimos tiempos. Y parte del nivel de desconcierto que genera se debe a su carácter vanguardista, a cómo mira determinados estamentos de la cultura actual, incluso de la contracultura, abarcando un terreno que va de lo artístico a lo sexual, de lo genérico a lo familiar. Uno de los personajes más interesantes del film (de entre los cientos de cameos y personajes mínimos que lo habitan) es el artista conceptual que interpreta Benedict Cumberbatch, llamado All. Desde su androginia exacerbada, All sintetiza no sólo los géneros sino que lleva al extremo el carácter revolucionario de las políticas sexuales y de género: All se casó con él mismo, en algo denominado “mono-matrimonio”, que es presentado como la expresión más pura y acabada. No hay un juicio de valor a la actitud, sino una exposición grotesca de los lugares a los que la humanidad va dirigiéndose y de cómo se necesita siempre romper con un molde anterior. Zoolander 2 no sólo acompaña esos movimientos, si no que encuentra la esencia humorística que se evidencia por medio de la sátira. Así como la primera resultó un muestrario y una redefinición de los conceptos desarrollados desde el diseño y la moda, esta segunda entrega tiene la arrogancia de mirar hacia adelante y presagiar un camino posible para una sociedad plagada de redes sociales, híper-textualidad, youtubers y exhibicionismo. Pero como el buen comediante que es, Stiller se ocupa de que la mirada sea humana y para nada cínica. Tal vez hubiera sido más fácil para el director y protagonista reproducir una suerte de secuela como un grandes éxitos, repitiendo chistes y fórmulas. Pero Stiller ha demostrado ser un realizador ambicioso, y pretende con Zoolander 2 una película que sea el reflejo de un tiempo: la capacidad de ícono cultural que adquirió el personaje posibilita ese lujo. Para Stiller el paso del tiempo es un tema, pero no el primordial de su película. El modelo -piensa el director- es un concepto, un presente continuo. La moda pasa, pero el objetivo es ser siempre el centro, y ese centro lo representa el modelo, quien viste aquello que simboliza el hoy. Por eso Derek Zoolander, modelo y torpe, es fundamental para convertirse en una suerte de testigo de cierta decadencia, y mirarla con una simpatía burbujeante. Lo mejor de Zoolander 2 está en su primera hora, en cómo avanza sin un plan prefijado y con un mínimo hilo argumental como excusa. Ese aspecto fragmentario que exhibe el film no sólo ayuda a la profusión de gags que no precisan de fluidez narrativa, sino también a cimentar el carácter vanguardista del relato: es un relato construido como una suerte de retazos, arquitectura fundamental de una generación parida audiovisualmente con el videoclip y la histeria hiperquinética de horas y horas frente a Youtube o Facebook. El prólogo es clave, narrado con una velocidad que requiere de un espectador actual. Zoolander 2 es una película generacional; tal vez será repensada y apreciada mejor dentro de unos años. Claro que todo esto no hace más que evidenciar las propias limitaciones de la película, ya que cuando por una lógica narrativa precisa estabilizarse en una subtrama que conduzca a los personajes hacia un final más o menos lógico, Zoolander 2 pierde mucha de su energía, incluso de su capacidad para construir gags. Sobre el final, decíamos, esta mezcla de comedia absurda con elementos de espionaje deja de lado cierta dispersión y se focaliza en una suerte de parodia bondiana divertida, pero inferior en función de los objetivos de sátira generacional que traía la película. Es decir, su carácter vanguardista es reemplazado por actualización de viejos recursos de la comedia, explorados hasta el hartazgo por sagas como Austin Powers, por ejemplo. Digamos, no se resulta un gran problema, pero simplifica las formas y reproduce sus temas de un modo mucho menos rupturista. Pequeña licencia que se toma Stiller, ya que por otro lado exhibe una necesaria libertad para romper toda instancia sentimental que pueda complicar el recorrido de su película. Aún con imperfecciones, Zoolander 2 -un film alegre, lunático y despreocupado- representa esa película maldita que todo autor debe tener en su haber.
Show me the money Del mismo director de Una familia espacial, Enrique Gato, se conoció tiempo atrás Tadeo, el explorador perdido. Era un film simple que abordaba emociones básicas, pero tenía el acierto de asimilar el cine de aventuras hollywoodense y aplicarlo coherentemente en su diseño. Lo que se creaba allí era un sistema que hacía de las referencias (fundamentalmente esa síntesis que fue Indiana Jones) un código que era base y a la vez relanzamiento de las aventuras del protagonista, un albañil que deseaba ser aventurero. Pero la película tenía una esencia fundamentalmente española en la utilización de un tipo de humor propio de las tiras cómicas de aquel país, como pueden ser un Mortadelo y Filemón. A todo esto, el director hace gala de recursos técnicos que instalan a su animación en un lugar digno. Una familia espacial es un poco la continuación estilística de aquello. Otra vez tenemos la proeza técnica, incluso aumentada, donde la animación no sólo luce bien sino que además fluye con el relato. Pero hay una decisión que resulta fundamental para entender el fracaso artístico de esta producción. Una familia espacial se asume interesantemente como un tipo de historia que sólo puede ocurrir en EE.UU., ese país donde los mitos fundacionales se ensamblan con el ansia de avance y la modernidad; digamos como los japoneses pero con un sentido menos trágico y más cristiano. Los protagonistas son una familia de astronautas, con padre e hijo distanciados, mientras el nieto sufre y desea reunirlos a todos. Lo que se interpone entre todos -generando el milagro familiar- es una nueva misión lunar dirigida por la NASA, enfrentada a un villano que con la excusa de ir a desnudar la mentira de la llegada del hombre a la Luna en el 69 va en busca de un combustible para generar su gran negocio. Esta empresa, por lo tanto, reúne a los viejos y a los nuevos astronautas. ¡Eureka! No hay nada de malo en lo básico de los conflictos y en cómo el cine español reproduce sistemas que el cine de animación actual olvidó hace un par de décadas. Tenemos un villano despótico y bondiano, y una familia amable y de buenos sentimientos. Lo típico. El problema fundamental de Una familia espacial es que aquella idea de revisitar conceptos extemporáneos e insertarlos en una lógica cultural propia -aquello que salía muy bien en Tadeo Jones- luce aquí no sólo imposible, sino que lleva a la película a ser ambientada en EE.UU., con personajes norteamericanos y una profusión de banderas con barras y estrellas que ni Michael Bay, vea. Esto, en definitiva, habla de otra cosa: de un producto que tiene demasiadas ganas de ser comprado y distribuido en EE.UU., de ser aceptado y asimilado en un ejercicio de travestismo cultural inusitado. Que lo que moviliza a los personajes sea el hecho de sostener la historia de la bandera yanqui en la Luna, es un ejemplo de sumisión sorprendente. Y ya ni siquiera importa lo ramplón de su mensajes a favor de la familia. Si bien el cine industrial universal echa mano de todos esos recursos que el cine Americano ha legado a la humanidad, la forma en que lo hace este film, dejando de lado cualquier rasgo personal e identitario, es también una de las formas horrendas de cipayismo cultural. Estrenada con ímpetu en España, también es una síntesis de cómo el cine de aquel país sufre el dilema de querer ser un Hollywood europeo. Un asunto de mercados, taquilla, producción. El cine, bien gracias.