En la boca del lobo Un solo plano, fijo, de casi 120 minutos. Dos personajes y un texto calculado y milimétrico. Todo lo que integra La utilidad de un revistero, ópera prima del habitual sonidista Adriano Salgado, remite al teatro, incluso el tema que convoca a las protagonistas: la entrevista laboral que una escenógrafa y vestuarista le toma a una joven aspirante a ser su asistente, de cara a una puesta en escena de Caperucita roja ambientada en el marco de un barrio de clases bajas. Sin embargo, lo que parece un tour de force formal algo esquemático va mostrando progresivamente diversas capas que evidencian la presencia de lo cinematográfico y que contradicen cierta ontología de las imágenes: por más que La utilidad de un revistero registre todo sin un corte y en ese recurso se invoque lo real, lo que se ve -vio- no termina de ser del todo cierto. El cine es una representación de lo real, pero no lo es necesariamente. Ese juego de real / no real se vincula además con el conflicto en sí: dos personajes obligados a compartir un pedazo de tiempo y espacio, forzadas ante la posibilidad de un compromiso laboral a futuro. Sin intentar un análisis sociológico sobre esa instancia crítica de las entrevistas laborales, La utilidad de un revistero no deja de reflexionar sobre ese momento de exposición personal, donde el poder de la situación le pertenece explícitamente a una de las partes y la otra está indefensa. Roles pasivos y activos, víctimas y victimarios, sobre los que Salgado indaga además a partir de la referencia a Caperucita roja. Miranda, la joven aspirante, se mete de lleno en la cueva ante un lobo, Ana, la escenógrafa, que se va revelando feroz progresivamente. La utilidad de un revistero es un experimento intelectual, pero incluso alegre porque Salgado no elude las posibilidades de la comedia en diálogos punzantes y un poco incómodos, y a los que María Ucedo y Yanina Gruden bordan con un timing envidiable. A pesar de encerrar a sus dos personajes en un plano durante 116 minutos, el director logra que su película no resulte asfixiante y mucho menos estática: los sonidos, los diferentes focos de luz que aportan profundidad de campo y el interés que generan los estímulos del espacio off hacen de La utilidad de un revistero una propuesta bastante más compleja de lo que parece en el comienzo, a la que sólo podemos cuestionarle cierta malicia en la construcción del personaje de Miranda. Sobre los últimos minutos, un tema musical va apoderándose progresivamente de la escena y una serie de gestos de Ucedo redoblan la apuesta sobre lo que acabamos de ver. Definitivamente La utilidad de un revistero admite su carácter lúdico, hacia afuera y hacia adentro. Un juego algo perverso, pero fascinante.
Hermanas, esposas y amantes NdR: esta crítica fue realizada sobre una copia de 170 minutos, y no sobre la de 138 que se estrenó comercialmente en Argentina. El alemán Dominik Graf es un realizador de gran experiencia, especialmente en producciones televisivas. Y un poco de esa impronta de la pantalla chica se filtra en el trabajo visual de Amadas hermanas, extensísimo drama romántico centrado en el romance triangular que protagonizaron sobre fines del Siglo XVIII el escritor Friedrich Schiller y las hermanas Charlotte y Caroline von Legenfeld; su esposa y su amante, respectivamente. Un drama romántico que no puede olvidar su carácter de film de época correctamente ilustrado y de recreación de sucesos más o menos certificados, pero que sin embargo invoca un poco de manera fragmentaria un humor algo sardónico que sirve para aligerar situaciones y personajes. Y que provoca en algunos pasajes algo de extrañeza, como de una sátira no del todo bien trabajada y dispuesta un poco improvisadamente contra una narración mucho más calculada. La disposición de los personajes dentro del cuadro, la utilización de la luz, unos inter-títulos móviles algo berretas y el uso del montaje con encadenados (algunos un tanto vergonzosos) evidencian la presencia de un proyecto pensado para televisión, aunque también dan una idea de algo teatral en la exposición de estos eventos: puertas que se abren y cierran, una cámara que panea hacia los costados como quien otea el ancho de un escenario. Si Amadas hermanas se piensa desde un punto de vista cinematográfico, tal vez sea a partir de una sumatoria de anécdotas sentimentales que se relacionan con aquellos seriales de primera mitad del Siglo XX. Casi como en una miniserie, incluso trabajando los giros y la información como en tres grandes bloques, el primero es el más ligero y satisfactorio, con las hermanas y el escritor descubriéndose en esta pasión de a tres, y el último es el más grave y barroco, aumentando el drama de los personajes y cayendo en intensidades que no ayudan a comprometerse con los protagonistas. Casi de manera obligatoria, porque toda biografía sobre artistas lo reza, la última parte será donde las enfermedades que amenazaban durante todo el relato aparecen en su peor forma. Sin embargo, ese humor no del todo definido es lo que ejerce un contrapoder dentro del relato que impide trasladar las acciones al terreno del drama más académico. Pero Amadas hermanas habla del amor, de la tragedia del desamor y de los roles sociales que nos imponen conductas, especialmente en tiempos de cambios tan fuertes con la presencia de la Revolución Francesa como episodio clave: la hermana soltera se casa con el escritor para que su hermana -casada- pueda estar cerca del cuñado, todo en un marco de notable inseguridad para la realeza y los caracteres monárquicos. A Graf le interesa más ese detrás de escena de cierta clase alta horrorizada, decadente y al borde la extinción, que los vericuetos intelectuales de Schiller y su trabajo como escritor. De hecho, si algo de la literatura le interesa es la aparición del libro como objeto y su mayor reproducción como producto de consumo. Ese carácter administrativo es también el que toma posesión del triángulo amoroso, que no elude bajo la mirada del director y guionista cuestiones como los celos y la obsesión, pero que al fin de cuentas se define a partir de los roles (políticos y sociales) que cada hermana está dispuesta a jugar. En todo caso Amadas hermanas no ofrece un punto de vista cerrado sobre lo que cuenta, no busca explicaciones psicologistas y en esa apuesta resulta mucho más libre en el trato hacia sus personajes: al final confesarán que nunca entendieron muy bien por qué hicieron lo que hicieron. Un amor particular con sus particularidades, que exigía una concentración mayor y donde los excesivos 170 minutos llevan al espectador por múltiples subtramas que no siempre resultan pertinentes o dignas de interés. El último plano intenta extender su reflexión al terreno del metalenguaje, pero ya es lo suficientemente tarde como para que uno exija un cierre decoroso del telón.
El conflicto eterno Hay dos momentos de esos que surgen en los documentales casi “sin querer”, y que precisan de un buen ojo como el de Nicolás Avruj para destacarse y resultar fundamentales para definir una película: el realizador llega hasta una casa en Cisjordania donde acaba de haber un ataque de las tropas israelíes y se encuentra con unos hombres, que informan sobre unos niños de 2 y 5 años que dormían en esa pieza ahora arrasada. “¿Vos querés a los judíos?”, le pregunta uno de ellos al niño, a lo que este responde “sí”; no sólo una vez sino dos veces a partir de la repregunta: “¿cómo podés quererlos si te acaban de destruir todos los juguetes?”. Ese carácter ingenuo del niño es la única respuesta, un pequeño resquicio de paz y esperanza, frente al horror que registró Avruj en su ópera prima NEY – Nosotros, ellos y yo. El otro momento se da al cierre. Nosotros, ellos y yo es la recuperación del director y habitual productor (La mirada invisible, Refugiado, Mi amiga del parque) de un material registrado hace una década y media, cuando realizó el típico viaje para conocer sus raíces en Israel. En ese final regresa su abuela, personaje clave en el prólogo, una referente de la comunidad sionista en Argentina. Allí, la anciana deja un mensaje en el contestador telefónica de Nicolás preguntándole por lo bien que la pasó en el viaje. Es un comentario habitual de abuela compinche, que por un lado sirve como anotación irónica sobre el panorama de guerra constante que ofrece el Medio Oriente, con sus odios ancestrales y políticos, y por el otro es una reflexión inconsciente sobre cómo la lejanía impide conocer la complejidad de un conflicto específico. Avruj obtiene varios aciertos. En primera instancia le da un peso real a su experiencia de viaje, elemento un poco habitual del documental argentino contemporáneo que no siempre resulta satisfactorio: cuánto del orden de lo privado resulta en verdad atractivo para el público en general, uno se pregunta. Aquí ese efecto se logra porque el realizador pone el ojo no sólo sobre un tema que lo involucra emocionalmente (los mejores pasajes son aquellos donde se descubre sin respuestas y en duda sobre la necesidad de traición o defensa de sus orígenes), sino porque además es un tema universal -más allá de palestinos e israelíes en sí- en el que se pone en primera plano el tema de lo propio y lo ajeno, nosotros y los otros, o cómo abordar esa otredad que nos resulta amenazante. Otro terreno sobre el que avanza Nosotros, ellos y nosotros es el del documental autorreferencial, subgénero en exceso transitado que por la operación de la temática universal halla no sólo una justificación, sino también un motivo de interés cinematográfico: Avruj, que llegó a Israel con el sólo motivo de conocer y visitar familia, se termina convirtiendo casi en un reportero de guerra, pero contra el conocimiento que debería imponer aquel rol hay aquí más preguntas que respuestas. Sus ojos se abren a un mundo que desconocía, para revelarlo en su más puro estado, aún contra su propia conveniencia: los testimonios son realmente tremendos, especialmente aquellos de los más beligerantes, de un lado y del otro. La película, finalmente, se completa en el presente. La voz en off de Avruj no es la de aquel viajero sorprendido, sino la de este adulto que recién una década y media después descubre cuál fue el sentido de aquellas imágenes. El juego entre esas imágenes y la voz en off es fundamental, porque el tiempo que pasó lo es también para el realizador. Que el documental no haya perdido actualidad es en parte acierto de Avruj y un montaje tan urgente como ajustadísimo, como así también de un mundo que se esfuma en refriegas económicas, políticas, territoriales, religiosas, circular y eternamente. Nosotros, ellos y yo no ofrece respuestas orales, apenas aquellas secuencias que mencionábamos como un atisbo de paz pero no hacia el futuro, sino tal vez para entender por qué las cosas no funcionan como los espíritus humanistas pretenden. Falta ingenuidad, sobre lejanía. ¿Será posible un acuerdo?
El atroz silencio interior Como ocurre con los directores que tienen rasgos formales y temáticos singulares, aquellas películas en las que se alejan de esa exhibición explícita de sus modos resultan totalmente desconcertantes. En la extensa filmografía de Nanni Moretti, películas como La habitación del hijo o Mia madre asoman como viajes impersonales hacia un cine mucho más estable en términos narrativos, tersos para consumo masivo, con temáticas universales pensadas en contextos dramáticos clásicos. Sin embargo todo esto, cuando uno descubre que detrás de esos convencionalismos se sostiene la mirada de un director impar, no dejan de ser más que una serie de reparos caprichosos de un espectador que desea ver una y otra vez el mismo dispositivo. Moretti evidencia un viaje con quiebres, que en la vejez ha encontrado cierta calma discursiva, no sin por eso perder la energía de lo que dice. “Palabras, no hechos” parece decir el director: por eso en Mia madre se corre del protagónico y elige un personaje gris, el buen hermano que se ocupa de la madre moribunda. Hay que decir, no obstante, que aún con sus aciertos, estas películas son inferiores a sus grandes films de los 80’s, y especialmente a esas dos obras que lo instalaron en el primer plano mundial allá en los 90’s: Caro diario y Aprile. No sólo había allí un discurso formal tenso, sino que además el personaje que representaba mirándose al espejo Moretti era el de un cruzado, alguien capaz de enfrentarse al mundo armado nada más que con su verba, con una palabra furiosa y una lengua afiladísima. Seguramente La habitación del hijo y Mia madre resulten obras más maduras, prolijas técnicamente, pero carecen de esa vibración que hacía del cine de Morettí, EL cine de Moretti. Otra cosa que hay que decir es que Mia madre perfecciona la búsqueda de La habitación del hijo -llamativamente sus dos películas distintas tienen a la muerte de un ser querido en el centro dramático-, y que tiene que ver con un cine tan mainstream como personal. Moretti sí puede colar aquí, a partir de una historia con dos subtramas fuertes, sus acotaciones sobre el mundo, el mundo del cine y el cine del mundo, que es en definitiva lo que termina definiendo su lugar como artista. Pero más allá de algún ensayo en sus últimas películas, lo que más llama la atención de este film es el alto grado de autocrítica que practica el director, acostumbrados como estábamos a verlo destilar broncas contra todo lo que se le enfrentaba. Mia madre es, seguramente, su película más amarga, triste y melancólica; y su aceptación final de que hay cosas que están tan lejos de sus manos como de sus emociones es realmente desesperante. Margherita Buy interpreta a Margherita, directora de cine en medio de un rodaje difícil. El personaje cumple un rol de evidente alter ego de Moretti, pero no lo es en la misma forma en que lo son los alter ego de Woody Allen (director con el que siempre se lo ha vinculado): no hay aquí una asimilación física o verbal del personaje cinematográfico del realizador. Por el contrario, le toca a esta Margherita afrontar una etapa difícil en la auto-reflexión morettiana, la de la profesional segura de su trabajo pero dudosa de cómo afrontar los conflictos que el paso del tiempo generan en su vida. Por eso que no hay capricho en la construcción de ambas subtramas, sino que una se relaciona con la otra. El leitmotiv del film es una frase que la directora les dice a sus actores, eso de que deben estar ellos mismos al lado de sus personajes. Es precisamente ese impedimento de Margherita por estar al lado del personaje social que representa, lo que angustia a la hija que va viendo cómo su madre se muere. Moretti, que ya había reflexionado sobre la desilusión de izquierdas (en Aprile gritaba mirando la tele “D’Alema, decí algo de izquierda. Decí algo, aunque no sea de izquierda, decí algo…”), ahora se encuentra vacío, incluso, cuando mira hacia adentro. El final de Mia madre es notable, una línea de diálogo y un último plano magistrales. La imagen es demoledora con la protagonista y sus ojos vidriosos, evidenciando esa desesperación ante el “mañana” que responde a la más profunda de las angustias: ¿cómo seguir cuando nos descubrimos absolutamente prescindibles y todo sigue? Todo sigue, y sin nosotros, como si nada. Para un director/autor que parecía tener cuestionamientos ingeniosos hacia todo, este silencio que encuentra en su interior es absolutamente atroz. Mia madre es una película que sobrelleva algunos escollos (las bufonadas de Turturro hacen algo de ruido, ciertas imágenes vinculadas con sueños no aportan demasiado) y que logra finalmente aunar con pertinencia el estilo más esperpéntico de la comedia a lo Moretti con su reflexión sobre conflictos burgueses e intelectuales. No es lo que habitualmente buscamos en el cine del director, pero su sobriedad para abordar el melodrama sin dejar de lado la emoción (de manera mucho más sólida que en La habitación del hijo) es digno de destacar, especialmente en una cinematografía como la europea donde directores como Haneke preferirían la sordidez y la misantropía como única forma de expiación. Por el contrario, el italiano aporta su consabida calidez para desarmarse (la película tiene muchos puntos de contacto con su vida real) antes que desarmarnos. En el fondo y más allá de la superficie clásica que exuda, Mia madre no deja de ser una película valiente.
Screwball Shakespeare En su nueva película, Matías Piñeiro tiene un objetivo: la recarga de todos los símbolos que han hecho de su cine uno de los más reconocibles dentro del amplio panorama actual del cine nacional. El juego con los puntos de vista se multiplica, el relato coral engrosa, el abordaje de lo popular mezclado con lo intelectual va del papi-fútbol al Museo de Bellas Artes, y el acercamiento a la obra de William Shakespeare no falta, aunque aquí su obra se refracta en múltiples referencias. Todo eso ingresa en La pincesa de Francia, a lo que se suma una textura de screwball comedy que termina por ajustar aún más el conjunto: esas múltiples ideas encuentran en el atajo de los diálogos veloces y ásperos de las comedias norteamericanas de los 30’s y 40’s una solidez que permite disfrutar completamente la película sin bifurcaciones innecesarias. Pero el mayor acierto de Piñeiro es hacer de su juego estético algo ligero, incluso divertido y que fluye con envidiable velocidad. Del bardo, el director toma prestada esta vez cierta estructura y la temática de Trabajos de amor perdidos. Lo pone en diálogos que son textuales, pero también en la construcción de personajes que se parecen un poco aquellos, o que tienen algunos de sus rasgos, como también así en referencias y en la presencia física de libros que se prestan y van de mano en mano de los personajes. Personajes, además, que trabajaron tiempo atrás en una puesta en escena de Shakespeare y que ahora, regresado el director al país luego de una estadía en México, se ponen en la tarea de desarrollar un radioteatro sobre aquella obra. Los protagonistas no sólo vivencian lo escrito por Shakespeare para asimilarlo en la representación, sino que además sufren en carne propia el oprobio de los amores cruzados, los engaños, las traiciones, los silencios, pero todo con un aire pícaro que campea alegremente. Dos varones, seis mujeres. Han pasado cosas entre varios de ellos. Esto, que podría ser material para un drama romántico convencional, sirve para que Piñeiro dé rienda suelta a su creatividad: hay planos secuencias memorables, como el que abre el film, y una recurrencia al sueño como forma distorsionada de la realidad, también puntos de vista que se confunden y que sostienen el leitmotiv de la película, un cuadro de William-Adolphe Bouguereau en el que un hombre es tironeado por varias mujeres. Las ideas se apilan en el film de Piñeiro, pero son ideas que construyen sentido y nunca están ahí por mero egocentrismo. Como las citas intelectuales, de las cuales el realizador se encarga que sean justificadas y hasta fundamentales en la elaboración del relato. Pero la apuesta definitiva de Piñeiro en La princesa de Francia son los diálogos. Como en las comedias con Cary Grant y Katharine Hepburne los personajes hablan. Mucho. Se pisan cuando hablan. Se amontonan. Y si bien por momentos el tour de force verbal luce algo impostado (en la escena del Museo, por ejemplo), cuando los actores encuentran el tono la película impone un ritmo endiablado, que hacen mucho más cortos sus ya de por sí cortos 65 minutos. En ese recurso del lenguaje hay una decisión de puesta en escena, que favorece el lunatismo de la multiplicidad de puntos de vista, y que relaciona a la película con cierta idea de comedia universal, incluso de la comicidad como una de las formas de la supervivencia: y reconoce en las comedias de Shakespeare un anticipo de aquellas screwball tan populares. Piñeiro se da todos los lujos en La princesa de Francia, pero su película nunca suena caprichosa: es un juguete atrevido que desestructura el relato con la mirada inteligente de un autor impar.
Ni súper, ni héroes, ni nada Hay apenas dos ideas que funcionan en este reboot innecesario -vistos los resultados- de Los 4 fantásticos. Primero, un prólogo con una fuerte impronta “spilberguiana”, con dos de los protagonistas en su infancia de suburbios, involucrados en un experimento científico algo ridículo. El tono es el adecuado, hay humor y cierto aire nostálgico en las imágenes. Y luego, mucho más adelante en el film, la presencia de un villano irascible, con una forma bastante particular de eliminar a sus víctimas (y especialmente violenta para los cánones de estas películas de superhéroes), que puede relacionarse sin problemas con la anterior -e infinitamente mejor- película del director Josh Trank: Poder sin límites. Pero lo que allí era el clímax de una construcción de personaje perfecta, aquí aparece como un recurso de última mano, para insuflarle algo de vida a este producto llamativamente anémico. Evidentemente Los 4 fantásticos no tienen suerte en su traslación al cine. Si bien personajes de Marvel, los derechos pertenecen a Fox, y la productora no ha podido encarar con acierto la experiencia de este cuarteto con poderes algo Clase B como el de estirarse o convertirse en una roca. Sin embargo, y más allá de que las anteriores dos películas (2005 y 2007) fueron muy castigadas por la crítica, creo que en ellas había una apuesta deliberadamente pop, infantil y hasta demodé, que sin ser una maravilla al menos defendían con orgullo sus ambiciones de segunda línea. No buscaban lo trascendente, gran dilema del género, sino más bien la aventura casi de dibujito animado (la segunda se ponía un poco más oscura y mejoraba con el personaje de Silver surfer). En eso, terminaban siendo muy superiores a esta nueva producción, que por el camino de la seriedad queda más ridícula: porque sigue siendo Clase B, pero sus intenciones son evidentemente más amplias. Salvo en la última escena, donde un poco se hace cargo de esa cosa más chapucera que la historia de base pide a gritos: es una historia de grupo, de diferentes que terminan unidos por su “rareza”, de descastados del sistema que buscan divertirse con sus poderes. Nada de eso se ve aquí. Decíamos que hay apenas dos ideas interesantes, pero ninguna de las dos toman cuerpo (el prólogo no alcanza para construir el vínculo entre el hombre elástico y la mole; y la violencia del villano es apenas un efectismo no demasiado desarrollado) para hacer sistema, son apenas pasajes perdidos dentro de un film que tiene como mayor acierto el de no estirarse irremediablemente. Fundamentalmente Los 4 fantásticos es una película con problemas de guión y de estructura, y lo curioso es que no se debe a pereza creativa sino a una decisión explícita (hay calculadas elipsis temporales, por ejemplo): el film de Trank narra en poco más de hora y media aquello que en las películas de superhéroes suele ocupar su primera media hora: presentación de personajes, evento que produce la adquisición de un poder, aparición del villano y explicación de su plan malévolo. Por el contrario, Los 4 fantásticos dilata todo esto, se constituye de esos mismos giros, pero a lo largo del relato. Por ejemplo, el villano recién aparece cuando queda media hora. Esto, que por un lado permite observar una relectura del género y una disposición -si se quiere- arriesgada de los elementos habituales, termina siendo en la práctica un error absoluto, porque es desconcertante en el mal sentido y porque el resultado final es el de un borrador algo tedioso: uno espera que haya algo después de los créditos porque si no, no se entiende (por ejemplo, no hay plan malévolo, toda la película es el experimento científico que sale mal). Si la película no aburre es porque, precisamente, estamos esperando esos giros que no llegan, y la espera opera como una extraña forma de elipsis. Es curioso lo fallido que resulta todo esto, porque Trank había trabajado con acierto -y más- los tópicos de adolescentes y superhéroes en Poder sin límites, los mismos elementos de los que se nutre y con los que se atraganta esta superproducción sin alma. Lo que en aquella era un atractivo y oscuro abordaje del género para reflexionar sobre la adolescencia y sus miedos en un mundo contemporáneo y en extremo vanidoso, que encima sostenía con inteligencia el recurso gastado de la cámara en mano, aquí está totalmente imposibilitada de reflexionar sobre nada. Sus jóvenes mal delineados son intrascendentes, los conflictos carecen de interés y los vínculos impiden que uno se emocione o sufra por el destino de los héroes. Los 4 fantásticos es una película totalmente descartable.
Por las calles de Irán A la manera de aquellos episodios cortos en Springfield, la experimentada realizadora Rakhshan Bani-Etemad aborda múltiples historias en Relatos iraníes, con personajes que entran y salen de cada “cuento” y conectan cada segmento del film, con una fluidez envidiable y con un muy preciso trabajo de montaje. La película, sutilmente coral, abre y cierra con la cámara de un documentalista que quiere registrar la realidad del país. Y lo que se observa en esta serie de historias, a modo de resumen, es una desintegración absoluta, una nación ganada por las injusticias y los órdenes represivos, especialmente hacia la mujer. Son ellas, especialmente, las que conectan mayormente cada micro-relato, dándole una unidad formal pero a la vez temática: Banietemad muestra lo que ocurre con las mujeres en su país, su rol secundario tras los hombres, su escaso espacio de decisión y cómo pequeñas decisiones pueden simbolizar epopeyas gigantescas. Se puede trazar entre el cine iraní y el rock nacional cierto paralelismo. Así como aquellos autores de la música tuvieron que apelar a las metáforas para poder decir lo suyo en tiempos de dictadura, buena parte del cine de Kiarostami o Panahi (los dos nombres más emblemáticas del cine iraní de las últimas décadas), se rodearon de una poética en extremo formalista, que sugería más que lo que mostraba. Por eso llama poderosamente la atención este film de Bani-Etemad, que se parece un poco al rock argentino de los 90’s: más directo, menos sutil. Sin embargo, existe en la realizadora una consciencia evidente en cómo lo discursivo adquiere elementos del melodrama más epidérmico. Relatos iraníes es directa, física, incluso poco sutil para exponer sus temas. Es una película que el público poco afecto al cine de ese país podría ver sin problemas. Y si bien eso podría hacer un poco de ruido y reducir el valor de la película, lo cierto es que hay en ese gesto algo de valentía y bravura. Además de darle un poco de acción a un cine iraní que pasado de metáfora, parecería ir viviendo sus últimos minutos de fama. Relatos iraníes, aún con algunos pasajes poco logrados y estridentes y con personajes ramplones, es una producción urgente, callejera, algo sucia y vívida. Es que la metáfora será muy bonita, pero a veces hay que decir las cosas como son.
Un punto de partida El músico argentino Martín Mirol reside desde hace años en Brasil, y allí montó una orquesta de tango llamada De puro guapos. La experiencia de Mirol tiene un costado vocacional, en su pasión por la música y su labor como instrumentista, pero también es una necesaria forma de sostener sus vínculos con lo que pasa del otro lado de la frontera, con sus orígenes. El tango, entonces, como un espacio mítico, como un paraíso perdido. El documental de Gabriel Reich A puro gesto, un ritual de tango se nutre no sólo de esa historia de exilio musical, sino también del viaje antropológico y ontológico que realiza el músico junto a sus compañeros brasileños a Buenos Aires, para conocer las raíces del género. Es un viaje de aprendizaje, pero que también sirve para sentar posición ante el género: una defensa del tango arrabalero y barrial por sobre el perfil paquete y de exportación que adquirió en las últimas décadas. Mirol y sus compañeros recorren la Buenos Aires nocturna, de cantinas, también se entrevistan con músicos que aportan su punto de vista sobre el tango. Pero lejos de academicismos, lo que se intenta aprehender es una esencia que le permita a Mirol enseñar el germen popular que los brasileños ponen en espejo con sus propios ritmos. No deja de ser interesante lo que propone el documental: nos pone en el lugar de los extranjeros para reconocer algo que es “nuestro” y en esa apuesta, vislumbrar una mirada por duplicado, desde adentro y desde afuera. Es cierto también que por su duración -62 minutos-, A puro gesto… suena un tanto apresurado, excesivamente resumido y elíptico, lo que sumado a su redundancia en planos cortos termina por parecerse más a un informe televisivo que a un documental cinematográfico. Es como que falta algo, complejidad o profundización en el tema. En todo caso y por su esencia didáctica, pero que no entorpece la narración, A puro gesto, un ritual de tango es un muy buen material de base para aquellos que quieran introducirse en el mundo del 2×4, en su aspecto más barrial y popular.
Una luz en la oscuridad Perfecta. Por donde se la mire. Si las anteriores películas de la saga Misión: Imposible se definían a partir del toque autoral que le imprimía su director, esta Nación secreta es la más astuta de todas. Porque evidentemente Christopher McQuarrie tiene -como realizador- muchos menos pergaminos que Brian De Palma, John Woo, JJ Abrams o Brad Bird, pero es un guionista consumado y ahí es donde esta quinta entrega gana: es que la escritura del film es realmente estupenda, y entiéndase por eso a la estructura sólida que dosifica con inteligencia el suspenso hitchcockniano, la acción espectacular y el humor sutil, logrando que una película de más de dos horas se vaya como un suspiro y nos lleve de las narices fascinándonos a cada momento. Misión: Imposible: nación secreta es esa luz en la oscuridad que alumbra a un Hollywood adormilado en su repetición constante (está hecha del mismo fuego que Ant-Man), como ese fósforo que es ícono de la franquicia y que una vez que se prende tensiona el aire y nos lanza a la aventura. Esta quinta entrega es la más redonda de la saga, en términos cinematográficos pero también temáticos. Es una especie de resumen-homenaje de las cuatro películas anteriores, recupera la esencia de film de espionaje conspirativo que De Palma había puesto en el centro en la primera pero a la vez contiene esas piezas de acción perfectas de las otras tres, más cercana en su apuesta por el movimiento caricaturesco e inverosímil a la cuarta entrega. Y como si todo esto fuera poco, sobre el final va descubriendo algunas de las cartas que se guardaba bajo la manga, y que tienen que ver con un evidente relanzamiento de la franquicia, con la incorporación de personajes que serán clave y hasta de un enemigo temerario que le aporta mayor solidez al conjunto. Franquicia, saga. Términos que se relacionan con el cine, pero que en definitiva tienen una mayor importancia desde la producción cinematográfica, espacio que uno relaciona más con el negocio que con el arte: cuando hablamos de franquicias y sagas, hablamos de productos rentables. Es verdad, pero también es cierto que se hace inevitable mirar Misión: Imposible desde la perspectiva del producto, cuando el centro del asunto es Tom Cruise, protagonista y a la vez responsable como productor de que todo esto se lleve a cabo. Cruise, actor injustamente menospreciado, se ha convertido por propia vocación en héroe de acción. Es una decisión llamativa si pensamos en sus orígenes y en buena parte del cine que hizo en los 90’s, pero el tipo le pone literalmente el cuerpo al asunto, siendo tanto protagonista de las inverosímiles peripecias osadamente físicas de su personaje como de llevar el producto y convertirse en el mayor responsable del éxito o del fracaso. Cruise, tanto actor como productor, se ha ido cocinando con una fuerte consciencia clásica, aprendiendo de aquellos que hicieron de Hollywood la mayor factoría de imágenes cinemáticas del mundo. En el riesgo que exhibe al rodar sus escenas de acción sin dobles, recuerda a los grandes cómicos del cine mudo, especialmente porque Cruise convierte cada movimiento en algo endiabladamente lunático y divertido (la secuencia de inicio es realmente maravillosa). Pero también en el modo en que ha ido seleccionado grandes directores para cada película, en cómo construye cada secuencia de suspenso o acción de una forma clásica (Nación secreta es la hipérbole de todo esto), y en cómo piensa cada film a la manera de un gran espectáculo masivo, popular e inteligente, se puede rastrear en Cruise la esencia del Hollywood de antaño. Ese que hacía ilusionar. Y ya que hablamos de producción, vale la pena acercarse a los pósters de cada película para notar un detalle interesante y fundamental. Si durante los primeros tres films los afiches mostraban a Cruise en primera plano, como protagonista absoluto, en Protocolo fantasma y Nación secreta lo que prevalece es el grupo. El protagonista y productor no sólo limó vanidades, sino que asimiló notablemente el sentido de la serie original, ese donde el conjunto superaba al héroe individual. Y, por qué no, sabiéndose más viejo -y evidentemente más sabio-, a partir del film de Brad Bird Misión: Imposible se ha relanzado, con Cruise abriendo el juego hacia el lucimiento de Simon Pegg, Jeremy Renner, Ving Rhames y a la sorprendente novedad de Rebecca Ferguson, con un personaje fabuloso. Detalles de producción, en definitiva, que terminan diciendo algo sobre el cine y sobre cómo se lo piensa. También, ¿notaron?, Misión: Imposible no viene en 3D, otro gesto old fashioned para destacar. Es que no hay mayor textura en el cine que aquellas emociones impresas con sabiduría y emoción. Recorrer la cantidad de secuencias memorables que tiene Nación secreta sería muy largo y hasta rutinario, injusto para una película que hace del movimiento y la sorpresa constante su combustible fundamental: pasa de todo, a cada rato. Lo mejor es ir a descubrirlo, despojado de cinismo y dispuesto a disfrutar. Ocurre cada tanto, tal vez un poco menos últimamente, pero hay películas que nos recuerdan el motivo de por qué vamos al cine, por qué nos gustan las películas y por qué nos fascinamos con esas sombras proyectadas en una pantalla. Ahí se produce la maravilla, y Misión: Imposible: nación secreta es ese acto de magia constante.
Sinécdoque, Florencia Varela Apenas un escueto texto nos informa en el comienzo de El tiempo encontrado, típico documental de observación de Eva Poncet y Marcelo Burd, que en Argentina residen más de 200.000 bolivianos y que la mayoría lo hace en la zona de Florencio Varela, donde trabajan en industrias básicas para el sostenimiento de una sociedad como la de los alimentos (Darío Rejas es quintero), la indumentaria (Berta Choque es costurera) o la construcción (Edwin Mamani fabrica ladrillos). Ese texto es una síntesis que opera muy bien en el contexto del film, donde los tres protagonistas simbolizan una especie de resumen, una sinécdoque, de un asunto mayor: que es el de la inmigración y su integración compleja dentro de una sociedad, sus costumbres e idiosincrasias en fricción. No hay entrevistas en El tiempo encontrado, sólo una cámara que registra y exhibe instancias laborales y algún que otro momento de recreación, o un viaje a la ciudad para hacer trámites y que airea la narración centrada mayormente en lo rural o periférico. La apuesta que Poncet y Burd bordan con un nivel de extrema obsesión observacional es interesante, porque evita caer en cualquier tipo de sentencia: no hay paternalismo en su film, tampoco una mirada prejuiciosa. La elusión de la palabra impide que lo verbal justifique o ponga en crisis lo físico. El tiempo encontrado dice, también desde el silencio, que la forma más justa de hablar de la inmigración es desde la ausencia de palabras: alcanza con mirar y ver lo que esos cuerpos son capaces de hacer y expresar. Y le pone una especie de límite moral a tanto documental, ficción o informe televisivo que transita el tema con una cuota alta de manipulación y sensacionalismo. También El tiempo encontrado tiene sus límites como propuesta, porque como todo documental de observación genera la duda acerca de si lo que apreciamos es lo que el film dice o cargamos, desde nuestra subjetividad, un montón de sentido sobre esas imágenes. En todo caso, derecho del cine -ese de que cada uno complete lo que las imágenes proponen-, el documental impone a partir de su juego literario con la obra de Marcel Proust, El tiempo perdido, una ironía: ¿cuál es ese tiempo encontrado? ¿El de la repetición de un presente continuo sólo delimitado por lo estacional climático? ¿El de individuos que dejan atrás un pasado en su país para conseguir un futuro en otro lugar? Tal vez esa sea la mayor acotación consciente de los directores. Lo más potente de este documental, y de ahí el notable trabajo de edición por parte de Poncet y Burd, es esa idea de síntesis (síntesis narrativa y discursiva) que campea durante todo el relato, de cómo esos individuos simbolizan a una comunidad, y cómo esa comunidad escenifica una temática. Y sin mayores subrayados. Sólo con sus presencias, sólo con sus cuerpos. Esa es la inherente potencia de lo humano, la de saberse imperecedero y justificarse con su mera presencia.