El último gran (y pequeño) héroe El último plano de Ant-Man: el hombre hormiga es muy simple, pero en esa simpleza se esconde una inteligencia suprema que es la clave de por qué la película funciona como funciona. Es un primer plano de uno de los personajes, que culmina un diálogo muy gracioso pero que no corta cuando uno supone que debería cortar. El plano se extiende, se sostiene en pantalla aquel rostro que suma expresiones y gracia, y el momento es uno de esos grandes momentos de comedia: si la comedia es tiempo y espacio, más timing, ese final resulta perfecto. En primera instancia permite que uno se vaya de la película con una sonrisa, pero a la vez confirma el conocimiento sobre el género de la comedia -fundamental en esta sorprendente producción de Marvel- que tienen varios de los involucrados: empezando por el protagonista Paul Rudd, el director Peyton Reed y los guionistas Edgar Wright, Joe Cornish, Adam McKay y -otra vez- Rudd. Ant-Man es como una película de Judd Apatow, con su adulto que no encaja del todo en el mundo, a la que le insertaron un superhéroe, pero esa fusión no resulta forzada sino sumamente coherente y justa para el momento que atraviesan las producciones vinculadas con los superhéroes: si Marvel estaba encontrando una suerte de límite y agonía (más artística que comercial, se entiende), esta película le permite resurgir de sus cenizas, cenizas generadas a partir de tanta batalla hiperbólica y tediosa. El film tiene autoconsciencia del mundo al que pertenece (real y cinematográfico), pero nunca hace de eso una distancia irónica, no la cancherea, no es como esos momentos donde Robert Downey Jr. monta su showcito personal en las Iron Man (Rudd es un tipo de estrella más humana y cercana); los personajes tienen conflictos, pero no por eso la historia sucumbe a la solemnidad y el aburrimiento (también, porque los conflictos son cercanos, hablan de padres e hijos); la acción es totalmente comprensible y los efectos especiales están a la orden de la narración, y no al revés. Decíamos de dos mundos, el real y el cinematográfico, de los que la película hace uso, lectura y reescritura. Desde las posibilidades que otorga la comedia para satirizar y mirar el universo con otros ojos, Ant-Man se construye como un film consciente de esos otros films de superhéroes que andan por ahí. Y lo que hace es, a partir de un anti-héroe miniaturizado como el hombre hormiga, atomizar todos esos efectos secundarios peligrosos para estas películas: ese es su movimiento más inteligente. Aquí no hay universos que colapsan, ni ciudades destrozadas en peleas interminables, hay simplemente un padre que quiere recuperar el tiempo perdido con su hija, y hay otra hija que quiere recuperar el vínculo roto con su padre. La película se toma todo el tiempo del mundo para hablar de esto, retrasando la acción, construyendo personajes sólidos y situaciones emotivas, que nos comprometen como espectadores: esta vez queremos que nuestros héroes ganen porque, básicamente, podríamos ser ese tipo adentro de ese traje, buscando una segunda oportunidad en nuestra vida mundana. A partir de esa humanidad que los guionistas bordan como forma de tamizar el humor para quitarle su potencia cínica (porque el mundo de los superhéroes tiene tanta iconicidad ridícula que su sátira sólo parece aceptar el desprecio), la película resuelve también sus conflictos cinematográficos. La trama invoca a superficies más tradicionales: el film es uno de robos maestros, donde lo que hay en juego puede ser sí el fin de la humanidad, pero en lo concreto es un asunto de negocios que no involucra ninguna esfera sobrenatural. Este asunto más terrenal está contado por Reed (gran director de comedia que aquí revela una sorprendente precisión para el movimiento y la acción) con una elegancia plástica notable y una fluidez asombrosa. Y el resumen de todo esto es una batalla final, un clímax, perfecto: al revés de lo que ocurre siempre, aquí esa batalla no es el agotamiento del recurso de la exageración, sino un juego de escalas que permite ver esa destrucción tanto desde lo macro como desde lo micro. Es una secuencia tan creativa como divertida, que no pierde además la capacidad de reflexionar sin ponerse pesada (¡hola Nolan!) sobre su propia sustancia: ¿cuáles son las consecuencias y dimensiones de lo que vemos en la pantalla? Por ejemplo, hay un tren descarrilado que es lo más. Ant-Man es una película que encuentra lo fantástico a partir de una atención especial por el detalle: detallismo que está presente tanto en la construcción de personajes más clásicos, como de historias que funcionan en su mirada sobre la superficie habitual de estos relatos. En un mercado saturado, la película encuentra su costado innovador en un regreso a las fuentes del menos es más. Un héroe pequeño en dimensiones, pero grande en su capacidad para convertirse en un fascinante y enorme entretenimiento popular.
Lo viejo que resiste Con una amplia trayectoria en teatro, el dramaturgo Israel Horovitz traslada al cine -y debuta en la dirección de largometrajes- una de sus piezas, My old lady (traducida aquí como Mi vieja y querida dama), sin mayor vuelo formal pero con una precisión evidente en el apuntalamiento de los temas que tensionan la superficie de la obra/film: que son ni más ni menos que las deudas del pasado, la infancia como un receptáculo para las tristezas que serán expresadas en la adultez y las segundas oportunidades. Se trata de una película sólida en términos argumentales y discursivos, pero que defecciona allí donde el cine se hace presente: sus imágenes son subsidiarias no sólo del texto, sino también de unos actores que están fantásticos, como lo suelen estar Kevin Kline, Kristin Scott Thomas y Maggie Smith, pero que no dejan de jugar roles estereotipados y habituales en sus carreras: Smith es la vieja entre simpática y ácida; Kline el canchero cínico; y Scott Thomas la burguesa desorientada. Evidentemente, proviniendo del cuño del que viene, no podíamos esperar de Mi vieja y querida dama algo más que teatro filmado: hay un notable disfrute tanto en autores, como en muchos intérpretes y hasta en determinado público, en congraciarse con lo teatral como una de las formas de la calidad artística. Lo que importa, decididamente, es el tema, aquello de lo que se habla. En ese sentido, la película de Horovitz tiene las ideas bien claras: aprovecha acertadamente el casi único espacio de su película (un viejo departamento parisino), se vale de su trío de actores de excepción y borda una comedia dramática leve, en el estilo de las refinadas comedias británicas destinadas al gran público (ver si no el luminoso póster, que contrasta con la oscuridad del conflicto central). Esa textura, que a algunos puede llegar a irritar, funciona básicamente porque el texto es bueno y porque Kline y Smith hacen bien el jueguito de comedia geriátrica con dejo de ironía, y porque Kline y Scott Thomas transitan con aplomo sus personajes de hijos apesadumbrados. Y precisamente allí, en el juego de parejas que establece Horovitz, la película va gastando sus moderados aciertos. Claramente Kline y Smith construyen la comedia ligera y otoñal que genera complicidad con el espectador, y que le da paso al drama solemne que Kline y Scott Thomas elaboran luego. Es un puente algo abrupto el del film, porque esas tensiones familiares y vinculares que aparecen en la segunda mitad, pierden demasiado de vista la levedad de la primera parte. Mi vieja y querida dama se pone un tanto previsible y aburrida, y juega con un misterio que se ve venir desde el mismísimo comienzo. No obstante, la película se redondea dignamente cuando al fin de cuentas termina celebrando a sus personajes algo perdedores. Ese encantamiento del romance que puede resultar algo convencional y que florece en el final, es después de todo una negación a la sordidez del drama en la raíz independiente (que ya dejó de ser ruptura y es también un cliché en sí mismo). Lo que termina quedando relegada es su subtrama materialista, representada en esa casa que el protagonista heredó y por la que viaja a Francia para tomar posesión. Hay ahí toda una serie de comentarios y acotaciones sobre el paso del tiempo, los bienes materiales y la economía desde un punto de vista social, que se pierde totalmente de vista en la última parte del relato. Horovitz decidió hacer el recorte que vemos, dándole privilegio a sus actores y al drama de sus personajes. Porque Mi vieja y querida dama no es otra cosa que un film de actores, ese viejo cine de cámara que aquí aparece levemente ilustrado con paisajes parisinos como para sumar al talento de los firmantes el de la belleza postal. Mi vieja y querida dama es una vieja guardia del cine que se resiste a irse, como la señora que vive en la casa que heredó el protagonista de la película.
¡Estamos en la B! “Hagamos tres chistes seguiditos, tres chistes; no te pido 28 chistes seguidos como Will Ferrell. ¡Te pido tres!”. Este podría ser yo, frente a la pantalla, como un improbable Tano Pasman cinéfilo mirando Socios por accidente 2. Este tipo de películas se construyen sobre la base de dos conceptos: uno es el divertimento pasatista para las vacaciones; el otro es el de producto por encargo. Antes de seguir, aclaremos que desde aquí no hay ningún tipo de prejuicio negativo sobre ninguna de estas dos posibilidades: por lo general son estructuras reconocibles por un público mayoritario, pensadas para la recaudación, pero que pueden tener su encanto si los involucrados hacen lo suyo con un mínimo de respeto hacia el espectador. Cosa que no ocurre, lamentablemente, en estas producciones pensadas parar el lucimiento de artistas que sobresalen -a su manera- en la televisión, pero que carecen de una idea concreta de cómo debe ser algo para reproducir en una pantalla grande como la del cine. Ya el año pasado (aquí) hablábamos de cómo el público era parte del problema, así que no repetiremos conceptos, sólo confirmar que tampoco puede pedirse demasiado respeto cuando el destinatario no se lo tiene a sí mismo. Por lo tanto, la idea de “entretenimiento pasatista” que se tiene es muy floja, básicamente repetir los morcilleos televisivos sin mayores variantes porque se supone que ese público irá buscando exclusivamente eso. Hay algo de cierto en esta presunción… y da una idea de la pobreza general. Lo más inexplicable en el contexto de una película como Socios por accidente 2 es lo fallida que resulta la idea de “película por encargo”. Digamos que Fabián Forte y Nicanor Loreti no sólo son tipos con pericia narrativa (lo han demostrado en las películas que han filmado por su cuenta), sino que además suelen abordar historias que tienen puntos de conexión con un cine mainstream o de género. Que una comedia de acción les salga tan mal, sin gracia y mucho menos timing, tal vez tenga que ver con una imposibilidad que viene desde el germen del producto: se nota lo hecho a las apuradas, con algunos chistes elaborados pero torpemente ejecutados, con una falta de rigor notable en la puesta en escena (pensemos en cualquier comedia de acción yanqui y, por mala que fuera, todo se ve más o menos profesional), lo que habla no sólo del apuro general sino de la falta de interés en que la película luzca, al menos, bien. Porque el inconveniente de Socios por accidente 2 no es que la hayan hecho para juntar unos pesos, sino que eso se nota demasiado y repercute negativamente en un intento de entretenimiento de lo más aburrido e interminable, a pesar de sus escasos 89 minutos. ¡Estamos en la B!
Solo no puedo “Solo no puedo”, dice Nelson. Una vez. Dos veces. Lo reafirma. Y lo dice en relación a su próxima participación en un concurso de canciones inéditas, en el que se anota y donde deberá estar acompañado por un colega guitarrista, porque solo, con su trompeta, no puede. Pero bien podría decirlo por su vida sentimental, ya que su mujer lo acaba de abandonar y se encuentra girando en vacío, buscándola y tratando recuperarla, pero también sin afrontar demasiado a fondo esa situación. Solo, la opera prima de Guillermo Rocamora, multiplica los ecos del título e indaga en la experiencia de ese hombre enfrentado a la soledad: lo sigue en sus paseos en moto, en su obsesivo abordaje de la ejecución musical como integrante de la Fuerza Aérea uruguaya, en los encuentros con su madre, otra mujer que está lejos dentro de su vida. Solo parece atravesada por esa estética habitual del denominado Nuevo Cine Argentino, donde aparenta suceder poco y en el que los personajes se comportan crípticamente, con diálogos dichos a media y una escala de conflictos mínima. Sin embargo, hay en la película de Rocamora algo del orden de lo uruguayo, que cambia aquella apatía por una amabilidad y bonhomía evidentes, y que termina conectando a Solo con otros films de ese país como Gigante o Whisky: la soledad de los personajes es algo menos buscado o conectado con una herencia generacional, y sí relacionado con el orden de lo rutinario en la vida de esos personajes. Ese mínimo cambio le otorga a estos relatos una mayor liviandad y ligereza, acercándolos a un tipo de comedia introvertida, cercana al drama, pero sin caer en el melodrama. El acierto de Rocamora está en los detalles, en cómo construye la soledad de su personaje aprovechando tanto los espacios privados (el hogar) como los públicos (las calles y los paseos en moto, los ensayos de la banda militar), y en cómo trabaja con una mixtura de actores nóveles, integrantes de la Fuerza Aérea que nunca habían estado delante de una cámara y actrices profesionales y de calidad probada como Claudia Cantero, Rita Terranova y Marilu Marini, sin que se note la diferencia. Allí se ve la mano del director, que nunca es deliberada (como sí ocurre en muchas películas del Nuevo Cine Argentino atravesadas por excesos formalistas) aunque su obra parezca sucumbir en algunos instantes al encanto del cine festivalero. En definitiva la película habla de la soledad como una instancia en la que, después de todo, hay posibilidades de lanzarse ante lo imprevisible. Nelson acciona y toma decisiones, y se balancea entre el deseo y las obligaciones que su trabajo le imponen. Tal vez la película, formalmente, no se arriesga tanto como su personaje y ahí pierde algo de fuerza. Es que este tipo de películas pueden agotarse velozmente, no tanto como movimiento sino, incluso, como obras únicas. Porque cuando uno les descubre la apuesta estético-conceptual se hace difícil ir un poco más allá. A Solo la dignifica en definitiva ese clima amable que campea durante todo el relato y la gran actuación de Enrique Bastos, que hace de la soledad un lugar propicio para las segundas oportunidades. En su pedido de auxilio (“solo no puedo”), sin una angustia marcada en exceso, hay algo que vibra y hace avanzar el relato.
Los insondables caminos del metal Antes que nada, sincerarse: el heavy metal me gusta bastante poco, y sus imitaciones locales me parecen algo patéticas. Al igual que me pasa con el blues, creo que son géneros que tienen una sonoridad preparada para la lengua inglesa: en castellano suenan mal o son poco auténticos. Pero, para ser honestos, el metal ha tenido por una lógica vinculada con lo socio-político, un aggiornamiento argento mucho más lógico y saludable. Es una expresión que se vincula fuertemente con lo barrial, con aquellos espacios de resistencia ante el discurso oficial represivo (después, es para el análisis el propio discurso reaccionario que elabora el metal). Ha sido voz de guerra en las trincheras y entre el fin de la última dictadura y el comienzo de la nueva democracia, el género tuvo un alumbramiento algo convulsionado pero en el que se instalaron fuertes mitos que perduran hasta hoy: V8 es esa banda mítica y su líder, Alberto Zamarbide, el gran referente metalero del país. El documental Relámpago en la oscuridad, de Pablo Montllau y Germán Fernández, trabaja la historia del metal en el país alrededor de la figura de Zamarbide: sabe que es el mayor ícono del género y, además, que sobre su figura hay toda una serie de situaciones que son funcionales para un relato que busca ir más allá que el simple recuento de anécdotas. Relámpago en la oscuridad es entonces una reflexión que, sobre la estructura de un informe biográfico, transita la historia del metal argentino, la de una banda emblemática como V8 y la de un grupo de artistas que vivieron el centro del descontrol del rock y sobrevivieron para contarlo. Y no sólo eso, sobrevivieron y se convirtieron en referentes de un heavy metal evangélico a partir de Logos y sus letras cargadas de analogías bíblicas. Si hasta alguno de los pesados rockeros se preguntan si no quedarán muy flojitos tomando jugo Clight. No sin curiosidad, Montllau y Fernández cuentan los hechos evitando lo cronológico: empiezan por Logos y siguen por V8. Y en el medio, se cuelan detalles de la vida de Zamarbide… ¡en Miami! (curioso destino para un referente de la lucha anti-sistema). No hay linealidad posible en el relato: se sabe, la memoria del rock es un poco confusa y se nutre de un anecdotario sin un mapa preciso. El curso del documental está conducido por las experiencias de su protagonista, un personaje increíble que se balancea entre el rockero eterno y el tipo de familia. Y en última instancia, Relámpago en la oscuridad es una mirada sobre la amistad y el paso del tiempo, sobre un grupo de jóvenes con curiosidades similares que tres décadas después pueden reencontrarse sobre el escenario y brindar un recital soberbio. Claro que Relámpago en la oscuridad no podría ser posible sin la coherencia que le aporta Zamarbide. Muchas de las cosas que se muestran allí serían impracticables, pero es el cantante y músico quien se hace cargo de que todo eso que se ve ahí dentro puede ser el rock: el arte, el negocio, la lucha contra el sistema, la vida en familia, el descontrol, la discursividad y los cambios como forma de auto-preservación. Con un montaje notable, que brilla durante los segmentos musicales y un cuidado trabajo visual, Relámpago en la oscuridad sostiene el fuego sagrado del rock. El film es tan bueno que me dan ganas de ponerme a escuchar V8.
Prisionero de sus decisiones El historicismo no es una práctica habitual del cine argentino. Por eso, la aparición de un film como El prisionero irlandés resulta una rareza absoluta, y mucho más el tratamiento de los grandes temas que hace la obra de Carlos María Jaureguialzo y Marcela Silva y Nasute. Porque El prisionero irlandés aborda ese período ubicado entre las invasiones inglesas de 1806 y la declaración de independencia de 1816, pero lo hace centrándose en la figura de una mujer, viuda de un militar muerto en combate, y el vínculo que establece con un soldado irlandés, dejando la épica de las batallas en un inteligente fuera de campo. Con un trabajo formal que la acerca al western y un abordaje temático que la exhibe como un drama romántico, la película utiliza la historia como contexto y marco, con el fin de hablar de nociones de patria y soberanía, alejándose de la gloria del triunfo y estando más cerca de aquellos que acompañaron los procesos desde el lugar de víctimas y desterrados. La mujer se queda en su casa de campo de San Luis, desoyendo los consejos que la instan a mudarse a la capital: no es bueno que una mujer sola críe sus hijos en ese contexto. El soldado y rehén, es utilizado como mano de obra y ayuda a la mujer en sus tareas: es tanto un extraño para los argentinos como para los ingleses que lucharon a su lado; un irlandés cuya patria quedó totalmente desdibujada. El film incorpora, además del encuadre y lo paisajístico como un personaje más, otro elemento fundamental del western melancólico: la espera. La historia está atravesada por una serie de muertes que quiebran la paz del bucólico paraje donde habita la mujer. Muertes que, por otra parte, llevan consigo la cruz de que la patria y la independencia se van construyendo con sacrificios… y pilas de cadáveres. Lo curioso del film es que por una decisión evidente de los realizadores, toda esa sangre, toda esa guerra y ese conflicto bélico permanece en un espacio off inescrutable (es como la versión anémica de Pandillas de Nueva York). Por un lado se evitan cuestiones de producción difíciles de asimilar, pero fundamentalmente impide que el relato caiga en discursos declamatorios y apueste más por una épica interior, ínfima, donde las víctimas (y a su vez victimarios si pensamos en su relación con los “indios” que rondan por allí como un peligro latente) exhiban el dolor de la pérdida constante que el proceso conlleva. A contramano de los relatos históricos, El prisionero irlandés es un film sin triunfadores. Claro está, la película también elige ese recorte porque le interesa contar esa historia de amor entre el prisionero y la viuda. Y tal vez allí encuentre algunas limitaciones, dado que ese tono apagado con el que se cuenta la Historia grande, también se entromete en el romance. Y si bien es digno no caer en melodramas intensos, lo cierto es que esa pasión que aparentan vivir los personajes no se traslada al relato. Así, la frialdad del paraje termina siendo un poco la que le da tono a la película: y las emociones no fluyen como deberían, en un final que resignifica la idea del mártir (la presencia de lo religioso es constante en el film) y que si bien alcanza a construir un mito, no termina por hacer vibrar las cuerdas del drama. Un film atendible, aunque prisionero de algunas de sus decisiones.
¿Por qué escribimos? Hasta el momento Marc Lawrence dirigió cuatro películas, todas protagonizadas por Hugh Grant. Y no sólo eso, las cuatro son -a su manera- comedias románticas con una personalidad absoluta, películas despreocupadas por lo que se consume en el cine del presente y con un clasicismo irredimible en la construcción de personajes y situaciones. Si bien no parece tener mayores virtudes como realizador desde un punto de vista formal, la genialidad del director y guionista está presente en los mundos que genera y en los personajes que los habitan. Esa combinación da por resultado películas de una nobleza poco común y de un cariño total por los personajes, aunque más de una vez puedan estar equivocados. La textura de las películas de Lawrence (las mejores y las peores) son amables, esos universos queribles que se disfrutan sin problemas por parte del espectador. Un film de evidente textura clásica: es que hay mucho de screwball comedy en la forma en que se plantean los diálogos y en cómo sin mayores sobresaltos dramáticos los personajes logran modificar actitudes y tener cambios profundos. En esa estructura que trabaja el director, la presencia de Grant es fundamental, como en esta Escribiendo de amor, donde el actor aparece en todas las escenas de la película. Su figura le da ese aire de contemporaneidad inevitable para que conectemos emocionalmente con los conflictos del protagonista y para que la película no parezca un ejercicio de reescritura autoconsciente. Grant es un actor dotado para transmitir tanto elegancia como amargura, y esa mixtura de sensaciones encaja perfecto en el espíritu del film: la amargura aligera los excesos melodramáticos, a la vez que el poder de seducción y el carisma permiten ver más allá del cinismo canchero que algunas líneas de diálogo parecen invocar, y en el que el personaje se recuesta para soportar su presente funesto. Es interesante cómo, además, Lawrence lo pone en fricción con un personaje que es su opuesto perfecto (aquí Marisa Tomei, en Letra y música Drew Barrymore), y en ese choque quedan en evidencia las incomodidades de determinadas posturas, y cómo estas pueden no encajar en determinado espacio o lugar. Sobre reescrituras habla el título original, que tienen tanto que ver con la profesión del protagonista (guionista) como con la metáfora intrínseca al relato, esa de las segundas oportunidades y el modificar la experiencia de vida. Pero también el film parece una reescritura de la citada Letra y música: como en aquella, aquí hay alguien que “disfruta” de un éxito artístico del pasado y que se escuda en el cinismo como forma de subsistencia ante sus reiterados fracasos. Ese diálogo constante que tienen ambas películas es interesante, porque mientras aquella es una comedia romántica hecha y derecha, esta cuenta con elementos románticos pero no necesariamente es una comedia romántica. Sin embargo, esa presencia del amor como un horizonte es lo que mantiene la expectativa del protagonista y de los espectadores, presos de ciertos códigos cinematográficos aprehendidos a fuerza de ver películas. Un amor, claro está, maduro y alejado de la histeria de la juventud, otro detalle interesante de una película que se deshace en gestos de honestidad hacia el espectador. Lawrence borda notablemente el romance a partir de las edades de sus personajes. Es interesante también cómo el film construye una estructura a partir de la figura de Grant, que sostiene todas las demás. Porque Escribiendo de amor puede ser tanto una de profesor y alumnos, como una de amor, una comedia neurótica, una sobre segundas oportunidades, una sobre el vínculo entre padres e hijos, una sobre el amor entre personajes de diferentes edades, o una sobre el cine como mercancía o arte. En esa multiplicidad de subtramas que se encausan detrás de la figura del guionista Keith Michaels hay también toda una mirada fascinada sobre el acto de escribir y el de encontrar una respuesta al por qué escribimos: esa autoconsciencia y ese metalenguaje está introducido en el relato con notable sutileza y sin regodeos virtuosos; el acto de escribir como una sucesión de episodios que vamos recortando, acomodando, mixturando. La vida misma, es decir. Película genial y de gracia divina, todas las piezas parecen estar genialmente acomodadas, especialmente un elenco ajustadísimo repleto de personajes increíbles: J.K. Simmons y Allison Janney (padre y madrastra de la gran Juno de Jason Reitman) sobresalen porque sus criaturas apuntalan la tesis principal del film, esa de escribir y escribirnos. Qué parte elige cada uno mostrar de sí mismo; qué contar, qué ocultar; qué esperan los demás de uno, y qué es lo que uno está dispuesto a dar. Escribiendo de amor tal vez tenga algunas concesiones hacia su final, que invariablemente tienen que ver con el territorio de romance que abraza para darle un cierre a su historia, pero el aire que se respira en el film es tan diáfano y amable que tampoco preocupa demasiado: además Grant y Tomei están tan bien que uno les cree cualquier cosa. Escribiendo de amor es una película tan inteligente, tan bien escrita y divertida, que uno puede permitirle cualquier cosa.
El debate, a la fuerza No deja de ser curiosa en el marco de la producción audiovisual argentina la recurrencia a una remake, especialmente cuando hay pocos films alumbrados con la categoría de culto o de clásico que permanezcan en la memoria de los espectadores y “precisen” una reescritura o aggiornamiento. No digo que esté mal, sino que es infrecuente, y en todo caso será saludable por este medio la reinstalación de viejos films para que las nuevas generaciones de espectadores se acerquen a la historia del cine nacional. Ahora bien, detrás de esta operación de reinstalación de un film imaginamos que existe una toma de decisiones en torno a qué película recuperar, más aún en un mercado virginal en este tipo de propuestas. Y ahí es donde comienzan los problemas de La patota, reescritura del film de Daniel Tinayre de 1960 que hablaba de una violación y de aquello que giraba alrededor de las decisiones de los involucrados, porque el film de Santiago Mitre se impone como un film de debate (sin ingenuidad, en un contexto histórico y político donde la violencia contra la mujer se instaló como tema), y esa imposición luce forzada y carente de vuelo cinematográfico. La patota 2015 es una película que busca provocar, también a partir de las decisiones de sus personajes, pero que desde su precario armado se convierte antes que en una película escandalosa, en una caprichosa. Sería interesante pensar primero la idea de “patota”, mucho más arraigada en los 60’s donde Tinayre imaginó su película a partir del guión de Eduardo Borrás. La patota, como concepto estético vinculado con lo cinematográfico -incluso lo musical-, es algo decididamente urbano, relacionado con las grandes ciudades y con grupos donde lo vandálico está presente, como ruptura de ciertas conductas y normas sociales establecidas. Lo que vemos en esta versión de Mitre lejos está de ser una patota, básicamente porque desconocemos (más allá de algunas imágenes de ilustración que nos ubican a los personajes en tiempo y lugar) la dinámica de ese grupo que termina violando a Paulina, la protagonista. La única secuencia en la que los vemos actuar como grupo, antes del acto en cuestión, es la contemplación de un engaño amoroso que desencadenaría la tragedia, y donde los códigos entre los protagonistas se imponen a la fuerza, en un registro donde lo animal y primitivo se aplica (un poco en la senda Trapero). Si se me permite el barbarismo, en esa secuencia los personajes están más cerca de los monos de El planeta de los simios que de un drama realista de connotaciones sociales como el que se quiere imponer. El problema de este dibujo que hace Mitre, junto a su guionista Mariano Llinás, es cómo se termina pensando a la pobreza y los sectores marginales, cómo se ejemplifican sus actos y motivaciones, y cómo eso termina inhabilitando el debate principal del film. Lo que parece a simple vista un debate semántico sobre el sentido de la palabra “patota”, termina siendo más trascendente y lacerante para la película. La principal decisión de los creadores de la remake es quitar la explicitud del velo religioso en la mirada del original, y trasladar el debate hacia lo político y hacia la noción divergente de justicia que tienen Paulina (Dolores Fonzi) y su padre, el juez influyente (Oscar Martínez). Por eso, el debate se aleja de la moralidad cristiana (no del todo, eso está claro y tiene que ver con algunos giros que va tomando la historia hacia su final) y se acerca más al pragmatismo de pensar cómo castigamos los delitos y crímenes, algo que tiene la dimensión de lo urgente en el estómago de los argentinos. Y ahí retomamos el problema fundante de La patota. Si queremos plantear este debate entre esas dos miradas antitéticas, es necesario construir un escenario donde la complejidad habilite las dos miradas, el cruce entre ellas y la posterior reflexión del espectador. Y La patota no lo hace porque el origen de ese conflicto es deliberadamente inhumano: el otro que construye el film, el violador y el agresor, no merecen demasiado análisis en la forma en que la película los mira. Cuando el imaginario progresista se posa sobre lo social, el tipo de delito que abarca tiene que ver con otras instancias donde la desigualdad y la exclusión operan de otras formas; cuando hablamos de violaciones y violencia contra la mujer, la injerencia es cultural y entran a jugar otras motivaciones vinculadas con lo psicológico y las patologías. Y más allá de que Mitre y Llinás quieran hacer como que no opinan, que imponen dos miradas centrales (la de la hija y la del padre) que quedan a merced del espectador, lo cierto es que la otra línea inevitable en todo film, la de lo narrativo, es totalmente perjudicial para el personaje de Paulina: porque su cruzada cuasi mística no encuentra un sustento lógico desde la construcción cinematográfica, y acerca su punto de vista más a lo antojadizo que a lo coherente dentro de un marco de ideas y conceptos políticos. Lo que demuestra esta versión de Mitre es la imposibilidad de reescribir el original de Tinayre. O, al menos, la total reescritura de la que sería necesaria. Sólo cuando el drama incorpora la moralidad cristiana y el sentido sacrificial-religioso del personaje de Paulina (y Tinayre lo tenía mucho más claro si pensamos en un clima de época), es cuando se interpreta mejor la motivación de la protagonista. Pero aquí busca eludirse esa posibilidad, lo que sumado a la distancia con que la cámara la toma (más allá de la dardeniana puesta en escena), hace que Paulina se nos convierta antes que en un enigma que nos deja pensando, en algo incomprensible que nunca asimilaremos. La patota hubiera necesitado además de lo que tiene (notables actuaciones de Fonzi y Martínez, y un virtuoso plano secuencia al comienzo), un acercamiento a esos agresores y violadores como para que el debate tuviera sentido. Y, de hecho, cualquier película que parte del objetivo de sembrar la discusión no puede ser más que presa de su propia vacuidad, y de su tiempo.
El dilema del extranjero En su opera prima, el director Juan Martín Hsu se mete no sólo con un universo prefijado de referencias y tonalidades que tienen que ver con el cine independiente argentino, sino además con un mundo que sostiene el relato como ese de la feria de La salada, espacio que alberga (es una forma de decir) a los protagonistas de este relato coral y que oficia como tilde que remarca y da contexto a la experiencia de los personajes. Sin embargo, el mayor hallazgo del realizador es lograr que ese juicio previo que podemos tener sobre un film que se centre en La salada y que verse sobre los mecanismos del trabajo esclavo y la inmigración explotada, se perviertan en pos de una historia alejada de la bajada de línea tranquilizadora y más cerca de una sensibilidad puesta en función de comprender al otro. Son tres las historias que integran La salada, las cuales se van entrelazando progresivamente pero sin una planificación que connote la presencia del guión. Esas historias se cruzan porque así es el mundo caótico de la gigantesca feria ubicada en los márgenes de la Ciudad de Buenos Aires, un mundo de relaciones de interés donde la diferencia de fuerzas entre las partes determina posiciones de sometimiento y poder. Pero si hay algo que une a estos personajes es la sensación de soledad, de angustia existencial, lo cual es para el director algo previo a la condición de extranjero. Es decir, primero se está solo, alejado, desconectado; luego se es extraño. Por eso que en todas las historias será el amor el elemento que ingrese para tratar de modificar la experiencia de los protagonistas, un lazo afectivo que morigere aquella soledad. Decíamos de los prejuicios sobre una trama ambientada en La salada, los cuales son saboteados por el film constantemente. Si bien no se elude ese contorno amargo y desprotegido que uno imagina, la película deja de lado cualquier posibilidad de sordidez y se preocupa por construir personajes entrañables y complejos, que incluso pueden ser solidarios y tener buenas intenciones, aún cuando sean jefe y empleado. Es una apuesta, que puede gustar o no (uno imagina que no faltará quien la trate de tibia), pero no deja de ser una decisión que se sostiene desde la puesta en escena, con una cámara que busca ponerse a la par de sus personajes y nunca por encima. No hay cinismo en la película de Hsu, tal vez sólo un reprochable tono medio que por momentos encapsula demasiado las emociones con el fin de no desbordarse. Lo más interesante se da en la historia de Huang, el más a la deriva de los personajes, quien no sólo se dedica a la venta de películas argentinas truchas, sino que además recurre a esas mismas películas (de Favio a Bielinsky, de Rejtman a D’Angiolillo) como una forma de educación cultural. No sólo el cine obrando como referente mayor de una identidad nacional, sino además una serie de autores que son citados como propia búsqueda de identidad por parte de la película. La salada se inscribe fácilmente en ese segmento de películas con una mirada personal, pero que a la vez incorporan elementos que al gran público pueden seducirlo. Espejándose en ese conflicto, la película termina encontrando su tema: cómo incluirse en otro lugar, otra cultura, sin perder la propia identidad. El dilema del extranjero.
Un aire de familia y genialidad Muchos temas se involucran en La calle de los pianistas: la familia, la genialidad, el arte y su modo de ejercerlo, el estudio y el trabajo como una forma de alcanzar la perfección, la vanidad, la presión sobre los jóvenes talentos, las herencias, lo vocacional. Y lo realmente formidable en este documental del director Mariano Nante, de apenas 26 años, es cómo todos estos asuntos aparecen sin anularse unos a otros, y sin mayores remarcaciones. Es evidente que esto se debe al método de trabajo del realizador, que utiliza una cámara entre sutilmente curiosa e intrusiva, para meterse en la intimidad de un grupo de artistas (y especialmente de una madre y una hija) sin violentarlo ni llevarlo a los límites, y sólo con el deseo de registrar, mostrar, explicar sin discursos cómo es ese momento en el que lo genial se va edificando. Si Nante triunfa en el intento es porque elude toda prepotencia periodística y se dedica a registrar con ojo cinematográfico. El punto de partida es sencillo: hay una calle en Bruselas que está dominada por los pianistas. Para más detalles, argentinos. En una casa vive Martha Argerich y en la vivienda de al lado, la familia Tiempo-Lechner, que incluye a Lyl Tiempo y su hija, Karin Lechner, y a su nieta, la adolescente Natascha Binder, hija de Karin. Todas tienen un origen en Antonio de Raco, el padre de Lyl, que fue un gran maestro de músicos argentinos. Pero además todas tienen un mismo talento al piano, y a su alrededor también van apareciendo otros talentos, algunos familiares y otros amigos. Ese núcleo, sin mayor absorción del afuera más que para ver al grupo sobre un escenario, es lo que La calle de los pianistas muestra con sutileza, emoción y cariño por sus personajes. La película no nos explica que esas personas que vemos allí son genios, talentos enormes. Lo intuimos, en primera instancia porque les han dedicado un documental (e inconscientemente damos por hecho que aquello que aparece reflejado ante una cámara tiene su cuota de fascinante), y en segunda instancia porque la historia de estas mujeres está al alcance de un clic en Internet. Este recorte que decide hacer Nante -que se mantiene en un off absoluto- permite que nosotros, incluso totalmente neófitos en el asunto como quien suscribe, pueda descubrir por cuenta propia la calidad de las intérpretes. Es una apuesta que confía totalmente en el espectador, en su capacidad para asimilar lo que ve, pero que también confía en el arte como un método expresivo que visibiliza las emociones. Y en el poder iconográfico del cine. El director sabe que incluir un busto parlante diciendo lo bien que toca el piano Natascha Binder sería redundante y además minimiza el arte, lo achata: el talento se demuestra, no se explica. Si la tenemos a la chica tocando ahí, para qué andar explicándolo. Hay grandes momentos, como esa reunión de músicos en la que se habla sobre los miedos al subirse al escenario o el pánico a ensayar ante el oído de los demás, también esa confesión de cómo una actividad que se practica desde niño deja de ser una decisión para convertirse en otra cosa no demasiado clara (¿esta gente podría ser otra cosa que pianista?), o cuando madre e hija descubren que tienen diferentes formas de ejecutar el piano, que eso es saludable y en esa diferencia logran encontrarse. O esa genial escena en la que dos músicos escuchan, muro por medio, a Martha Argerich practicando. Lo que está siempre en primer plano en estos momentos es que no existe lo innato, que el talento, el prodigio, el genio, es algo que se educa y se trabaja, que nadie va a salir tocando el piano de la noche a la mañana y por arte de magia. Algunos podrán interpretar a La calle de los pianistas como una cachetada al concepto que elucubraba Whiplash, en el sentido de que aquí vemos un marco totalmente afectuoso donde el cariño prima. Hay algo de cierto, pero también detalles que nos permiten ver que aquello del rigor está implícito en la educación: Natascha, casi entre murmullos, resalta la hinchapelotez de su madre, quien a su vez está un poco obsesionada con no encontrar parecidos físicos entre ella y su hija, aunque esa obsesión puede significar otra cosa y vincularse con el arte que comparten. Pero hay aquí dos datos fundamentales: uno es que aquí no hay gente reinventándose como genio, sino que ese arte que desarrollan se mama desde la más tierna infancia y por consiguiente la búsqueda de la perfección es sólo un recorrido lógico; y segundo y clave, es que estamos en un marco de amigos y, especialmente, familia. Entonces, siempre pensando a la familia y la amistad desde un punto de vista honesto y humano (sabemos que hay familias y familias), La calle de los pianistas evidencia que esa contención es clave, pero sólo posible en un marco excepcional como el que muestra este film. Mariano Nante logra un documental realmente placentero, de una pericia formal notable (el montaje durante los conciertos del final es sumamente preciso) y en el que la indagación en la intimidad, clave del documental, alcanza momentos fascinantes.