La commedia è finita Con elementos buscados (la tabla que le da vida a los personajes de los museos comienza a oxidarse) y otros casuales y trágicos (el suicidio de Robin Williams, la muerte de Mickey Rooney), Una noche en el museo 3: el secreto de la tumba termina encontrando, tal vez de forma involuntaria, una especie de tesis final que le aporta coherencia a la trilogía (es mezcla de Jumanji con Toy story). Porque al igual que Toy story 3 -aunque con sus enormes diferencias de calidad-, esta saga dirigida por Shawn Levy y protagonizada por Ben Stiller termina hablando del crecimiento, de padres e hijos y lazos que deben solidificarse y liberarse, y de la inevitable muerte. Con bastante oscuridad y no poca emoción, los últimos minutos de esta película se sienten como una despedida, y los elementos mencionados en juego potencian ese sentimiento. Eso sí, continuar esta saga sería bastante torpe ya que el final, con sus desniveles, cierra bastante dignamente. Es una película curiosa Una noche en el museo 3, porque teniendo a Stiller, Owen Wilson, Steve Coogan, Robin Williams, Rebel Wilson -y siguen las firmas- funciona mucho más el costado emotivo que la comedia. Y eso que lo intentan, porque el argumento que motoriza la historia -un viaje al Museo Británico para hallar la forma de recuperar aquella tabla mágica- es una excusa vulgar y la fuerza está puesta en los gags y las situaciones que los desencadenan. Si la primera parte fue la de la novedad y la que tenía una interesante mirada sobre el sentido de los museos y el aprendizaje, la segunda explotaba las posibilidades de la aventura y la comedia con notable filo. Pero aquí las secuencias de humor (como la descontrolada que abre el film) no lucen demasiado efectivas y durante casi una hora lo que sostiene el desarrollo es la presencia de Stiller (por dos si sumamos al cavernícola que también interpreta), alguien que decididamente sabe cómo construir una comedia, en su vertiente familiar como en este caso. Stiller es un autor, además, y eso lo ha demostrado como director de grandes films como Tropic thunder o La increíble vida de Walter Mitty. Por eso, que el inane Levy queda subyugado por su presencia y su torpeza habitual para la comedia se anula bastante aquí, aunque se extraña un director con otra visión que pueda potenciar al actor. Lo que ha sido siempre Una noche en el museo, además de lo que se ve en primer plano, es un acercamiento a la comedia norteamericana, una especie de repaso donde viejas y jóvenes luminarias se dan la mano para, de algún modo, obrar -cuando ya no esté ninguno sobre esta tierra- como una especie de museo del humor. Por eso, insistimos, la presencia de Stiller es fundamental en ese sentido para servir como puente generacional. Y es curioso lo que ocurre aquí, cuando Dick Van Dyke y Mickey Rooney aparecen habitando un geriátrico y Robin Williams… bueno, todos sabemos lo que ocurrió con él. La commedia è finita. Esta melancolía, homeopática en un comienzo dentro del relato, luego cobra mayor trascendencia sobre la última media hora cuando Una noche en el museo 3 ponga las cartas sobre la mesa y descubra su jugada. Que no es otra cosa que revelar la finitud de todo, incluso de la aventura como clausura de la inocencia. Si bien la película se guarda un segundo final, mucho más alegre y convencido de las posibilidades que ofrece el recuerdo como antídoto, lo que pasa en esos minutos finales es de una inusitada tristeza. Epifanía del final, Una noche en el museo 3 cierra bien como propuesta, haciendo olvidar un poco su regular transitar hasta ese desenlace. Con sus limitaciones (se nota mucho la ausencia de los guionistas de las dos primeras películas), exhibe personajes que se desarrollan, que crecen ante nosotros y nos demuestran con su presencia el inestimable paso del tiempo. No es poco.
De imágenes, sonidos y canciones Como siempre se dice, lo que importa es el viaje y no tanto el destino. Dicho en términos cinematográficos, no importa tanto la conclusión como la forma en la que se llega a ella. Uno sabe, cuando explotan los conflictos en La familia Bélier, cómo terminarán más o menos las cosas, siendo esta una película amable como es, con su cuota razonable de comedia y drama balanceándose sin aspavientos. El film de Eric Lartigau aborda la historia de una joven que vive con sus padres y hermano sordos en un pueblito francés, como otra forma posible de hablar -nuevamente- de la adolescencia, de los vínculos familiares y de la necesaria posibilidad de volar y romper lazos para crecer. Lo hace con simpleza, amabilidad y -sí- algunas redundancias, pero sin abandonar la honorabilidad que es al fin de cuentas lo que uno termina rescatando de historias trilladas como esta. Hay dos elementos fundamentales que son utilizados con criterio por el realizador. En primera instancia esa sordera que sufre la familia y cómo la joven Paula es el nexo entre ellos y el resto del mundo. Luego tenemos la música, el canto como una pasión asordinada que posee la protagonista, y que la terminará vinculando a ella con el resto del mundo y, claro, distanciando de su familia en un juego de espejos que funciona cuando no se subraya demasiado. Lo más jugoso estará en esa conexión que se dará entre la música y el universo de los sordos, sonidos que pueden traducirse en imágenes, imágenes que incorporan otra simbología y tienen su poder más allá de la sonoridad que puedan o no tener, concepto que se define en una secuencia notable durante un performance del coro donde participa Paula. Y en ello ayuda mucho la autoconsciente selección del repertorio de Michel Sardou, canciones tan emotivas como sensibleras, que explicitan el costado manipulador y demagógico de la historia sin demasiados conflictos. Es verdad que si durante una hora La familia Bélier elude con criterio el costado lacrimógeno, no puede evitar en su última parte recurrir a todos los resortes dramáticos para potenciar su parte más emotiva y alcanzar la lágrima del espectador. Por suerte, y para que todo esto conecte de una forma más fluida, el personaje del profesor de música interpretado por Eric Elmosnino aparece como la reserva moral del film, con su sarcasmo pero también su bonhomía, su calidad y su nivel de exigencia, que de alguna manera unifica las partes tal vez un tanto disociadas que construyen el relato central: potencia su costado más reflexivo sobre el arte como don que se alimenta con trabajo y limita lo emocional haciendo evidente el juego del melodrama. En sus diversos recovecos, la película de Lartigau transita el drama familiar, la comedia de pueblos, el musical de autosuperación, el subgénero de docentes y alumnos, y el romance entre opuestos. Y si bien no toca todas las cuerdas con acierto y algunas subtramas se pierden, sumando sobreactuaciones como la de Karin Viard que resta muchísimo, la película termina superando sus metas por esa capacidad que tienen los franceses de construir personajes que pueden ser antipáticos (el profesor de música, el padre no deja de ser un conservador recalcitrante que lee a Hollande y le pone Obama a un ternero negro) pero aún así honestos como tales. La famila Bélier es, en todo caso, otra demostración de un cine francés industrial y con intenciones de popularidad, pero que se anima abordar algunos asuntos como el lenguaje, la potencia de las imágenes y la forma de comunicarnos, sin tener que sacudir al espectador constantemente con una bajada de línea exagerada.
El amor es más fuerte, lamentablemente Entre la necesidad de cierto verismo periodístico, con la presencia de datos históricos puntuando el relato aquí y allá, y la apuesta por lo ficcional, con una historia de amor entre un surfer canadiense y una sobrina del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria que obviamente se cruza con este personaje, sucede Escobar: paraíso perdido. El debut en la dirección del actor Andrea Di Stefano es una película que se nutre de esas ambigüedades para potenciar sus posibilidades pero que termina por ser inconsistente como retrato y escasamente interesante como espectáculo. Con ejemplos en el horizonte como la mayor El padrino, esta es una obra que continúa la idea de la mafia como una familia cuyos lazos atrapan y no sueltan: la ingenuidad del surfer interpretado por Josh Hutcherson se da de narices contra la fascinación sibilina del Escobar de Benicio Del Toro. Y la pelea es desigual, no sólo por el peso de cada personaje, sino también por actuaciones que no están a la par. Lo de Del Toro es arrollador, y en él se sostienen algunos de los atractivos del film. A Escobar: paraíso perdido lo que le termina jugando en contra es, precisamente, su ambición por acercarse no sólo a la figura del emblemático narco, sino también a la sociedad colombiana que vivía dominada por el imperio de Escobar. Sin la presencia de un personaje histórico con una carga simbólica tan fuerte, el film de De Stefano sería un thriller correcto, para nada virtuoso, pero al menos muy profesional y efectivo en términos dramáticos. Sin embargo, cuando libera su mirada horrorizada sobre el narcotráfico y simplifica lo que socialmente significó un personaje como Escobar, la película no puede dejar de construir un retrato primermundista que mira con cierto desdén. Esa superficialidad, aún cuando se pretende reflexiva -y especialmente por eso-, es lo que termina lastrando la potencia del film. Tampoco ayuda mucho la banalidad de los personajes, especialmente el del enamorado metido en un contexto que lo supera. Sus motivaciones son melifluas, el amor solo no alcanza cuando la historia quiere hablar de otros asuntos como las posibilidades de cambio en la vida, la forma de acceder a ellas y sus consecuencias. Pero por ahí andan, además, unos matones muy de tono grueso, metáforas visuales bastante berretas, música que carga de importancia imágenes que no lo son y unas referencias a cuentos clásicos que aún si tienen potencial se exhiben de manera tan grosera que pierden efectividad. Por suerte está Del Toro, más contenido que de costumbre y con un porte que sutilmente impone el mundo interior de un personaje tan fascinante como repudiable. En su actuación estaba la clave de una película mejor, pero a Di Stefano le pudo más el gusto por la analogía entre el narco y el surfer. Ecuación que, por supuesto, resta.
El silencio atroz que hace la paz Cuando el cine se aborda desde proyectos como el de Cine con vecinos, que llevan adelante desde hace dos décadas Fabio Junco y Julio Midú en la ciudad bonaerense de Saladillo, la discusión es alrededor de si importan más los resultados o el proceso. Particularmente soy partidario de los resultados, porque una película es lo que finalmente vemos en pantalla. Y más, cuando este tipo de producciones comienzan a ocupar espacios en festivales y hasta tienen estreno comercial, como es el caso de Flores de ruina, es indudable que tienen que empezar a ser medidas con una vara más alta, poniéndolas en pie de igualdad con otras películas, con las reservas del caso. La indulgencia, al fin de cuentas, termina siendo nociva para desarrollos como el de Cine con vecinos, que indudablemente viene buscando un nivel de pericia técnica mayor película tras película. Tras varios dramas y películas más chiquitas, con una pretensión escasa y con un espíritu más bonachón -algo que comenzó a quebrarse con la anterior El último mandado-, Flores de ruina aparece como una propuesta más arriesgada en términos formales y bastante redonda en cuestiones narrativas. Tanto es así, que el nivel de amateurismo de las actuaciones queda relegado (o al menos uno puede dejarlo pasar) ante el encanto de una comedia negra sin concesiones, con tres ancianas como protagonistas y un pueblo al que Midú y Junco conocen lo suficiente como para convertirlo en un personaje más, con su presencia entre ominosa y sórdida. El comienzo no es lo mejor, con las tres ancianas -Ellen Wolf, Nélida Augustoni y René Regina- enmarcadas como dentro de un film de terror gótico, un poco fuera de registro. Pero así como va apareciendo el humor y la comedia, siempre con una mueca de oscuridad, la película empieza a levantar y convertirse en un retrato perfecto de una sociedad que acalla aquello que quiere por mantener sus apariencias. Flores de ruina gana en situaciones absurdas (un patrullero que es enterrado para esconder pistas), otras más curiosas (un nazi que es detenido) y crímenes que se amontonan, algunos de ellos muy bien pensados en términos de puesta en escena. Y así como la película entretiene y divierte con los constantes giros que el guión propone, dentro de un verosímil que se quiebra de manera bastante coherente, la película nunca busca la indulgencia sino que apuesta a más. Lo mejor de Flores de ruina es que si bien para Midú y Junco sería muy sencillo potenciar la imagen placentera sobre los pueblos del interior de la Argentina, prefieren aquí -siempre desde la comedia- ofrecer una mirada más salvaje y ambigua sobre esa paz que, las más de las veces, se edifica sobre un silencio atroz.
El bar de los trágicos Hay autores literarios que tienen un universo personal tan físico y estético, que su traslación al cine se hace casi por ósmosis: sus elementos constituyen piezas que logran vincularse con los géneros del cine. Dennis Lehane es uno de esos nombres. Más allá de abordar cuestiones casi fantásticas en La isla siniestra, en el centro de sus historias están siempre esas experiencias de vida que conectan al hombre con su entorno, tanto de vínculos como geográfico. Si bien Río místico no fue la aproximación más satisfactoria, tanto aquel film de Martin Scorsese como -la mayor- Desapareció una noche son tragedias urbanas, existencialistas, que conectan con el cine norteamericano de los años 70’. En esa línea, La entrega es un drama con elementos de policial que se aprovecha del aire que respiran los personajes para construir un recorrido que es pura tensión. Pero que, a la vez, pone en primer plano otro drama: el de los escritores guionistas de sí mismos. Aquí Lehane oficia por primera vez de guionista, adaptando su propio cuento Animal rescue. Y si bien esto no parecería un inconveniente a priori, porque nadie conoce mejor la obra que aquel que la creó, encuentra en el film de Michaël Roskam algunas limitaciones. Porque a una trama con fuertes connotaciones religiosas, Lehane le subraya aquello que estaba presente desde el minuto uno con una serie de simbolismos excedentes y metáforas visuales innecesarias. El guionista es alguien que trabaja las palabras pensando en las imágenes, algo que al escritor sin dudas se le complica un poco si no tiene asimilado el poder de la síntesis o si no puede dejar de pensar el cine como un sucedáneo de la literatura. Más allá de aquellas instancias en que la película se vuelve explícita en su camino recto hacia temáticas como la redención y la culpa, La entrega funciona porque encuentra un trío protagónico (Hardy, Gandolfini, Rapace) que sabe que el cine es aquello que vemos (y a veces lo que oímos) y contamina con cada gesto, cada postura corporal, cada inflexión de la voz con un aura irredimiblemente trágico. Y porque el director Roskam logra darle a cada escena un peso y una gravedad -que no solemnidad- que va acrecentando con el correr de los minutos su negrura, hasta explotar en un final que reconfigura todo lo visto y que de alguna forma pone en primer plano otro asunto que estaba un poco lateralizado en la narración: la soledad del hombre contemporáneo que, muerto Dios, es demasiado consciente de sus actos. En La entrega, Lehane aporta un material que desde lo literario huele un poco a Elmore Leonard (hay derrota y oscuridad, pero también un humor tumultuoso que aparece cada vez que Gandolfini alumbra la pantalla) mientras que desde lo cinematográfico rinde homenaje a esa influencia constante que es el primer Scorsese: un bar, una ciudad, vínculos que se desarrollan y explotan a partir de esos espacios compartidos (hay una escena ejemplar de esto, cuando la investigación policial da contra un habitué del bar y este se niega a ampliar testimonio porque ese es el lugar al que va con amigos a beber). Con esas referencias como norte, el escritor sólo tiene que aportar sus varones tristes habituales, un mundo masculino pervertido y en lucha constante contra sus demonios interiores, mientras que Roskam trabaja invisiblemente allí donde debe hacerlo un director que sabe narrar: sin regodeos visuales, yendo directamente al hueso de una historia muy bien estructurada dramáticamente. La entrega parece tener algunas concesiones sobre el final, pero en verdad son más las dudas que se ciernen sobre sus personajes incapaces de deshacerse del pasado que las posibilidades de redención.
Los días que quedan El cine de John Michael McDonagh (hermano de Martin, director de Siete psicópatas y Escondido en Brujas, y también como él un “niño terrible” del cine británico) tiene sus singularidades aunque no termina por redondearse en sus formas. Le pasaba con El guardia, que por un lado era una extraña sátira sobre la sociedad irlandesa mientras se volvía un poco reaccionaria a su pesar, y le vuelve a ocurrir con Calvario, aunque aquí la notable presencia de Brendan Gleeson y un humor negrísimo hacen que el producto crezca notablemente y se convierta en un más que interesante acercamiento a la experiencia humana de enfrentarse al propio destino, mientras en el camino se van depurando algunas culpas y pecados. Si bien el protagonista es un cura y la temática de la pedofilia anda dando vueltas por ahí, McDonagh está lejos de elaborar un film de denuncia y más cerca del abordaje filosófico acerca de cómo el hombre enfrenta aquello que parece inexorable. Que sea párroco es una casualidad aunque, claro que sí, le aporta mayor carga trágica, reflexiva y simbólica. Al padre James, un feligrés lo amenaza en el confesionario con que lo va a matar dentro de siete días, un domingo, para de alguna manera vengar las vejaciones que sufrió de chico a mano de otro cura. Ese momento, el mismísimo arranque del film, es una demostración de la fuerza y originalidad del cine del director: la cámara está fija en un plano corto con el rostro de Gleeson; no vemos al potencial victimario, sólo a la posible víctima. El segundo sabe quién es el primero; nosotros, espectadores, lo desconocemos. Esa información que se nos escatima, más que potenciar el misterio o el clima de thriller suma para la experiencia reflexiva del film sin una lectura prefijada para lo que viene. Y nos sirve para no ver los vínculos que se forman con un juicio de valor. Calvario es esos días posteriores, la recorrida que hace el cura sobre el pueblito costero irlandés donde imparte la fe. O al menos lo intenta. Porque el nutrido panorama de habitantes es un muestrario de personalidades en conflicto, a los que el padre James contactará para deducir qué está pasando en aquella comunidad, mientras va poniendo en crisis su propio discurso, su sistema de ideas con el que se ha refugiado de un pasado un tanto turbulento. McDonagh tiene una rara virtud, que lo emparienta también al cine de los Coen, y es un aura de comedia lunática, enroscada, que aporta niveles a una superficie nutrida por una normalidad desenfocada. Si por un lado las imágenes, su textura, y el tono pausado de la película reposan en un sentido litúrgico, con una luz que ingresa de la misma forma marmórea que lo hace en las estampitas, el humor negrísimo le quita solemnidad y deja en evidencia el tono satírico de la mirada del director. A diferencia de El guardia, donde el humor no terminaba de cuajar con la crítica, aquí sirve para reforzar el absurdo trágico de la historia. Y todo aquello que no termina por redondearse, logra encausarse con la presencia magnética del gigantesco Gleeson: su actuación, totalmente desafectada, humanísima y potente -sin caer en histrionismos innecesarios- permite ver las dudas del padre James como algo terrenal. La clave del film está en su actuación y en su personaje, en cómo decide enfrentar esas últimas horas que -le han prometido- le quedan. En sus decisiones finales, el film se convierte en un western. Claro está que Calvario se presta a la discusión religiosa, y en ese territorio no sale tan airosa. Es una película con diálogos que presumen cierta inteligencia y rebeldía pero no pueden eludir el lugar común, algunas imágenes pecan de una explicitud innecesaria, sus ideas están demasiado claras de antemano y construye personajes excesivamente simbólicos y a la vez muy sobreescritos, puestos para impactar con la experiencia del protagonista. En las actuaciones de todo el elenco de reparto -afectadas- y la de Gleeson hay un abismo que es el mismo que separa a la forma de enfrentar el destino por parte del cura y del resto. Cuando el personaje más coherente es el párroco y cuando la fe termina siendo, de algún modo, reafirmada, es cuando se clarifica que Calvario no intenta tomar una postura demasiado crítica del cristianismo, sino todo lo contrario. El final, amén de un exceso alegórico, es el más claro resumen del viaje que emprende el protagonista, y que es lo que realmente importa. El gran acierto de McDonagh aquí es dejar de lado la narración derivativa y anti-climática de su anterior película, y posarse en el mismísimo meollo del asunto: esos días que le quedan al protagonista.
Corrección política en sordina El canadiense Philippe Falardeau tiene como antecedente inmediato la interesante Profesor Lazhar, una de esas películas que toman un subgénero particular (en este caso las historias de docentes y alumnos), para eludir convenientemente todos los lugares comunes o -al menos- buscarles una vuelta de tuerca. Pero lo que pudo lograr una vez, no pudo repetirlo con Una buena mentira, producción norteamericana ahogada por una corrección política bastante básica, que endulza una realidad durísima con exagerada liviandad y que, para colmo de males, disfraza todos esos clichés a los que recurre con un bajo tono que intenta asordinar los efectos del melodrama. Pero que sin embargo no logra más que una planicie similar a la de Sudán, que es de donde escapan los refugiados protagonistas de este film. Se nota que el director tiene su talento. Durante media hora registra con pertinente distancia la tragedia de esos hermanos sudaneses por la sabana africana, trabajando un registro similar al de esos documentales que recurren a la ficción para dramatizar lo que las imágenes ya exponen con crudeza. Puede ser un recurso discutible, pero no deja de formar parte de un sistema narrativo decidido y diagramado con justeza formal. El quiebre se dará con la posibilidad que tendrán estos jóvenes de viajar a los EE.UU., contenidos por un programa humanitario que les da asilo y busca sumarlos a la maquinaria del capital y el empleo occidental. Ahí empiezan los mayores problemas del film, que si bien no era ninguna maravilla al menos lograba capturar la tensión entre el mundo espiritual, mítico, infantil, y lo más material de las armas y la violencia: el tiempo, el espacio y una cámara que sigue la tragedia a la altura de los ojos de estos chicos sube la apuesta desde el punto de vista formal. Sin embargo la llegada de los cuatro hermanos ya crecidos a los Estados Unidos da paso a lo edificante y le imprime una centralidad absoluta a la mirada occidental, con un abordaje cinematográfico que va perdiendo fuerza y que normaliza un discurso que invisibiliza la mano de un director detrás. Es en esos pasajes donde Falardeau exhibe algunas de sus contradicciones: si por un lado recurre a algunas humoradas bastante pavotas y repetidas sobre el buen salvaje metido en la civilización, por el otro tiene la conciencia de que está cometiendo un crimen cinematográfico e intenta aminorar el dudoso poder de esos segmentos limitando su impacto. Lo que da como resultado un film no demasiado convencido de las herramientas a las que recurre para contar su anécdota, y por ende desinflado, demasiado liviano, carente de energía y que, llegado el momento, no emociona como debería emocionar en el caso que uno pudiera ingresar en su mecanismo bienpensante. La distancia que intenta tomar por momentos es bastante perjudicial. En la misma línea de la más atractiva y coherente Un sueño posible, lo que demuestra Una buena mentira es que cuando uno quiere ser aleccionador o defender un sistema de ideas, debe hacerlo con convicción: las ideas se pueden discutir, el problema es cuando la herramienta cinematográfica (que de eso se trata) hace ruido por todos lados. Un ejemplo para esta película sería Un golpe de talento, aquel producto de Disney con Jon Hamm, que no perdía el humor y era totalmente consciente de sus lugares comunes y lo edificante de su mensaje, pero que lo hacía con desembozada simpatía e, incluso, reconociendo su mirada indudablemente occidentalizada. Por el contrario, Falardeau tiene como mayor logro el no resaltar en exceso el rol de los Estados Unidos dentro de esta historia (la vida de estos sudaneses tampoco será tan sencilla en territorio yanqui), aminorar el impacto de los refugiados en la vida de los personajes americanos (nada cambia demasiado en la experiencia de Reese Witherspoon) y en hacer que el centro de atención nunca se mueva de esos cuatro hermanos y su tragedia. Que el tono elegido haya sido excesivamente correcto habla más de la exagerada preocupación que evidencia el cine de Hollywood por algunos problemas del mundo, mientras mueve millonadas de dinero para hacer de estas tragedias un espectáculo apto para todo público.
Feminismo desapasionado La hermana de Mozart es un estreno rarísimo y que sólo podría suceder en un mes como diciembre, donde la concurrencia a los cines en Argentina baja notablemente. Raro porque es una película sin nombres resonantes o reconocibles para el gran público y que narrativa o formalmente carece de cualquier elemento de interés para que funcione, y además porque su fecha de estreno está totalmente desfasada, siendo su producción de 2010. El retraso en los estrenos se justifica en aquellas películas de autores que necesariamente deben ser recuperados en cine o películas verdaderamente importantes. En este caso, el film de René Feret parece llegar solamente por una necesidad de mercado de ocupar un espacio en la cartelera con la producción francesa de ocasión. Y tocó La hermana de Mozart. Si bien hay que reconocer que en los papeles la película tenía su interés (conocer la vida familiar de un Mozart aún niño, ese espacio oscuro que rodea siempre a los genios y que aquí se devela con cierta rigurosidad), pero es la débil dirección de Féret y la dudosa selección de su propia hija, Marie Féret, como protagonista, lo que termina por mellar los mínimos atractivos de una película totalmente fallida. La actriz no encuentra nunca el tono y su presencia monocorde, para una actuación que debe conducir el relato, es un tiro mortal para las aspiraciones del film. En lo estructural, La hermana de Mozart no le escapa a los estándares del cine francés de alta producción e intenciones historicistas, con su cuidada dirección de arte y sus perfectos vestuarios y peinados, que muchas veces encalla en los puertos del qualité haciendo agua completamente. Y si bien este es el caso, no deja de llamar la atención su renuncia al melodrama, que es el tono que habitualmente ilustra esas historias, para avanzar por los caminos del drama intimista. El asunto es que forma y fondo colisionan sin lograr una cohesión en el relato, por lo que queda un film demasiado convencional (sus giros dramáticos evidencian la presencia de un guión) para su experimentación narrativa, y demasiado desangelado para la apariencia de drama intenso que parece recrear. Claro que La hermana de Mozart es inobjetable argumentativamente, en la exhibición de un universo de palacios y familias de clases medias con aspiraciones mayores que relegan a la mujer a un espacio de servidumbre. Sus ambiciones feministas se entienden y comprenden, pero es precisamente la construcción de un personaje tan inane como el de Nannerl Mozart lo que termina por hacer inocuo el mensaje de la película: no hay lucha, no hay complejidad, sólo aceptación silenciosa sin que esa actitud ejemplifique o simbolice algo, aunque sea una frustración. Ese quietismo, que es también el de la puesta en escena con una cámara que sostiene planos largos sin segundas lecturas, es lo que termina por condenar a esta producción al tedio y al olvido inmediato. La falta de pasión, en un film que quiere potenciar el rol de la mujer, es algo imperdonable y sumamente cuestionable.
La vida, sin grandes dramas Tras su paso por el cine de alto impacto -y presupuesto- de Iron Man y Cowboys Vs. Aliens, Jon Favreau parece haber regresado aquí a sus primeras películas, mayormente comedias y aventuras con alguna característica especial que las hace distinguibles, más humanas y amables. Chef, la receta de la felicidad es una película que tiene todos esos condimentos, pero que encuentra en la nobleza de su propuesta y en la humanidad que desprenden todas las actuaciones, un cuidado especial por el público y una simpatía que mal entendida puede ser confundida con demagogia. Aunque no: hay un trabajo muy depurado del guión y una fuerte decisión desde la puesta en escena de escaparle a todos los clichés del melodrama para que el espectador atraviese la aventura sin mayores sobresaltos. Y no es que haya planicie o una vista gorda a los problemas del mundo (los hay), sino una predilección por un tono entre naif y amable que recorren todo el relato con sinceridad y bonhomía. Chef… es una de esas películas que hablan del placer, mientras hacen placentera su experiencia. El guión del mismo Favreau plantea la situación muy simplemente: un inventivo cocinero que trabaja en un restaurante con un menú que es pura rutina, decide lanzarse por su propio camino, junto a su hijo y un amigo, montar un camión con cocina y servir fast food cubano en diversos puntos de los Estados Unidos. Chef… es un poco una road movie, pero es sobre todo una película sobre padres e hijos, sobre un vínculo que se forja lejos de las palabras y cerca de las acciones: el cocinar como una pasión-oficio que se transmite entre generaciones y que más allá de su propia pertenencia, no es más que una forma de comunicarse con el otro cuando fallan otros vasos comunicantes (excelente el montaje veloz sobre el encuentro padre-hijo de fin de semana). Como en todo cine inteligente, Favreau plantea esto sin que nos demos cuenta, trabajando rigurosamente el subtexto de su película mientras en la superficie vemos una historia atractiva, bien contada y que apela a nuestra propia memoria emotiva gastronómica. Hay incluso un uso muy interesante de las tecnologías y las redes sociales, y de cómo eso es también un motivo de acercamiento y alejamiento generacional. Se podrá decir que los personajes en Chef… (especialmente la ex mujer que interpreta Sofía Vergara) demuestran demasiada buena onda, y que todo fluye hacia un “tú puedes hacerlo” un poco positivista (incluso se le podrá acusar su exceso de musicalización). Es verdad, esto es así y la película desde la elección de su paleta de colores amarillenta y diáfana, una música caribeña y festiva, y unos escenarios relajados y apaisados que contradicen la neurosis urbana habitual del cine norteamericano, es desde donde el cuentito se construye con solidez. No hay aquí una manipulación new age (las lecciones de vida, si están, siempre lo hacen en off) y todo corresponde a decisiones bien precisas de Favreau. El objetivo es rodear el conflicto central con una serie de situaciones laxas y reducidas en su función dramática: por eso, también, que la película fluye con una paz singular y termina allí en su clímax y casi sin que nos demos cuenta. Chef, la receta de la felicidad es una de esas películas que nos hacen ver al arte del cine como algo sencillo, cuando en verdad no hay nada fácil en su elaboración: evidentemente Favreau, como director -y vista su filmografía-, es alguien capaz de construir excelentes equipos de trabajo, donde la química es más que física y termina sumando para los resultados finales de la película. Favreau es, al fin de cuentas y dada su extensa carrera en Hollywood como actor, un laburante. Y esta película que habla de redes sociales, de tecnología, de padres e hijos, de la gastronomía como pasión pero también como trabajo, de vocaciones y auto-superaciones, no puede ser otra cosa que una demostración cabal y afectuosa sobre el profesionalismo, que funciona en varios niveles. Y aquí, y sólo aquí, ese afecto termina siendo correspondido por el destino, casi sin condicionamientos. Porque, qué demonios, esto es cine. Y Favreau sabe hacerlo.
El cuerpo del delito Si hay algo que uno puede decir del cine de Abel Ferrara, es que sin dudas se trata de un cine potente: en imágenes, pero también en contenido (virulento, repulsivo). Y esa potencia, muchas veces, se vale de instancias poco sutiles. ¿Es entonces la falta de sutileza una de las posibilidades para llegar al relato salvaje a lo Ferrara? Welcome to New York es un ejemplo de cómo ese espíritu revulsivo se vale tanto de una narración fragmentada por momentos (su primera media hora), como de espacios donde la crítica ya no precisa de la metáfora y tiene que ser fuerte, directa, sin ambages. El film, que se basa más disimulada que libremente en el caso real del ex titular del FMI Strauss-Kahn, es tan fascinante como derivativo en su última media hora, tan amoral como cercano a la justificación serial por otros, y no puede, conteniendo en su centro una actuación tan potente de Gerard Depardieu, más que ser ese mismo cuerpo hecho material cinematográfico. El cuerpo del actor francés, desnudo, monstru-oso en su voracidad sexual, simbólico en su forma de aprehender las nociones del capitalismo, no es más que el elemento clave dentro de una película descarnada en su búsqueda de lo repulsivo. Como las comilonas de Marco Ferreri, los maratones sexuales de Devereaux con prostitutas de lujo -o no- son un síntoma: comer o coger hasta reventar. Lo que hace más complejo el panorama aquí es el indisimulable espacio de poder que ocupa el personaje central: quien elige reventar de esa forma ahora es alguien cuyas decisiones personales impactan definitivamente a escala global. Por eso -y por el hecho real en el que se apoya y le da sentido- la película adquiere otras connotaciones y admite lecturas. Esa perversión, mostrada sin medias tintas (incluso al borde de lo intolerable) por Ferrara, tiene una doble intención que se irá develando con el transcurrir de la película: en primera instancia, hacer física la inocultable sensación de impunidad que da el poder; en segunda instancia, retratar el juego de roles que se da alrededor del poder: el sometido y el sometedor, la víctima y el victimario. Durante 90 minutos, Ferrara trabaja inteligentemente sus temas, traza claramente el juego de roles primero en aquellos maratones sexuales (donde Depardieu gime en sus orgasmos tal monstruo) y posteriormente cuando el protagonista es internado en los pasillos de una prisión: el sometimiento, dice la película, no precisa del acceso carnal, la vejación del cuerpo se da en la crueldad con la que las instituciones (la cárcel o el FMI o la que sea) dispone de nosotros. Como era de esperarse, Ferrara no toma un caso real para elaborar una ficción documentada, sino que elabora una lectura sobre un episodio específico y lo recrea con las obsesiones formales y temáticas de su cine: este Devereaux, con su inconsciencia voraz, es pariente de aquellos personajes de Un maldito policía, El rey de Nueva York o El funeral, todas películas de su mejor década, los 90’s. Un tipo que ingresa en la decadencia sin frenos, incapaz de detener su propia marcha: tal vez por eso, y a pesar de su catolicismo evidente, Ferrara no termina por juzgar y hasta le da la posibilidad al monstruo de explicarse. Las referencias en Welcome to New York son múltiples: hay algo de Psicópata americano, aunque aquí en vez de contarse la pesadilla del sistema se muestra su deseo desencadenado, mucho del Scorsese más crudo y setentero, e incluso una mirada que intenta ser satírica a lo Chabrol, especialmente con la inclusión del personaje de Jacqueline Bisset, que no termina por encontrar el tono adecuado. Precisamente este es el segmento que peor encaja en el film, y que limita la potencia final del relato -además de una última media hora confusa y sin rumbo-, cuando aquello que quedaba en el orden de lo sugerido se expone con la contundencia algo chusca del discurso oral: hay un monólogo interior que clarifica la metáfora que el personaje representaba hasta entonces, incluso justificándola y poniéndola en un lugar victimizado. Esos últimos momentos corren el riesgo de hacer que la película lleve al espectador por un único lugar, lejos de la ambigüedad ética y moral de lo antes visto. Por suerte, otra vez, aparece el cuerpo Depardieu, y su seductora interpretación nos revela nuevamente que el monstruo, por más consciente que sea, no deja de ser monstruo y devora muy a su pesar. Como Devereaux, como el capitalismo. Pobrecitos.