Un pasaje hasta ahí Los juegos del hambre: Sinsajo Parte I tiene varios problemas que suman para hacer de esta tercera película la más floja de una saga que si bien no era ninguna maravilla, hasta el momento tenía un par de ideas interesantes y presentaba un entretenimiento algo más complejo que lo habitual en este tipo de propuestas destinadas al público adolescente masivo. En primera instancia, es problemática la división en dos partes del último libro porque evidentemente no le han encontrado la vuelta a la dosificación de la información y la acción, y este segmento redunda en diálogos explicativos y un quietismo de la puesta en escena que refuerza las características de solemnidad que ya habían aparecido con su director Francis Lawrence en En llamas. Y segundo, esa seriedad excesiva en el tono del relato atenta contra lo más interesante que ofrece la obra original de Suzanne Collins: su mirada satírica sobre la construcción del mito heroico/revolucionario. Esta Sinsajo Parte I es definitivamente una obra para fanáticos o para quienes la han venido siguiendo por mera curiosidad; quienes se sumen ahora no entenderán qué hace Katniss Everdeen en los subterráneos del Distrito 13. De hecho no sabrán quién es Katniss, ni qué demonios es el Distrito 13. La película no hace nada por incluir a nuevos espectadores, y ese es un gesto bastante inteligente y autoconsciente. También, y eso de nuevo es un valor de la obra de Collins, es evidente aquí la progresión de los personajes y de la historia, que se diferencia de lo que ocurría en En llamas, donde todo parecía una reescritura más trágica de la primera parte. Aunque la ausencia de los Juegos le quita posibilidades de aventuras y suspenso a la historia, y eso se siente en el interés ante la falta de algo que reemplace el centro narrativo. Lo que se sigue explotando aquí más o menos con inteligencia es el lugar de incomodidad de la protagonista, una heroína a su pesar, que si bien ya no es carne de cañón del Capitolio (el poder autoritario) sí es el centro de interés de la rebelión, trabajando su imagen como aquel Che Guevara de las remeras, con una parafernalia marketinera digna de estos tiempos y que miran con cinismo el lugar y la construcción del mito: ahí se luce el malogrado Philip Seymour Hoffman, lejos el mejor personaje y la mejor actuación de Sinsajo Parte I. Son los momentos más atractivos, aunque se vuelven reiterativos y redundantes, y apelan a un humor que hubiera precisado de un director con más sentido del ridículo. Tal vez el mayor gesto fatuo de Los juegos del hambre: Sinsajo Parte I sea el excesivo interés que se deposita en el romance Katniss-Peeta, que en una saga más politizada como esta luce innecesario dado el carácter anodino del personaje masculino, pero que se entiende como ancla emocional funcional dentro de una historia por momentos demasiado fría y distante para el mainstream adolescente al que va destinado. Esto, y el más que evidente carácter de película de transición hacia el final, es lo que pone a Sinsajo Parte I contra las cuerdas, al borde del aburrimiento y el sopor. Sobre el final algunas cosas se acomodan, Lawrence demuestra que el montaje paralelo sabe ser un buen amigo del suspenso y la película se despide prometiendo que todo lo interesante estará en la última entrega. Nos hubieran avisado antes.
Perdida Como si la comedia romántica Como si fuera la primera vez siguiera, pero convirtiéndose progresivamente en un thriller algo morbosón, Antes de despertar cuenta la historia de una mujer con memoria de corto plazo y un esposo que mantiene viva su historia, con fotos y datos que cada mañana le revela para que pueda seguir adelante. Claro está, algo no funciona del todo bien y la desmemoriada Christine empieza a sentir que hay gato encerrado, especialmente cuando un psiquiatra que realiza una terapia con ella la invita a repasar su pasado uniendo elementos inconexos que su memoria le aporta en forma de flashes. El film de Rowan Joffe es un thriller bastante básico, que mezcla las fichas para confundir e intentar sacar algo de ese mareo, y que cuenta con un trío protagónico (Nicole Kidman, Colin Firth y Mark Strong) demasiado lujoso para lo poco que ofrece. O tal vez ese sea el truco. Al igual que ocurre en la mayoría de las películas que se construyen a partir de un misterio a resolver, Antes de despertar funciona mientras la sorpresa está oculta. Pero tampoco es que Joffe logre sacar demasiado vuelo a una película que, se nota a cada segundo, está basada en una novela: la letra impresa se traduce en parrafadas, la cámara y la imagen son apenas una excusa, y de no ser por los protagonistas, la película sería totalmente olvidable. Si el misterio está planteado con bastante pereza formal y no pocas arbitrariedades (digamos que además de desmemoriada, la protagonista es una crédula de campeonato), cuando la historia debe moverse un poco, el director apela a algunos recursos un poco chantas: música demasiado marcada, montaje veloz para el golpe de efecto, giros de guión y flashbacks que trampean con el famoso recurso del punto de vista. En estas películas eso resulta fundamental: el truco, la revelación final, es efectiva cuando descubrimos que nos dejamos engañar, no cuando nos engañan porque básicamente el director es alguien que está por delante nuestro y tiene información que el espectador desconoce. El punto de vista en este film luce a la deriva, perdido, como la protagonista. Y como si todo esto fuera poco, Antes de despertar vuelve a aquella idea de la infidelidad como algo que debe ser castigado, noción que creíamos extinta desde los tiempos de Atracción fatal. Si por momentos Antes de despertar trabaja subterráneamente algo del orden de la locura, lo deja de lado para reafirmar su mensaje más ramplón: el final dignifica con una vuelta a la familia y a los vínculos sanguíneos, como algo inapelable.
La aventura de la convivencia Los directores Federico Falasca, Tatiana Pérez Veiga y Laura Spiner trabajan la realidad e intimidad de una pareja a la manera de un experimento en Mañana – Tarde – Noche, film dividido en las tres partes del título pero que cuentan un día en la vida de sus protagonistas, y que recurre a algunas decisiones de puesta en escena bien puntuales: un único espacio, dos personajes, cámara en mano y unos planos cortos que profundizan aquella idea de cercanía. Inscripta en ciertos tópicos estéticos y formales del cine argentino que ha hecho raíz en el BAFICI, la frescura de los diálogos y las actuaciones, el espíritu lúdico de varios de sus pasajes y el disimulo de sus ambiciones y pretensiones, saludablemente terminan haciendo de este un film antes que aquel experimento. El centro es la pareja, Julia y Tomás (Katia Szechtman y Jair Toledo), y Mañana – Tarde -Noche los exhibe en aquellos momentos donde los diálogos banales y las situaciones ambiguas van haciendo la cotidianeidad, entre desayunos, cenas, preparaciones para salidas y lavado de dientes. Pero entre todas las posibilidades argumentales que Falasca, Pérez Veiga y Spiner podrían haber explorado en derredor de la pareja, en lo que deciden hacer foco es en la posibilidad latente de la infidelidad. Como en Ojos bien cerrados de Kubrick, aquí el engaño hacia el otro es algo que está ahí y la lucha es contra las tentaciones aunque, claro, sin el vuelo psicológico de aquella y más cerca de los códigos de la comedia romántica, pero encapsulados por un trabajo formal que apunta más a la incomodidad que a la complicidad. El engaño es algo tangible y posible en la película, pero además se expresa en sueños que los protagonistas tienen y comparten. Hay allí un morbo constante, un deseo amordazado y una zona de riesgo que ambos señalan como un recuerdo amenazante para el otro. No deja de ser un juego perverso, donde la víctima se convierte en victimario, redoblando el juego hasta límites intolerables. En la película las situaciones nunca llegan a la violencia psicológica de un drama intenso sobre la infidelidad (un ejemplo reciente sería la nacional Aire libre), todo es más relajado y juguetón, está instalado en el orden que Julia y Tomás lo exponen constantemente. Si pensamos en un único espacio y dos protagonistas, más un eje temático como el de la infidelidad haciéndose recurrente, lo atractivo de Mañana – Tarde – Noche es que en sus saltos temporales y su fragmentación episódica, la película recurre a diversas texturas genéricas sin ingresar en el territorio de la parodia, pero bordeando un humor absurdo y una tensión puramente climática. Allí brilla una larga secuencia de huida por los sótanos y pasillos internos de un edificio, o aquella en la que un mail misterioso prende la llama de la duda. Y ahí es donde Mañana – Tarde – Noche expone su otra vertiente: es una película de aventuras, pero sobre la aventura de la convivencia y sobre cómo algunos condimentos que la prolongan en el tiempo pueden ser un poco nocivos. Tal vez el mayor problema del film de Falasca, Pérez Veiga y Spiner es que nunca logra pasar de la anécdota simpática, pero aún así toma sus riesgos y se sale del molde de un cine joven que cree en la abulia adolescente como única posibilidad expresiva.
Simpática incorrección Volvió José Luis Torrente, el policía al que Santiago Segura le viene prestando su creatividad desde hace años: todas las películas que Segura tiene como director, son las de Torrente. Desde 1998 a la fecha, dieciséis años, el actor, guionista y director regresa más o menos recurrentemente a este personaje con la seguridad -que viene ya desde su apellido- que cuenta con un público más o menos cautivo que lo espera para regodearse en su maratón de escatología, humor entre absurdo y pícaro, y su incorrección política. Se podría decir, como límite negativo, que ya nadie puede sentirse sorprendido u ofendido por lo que Segura viene a mostrar. Pero a la vez hay que reconocerle que la fórmula sigue siendo efectiva por ese don de la impronta y la habilidad para la guarrada que tiene el actor/director. Lo que ocurre en Torrente 5: Operación Eurovegas sigue siendo más o menos irrelevante: en este caso Torrente sale de la cárcel y se encuentra con una España en la ruina, con gente que quiere que la metan presa porque evidentemente en prisión están más cómodos que afuera. Ante un panorama de apocalipsis y africanos que merodean por allí con camisetas del Real Madrid y la inscripción “Messi” en la espalda, es que nuestro personaje se rebela y decide ir por fuera de lo legal, si es que alguna vez lo hizo por dentro. Y ahí es donde surge la idea de robar un casino, a la usanza de los Ocean’s Eleven, pero “la buena, la de Frank Sinatra”, como dirá el oficial. Esto da pie a, tal vez, la mayor novedad de la película: la inclusión de Alec Baldwin como especialista en seguridad de casinos que desea vengarse de sus antiguos jefes. Y una presencia distendida del actor, hablando un castellano totalmente inentendible, situación que la película aprovecha positivamente, porque siempre estuvo presente en la saga esa recurrencia al idioma como una expresión compleja que, distorsionada, pone en crisis cierto status quo: la lengua de Torrente es un arma de doble filo. Lo mejor de esta quinta entrega está en el prólogo y en el epílogo. Como siempre, Torrente es una especie de sátira de un momento particular en la vida de España, ese país/depósito de las penurias europeas. Anticipándose un poco en el tiempo, el 2018 que Operación Eurovegas muestra, exhibe una España saliendo del Euro, volviendo a la peseta, muerta de inflación y con Cataluña independizada, tan independizada que la final del Mundial es Argentina-Cataluña. Esto, que se ve en el comienzo, es lo que replica en el epílogo, con Torrente y los suyos haciendo pie en algún lugar de Sudamérica, matándose el hambre y recorriendo, con pena, el mismo camino que sus antepasados de posguerra, aunque con una soberbia de primer mundo aún mayor. Esos son los pasajes que justifican a Torrente 5, los que uno imagina que seducen a Segura para regresar a su personaje, como quien vuelve con alegría al lugar donde ha sido feliz. Lo que hay en el medio es una aplicación del universo Torrente a las películas de planes maestros y robos espectaculares, que no siempre es del todo feliz en su calcada estructura volcada a la tontería y ordinariez suprema. Más allá de lo eficaz que resulta la película en líneas generales (superando incluso chistes que están más cerca del universo Bañeros que de la incomodidad de su pretendida incorrección política), lo que el personaje ha perdido con el tiempo es su capacidad para convertir en sátira el imaginario de la España más facciosa y conservadora, aquello que hizo de la primera un ícono en su estilo. Si se sostiene, básicamente, es porque Segura es alguien muy simpático, y porque es verdad que Torrente perdió las mañas pero no el pelo, y sigue siendo tan desagradable y sin dobleces como siempre.
La mirada del niño Con una precisión notable para enlazar lo temático con lo formal, Diego Lerman construye en Refugiado un gran film que tenía todos los condimentos para convertirse en la película de la semana -esa que debate temas importantes que se discuten en los programas de radio-, pero que elude esa “responsabilidad” para convertirse en su lugar en cine del bueno. Una mujer golpeada por su pareja, que huye junto a su hijo en una especia de “road movie urbana y doméstica” -según palabras muy sabias de su director- es el centro del relato, pero lejos de tematizar el asunto o de construir un espectáculo a su alrededor (eso sólo ocurre en una escena, pero que por su perfección termina estando justificada) lo que hace el inteligente guión que Lerman comparte con María Meira es poner el acento en las consecuencias de esa violencia que el hombre ejerce contra la mujer, en primera instancia, y contra su propia especie humana en definitiva: porque el título, y los planos y el lugar donde está puesta la cámara, no hacen más que remitir a Matías, el pequeño hijo de la pareja. Lerman sabe que ponerse mostrar la violencia física es impactante, pero no trascendente. Mostrar esa violencia sería ponerse a discutir su sentido. Y nadie en su sano juicio puede ponerse a discutir la lógica de la violencia, pero especialmente la de la violencia doméstica ejercida de hombres a mujeres. Sin dudas es mucho más interesante, no sólo temática sino narrativamente, mostrar cómo esa violencia opera psicológicamente en aquellos que son víctimas. Porque nos pone en un lugar incómodo de comprender e interpretar nuestras propias motivaciones, aquello que nos une al horror y de lo cual no nos podemos despegar: Laura y Matías tienen tanta necesidad de escapar de ese ser violento que los ahoga, como de seguir pegados a él de una forma algo patológica. Para que todo esto funcione, Lerman extrema una serie de ideas de puesta en escena que funcionan con gran exactitud y organicidad dentro del relato. Primero pone a Fabián, el golpeador, en un espacio off: nunca veremos de él más que su espalda fuera de foco o escucharemos apenas su voz por el teléfono. Y sin embargo, su presencia es constante en cada instancia de tensión que la película elabora con climas que bordean el terror. Esa apuesta del realizador permite, en primera instancia, mantener el punto de vista en las víctimas, pero además construir a ese hombre golpeador en una síntesis de algo más general. Ese hombre golpeador son todos los hombres golpeadores; despersonalizar es a la vez elaborar un concepto, en este caso tremendo y asfixiante. La ciudad y los espacios en Refugiado contribuyen a aquello, son terribles; la cámara recurre a planos cerrados pero también a un nervio que impide ver el contexto: en el centro de los planos tenemos a Laura y Matías, escapando, huyendo, hacia adelante pero siempre mirando hacia atrás. Así son también los espacios institucionales que el film muestra: fríos, distantes, despersonalizados. No hay maldad en ellos, no al menos una maldad intrínseca, sólo un espacio protector endeble, débil, frágil, que protege pero impide la necesaria reconstrucción de un futuro. En ese universo de familias partidas de Refugiado, lo que queda es un mundo de mujeres solidarias que se sostienen unas a otras. Lerman elude el discurso panfletario y trabaja lo genérico con complejidad: la Laura de Julieta Díaz es una mujer débil, pero que nunca recurre a la lástima del espectador. En una parte por la notable composición que hace la actriz, pero también porque el guión elabora una mujer-víctima pero no victimizada, decidida pero temerosa, que recurre a la violencia psicológica con su hijo cuando la pedagogía ya no funciona. En definitiva Refugiado no deja de ser una película sobre la violencia dentro del marco familiar, racionalizada y sugerida como una forma de sostener el crecimiento de los individuos. Y lo otro que hace estupendamente el director, es sostener la mirada del niño con una cámara que recurrentemente se pone al nivel de sus ojos, para de esa manera elegir conscientemente el nudo de su conflicto. La película abre con Matías en uno de esos túneles de salón de juegos infantiles, que hace la vez de burbuja protectora. Una especie de mundo interior donde su disfraz de superhéroe evidencia esa necesidad de un poder sobrehumano que avasalle su cruda existencia. El despojo gradual de ese disfraz mostrará no sólo la necesidad de autodefinición, sino también que la fantasía no es más que un agradable deseo nunca terrenal. Es precisamente su decisión la que pone cierre al conflicto que Refugiado muestra en unos últimos minutos ejemplares: hay puertas que se cierran y un río que se lleva aquello que resulta indeseable, pero cuyas olas no hacen más que dejar patente la idea de que no hay forma de huir de aquello, que eso vuelve una y otra vez. Como que la familia, que en el fondo eso es lo que construimos aunque nos repele, es un lazo indeclinable con nuestra pasado y nuestro futuro.
Con verdadero espíritu lúdico Con astucia y espíritu lúdico, el director Damián Leibovich le da al cine nacional algo de lo que carece: una buena película de aventuras, capaz de dialogar con los géneros, de cruzar referencias y hasta de burlarse del propio cine argentino, sin por eso quedarse en una pose cínica o en una canchereada adolescente o intelectualoide a lo Llinás -y amigos-. Forajidos de la Patagonia es una película que mezcla el western con el cine de aventuras a la vieja usanza (esa donde siempre había un tesoro escondido), y le aporta una mirada decididamente humorística sin miedo al ridículo. Lo que queda, más allá de algunos problemas evidentes de producción y del tono desparejo de las actuaciones, es un producto muy divertido, una película concentrada en su anécdota pero a la vez con la coherencia suficiente como para sostener sus ambiciones, que las tiene y van en paralelo a la trama central. El protagonista, Pancho, es un joven director, de esos un poco pretensiosos que hacen un cine para pocos, pero consagrado por la crítica. O al menos es lo que él cree. Puede que la parodia resulte un tanto repetida, pero en su arranque Forajidos de la Patagonia sorprende con una serie de cajas chinas que nos hacen dudar sobre cuál es el verdadero territorio que la película explorará: un western, un drama indie, una comedia sobre el mundo del cine. Esa sucesión de segmentos que en apariencia no se conectan, muestran a un realizador preocupado en que su mirada no se deje llevar por la impostura: hay burla, pero personajes amables y complejidad en lo que se cuenta. De hecho, la primera hora del film -la más interesante, y que por su ritmo está entre lo mejor del cine argentino 2014- trabaja varias líneas y personajes, que desembocarán en un teatro donde se está presentando un cuadro sobre el que hay varios interesados en “llevárselo”. Forajidos de la Patagonia es un rompecabezas integrado por diversos géneros, todos ellos muy bien aplicados y escenificados: hay algunas buenas escenas de acción, hay un aprovechamiento estupendo de los escenarios naturales del sur argentino, una inteligente inclusión de datos turístico mechados con mitos y leyendas, muchos encuadres que respiran cine y comedia absurda con buenos chistes y algunas situaciones por demás ocurrentes y delirantes. Pero sobre todo es una aventura, la de Pancho, en su tránsito de pelele a tipo más o menos listo. Y esa aventura, nunca puesta en palabras, es lo que hace al film de Leibovich una propuesta por demás destacable: el director elige contar desde un género demostrando conocimiento, y como en el cine clásico, sus personajes aprenden a partir de lo que les ocurre y de las decisiones que toman. Puede que Forajidos de la Patagonia no sea un film redondo y que en su producción, humilde -aunque nunca se achica-, se evidencien muchos de los problemas que impiden un cierre más o menos logrado para algunas secuencias, como la del tren, por ejemplo. Sin embargo, Leibovich se da el gusto de hacer una película que dice varias cosas sobre el hecho de hacer cine (que es una aventura que hay que vivir, para después saber contar), pero que nunca se queda en la exhibición de conocimientos o perogrulladas. El movimiento se demuestra andando decía algún personaje de nuestra cultura popular, y Forajidos de la Patagonia viene a confirmarlo con simpatía, ligereza y un siempre bienvenido espíritu lúdico.
Tu vida es puro teatro Martín Bossi es un imitador que, desde sus espectáculos teatrales, ha intentado darle una vuelta de tuerca a ese rol. No hay nada de peyorativo en llamar a alguien “imitador”; es lo que es Bossi: alguien que ha hecho una carrera imitando a otros artistas y que ha logrado, no sin cierta inteligencia, transparentar lo que hay detrás de ese arte. Que es un arte pero, fundamentalmente, es un trabajo como lo es cualquier actividad artística puesta a disposición de un público que paga una entrada por ver. Esa idea del artista como laburante, del tipo que si bien elabora a partir de una sensibilidad no deja de ser alguien que produce, es un concepto muy caro a determinado tipo de artista popular: pensemos en Andrés Calamaro, quien constantemente habla en sus canciones del laburo de componer. Es atractivo, pero a la vez es un concepto peligroso: el artista se pone en primer plano, y en ocasiones se hace más visible que su propia obra. Divismo que, descontrolado, termina por minar las posibilidades de cualquier empresa, y que es lo que por ejemplo hace patinar constantemente a la ambiciosa y fallida Un amor en tiempos de selfies. No es la primera vez que una película se disfraza de algo para hablar de otra cosa, que para eso están los géneros y sus hermosos lugares comunes que nos sirven para decodificar uno de los posibles niveles argumentativos mientras por debajo pasa un río. Pero Un amor en tiempos de selfies no es sólo un drama sobre la vanidad y la actuación que se viste de comedia romántica, sino una película que está constantemente diciéndonos de forma oral cuáles son sus temas, por si el espectador no logró entenderlo ya antes. Y si la palabra no alcanza, hay canciones que también buscan explicar (por lo demás, debe ser una de las películas peor musicalizadas en mucho tiempo). A Bossi, en su afán de hablar del doble, de la sensibilidad del artista, del por qué actuamos, de las máscaras, se le escapa que el personaje que construye es totalmente antipático, un monologuista y profesor de actuación con dotes de Maestro Siruela que no sólo da clases cuando está dando clases, sino cuando supuestamente se relaja y se toma un café. Un personaje que nunca se puede llevar bien con la comedia romántica. Un personaje del que se nos dice que es un gran artista, pero que cuando lo vemos en acción no es más que un pusilánime que confunde stand-up con new age y recita lugares comunes sobre la sociedad posmoderna: se queja de cómo los lindos invaden el mundo, a la vez que se enamora de María Zamarbide, que no puede tener un rostro más fotogénico y hermoso. Hay una referencia constante al Che Guevara que no es más que una muestra cabal de la hiperbólica necesidad de la película por el sermón. Un amor en tiempos de selfies pierde la oportunidad de ser comedia romántica porque humorísticamente hablando es bastante fallida y con escaso timing, y el romance es apenas un elemento necesario para justificar el arco dramático del personaje de Bossi. De hecho, pareciera no interesarle demasiado la comedia romántica (aunque es un buen gancho comercial) y hasta mirarla desde lejos, con desdén, con el cinismo tonto que maneja Lucas, el protagonista, alguien capaz de ser un lugar común andante. Y si Un amor en tiempos de selfies quiere ser comedia romántica y no puede -o no le sale- es por un viejo detalle del género, que es que tiene que ser de a dos y no de a uno. Mientras importe lo que le pasa a uno de los enamorados, estamos ante otra cosa. Y a la opera prima de Emilio Tamer le importa lo que le importa, porque es más que evidente que esta película no es otra cosa que un vehículo para el lucimiento personal de Bossi. Es él y su sufrimiento lo que nos conduce a una última media hora bochornosa, empastada y abarrotada de giros y quiebres temporales torpemente trabajados, y que encima también desperdicia la oportunidad de decir algo interesante sobre las tecnologías y los vínculos de pareja, que si nos guiamos por el título de la película es para lo que fuimos al cine. Pero no, ahí está Bossi, su rostro y sus gestos teatrales, su exagerada marcación en cada línea de diálogo, su presencia que sólo se justifica en primeros planos. Ese divismo que se sostiene en el teatro, porque el cuerpo hace la obra, es aquí un impedimento para que funcione todo lo que debe funcionar alrededor del protagonista de una película. Bossi, como muchos antes, cayó en el error de pensar que el cine es teatro filmado: y hay una lógica, una mirada sobre el mundo, un trabajo sobre las imágenes, una coherencia discursiva que aquí están ausentes por completo. Un amor en tiempos de selfies es como la Click de Adam Sandler, con la diferencia de que Sandler tenía una carrera en el cine y varias comedias previas que renovaron el lenguaje del género, y Bossi es alguien que tiene que hacerse un camino en la pantalla grande y aparece con impertinencia y el dedito en alto a gritar cosas que a nadie le interesan.
Justicieros de ayer y hoy Acomodado desde hace algunos años en el lugar del hombre de acción, un poco corrido hacia la derecha (y no de la pantalla), si algo podemos defenderle a Denzel Washington -gran actor dramático que funciona de igual manera en películas físicas como esta-, es que sus personajes de armas tomar no carecen de complejidad y hasta se anima a interpelar el sentido de justicia en películas donde el arte de matar al otro no siempre es algo placentero y conlleva dilemas. Incluso, muchos de esos personajes que interpreta son antipáticos y hasta desagradables, contradiciendo un poco el lugar de seguridad que toda estrella de Hollywood gusta guardarse para sí dentro de la industria. Daría la impresión de que Washington agarra aquellos papeles que otros no se animan a hacer. El justiciero, adaptación de una serie de TV bastante exitosa en los 80’s, es otro paso más en ese sentido, y uno bastante irregular dado que el director Antoine Fuqua nunca parece encontrar el tono adecuado para su película. Cuando mejor funciona El justiciero, es durante su primera hora, allí donde el personaje principal es trazado con sutilezas y haciendo un recorte bastante detallista de sus obsesiones y actividades. La película es durante ese tiempo un policial oscuro, urbano, donde hay espacio para trabajar los diálogos con sensibilidad y llamativo reposo -como en esos encuentros entre Washington y Chloe Grace Moretz- y donde campea un aire de melancolía absoluto. Luego, cuando el giro que el tráiler anticipaba haga su aparición en escena, el film irá virando lentamente hacia una estética ochentera (con superficie áspera setentera) y se convertirá en una revitalización de aquellas películas de justicia por mano propia, de venganza violenta y estilizada, un poco entre solemne e hiperbólica, pero sin la suficiente distancia como para hacer de eso una operación autoconsciente. Solemne porque la recurrencia a ralentis, una música pesada y grave, y encuadres que glorifican la construcción de ese héroe individual determinan que la película quiere hacer una especie de apología de ese hombre común (que no lo es tanto, en el fondo), que se saca de encima a los malos con las herramientas (nunca mejor dicho) con que cuenta en la enorme ferretería donde trabaja. El justiciero parece querer decir algo sobre un héroe de la clase trabajadora, una relectura en clave cómic un poco a lo El protegido de Shyamalan, pero se excede en grandilocuencia cuando lo que se está viendo es un enorme disparate (la última media hora es un festival reaccionario de asesinatos gore). Esa grandilocuencia le quita el humor a las imágenes (algo que sabían muy bien Los indestructibles 1 y 2), las hace más pesadas, menos complejas o lúdicas, y por lo tanto, repudiables en su explicitud celebratoria de la violencia cercana a la pornografía. Washington y Fuqua, que ya habían trabajado juntos en la notable Día de entrenamiento (hasta ahora la única obra interesante del irregular Fuqua), una película donde la violencia también era cruenta, pero donde la historia se hacía cargo de la ambigüedad que sus personajes representaban en ese duelo entre el cinismo adulto y la ingenuidad virginal. Es claro que El justiciero es la obra de un tipo que ya aprendió unas cuantas lecciones, y que copia de los que sabe, de aquellos directores de los 70’s que trabajaban la superficie de sus relatos aprovechando la aspereza: hay secuencias donde la violencia aparece en un saludable espacio off (Fuqua sabe cuándo tiene que impactar y cuándo funciona la sugerencia); hay planos y encuadres virtuosos que le aportan un toque de originalidad a la propuesta; no se precipita en lanzarse a la acción trabajando a su personaje principal con inteligencia y los tiempos del relato con sabiduría; y hay un villano (Marton Csokas) que se hace odiar y recupera para el género de acción la centralidad del malvado, que parece aquí como realmente indestructible. En los parámetros del cine de acción, es un buen film, sólido, con un ritmo particular y una superficie tensa. Hay una frase clave en el film, que sin dudas intenta decir algo sobre la venganza y la justicia, y desde donde se puede notar lo fallido del asunto. En determinado momento Washington acude a una amiga con contactos estatales para que le aporte datos. Y es ella quien le dice que a veces “hacemos cosas incorrectas para obtener lo correcto”. Parece que la película va a decir algo importante. Pero no. El problema de El justiciero es que cuando lo ideal sería que haga hincapié en lo incorrecto de la operación (la masacre, la venganza por mano propia), se preocupa más por lo correcto (arribar a ese acto de justica que motoriza al protagonista). Así termina justificando algo que por más caricaturesco que aparezca en pantalla, no deja de ser discutible y repudiable.
Déjenla tranquila A la protagonista de El karma de Carmen le pasa algo medio parecido a lo que le ocurre a la película: ahí cuando lo más interesante son sus momentos de soledad, esa angustia existencial que se mitiga con largos en la pileta, comiendo helado o vacacionando en Mar del Plata, aparece la comedia romántica para quebrar un registro intimista que la define mejor y más intensamente. A ella y a la película. Y así como el film de Rodolfo Durán nunca encuentra el tono ni el tiempo de la comedia y el romanticismo, Carmen desea que la dejen tranquila en su soledad, en su deseo de no desear. En ese tire y afloje, la película halla un camino difícil, bipolar, que no logra hacer de esa sumatoria de capas algo atractivo ni lúdico. No es que tenga algo contra la comedia romántica, pero es un género difícil y al que hay que saber domar: la excesiva autoconsciencia puede llevar a una autoparodia cínica, y el excesivo azúcar puede llegar al festín indigesto. Lo que está mal en la película no es la inclusión del género, sino la poca efectividad del mismo. Tal vez el problema venga porque El karma de Carmen se autoimpone una premisa un poco complicada para no precisar del rigor de la puesta en escena para llevarla a buen puerto: porque si bien se construye sobre los mecanismos de una comedia romántica que viene y va, es en verdad una historia de uno y no de dos, como suele ocurrir en el género. Lo que importa aquí es lo que le ocurre a Carmen con su soledad y sus 36 años repletos de fracasos sentimentales y macerados con cinismo. Javier (el interés romántico) es apenas un personaje de reparto que aparece para generar los necesarios quiebres dramáticos en la protagonista y en el relato. Carmen es un personaje por demás complejo: no hay sólo un reniego superficial del estar sola, y un miedo escénico a emparejarse con otro -el centro neurálgico del 90% de las comedias románticas-, sino que esa soledad y ese miedo escénico son más un reflejo social, una indudable reacción ante una construcción generalizada que la protagonista repele e intenta refutar. Esa construcción está dada por la familia y sus constantes exigencias emocionales, o por los amigos y sus histerias del corazón que nos tienen, a veces, como imprevistos actores de reparto. Es desde ahí, desde el atractivo juego de relación de vínculos que propone la película, donde se construye la Carmen que Malena Solda lleva adelante con cierta inteligencia. Aunque hay que reconocer que a la actriz le pasa un poco lo mismo que a la protagonista y a la película: funciona mejor en sus instantes de angustia asordinada y solitaria, que cuando tiene que interactuar con otros. Por ejemplo la secuencia en la camioneta, en el restaurante o en la plaza quieren ser esa comedia romántica entre desopilante y tierna que nunca se termina por concretar, un poco por unos diálogos demasiados redondos desde la escritura y otro tanto por unas actuaciones que no dan con el tono adecuado. Finalmente el karma de Carmen termina siendo el de la película misma, y es esa innecesaria obligación a tener que completarse con un otro, esa regla social conservadora que dice que la felicidad es imposible lejos de la vida en pareja. Así como Carmen busca a Javier, el drama interior busca a la comedia romántica. Y cuando las cosas no cuajan, no cuajan, por más que se haga el esfuerzo y que una última escena bastante poco noble para con su personaje principal (y para la coherencia narrativa) quiera torcer el rumbo del destino que, invariablemente, uno mismo se marca.
Las dimensiones de la leyenda Los documentales sobre personajes públicos, especialmente cuando se trata de artistas, suelen incurrir en el exceso para hablar de su protagonista. Salvo excepciones, el discurso será siempre positivo: la figura que convoca ha sido seguramente un genio, un ser maravilloso, alguien fundamental en la vida de todos los involucrados. Pero el problema no es este: pocos se animan a ilustrar la vida de personajes despreciables y la mayoría elige por acercarse -y ofrecer su mirada- a personalidades que sirven de referente. El problema es que hay que tener muy buen criterio para que los testimonios y la forma de poner en escena la esencia del artista redunde en la imposibilidad de concluir de otra forma que no sea con una frase del estilo: “¡este tipo era un genio!”. Pichuco, el muy buen documental de Martín Turnes, lo logra. Lo curioso y fundamental de este trabajo es que la figura de Aníbal Troilo, cuanto artista, ya ha sido varias veces recorrida y, de hecho, su firma artística ha sido múltiples veces celebrada: compositor, instrumentista y director de orquesta, Pichuco es uno de esos nombres claves en la historia de algún género artístico: clásico, líder en su tiempo de orquestas populares, pero a la vez virtuoso y vanguardista, fue el puente entre las viejas y las nuevas generaciones. Tanto, que en su orquesta albergó a Astor Piazzolla y le terminó produciendo sus primeros temas. Ese nombre, decíamos, logra en Pichuco, el documental, incluso trascender a su propio mito. Los testimonios recogen las voces de personalidades que han trabajado con Troilo, que lo han conocido, como Raúl Garello, Horacio Ferrer, Leopoldo Federico, Osvaldo Piro. Y más. Todos coinciden en su genio. Pero si el trabajo de Turnes se hubiera detenido en ese reconocimiento no estaríamos más que ante un documental de ocasión, en coincidencia con el centenario del nacimiento del artista (11 de julio de 1914). El film, lo que hace muy inteligentemente, es trazar un mito, una leyenda, con su importancia a cuesta, pero desde una construcción que tiene en cuenta las dimensiones del personaje: ahí están quienes compartieron trabajo con el músico, también la mirada desde el ámbito académico con estudiantes que analizan su obra, sus propias canciones ejecutadas por él mismo o por músicos contemporáneos que las recrean; el archivo audiovisual y su esencia recorriendo las calles de Buenos Aires. El film, antes de gritarnos que Troilo era un fucking genio, nos enseña por qué debemos respetar ese personaje desde los más variados puntos de vista. Turnes entiende a través de Pichuco que el artista es su voz (notable la inclusión de un viejo y conocido recitado de Troilo sobre el final), su herencia, su influencia y, sobre todo, una ciudad, un espacio, que lo define y lo construye culturalmente. Todo eso, sutil y despojadamente, se da cita en un documental notable que nos invita, obvio, al tarareo y el movimiento constante que la orquesta de Troilo a lo largo de tanto tiempo invocó.