Una heroína y poco más No serán pocas las menciones que se harán a Los juegos del hambre, ya que Divergente se parece y mucho a aquella saga, empezando por su origen literario y siguiendo por su retrato de un mundo distópico en el que una joven heroína aparece como la líder de una revolución. Pero, convengamos, tampoco es que Los juegos del hambre haya sido demasiado original, ya que algunos elementos de su trama se pueden encontrar en Batalla real, por ejemplo. En definitiva, estamos ante un tipo de espectáculo llamativo: si por un lado convocan alegremente a cierto tipo de rebelión, por el otro se construyen como meros productos audiovisuales manufacturados. Como un pseudo culto que dice combatir a determinado credo dominante, convirtiéndose a su vez en un credo dominante. Así que lo que queda por ver en este tipo de propuestas ya no es tanto la originalidad o pertenencia de su entramado de referencias (no demasiado complejas, está claro), sino cuáles son las variantes y qué puede haber de novedoso. Divergente ofrece algunas cosas interesantes, y mucho piloto automático como para pasar de la medianía que consume demasiados de sus 139 minutos. Reiteramos: sí, se parece a Los juegos del hambre, pero hay una diferencia sustancial en el tipo de heroína que construye. Si Katniss Everdeen era una heroína a su pesar, la Tris de Divergente es una heroína de armas tomar, decidida y no demasiado conforme en ocupar el lugar que su sociedad le destina. Es por eso que Divergente termina siendo, en ese sentido, mucho más revolucionaria, alegre y emocional. A Tris no le eligen el camino, sino que ella misma avanza con seguridad sobre lo que desea ser más allá de que por momentos dude o prefiera seguir el rebaño para estar tranquila. Divergente así, revalida el suceso editorial que resultó básicamente porque su protagonista es lo más fácil de identificar con el público al que apunta: adolescentes en época de autodefinirse y distanciarse de la tutoría paterno-maternal. Es verdad que enmarca y adorna a la rebeldía con todos los clichés de este tipo de productos convencionales, pero no es menos satisfactoria en sus decisiones éticas y políticas. Ahora, una cosa es el discurso y otra la práctica. En líneas generales lo que el film de Neil Burger quiere decir, lo dice con fluidez, soltura y escasa sutileza. Sin embargo, a la hora de poner la maquinaria en marcha resulta bastante fofa y ausente de todo tipo de carisma. En primera instancia, la falta de cinismo y la apuesta por un romanticismo alla Crepúsculo atenta contra la solidez de la propuesta, haciéndola ver por momentos bastante ridícula. Divergente tarda un montón en arrancar, se detiene en conflictos existenciales bastante evitables por obvios y abusa en su última media hora de giros de guión y cilffhanger, que terminan abrumando al espectador ante la falta de timing general. Pero más, y peor, el diseño visual, la forma de mostrar ese mundo separado en cinco clanes, es pobre, deslucida, una baratija comprada en algún outlet de ciencia ficción adolescente. Pero entre los problemas que esgrime el film, que por la fuerza de su idea base no terminan de destruir del todo, hay dos decisiones de producción que resultan, vistos los resultados, excesivamente erróneas. De un tiempo a esta parte se han comenzado a elegir directores con cierto “prestigio” para contar estas historias, y Burger -con un par de éxitos indies- parecía ser alguien capaz de darle la espesura dramática que la historia proponía. Algo de eso hay, pero lo deslucido de las secuencias de acción se debe en primera instancia a su falta de conocimiento en el género y segundo a la falta de sangre que su calificación SAM 13 necesita. Y otra cosa que falla es la elección de la protagonista: Shailene Woodley no es necesariamente una mala actriz, pero este rol requiere una presencia física de la que carece. Las escenas de acción son intrascendentes, lentas y -lo peor- se nota la coreografía. Algo que se observa también en la pálida presencia de Kate Winslet. Vaya uno a saber cómo le irá comercialmente (eso le corresponde determinarlo a los fanáticos), pero Divergente es bastante fallida como para pensar en un futuro exitoso como saga.
Ambiciones bienvenidas En el panorama del cine argentino actual, Gato negro es una bienvenida rareza. No porque aporte algo significativamente novedoso, sino porque siendo una opera prima su nivel de ambición es bastante poco habitual (incluso para realizadores con una trayectoria), arriesgándose a fallar en no pocos momentos. Si el cine argentino del presente se bambolea entre una producción indie adocenada, efectista y festivalera, el sistema industrial aporta una cuota de conservadurismo absoluto, tanto formal como temáticamente. En ese panorama, el debut de Gastón Gallo se anima a contar casi cuatro décadas en la vida de un hombre, y como telón de fondo la vida de ese país que habita, que es nuestro país: la Argentina, con todos los bemoles que pueden haber existido entre las décadas de 1950 y los 90’s. El combo es seductor por momentos, excesivo por otros y fallido en muchos, pero, como decíamos, bienvenido por animarse a ir siempre por más. El Tito de Gato negro es lo que los norteamericanos llaman un self-made man -como Tony Montana, como Donald Draper- uno de esos tipos que habiendo nacido en medio de una gran pobreza se las arreglan para convertirse en prósperos representantes de su sociedad a como sea. Gallo, entonces, recurre a los tópicos habituales de este tipo de producciones que en filmografías como la norteamericana, por ejemplo, abundan: los orígenes pobres del personaje, la demostración de algún talento que permita el acceso a espacios de poder, su progresivo ascenso en la escala social, su degradación personal una vez en la cima. El director debutante toca todas y cada una de las teclas, aprovechando una muy correcta dirección de arte y un abordaje un poco superficial a la historia del país, pero que le aporta un marco al protagonista: Tito parece estar con todos y a la vez con ninguno, más allá de que de algún círculo de violencia no pueda escapar completamente. La película avanza en aquellos momentos en que la narración es más libre, especialmente en su primera parte -con dejos del Favio popular y salvaje-, que es cuando la alegoría sobre el país no está tan presente, y cuando el personaje se forma y construye sólidamente a partir de sus pérdidas y sus rencores. Luego se dedica a citar momentos históricos del país un poco mecánicamente, aunque nunca deja de ser del todo inquietante el vínculo entre ese protagonista y la violencia institucionalizada. Tal vez el mayor inconveniente radique en que el único personaje constituido con dimensiones es Tito, y los demás son meros elementos que transitan la puesta en escena con el fin de generar acciones o reacciones del protagonista, caso máximo el de la esposa de Leticia Bredice que nunca pasa de ser una peligrosa maqueta. Que esto no resulte misógino se debe a que la película no termina de sentir empatía por su protagonista, al que mira por momentos con fascinación y en otros con desprecio. Aún con sus fallas a cuesta, Gato negro es una producción que cuando pifia es por ambiciosa y nunca por críptica o elusiva. El director decide contar una historia más grande que la vida misma, y elige para eso múltiples recursos expresivos, desde planos secuencia a metáforas visuales, incluso imágenes poéticas para mostrar el delirio de su protagonista y actuaciones que deliberadamente están varios tonos por encima. En cierta forma el film se parece al personaje, ya que ambos buscan cierto tipo de trascendencia que no terminan de hallar. La diferencia radica en que mientras Tito se moviliza por el rencor y la inconsciencia de clase, la película lo hace por una pulsión narrativa siempre consciente de sus limitaciones pero no por eso menos apreciable. Esa apuesta es lo mejor que tiene para ofrecer el director, alguien con un futuro promisorio y que logra en Gato negro un tipo de relato que no abunda en el cine argentino actual.
Betibúuuuuuuuu “Acá no puede ingresar nadie, sobre todo si son periodistas”. Palabra más, palabra menos, eso le dice un policía que cuida la escena del crimen a tres periodistas que se acercan a investigar en Betibú. El diálogo, excesivamente artificial y subrayado -¿si no puede ingresar nadie, por qué remarcar “sobre todo si son periodistas”?-, es uno de los tantos diálogos fuera de registro de una película que abusa demasiado de este tipo de textos para comprobar su tesis desde el segundo cero. Pero si su demasiado lineal mirada sobre las clases pudientes (estereotipada y prejuiciosa) no fuera suficiente, Betibú suma problemas narrativos con una historia de investigaciones insuficiente y unos personajes repletos de clichés mal trabajados. Miguel Cohan, que en Sin retorno había conseguido fusionar acertadamente los elementos del thriller con un subtexto social y una mirada compleja sobre los vínculos entre clases, en esta adaptación de la novela de Cecilia Piñeiro (la misma de La viuda de los jueves, que tenía problemas similares) no logra que el entramado de poderes y poderosos sea atractivo, básicamente porque su acercamiento a ese universo de barrio cerrado no sale del lugar común y de la mirada tranquilizadora de clase media: ¡ay, qué malos y feos que son esos seres (des)humanos! El cine nacional se debate en ocasiones entre esas dos miradas, por un lado los que suponen que las clases bajas sólo construyen borrachos, faloperos, asaltantes y mujeres sexualmente demasiado activas; y por el otro estos thrillers sórdidos en los que el poderoso estuvo vinculado indefectiblemente con la dictadura o, al menos, con lo más represivo y fascista de la sociedad. Betibú es de esta clase de películas. Pero aún si coincidimos en su mirada, la película tiene muchísimos otros problemas. Por empezar, se adscribe al subgénero de película de procedimiento, esa en la que los protagonistas llevan a cabo una investigación para resolver un caso policial, investigación que en Betibú llevan adelante dos periodistas y una exitosa novelista de policiales. La película de Cohan no sólo es poco rigurosa y da miles de vueltas sin mayor vuelo visual y narrativo, sino que además al llegar la hora de las conclusiones y resoluciones es bastante insatisfactoria. Problema fundamental: la protagonista resuelve el caso con datos nunca expuestos al espectador, y ese desconocimiento hace que la resolución sea abrupta e inverosímil. Incluso esto se nota por la falta de timing con la que se resuelve la película. Otro inconveniente de la película son sus personajes. Mercedes Morán es, supuestamente, una notable escritora. Así se encargan de afirmarlo todos los que la rodean. Sin embargo, cuando escuchamos las crónicas que está publicando para el diario El Tribuno, las mismas son un resumen de lugares comunes y metáforas trilladas. Fanego y Ammann interpretan a periodistas colegas, distanciados generacionalmente: el primero rehúsa de la modernidad, el segundo es uno de esos cronistas high-tech que transitan las redes sociales. Entre ambos se da un conflicto vinculado con las nuevas formas que ha adquirido el periodismo, expulsando a aquellos que cumplen con la profesión de manera más tradicional. El debate no dura más de 20 minutos, los periodistas se convierten velozmente en compinches y aquel conflicto se desinfla. No sólo la película pierde un tema secundario (algo trillado, pero que descomprimía del tema central), sino que además deja en escena un exceso de personajes: el de Ammann o el de Fanego termina sobrando en esta investigación; tres son multitud. Pero bueno, Betibú se encarga de recordarnos que los medios fueron comprados por empresas extranjeras, que esas empresas tienen sus lazos invisibles por debajo de la sociedad con los sectores de poder, que esos sectores de poder son malvados y corruptos y han vejado la más ingenua pureza del ser argentino. Con prepotencia, Betibú nos dice que nadie puede estar en contra de esa reflexión porque no le importa ni la coherencia, ni la lógica, ni la rigurosidad expositiva. En definitiva, el fin justifica los medios. Y los miedos.
El cine gacetilla En una entrevista brindada a la agencia estatal Télam, el director Eduardo Crespo señala que su película plantea inquietudes universales “como quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos, transitando por zonas de dolor, cansancio y soledad”. Y la gacetilla de prensa nos profundiza sobre el drama de Daniel, el protagonista de Tan cerca como pueda: “visiblemente golpeado por las vueltas que tomó su vida, girando en falso, regresa a su pueblo. El trabajo escasea, su ex mujer le reclama permanentemente un aporte económico que él no está en condiciones de hacer, las perspectivas en general son poco alentadoras…”. Pues demos gracias a las gacetillas, las sinopsis y las explicaciones de los directores; si no, no tendríamos la más pura idea acerca de qué nos quieren decir películas como esta. Tan cerca como pueda tiene una historia detrás. Crespo ha sido colaborador de Iván Fund y, de hecho, es parte de una movida entrerriana de directores que se lucen en el circuito más independiente del cine nacional. Circuito, vale decir, que cuenta detrás con un grupo de críticos amigos que las elevan por sus supuestos aciertos formales y la programan en festivales -incluso las premian-: contemplación, economía de recursos, registro pseudo-documental integra el menú. Nada de esto está mal si el film no se quedara en la mera pose, si no tuviéramos que leer una entrevista o una sinopsis para tratar de entender qué le pasa a los personajes. Porque es fantástico que los personajes no necesiten gritar sus conflictos puesto que para eso está la imagen, para decodificar sentimientos. Sin embargo cuando una historia de 75 minutos necesita de demasiados planos contemplativos de pies, caras, espaldas o lo que sea, estamos ante un grave problema: o la anécdota es tan chica que no debería haber pasado del corto o medio-metraje, o hay un pánico a narrar que es simulado con la prepotencia del embole-filosófico que garpa tan bien en el circuito intelectual y en festivales: imaginate, si no sabés apreciar las bondades de películas como esta sos el chico menos popular de tu cuadra. Porque material para un drama atractivo hay en Tan cerca como pueda: un dolor de cuello recurrente; un encuentro con una maestra de danza que podría ir más allá que el mero encuentro; un hombre araña de goma que se hunde y se hunde cada vez más; el reclamo telefónico de una ex mujer que le agrega tensiones al recorrido del protagonista; una simpática escena en un kiosco. Sin embargo, todo esto, que está expuesto, escasamente está desarrollado, y tampoco sabemos muy bien qué les pasa a los personajes con aquello que les pasa. Es como si en la contemplación y en entender el registro cinematográfico como la puesta en escena de lo cotidiano se fuera todo el esfuerzo del realizador. Desde la precariedad visual, Crespo no construye imágenes con poder como para traficar a través de su simbolismo un sentido. Así, Tan cerca como pueda se queda en el mero trabajo formal de una cámara demasiado cercana a los protagonistas y a la espera de que el espectador tenga la suficiente tolerancia como para soportar este ejercicio intrascendente. O que, por lo menos, tenga la gacetilla a mano para que entienda un cacho.
Wendy, Martine, Nueva York “¿Si Woody Allen hace eso que hace con Barcelona, Londres, Roma… ¿por qué yo no voy a hacer lo mismo con Nueva York?”, habrá pensado el francés Cédric Klapisch -uno de esos aprendices del neoyorquino que anda dando vueltas por el mundo-, agarró los personajes de sus anteriores Piso compartido y Las muñecas rusas, y con Lo mejor de nuestras vidas (otro de los milagros de los tituladores de películas en la región) intentó elaborar un pastiche posmoderno con aires allenianos. Así sumamos neurosis de cuarentones, sexualidades psicoanalizadas, romance, humor verbal, ironía, vodevil y una mirada estereotipada de extranjero sobre la “gran manzana”. Y es finalmente el carácter de saga, de personajes ya ensamblados y de protagonistas con química lo que termina sobresaliendo de este amable producto mainstream, que permite llevar un poco de vida a la comedia francesa por fuera de Francis Veber o el mediocre Dany Boom. Klapisch intenta desde un comienzo darle sentido a ese “rompecabezas chino” al que hace alusión el original, y a una secuencia de títulos simulando las piezas de un ensamblaje aún difuso le sigue un relato coral -con centro en el Xavier de Romain Duris- con elementos que, sumados, terminan construyendo un mapa de emociones y sensibilidades del nuevo siglo: rematrimonio autoconsciente, etnias y metizajes, familias disfuncionales, matrimonios homosexuales, donantes de esperma. Todo esto, que parecería demasiado, funciona porque el director prefiere la ligereza a la mirada apesadumbrada, y porque la propia construcción fragmentaria permite la sucesión de temas y secuencias inconexas y arbitrarias. Todo esto debería confluir en una secuencia jugada con el ritmo de la comedia de enredos, secuencia resuelta en el departamento donde vive Xavier, y que funciona en sus propios términos de inverosímil chistoso que campea durante todo el film. Seguramente el leitmotiv de Lo mejor de nuestras vidas es esa frase que dice el protagonista al comienzo, que no puede unir A con B sin tomar desvíos en el medio. La película hace propio eso, derivándose y derivándose cada vez más, y apretando acertadamente los mecanismos del vodevil urbano. Klapisch cuenta a su favor, decíamos, con unos personajes que ya fueron construidos con anterioridad y con un elenco que parece tener la química adecuada: el consentimiento de los intérpretes y la complicidad con el director logran exclusivamente que este film excesivo en su metraje llegue a buen puerto. Hay una simpatía constante que la salva, incluso, de sus peores momentos. Nueva York obra en el film como ciudad idealizada donde todo es posible, aunque su foco en los entresijos muestre un poco el detrás de escena de ese escenario inabarcable y que encandila. Si la mirada es en exceso romántica, no deja de ser una elección autoconsciente del realizador: Nueva York, ciudad del cine que en la filmografía de Woody Allen encuentra su mayor iconografía. Es precisamente ese simbolismo el que explora y busca Klapisch, agradecidamente cerca de la liviandad y lejos de la filosofía pedante. Su mirada no llega a ser la del turista, aunque tampoco la del antropólogo cinematográfico. Es apenas un acercamiento cariñoso, aprovechándose de unos personajes a los que todavía les quedan giros por recorrer en sus largas vidas de esta especie de James Bond de la comedia romántica que es Xavier.
Cuentos que son cuentos Me gusta pensar al cine de Wes Anderson, pero particularmente a esta película, con una cita libérrima a Woody Allen: “el cine de Wes Anderson es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía es la mejor”. Las películas del director parecen resumirse en la puesta en escena y construir estereotipos afectados, como diría Sabina “un poco listas, un poquitín bobas”: una superficie naif y apta para estas generaciones asexuadas y tristes. Sin embargo, y aún cuando parezca repetirse película a película, el realizador ha ido operando un cambio en su estilo excesivamente manierista donde los personajes van ganando espesor y no son el mero artefacto que decora los ambientes como ocurría en sus primeros films. Ahora, incluso, ya maduro como artista se anima a renunciar ambiciones y a ponerse por detrás de lo que está contando sin por eso esconderse, todo lo contario: este es el Anderson más desbordante a la fecha. Dicho esto, hay que recomendar El Gran Hotel Budapest como lo que es: un cuento chiquito repleto de elementos que hacen pensar en el cine -secuencias, giros de guión, recursos, citas, personajes- pero que no se muere en la referencia cinéfila, que no entiende el cine como un museo, sino como un territorio para la invención y la diversión. El Gran Hotel Budapest es un gran y bonito homenaje al hecho de contar historias con ese relato que parte de un relato que se hace relato en el relato. Y que termina con un corte de montaje que nos deja a nosotros, espectadores, con la obligación de seguir esparciendo la voz. Y esto, que es en sí un ejercicio metalingüístico, es expuesto por Anderson corriendo del centro lo intelectual y poniendo por delante capas y capas de cine: su película rememora la comedia más lunática de Sturges y Lubitsch, pero también al cine de aventuras, el suspenso a la europea o las historias de fugas carcelarias. Esto, mientras sus dos protagonistas corren de aventura en aventura, de giro en giro, de invención delirante en invención delirante. Y en El Gran Hotel Budapest las hay de a montones: un hotel enclavado en la cima de una montaña, un extraño funicular que lleva hasta ese lugar, un cuadro ridículamente preciado, un tiroteo salido de la nada, una niña con una mancha con la forma de México en el rostro. Anderson atenta aquí, también, contra la búsqueda de sentido. No hay en el film un simbolismo que agrupe todo lo que constituye el relato, más que aquel espíritu de tiempo extraviado en el tiempo que lo sobrevuela. Si bien está presente el asunto de la paternidad como tema recurrente en su cine, el director decide por una vez abandonarse a la narración, a contar y encontrar, y en esa búsqueda fascinar al espectador. Si las películas de Anderson siempre fueron como cuentos, historias separadas en capítulos y con las texturas de viejos libros, es aquí donde termina por aceptar lo perecedero del asunto; se olvida de hacer cine para la historia y hace historias para el cine. El estilo del director ya es totalmente reconocible; Anderson está en ese momento donde las películas no se definen por el aspecto, sino donde ese formalismo es un modo personal de encausar los relatos. Sin dudas que la experiencia del cine animado con El fantástico Sr. Fox resultó fundamental para este presente del realizador. Tal vez Anderson no encontró aquí, más allá de que lo intente sobre el final, el corazón de la historia como sí lo hizo en Moonrise Kingdom, su anterior y más perfecta película. Las desventuras de Gustave y Moustafa no impactan de la misma forma que aquella del boyscout enamoradizo, posiblemente porque la mirada nostálgica sobre el tiempo pasado es expuesta de una forma más distante que aquella salvajemente romántica sobre el amor adolescente. De todos modos, y aún cuando El Gran Hotel Budapest se revele como un entretenimiento sofisticado que nunca se detiene para no mostrar su vacío de sentido, la apuesta de Anderson es totalmente efectiva y deja en evidencia que tras sus personajes melancólicos hay vida y tensión, y una pura decoración. Y se agradece, como siempre, su humanismo, su falta de cinismo, su amor por los seres bellos, por más que en algunos momentos puedan ser un poquitín chantas como este Gustave, al que Fiennes le pone el cuerpo con keatoneana devoción.
Enseñanzas debidas Llewyn Davis es un cantautor folk que allá por los años 60’s fue parte de la movida neoyorquina, pero que pasó sin pena ni gloria por la vida, opacado por los Bob Dylan del mundo. Incluso fue parte de un dúo más o menos exitoso, aunque su carrera solista terminó por sepultarlo en el olvido. Olvido, es cierto, del que los hermanos Joel & Ethan Coen lo rescatan con Balada de un hombre común. Para ser más precisos: Llewyn Davis no existió, en verdad es un personaje inventado por los directores/guionistas sobre la base de otro músico que sí existió, Dave van Ronk. Entonces el film, una sátira mayor de esos satiristas fundamentales que son los Coen, es la aproximación a una vida -o a la intuición de una- a través de los mecanismos pervertidos del biopic, ese subgénero. La operación que hacen los Coen es sumamente atractiva. Por un lado toman la figura de Van Ronk, pero la despersonalizan para poder recrearla con total libertad, lejos de las posibilidades limitadas que brinda la biografía cinematográfica. Toman lo fundamental, la esencia del personaje que transitó al costado de la fama, que la rozó pero nunca la consiguió, para elaborar otro de sus calvarios para perdedores. De este modo -y por otra parte- analizan un tiempo y un espacio (la Nueva York intelectual de los 60’s), y avizoran una mirada sobre el mundo de la música, la industria discográfica, el circuito de artistas under de aquellos tiempos para banalizar el significado de la fama y vaciarlo de sentido: eso que definen apenas como un estar en el lugar indicado en el momento justo. Más allá de la reflexión histórica y social que hacen los Coen con toda su carga críptica habitual, Balada de un hombre común funciona aún mejor cuando se revela su carácter paródico: porque el film es una burla sardónica a ese subgénero algo inútil del biopic musical, con películas recientes como Ray o Johny & June – Pasión y locura. En la biografía libérrima que hacen los Coen, no hay enseñanzas de vida, no hay aprendizajes, no hay escapatoria. Y esto, que suena misantrópico -por cierto algo que siempre es molesto en el cine de los hermanos-, termina siendo por una vez la vertiente más atractiva. Obsérvese la circularidad del relato, algo que en primera instancia parece caprichoso y manierista, pero que adquiere un sentido fundamental cuando en esa segunda vuelta se detallan elementos que en una primera mirada no estaban. Incluso, la idea de calamidades que se hilvanan a partir de una calamidad primigenia (un gato que se escapa) es anulada en sus posibilidades esotéricas con una estocada magistral del guión. Como decíamos, no hay forma de sacar conclusiones, no busque el espectador un sentido edificante porque nunca lo encontrará. Los aciertos de Balada de un hombre común parecen, por lo expuesto, puramente estructurales. Es cierto, y también es verdad que la narración pautada a partir de pequeñas viñetas que se van encadenando no termina de ser todo lo fluida que debiera: hay mejores momentos (toda la parte en Nueva York, el encuentro con un productor en Chicago) y otros bastante fallidos y hasta irritantes (el viaje junto a un músico de jazz cuyas repercusiones se hacen demasiado crípticas). Pero ahí cuando la película pareciera comenzar a naufragar, saca a relucir su impecable repertorio de canciones (otro gran aporte de T Bone Burnett) maravillosamente puestas en escena por los Coen y ejecutadas estupendamente por Oscar Isaac. Y ahí, precisamente, reside otro de los aciertos del film: Isaac aporta una fisicidad a lo Buster Keaton, un rostro y una mirada grises, encadenadas con los cielos y ambientes plomizos, que le incorpora la humanidad y la gracia que por momentos los Coen parecen despreciar.
La gran aventura de los no legos Si en la previa no parecen tener mucho en común, porque quién en su sano juicio podría poner en igualdad de condiciones una película de Francois Ozon con una animada repleta de chistes, En la casa tiene demasiado en común con La gran aventura Lego: son películas que se van armando en la cara del espectador a partir de un trabajo lúdico del guión. Si la de los ladrillitos parte de la base de que su material constitutivo son bloques que se arman y desarman a placer del divertimento anárquico, el film del director francés se funda en la noción de que el proceso creativo del arte -en este caso la escritura y el contar historias- es una instancia plagada de tironeos entre el deseo y la intuición, entre las expectativas y las concreciones, entre la realidad y la ficción. Ozon aborda ese proceso y lo atraviesa con los tonos que el cine puede incorporarle, con un atrevimiento y una arrogancia que está tamizada por la liviandad de un aire juguetón que la recorre siempre. En la casa sabe ser muchas cosas: hay mucho de subgénero de profesor y alumno; de comedia intelectual con sus referencias a Woody Allen, escritores franceses varios y el mundo del arte moderno; de thriller psicológico de gato y ratón que va profundizando más y más en la psiquis de sus personajes hasta volverse intenso y peligroso; de sátira social que se burla de cierta clase media culta y no culta. Todo esto, que se supone demasiado y hasta parecen varias películas en una, se sostiene a partir del trabajo depurado de la varias capas de un guión que en ningún momento nos hace sentir que estamos ante la adaptación de una obra de teatro, como es este texto -original de Juan Mayorga-. Se sostiene, insisto, porque el guión incorpora perfectamente la noción de juego voyeurístico que se va dando entre los dos protagonistas: el profesor y el alumno. El alumno mira, escribe, describe; el profesor mira al que mira… no, mejor, lee al que mira, intuye, desea y exige. Ese juego entre ambos personajes es el mismo que se da entre el artista, su obra y el público. La instancia en que el creador juega a derribar o sostener las expectativas del lector/espectador es trabajada en la película a través de una puesta en escena que constantemente nos exige a nosotros, espectadores del espectador que a la vez es espectador de un espectador que mira un mundo original y tangible y lo traduce bajo su punto de vista, dilucidar qué es real y que no lo es, qué está en la mente de los personajes o en nuestro propio deseo. Aquí el deseo, que en primera instancia es curiosidad y expectativa, progresivamente va convirtiéndose en una pulsión sexual reprimida y ofrendada como sacrificio final hacia este demiurgo adolescente y perverso que es Claude, el alumno voyeur y escritor -aunque cabría preguntarse quién es más perverso en este juego-. La depuración estilística que opera el realizador sobre los géneros, principalmente sobre el thriller psicológico, va derivando hacia la mayor influencia de Ozon: Alfred Hitchcok -que en esta película es celebrada con una sexualidad latente y subyugada y un plano final que nos recuerda a La ventana indiscreta-. Si bien el director ya había explorado estos caminos dentro de su ecléctica filmografía, nunca como aquí había logrado que su habitual pericia para la forma cinematográfica redunde en un juego disfrutable hacia el espectador. Integrante de esa fauna de directores que adora reelaborar las viejas fórmulas, pero quedándose más en el juego intelectual del homenaje catedrático antes que en el emocional -La piscina es una buena demostración de eso-, En la casa le permite a Ozon dar ese paso definitivo en que pensar el mundo desde el cine y para el cine deja de ser un juego onanista para convertirse en una experiencia apasionante.
Por un puñado de pibes Definitivamente Una familia numerosa es una película muy particular, que trabaja bien aquello que uno podría pensar que va a estar mal de antemano y que se confunde cuando tiene que redondear su mirada sobre la paternidad. En primera instancia, esta comedia dramática del canadiense Ken Scott (a su vez remake de una película suya de 2011) protagonizada por Vince Vaughn tiene una premisa fuerte, de esas que pueden salir para cualquier lado (hasta despistarse) pero que logra trascenderse a sí misma para convertirse en un acercamiento interesante sobre las necesidades de una persona que nació a partir de la inseminación artificial de un donante de esperma. Los primeros minutos funcionan sobre el terreno de la comedia en la línea Vince Vaughn: esto es un universo de clase laburante norteamericana, con una pata sobre la idea de familia tradicional pero a la vez poniendo en crisis algunos de sus estamentos, y un protagonista adolescente eterno que busca sentar cabeza. En ese sentido Una familia numerosa no falla, pero se extraña la energía y verborragia de otros tiempos, aunque Chris Pratt cumple adecuadamente como el coequiper cómico. Y esto es así porque, claramente, la película irá indagando progresivamente terrenos más dramáticos que cómicos, a partir del conflicto central: un hombre que donó esperma casi 700 veces, que de ese esperma salieron 533 hijos y ahora un centenar y medio reclaman saber quién fue ese tipo que hizo las donaciones bajo el apodo de “Starbuck”. Una familia numerosa transita tres líneas narrativas fuertes: por un lado la relación de Vaughn con su novia (Cobie Smulders), de la que espera un hijo; por el otro la trama legal que pone al protagonista a punto de tener que reconocer a cada uno de esos pibes que lo reclaman; y finalmente el acercamiento subrepticio que va haciendo el donante, cual ángel guardián de esos chicos. Digamos que entre esos hijos hay -obvio- discapacitados, negros, homosexuales pintones y promiscuos, minas que están buenas, drogadictas, laburantes, borrachos, de todo; y que el acercarse a cada uno de estos chicos pondrá al protagonista contra las cuerdas y lo hará recapacitar sobre qué significa y requiere ser padre. Sorpresivamente, en ese recorrido Scott maneja sutilmente algunas instancias que podrían haber caído en el peor trazo grueso y aporta miradas amplias y complejas sobre cuestiones como las adicciones a las drogas, por ejemplo. Pero fanática de las vueltas de guión, la película da demasiadas vueltas hasta llegar a ese momento: el enfrentamiento del protagonista con la responsabilidad de reconocerse socialmente como el autor de aquel episodio. Una familia numerosa la pifia cuando aporta una mirada -una más- biologicista sobre la paternidad, dejando de lado las implicancias sociales y civiles de la paternidad de esos chicos. El discurso final de Vaughn sobre por qué debe o no reconocer a esos chicos, e incluso ser el padre del hijo del personaje Smulders, es bastante cuestionable, anulando por ejemplo la idea de adopción o cayendo en análisis simplistas sobre qué es la paternidad. Y en el camino, para colmo de males, termina llevándose puestos a aquellos pibes, a los que utiliza como vil recurso de guión: seguramente todo esto ocurre porque le preocupa más cómo el protagonista sienta cabeza, que lo otro. Una familia numerosa nunca termina por definir su tono cómico o dramático, y termina cayendo en la peor liviandad de la comedia romántica.
Corrección y política Dallas Buyers Club es una de esas películas que funcionan mejor si uno las pone en espejo con otras de su estilo: drama redentor con protagonista enfermo basado en hechos reales. Es decir, con el material de base que tenían el director Jean-Marc Vallée y sus protagonistas Matthew McConaughey, Jennifer Garner y Jared Leto entre manos, que la película no ahogue al espectador a puro golpe bajo y que el drama se mantenga siempre riguroso y escapándole a las poses e imposturas habituales del Hollywood más maniqueo, ya es todo un logro. Ahora, decir que por esto se trata de una película enorme hay un trecho bastante largo. Dallas Buyers Club -ambientado en aquellos años 80’s con el incipiente SIDA revolucionando la sexualidad y sus cuidados- es un drama correcto, con actuaciones sin desbordes que se aplican al tono elegido y que señala los vicios del sistema norteamericano sin caer en el panfleto engolado. Si bien el film está basado en la experiencia de Ron Woodroof, que aparece aquí como un vaquero homofóbico, drogadicto y mujeriego, los guionistas Craig Borten y Melisa Wallack y el propio director se tomaron libertades varias para contar la historia (hay datos biográficos que indican otra cosa sobre Woodroof), decidiendo que no es la representación calcada de la realidad lo que importa en una adaptación de hechos reales sino la perfecta captura del espíritu del material elegido. Básicamente convierten todo el movimiento en cine, y eso está muy bien. Por momentos la película se transforma en una comedia de trampas, con el protagonista haciéndose pasar por cura para traficar medicamentos por la frontera norteamericana. Ese abrazar mecanismos del cine menos académico y más postergado para retratar un tema tan complejo y arduo no deja de ser una forma, también, de imponer una defensa de aquello que trasciende los límites de lo permitido. En Dallas Buyers Club más que con enfermos terminales y con personajes que merecen nuestra redención bienpensante, estamos ante personajes que se hacen respetables porque luchan contra un poder que los domina aún en la propia libertad de elegir su destino ante una enfermedad y la muerte. El atractivo del film es que se aleja del chantaje emocional para construir un relato puramente político: una política del cuerpo y la mente, pero también institucional en la lucha contra las farmacéuticas y las entidades oficiales que regulan el ingreso de medicamentos al país. Para el Woodroof del film, el individuo es el único que conscientemente puede decidir sobre su futuro, sin mayor injerencia de organismos e instituciones reguladoras. Esta mirada “atea” es tal vez lo mejor de una película que, aún acertando en todos los puntos que va tocando -más allá de algún pasaje efectista-, se hace demasiado correcta, como muy pulida sin posibilidad de contradicciones o que ingrese algún atisbo de duda sobre lo que sus personajes van decidiendo: la idea de sacar el lastre de la intensidad dramática es bienvenida, pero si terminamos enfrentándonos ante un universo de buenos y malos tan marcado como aquí, esas intenciones terminan cayendo en saco roto. Dallas Buyers Club pierde bastante cuando algunos pasajes, como el de la aceptación de su enfermedad por parte de Woodroof, son resueltos velozmente (¡caramba, ese personaje así construido debería haber atravesado toda la película antes de aceptar que tiene SIDA!) y avanza directamente hacia la lucha del protagonista contra las farmacéuticas. Lo inapelable de eso que cuenta es lo que le quita posibilidades. De esta película se ha hablado hasta el hartazgo sobre las actuaciones de Matthew McConaughey -especialmente- y Jared Leto. Es verdad, no están mal, pero así como el resto de la película no termina por tomar real vuelo, las actuaciones son instalaciones que refuerzan la idea de corrección que recorre todo el metraje: en el fondo y aunque no lo parezca son personajes unidimensionales, que tienen un conflicto inicial pero luego lo sortean y avanzan con seguridad. Ahora, si nos vamos a maravillar porque bajaron de peso y ambos aparecen esqueléticos estamos ya en otro nivel del sentido de actuación por el que particularmente no me siento demasiado atraído. A lo sumo uno se asombra un poco, pero no es más que un recurso efectista.