Viaje a la periferia de la comedia Judd Apatow, desde su rol de productor, guionista, director y descubridor de talentos, se ha ganado con total justicia un lugar en el mapa de la comedia norteamericana de las últimas dos décadas: como director tiene un universo asimilable y coherente, extremadamente sólido, que reconoce como mayor influencia a las películas de John Hughes, o al menos a cierto espíritu de aquellas películas -allí donde Hughes concentraba las situaciones, Apatow estira, bifurca, descentraliza-. Para comprobar el nexo no hay más que ver esa biblia del cine sobre colegios secundarios que fue la excelente serie Freaks and geeks. Y si bien luego del exitoso binomio Virgen a los 40 – Ligeramente embarazada llegó Hazmerreír y su mundo parecía venirse abajo (no está mal, pero es su película más fallida), con Bienvenido a los 40 el impacto parece más acentuado: con elementos reconocibles de sus películas anteriores, este spin-off de Ligeramente embarazada (los protagonistas Pete y Debbie son personajes surgidos en aquel otro film) se nutre de una autoconciencia narrativa mayor y audaz, construyéndose sobre la dispersión de su núcleo argumental y eludiendo la responsabilidad de contar algo en términos clásicos, pero también haciéndose cargo de sus errores que son expuestos con total honestidad en subtramas que no terminan de funcionar. Pete y Debbie cumplen 40 años con diferencia de pocos días. Es un tiempo de crisis y cambios. Siempre la cuarta década entra en los personajes de Apatow como un llamado de atención que conduce, invariablemente, a la adultez. Sin embargo, aquello que podíamos discutirle a sus películas anteriores (su mirada conservadora al establecer el cambio como madurez obligatoria) es aquí gambeteado con habilidad: Pete y Debbie ya están en ese proceso, conforman un matrimonio de larga data y no tienen que enfrentarse a un momento de quiebre tan crucial (como el de Seth Rogen en Ligeramente embarazada, por ejemplo); sólo descubrir cómo atravesarlo. La tarea, como siempre en las películas del director, llevará a una serie de cruces, crisis, tensiones y dolores manejados con humor y no poca amargura. Pete y Debbie eran personajes muy queribles dentro de Ligeramente embarazada, y aquí aquel germen explota ahora en muchas direcciones, siempre ocurrentes. Y ese es el primer acierto de la película: demuestra que Apatow tiene gran ojo para ver dónde se construye la historia, y darle su lugar, su tiempo, su espacio. Por eso Pete y Debbie tienen su película, una película que como su marca de fábrica indica no puede ser lineal: si nacieron como personajes secundarios, su película tiene que estar plagada de secundarios. Y ahí, una gran falla: algunos funcionan y otros no. Una operación curiosa de Bienvenido a los 40 es que carece de centro, de nervio narrativo. Es como una rapsodia. Hay algunos episodios -la cruz del futuro económico que pesa sobre ellos, la discográfica de él, los cambios que motiva ella en la familia, las hijas- pero ninguno se lleva el interés. La película avanza, los pasa por arriba y transcurre. Cuando termina, todo está más o menos como empezó, con algunas lecciones aprendidas. Y otras no. Como la vida misma, podríamos decir. Apatow, consciente de que se enamora de sus ideas y sus chistes y sus personajes, y que raramente sabe contar sin sobrepasar las dos horas de metraje, abusa del recurso y lo amplifica. Pero si con Virgen a los 40 y Ligeramente embarazada tenía secundarios que complementaban sobre una idea central fuerte, y en Hazmerreír intentaba contar en tres planos (los humoristas y sus desdichas, la enfermedad de Sandler, y la relación de Sandler con su ex) sin lograr del todo hacer algo homogéneo, Bienvenido a los 40 abandona la intención integradora y hace una apología de la languidez. Incluso por momentos atentando contra sus propios resultados. Pero en esa languidez, cerrando una idea conceptual fuerte que es coherente con el tema de fondo: la estructura familiar y sus recovecos. Esa extenuación es propia de las películas de Will Ferrell con Adam McKay en la dirección y producidas por Apatow, pero que aquí queda libre del universo absurdo del comediante e impacta de otra forma sobre el verismo que propone la película. Bienvenido a los 40, más que Hazmerreír, es un giro pronunciado en la carrera de Apatow, porque vuelve a contar lo que antes, pero dejando de lado las expectativas del espectador y tornándose totalmente personal. Y es interesante descubrir que Apatow, entendido como pocos en eso de la comedia como estructura, prefiere dejar de lado cierta mirada Hughes y acercarse más a universos que pintaron anteriormente Woody Allen y James L. Brooks. Ambos directores fueron de los pocos que se atrevieron a la comedia romántica con personajes más adultos. Y en la adultez, Apatow incorpora el nervio en los diálogos y espacios del neoyorquino y apuesta a la comedia grupal y coral del creador de Mejor… imposible. Bienvenido a los 40 es un La fuerza del cariño conoce a Maridos y esposas. Obviamente que hay chistes notables, grandes actuaciones, mucha libertad apoyada en un montaje que permite esa improvisación, diálogos centrados en referencias culturales, todo lo habitual en las películas del director. También, como dijimos, hay personajes secundarios mal construidos o innecesarios (Megan Fox), situaciones algo trilladas (la obsesión por el cuidado físico) y subtramas que sólo ocupan espacio y que parecen estar sólo por aportar algún momento gracioso (Jason Segel). Pero si Bienvenido a los 40 sobresale es precisamente porque Apatow da muestras claras de atreverse a darle a su mundo de siempre nuevas formas y cadencias. Es esa experimentación y autoconsciencia (Bienvenido a los 40 es una comedia que parece hablar desde el género sobre el mismo género), ese estudio de los movimientos propios, lo que hace de esta película una obra muy interesante: es el autor construyendo en el camino y dejando el trazo explícitamente para que se vea. Una película vulgar y sofisticada a la vez, un viaje que parte del centro de la comedia y se pierde en los arrabales. Lo que importa, claro, es el viaje no el lugar al que se dirige.
La vida es cuento A Bryan Singer parece obsesionarlo el relato, entendiendo esto como aquello que transmitido y masificado da como resultado una verdad que no tiene por qué ser veraz: no de gusto el film que lo popularizó, Los sospechosos de siempre, se centraba en el relato que un testigo le hacía a un policía. El manejo de la información y la construcción que de ese relato hace quien cuenta, no sólo engañaban al policía sino también al que miraba: ¿qué es la verdad? ¿Aquello que es o aquello en lo que elegimos creer? Este centro temático se ha ramificado también al trabajar sobre los mitos, como por ejemplo Superman o los X-Men (los súper héroes no son otra cosa que un rumor social que se convierte en ícono: si su Superman estaba muerta desde el comienzo era porque abusaba precisamente del sentido iconográfico, usando desde metraje viejo con Marlon Brandon hasta una banda de sonido calcada de las películas de Donner), o sobre la historia real (con la fantasía nazi de El aprendiz o con la historia no autenticada de Operación Valkiria). En sus películas siempre hay una verdad, alguien dispuesto a averiguar y alguien dispuesto a narrar, aunque esos roles no siempre son explícitos y muchas veces todos se resumen en la figura del propio Singer. Esta operación también se da en Jack el cazagigantes, reversión del viejo cuento británico de las habichuelas mágicas. Singer repliega el relato en varios sentidos. En un prólogo que se reflejará en el epílogo, donde se reflota aquella tradición de padres contándoles cuentos a sus hijos antes de dormir. Y también en el nudo del film, donde son el rey y sus súbditos quienes se enfrentan a las leyendas: ¿existen tales habichuelas mágicas? ¿Bajarán gigantes del cielo? Por suerte, siempre hay un villano dispuesto a comprobarlo. Por una parte, el director pone en evidencia el artificio del relato/cuento y, por la otra, hace real el relato/cuento que dará motivo a la moraleja del final: la vida no es más que una historia que se repite y se repite, modificándose y aggiornándose a su tiempo. Y Singer apelará, para que su película sea la gran épica sobre el coraje que es, primero a la esencia misma del cuento original y segundo, al ritmo y los tiempos del cine clásico. Un ejercicio old-fashioned de respeto que no esconde un riesgo: ¿cómo tomará el público de hoy, mucho más cínico, esta historia de princesas, reyes buenos y héroes sin dobleces? Los logros de esta Jack el cazagigantes son un poco los propios del film, pero también aquellos que la hacen brillar en el panorama del cine industrial actual. La sequía de historias ha llevado a los productores a retomar los cuentos clásicos: Blancanieves, Caperucita, Hansel y Gretel y muchos más han aparecido ante nuestros ojos, aggiornados a este tiempo. Y salvo en ocasiones, estos procedimientos nunca funcionan. Singer sólo modifica aquello necesario para hacer de su film un gran espectáculo (en vez de un ogro hay varios gigantes), pero como decíamos anteriormente no busca una operación estética por la vía del anacronismo constante. Hay humor, hay acción, hay romance, y todo con una tónica clasicista. Es como una vuelta atrás de aquello que Shrek intentó hace más de una década y consiguió con éxito. Lo que confirma que los gestos posmodernos tienen una duración mínima, son una moda, mientras que los relatos clásicos tienden a sostenerse en el tiempo por la pureza de los sentimientos que albergan, tan universales como complejos. Pero hay una decisión estética de Singer que convoca a la curiosidad en un principio y que luego deja en claro que para el director no hay territorio más fértil para las historias, que el del cine. En el arranque, los cuentos que los padres les cuentan a sus hijos son puestos en escena con animaciones feas, limitadas tecnológicamente, que se parecen a las de esos videojuegos medievales. Sin embargo cuando aparecen los gigantes de la película y la sofisticación del CGI y el atractivo uso del 3D hacen gala de su virtuosismo, uno descubre que estamos ante un gran y muy cuidado espectáculo. Si pensamos aquellas animaciones como provenientes del territorio de la imaginación (son la explicitación de lo que el receptor imagina) y a las posteriores como la escenificación que el cine hace de lo real, podemos deducir que para Singer el séptimo arte es el lugar de la invención definitiva. Esta idea, que puede ser un poco polémica, revela igualmente un gran amor del director por el cine y su capacidad nunca igualada de contar historias: una realidad artificial y un artificio que indaga en lo real. Jack el cazagigantes es un notable y noble entretenimiento, que gracias a la presencia de un director y su visión se descubre como perteneciente a un gran linaje de narradores clásicos.
Creación entre ru(t)inas En los últimos años en el mundo de la animación, Dreamworks parece haber encontrado un espacio personal e identificable, donde ya no hay lugar para películas malas como por ejemplo El espanta tiburones o Monstruos Vs. Aliens (esto es más o menos así desde que dejaron de pensar en quién hace la voz antes de cómo contar lo que tienen para contar). Pero esto no quiere decir que hagan necesariamente grandes películas (las grandes películas en Dreamworks se pueden contar con los dedos de una mano), sino que hay un grado de conocimiento que los lleva casi mecánicamente a lograr productos efectivos: claro que las más de las veces nos enfrentamos a películas que son bastante rutinarias. Algo que me ocurre, por ejemplo, cuando veo una película de Pixar, es que más allá de sus resultados, los tipos tienen una fórmula que vaya a saber por dónde pasa, en la que sus películas adquieren un nivel de sofisticación mayor: comparemos Valiente (un Pixar menor) con esta Los Croods, que abordan temáticas similares -una hija rebelde que se enfrenta con coraje al designio familiar-, para darnos cuenta que mientras la primera tiene momentos de gran cine y hasta de osadía en su planteo, la segunda es apenas una película divertida y que se ve con agrado, pero que nunca alcanza un nivel de profundidad en su abordaje. De entrada, Los Croods tiene que hacerle frente a una serie de similitudes y comparaciones algo molestas: si hablamos de cavernícolas y grupos familiares, nos acordamos de Los Picapiedras (aunque aquí lo social y la burla al modo de vida consumista quede ausente), pero la prehistoria tiene un precedente exitoso y reciente en el cine animado con La era del hielo: de hecho, el viaje es aquí también parte del relato como forma de manifestar los cambios internos de los personajes, viaje motivado a su vez por cuestiones cíclicas que exceden a los protagonistas. Pero hay más: el director Chris Sanders, por ejemplo, recupera temas que ya había abordado en la mejor Cómo entrenar a tu dragón. Y si la película no logra despegarse demasiado de las referencias, podemos concluir que es porque carece de cualquier tipo de originalidad para generar un punto de vista novedoso: más aún si tenemos en cuenta que amén de algunos prototipos familiares algo subvertidos (la abuela), no ofrece mucho más que una enseñanza de vida simple y demasiado remarcada desde los diálogos. Sin embargo, detrás de la rutina, Los Croods da muestras de tener algo más para ofrecer y justifica, como pocas, el uso de la animación. Porque si por un lado la película evidencia ser consciente de la nimiedad de su historia, por el otro brinda un diseño visual asombroso: una vez que se presentan los personajes y se los corre del mundo que habitan plácidamente, el viaje los obliga a adentrarse en un espacio sin identificación posible con la realidad (ni la de los personajes ni la del que mira). Lejos de la búsqueda de realismo fotogénico del cine animado del presente, el mundo de Los Croods es inventiva, originalidad, fantasía: básicamente, animación en estado puro y delirante a partir de criaturas y espacios que se construyen como una deformación de lo real y con esencia kitsch. Y no se trata del virtuosismo prepotente de la tecnología, sino más bien de un uso artístico y creativo de las herramientas a disposición: esa creación es color, es forma y es movimiento. Si a esa inventiva le agregamos el ritmo frenético de una narración que funciona con total fluidez y varios chistes súper efectivos, Los Croods se termina convirtiendo en una propuesta honesta en su falta de pretensiones y muy divertida en su algarabía sin mesetas.
A la vejez, sin lamentos La idea no es novedosa, pero no por falta de originalidad debe ser despreciada de antemano: un grupo de viejos deciden que todavía tienen energía para seguir viviendo, evitando quedarse estancados en ese lugar que la sociedad les reserva como integrantes del colectivo denominado “tercera edad”. Pero, además -y ahí radicaba parte de su peligro como propuesta-, estos viejos son interpretados por glorias del cine francés y también universal: Guy Bedos, Geraldine Chaplin, Jane Fonda, Claude Rich y Pierre Richard. Pero por suerte el director y guionista Stéphane Robelin no hace una apología de doble faz: no nos dice que los viejos pueden ser jóvenes comportándose como tales, ni tampoco se lamenta ante el lugar que las estrellas ancianas ocupan en el universo del cine industrial. ¿Y si vivimos todos juntos? es, saludablemente y en primer plano, una comedia dramática sobre la amistad, el paso del tiempo y la distancia que ciertas relaciones necesitan para ser constantes. Que sus personajes sean ancianos es una circunstancia que enriquece mucho más al film. Este año ya tuvimos algunos ejemplos de viejos negados al paso del tiempo, tal vez el más notorio fue Tres tipos duros, donde fundamentalmente Al Pacino y Christopher Walken se lamentaban por las jugadas que la edad les pasaba. Era un film bastante llorón, que hacía lo que no deben hacer estas películas: colocaban a los vejetes en situaciones ridículas, renegando de algo tan inevitable como la vejez. Por el contrario los viejos de ¿Y si vivimos todos juntos? no buscan recuperar actividades del pasado para mostrarse jóvenes, sino que pretenden hacer del tiempo que les queda sobre la Tierra un mejor momento, con el ritmo y la lógica de su edad. El solterón Claude no quiere coger con prostitutas para negar el paso del tiempo -y de paso seguir fijando su virilidad- como lo hacía el Val de Pacino, sino porque esa actividad era algo habitual de su personalidad: perderla será comprobar que el paso del tiempo es inexorable. ¿Y si vivimos todos juntos?, como decíamos, tampoco intenta dejar un subtexto a favor de los actores de la tercera edad, al estilo de una Elsa y Fred. No nos subraya un “mirá, son viejos pero pueden seguir actuando”, sino que cuenta una historia de la tercera edad con actores que se encuentran en esa etapa de la vida. Que hayan sido estrellas es sólo una casualidad y, además, la búsqueda de un mejor camino comercial. Si el film no es mucho mejor, es porque la apuesta no deja de ser bastante poco ambiciosa y algunas resoluciones no eluden los lugares comunes más transitados: esto último se hace evidente en el personaje de Daniel Brühl, el típico joven que ve la vejez con distancia y que termina aprendiendo algo en el camino. Así y todo, el film de Robelin es una más que digna reflexión sobre los vínculos afectivos que construimos como una forma saludable de suplantar aquellos más errantes, signados por la sangre. Y eso con un humor constante y sin abusar de los sentimentalismos, cuando el territorio estaba más que sembrado para eso con enfermedades y achaques de todo tipo.
Un piñazo en contra Decir a esta altura que Jason Statham es el mejor actor de acción de la actualidad es reiterativo y, además, una verdad a medias: sí, el tipo se ha convertido a puro esfuerzo en una figura universal y eso es más que elogiable porque habla de sus cualidades como profesional y hombre de trabajo: con ese gesto nos dice que con esfuerzo y persistencia alguien puede estar en ese lugar, nos ilusiona en que podemos ser como él. Tal vez esa sea su mayor virtud y, de ahí, la constante empatía que generan sus personajes. Pero decía que lo de su entronización es una verdad a medias, porque en verdad Statham lo que viene a ocupar es un lugar iconográfico como héroe de acción para un público nostálgico que quiere volver a los tiempo de los Stallone o Schwarzenegger. Salvo por la saga El transportador -que traducía el dibujo animado a la acción- o Crank -que llevaba el género a una espiral de locura con una estética de videojuego-, Statham ha venido protagonizando films que intentan recuperar viejos estilos para el cine de acción. Se podría decir que Statham es el más nuevo de los viejos héroes de acción. Para encontrar un héroe moderno dentro del género, pensemos en Tom Cruise y su apuesta física y romántica puesta al servicio de películas que hacen de la plasticidad y la locura una proclama: la saga Misión Imposible, Encuentro explosivo, Guerra de los mundos. Ahora, todo bien con Statham, pero ya comienza a ser hora de que elija proyectos que estén un poco a la altura de sus posibilidades: Parker es otro de esos films menores en los que se involucra. Muy menor. Hay que reconocer una cosa: las películas malas de Statham pueden no gustar, pero nunca enfadar ya que se trata de entretenimientos escasamente ambiciosos y hasta tienen cierto encanto grasa con esa lascivia berreta que desprende y su pose canchera. En cierta forma recuerdan a esos policiales de medio pelo que se editaban en VHS en los 90’s. Parker sigue más o menos esa línea, pretendiéndose un poco heredero de los films de venganza entre maleantes como Revancha (remake de A quemarropa), tanto que está basado en una novela de Donald E. Westlake, el mismo de aquel policial vengativo con Mel Gibson. El problema es que no hay detrás de cámaras alguien con un poco de criterio como para contar (y estas historias sólo exigen alguien que sepa contar) la mínima anécdota que será tallada a piñas y tiros: si Taylor Hackford alguna vez tuvo ese criterio, lo perdió hace ya mucho tiempo. Parker es dueña de una paradoja: está contada a cien por hora, como si los productores estuvieran apurando desde detrás de cámaras, pero igualmente le lleva desenredar la trama unos interminables 118 minutos. El prólogo cuenta 40.000 cosas y carece de elipsis que sepan qué mostrar y qué no: para Hackford cada cosa merece sus segundos en pantalla, aunque sea un dato irrelevante. Esto deja en claro que la adaptación de la novela ha sido por demás espantosa (como se dice habitualmente, se nota el pase de página): el guionista es John J. McLaughlin, de quien en apenas una semana vimos esta y Hitchcock, el maestro del suspenso. Y hace un par de años El cisne negro. Pobre muchacho… Claro está que todo esto no importaría si en definitiva Parker tuviera un par de buenas escenas de acción. Pero ni eso siquiera. Hackford carece de estilo y, lo que es peor, inutiliza el efecto Statham al abusar del montaje y dejar fuera de campo la consabida capacidad física del actor. Lo que queda entonces es un film negro livianísimo e irrelevante, con sobreacutaciones de campeonato (todos los que integran el bando de los “malos”, incluido el bueno de Michael Chiklis), personajes que salen de la trama misteriosamente (Nick Nolte), otros bastante ridículos (Jennifer López), chistes malos y humor que surge cuando no se lo busca, escenas de acción escasamente creativas y un sadismo para las escenas de violencia que carece de estilo y es arrojado sin gracia a la cara del espectador. Esa falta de autoconciencia y humor, algo típico de Hackford (apenas un artesano mediano que se cree autor), es lo que condena a Parker a una inmediato olvido.
Bastardo con gloria Así como Quentin Tarantino prende fuego la historia en Bastardos sin gloria y la sombra del cine se erige por sobre el historicismo de manual con una sonrisa maléfica (bueno, no tanto: era la hermosa Shosanna) que más que sonrisa ara una carcajada atroz, Sam Raimi parece decir en el final de Oz, el poderoso que más allá de la técnica, de las tecnologías, es todavía el cine un arte de la sorpresa al que le alcanza con sombras y niebla para proyectar su poder subyugante. Oz, el poderoso es, al igual que Avatar, una de esas películas que desde la más absoluta tecnocracia hablan del cine, pero que por hacerlo con materiales tan de segunda como la aventura y el entretenimiento rutinario no será citada por académicos, intelectuales, ni especialistas en todo. No importa, Oz, el poderoso es una gran película porque piensa su propia esencia, los materiales con los que está compuesta, a la vez que cumple con los requisitos del gran espectáculo: entretiene y sorprende. Hay que reconocerle a Raimi un doble mérito: por un lado, lo ya dicho, logra un gran espectáculo a partir de fusionar la esencia naif del propio relato con su reconocible mezcla de recursos bastardos: humor físico, sustos heredados del cine de terror clásico, voracidad del cómic para entrelazar subtramas, villanos narcisistas; pero por otra parte Raimi alcanza aquello que a Tim Burton le costó una caída al peor de los infiernos con Alicia en el país de las maravillas. Esta Oz, el poderoso es hija conceptual de aquella: recupera un relato fantástico clásico y lo actualiza con un diseño de producción entre pintoresco y fastuoso, pero también puramente virtual: los escenarios son una invención de los efectos especiales. Pero si Burton despareció autoralmente en aquel film, siendo un mero ilustrador sin vida en un film que se deshilachaba a medida que lo maravilloso se iba convirtiendo en normal, Raimi incorpora aquí su mirada sin que eso genere un choque de frente con la idea de film por encargo: como resultado obtiene un objeto vital, enérgico, disfrutable en su plasticidad de entretenimiento de feria (que no otra cosa es el 3D, y Raimi lo utiliza en ese sentido con una desvergüenza absoluta por tirar cosas a la cara del espectador constantemente). Porque en lo básico, Oz, el poderoso recupera con aquellas sombras proyectadas del final -que son las del cine- una idea de entretenimiento anticuada, pero querible por medio del procedimiento inconsciente de la nostalgia. Y ese homenaje al cine que aparece subrepticiamente en el final, que pareciera un poco descolgado o traído de los pelos, se vuelve totalmente coherente cuando uno descubre que el relato va dando pistas de eso continuamente: el maravilloso prólogo, con una pantalla en 4:3 -como el viejo cine- nos obliga a colocarnos en un tiempo distante donde las películas se veían así, o sin más vueltas, a reconocernos como generación televisiva y a darle a la tele -como aparato- su valor germinal: seguramente la mayoría de nosotros descubrimos esos grandes relatos como El mago de Oz a través del televisor. Y el televisor (en una visión idealizada) es el hogar y es la calidez de la familia que cobija como entidad. Hacia esos afectos, no inocentemente, lleva ese prólogo en blanco y negro. Ni qué decir cuando la pantalla, torbellino mediante, se ensancha y aparece el color, pero un color distintivo: hay allí decisión estética indudable, Oz, el poderoso en colores se parece a aquellos viejos clásicos del blanco y negro coloreados en la post-producción. Oz, el poderoso es, entonces, un constante ejercicio nostálgico que se completa -y ahí otra radical diferencia con el mastodonte sin vida de Burton- con la actuación perfecta de James Franco: no hay aquí un showcito personal y bufonesco a lo Johnny Depp, sino una composición que se construye mezclando la personalidad del personaje y la del propio actor. Porque el Oscar Diggs de Franco es ese mago/ilusionista farsante que tiene tanto de chanta como de simpático, cualidades habituales en los personajes del actor: hay un caminar errante, esquivo, y una postura física embriagada. Franco no es un actor de esos que hacen un muestrario de recursos, sino que sabe construir a partir de lo mínimo, como los actores clásicos: un poco por talento y otro tanto por carisma. Y Raimi, además, permite que algo de ese humor canábico del Franco de Piña Express o Freaks and geeks contamine el universo naif y de cuento de hadas de Oz, el poderoso. A lo que tenemos que resumir que Oz, el poderoso es una gran película bastarda, una de las celebraciones más prosaicas del cine provenientes de Hollywood en mucho tiempo, una película de una desembozada cinefilia: sin tanta pedorreta intelectual, con cariño y afecto por aquello que nos constituyó como espectadores, con alegría y virtuosismo. Una demostración de virtud de un vástago pródigo del cine de los 80’s, esa generación que supo como muy pocas resumir cinefilia, erudición y masividad (y esto incluye también a las leyes del mercado), y que aquí alcanza algo parecido a la madurez en su cine.
El cuerpo del delito Seamos un poco vulgares. Como si fuera una clienta del club nocturno donde trabaja Magic Mike, trepada ante el stripper de turno sin saber qué parte de su cuerpo manotear mientras es revoleada de aquí para allá, Steven Soderbergh se trepa al cuerpo de Magic Mike -la película- con la intención de tocar cada uno de sus músculos temáticos. Se zarandea algo, goza un poco, se ilusiona otro tanto, pero termina sin saber muy bien qué hacer con él -o si sabe, entiende que no puede hacerlo por mantener ciertas formas-. Y finalmente hace lo que todos: termina el show y vuelve al lugar cómodo de siempre, supuestamente satisfecho pero con la calentura implícita. En definitiva, esquiva el bulto (disculpen, lo tenía que decir). Porque si hay algo que el stripper cumple socialmente en un sentido mucho más conservador que la prostitución, es el de satisfacer el deseo sexual reprimido del otro. Incluso, su práctica es más consentida que la de la prostitución. Sí, hasta la liberación de cierta libido tiene sus frenos y retenciones. Magic Mike es un cuerpo, compuesto a su vez por varios cuerpos: todos lustrosos, trabajados, puestos en escena como si de una coreografía de Step Up 5 en sunga se tratase. Cada cuerpo es un significado en sí mismo, piensa o da a pensar. Seguramente el conflicto más interesante de la película se da entre el cuerpo Channing Tatum y el cuerpo Matthew McConaughey: el primero, construido con mucho esfuerzo, con horas de gimnasio, símbolo del joven sueño americano que sueña; el segundo, puro nervio, casi de ave avara y carroñera, es el sueño convertido en pesadilla. El reverso del éxito contra el talento. Ahí está el nudo interesante de la película: la zanahoria que el sistema pone como horizonte en esta carrera de perros famélicos, pero veloces. Igual, nunca la alcanzan. Ese es el mejor y más típico Soderbergh, el pesimista que agarra lo mainstream y lo convierte indie. Y viceversa. Pero a Sobergergh lo tientan otros cuerpos (como siempre en su fluctuante y ecléctica trayectoria). Le da poco espacio al cuerpo Joe Manganiello, corte de fondo de la primera y más placentera parte del relato, y demasiado al cuerpo Alex Pettyfer, la obviedad hecha stripper, un “cowboy de medianoche” del subdesarrollo: virginal y sin laburo encuentra su lugar en los shows de desnudistas y, claro, nada puede salir bien. Por más que Soderbergh quiera evitarlo y hacerse el relajado, goza con los cuerpos pero termina diciendo lo que todos esperamos que diga (si creemos que este es un relato típico de caída y redención): ese no es un buen lugar para vivir. Y lo hace. Y lo hace sin gracia ni talento, con una liviandad que se corresponde con el tono del film, pero que impide el verosímil. Si Magic Mike cae en desgracia, un poco, es porque el último cuerpo que obnubila a Soderbergh es el cuerpo Cody Horn: hermana de Pettyfer, es una abnegada enfermera que alberga a su hermano lumpen (lo que tienen que haber sido esos padres para criar semejantes estereotipos) en su departamento. Y el cuerpo Cody, al final, lo que hace es conducir a Magic Mike para el lado de la heterosexualidad (no vaya a ser que usted se confunda) y el de la comedia romántica. Por más que el último plano sea de una gran potencia, pleno de nervio, eso no impide ver que Soderbergh eligió el peor de los finales para su obra, que obviamente forma parte de este cuerpo de obra crepuscular del director. Soderbergh, que hace un tiempo anticipó que se retiraba de la dirección, comenzó a hacer estas películas pequeñas con las que transita un poco festivamente, un poco rutinariamente, los diversos géneros. Teniendo en cuenta los resultados, uno no sabe si Soderbergh dejará de hacer películas o en realidad hará películas tan pequeñas que terminará evaporándose. Un vapor, un sudor, como el de los strippers de Magic Mike. No mucho más que eso. Tampoco es malo, se quita con un duchazo.
Nada de esto merece ser mostrado (hay spoilers: si no la vieron y no quieren saber elementos claves, no lean este texto) Me lo imagino a Michael Haneke, tan austríaco él, con su sentido del humor -si es que lo tiene; al menos en el cine no lo ha demostrado mucho y sabemos que el humor no está bien visto por estos directores que reflexionan sobre la vida desde la cima del Olimpo- diciéndole a unos amigos “voy a filmar una película sobre un matrimonio de ancianos burgueses, la mujer sufrirá un accidente cerebro vascular y el tipo le pegará un cachetazo y, entre otras cosas, la terminará asesinando con una almohada porque ya no soporta lo que pasa; la película se va a llamar Amour”. Y en esa revelación que tengo, Haneke termina riéndose a carcajadas por la picardía de ponerle ese nombre a su película. Amour -o el nuevo muestrario de atrocidades de Haneke- se ha convertido en una de las películas más celebradas del período 2012-2013, logrando la extraña combinación de ser reconocida por festivales de cine como Cannes y por la Academia de Hollywood. Y no es de extrañar, es una película tan calculada en sus movimientos, tan solemne en la exposición de sus temas y tan vacía a la vez -el vacío sólo funciona si se lo cuenta parsimoniosamente, como si se estuviera diciendo algo realmente importante-, que indudablemente su falta de riesgo la hace ideal para todo tipo de premio: es dueña de ese prestigio artificial que siempre cae bien parado en todos lados, entre académicos y plebeyos. Haneke siempre fue un provocador y, además, alguien que exponía con dureza determinadas conductas de una sociedad europea acomodada. Pero lo que hacía interesante su cine no era tanto la denuncia sino la ambigüedad en la mirada, lo inquietante de las atmósferas que lograba, el trabajo con el aparato cinematográfico, alcanzando con Caché la cima de su cine. Sin embargo, vaya uno a saber por qué, con sus dos últimas películas -La cinta blanca y Amour-, curiosamente las más celebradas a nivel internacional, ha dado un evidente viraje en su carrera: lo que antes era provocación ahora es morbo; lo que antes se justificaba a través de la puesta en escena ahora es sólo tolerable por el trabajo formal, pero por fuera de eso no hay nada. Y, lo que es peor, su cine se ha convertido en obvio. Un ejemplo de todo esto es el inevitable espejo que se puede hacer entre el plano de inicio de Caché y el de Amour, con el matrimonio protagonista sentado entre el público que aguarda por el comienzo de un concierto de música clásica. Es indudable que Haneke es un hombre de una ambición formal absoluta y que cada una de sus películas debe ser analizada en un sentido de cuerpo de obra: bien, lo que en Caché era un atrevido juego formal que interpelaba al espectador, aquí no es más que un plano estéticamente lindo pero al que se fuerza una interpretación por el peso de la firma que hay detrás y no porque el plano tenga esa información. Amour muestra a un matrimonio de ancianos, ella se enferma y él tiene que cuidarla. Ella, progresivamente, comienza a ser víctima de un cuerpo que se degrada. El, de un fatalismo que se agrava paso a paso. La cámara casi no sale del departamento en el que viven y hay unas adecuadas elipsis para evitarnos información, aunque no morbo porque con el rigor de un formalista extremo, Haneke nos somete en ocasiones a largos planos fijos donde el cuerpo decrépito de la anciana es expuesto sin miramientos, donde el exhibicionismo de su degradación física y mental se convierte en un chantaje espurio de las formas: la ausencia de música o de sentimentalismos no hace menos manipulador el asunto, el dilema pasa por hasta dónde mostrar lo que es cuestionable mostrar. Porque el problema aquí no es de tiempos narrativos -sabemos que Haneke es un purista de la puesta en escena y ahí no hay nada que reprocharle, el film fluye rítmicamente-, sino de un regodeo canallesco. Porque ¿cuál es la necesidad? ¿Para qué? ¿Dice algo más Haneke aparte de que el amor conlleva, en ocasiones, a deseos y conductas ambiguas, contradictoras? ¿Es eso a esta altura una osadía? No, Haneke no dice nada novedoso y, mucho menos, lo muestra con elegancia. Algo similar pasaba con La cinta blanca, donde se recibía de gurú de la obviedad, pero aún mantenía un trabajo estético apreciable. Lo más grave de este film de Haneke, lo más flagrante, es el vacío de su propuesta: no hay mucho más para leer que lo que ofrecen sus imágenes, es una película de una linealidad llamativa para un director que, más allá de gustos, puede y sabe ser más profundo. Hace unos años se estrenó Lejos de ella, segundo film como directora de Sarah Polley, donde abordaba una temática similar: una mujer con Alzheimer y el dilema de su marido que tenía que ir soltándola de a poco. Obvio que Polley carece de la ambición formal de Haneke y su película era mucho más simple y convencional en un sentido clásico: por el contrario, el protagonista interpretado por Gordon Pinsent estaba construido con una variedad de emociones y sensibilidades que este viejo robot macabro construido por Haneke (al que sólo la notable actuación de Jean-Louis Trintignant saca de lo básico) nunca llega. Es como si Haneke supiera que está haciendo “la película de la enfermedad de la semana”, pero le diera vergüenza y no supiera hacia dónde ir, redundando en un film convencional. Lo curioso es que la condena final de Amour está explícita en el propio texto: en un momento, el protagonista Georges discute con su hija sobre la necesidad de revelar o no revelar a familiares y allegados el estado de la mujer. Ante la negativa a abrir la puerta de la habitación, el bueno de Georges dice algo así como “nada de esto merece ser mostrado”. Efectivamente señor Haneke, nada de esto…
Buscando el crepúsculo no llegaré lejos Está claro que la adaptación de la saga literaria que arranca con Hermosas criaturas es una nueva búsqueda de Hollywood por conseguir otra franquicia rentable al nivel de Crepúsculo: hay un romance trunco por cuestiones fantásticas y de diferencia de “razas”, con brujas en vez de vampiros y hombres lobos, y una historia que promete extenderse en el tiempo y capturar a una generación con su espíritu romántico y leve. Salvo por Los juegos del hambre, no parece haber en el panorama inmediato un negocio a ese nivel. Una cosa llama la atención: cómo el mercado presiona para que algo se convierta en un fenómeno porque, convengamos, quién sabía por estas tierras y hasta la aparición de este film de la popularidad de la saga literaria de Kami García y Margaret Stohl. Pero estas obras intentan gestarse como fenómenos masivos antes que como películas, y poco importan las críticas negativas que puedan conseguir. El público está porque, de alguna forma, ese público ha sido domesticado para comerse el sapo de la autoimportancia con el que estos productos llegan a los cines. Y Hermosas criaturas está entre nosotros con ínfulas de tanque, aunque menor. Pero así como señalamos lo negativo de este tipo de propuestas, hay que decir que se observa en Hermosas criaturas cierta autoconciencia por más que el habitual guionista Richard LaGravenese no esté dotado especialmente para el humor y lo lúdico. Hermosas criaturas se sabe heredera de Crepúsculo y, también, que Crepúsculo fue un éxito impensado e imposible hoy: sus ideas de romanticismo, sexo y género atrasaban un siglo. Es por ese motivo que como hermana menor intenta impactar igual, pero tratando de modificar el trazo allí donde la otra fallaba. Es por este motivo que el romance del joven Ethan y la caster Lena (las caster son como brujas modernas) intente ser mucho más terrenal que aquel bobalicón de los vampiros anémicos, a la vez que el nudo central apunte a desarticular los mecanismos de la sociedad conservadora en un pueblo del interior de los Estados Unidos donde la Iglesia mantiene su fuerte influencia y la Guerra de Secesión es aún recordada en su iconografía. Curiosidad al margen: en 2012 Lincoln y ParaNorman también retrataron, a su manera, ese período de la historia norteamericana. Esta mirada un poco más “moderna” (siempre en comparación con Crepúsculo, se entiende: en comparación con Crepúsculo mi abuela de 87 años es moderna) indica que si los jóvenes protagonistas tienen sexo no importe demasiado: es verdad que no se ve, pero tampoco se sugiere que no exista o haya que esperar por algún designio de la naturaleza para tenerlo. Otro detalle interesante es que la pareja parece ser más vívida y menos afectada, y de hecho el protagonista masculino transita una cuerda de antihéroe adolescente torpe en la línea El aprendiz de brujo o Percy Jackson y los dioses del Olimpo. Y, por último -y de ahí que no entienda a parte de la crítica local que parece haber comentado el film en piloto automático- el film se permite un humor bastante zumbón sobre la vida en los pueblos y la torpeza de los discursos reaccionarios, alejándose bastante de los vampiros aquellos: en ese sentido, Emma Thompson se divierte de lo lindo con algunas líneas de diálogo como aquella en la que le desea lo peor a “los homosexuales, a los de Greenpeace” y cosas por el estilo, y hasta hay un gran chiste en el que se dice que a los únicos que los brujos le tenían miedo era a Nancy Reagan. Si en definitiva Hermosas criaturas no es una película mejor, es porque más allá de ciertas transgresiones no se anima a abandonar del todo ideas anticuadas sobre el amor y la necesidad de un otro para completarse (aunque seguramente eso estaría en el material original), porque no se entiende muy bien la relación entre la historia del país y lo que se cuenta en el presente, porque técnicamente es una película bastante pobre, con secuencias de acción muy mal elaboradas, porque LaGravenese demuestra que es un guionista/director que confía mucho en el poder de la palabra pero poco en el de la imagen, y porque los elementos fantásticos están manejados, a veces, con un nivel de arbitrariedad que impiden, aún dentro de la lógica de este tipo de relatos, creer el verosímil que se nos plantea. A juzgar por los resultados en taquilla es muy probable que Hermosas criaturas siga el camino de La brújula dorada; tampoco es que nos vayamos a preocupar demasiado pero con un director más apto y conocedor del género fantástico de seguro esta saga podría ser mucho más atractiva.
Canciones que cansan Si faltaba una versión de Los miserables en ser llevada al cine (las hay fieles al texto, las hay libérrimas), esa era la musical, la traslación de la producción que desde hace varios años brilla en teatros de todo el mundo. Y llámelo usted lobby o como quiera, pero uno sabía que ni bien llegara a la pantalla grande, el film sería tenido en cuenta a la hora de los premios: aunque sus resultados artísticos estuvieran bastante lejos de ser los adecuados. Que el director fuera el mismo impersonal de El discurso del rey (película inane que hace dos años ganó el Oscar), no hacía más que fortalecer su prestigio de cartulina. Por lo tanto, aquí nos llega esta Los miserables, con sus varias nominaciones sobre los hombros y con un potencial rédito en boleterías construido a partir de su trascendencia autoimpuesta: con este film como con muchos otros que hoy parten de la industria, pasa que se construyen como fenómenos antes que como películas. Y si como acá le sumamos el peso intelectual de la obra de base (en este caso por partida doble: el texto de Víctor Hugo y el celebrado musical), sin dudas que estamos ante una de esas películas que no admiten críticas negativas. Aunque las merezcan. Y hay que decir: esta Los miserables dirigida por Tom Hooper tiene bien todo aquello que estaba bien en la obra original (los personajes y sus dilemas son universales y a la vez vívidos, especialmente el conflicto del policía Javert), pero no logra incorporarle una mirada personal ni contar con fluidez aquello que ocurre. Por el contrario, a la ilación sin ton ni son de canciones (en 158 minutos que son como un loop interminable), Hooper le agrega una única idea de puesta en escena que en un comienzo puede ser novedosa pero luego se repite perdiendo toda fuerza: el director planifica varios solos de los personajes, cantando en primeros planos casi sin cortes, en versiones sucias, desprolijas, alejadas de lo académico (lo de Russell Crowe bordea el atrevimiento descarado), queriendo dar una noción de realidad y continuidad. Y esto, salvo en el muy comentado número de Anne Hathaway, una actriz dotada vocalmente y a la vez con un sentido trágico en su actuación que combina bien con el aire de la obra, rara vez genera resultados positivos. Así, Los miserables se repite en una monotonía de puesta en escena que atenta contra el movimiento que debe tener el musical. Particularmente no entiendo a estos musicales que están más cerca de lo operístico, con su escasez de movimientos y su preponderancia de primeros planos, que de lo realmente cinematográfico: ya no hay coreografías, no hay baile, sólo personajes contando y cantando todo lo que les pasa. Porque además Los miserables de Tom Hooper es de esos musicales donde no hay diálogos dichos de manera tradicional, y hasta el “buen día” se dice cantando. Algo que ya había demostrado Hooper en su anterior El discurso del rey, aquí se repite hasta un hartazgo redundante: la imagen sobra, el encuadre es convencional, la dirección de arte es una ilustración funcional y las emociones se verbalizan constantemente. De ahí que lo que les pase a los personajes genere escaso compromiso para el espectador: aquí no hay emoción alguna porque mientras por un lado las canciones se encargan de decir todo, por el otro no hay escenas narrativas entre canción y canción. Los personajes, claro, son un concepto escasamente desarrollado y sumamente lineal. El musical, un género que estuvo muerto durante varias décadas en el cine norteamericano, encontró en la traslación de varios musicales de Broadway un camino para la resurrección. Pero con estos proyectos pasa lo mismo que con las adaptaciones de novelas de moda: hay un excesivo respeto por la fuente original y una utilización del cine como mera herramienta ilustrativa. Salvo Moulin Rouge! -que de paso era una obra original y no una adaptación-, un musical que miraba al pasado para revisitarlo a la vez que daba uso de herramientas contemporáneas para asumirse como una obra de su tiempo, no hubo en ninguna de estas películas algo que justifique su traslado a la pantalla. No hubo nunca un repensar el lugar desde el cual hoy un musical es válido en el cine. Con Los miserables pasa lo mismo: algunas canciones funcionan, algunas actuaciones le aportan algo de gracia, pero en líneas generales su director carece de un ojo que haga de este un film reflexivo y ni siquiera resulta el gran espectáculo que su nivel de producción hace prever.