Héroes de la clase laburante Mike y Sully han sido, desde siempre, los héroes de la clase trabajadora de Pixar. Piensen en el resto de las películas de la compañía y descubrirán que nunca dos laburantes, que es lo que Mike y Sully representan, fueron protagonistas. Por eso, que Monsters INC. pueda ser considerada LA sátira social de Pixar -Wall-E también lo era a su modo, pero lo laboral no era el centro del relato; aquí sí lo es-: cuando aquella película culmina y sus diversos niveles se clarifican, lo que queda es una mirada sobre las corporaciones y sobre cómo las mismas pueden ser modificadas y subvertidas. Es, claro, una película idealista como lo es toda la obra de Pixar: ellos piensan en un mundo que debería funcionar de tal manera, un mundo inclusivo y en el que el esfuerzo general motiva un cambio positivo para los individuos. Y siempre, pero siempre, ese esfuerzo sirve sólo si se lo hace en equipo y está direccionado desde los bordes de la sociedad: el acuario-prisión de Buscando a Nemo, los juguetes anacrónicos de Toy Story, la chatarra de Wall-E. Por eso que es hablar muy a la ligera si se analiza a Monsters University como una precuela innecesaria porque ya conocemos lo que pasa con los personajes o si sólo nos quedamos en eso que moviliza la trama: Mike Wazowski y su imposibilidad de asustar. Monsters University no sólo es una gran película -divertida, fluida y sumamente reflexiva-, sino además una película que respeta lo mejor del espíritu de la compañía y que amplía el universo de la primera, en vez de calcarlo a sabiendas del carisma de los personajes. Mucho se habla por estos días de lo nocivo que resulta para Pixar haber sido absorbida por Disney. En primera instancia, creo que es una lectura simplista; en segunda instancia, creo que se da por hecho apresuradamente que Disney es malo per se. Lo que sí es notorio en Pixar es que agotadas aquellas historias originales que trabajaron en sus primeros años, les está costando inventar nuevos universos. Por eso, las secuelas y precuelas. Y si bien desde el prejuicio esto nos puede significar falta de ideas, en la práctica queda demostrado que no es tan así: ninguna secuela o precuela Pixar ha sido una repetición conformista. Lo que se ve siempre, es una apuesta, un riesgo. Y si como en el caso de Cars 2 las cosas salen fatídicamente mal, es porque la apuesta es fallida no por pereza creativa. En el caso de Monsters University estamos ante una película que no calca la original sino que retoma a los personajes y los pone a jugar en un universo nuevo. Y otro detalle: cada vez más, Pixar está pensando sus historias en el contexto de subgéneros del cine. Si Toy Story 3 fue una película de fuga carcelaria, si Cars 2 una de espionaje a lo James Bond, Monsters University es una de vida universitaria, de ámbito escolar, subgénero revitalizado en los últimos años por High School Musical o Glee, aunque a su manera Harry Potter también lo era. Es verdad que Monsters University podría ser una película con personajes nuevos, pero también es cierto que recurriendo a Mike y Sully, ingresamos al relato de otra forma. No hay que explicar a los protagonistas, ni siquiera ese objetivo que tienen en común -trabajar en Monsters INC.- sólo ponerlos a jugar en un contexto de película universitaria, con sus fraternidades y competencias deportivas. De ahí, el sentido del subgénero: la vida universitaria es muy diferente en los Estados Unidos a como la entendemos por aquí, sin embargo es un concepto tan impreso por el cine que se nos hace reconocible. Y acaso para los que acusan a este film de facilista o falto de riesgo, piensen en lo que ocurre en la última media hora, piensen en ese bello y adulto diálogo que sostienen Mike y Sully en el mundo real, junto al lago y bajo la Luna, también en la secuencia de puro clímax del final, que es una clase magistral de puesta en escena, de cine de terror y de trabajo en equipo. Si eso es ser perezoso, ¡caramba, quiero ser perezoso como estos muchachos! Monsters University parece seguir el camino de Wazowski: su sueño por convertirse en asustador en Monsters INC. A su manera lo es, pero si sólo hubiera sido eso, la película demostraría su vacuidad: sabemos, al fin de cuenta, quienes vimos la primera película que aquello que representa Monsters INC. no es más que una fachada, que no importa tanto asustar y que hacer reír es lo válido. Por eso, es revelador el final -que no contaremos aquí- y que se resuelve magistralmente con una sumatoria de fotos: lo que importa es cómo nuestros héroes llegaron a trabajar ahí, esa moraleja final que no está gritada, que no tiene carteles luminosos para ser enseñada, que se ejemplifica en imágenes, con ritmo cinematográfico. Y es una verdad tan bella que emociona, y que le devuelve a Pixar ese gran cine que siempre lo caracterizó. El film pone en confrontación dos ideas básicas de las películas de ámbitos educativos: el nerd que representa Wazowski, con su pulsión didáctica y su egomanía ilustrada, contra el vago deportista que representa Sully, aunque con un conflicto muy interesante como es la herencia de un linaje familiar de grandes asustadores al cual defrauda con su actitud hedonista. Es decir, el esfuerzo contra el talento innato, tópicos habituales del cine Americano. Lo que hace más interesante y más compleja a Monsters University es que no termina de definirse por ninguno de los dos: no hay esfuerzo que alcance si el objetivo es el errado y sólo se confía en el conocimiento mecanizado, no hay talento que sirva si hay un desdén por el aprendizaje. En definitiva, hacerse de abajo, luchar, ser creativo, trabajar. ¿Conocen alguna película infantil que les enseñe a los chicos el valor del esfuerzo y el trabajo? Mejor, no el trabajo sino el laburo. Porque bien sabemos que laburar es muy difícil a trabajar. ¿Pixar se volvió socialista? No sé si tanto, pero si hilamos muy fino es como si los muchachos de Lasseter decidieran homenajearse recreando su propia historia a través de esta película. Por si fuera poco, Monsters University cumple todos los objetivos posibles: 1- tiene un diseño visual alucinante y bellísimo, genera placer absoluto; 2- villanos inteligentes y que pueden tener giros sorpresivos: esta Hardscrabble es clara heredera del Anton Ego de Ratatouille; 3- tiene humor, chistes perfectos, es alegre, vital y móvil; una película que es la felicidad misma; 4- narrativamente funciona a la perfección, dura 110 minutos y se va en un soplido; 5- es clara referente del universo Pixar, con su galería de personajes encantadores, su corazón irredimible, su mezcla de emoción y amabilidad, su inteligencia y su universo creativo donde el mal está presente, pero la apuesta es por la honorabilidad y la honestidad; 6- es fiel al universo de Monsters INC. y su historia es sumamente coherente y lógica en relación a aquella, retomando el espíritu y el tono original pero profundizando en la psicología de sus personajes; extra bonus: el corto que la antecede, Azu-lado, es sencillamente hermoso por la simpleza de su historia y la precisión (técnica y formal) con la que está contada. En definitiva, Pixar en estado puro. Purísimo.
Sólo para cursis No es un mal comienzo. Una chica escapa de una casa a los gritos, lleva un cuchillo y sangre en las manos. Se refugia en lo de una vecina. Elipsis. Ahora tiene el pelo de otro color, está en una estación de ómnibus y lleva una panza falsa de embarazada. La sigue un policía. Se sube a un micro y parte. El policía no logra capturarla, se queda parado en medio de la calle, viendo el micro alejarse. Decíamos que no era un mal comienzo si pensamos que estamos ante una película basada en un libro de Nicholas Sparks (el autor exitoso más cursi de la actualidad) y que el director es Lasse Hallström, alguien del que ya dije que me gustaron varias de sus primeras películas en los Estados Unidos pero que hace como 15 años que no mete una más o menos decente. En ese comienzo, entonces, hay un misterio, una situación de thriller bastante bien construida en materia de planos y montaje, y una tensión y crispación que podría traducirse en un relato de suspenso nada novedoso pero al menos profesional en su factura. Parece esos thrillers de los 90’s protagonizados por Ashley Judd, tipo Doble riesgo. Pero ni bien ese prólogo culmina, el siguiente plano ya nos da una idea del horror que seguirá: el micro mencionado avanza por la ruta, es una jornada soleada, la pradera fotografía bien y la música -un tema pop en la senda Disney Movie- asciende progresivamente por los parlantes. Sí, ese plano ya se parece a una de Sparks, a esta altura ya todo un subgénero dentro del cine, como alguna vez lo fueron las películas basadas en novelas de John Grisham. Esa textura, lo soleado, lo vacuo, ya nos da una idea de relato lavado y bucólico, como el pueblito costero ese en el que recae la protagonista, ese lugar donde refugiarse del título. Ahí comienza otra película, que es la que uno sabía que iba a ir a ver. Lo otro, en tanto, es un aire de policial que dos por tres retoma el relato para darle un poco de energía a la historia romántica que queda en primer plano. La fugitiva de la ley, Katie, se relaciona y enamora del dueño de un mercadito, un hombre viudo y con dos hijos: la nena adora a la nueva novia de papá, pero el hijo no. El hijo la rechaza, claro está, porque todavía recuerda a su madre muerta. Sin embargo el romance avanza, con ella ocultando su pasado criminal (luego se sabrá bien qué fue lo que pasó), y con ambos vinculados a partir de una casa: la desvencijada vivienda que ella alquila en medio de un bosque, una locación nada ideal para una chica un poco paranoica y con miedo que se siente perseguida (de hecho Un lugar donde refugiarse parece jugar allí a satirizar los clichés de las películas de terror ubicadas en pueblos pequeños), pero que es crucial para lo que la película quiere decir: el hogar, el espacio, la casa, donde sentirse seguro. De hecho, cada giro del relato tiene que ver con un hogar: la casa que el policía inspecciona, la otra donde Katie protagonizó un hecho sangriento, esta que ella recupera de alguna forma y aquella en la que vive el protagonista y está llena de recuerdos de la esposa muerta. Todo esto, que es romanticismo de manual, un 2+2 = 4 típico del escritor de Diario de una pasión, ofende pero tampoco lo suficiente ya que uno sabe más o menos qué se puede encontrar. Para colmo, Sparks y Hallström ya colaboraron en Querido John y las cosas tenían el mismo nivel de vacuidad: sólo cierto oficio y pericia del director hace que estas historias funcionen y mantengan un ritmo que impide la evasión total. Sin embargo, una vez que ambas líneas argumentales confluyen -la policial y la romántica- y todo se soluciona, Un lugar donde refugiarse se guarda una carta magistral, la cúspide absoluta de la estupidez. No vamos a revelar aquí qué es lo que ocurre, pero ese giro final del guión es de lo más inverosímil desde la puesta en escena que se haya visto en mucho tiempo, sólo disfrutable si usted -como yo- tiene algo de humor como para tomarse la moraleja aleccionadora como algo kitsch. Divertido, además, si imaginamos el nivel de cursilería del público al que va destinado.
Un viaje placentero Sin novedad en el frente. Héroes del espacio atraviesa velozmente esa innecesaria obligación del cine actual de contar algo nuevo: lo suyo es viejísimo -la relación entre hermanos que se corrompe por la lucha de egos y la consiguiente recuperación del lazo a partir una serie de pruebas de valor- y hasta tiene formas ya vistas, porque en el diseño visual se adivina la presencia de otras películas animadas: Planeta 51, Monstruos Vs. Aliens, Megamente. Sin embargo, el film de Cal Brunkel se posiciona en otro lugar, construye un relato con un universo autosuficiente y coherente, con protagonistas carismáticos y secundarios muy graciosos, y con pequeñas pinceladas de un humor bien trabajado hace aquello que para algunas películas del hoy parece casi imposible: entretiene. Y sus 89 minutos se pasan volando. Tampoco caigamos en entusiasmos desmedidos: Héroes del espacio es una película limitada, especialmente por lo chiquita que resulta cuanto aventura y por el corto alcance de su anécdota, una moraleja casi básica: los hermanos, por más distancia que haya, terminarán unidos. También los padres con sus hijos. La familia, la sangre, en el fondo tira. Esa moraleja es gritada muy en la cara, se convierte en moralina, y empantana la fluidez del final. Sin ese bodoque tranquilizador, Héroes del espacio sería una aventura narrada a velocidad de la luz pero sin por eso atropellarse o confundirse en sus objetivos. Lo que hace bien Brunkel es apostar a un relato sin pretensiones de autor (Pixar) o a bombardear los sentidos con ritmo innecesariamente vertiginoso (el peor Dreamworks). Digamos, la película tiene conciencia de clase: es un producto de segunda escala, que aprovecha el resquicio que se da entre tanques animados de los grandes estudios. Ahí está su negocio. Una cosa que sobresale en el film es su humor: no es explícitamente adulto, pero sin dudas que hay muchas pistas para los más grandes. Empezando por la utilización de nombres reconocidos del cine de Hollywood como Peter Jackson o James Cameron para llamar muy graciosamente a los agentes del mal que persiguen a los alienígenas protagonistas, y también para aportar algunas ideas sobre la humanidad. Hay una sátira muy veloz a los hábitos y costumbres, muy parecido a lo que ocurría en la subvalorada Vecinos invasores. Lo atractivo, decíamos, es que Héroes del espacio no se vende como un producto para los adultos o no comete la sonsera de que eso que se considera adulto, sea lo escatológico o burdo. No, aquí la aventura central está adosada por una serie de apuntes que le suman niveles sin entorpecer el relato. En ese sentido, llaman poderosamente la atención algunos chistes. Por ejemplo, los alienígenas aseguran que algunas cosas que existen en la Tierra fueron hechas por ellos mismos y no por los humanos, como se cree. Una de esas cosas sería Pixar. Y se ve una foto del marciano de turno con John Lasseter. Uno puede señalar esto como un acto de cariño hacia uno de los padres del cine animado del presente (¡Pixar no es obra de este planeta!), pero si tenemos en cuenta que Héroes del espacio es una película del estudio Rainmaker, propiedad de los temibles y reyes del lobby hermanos Weinstein, el chiste cambia su tono. En esos momentos en que Héroes del espacio bombardea un poco a Hollywood desde adentro es cuando la película se pone más divertida y desprejuiciada. En conclusión: una película que, aún con sus limitaciones, deja un huequito de la puerta abierta para que otro estudio imponga su sello en el cine de animación actual. Habrá que ver si esos disparos esporádicos de un humor sardónico logran traducirse a un discurso formal más arriesgado.
Un nuevo y viejo mundo El cine animado mainstream se produce y reproduce con tanta insistencia, que a esta altura sólo logran sorprender aquellas que se alejan de las fórmulas, se animan a ir un poco más allá o plantean algo novedoso en términos temáticos y/o formales. Esto es un poco lo que ocurre con El reino secreto, la nueva película de Chris Wedge, director de Robots y la primera La era del hielo, y productor de esta saga prehistórica tan rendidora para la FOX en taquilla como agotada desde un aspecto cinematográfico. Y lo primero que sobresale, teniendo en cuenta a Wedge, es que más allá de algunas temáticas comunes que se pueden vislumbrar entre estas películas (la importancia del grupo, el contexto como condicionante, el éxodo y la supervivencia) hay una necesidad evidente de despegarse de su obra anterior, de transitar caminos nuevos, de ahondar en otro tipo de relatos. Sin llegar a las cimas de un Brad Bird o un Miyazaki, se podría decir que Wedge es un nombre a tener en cuenta dentro del panorama actual del cine de animación. Y otra cosa relevante para El reino secreto, es que se nota y mucho que su universo está basado en un libro -The leaf men and the brave good bugs en este caso- cuyo autor, William Joyce, participó además en la escritura del guión. La intención no es poner a la literatura por encima del cine -no, nunca caería en semejante sandez snob-, sino hacer notar que la película captura de alguna forma el espíritu original, y que el universo de seres diminutos en el bosque tiene cierta solidez y calidad de cuento de hadas muy difícil de conseguir de otra forma. Es decir, hay un libro, infantil, que sirve de plataforma para que el cine imagine, reescriba y potencie lo ya dicho. Wedge lo logra porque en primera instancia sabe cómo hacer que ese universo visual no sea sólo un virtuosismo tecnológico y una demostración de pericia de los animadores por computadora, sino algo real, con una lógica interna tan grande que ni siquiera precisa explicarse mucho: la película avanza con sus escenas de acción formidables y sus personajes queribles. Es verdad que la película evidencia por momentos una necesidad algo forzada en ser graciosa, como si la comicidad fuera la única mercancía posible hoy por hoy para el cine animado. Pero por suerte los comic relief no llegan a estropear el asunto, y hasta uno puede disfrutar de esos momentos de humor que chocan con la estructura general, más volcada al cuento de hadas y la aventura épica. Ese tal vez sea el punto más flojo de la película de Wedge, ese tener miedo al territorio de oscuridad y melancolía que propone el film: hay muerte, hay distancia y hay miedo en una película, seguramente, habrá espantado a algunos genios del marketing hollywoodense. En El reino secreto tenemos un vínculo padre-hija en crisis, planteado narrativamente dentro de la lógica del cine de Steven Spielberg, mientras que hay por otro lado un choque entre culturas pero con aditamentos fantásticos, muy en la senda de Avatar. De hecho, las escenas de acción tienen ese impacto del cine de James Cameron, especialmente por la planificación del espacio (ejemplar la secuencia en la casa del padre de la protagonista, con los héroes en miniatura escapando por los recovecos) y por el heroísmo que surge en su estado puro y en momentos clave, fundamentalmente con personajes femeninos fuertes. La manera en que Wedge plantea la aventura y la fantasía como un reverso del mundo humano, pero también como un pasaje de aprendizaje que permite solucionar los conflictos en ambos lados, es de una sapiencia absoluta, casi artesanal. El reino secreto, encima y si hacía falta, logra que toleremos bastante bien cierto mensaje ecologista un poco torpe. Una película tal vez no demasiado novedosa si uno la analiza en su conjunto, pero que está integrada por una serie de ideas visuales y narrativas muy personales -que toma prestado del relato clásico, claro que sí-, como si no importara demasiado ese otro cine animado que se estrena todos los jueves: es como lo que plantea la propia película, un paisaje general al que hay que mirar con detenimiento para poder reconocer en su real dimensión.
Mirar es un placer Más allá de que esta es la primera película que se estrena comercialmente en la Argentina del coreano Hong Sang-soo, su nombre es bastante habitual para el público que concurre a festivales de cine en el país: siempre hay un Hong Sang-soo en Mar del Plata, también se lo repasa en el BAFICI. Pero sin dudas que la presencia de Isabelle Huppert es la que obra el milagro para que En otro país llegue finalmente en uno de estos jueves del año. Y no deja de ser una invitación más que provechosa para el que se acerque -para el que nunca lo vio y para el que siempre lo ve-, porque sin ser su mejor producción esta película es casi un resumen de su obra, un compendio de todas sus obsesiones y además un ejercicio cinematográfico muy ligero y ameno, un film placentero de ver que exhibe a su vez el placer que es para este coreano el hecho de filmar. Se podría decir que Hong Sang-soo es un ejemplo casi único para la cinematografía de su país, al menos de aquello que se conoce en el extranjero y llega a estas costas. Sus películas están bien lejos del habitual cine de género industrial que practican sus coterráneos, pero a su vez también se distancia de la vertiente más ardua e intelectual. Su territorio es el de la comedia, el humor refinado y los ámbitos académicos -siempre hay directores de cine-, pero retratados con absoluta ligereza. En En otro país está lo que siempre está en sus películas: el mar, la playa, el amor enrevesado, las comidas, el alcohol a raudales, la soledad, los diálogos sobre el amor. Y también el trabajo formal que nunca exuda intelectualidad y siempre es funcional al relato y a la comedia: la forma en que utiliza el zoom permite que el plano resalte aquello que es primordial, mientras que los personajes ingresan en sus planos cual personajes del georgiano Otar Iosseliani. En otro país es, además, una de sus películas más accesibles. Si uno de sus grandes problemas es que sus películas pueden resultar por momentos repetitivas y un tanto extensas para las pequeñas anécdotas que suele abordar, aquí el relato bastante breve (89 minutos) se divide en tres capítulos, que no son más que tres historias pensadas por una joven que en el prólogo espera la llegada de un pariente, y que ayudan a que ese universo de largas charlas y planos extensos no se haga demasiado derivativo. Como en toda su filmografía, Sang-soo deja explícitas sus influencias, desde la nouvelle vague -especialmente Eric Rohmer- hasta el Woody Allen de Manhattan o Annie Hall, pero nunca hace de eso una catedral. Por el contrario, en Sang-soo las influencias son ese universo desde el cual el autor nutre el suyo propio, y siempre con mucha liviandad; nada es demasiado tremendo en sus films. Vale agregar que En otro país imbrica tres relatos que suceden en los mismos escenarios y casi con los mismos personajes, y que las tres historias van teniendo nexos y situaciones que se repiten o que se completan en la otra historia. El recurso es tan sólo una probabilidad del relato y nada demasiado complejo de interpretar: es que para el director el trabajo formal no debe apuntar tanto al intelecto como al espíritu. Y no falla: ver En otro país genera un placer poco habitual en el cine de hoy.
Deseos y decepciones Pensé que iba a haber fiesta es una película problemática. Problemática, porque abusa de una frase comercial -“¿qué harías si te enamorás del ex marido de tu mejor amiga?”- para atraer público a una película que en verdad nunca intenta ponerse a pensar esa situación, o a reflexionar sobre la misma: y cuando lo hace o merodea el tema, termina. Y sin embargo, eso que es la película -que no es lo que pensábamos que íbamos a ver- está muy bien, estupendamente trabajado desde la puesta en escena y desde lo simbólico de varias situaciones: la relación entre dos amigas con sus diferencias de clase y modos de ver y ser, que se agota por un hecho fortuito como es la relación de una de estas con la ex pareja de la otra. El gran conflicto de la película como propuesta es, en definitiva -y por ahí pasan varios de los problemas de esta tercera película de Victoria Galardi-, descubrir si no juega un poco vilmente con las expectativas del espectador o si, por el contrario, el tema le queda demasiado grande a un guión que prefiere el registro interior antes que explosivo, y las formas y tiempos de un cine independiente antes que el industrial que uno entiende más adecuado en este caso. De todos modos, no deja de ser un artefacto singular dentro del panorama actual del cine argentino por lo inclasificable que resulta y eso es válido. Es que Pensé que iba a haber fiesta es de esas películas que sirven en bandeja el debate para los locutores de radio de la mañana o las conductoras del magazine de la tv, y para que se convoque a psicólogos, sexólogos y opinólogos en todo: “contanos qué harías si tu mejor amiga sale con tu ex y participá por el sorteo de una licuadora”. Ahora, lo que uno no llega a distinguir es si la tesis efectivamente surge de lo que Galardi quería contar o sólo se trata de un gancho promocional más digno del marketing antes que del cine. Sea como sea, la película se ve afectada indudablemente por ese juego especular. Porque supongamos que la directora quiso indagar en las reacciones que una situación como esa genera: efectivamente lo que ofrece la película al respecto, es muy poco. Y si no lo quiso, hace que uno centre la atención en eso de antemano. De hecho, la relación entre Ana y el ex marido de Lucía está contada tan de a retazos, Galardi escatima tanto la intimidad entre ambos personajes, que uno también duda que haya surgido allí algo parecido al amor. Es un espacio en off algo incómodo para una película que intentará hacer de ese conflicto, algo mayor. Y no funciona aquí eso del McGuffin: no hablamos de un elemento distractorio para hablar de otra cosa. Esa película que suponemos pretende ser Pensé que iba a haber fiesta, no es lo mejor. Sin embargo, cuando el film se detiene en las dos amigas, Ana (Elena Anaya) y Lucía (Valeria Bertuccelli), y sus entornos (especialmente el de Lucía), Pensé que iba a haber fiesta crece y mucho. Por empezar la directora captura muy bien un contexto, que es el de esos días entre medio de la Navidad y el Año Nuevo, y hace de ese clima -que trasciende la pantalla- un agobio constante para las dos protagonistas: para Lucía será el declive de la relación con su nueva pareja, para Ana el comienzo de un amor que surge subrepticiamente y la complica. Y Galardi demuestra además un gran trabajo sobre la comedia, con diálogos que se resuelven muchas veces por el lado del absurdo y otras gracias al talento de sus dos actrices. Hay también una sordina social que atraviesa todo el relato, una mirada sardónica sobre esa clase media acomodada que representa Lucía (nunca vemos hacia dónde va Ana, pero toma el tren, suponemos lejos: otro mundo). El agobio externo e interno -aunque sin la riqueza- asemeja algunos climas del cine de Lucrecia Martel y el humor incómodo se acerca también al cine de Ana Katz. En ese sentido la reunión de Año Nuevo, que se da sobre el final, parece imbricar ambos universos, tal vez inconscientemente. Pero lamentablemente Galardi nunca parece decidirse por qué película prefiere desde lo formal. Si la comedia dramática independiente, con su música cool y sus encuadres preciosistas -y con su final BAFICI-, o la comedia dramática industrial más cercana a cierto costumbrismo y con protagonistas y secundarios bien definidos y cumpliendo roles. Es esa indecisión, y no otra cosa, la que impide que la película vaya de lleno al tema con que se promociona: sabe Galardi que no le quedan muchas más opciones que trabajar eso desde el melodrama y, evidentemente, parece haber un poco de culpa por tener que recurrir a un género tan deliberado. Si por un lado se nota indecisa, la película tiene un buen trabajo formal y un inteligente uso de su casi única locación. En definitiva, una propuesta para no despreciar pero también para sentirse un poco decepcionado al confirmarse como una mera anécdota.
Gracias por la música Con 75 años, Dustin Hoffman debuta oficialmente como director de cine. Y si bien allá por la década de 1970 ofició como director entre las sombras de Libertad condicional -en los créditos figura Ulu Grosbard-, esperó hasta bien entrada su veteranía para ocupar decididamente un lugar tras las cámaras. La película es Rigoletto en apuros y la novedad es que Hoffman, actor de carácter y bastante intenso por cierto, sorprende con una película que lo muestra como autor invisible, dejando hacer a sus actores pero demostrando inteligencia para que las cosas no se desbarranquen hacia el showcito actoral. En ese sentido, aunque en un nivel inferior, se parece a los debuts tras cámaras de colegas generacionales como Robert De Niro o Al Pacino. En Rigoletto en apuros, un grupo de viejos valuartes de la música clásica británica convive en un geriátrico de alta clase. Ahí, la película pareciera involucrarse en esta moda de películas con actores veteranos, que fluctúan entre la picardía, el humor geriátrico y el drama morturio: Chicas del calendario, El exótico Hotel Marigold, y varias más. Sin embargo, Hoffman se desmerca ante la posibilidad de hacer una película demagógica y extremamente simpática, fundamentalmente porque no hay en él una necesidad de dejar un mensaje sobre lo linda que es la vejez y lo piola que son los viejos. Y se entiende, fundamentalmente esto es así porque Hoffman tiene la edad de sus protagonistas y conoce los tiempos y las urgencias de ese estadío de la vida: no tiene necesidad de reafirmar, como sulposamente lo hacen los jóvenes, la dignidad de la tercera edad. Lo demuestra laburando. Es decir, Rigoletto en apuros es todo lo ligera y amable que suelen ser estas comedias -también algo aburrida-, pero le suma una mirada un poco más honesta sobre la vejez: y la vejez vinculada no sólo con la muerte cercana sino también con el arte como una forma de eternidad. En ese camino, la película no se evita algunos momentos de una oscuridad tersa pero oscuridad al fin, sino que tampoco tiene la necesidad de repetir constantemente que estos viejos son lo más piola del mundo (igualmente el personaje de Billy Connolly puede irritar un poco). Sin hacer una obra maestra -tampoco daba la impresión de buscarla-, Hoffman construye un relato fluido, que suma alguna reflexión atractiva sobre el arte de ayer y hoy (la mirada sobre el rap y la música clásica), que habla desde la alta cultura sin la pedantería de por ejemplo el último Woody Allen, y que encima se escabulle inteligentemente de ciertos clichés de las películas sobre grupos de músicos que tienen una última prueba. Cómo afronta el concierto final y cómo pone en off una instancia clave, da muestras de buena ideas de puesta en escena por parte del Hoffman director.
Un Dios no tan salvaje Tal vez haya sido Yasmina Reza la que con Art abrió la puerta a un tipo de teatro mundialmente exitoso (digo “tal vez” porque no es el teatro lo mío y andá a saber si no había otros ejemplos más propicios), que tiene la inteligencia de funcionar bajo cualquier traducción porque aborda cuestiones universales con una mecánica que se repite constantemente: el concepto consiste en encerrar a un grupo de amigos (o conocidos) en un espacio común, construido cada uno como un estereotipo bien evidente y bordarlo con un montón de componentes intelectuales que van desde el arte a la política: luego se mezcla todo, haciendo que progresivamente cada personaje expulse su costado más repulsivo en un juego constante de comedia y drama. La idea central es que todos nos reconozcamos y salgamos pensando en qué jodida que está la humanidad. Utilizo el ejemplo de Reza porque además fue la autora de Un Dios salvaje, que fue llevada al cine por Roman Polanski y que es el gran espejo donde se refleja esta El nombre, adaptación que hicieron los propios autores de la obra, Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte (actualmente se está representando en Buenos Aires una versión local). El ejemplo de Un Dios salvaje es y no es adecuado. Es, cuando La Patellière y Delaporte nos van haciendo entender que la cámara no abandonará nunca el departamento de Elisabeth y Pierre, y que el nudo del film transcurrirá en ese ambiente, entre cenas, postres y entremeses (hay un fallido prólogo y un epílogo innecesario que buscan “airear”, y hasta algún paneo exterior pero que poco suma). No lo es, cuando El nombre se asume sí como un muestrario de cierta clase intelectual parisina, politizada y burguesa, pero se permite no ser tan severa con sus criaturas como aquella película de Polanski. Es menos dramática y más humorística, y hasta bombardea el prejuicio del que mira con algunos giros, como con el personaje de Claude. Polanski apostaba a ir asfixiando al espectador progresivamente, pero unas actuaciones fuera de registro y una reiteración del texto la volvían inocua e insoportable. Y en El nombre, al igual que ocurría con Un Dios salvaje, hay un inconveniente que tiene que ver con cómo este tipo de productos (y con los cómics o las sagas literarias también pasa) están tan instalados en el público que no aceptan modificaciones o retoques, no comprendiendo que el cine y el teatro son dos artes diferentes que se rigen por normas particulares. Si no se entiende eso, se cae en un reduccionismo pasmoso: se cree que trasladar textualmente cada parlamento y situación a la pantalla significa ser fiel al material de base. Esto, sin sospechar que en verdad lo que se supone es que el cine es un arte menor que debe rendirse ante la evidencia de que el teatro es más profundo o complejo. El nombre es teatro filmado rutinariamente, incluso hasta por momentos podemos notar los silencios marcados en el libreto y hasta imaginamos los aplausos de la platea al cierre de cada monólogo o salida de escena de un personaje. Cuando El nombre evidencia su mecanismo, no sólo teatral sino narrativo -uno a uno cada personaje tendrá que exponer su miseria y quedará desnudo ante los demás-, pierde intensidad porque se notan demasiado los hilos de su construcción. Sin embargo, cuando los diálogos adquieren ritmo y los intérpretes están menos preocupadas (otro vicio que la película arrastra son las actuaciones intensas) en sobresalir, uno puede llegar a disfrutar un poco de este juego constante con la palabra, su significado, sus consecuencias y posibilidades: hasta se agradece que si bien las cosas se ponen pesadas, siempre hay un resquicio para el humor (sobre todo, gracias a Patrick Bruel). Lo que olvidan películas como El nombre -y ahí su gran defecto- es que el cine consta de tener algo para decir y saber cómo decirlo. De hecho, importa más el cómo que el qué. Aquí la palabra lo es todo.
El rematrimonio tan temido Una ex estrella del fútbol europeo aparentemente (nunca se nos dice por qué, pero no puede pagar el alquiler de su casa) en bancarrota; ese mismo jugador, George Dryer (Gerard Butler), tratando de conseguir trabajo como periodista deportivo; Dryer, afincándose en un pueblito de los Estados Unidos para ver si puede recuperar el lazo con su pequeño hijo del cual está distanciado; Dryer, como entrenador de fútbol del equipo del hijo; Dryer -con espíritu de vodevil-, como objeto del deseo de las madres de las compañeritas del hijo; los padres de los chicos, incentivando y tomando conductas reprobables para que sus hijos avancen en el plano deportivo; Dryer, intentando recuperar a su ex esposa que está a punto de casarse nuevamente. Son muchas las posibilidades que Jugando por amor tenía para ser, dentro de las convenciones -y no hay nada de malo en ellas-, una película atractiva: a eso había que sumarle un buen elenco y la velocidad habitual del director Gabriele Muccino. Incluso, queda subterráneo un tema mayor, como es el choque cultural en la visión sobre el fútbol que pueden tener un europeo y un norteamericano (sumémosle que el director de la película es italiano). Pero no. Entre todos los ítems mencionados anteriormente, elija usted el menos interesante. Y no fallará: Jugando por amor es, poco felizmente, una película que se termina conformando con ser una de rematrimonio. Muccino fue una de las miradas más vitales del cine industrial italiano de la nueva era: Ahora o nunca o El último beso fueron películas inmensamente populares, renovadoras en cuanto a un sistema de estrellas que estaba vetusto y también voraces en la forma en que Muccino entiende el ritmo cinematográfico. No es un director clipero, las escenas duran lo que tienen que durar, pero el italiano casi no entiende de transiciones: sus películas son intensas. Bueno, un poco eso quiso trasladar a los Estados Unidos. Pero la mudanza ha sido trágica: y si bien En busca de la felicidad y Siete almas son películas cuestionables desde lo ético, tenían al menos esa voracidad narrativa típica de Muccino; los personajes se definían por acciones extremas, el ritmo era el latido del relato. Sin embargo con Jugando por amor ya no sólo la película es pobre conceptualmente, sino que además cualquier rasgo autoral se ve sepultado por una historia romántica de bajo vuelo que encima se construye mal. Los diferentes tópicos abordados en el primer párrafo no son caminos posibles, son instancias que el propio film instala histéricamente: casi como un delantero soltado en velocidad, la película amaga en ir para cada uno de esos lados. Pero recién sobre la última media hora, fija su objetivo: la posibilidad de que el protagonista Dryer no sólo haga fuerte el lazo con su hijo, sino que además se quede con Stacie, su ex. Y si bien con la temática del rematrimonio el cine de Hollywood ha entregado excelentes piezas, no es este el caso porque básicamente no se lo propone desde el comienzo sino que es una especie de manotazo de ahogado con el que intenta cerrar este relato feliz y perdicero. Jugando por amor pierde efectividad porque se nota la escritura del guión, cada giro se hace demasiado explícito y algunas situaciones que bordean el ridículo (unas fotos) sólo están ahí como trampolín para el final. De esta manera, Muccino termina por perderse en el panorama de un cine industrial escasamente satisfactorio, tal vez menos pretencioso -y por eso mismo más agradable- que sus dos primeros films en Hollywood, pero igual de inocuo. No obstante, lo que termina por molestar de esta película es el nivel de berreteada de su guión, que mete y saca personajes sin ninguna lógica, construye comic relief fallidos (el dueño de casa árabe) y se empeña sistemáticamente en hacer de buenos intérpretes como Dennis Quaid y Uma Thurman unos monigotes sin gracia. ¿Cuál es el sentido de todas las mujeres que se le lanzan a Dryer? ¿Por qué se lo muestra sin dinero si eso no tiene mayor injerencia en su desarrollo? ¿Qué pasa con el dinero que un personaje le da para que ponga al hijo? Un montón de incógnitas sin resolver. Jugando por amor apila elemento pero no define nunca (como esos delanteros vuelteros). Y todo para no mostrar, desde un comienzo, que se trataba nada más y nada menos que de una película de rematrimonio.
Aventuras a la española Nacido a partir de un cortometraje y con vida a través de las páginas del cómic, Tadeo Jones parece haber llegado para habitar en la pantalla grande: en este su primer largometraje -taquillero y premiado allá en España, de donde es originario- no sólo se logra una fluida adaptación del personaje al formato extendido, sino que además se evidencia un cariño por el cine de aventuras y por los viejos seriales, y por el entretenimiento sin mayores pretensiones. Es que esta producción animada en digital se reconoce deudora y heredera de la tradición de Indiana Jones, el arqueólogo más famoso de la historia del cine, pero el homenaje es a su esencia sin refugiarse en la copia. Ese, seguramente, sea su máximo triunfo: asumirse como un divertimento a partir de iconografía previamente pautada, pero construyendo algo nuevo en el camino. Con el modelo Disney-Pixar un poco sobre la espalda -evidente en el uso de la banda sonora y en el trabajo sobre la secuencia de títulos y la de créditos-, Tadeo, el explorador perdido arranca con un prólogo preciso en el que conocemos lo básico del personaje: un niño sin padres y cuidado por su abuela, que tiene el sueño de convertirse en arqueólogo. De ahí vamos a una elipsis. Y luego, ya grande, nos encontramos con un Tadeo que es apenas un trabajador de la construcción, aunque no pierde el objetivo de ser un aventurero. El conflicto estará puesto, entonces, en ver cómo ese tipo termina haciendo lo que le gusta. La película es bastante simple en su planteo pero no hay que entender eso como algo básico, sino como un gesto de coherencia con el tipo de relato que se intenta establecer: la idea del director Enrique Gato es mezclar un poco de aquellos seriales de aventuras, con los personajes de Indiana Jones y Tintín recubriéndolos con el humor torpe y físico de los clásicos del cómic español. Tadeo, el explorador perdido (extrañamente rebautizada aquí, cuando se trata de un film español) está construida a fuerza de chistes, de personajes bien ensamblados y empáticos (hay comics relief muy buenos como el loro mudo), y por si fuera poco con grandes escenas de acción, estupendamente pensadas y desarrolladas. En ese sentido, cumple con varios de los objetivo de lo que un buen film de aventuras debe ser. Sin embargo, por fuera de su preciso entretenimiento y su pericia técnica, hay que destacar la personalidad de una película que sabiéndose deudora de originales norteamericanos, nunca se achica y, por el contrario, exhibe con gracia sus propios aciertos. Sin ser una maravilla, es una pequeña lección de autonomía en un mercado como el del cine animado que está atosigado de muñequitos de moda.