Cacería en el desierto Michael Douglas reinterpreta al emblemático Gordon Gekko en un film de acción con un guión demasiado arbitrario. Hubo un momento relativamente reciente en el que Michael Douglas dejó atrás las aspiraciones de prestigio y reconocimiento para empezar a reírse de sí mismo. En Duelo al sol lo hace replicando a su emblemático Gordon Gekko ahora en plan vacacional, ya que la anécdota argumental se reduce a un millonario engreído y soberbio llamado Madec dispuesto a desembolsar todo el dinero que sea necesario con tal de cazar a un carnero al borde la extinción. Claro que lo que terminará cazando no será un animal sino a un hombre, Ben (Jeremy Irvine), un humilde baquiano de Nuevo México al que contrató para que opere como guía y rastreador. Construidos a pura contraposición, Ben y Madec se internan en las profundidades del desierto, al tiempo que empiezan a vislumbrarse las primeras tensiones de un vínculo que terminará rompiéndose definitivamente a raíz de un hecho que conviene no revelar. El film es el relato de una cacería humana narrado por Jean-Baptiste Léonetti con buen pulso y oficio, ayudado por la siempre distópica geografía desértica para acrecentar la sensación de inhospitalidad y desamparo. Los problemas de Duelo al sol aparecen cuando la anécdota se estira no tanto por la lógica propia del relato sino por artilugios de un guión demasiado forzado que incluye, entre otras cosas, mapas, agua y una gomera en medio del desierto.
Cine de terror... de terror Enésimo exponente del género que no tiene nada nada demasiado bueno (ni mucho menos novedoso) para ofrecer. Lo primero que ve la pareja y su hija ni bien llegan al pequeño pueblo colombiano al cual se mudaron debido a un ofrecimiento laboral que acepta el padre de ella son pobres. Chicos, viejos, adultos: todos pobres pero para ellos inofensivos, tal como lo demuestra la voluntad de él de intentar bajar la ventana para darles algún centavo. La concepción de un otro peligroso, inherente a gran parte del cine norteamericano, alcanza uno de sus puntos más altos en una producción que, paradójicamente, está financiada con una buena cantidad de billetes hispanoparlantes. Mamá (Julia Stiles), papá (Scott Speedman) y la nena se instalan en un caserón en las afueras del pueblo. Tienen “la suerte” de haber llegado en las vísperas de una de las festividades más importantes de la región destinada a honrar la memoria de un grupo de chicos brutalmente asesinados durante el periodo de colonización española, tal como les explicará una lugareña a la pareja justo antes de que ellos vayan a una fiesta a todo trapo en plena ribera del lugar. Los temores generados por la mirada foránea y prejuiciosa devendrán en realidad cuando la hija empiece a tener síntomas de una enfermedad, marcando así que aquel pasado está vigente mucho más allá de la celebración. Enésima película de terror estrenada en lo que va del año, Desde la oscuridad propone un desarrollo tipificado para este tipo de historias, con algunos sustos intercalados y la consecuente búsqueda incesante tanto de las razones del fenómeno, en este caso las escoriaciones de la nena, como de los motivos de los fantasmitas para aterrar a la pobre familia norteamericana. Motivos cuyo ecologismo de pacotilla no hace más que subrayar la idea de Desde la oscuridad como parte de un cine de terror ya no sólo gastado y carente de cualquier tipo de sorpresas sino, lo que es peor, destinado a limpiar conciencias.
No hubo milagro Docampo Feijóo (Los amores de Kafka, El mundo contra mí) construye un panegírico sobre la figura de Bergoglio/Francisco sin riesgo ni demasiado rigor. Segundo exponente cinematográfico del año centrado en la historia del Papa después del documental Francisco de Buenos Aires, de Miguel Rodríguez Arias, Francisco. El Padre Jorge es una mera aglomeración de retazos de la vida de Jorge Bergoglio que nunca levanta vuelo ni intenta ser algo más que una oda al Sumo Pontífice. Basado en el libro Francisco. Vida y Revolución, de la periodista argentina radicada en Roma Elisabetta Piqué, el film comienza con una joven periodista española (Silvia Abascal) haciendo un recorrido papal por Buenos Aires junto a su hija. A partir de ahí, la película irá del presente al pasado y de ahí nuevamente a la actualidad para mostrar distintos momentos trascendentales de la vida de Bergoglio, siempre con la amistad entre la europea y el sudamericano como eje. Por la pantalla pasarán la elección de su vocación, el surgimiento de su faceta social y, claro está, su rol en la dictadura, etapa limitada a una serie de referencias a sus acciones en defensa de los curas jesuitas desaparecidos. Torpe, previsible y pulcra, Francisco. El Padre Jorge omite cualquier detalle histórico que vaya en contra de la idea de mostrar a un hombre entregado en cuerpo y alma a una convicción inexpugnable. Sin riesgo ni rigor alguno, la de Feijóo es apenas una hagiografía papal.
Esta película ya la vimos (demasiadas veces) La secuela del film de terror estrenado en 2012 es menos de lo mismo. Con Scott Derrickson (director de la primera entrega, de El exorcismo de Emily Rose y de Líbranos del Mal) ocupando ahora el rol de guionista y productor, Sinister 2 mantiene de la original la idea de los videos caseros con escenas de asesinatos y el grupo de niños poseídos dispuesto a todo con tal de expandir su red de crímenes. Las víctimas son ahora dos hermanos que huyeron junto a su madre a una casa de campo ubicada al lado de una iglesia donde ocurrió un crimen seguido de cerca por un investigador privado cuyo contratista y motivaciones son desconocidos, marcando así la concepción de argumento como mero vehículo para hilar algunos sustos que tiene el realizador debutante Ciarán Foy. La aparición del padre de la familia refuerza la apuesta de Sinister 2 por retratar lo siniestro, pero finalmente se trata de una serie de golpes de efecto más o menos logrados, algunos aciertos climáticos y una historia que se desvanece tanto o más rápido que los pequeños fantasmas que pululan por la pantalla.
Una que sepamos todos Experto en cine de acción físico, el director de Día de entrenamiento, Tirador, Ataque a la Casa Blanca y El justiciero narra el apogeo, decadencia y resurgimiento de un boxeador (Jake Gyllenhaal) en una historia que apela con toda conciencia a los tópicos habituales de este subgénero. El resultado es una épica noble, por momento emocionante y disfrutable, que pega directo al corazón. Existen pocos subgéneros con normas narrativas, temáticas e ideológicas tan estancas y afianzadas en su mecanización como el de las películas de boxeo. Al fin y al cabo, en nueve de cada diez casos se trata de historias de auto superación y redención protagonizadas por hombres mayormente provenientes de la pobreza que se rodean de personas dispuestas a todo con tal de morder un porcentaje de las ganancias y que huyen despavoridas al primer síntoma de una caída, dejándolo solo para el glorioso resurgimiento final. Revancha se encuadra a la perfección en los tópicos habituales de estas películas, apelando a todos ellos con plena conciencia. El que está en lo más alto es el campeón Billy Hope (Jake Gyllenhaal), un hombre felizmente casado, millonario y dueño de una personalidad magnética que después de una situación que no conviene adelantar inicia un largo descenso moral y espiritual. Largo en tiempo (más de la mitad del metraje) como en profundidad. Puede achacársele a Antoine Fuqua cierta saña para con su protagonista, al que no le basta con dejarlo solo y en bancarrota, sino que también le quita a su hija y lo envía a los bajofondos neoyorquinos. La aparición de un viejo entrenador tanto o más golpeado por la vida que él (Forest Whitaker) será el puntapié para el regreso a la gloria y, con esto, la mejor parte de un largometraje que no será novedoso, pero que honra con creces al cine de boxeo, incluyendo, claro está, la clásica secuencia de montaje de entrenamiento. Fuqua es un viejo conocido del cine de acción físico (Día de entrenamiento, Tirador, Ataque a la Casa Blanca, El justiciero) de cuerpos sudorosos y en contacto constante, y se luce filmando las escenas sobre el ring con partes iguales de realismo y épica. Aún rugosa en su narración (el ascenso es mucho más meteórico que el descenso) y con una pátina religiosa siempre latente pero nunca protagonista, Revancha logra evitar todos los posibles golpes bajos para convertirse en una de esas películas nobles, emocionantes, disfrutables, conocedoras de su materia prima y con una seguridad apabullante para saber cómo contar y entretener con una historia mil veces vista. Es, en fin, una película que pega directo al corazón.
Una comedia desafinada La secuela del sorprendente film de 2012 muta el espíritu deforme y anárquico por otro mucho más gastado. Estrenada aquí casi en silencio y varios meses después que en Estados Unidos, Ritmo perfecto fue una más que agradable sorpresa, un musical deforme y anárquico que subvertía los códigos de las comedias estudiantes a fuerza incorrección y sorpresa. Su secuela, en cambio, luce gastada y dedicada a replicar los mecanismos su predecesora en lugar de expandirlos. Más notas perfectas comienza con las Barden Bellas ya consagradas como el mejor grupo de canto a capella de Estados Unidos y rumbo al mundial, donde deberán enfrentarse a una poderosa escuadra alemana. El problema es que las cosas no están del todo bien entre ellas, por lo que parten a una suerte de retiro espiritual para tratar de limar rispideces. El debut en la dirección de largometrajes de la actriz Elizabeth Banks –ya había dirigido uno de los cortos del film colectivo Proyecto 43– es mucho menos chispeante que la anterior. Banks carece del pulso que exhibe en sus papeles (incluso en este mismo film, donde interpreta a la comentarista de las competencias) demorando el remate de los chistes y estirando situaciones que antes funcionaban como disparador cómico (los enfrentamientos cantados, la estupidez de las chicas). Así, hay poco de perfecto en estas notas. Son, más bien, puramente desafinadas.
Cine como en el teatro Quizá el nombre de Israel Horovitz no diga demasiado para el cinéfilo promedio, pero se trata de uno de los dramaturgos norteamericanos contemporáneos más reconocidos, cuya obra incluye más de medio centenar de trabajos, muchos de ellos traducidos a varios idiomas e incluso algunos traspasados a la pantalla grande. Ese es el caso de su ópera prima, My Old Lady, que además es la transposición, a cargo de él mismo, de uno de sus textos. Estrenado aquí con el título más conciliador de Mi vieja y querida dama, el film tiene como protagonista a Mathias (Kevin Kline), un hombre que orilla los 60 años y llega a París para vender la casona que heredó de su padre. El problema es que allí vive una mujer de 92 (Maggie Smith), que por contrato debe permanecer en el lugar hasta su muerte, junto a su hija (Kristin Scott Thomas). Cada uno guarda secretos que se irán descubriendo a lo largo de casi dos horas con un automatismo propio de un director cultivado sobre las tablas. Así, el largometraje pasará de un tono ligeramente cómico a otro más oscuro, explicitando todas sus costuras mediante los parlamentos de sus protagonistas que, filmados en plano y contraplano en una única locación, remite al origen teatral de la propuesta. Correcto hasta la pulcritud, el film muestra que Horovitz podrá ser un gran dramaturgo, pero que para cineasta de primer nivel todavía le falta.
Africa para principiantes Pablo César ya había demostrado que la cosmología es uno de sus temas predilectos. Ahora, el director de Equinoccio, el jardín de las rosas (1991), Fuego gris (1993), Unicornio, el jardín de las frutas (1996) y Afrodita, el jardín de los perfumes (1998) vuelve a África para narrar una historia sobre el origen del hombre que intenta ser profunda, pero que queda boyando entre el surrealismo y lo metafísico. Coproducción con Angola y Etiopía, Los dioses de agua tiene como protagonista a Hermes (Juan Palomino), un antropólogo fanático de las culturas antiguas en general y casi obsesionado con el pueblo dogón, que sostiene que el nacimiento del hombre es consecuencia de un experimento extraterrestre. Tal es su grado de obsesión que su debut como director de teatro -además de hombre de las ciencias sociales, Hermes es, vaya uno a saber por qué, dramaturgo- versa sobre esa mitología. Los mandatos de la coproducción empujarán a escena a un estudiante angoleño que llega a Buenos Aires para completar sus estudios académicos. También se sumará un colega de Hermes enfermo (Boy Olmi) que lo tienta para que complete una serie de estudios de su autoría, dando pie al (para el protagonista) ansiado viaje al continente negro, donde tendrá su epifanía cargada de alegorías y música local. Para los espectadores, en cambio, quedará la sensación de haber completado la introducción para principiantes a la cultura africana.
Terremoto cinematográfico... con fallas Hacía unos cuantos años que el mundo no se destruía en la pantalla grande por causas naturales. Terremoto: La falla de San Andrés rompe la sequía imaginando un desplazamiento en el accidente geológico del título que desata una andanada de derrumbes, incendios y muertes. Muertes que, claro está, apenas se esbozan y quedan en fuera de campo, decisión que responde menos a una cuestión artística que a las aspiraciones mainstream del producto. Terremoto... arranca con la presentación de su protagonista, un piloto de helicóptero de búsqueda y rescate interpretado por el cada día más montañoso Dwayne Johnson, amo y señor de una historia concebida para su lucimiento personal y la exhibición de sus dotes al mando de cualquier vehículo. Las malas nuevas comienzan cuando descubra que su hija (Alexandra Daddario, la amante de Woody Harrelson en True Detective) está en pleno San Francisco durante el temblor, obligándose a ir hasta allá para rescatarla no sin antes hacer lo propio con su ex mujer (Carla Cugino), atrapada en las alturas de una torre de Los Ángeles. El film no propone nada que no se haya visto en los exponentes clásicos del subgénero cine catástrofe de los '70. Incluso podría decirse que propone prácticamente lo mismo, sólo que magnificado por la espectacularidad de la era 3D, aunque sin el humor y la autoconciencia de, por ejemplo, Roland Emmerich. Así, entre la gravedad de un guión empecinado en tomarse en serio a sí mismo (allí está los traumas del pasado como prueba) y una sucesión de efectos especiales, Terremoto... flota en una nube de polvo de la que ni siquiera el innegable carisma de The Rock logra rescatarla.
Homenajes y limitaciones El aragonés Carlos Saura vuelve a ensayar una aproximación musical después de Tango, Fados y Flamenco, Flamenco, en ese caso al acervo de los ritmos característicos de la Argentina. Zonda, folclore argentino está compuesta por fragmentos de vidalas, chacareras, coplas y chamamés interpretados por figuras de renombre que van desde Jairo hasta Lito Vitale, pasando por Juan Falú, Soledad Pastorutti, Peteco Carabajal, el Chaqueño Palavecino y el Chango Spasiuk, entre otros. No hay nada necesariamente negativo en la idea de iluminar una zona artística que, salvo contadas excepciones, no cuenta con difusión masiva ni mucho menos rotación radial. Tampoco en el objetivo de trazar un recorrido temporal que abarque desde sus comienzos hasta el presente, rindiendo además merecidos homenajes a dos figuras emblemáticas como Atahualpa Yupanqui y Mercedes Sosa. El problema de Zonda es mucho más profundo y es de forma. Filmado en un enorme galpón del barrio porteño de La Boca, el último trabajo de Saura exhibe una notoria falta de ideas limitándose a poner en escena a distintos artistas para ser filmados a media altura. Así, con la excepción del número de malambo y su escena final, Zonda se parece demasiado a una versión compacta de un festival folclórico del verano argentino.