La dignidad de los nadies. En este documental de Ulises De la Orden la palabra sustentable no suena a utopía. La realidad indica que cuando se piensa en sustentable, entran en juego tantos factores adversos que lejos de acompañar proyectos interesantes dividen, corrompen o al menos desaniman a sus artífices. La interrelación entre vecinos y un pueblo Mapuche bajo la consigna de una cooperativa que necesita fondos del Estado Provincial para llevar a cabo un plan de viviendas, sustentable, agita lazos de solidaridad entre pares y el compromiso de terminarle al otro la casa antes de empezar por la propia. Sin embargo, cuando entra la política en el juego todo se desmadra y así comienzan las tensiones entre la paciencia que se agota, las prioridades individuales por encima de las colectivas y las aristas invisibles de todo proyecto de convivencia entre grupos de diferentes culturas. Esa página al pie del proyecto, ese relleno de lo cotidiano, con discusiones e intercambio de estrategias comunitarias para paliar adversidades, es el condimento fuerte del documental. Sin ánimo didactista ni panfletario, Ulises De la Orden planta una cámara en un terreno fértil, el de las relaciones de los grupos humanos, otorga voz a “los nadies” que no pierden la dignidad y expone sin subrayados la enorme brecha entre la clase política, su insensibilidad y lo que es peor su capacidad perversa de prometer aquello destinado a jamás cumplirse cuando eso es más cruel que decir la verdad; que exponer sin pelos en la lengua que la política es la negociación constante de intereses ajenos al común de la gente.
Estancado en el recuerdo. Con un pasado reciente por el BAFICI 21, Badur Hogar llega a su estreno. Se trata del segundo opus de Rodrigo Moscoso que cuenta con las actuaciones de Bárbara Lombardo, Javier Flores, Daniel Elías, Castulo Guerra y Josefina Saravia, aunque los protagónicos de esta pareja despareja quedan para Lombardo y Flores. La treintena y la comedia romántica son dos pilares en los que se apoya esta historia atravesada por la melancolía y el humor, con buen ritmo y buena química de la pareja protagónica. Al igual que ocurre en todo relato concentrado en la idiosincrasia de una provincia, como en este caso la de Salta, existe una relación tirante entre quedarse o buscar un futuro en otro lugar. Pero si a eso se suma el peso de los legados familiares, las tradiciones que buscan prolongar cierta manera de vivir o entender la vida, ocurre un conflicto de mayor escala. Por ese motivo, el protagonista de este relato, cuya actividad como piletero en realidad es una pantalla y su relación con su padre otra piedra en su zapato, se encuentra estático, preso de su inercia comienza a recibir señales equívocas. Algunas de ellas lo atan al pasado, a ese Badur Hogar, local gigante de electrodomésticos -cerrado en los 90- al que todos recuerdan por sus publicidades y jingles pegadizos. Atestado de objetos, el lugar y sus grandes ventanas a la calle tapadas por diarios dan la imagen de una manifiesta decadencia, de un sabor amargo que conecta con un pasado de familia al que no se quiere regresar o al menos eso parece. Hasta que aparece en escena una impetuosa mujer, porteña, decidida, frontal y enamorable, para dar vuelta la página y ver ese pasado o legado desde otros ojos. Con la idea de sortear clichés del género de la comedia de enredos, la comedia romántica y ciertas películas independientes, el director Rodrigo Moscoso alcanza un nivel aceptable desde la propuesta integral para lo cual las buenas actuaciones de la dupla Flores-Lombardo aportan algo más que carisma y su granito de arena.
Cuestión de género. Género es una palabra que en este caso encaja perfecto en la propuesta de Alberto Romero, Infierno grande, con un interesante reparto entre quienes se destaca Guadalupe Docampo y Alberto Ajaka. Ambos en el rol de mujer y hombre en la disputa por la violencia de género, ambos en el rol de cazador y presa para un cruce con ciertas ideas narrativas que buscan salir de la norma. Salir de la norma o el estándar para cumplir con la ley de empoderamiento femenino cuando la protagonista embarazada dice: hasta acá llegó mi amor… Un hecho azaroso, con su marido golpeador inconsciente, es la chance de fuga y a partir de allí, en el camino, una galería de variopintos personajes para darle al paisaje un tono menos solemne. Anécdotas que van y vienen, siempre con los ojos en la espalda ante la inminente llegada del esposo traicionado. La mala decisión de introducir un tercer elemento como voz en off del bebé por llegar malogra algunas buenas intenciones, sin embargo los secundarios generan empatía y si bien Alberto Ajaka no se luce demasiado esta vez,como en otras películas recientes, su personaje provinciano, candidato político que vive a la sombra del padre, por momentos convence. Para Guadalupe Docampo simplemente un papel que le queda como anillo al dedo, sabe recurrir a distintos matices para generar esa ambigüedad entre lo frágil y lo fuerte mientras empuña un rifle que toma con tanta naturalidad como cuando debe sonreír ante un halago. Infierno grande cumple con su objetivo, aunque siempre da la sensación que se viene un plus y ese plus no aparece. El género se respeta y la idea de encontrarle una vuelta de tuerca a la violencia de género también.
Malo, Superman. Si bien no es para nada novedoso que toda película de superhéroes o supervillanos transiten por lugares comunes, respeten códigos de un subgénero que últimamente está en boca de todos, siempre hay una cuota de expectativa cuando de una nueva figurita se trata, y mucho más si viene acompañada de una interesante premisa para contar el origen de un villano. Nada de esto sucede en este nuevo intento de David Yarovesky con la historia trillada de Superman pero esta vez desde el punto de vista de un extraterrestre sin un ápice de empatía humana. El muchacho en cuestión se llama Brendan Breyer y es más malo que su madre (Elizabeth Banks), quien al no poder quedar embarazada aprovecha la volada cuando la criatura extraterrestre cae en su rancho. La crianza de este bicho con cara de nene malo era normal hasta que el pibe descubre que es diferente a todos sus insulsos compañeritos de escuela, le quiebra en cinco la mano a una chica al dársela como revancha de su actitud, mientras el resto de los niños se burlan. La premisa muy mal desarrollada y sin sorpresa toma un cariz distinto cuando aparece un terror rutinario, algo de sangre en contraste con este chico problemático que se la pasa dibujando símbolos, con una madre un tanto negadora que finalmente debe aceptar la gran metida de pata de haberlo acogido en ese rancho. Nada más y mucho menos. Lástima, parece que hay secuela.
Entre dos mujeres Si se hubiese tratado de un cortometraje, la propuesta de la directora Azul Lombardía posiblemente hubiera generado mayor expectativa. Sin embargo, Doberman , cuyo origen es teatral acusa precisamente un tiempo teatral en su puesta en escena, algo que la lleva al terreno pantanoso del exceso. Las dos mujeres en el centro de la extensa charla de entre casa que va tomando carices diferentes que anuncian algo explosivo logran por momentos eclipsar la atención del público, mérito de las actrices Maruja Bustamante y Mónica Raiola (esta última más conocida en el circuito del último cine argentino) aportan de la cadencia de sus enormes parlamentos su cuota de originalidad. No obstante, las charlas derivativas que no escapan al costumbrismo, la constante alusión a la infidelidad con historia de hombres que se van con “pendejas”, el culto al cuerpo y el chusmerío de barrio terminan en una redundancia que a los veinte minutos de película no se altera salvo en sutilezas y cambio de tonalidad en el habla. Es por ese motivo que la película nunca llega a explotar, es larga para lo que quiere contar y demasiado afincada en una sola dirección.
El cuerpo que esconde Quizá para muchos lectores La lección de Anatomía sencillamente aluda al famoso cuadro y para otros más entrados en años al nombre de una obra de teatro, cuyo primer estreno se remonta a los años setenta en Argentina, pero que recorrió el mundo a lo largo de décadas. Un puñado además sabrá que detrás de este espectáculo teatral que en su momento generara todo tipo de polémica dado que los actores en un acto de la obra quedan completamente desnudos, el nombre de Carlos Malthus representa algo más que el del creador de esta obra teatral. Pablo Arévalo y Agustín Kazah tomaron la cámara y salieron en busca de Carlos Malthus y además de su proyecto de volver al ruedo a sus 77 años con una nueva puesta teatral de su obra La lección de Anatomía , bajo la sospecha de que en el mundo de hoy donde el cuerpo se exhibe cada dos minutos en cualquier red social o la impostura adopta nuevos discursos, no perdería vigencia. Para ello comenzar de cero, una vez conseguido el teatro y un riguroso casting de actores nuevos para asumir el desafío. El teatro desde adentro, desde sus ensayos, marcas personales de Malthus y la incondicional presencia de su pareja Juan Leiva ocupan la mitad de este interesante documental pero la singularidad sucede por azar o desgracia de acuerdo a cómo se hubiese decidido por parte de los directores continuar y a partir de allí algo que resultaba ajustado a los términos de un documental sobre un proceso creativo en acción se transforma en un homenaje no sólo a Malthus y a su obra sino a los modos de resistencia de la cultura en un país donde la cultura no importa. Imposturas políticas en discursos floreados chocan con esos cuerpos autómatas en su danza de la rutina y la mentira, la desnudez del alma es la del artista y la del cuerpo la única verdad que nos hace libres.
El pibe chorro y el pintor del insilio Bastan tres detalles para ubicarse en el contexto de este segundo opus de Paula Markovitch , un film que apela a la idea del vínculo padre hijo desde lo simbólico claro está y que además transita por un minimalismo sostenido, idea que se traslada incluso a la escasez de diálogos entre Marcos (Alvin Astorga) y Luis (Maico Pradal): un pequeño televisor blanco y negro con un partido de fútbol relatado por Marcelo Araujo y Macaya Márquez, la falta de celulares, computadoras y ese tipo de objetos y el precio de las verduras en pesos. Desde ese escenario entonces, alejado de la realidad del día a día, la acción se traslada a un barrio marginal tucumano. Marcos vive solo, rodeado de cuadros y de soledad, mientras que Luis vive con sus pares en la calle, aspira pegamento, juegan en la basura y a las manos. La palabra ausencia parece tallada en esa piel y la del marginal también, pero Marcos se ve invadido una noche y desde allí el vínculo tóxico entre ambos busca colores en plena oscuridad. No es un detalle menor que la directora haya querido homenajear la obra clandestina de su padre, pintor comunista que debió escapar de la dictadura y acercarse a los márgenes de la carencia, pintar en secreto y generar la menor cuota de socialidad posible. Eso lleva a la película a cobrar un sentido de otro propósito y entonces la palabra padre e hijo en realidad podría ser padre e hija. Minimalismo que no ayuda en ese caso aunque el relato no escapa a la realidad del contexto en el que se desarrolla. Queda un tanto opacado el sentido de los cuadros, también de querer transformar a Luis con algún conocimiento distinto al de la calle, colores que buscan un lienzo invisible. Lo visible es lo fútil, el hambre, la decadencia, la pobreza y la marginalidad. También ese pasado que vuelve a buscar lo que queda y si nada queda habrá otros que pinten un nuevo cuadro. Buenas intenciones y otra manera de homenaje en una ficción para no recaer en la catarsis documental.
Dos amores y una tarántula Tras diez años lejos del cine, Juan José Campanella retoma un viejo proyecto de décadas atrás para dejar asentada su permanencia, su cinefilia funcional, sus tópicos habituales y la entrega total en esta nueva lectura o remake libre de la película de José Martínez Suárez Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), film al que El cuento de la comadreja homenajea, pero que afortunadamente no somete al irritante juego de comparaciones y ni siquiera de exámenes que el propio director de Metegol merezca responder. Y homenaje tal vez es uno de los pocos elementos que sobrevuelan la trama de esta comedia negra cuando el otro es sin lugar a dudas el cine argentino de antes, pero no solamente el de los años 30 o 40 sino el que le siguió y que tal vez encontrara entre tantos rumbos el de los 70 con películas como la de Martínez Suárez en épocas de dictadura. Para algunos, ese cine contemplaba al espectador antes que a la película o las intenciones personales de sus directores y aquello que conocen algo de la filmografía de Juan José Campanella advertirán que esa es su carta de presentación y su éxito en materia de números de taquilla. La primera singularidad de este opus obedece a la menor cantidad de costumbrismo en el planteo general y por otro lado haber contado con el mejor elenco de actores argentinos, referentes de distintas épocas del cine nacional y que hoy continúan dando todo cuando un director sabe dirigirlos. Graciela Borges en su nueva performance de diva del cine, -rol que en la película de los años 70 estuviese a cargo de Mecha Ortíz- es la principal generadora de lo mejor de la película, no solamente por su fotogenia sino por manejar a la perfección el cambio de registro para lo cual Luis Brandoni, Oscar Martinez y Marcos Mundstock se complementan en un calibrado despliegue escénico. Diva, director, guionista y actor opacado y siempre segundón ahora en silla de ruedas, habitan esa mansión venida a menos, viven entre afiches de películas protagonizadas por ella y además soportan sus aires mientras pasan su tiempo. Cada detalle en esa mansión conduce a una historia de cine como si de un museo se tratara, aletargado el tiempo y olor a celuloide. Todos tienen un papel en esa mecánica que hasta resulta exagerado, hasta que el cine dentro del cine introduce el conflicto con lo nuevo (Nicolás Francella y Clara Lago) y el guía del museo pasa a ser Juan José Campanella. La película arranca en ese desentumecerse como si de un largo bostezo se tratara y el aire cambia, y si cambia el aire, cambia el decorado y si el decorado cambia, modifica la acción para empezar a escuchar ecos de un cine en una imagen en blanco y negro proyectada en una actriz que hace de diva y que es diva en medio de un humor que a veces parece británico, en el retrueque exacto entre diálogo y diálogo como esa música que ya no se escucha; como el vinilo o una partida de pool para mostrar cierto aggiornamiento y en ese movimiento constante del humor, sobre un paño y bolas que también se adaptan al juego del todo o nada se va tejiendo la estructura narrativa de cada acto para que el drama, acompañado de la tensión de un suspenso en solfa (no hay que dejar de lado que es una comedia negra) de golpe se vea atrapado por la emoción, por una historia de amor a través del tiempo y por el juego del actor que no es otra cosa que mentir. Se trata de fingir para prevalecer en el tiempo pero lo que no puede fingirse ni actuarse es el amor o la muerte por más que un viejo parezca joven o un joven parezca viejo. A Campanella le gustan los espejos y por eso le gusta el cine. Esperemos que al público también.
Ella baila sola. Sin ahondar de manera explícita, la violencia de género es la capa que recubre el mundo interior de la protagonista Juana, quien carga en sus espaldas el peso de los golpes de su pareja, la pérdida de un bebé, en apariencia niña (de allí el nombre Clementina) pero también las jugarretas de los soliloquios y las maneras de generar desde el inconsciente las salidas para escapar de los refugios de la locura. Es que la ópera prima de Jimena Monteoliva crece exponencialmente al enfrentarnos como espectadores con la subjetividad de Juana. La palabra subjetividad también refiere a sujeto y sujeto a identidad, que se disloca cuando los golpes en el cuerpo disocian la personalidad, abren el juego de la sumisión para evitar el estallido de un macho cabrío que puede ganar territorio fabulando arrepentimiento, a la vez que muestra la vulnerabilidad en momentos de extrema batalla si del otro lado se escapa el rol sumiso para ser dominante en el juego. Juego que se trasluce en la propuesta de Jimena Monteoliva no sólo desde la puesta en escena, sino en el coqueteo permanente con elementos de género fantástico para recubrir esa capa de densidad de la violencia que no se muestra pero que se percibe al postergar los proyectos de remodelación de una casa, donde habitan los miedos. Miedos que son voces que necesitan callarse en un baile frenético para que la música no sea la del grito cuando una patada seca, seca un vientre. Juana baila sola y trastabilla por culpa del ímpetu de un hombre violento; Juana calla porque prepara la excusa de la venganza si es que llega a sonar el timbre, si es que el teléfono no interrumpe en su soliloquio mientras el cuarto reposa y espera a la niña o la casa deje que las puertas se abran y los traumas fuguen en un duelo silencioso, y así aparezca alguien que encuentre en el eco ese pequeño mensaje que dice: ni una menos.
Heavy coming of age. Daniel Barosa se acomoda demasiado rápido en el ámbito y territorio donde pretende desarrollar un vínculo entre una adolescente y un cuarentón. Ese vínculo pasa por los estadios del idilio a la toxicidad cuando son las soledades de dos personajes carentes de todo sostén las que marcan los compases de una melodía desencadenada y triste. Pero si a eso le agregamos el rock o la cultura del rock, el resultado es una película de alta intensidad, anárquica por momentos e intimista por otros. A la idea intimista se la dimensiona desde la propuesta visual que desde un celuloide gastado y un tono setentista trae la referencia de la home movie, o tal vez el derrotero de una groupie cuando convive con un músico de rock, que no lo es tanto como su abuelo y ese es su mayor obstáculo para conectar con su presente y buscar amores adolescentes a una edad bisagra y de replanteos existenciales. En el cruce de ese puente generacional, la adolescente interpretada por la actriz Ailín Salas aporta un temperamento avasallador, la necesidad de encontrar en un hombre al padre ausente en pleno duelo por la muerte de su madre en Argentina, pretexto para vincularla con Brasil y desde ese instante con las obsesiones del músico fracasado. En cuatro episodios o etapas, todo cambia en siete años, las escenas fuera de foco y la mutación de pieles conecta con el cuerpo, el sexo como herramienta de extorsión emocional e incluso la autoflagelación como sustituto de masturbación en el caso de ella y como una de las tantas maneras de poner en escena el deseo ante tanta fragilidad de corazón. Boni bonita es un interesante retrato heavy de un coming of age al que no le falta ni le sobra nada.