La intimidad del espía La vuelta de tuerca a la personalidad de James Bond le sentó perfecto a una saga que ya cumplió los 50 años y aún se mantiene en vigencia tanto en la taquilla como en el imaginario cinéfilo de culto. Y si a eso se le agrega la inclusión del inteligentísimo Sam Mendes en la silla de director, es un combo aún más efectivo para una de las películas más personales -por así decirlo- del mítico espía británico. Los personajes obtuvieron relieve. M (Judi Dench, genial en su papel) toma importancia en el porvenir de la MI6, y resulta clave en el desarrollo de la trama por su vinculación (involuntaria, eso se deja claro en la historia firmada por Purvis, Wade y Logan) con el gobierno de Gran Bretaña, así como también es vital y necesaria para su desenlace. Un villano interpretado caricaturezca pero notablemente por Javier Bardem, le da el tono romántico al film, aunque, si bien se entiende que la idea era crear un némesis caótico, con un pasado como disparador de su accionar y a la vez como leitmotiv, no logra redondear muy bien la concepción de fatalidad que engloba su construcción (y el final no ayuda mucho, ciertamente). Y Bond. James Bond. El Bond más ¿frágil? tal vez, pero sí humano y palpable que jamás haya tenido la saga. Un Agente 007 al que los años se le vinieron encima y con ellos la noción de modernidad se despedazó por el suelo. Como si el universo Bond hubiera caído en la cuenta de que la realidad lo superó en paranoia terrorista y psicosis tecnológica. Bond es el personaje que nunca fue y que a partir de ahora quizás será, por su nueva condición humana. Y ahí está el logro de Sam Mendes. Este personaje de Daniel Craig se venía caracterizando por su fuerza física, y poca dependencia a las armas y artefactos de Q, pero ahora con eso también llega un pasado que lo invita a usar su personalidad como arma (el significado de "Skyfall" va mucho más lejos de lo que uno puede suponer con el título) y su contexto social como escenario de batalla. He ahí que quizás Skyfall (2012) sea una de las películas con menos acción de la historia de esta saga, con un desenlace tan intimista y tan humanizado como sólo Mendes podía proponer. No obstante, descuiden, las secuencias de acción (como la inicial) están muy bien filmadas y no tienen nada que envidiarle a las obras que dirigió Martin Campbell o Marc Foster en la era Craig. Se destaca la secuencia de créditos, con la canción homónima cantada por Adele, y unos efectos visuales muy llamativos, como no podía ser de otra forma en la saga del espía. Skyfall es, además, un disfrute técnico, con una deslumbrante fotografía por parte del gran Roger Deakins, quien hace de la iluminación un elemento clave en la puesta en escena y eleva aún más el status cinematográfico de este gran acierto que es este nuevo capítulo de 007. No dejará indiferentes a los iniciados en este universo de acción y espionaje, y a los seguidores acérrimos de la saga seguramente dejará más que contentos. A esperar la próxima, entonces, con la esperanza de que se repita la fórmula completa.
La hazaña impensada Ya no quedan dudas de que cuando decimos el nombre de Ben Affleck hablamos de uno de los directores de cine más prometedores de la industria hollywoodense. Su pulso para filmar secuencias dramáticas, su forma de poner la cámara y la calidad con la que narra hechos sociales (y ahora históricos) lo convierten en un realizador único en la actualidad. Argo es su consagración temprana, en una filmografía que sólo cuenta con dos obras más, ambas también excelentes. Esta película, con un guión basado en una autobiografía e inspirado en un artículo periodístico, cuenta con notoria solvencia un hecho que inexplicablemente a nadie se le había ocurrido llevar al cine: el operativo de extracción de seis diplomáticos estadounidenses escondidos en la embajada de Canadá en Irán durante la revuelta de 1980, por el asilo político que Estados Unidos le dio al sha Reza Pahlavi tras su derroación en 1979. Todo esto está explicado en una asombrosa introducción en la que Affleck muestra sus dotes como narrador, documentalizando necesariamente un hecho que luego servirá como contexto en toda la película y hará que el espectador se sienta parte de ella. A partir de allí es todo cuesta arriba, con un reparto que está excelente, liderado por el mismo Affleck, pero acompañado por notables actuaciones de John Goodman y Alan Arkin, quienes se devoran la pantalla en sus momentos juntos. Y llega el clímax, filmado de forma magistral, con un pulso narrativo que se apodera de la tensión como recurso y convierte a lo que venía siendo un drama histórico en un thriller político hecho y derecho, todo combinado con un montaje alucinante y muy buena música compuesta por el genial Alexande Desplat. Todos los elementos en Argo son importantes. Desde las actuaciones (todas muy creíbles) y sus construcciones estéticas (la secuencia de créditos finales, juntando fotogramas de la película con fotos reales de los personajes que vivieron los hechos en 1980), pasando por el trabajo de sonido como un elemento más en la gama de recursos que Affleck emplea para dar tensión al relato, hasta la puesta en escena. El nuevo opus de Affleck no puede dejar indiferente a los espectadores, porque nuevamente el director de Gone Baby Gone (2007) y The Town (2010) logra imprimir de realismo una trama que quizás en otras manos pasaría inadvertida, y no sería este cuadro de una realidad social latente (Irán como pivot estratégico en el panorama político de Oriente y sus consecuencias, la CIA como la institución casi autónoma disparadora de conflictos mundiales, y Estados Unidos con su constante intromisión en asuntos internacionales) en donde además se pone al cine en un lugar de privilegio, no sólo por ser el medio de expresión y elección narrativa, sino porque es un personaje más en los hechos. Y eso, señoras y señores, jamás puede ser malo en este arte. Y si te parece malo, "Argo-fuck yourself"...
La aventura del amor, según Anderson Las historias de aventura con niños no son frecuentes en el cine de hoy en día. Allá en el recuerdo quedan obras maestras como Stand by me (1986) de Rob Reiner. Porque nos referimos a historias bien contadas, en las que se resalta la pureza infantil y al mismo tiempo se hace un tratamiento maduro en el que se explica el pasaje de la inocencia (siempre presente) a la madurez, pero siempre conservando la avidez por descubrir cosas nuevas, y el sentido de rebeldía. Con esta premisa retorna a la pantalla grande el genial Wes Anderson, que con su puesta en escena llena de travellings, gran angulares y planos fijos, arma un producto hermoso, caracterizado de forma magistral por un reparto de lujo, en el que se destacan los dos jovencitos protagonistas que sin dudas serán una de las grandes revelaciones en esta nueva década: Jared Gilman y Kara Hayward. El director de The Royal Tenenbaums (2001) y recientemente de Fantastic Mr. Fox (2009) ofrece una historia bellísima sobre la búsqueda del amor, una versión isleña, pueblerina y políticamente incorrecta de Romeo y Julieta, pero mucho más divertida y perspicaz. Todo musicalizado de forma magistral por el genio Alexandre Desplat, y con un guión excelente escrito por el propio realizador y el poco conocido en el mundo del cine (salvo por la anterior película de Anderson en live action, The Darjeeling Limited) y más conocido en el panorama de los videoclips, Roman Coppola., hijo del gran Francis Ford Coppola. El ritmo y la cadencia con el que está contada la historia, más la gran dirección de actores (sobre todos los chicos, que hacen un papel genial, como el grupo de scouts) son admirables, y no dejarán indiferentes a unos espectadores ávidos de historias divertidas y bien narradas con el lenguaje cinematográfico. Anderson suele escapar a los vicios del formato, inclinándose por una puesta en escena más bien teatral, pero en este caso, ayudado por la buena fotografía de su eterno colaborador, Robert D. Yeoman, con grandes encuadres en locaciones naturales y mucho exterior, esta vez no se da tanto este fenómeno. En sí, Moonrise Kingdom (2012), un reino bajo la luna que se muestra como aquel lugar donde uno manda, sea donde sea, mientras lleve consigo su yo, sus sentimientos, lo que lo hace a uno mismo, es un ensayo muy entretenido sobre la infancia, la rebeldía y el amor más sincero, el que nos define, donde el cine, aún siendo una excusa, lo hace aún más bello.
Había una vez un osito único... Por fin una película que logra combinar irreverencia y buena narrativa. Por fin alguien que se libera creativamete sin restricciones artísticas (la verosimilitud acá no tiene jurisdicción) pero respeta el conjunto de elementos que hacen al relato cinematográfico. Y, por qué no, por fin Seth MacFarlane dio el salto de calidad y debutó como cineasta. Ted (2012) es un antes y un después en la comedia hollywoodense. MacFarlane (artífice de las ácidas series animadas Family Guy, The Cleveland Show y American Dad) es ese realizador todo terreno que se pone delante, detrás y al costado de la cámara para pasarla bien, y el resultado es esta divertida película que está atestada de gags filosísimos como sólo este director sabe hacer. Por eso no es exagerado pensar que esta película sea un hito en el género dentro de ese país. En la película nos encontramos con un osito de peluche que cobra vida de forma mágica por el pedido navideño de un niño con problemas para tener amigos. Hasta aquí una catarata incontenible de clichés. ¿Por qué, entonces, es tan buena Ted? Porque MacFarlane continúa en esa línea durante toda la película y se ríe en nuestra cara por seguirle el juego en semejante estupidez. El que se toma en serio este film, sencillamente no entendió nada. El único momento en que puede costar un poco separar el dramatismo (si se quiere) del relato con la constante parodia hacia su propia historia es en el clímax, quizás el momento más flojito de los 106 minutos que dura, pero aún en ese momento pareciera que MacFarlane está por decir eso. Y ese constante suspenso por esperar un nuevo gag hace que la película sea un disfrute completo (la última palabra del guión es un gag, y uno de los mejores, imagínense). Mientras nos hace reir y nos introduce de lleno en el desarrollo de la película, MacFarlane despliega un abanico de referencias cinéfilas, que van desde las constantes citas a Star Wars (1977) hasta el cine de Spielberg, y que tienen su súmum en la inspiración para los personajes que implica Flash Gordon (1980). La trama no da respiro en un constante descontrol frente a cámara y todo tipo de situaciones (que saben medirse en el momento justo, para dar descanso a la narración), pero eso sí: hay que saber reirse con este tipo de películas. Están advertidos, acá no hay momento para pensar en xenofobia, antisemitismo o racismo. En el universo de MacFarlane vale todo. Y así como vale todo, también vale aplaudir grandes aciertos, como la secuencia de créditos, que a su vez es una secuencia de montaje en el que vemos el crecimiento de Ted y John Bennet (Mark Wahlberg, versátil pero irreconocible en este tipo de papeles, todo un hallazgo) mientras Norah Jones canta la bellísima canción "Everybody needs a best friend" (el jazz juega un papel importante dentro de toda la excelente banda sonora del film). Ted es una gran película. Los más metódicos van a apreciar la precisión con la cámara de MacFarlane, sin dudas un gran debut como director. Los más pochocleros la van a encontrar como una locura de película. Y los otros... probablemente no estén hechos para este tipo de humor, lo cual es entendible también.
¿Para qué nos caemos...? La trilogía del solemne Christopher Nolan llega a su fin con esta entrega del Caballero de la Noche, que nos muestra una mirada menos oscura y mucho más épica de la historia del hombre murciélago. Si con Batman Begins (2005), cinta con la que más ligazón se establece en este final, Nolan nos mostraba un hombre lleno de traumas dispuesto a cobrarse venganza de ese mundo turbio que lo convirtió en quien es, en The Dark Knight Rises (2012) se nos recuerda por qué Bruce Wayne eligió el camino de luchar contra el crímen, a través de una innumerable cantidad de fracasos y caídas. Porque eso tiene el Batman de Nolan, que no tuvo ningún otro que intentó adaptarlo al cine: es humano. Y en ese marco se construye una trama absolutamente espectacular, con un reparto coral que hace pasar muy rápido las tres horas de metraje. Batman ha desaparecido en los últimos ocho años, tras la muerte de Harvey Dent y el plan conformado con el Comisionado Gordon para encubrir las aberraciones con las que Dos Caras manchó la reputación del fiscal de Gótica. Es este lapsus el que utilizan los guionistas para trazar la diferencia (quizás a modo de seguridad o precaución) abismal que hay con The Dark Knight (2008), quizás la mejor película de superhéroes de la historia del cine. Es que semejante antecedente sólo ponía en peligro una tercera y necesaria parte en la que se tenía que resolver todo lo que anteriormente habían armado, y que la lamentable muerte de Heath Ledger -encargado de crear a ese inolvidable Guasón de la segunda parte- truncó (es sabido que Nolan pretendía concluir la historia con más andadas del Joker y sus secuaces). No obstante, y como quizás sólo Nolan podía hacerlo, se puso en escena un villano casi tan llamativo como el anterior: Bane, ese gigante musculoso que en los cómics vivía de un veneno para ser más fuerte. Llevándolo al universo hiper realista del director inglés, ahora Bane (Tom Hardy) es un hombre grandote, sin más, que usa una máscara con la que inhala un anestésico que lo resguarda del dolor provocado en un hecho del pasado. Este personaje representa un perfecto resúmen entre los anteriores villanos de esta saga: la determinación y las ansias de destrucción de Ra's Al Guhl, con el anarquismo desmedido del Guasón. Es aquí cuando resaltamos una de las escenas mejores logradas por Hardy, en el discurso a los medios que da parado encima de un Tumbler antes de liberar a los reclusos de la prisión de Gótica. El texto es escalofriante, y no tiene nada de alocado si se traza una comparación con lo que se vive en la vida cotidiana de cada nación por estos tiempos. Otro mérito para los hermanos Nolan. El autor de Inception (2010) toma de su propia historia de Batman muchos elementos para beneficio del hilo conductor, pero a su vez respeta el cómic como el mejor de los fanáticos. La historia de vida de Bane (sólo retocada para fines de producción, y quizás alguna vueltita de tuerca en el desenlace), su batalla con Batman, y su detonante emocional e ideológico para justificar su accionar, todo es perfectamente cuidadoso en cuanto a la historieta original. Y es en este logro que se enjuicia y se felicita a Nolan, por ser el hombre que se encargó de brindar una historia totalmente respetada sobre Batman, quizás el "superhéroe" más vapuleado por la historia de las adaptaciones (sólo destacando las incursiones artísticas que aportó Burton). Nolan es a Batman en el cine, lo que Frank Miller en los cómics. "El hombre que armó al murciélago", diría yo, como un parafraseo a la gran cualidad que caracterizó a Bane históricamente. Las actuaciones, la producción, la historia tan bien hilada y concluida (a pesar de algunos vicios propios de la industra y ciertas cuestiones innecesarias, que no tenían ninguna de las anteriores dos entregas), todo enmarcado con una monumental banda sonora de Hans Zimmer, se conjuga para un final digno de esta saga. La saga de un hombre que cayó incontables veces, y se levantó para crear un símbolo de lucha contra el mal. Pero no el mal en el tono romántico de esa tan utilizada palabra. Sino el mal en tanto demonios de la sociedad, de la psique de uno mismo, del torrente de ideas que apestan el porvenir de las naciones, mal gobernadas por personas corrompidas moralmente, y descuidadas por un sistema que se deja torcer la mano. El mal tan simple que implica no ver los errores propios, y apoyar la flaqueza para no querer levantarse. Una vez más, gracias, Batman. Gracias, Nolan. Simplemente eso.
El coloso de la periferia En el nuevo opus del cada vez más genial Pablo Trapero, se deja ver la lucha de las más grandes instituciones sociales en el armado y desarmado de un pueblo segregado, en su intento de elevar su calidad de vida. Y en ese constante conflicto que es la trama del director de Leonera (2008) y Carancho (2010), aparecen un montón de personajes riquísimos que ofrecen una visión muy humana de las cosas, partiendo de las firmes decisiones en situaciones extremas, hasta las habituales dudas que nos alejan de nuestro porvenir en la lucha cotidiana por intentar ser mejores. Además, a cada uno le podemos agregar unas escenas de presentación simplemente brillantes. Elefante Blanco (2012) aparece como la producción más elaborada de Trapero en lo que a trama refiere, sobre todo porque no permite que un tema tan complejo y delicado sea trastocado con las típicas manchas del prejuicio, la demagogia u otras cuestiones. El realizador se pone en un lugar sumamente subjetivo, de la forma más objetiva que su cámara le permite, y ese es uno de los grandes méritos de su más reciente obra, la cual este servidor pone en lo más alto de su filmografía. Eso, sin contar el alucinante despliegue de producción, sobre todo en el climax del filme. Qué decir de los protagonistas. Si bien por momentos el personaje principal es, claramente, el de Renier, Ricardo Darín no le da oportunidades a nadie. Está en una de sus performances más logradas, y se lleva por delante todas las escenas, con un papel único en su carrera, en el cura villero más creíble que podía haber dentro de las posibilidades para esta propuesta cinematográfica. Por supuesto, la gigantesca Martina Gusmán nunca se queda atrás, y le da el equilibrio (y desiquilibrio en cuanto a trama) perfecto a una historia que pide a gritos su seguridad frente a cámara tan característica. Renier, por su paste, muy correcto en su participación, luchando con el español pero dando cátedra con los silencios y las miradas, enamorando a la pantalla con su humanismo. Mientras el film expone una realidad lamentable en las zonas más desprotegidas de nuestro país, poniendo en primer plano la denuncia por el histórico abandono del proyecto de hospital del hoy denominado 'Elefante Blanco de la Villa 15', se reivindica la labor del Padre Carlos Mugica, enalteciendo su imagen en pasajes casi documentales y testimoniales de la película, y en un discurso del personaje de Darín que estremece. El resto, con el típico desliz hollywoodense en los finales frenéticos de Trapero, con mucha cámara en mano y plano secuencia, en escenarios fotografiados de forma única, es de digno deleite. Una película imperdible que no puede dejar indiferente a nadie. Para ver y pensar, como todo el cine de Trapero.
Dialectos matrimoniales y rituales de justicia El cine iraní nos viene trayendo gratas sorpresas en lo que a definición de cine de autor se refiere. Tal es el caso de Jodaeiye Nader az Simin (2011) una historia melancólica y cruda al mismo tiempo, que guarda cierto fondito amargo para el deleite de los que odian las tramas melosas y con final feliz. Nada de eso hay en la película de Asghar Farhadi y su inquieta cámara. A separation, como se la conoce mejor, es una cinta inquieta en todo sentido. Sus infinitos diálogos, su urbanismo desmesurado, su trasfondo político (motivo del intento de divorcio del personaje de Leila Hatami), su base religiosa como leitmotiv imperativo y su realismo imparable la clasifican como lo más atinado de esta temporada que ya pasó. El guión arquitectónico de Farhadi funciona como una máquina que no para hasta el eterno plano final. Todo es poesía muerta, todo es realidad. Una joya. Por si fuera poco, el realizador va ensamblando pieza por pieza a medida que pasa la trama, hasta crear un desorden caótico y hermoso, en el que confluyen diferentes hechos que se narran con una magistral dirección y desempeño actoral por parte de un reparto perfecto, casi documental. La realidad de un departamento puertas adentro (notable la cantidad de interiores en esta propuesta), contada con una puesta de cámara en mano muy adecuada, se vive con las pulsasiones de un guión que en cualquier momento está por sufrir un ataque. Farhadi tiene todo puesto en un lugar con un motivo, y con una excusa, lo cual convierte a Jodaeiye Nader az Simin, que no es más que una historia de divorcio vilipendiada por un sinfín de complicaciones que la hacen un rompecabezas judicial y cotidiano. Si el cine es antropolgía, Jodaeiye Nader az Simin es la etnografía, y Farhadi un gran, gran antropólogo con una inquieta cámara que es nuestra ventana a un mundo que, kilómetros más kilómetros menos, es cercano a todos.
La casa y la vida por la ventana En un mundo no muy lejano, en el que los dioses son cuatro o cinco personas contratadas para escribir un guión para un director satélite de la industria (una en la que los productores están muy por encima de los realizadores, por muchos logros personales que estos últimos tengan), yace un concepto, un ideal. Sea cual sea, escapa a toda intención de análisis y entendimiento por parte de un espectador de cine que acude a la sala en busca de, como siempre que va para ver una de Hollywood, un poco de entretenimiento. Pero, por supuesto, también está Project X, del hasta ahora desconocido Nima Nourizadeh, la cual contempla, en pos del ideal que mencionábamos anteriormente, todo tipo de incorrecciones políticas y situaciones cómicas que rozan la pornografía infantil (incluso a veces hasta excediéndola), marcando además nuevos límites de lo que se puede y no se puede ver en la industria del cine. Por supuesto, esto es arte, y aquí todo vale. Pero no. No en Project X, un producto más de consumo, que intenta abarcar de la forma más trillada que ha traído consigo el Siglo XXI (el infame mockumental), cientos y cientos de estereotipos que no hacen más que reafirmar una verdad incómoda, que está ahí, latente, no en el mundo no-muy-lejano que mencionamos al comienzo, sino en nuestro mundo, el que está fuera de la sala del séptimo arte. Lo peligroso de obras como estas es la apología, la violencia visual y el mensaje que se da. De por sí, es un film muy inverosímil (sobre todo al promediar los tres cuartos de metraje, cuando la situación se torna tan caótica que ni el genio de Ben Stiller la podría solucionar), que por mucho que trata de castigar a los personajes a modo de corrección moral en un final agarradísimo de los pelos, no logra salvarse de la calamitosidad que fue en sus previos 80 minutos. Pero, indefectiblemente, tiene un mensaje. Si esto intentó ser una nueva perspectiva a la temática infantojuvenil que sólo la cabeza de Greg Mottola pudo abarcar con soltura (y nobleza) con la obra maestra Superbad (2008), mal por la película. Si intentó ser todo lo contrario, y buscó dar un mensaje flácido sobre dicho tópico con el sólo fin de divertir, mal también. Y, tal y como pasa con los acartonados protagonistas (el sacadito que lleva la batuta y se borra cuando las papas queman, el nerd que no se anima pero después -éxtasis mediante- se atreve a todo, y el gordito freaky que enternece la pantalla... todo filmado por un gótico que resulta ser un potencial asesino; y la lista de clichés continúa en un repertorio pocas veces visto), al fin y al cabo, la finalidad es una y sólo una: tirar la casa por la ventana.
Para el cine, con amor. Marty. Una de las películas más esperadas y comentadas de esta temporada resultó ser la apuesta de Martin Scorsese por un cine más familiar, sencillo y limpio. Es así que Hugo (2011) quedó en boca de todos no sólo porque el director de Taxi Driver, Godfellas o The departed olvidó por un segundo a Leonardo DiCaprio y fue en busca de jóvenes actores para ilustrar una trama vestida de infantil, sino porque en ella también volcó sus ánimos más cinéfilos para una película que se planta como una de las declaraciones de amor más grandes al cine como el artificio más espectacular de la historia. Hugo es lenta, por momentos aburrida, pero ahí está siempre la impronta artística imponiéndose por sobre la trama, con el desprolijo pero característico montaje típico de Marty y un deslumbrante diseño de producción para recrear la Paris de los 30. Y todo esto la hace inmensa, gigantezca, aunque nunca más que el aprecio que tiene el realizador por lo que está haciendo. El homenaje constante a la figura de Georges Méliès (una descomunal interpretación de Ben Kingsley) y sus incursiones a la magia y la cinematografía (si es que una no quita a la otra realmente) no es más que una fachada que cubre el verdadero propósito de esta aventura fílmica: el propio asentimiento de devoción hacia un mundo, un estilo de vida. Una semblanza que se dibuja con ese mecanismo precioso del séptimo arte (símbolo del Autómata), con sus idas y vueltas, muchas veces, sí, desilusionante, pero siempre esperanzador, rejuvenecedor, activo y creativo. Los talentosos aportes de Asa Butterfield y Chloë Grace Moretz inundan de radiante frescura una pantalla que por momentos se opaca un poco por un complicado andar en los primeros treinta minutos de metraje, invadidos por cierta sonsera y sobreactuación -tal es el caso de Sasha Baron Cohen y las breves intervenciones de Frances de la Tour y Richard Griffiths con su innecesaria historia de amor canino-, que desdibujan la propuesta para llevarlas a una cosa aniñada y desorientada, que finalmente evoluciona a lo que termina siendo Hugo, una delicia. Así como el niño Cabret se esconde tras las maquinarias de los relojes para ver las historias que se suceden en la estación de trenes, el espectador quedará embobado con una película maravillosa y una trama que va in crescendo para llegar a su propósito, homenajear al cine, venerar el ritual de los cinéfilos, y preservar a los grandes como Méliès en un tiempo en que, como lo dice el personaje de Michael Stuhlbarg, "el presente trata mal al pasado".
Volvió el autor Lars von Trier siempre me pareció, lisa y llanamente, un estúpido. Su cine todo el tiempo intentaba shockear de forma gratuita, y el testarudo intento de sopesar un dogma por encima de la libertad del arte a merced de los beneficios que le ofrecen los avances tecnológicos del rubro hoy por hoy, lo hacían, además, un realizador limitado. Asumiendo que muchos odiarán este breve pasaje anterior, y otros tanto acordarán, entonces sí podremos resolver que, al menos, von Trier es un tipo polémico (en serio, estamos hablando de cine, no de las idioteces nazis que dice para vender sus películas en festivales), jugado y debatido. Lo que se dice, un autor con todas las de ley. Melancholia (2011) llega al mundo como su obra más redonda. Si Dancer in the Dark (2000) era la más poética de todas, AntiChrist (2009) la más abominable de las intenciones de dar un mensaje torpe, Dogville (2003) la más correcta, e Idioterne (1998) su única obra astuta y memorable, este nuevo opus que mezcla drama familiar y ciencia ficción (combinación que sólo el director danés puede barajar) lo tiene todo para hacer su primer gran paso a la seriedad. Ojo, puede que esto último no esté entre las intenciones como artista de von Trier, pero al menos es lo que se busca de un tipo que hasta ahora sólo daba mucha lástima intentando ser diferente, con un cine ambiguo, sí, potente visualmente, también, pero siempre torpe y desnudo. Ahora contó con un despliegue técnico alucinante (un trabajo acabadísimo de fotografía, sonido y edición en una combinación perfecta de los tres que ayuda al todo narrativo con la precisión necesaria) y las actuaciones asombrosa de Kristen Dunst y Charlotte Gainsbourg, en una guerra actoral en pantalla que sólo se ve equilibrada por el eje que forman con la adición del carácter del personaje interpretado por Kiefer Sutherland. Juntos, los tres desarrollan una vida familiar que no precisa de matices narrativos básicos para explicar lo sucedido en el pasado para justificar lo que acontece en pantalla. Son creíbles en una historia completamente increíble, imposible de llevarse a cabo. Eso que llaman ficción, pero que en el universo von Trier no es más que un catalizador, una excusa. Aquí tenemos además una nueva muestra de la obsesión que tiene el realizador danés con el extremo orden, con una estructuración de la historia en partes (con la presentación en clave de prólogo como la maravilla máxima del filme) y una búsqueda constante de equilibrio visual basado en una cámara en mano ya habitual en su modo de mostrar la acción, y una extraña quietud en los elementos que componen el encuadre. Ambos factores terminan por desarrollar un ritmo de la historia que realmente resulta increíble creer que provenga de von Trier, quien hasta esta película parecía intentar que el público odie lo que él hacía. Nuevamente está la imagen de la mujer en la cima de todo, como siempre en su filmografía. Su madre y las demás feminas de su vida no dejan de impregnar su esencia en cada guión que escribe (y vaya que este es bueno) y eso en esta ocasión se disfruta por demás. La naturaleza, el caos, la psicología aplicada a las rupturas familiares, los cuerpos, el sexo, la niñez rota... en fin, todo lo que hace al cine de von Trier, resumido en una gran historia, muy bien contada y filmada. Como si no fuera von Trier.