La redención del captor Ben Affleck ya había sorprendido con su ópera prima como director, Gone Baby Gone (2007), y con ella se convertía en uno de los realizadores más prometedores de la década. Ahora con su nuevo film, The Town (2010), reafirma su seguridad detrás de cámara, una clara tendencia al hiperrealismo, y ante todo, su condición de cineasta con intención de mostrar la mugre que se guarda bajo el sofá. Si bien pasea por lugares comúnes, la película intenta salirse de lo convencional para contar una historia que como trasfondo tiene los finos trazos de un paisaje urbano manchado por la delincuencia, la corrupción y el desasosiego de los habitantes de esa ciudad que, lejos de buscar partir, intentan hacer de su vida lo menos miserable posible. Y aquí no se habla de miseria en términos económicos, sino de seguridad en tanto despliegue policial y conflicto de instituciones. Affleck, además de entregar una actuación formidable y sensible como plus a su gran trabajo detrás de cámara y escribiendo el guión, logra amalgamar dos universos totalmente opuestos como lo son el crimen y la guerra interna en la búsqueda de un futuro mejor. El personaje Doug McRay expresa eso: indecisión pero pasión, convicción y sensatez en el trabajo sucio, y una dicotomía existencial mezclada por el inexplicable amor que siente por la víctima de uno de sus atracos a un banco de la ciudad. Dicha amada está interpretada bellísimamente por Rebecca Hall, cuyo personaje es presa fácil de un síndrome de Estocolmo involuntario. La secuencia inicial, que finaliza con la secuestrada caminando hacia el mar: impagable. Hay que hacer hincapié en la velocidad de la historia, su timing, objeto loable que Affleck y sus co-guionistas lograron con éxito para reducir el melodrama (que lo hay, para qué negarlo) y aumentar la tensión de la historia, para dar más lugar al thriller policial que al drama romántico entre ladrón y doncella engañada. No obstante, a pesar de esa decisión que se puede palpar en el frenesí del metraje, hay una poesía en las secuencias de The Town que la hacen única. Un nuevo acierto en la jóven (y ojalá prolífica y extensa) filmografía del que alguna vez fue abucheado por un público que hasta hoy día no soporta sus actuaciones a fines de los '90 y principios de los '2000. The Town es una historia sobre la redención, sobre los cambios, sobre las decisiones en la vida. El papel que encarnan exquisitamente tanto Jeremy Renner como Blake Lively en sus respectivos papeles son claves para el desenvolvimiento de estas premisas que se pueden captar, así como también el sutil pero imponente aporte de Chris Cooper como el padre del personaje de Affleck. El director de Gone Baby Gone dejó un poco de lado el noir para apostar un poco más a un público general, con una historia que puede conmover tanto a los amantes de los tiros (la secuencia de la persecución automovilística en los suburbios es muy buena) como a los paladares que gustan por las historias algo trilladitas pero bien contadas (cabe que convenir que el desenlace deja muchísimo que desear). The Town, lo nuevo de Affleck, se muestra intensa, frenética, sensible y cruel, más no tan profundamente realista como su predecesora. Oh, sí... el dire va por buen camino...
Oportunismo virtuoso El fenómeno Facebook se ha apoderado de las masas en cualquier rincón del universo, y toda esa vorágine le da un rédito a un señorito que la pensó bien y sacó provecho. Tal es el caso de Mark Zuckerberg, el creador de la red social más utilizada en estos días (y el billonario más joven del mundo). ¿Qué hizo, básicamente, este tal Zuckerberg? Tal parece que "robó" una idea (no se sabe a ciencia cierta) de unos colegas en Harvard, y con esto fue tomando distintas cosas de las redes sociales ya en uso (My Space, Fotolog, Youtube, etc), para llevarlas todas a un sólo lugar así los cómodos usuarios no tendrían que hacer el único ejercicio corporal que les quedaba frente a la pc: mover el mouse con el brazo y la mano. Por otra parte tenemos a David Fincher, un inteligente director que supo deleitarnos con opus como Se7en (1995), Fight Club (1999), Zodiac (2007) y el reciente The curious case of Benjamin Button (2008). ¿Qué hizo, básicamente, este tal Fincher? Tomó la idea de un libro que resumía la interesante historia de cómo se gestó la ya mencionada red social, algo que -sin faltarle el respeto al director- lo pudo haber hecho cualquiera. ¿Qué hay en común entre Fincher y Zuckerberg? Que ambos sacaron provecho de una idea que la pudo tener cualquiera. ¿Qué tienen en común Fincher y Zuckerberg? Que sólo a ellos les podía salir tan bien. En resumen, ¿Qué hay en común entre Fincher y Zuckerberg? The social network (2010), una película gélida, rigurosa y virtuosa por donde se la mire, que ilustra radiográficamente no sólo la historia de cómo se formó el Facebook, sino cómo éste llegó como objeto definitivo de la necesidad de comunicación de una sociedad hambrienta de cruzar fronteras, límites y retroalimentar una globalización despiadadamente productiva. Todo eso logrado con matices infinitos, que van desde una dirección magistral, una banda sonora excelente, fotografía bellísima y, principalmente, un reparto que lleva la trama más allá del cine y hace que la pantalla sea una ventana que, mediante la fuerza de un guión cargado de elocuencia, la teletransporte al mundo del documental. Porque The social network, de haber sido un documental, hubiera sido un bodrio con mayúsculas. Pero no, Fincher le dio su toque de director que sabe lo que quiere y logró una película hecha y derecha. The social network es un film hecho con rigor. El sentido categórico de la expresión de sus actores nos remonta al más sofisticado de los dramaturgos del teatro realista de principios del Siglo XX. Y en esto Jesse Eisenberg (sí, el muchacho que competía con Michael Cera por quién le pone más cara de nada a un personaje) se lleva todos los laureles. La frialdad con la que éste interpreta a Mark Zuckerberg es tal que divaga sola por el sendero más sencillo a la emotividad. Eisenberg hace del billonario más joven del mundo un hombre común, así como Fincher hace de la historia de Facebook una dulce anécdota universitaria, casi como una travesura que se fue de las manos y pasa de comedia juvenil a thriller judicial. Pasaje turbio del que el director de The Game (1997) y Panic Room (2002) sabe cómo caer bien parado. A la calidad del reparto agrégenle la frescura y credibilidad en los papeles secundarios de Andrew Garfield y Justin Timberlake, éste último interpretando al avispado creador de Napster. Ambos, junto con el resto de los actores -la mayoría muy correctos en sus interpretaciones- cierran un círculo casi perfecto que recrea la historia tal y como pareciera que fue. Si bien todo esto no hace más que ensalzar la película, cabe advertir que no a todos les podrá llegar una historia con tantas contrariedades y jaques a principios, así como tampoco el ritmo tan austero del que goza. The social network es un film violento con el espectador: remata la premisa en la retina y el cerebro con la misma facilidad con que el Facebook se metió en el imaginario social de esta generación. Difícil escapar de las garras de un mecanismo comunicacional tan tramposa y efectivamente pensado, así como también es difícil no quedar agradecido con Fincher por esta pieza de oportunismo virtuoso llevado al celuloide.
Adrenalina underground El cine abre espacio a muchas posibilidades en cuanto a la forma de contar una historia. El original y espeluznante caso de Buried (2010) es sin duda uno de los últimos manifiestos de esto. Sinecdoque, un actor, una sola escenografía y un montaje de sonido asombroso basta para que la propuesta sea llamativa, si a eso le sumamos una trama que nos invita a estar encerrados en tiempo (casi) real con el protagonista. Éste último es nada más y nada menos que Ryan Reynolds, quien solito acarrea la historia, olvidándose por completo que lo suyo es la comedia americana industrial. El drama, la expectativa y la adrenalina que le imprime Reynolds a su actuación es algo formidable: no necesita de nada más que de un sólido apoyo en diálogos -verosímiles- para captar la atención. Muchos se sentirán incómodos viéndola, otros quedarán cautivados. Lo cierto es que Buried difícilmente deje indiferente al espectador, justo en tiempos en que la dirección artística está recobrando importancia, pero de la mano del CGI. La puesta en escena es sensacional; el montaje, deslumbrante; la atmósfera, correcta (a veces el guión precisa de ganchos como una serpiente que se inmiscuye en el cajón, o tildes cómico-absurdos para mantenerse a flote); pero lo que más sorprende es la dirección. Le damos un párrafo aparte porque la sensación que quedó es algo rara. Faltó rigor, quizás. Hay algunos planos ficticios que sobran (como ese enorme zoom out que hace, en un buen intento, de disparador psicológico entre personaje y platea), o inclusive hay un momento en que se llega a notar la escenografía... fatal error, o gazapo, como le dicen los españoles. Así que, Cortés, más cuidado para la próxiima. Pero difícilmente haya próxima. Buried es una experiencia irrepetible. Muy atractiva y meritoria. Una película que puede dejar los pelos de punta así como también puede llegar a exasperar a todo aquel que carezca de paciencia... y ni hablar si detestan los finales sorprendentes.
Gracias Clinton, por dejarnos hacer una familia Cuando me enteré que saldría una película con una temática tan jugada, me ilusioné mucho. Sobre todo porque se trataba de un guión original. El quiebre que podría sufrir una familia, conformada por dos madres lesbianas, cuando sus hijos adoptivos decidieran conocer al donante de esperma, no podía fallar. No obstante, la primera descepción llegó cuando supe que se lo vería con una perspectiva cómica. ¿Qué podía salir de eso? Y sí, a veces Hollywood amaga con innovar, pero nunca se sale de los cánones y a sus miembros no les da el cerebro para hacer historias jugadas. The kids are all right (2010) no es, para nada, la excepción a la regla. Lo que podía ser tranquilamente una trama rica en contenido sociopolítico, no es más que un horrendo disfraz con el que se viste una historia más sobre la familia en tanto institución, que se rompe cuando un factor externo irrumpe en su modus operandi. Tratamiento súper burgués, que no se salva ni con las exquisitas actuaciones de Julianne Moore, Annete Bening y Mark Ruffalo. En realidad, todo el reparto es una maravilla. Lo hace muy bien y con mucho realismo. Pero eso no es suficiente. El guión de Cholodenko y Blumberg es embustero, está lleno de arquetipos familiares -que van desde la idiosincrasia propia de su micro universo hasta el protocolo y ceremonial a la hora de la comida- y golpes de efecto manipuladores. El revés ultra obvio que da la trama hacia la mitad de la historia no sólo la convierte en una pésima y engañosa historia, sino que además la reestructura hasta convertirla en una telenovela (lésbica, por supuesto) filmada. Para colmo, propagandística, porque se da por sentado que, como trasfondo, el liberal e igualitario estado norteamericano apoya y hace posible la vida hermosa que lleva esta familia de clase media-alta, que nunca expresa condiciones obstaculizadas en el trabajo. Todo es bello en este film. Sólo es arruinado por ese villano que quiere romper los cánones familiares. God bless America. Los rasgos positivos, si es que los hay antre tanto conservadurismo burgués, son claramente las interpretaciones juveniles, que se complementan a la perfeccion con los adultos. Después, ciertos gags funcionan como elementos aislados, pero Woody Allen los usaría mejor en una de sus películas romanticonas de ahora, sin necesidad de engañar al público con todo ese verso de las lesbianas y su familia perfecta. De haberse tratado con más respeto y soltura, sería una cinta magnífica. Pero, al contrario, es una más de las tantas teatralizaciones baratas de Hollywood, que por muy independiente que se quiera hacer, no deja de ser una American Beauty homofóbica.
El hijo pródigo Lo más sensato que servidor ha visto en mucho tiempo en materia de biopics. No hay ni propaganda, ni oficialismo, ni idealismos. Es más, hasta hay ambigüedad, y eso está bien. Al comenzar la cinta tenemos el desfile de algunas marcas que la patrocinan; éste es el ejemplo de esa ambigüedad que hablamos, ya que la mayoría de esas marcas apoyó el golpe de estado brasileño contra el que luchó el protagonista en la vida real. En todo el metraje no hay exhaltaciones dice qué patrióticas, así como tampoco hay momentos hollywoodenses en los que los que dirigen propuestas de este tipo de géneros suelen caer reventándose las narices contra el suelo. Allí está Lula, el ex-presidente de Brasil. Ese Brasil que lo ve con un 80% de imágen positiva. Ese Brasil que lo reeligió. Según Fábio Barreto y Marcelo Santiago, Lula es el hijo de Brasil. Un hombre que sorteó dificultades -como todos- pero que siempre se mantuvo fiel a sus pensamientos (comunistas, o no comunistas, industriales, o no industriales). No obstante, la figura protagonista de la historia no es Lula en sí, sino su madre, interpretada cálidamente por Glória Pires. Ahí se justifica tamaño título para el film: la vida del ex mandatario brasilero no tendría el efecto que tuvo, sin la convicción de servir a la patria como siempre lo hizo con su madre, imagen de resitencia, fortaleza, trabajo y honra. Pires se roba la pantalla por encima del novato Rui Ricardo Diaz. La película pasa bien, a pesar de su duración de 130 minutos (lo cual suena algo excesivo). El guión alude a algunos lugares comunes, pero eso no quita que la historia esté bien contada. Pasa sin mayores logros que el del lucimiento de los actores, y la escena del discurso en el estadio, por lejos la mejor. Lula: o filho do Brasil es un biopic de esos que se encuentran en la televisión un sábado a la tarde, y te enganchan hasta el final. No sólo porque la historia del hombre que esperó tres candidaturas para llegar al sillón presidencial sea cautivante, sino porque los directores la hacen amena. Recomendable, pero sin pretensiones.
Dos reclusos del amor Después de su intrépido regreso en la más que aceptable Yes man (2008), los fanas de Jim Carrey nos quedamos con ganas de más. Lamentablemente, o por lo menos desde mí visión, el traspié de A Christmas Carol (2009) no se pudo evitar, a pesar de que era una interesante propuesta visual para niños. Finalmente, y después de tanto amague de sus participaciones en films cómicos, Carrey aparece en el debut en la dirección de los hasta ahora reprochables guionistas Glenn Ficarra y John Requa, acompañado por un reparto de gente conocida dispuesta a marcar un nuevo episodio en la filmografía hilarante (que no significa que dé gracia, sino que hace reír, que no es lo mismo) del hombre de las mil caras. Sin embargo, el film que nos compete -el atrevido I love you Phillip Morris (2009)- no despega hasta que Ewan McGregor irrumpe en escena, brindándonos una de sus más efectivas incursiones interpretativas en lo que al histrionismo en su carrera se refiere; y eso que Carrey y Leslie Mann la vienen piloteando bien con la introducción. Pero no, I love you Phillip Morris no funciona sin ese dúo magistral compuesto por el capocómico de los rostros graciosos y el rubiecito de ojos celestes (como él mismo se describe en su aparición en la peli). Más allá de que a muchos les pueda resultar chocante el tratamiento de las escenas homosexuales (la historia trata la vida de una pareja gay que se conoce en la cárcel, aunque después ahondaremos más), Carrey y McGregor hacen un estupendo trabajo juntos, no sólo generando una química asombrosa, sino haciendo a uno desternillarse de la risa por algunas escenas muy elevadas de tono pero con un fuerte contenido de comedia ácida y negra (si alguien nota el detalle de la escena en el bote, que avise). Y aunque la trama se reviste de tragedia en más de una ocasión, los matices románticos que le aplica la pareja protagonista no tienen desperdicio (como la escena del traslado a otra prisión, con McGregor persiguiendo a su amado y Carrey gritando el título de la cinta desde el omnibus), generando empatía desde la secuencia en la biblioteca hasta esas excelentes discusiones de pareja en los momentos de quiebre del guión. Esta comedia dramática con tintes de biopic (es una historia real, según se dice) cuenta con un raro pastiche entre la parodia y el romanticismo, que a veces le juega en contra, aunque siempre está McGregor dispuesto a ponerle el pecho a cada escena y salvar al relato de la ambigüedad. El guión, a pesar de ser muy sólido, a ratos se cae, y deja muchos cabos sueltos que al final resultan no ser de mucha ayuda. Esto, y teniendo en cuenta que la película está practicamente partida en dos partes bien marcadas -por un lado, la historia de amor entre Steve Russell y Phillip Morris (con todas las escenas de la cárcel siendo lo mejor del film, por lejos), y por otro las andanzas de Russell, lo cual seguramente se dio con el fin de lucir las cualidades histriónicas de Carrey-, es lo único desfavorable que se le puede atribuir a esta creíble, transgresora y ácida producción francoamericana. Y, como decíamos, se da un raro episodio interpretativo, ya que tenemos a la insulsísima Leslie Mann aportando bastante al inicio de la historia, junto con la participación de Rodrigo Santoro siendo, además de necesaria, efectiva para ciertos momentos en que el guión necesita encontrar un claro donde descansar (por ejemplo, en los sucesivos intentos de suicidio del protagonista). También hay ciertos momentos en que la dirección cobra fuerza y el relato se nutre de seriedad y credibilidad, motivo por el cual la tragicomedia se vuelve digerible incluso para aquellos pudorosos que no encontrarán la gracia ni en las fuertes escenas de sexo ni en los chistes racistas o religiosos de los tramos más brillantes del film. Por último, cabe resaltar la importancia que se le da a los cimientos psicológicos que fundamentan todo lo sucedido, incluso cuando la voz en off de Jim Carrey ya no aguanta más el peso de tanto giro argumentativo. Además de sólido, entonces, el guión resulta pertinente, algo que ya no sucede en las comedias que nos llegan desde Hollywood (aunque ésta lo es sólo en parte). I love you Phillip Morris invita a sacarse los tabúes, para disfrutar de 102 minutos de comedia negra de la buena, con actuaciones excelentes, gags efectivos y una historia de amor encerrada en una nube (con forma de pene) de credibilidad, solvencia y, principalmente, divertimento "a la Carrey".
Construir el mundo con el cine Enrique Piñeyro quizás sea, hoy por hoy, y a título exagerado, el mejor documentalista del mundo en cuanto a repercusión social. Con Wisky Romeo Zulu (2004) logró cambiar la ley de aeronáutica argentina tras el accidente del Vuelo LAPA 3142, y con Fuerza Aérea Sociedad Anónima (2006) también logró repercutir en el imaginario social con casi el mismo éxito que su predecesora y maestra ópera prima. Ahora, con El Rati Horror Show (2010) apunta a lo mismo, desmantelando una cuestión particular para terminar apuntando directamente al corazón de la "justicia" en la Argentina. El documental cuenta mediante mecanismos basados en el último grito de la tecnología la historia de Fernando Ariel Carrera, condenado a treinta años de cárcel por la denominada "Masacre de Pompeya", un confuso accidente de tránsito que acabó con la vida de tres ciudadanos luego de una sangrienta persecución policial. Se dice el último grito de la tecnología de manera irónica, aunque cabe remarcar la habilidad del director y actor para manipular de forma excelente las técnicas del stop motion -entre otras- en las recreaciones miniaturizadas (muy cómicas también, por cierto), o la animación en las dramatizaciones en esa tabla azul hacia donde se dirige junto a su compañero Germán Cantore en las secuencias que ayudan a ir recreando los hechos después de los asaltos de iluminación gracias a la brillante investigación periodística de Pablo Galfré. Paulatinamente, Piñeyro construye y deconstruye el caso judicial que terminó acabando con la libertad de una persona inocente, víctima de los chanchullos de policías corruptos, que ante un error grave cometido tras perderle el rastro a ladrones en una persecución por el barrio de Pompeya decidieron "fabricar" al culpable mediante manipulación de las evidencias. Piñeyro (que hace de Sherlock Holmes y nos deja ser su J.H. Watson) pone en ridículo a la policía, o mejor dicho, deja a la vista lo ridículo del grupo policial que encabezó la operación, puntualmente de la controvertida Comisaría 34, que evidencian su ignorancia y falta de transparencia en las mismas declaraciones documentadas de las que se vale el realizador para poner en tela de juicio y debate la cuestión. La información es tratada con sumo cuidado y sentido crítico y analítico, a tal punto que se llega a probar el sonido de los impactos de la bala sobre la carne en una secuencia particularmente espectacular detallada en X-Mo, con el director calzando el arma de fuego, para dejar de lado la naturalización de una balacera contra un ser humano (inocente o no). Y precisamente armas son las que utiliza Piñeyro (no sólo la mencionada) para valerse de su actividad tan creíble y contrastable, haciendo uso útil no sólo de la tecnología (mucha publicidad a Apple nomás, pero qué se le va a hacer) sino hasta de los paupérrimos noticieros argentinos, demostrando también el rol que juegan estos a la hora de construir la realidad y el ya mencionado imaginario social en el que tanto se inmiscuye Piñeyro con fines críticos y si se quiere hasta revolucionarios (el trabajo tiene un aire de grandeza a lo Operación Masacre, de Rodolfo Walsh). "Si leo en el diario Clarín que Fernando Carrera es un asesino, entonces creo que Fernando Carrera es un asesino, no me importa lo que él tenga para decir," explica el propio Fernando Carrera -la víctima del hecho, el "perejil"- durante la entrevista dentro de la cárcel con el director del film. Esta frase bien puede resumir lo expuesto en el párrafo anterior. Y volviendo a lo dicho al principio, la repercusión que logra Piñeyro con El Rati Horror Show (el término "rati" -"tira" al revés- en el lunfardo contemporáneo se le atribuye a "la cana", la policía ) llega al punto en el que el realizador logra concretar una entrevista con un procurador de la causa, con el fin de exponer su visión de los hechos desde el punto de vista de su investigación. Si todos lograramos eso con un film, una simple película (obviamente, nótese el grado de significación que le doy a ese "simple"), podríamos dar por seguro que iríamos a un mundo mejor. Documental, 'mockumental', lo que sea, pero se alude a la justicia nuevamente, y esta vez -si bien la causa sigue abierta y Carrera sigue preso- también se logra llegar a una instancia de reelaboración de los conceptos que inciden en la realidad. Si eso no es triunfar, no se me ocurre qué otra cosa puede ser... Ese cine que propone y utiliza Piñeyro en El Rati Horror Show es, más que un arte, una herramienta de construcción social.
Si crees en demonios, crees en exorcistas... La manera más justa de describir a esta cinta es como "acotada". Sí, se trata de un subgénero explotado, con recursos explotados (sobre todo en la última década), y construcciones narrativas explotadas y ya harto usadas que limitan bastante a la propuesta en sí. No obstante, el clima que genera The last exorcism (2010) puede llegar a ser su mejor escudo defensor ante los amantes del bombardeo de sobresaltos propios del terror que saldrán a desdeñarla por sus carencias y errores técnicos sin recalar en esa creíble parsimonia que posee en el desarrollo de la trama. La forma de presentar el relato es contundente y sorpresiva. Los realizadores no fueron a la fácil asegurando la asimilación de la historia en los primeros minutos, sino que prefirieron una introducción pausada y bien llevada, que al llegar al foco de la cuestión hace a uno pensar "ah, así que para esto estamos acá", indiferentemente de lo que se pueda leer en alguna sinopsis o reseña del film. Esto es un ítem a favor, ya que, insisto, lo que mejor puede hacer referencia a The last exorcism es el concepto de lo acotado, siendo que en tan sólo 87 minutos de metraje se anima a meterse en surcos (no hago referencia a lo bucólico del guión) que en otros proyectos bien podrían haber sido un pretexto para extender la trama, y en este caso se utilizan para dar sentido y explicar los porqués de lo que sucede. Ahora, nos metemos de lleno en el recurso: el famoso falso documental, recientemente explotado por Paranormal Activity (2007), vilmente plagiado por Paranormal Entity (2009) -una de las peores películas en la historia del cine de terror-, inaugurado por Cannibal Holocaust (1979) y popularizado por la épica The Blair Witch Project (1999), entre otros más originales como Cloverfield (2008) que no vienen al caso. Si bien The last exorcism hace uso de este modo de narrar como su mayor carta de presentación (vale más el motivo por el cual se decide filmar que lo que se filme), la película esquiva el recurso propiamente dicho para dar lugar a una vuelta de tuerca interesante en el guión que justifica casi a la perfección el porqué de esa forma de presentar la historia. Es como si en la pre-producción se hayan hecho todos los recaudos pertinentes para que la trama no tenga huecos ni fallas, aunque sí tiene algunas falencias técnicas que pasaremos a mencionar. Eli Roth está en la producción, y ahí es donde podemos notar cierta tendencia hacia el gore al que la película hace referencia en la excelente secuencia en que la protagonista se roba la cámara (literalmente, y figurativamente le corresponde el momento en que se arquea con el cuerpo hasta quedar casi en 90 grados: un distintivo que le corresponderá por siempre) y mata al gato con la misma. Sin embargo, hay otros errores bastante notables que son hasta infantiles, por ende, imperdonables, como tener cortes en las conversaciones manteniendo la fluidez de lo que se diga, o que hayan dos tomas diferentes de la misma acción (supuestamente hay sólo un camarógrafo "documentando" el proceso de exorcismo). Aún así, The last exorcism vendría a cumplir, acotadamente, lo que promete en un principio, e incluso ofrece más. Es que no estamos ante una más de exorcismos; no, para eso está la insuperable The exorcist (1973). Estamos ante una mirada crítica a las creencias religiosas, una interesante reconstrucción del imaginario social que se da en las zonas rurales de Norteamérica, un intento de falsearlo, una premisa reciclable que nada tiene que ver con la temática que se vende, y un desenlace digno de la admiración de aquellos que son amantes del estilo y el subgénero. Justo cuando pensábamos que debíamos creer en demonios para creernos los cuentos casi mitológicos de la parte 'oscura' de la Biblia, nos enteramos que también tenemos que creer en exorcistas. Para eso está esta peli, para analizar si creer en lo que hay que creer. Y, mientras tanto, te da algún que otro sustito...
Ápices del amor contemporáneo Más allá de lo trillado que puede resultar el concepto inicial del que parte Going the distance (2010), tenemos una fresca comedia romántica protagonizada de manera sobria por dos de los más versátiles actores de la comedia norteamericana: Drew Barrymore y Justin Long. Ellos llevan adelante sin ningún problema un guión con muchos vaivenes y algo de rebuscada voltereta para alargar el metraje, pero que termina destacándose por una rutilante acidez cuando se disfraza de crítica a las costumbres de las parejas posmodernas. El típico contraste entre dos ciudades totalmente opuestas -amado por el norteamericano pochoclero, sobre todo si su pareja consume Britney Spears o Lady Gaga- es el marco ideal que encontraron los realizadores para contar una historia de amor a distancia que se involucra más con la confianza y el valor de las amistades que con ese guiño que hace hacia la vida de roles y sueños que se explotó mejor en otros títulos recientes (el ejemplo más cercano, Up in the air, la última obra maestra de Jason Reitman). Cuando juega a la moralina fácil, no le sale. Pero cuando coquetea con los distintos matices que van conformando la cotidianeidad estadounidense en una sociedad que no le da cabida a los treintañeros que vienen trastabillando con los trabajos o los logros personales, se llena de una riqueza que no todos sabrán ver, obnubilados por los gags en las líneas del guión. Por lo visto, el humor de las producciones de Apatow influenció bastante a Nanette Burstein y su equipo, ya que se puede notar cierta gama de latiguillos o salidas rápidas a ciertos lugares comúnes gracias a ese estilo tan característico de bombardear la pantalla con palabras ácidas y muchas veces grotescas. Cuando la comedia cobra protagonismo, Going the distance se luce; cuando el romance y la duda existencial la ahogan, decae. Y en ese (des)equilibrio incesante se balancea constantemente la película hasta llegar a un final bastante agarrado de los pelos pero que sabe como cerrar el círculo por el chiste leitmotiv por excelencia de la cinta. Esta es una película que no da para ir a ver al cine, o quizás sí, pero en una tarde de lluvia, si hay dinero para el taxi y una buena compañía gastronómica durante la proyección. Imposible verla si no es acompañado por alguien de otro sexo. Realmente, la recomiendo para alquilar, y sin muchas pretensiones.
Los miedos de la burguesía Esta película no debiera dejar indiferente a nadie. Desde lo artístico de la propuesta hasta el plano dramático de la cuestión, todo es político en El hombre de al lado, este ¿thriller? careta que intenta poner en contraste las dos caras del poder en la Argentina dentro de un microcosmos anodino como lo es la relación vecinal entre dos platenses de diferentes clases sociales. El hueco que hace Victor para tener "unos rayitos de sol" pone histérico al prestigioso diseñador de arte, Leonardo, que vive en la única casa que Le Corbusier construyó en América y que es considerada una obra maestra de la arquitectura. Este conflicto desencadena una interesante trama que a simple vista se puede exponer como hasta irrisoria, porque no se puede evitar reír en la diferencia palpable que hacen Mariano Cohn y Gastón Duprat en el sólo hecho de la forma de hablar de los dos polos opuestos, pero que en una mirada mucho más minuciosa se traduce en una ácida mirada a los temores de la clase social más privilegiada de este país. Leonardo llora en el semáforo, o se consuela encerrándose en su Citroën último modelo mientras lo pone en lavado automático. Leonardo intenta "limpiarse", porque su vecino invasor le abrió los ojos, esos ojos que ni con los ventanales que construyó Le Corbusier pueden ver la vereda de enfrente. Por su parte, Victor sólo quiere un rayito de sol que Leonardo no usa, y encima vende autos usados y hace una bizarra práctica de esculturas con armas de fuego mientras por las noches invita a muchachas a beber, eructar y tener sexo con él. Estos dos contrastes se dan en un excelente y justo metraje calculado milimétricamente gracias a un gran trabajo de guión hecho por Andrés Duprat, avalado también por un bellísimo trabajo fotográfico que se llevó un premio en la edición de Sundance de este año. El aspecto técnico no sólo queda a merced de los ojos, sino del entendimiento. En El hombre de al lado, la historia transcurre en las edificaciones psicológicas representadas en las deconstrucciones arquitectónicas que protagonizan los dos personajes principales. Los estilos de vida se marcan con pincel, y lo que queda demás se pega con moco. Así de artística es esta película, que posee los mejores plano-secuencia del año, sobre todo en uno de los finales más intimidatorios y espeluznantes de la cartelera argentina que se recuerde, sin necesidad de entrar en el género al que le corresponden esos atributos. Con el shock ideológico se asusta más que con el mero sopetón, y eso es palpable en este film. Esta película habla con lo que se ve, y escucha sólo los golpes de las construcciones. El hombre de al lado se edifica en nuestras narices, y ni así nos evita la mirada aguda y crítica al sistema aislado de ciertos sectores del país. La inocencia del gorila de clase media, y la rigidez y paquetería del businessman de clase alta. Todo resumido en una mini-obra teatral que muestra que el arte no es sectorial ni partidario, sino político, muy político.