El amor y otras neurosis En el cine romántico, siempre existió la necesidad de mostrar adecuadamente a un hombre capaz de ser más sensible, aún contra su misma voluntad. El crítico, opera prima de Hernán Guerschuny utiliza la figura de un crítico cinematográfico, interpretado por Rafael Spregelburd, para explorar las reglas del género de la comedia romántica y su vínculo con el mundo “real”, poniendo a este personaje en la situación que menos espera o ansía: la de estar enamorado. Su visión sobre el cine y con todo el universo que lo rodea, a los que permanentemente contempla con un cómodo cinismo, se pondrá en crisis. Con esta premisa, la película construye una historia de amor que toma elementos ya vistos pero reelaborados gracias a la mirada cinéfila, sin perder sinceridad y cariño por lo que les pasa a los personajes, y sobreponiéndose a distintas fallas en los diálogos y el ritmo. Ayudan también la química entre Spregelburd y Dolores Fonzi, cada uno aportando desde su lugar a los roles que les tocan: él explicitando sus devaneos existenciales desde la palabra y también el cuerpo; ella desenvolviéndose con total naturalidad, como una mujer capaz de romper con las estructuras acostumbradas, sin resignar su propia fragilidad femenina. Así, El crítico adquiere interés a partir de cómo se hace cargo de la forma en que el cine interviene en la construcción de nuestro imaginario sobre el amor y las relaciones de pareja. Es indudable (y auspicioso) que Guerschuny supo volcar su experiencia como crítico para repensar ciertas modalidades en que se vinculan la crítica de cine y determinadas experiencias que van por fuera de ese campo, enriqueciendo su premisa inicial y la mirada del hombre sobre la mujer. Eso sí: ya cansa un poco que el crítico cinematográfico argentino sólo pueda aparecer en la pantalla como un ser amargado e incapaz de disfrutar de nada, como si esa fuera la única manera en que puede ser. Más todavía porque esa visión aparentemente problemática para el sector de la crítica es en realidad muy cómoda. La crítica argentina carga con miserias de las cuales le cuesta mucho más hacerse cargo: las internas, los sectarismos, los lobbies, los silencios producto de amiguismos con autoridades y realizadores, el divorcio con el gusto del público, los textos escritos en piloto automático, las mesas y reuniones para autoelogiarse, los aplaudidores profesionales en festivales, los que reniegan de determinados entes de poder hasta que acceden a ellos y luego se olvidan mágicamente de todo lo que venían diciendo antes, el porteñocentrismo, por nombrar sólo algunas incomodidades. Pero claro, es mucho más fácil quedarse con los cuestionamientos más obvios, resumidos en la concepción de que “el crítico es un director fracasado”. Que encima esa perspectiva sea avalada por una gran cantidad de críticos (Marcelo Panozzo, Quintín, Diego Papic, Leonardo D´Espósito, entre otros) resalta aún más esa voluntad por eludir los debates más embarazosos y presentarse ante el mundo como un neurótico amargado cool.
Una película miedosa En su crítica sobre Tan cerca como pueda, Mex Faliero señalaba cómo sólo gracias a las gacetillas, las sinopsis y las explicaciones de los directores podemos llegar a tener una mínima idea de lo que películas como esa nos quieren decir, porque ante lo que estamos es frente a obras con un gran miedo a narrar o con anécdotas en extremo pequeñas, que pretenden salir a flote con la típica prepotencia filosófica que siempre es bien recibida en los circuitos intelectuales y festivaleros. Bueno, la crítica argentina a veces desempeña un papel similar a las gacetillas: uno tiene que usarlas como manual de instrucciones para seguir las pistas de lo que quieren transmitir determinados films que hacen de lo críptico un concepto supuestamente atrayente, cuando en verdad es todo lo contrario. Mucho de esto sucede con Berberian Sound Studio, ganadora de la competencia internacional de la edición del BAFICI del año pasado. Se han dicho muchas cosas sobre la segunda película de Peter Strickland: que no es tanto un film de terror sino sobre cómo se construye un film de terror; que sus climas remiten al cine de Michael Powell, David Lynch o Brian De Palma; que hace recordar a clásicos como Blow up o La conversación; que es un gran homenaje a diversos exponentes del giallo, como Darío Argento, Mario Bava o Lucio Fulci; que es una lúcida reflexión sobre una manera de hacer cine ya extinta; y un largo, larguísimo etcétera. Pero lo cierto es que esta historia centrada en Gilderoy (Toby Jones), un ingeniero de sonido británico, tímido y hasta algo ingenuo, que en los setenta es contratado para trabajar en un estudio en Roma, en el doblaje y la mezcla de audio de una ambiciosa película sobre la persecución y asesinato de mujeres acusadas de brujería, y que va siendo absorbido por la ficción dentro de la ficción, hasta no distinguir entre los diversos planos de la realidad, tiene poco y nada de lo antes mencionado. Berberian Sound Studio es en verdad una película para leer acerca de ella, no para verla. No hay climas inquietantes y/o desestabilizadores, no hay un conflicto explotado al máximo de su potencial y la virtud inicial de apostar al poder del sonido de los gritos, los cortes, los crujidos o puñaladas, quedando las imágenes de la película en fuera de campo, termina convirtiéndose en defecto mayúsculo: hasta dan ganas de pedirle a Strickland que muestre algo, que no sea cobarde y nos permita ver la sangre y las tripas, la materia orgánica que compone las imágenes. Pero no, el realizador es tan pero tan sutil, tan invocador, tan intelectual a la hora de abordar el contacto con un género que se cimentó a partir de la exhibición extrema de los cuerpos, que elige quedarse concentrado en el rostro y la mirada de Gilderoy, y al espectador al final no le queda nada para observar. Pero nada en serio, porque eso que está ausente jamás consigue hacerse presente a través de su ausencia. No hay elementos, personajes, una narración, un relato palpable al cual aferrarse. Así, el film no tiene algo realmente cinematográfico que ofrecer, excepto un conjunto de timoratas reflexiones. Frente a tanto fuego de artificio por una película irrelevante como Berberian Sound Studio, que pretende hablar sobre determinados miedos pero a la hora de los bifes es muy miedosa, me permito recordar que John Carpenter -por citar apenas un ejemplo- viene trabajando la cuestión de la mirada o los cruces entre la realidad y la ficción desde hace un rato largo. Y no tiene miedo de mostrar, de tirarnos las imágenes por la cabeza cuando realmente hace falta, porque sabe que en ciertos momentos el fuera de campo es sólo una forma de huida. Para muestra, vean Cigarette burns o En la boca del miedo, dos obras tan valientes como aterradoras. Ese es el miedo que necesitamos, el que se hace cargo de verdad de lo que quiere contar. Aprendé de ese director Strickland, no seas miedoso.
Crecer de golpe… y también de a poco Hay algunas películas con las cuales uno se podría regodear en todos sus defectos, pero terminaría siendo injusto, porque lo que termina resaltando son las virtudes, su voluntad inquebrantable por seguir adelante con su narración, aunque sea a los tropezones. Algo de esto pasa con Algunos días sin música, ópera prima de Matías Rojo, que incluso luego de su primer visionado, durante el último Festival de Mar del Plata, hasta acrecienta sus méritos. La premisa disparadora de Algunos días sin música coquetea con el inverosímil, pero a la vez conserva perfecta lógica respecto a sus tres protagonistas. Sebastián, quien acaba de mudarse a un barrio en los suburbios de Mendoza junto a sus padres, en el primer día de clases conoce a dos de sus nuevos compañeros de escuela: Guzmán, obsesivo del karate, a tal punto que lleva el uniforme bajo su guardapolvo, y Email, quien vive con su abuela desde que sus padres desaparecieron del mapa. Mientras los demás responden a la típica rutina de cantar el himno, ellos responden a la típica rutina de no hacerlo y conversar de cualquier otra cosa. Por ejemplo, sobre el hecho de que si todas las maestras murieran en ese mismo instante, nada cambiaría demasiado. Apenas llegan a esa conclusión, la maestra de música cae fulminada, como para poner a prueba sus dichos. Obviamente la culpa los invadirá (¿habrán sido ellos causantes de esa muerte?) pero también aprovecharán la suspensión de las clases por luto. Y en esos días inesperadamente libres pasarán unas cuantas cosas relevantes en sus vidas. Lo que empieza siendo un mero retrato de la rutina de estos pibes, se va convirtiendo en algo más profundo. En Algunos días sin música también tiene un peso específico importante el análisis de sus vínculos familiares, caracterizados en todos los casos por las presencias-ausencias de figuras paternas en crisis. Sebastián, Guzmán y Email comparten esa carencia de un hombre adulto en quien referenciarse y lo que mostrará el film es el principio del camino para ellos, que pasa por hacerse cargo y empezar de una vez por todas esa búsqueda, aunque eso signifique confrontar y pelearse con sus seres más cercanos. De Algunos días sin música podríamos cuestionar unas cuantas cosas, como el nivel desparejo de las actuaciones, cierta impostación en algunos diálogos -en los que escuchamos a algunos personajes decir cosas que no corresponden con su carácter y/o edad- o el ritmo de la narración. Pero lo que termina prevaleciendo es un pequeño y dulce retrato de iniciación, en el que los personajes arrancarán de una manera y terminarán de otra, parados en lugares distintos, con miradas diferentes. Todo esto enmarcado en una exploración (o más bien revelación para el ojo de un porteño como el que escribe) del paisaje suburbano mendocino, que a través de simples pero contundentes planos generales se muestra en toda su dimensión, con una identidad propia y sólida. El director Matías Rojo puede sentirse contento de sí mismo: en su primera película ya hace pie con una personalidad propia, como un cineasta con una visión cálida, respetuosa hacia el mundo infantil y sus permanentes colisiones con el universo adulto. Lo hace desde un lugar propio e identificable, que es Mendoza, contando evidentemente lo que conoce, sin poses ni distanciamientos improductivos. A partir de esto, Algunos días sin música es un film que hasta crece pasado un tiempo luego de su visión. Nada mal para el comienzo de una carrera como realizador.
El póster ya lo dice todo La contemplación del afiche de Motín en Sierra Chica presagiaba lo peor: las cuatro figuras casi pegadas con Plasticola en la imagen, el slogan (“Atrapada en el infierno”) buscando generar un vacuo suspenso desde la figura femenina, las salpicaduras de sangre tratando de enganchar al estilo explotation, recordaba demasiado al cine de Emilio Vieyra, con films como Cargo de conciencia, Correccional de mujeres, Comandos azules y un largo etcétera que procuramos olvidar. Si luego veíamos el tráiler, el presagio se hacía aún más oscuro, pero las reservas eran obligatorias, porque siempre puede surgir una sorpresa. Lamentablemente, todos los vaticinios negativos se cumplen, y al por mayor. La verdad que los terribles sucesos del motín de Sierra Chica son difíciles de pensar en una posible traslación al ámbito cinematográfico. Allí se hicieron cosas que establecieron nuevos límites para el horror habitual de las instituciones carcelarias en la Argentina y que deberían generar todo un debate sobre cómo ponerlos en imágenes: ¿qué mostrar y qué no? ¿De qué manera? ¿Cómo poner en cuestión las variables sociales, penales, políticas, religiosas, incluso de género que entraron en juego? ¿Cuál debería ser el marco estético? ¿Es posible un marco estético? Todas estas preguntas, que tienen que ver con lo ético y moral aplicado al séptimo arte, Motín en Sierra Chica no se las hace. No le interesa, simplemente aprieta el acelerador y muestra todo con total irresponsabilidad y desparpajo, explota el conocimiento previo del público de los acontecimientos -las empanadas y las cabezas rodando, por ejemplo- con el mayor trazo grueso posible, cayendo en todos los lugares comunes, sometiendo a los personajes y por ende al espectador a un derrotero tan insoportable como innecesario. Pero lo negativo no se queda sólo en esa puesta en escena amoral, plagada de una visión superficial sobre la justicia, la cárcel como institución o la religión. Si habían suficientes elementos para pensar que los avances en los conceptos de producción de los últimos veinte años habían impuesto un piso técnico razonablemente alto en el cine argentino, Motín en Sierra Chica aparece como una gran contradicción: efectos especiales de bajísimo nivel -que incluyen un uso de croma en algunos planos generales en extremo deficientes-, escenarios que nunca superan el artificio, elecciones de planos que jamás salen de lo televisivo en el peor sentido del término, actuaciones construidas sobre los gritos y la exageración, y una banda sonora que atrasa varias décadas. Da para pensar cómo es que un proyecto como el de Motín en Sierra Chica, un desastre en toda regla, un viaje a un pasado al que el cine argentino no debería volver, termina atravesando toda una serie de instancias de financiamiento, aprobación de créditos y producción hasta llegar a su estreno. Será que a veces la cantidad de estrenos no implica calidad de estrenos.
El Súper-Nosotros El discurso estadounidense, en especial el más orientado a la versión militarista, suele construirse desde la descripción de un otro a quien temer, repudiar, odiar o incluso buscar cambiar. Pero suele ser más atendible e interesante cuando se aparta de esa concepción, vista en películas como La caída del halcón negro, Amenaza roja, Ataque a la Casa Blanca o Acto de valor, y se interesa por hilvanar un Nosotros, de carácter ideal e idealista. Un Súper-Nosotros, de base no sólo sociopolítica, sino incluso psicológica. El sobreviviente viene a representar de manera bastante cabal esta última visión edificación discursiva y lo hace con unos cuantos puntos de interés. Lo realiza tomando un suceso real, que fue la fallida misión para capturar o matar al notorio líder talibán Ahmad Shah, en junio de 2005, en la que cuatro SEAL’s, encabezados por un tal Marcus Luttrell (Mark Wahlberg) quedaron totalmente aislados, haciendo lo imposible para sobrevivir. El título del film (Lone survivor significa “Unico sobreviviente”, lo cual se emparenta de manera bastante adecuada con el título puesto por la distribuidora en Latinoamérica) ya es toda una declaración de principios, no sólo narrativa -porque anticipa lo que se viene- sino también estética y política. Al director Peter Berg, quien también escribió el guión, basado en el libro de Luttrell, apenas si le interesan los antagonistas en la medida que le permiten avanzar con el relato. En uno de sus films anteriores, El reino, la presencia de un Otro era uno de los ejes del conflicto, pero en El sobreviviente el foco es la historia de cuatro tipos tratando de volver a casa. Discípulo de Michael Mann como es -tengamos en cuenta que el realizador de Fuego contra fuego le produjo El reino y Hancock, además de darle un pequeño papel en Colateral-, su relato se sostiene primariamente en la descripción del profesionalismo de los cuatro soldados, con sus respectivos rituales, y el realismo de los tiroteos, donde el trabajo en el sonido y la fisicidad conseguida a partir de la concentración en las heridas que van acumulando los protagonistas, no sólo generan un impacto estético y formal, sino que promueven una inesperada empatía por parte del espectador De esta manera, cuando El sobreviviente apuesta a la simpleza de su historia, a lo más elemental del compañerismo, al otro tan cercano que se convierte en uno con uno mismo, triunfa con total tranquilidad. De hecho, llega a generar tal cercanía con lo que cuenta, que el espectador, aunque sea absolutamente anti-estadounidense, anti-imperio, anti-Bush o lo que sea, se olvida de que lo que se está narrando es una típica y brutal operación de las Fuerzas Armadas estadounidenses, que encima salió mal. A esto ayudan las presencias no sólo de Wahlberg, sino también de Ben Forster, Taylor Kitsch y Emile Hirsch, quienes encarnan a los otros tres protagonistas, porque a pesar de ser estrellas hollywoodenses consiguen transmitir esa sensación de que son seres comunes y corrientes inmersos en circunstancias extraordinarias, que deben apelar a su formación militar y posicionamiento grupal para seguir adelante. Por eso queda muy en evidencia lo innecesaria que es la bajada de línea ideológica, en especial a partir de la segunda mitad, sobre el accionar de los talibanes respecto a sus propios compatriotas y la necesidad de intervención por parte de la “Democracia” estadounidense. Ahí vuelve el típico delineamiento de una otredad superficial, que jamás es pensada a fondo, porque no hay en verdad un real interés por otorgarle entidad. Cuando El sobreviviente vuelve a ese Nosotros que se brinda por los demás, que no deja a sus compañeros atrás, a esa figura ideal que va a cualquier lado a luchar por nobles ideales, readquiere identidad. Una identidad cuestionable y con la que se puede estar en total desacuerdo, sí, pero compleja y digna, como los cuatro cuerpos sangrantes, rotos, moribundos de sus protagonistas.
La diferencia entre querer y ser Santiago Fernández Calvete, realizador de La segunda muerte evidentemente tiene bien aprendidas unas cuantas lecciones referidas a las reglas genéricas del policial y el thriller religioso con toques de terror. Leyó todo el manual de instrucciones. El problema es que una cosa es la teoría, y otra la práctica. De ahí que su película, centrada en Alba Aiello (Agustina Lecouna), una joven policía que huyó de la Capital Federal para refugiarse en un pequeño pueblito, y a la que le toca investigar una serie de terribles crímenes en los que van muriendo uno a uno los miembros de una familia, nunca consiga generar los climas pertinentes. La segunda muerte es una película que está tratando de remarcar todo el tiempo su lugar de pertenencia, su identidad. Pero se distrae tanto haciendo eso que en el medio se olvida de consolidar un verosímil. Es por eso que, ya en la primera escena del crimen, comienzan a surgir demasiadas preguntas referidas al necesario sostén de un realismo apropiado, entre ellas una bastante elemental: ¿cómo puede ser que, siendo que el cadáver ha sido quemado, todos se acerquen a él sin ningún tipo de barbijo o pañuelo, como si no despidiera ningún tipo de olor? Cuando surgen estos interrogantes, en una instancia inicial, estamos en problemas, porque significa que al espectador le va a ser difícil zambullirse en el universo planteado por el film. Y si por un lado La segunda muerte no brinda la suficiente información requerida por el espectador para situarse adecuadamente en el relato, por otro redunda, explicitando toda la historia pasada de la protagonista y muchos elementos que ya están insertos en la imagen, a través de la voz en off de Lecouna. Es notorio que la película busca vincularse con el mundo literario para construir su historia, y eso no está necesariamente mal, pero en tanto sirva para enriquecer lo que está en el plano, no para decir todo dos veces de manera diferente. En consecuencia, los climas melancólicos e inquietantes que se quieren generar no llegan a consolidarse porque quedan ahogados por las palabras de Lecouna, quien hace lo que puede con el texto que tiene y no puede aportarle la presencia requerida a su rol. A La segunda muerte se le pueden reconocer los riesgos que toma, en especial dentro del contexto del cine argentino: apostar al terror y al suspenso; situar su relato en un pequeño pueblo, alejándose del paisaje urbano; colocar a una mujer en el papel principal, que encima es policía. Pero lamentablemente se queda en eso, en las intenciones y ambiciones, y termina fallando en casi todo lo que se le podría pedir. Lo que queda es un borrador de lo que pudo ser.
La guerra cultural 1-Hay veces que es más pertinente empezar por los defectos: Operación Monumento, el nuevo film de George Clooney, que cuenta la historia de una pequeña unidad del ejército estadounidense -compuesta por académicos que lo que menos tenían era experiencia en eventos bélicos- dedicada a encontrar/salvar/recuperar/devolver la mayor cantidad de expresiones artísticas posibles que los nazis intentaban robar o destruir durante la Segunda Guerra Mundial, tiene unos cuantos problemas, que resienten (y bastante) el conjunto final. En especial durante la primera mitad, a Clooney le cuesta encontrar el ritmo adecuado, la acción se dispersa demasiado y se explicitan en exceso las distintas capas discursivas. Pero a pesar de todo, estamos ante una película mucho más interesante de lo que parece y que se va consolidando a medida que avanza el metraje. 2-A Clooney siempre le interesaron los vehículos culturales que va encontrando la sociedad para expresarse. En Confesiones de una mente peligrosa y Buenas noches, y buena suerte el centro era la televisión; en Jugando sucio el deporte, con la radio como marco de difusión; en Secretos de Estado el marketing político. En todos los casos se asistía a procesos narrativos que sacaban a la luz hipocresías, artificios, fraudes, reglas dobladas o quebradas, aunque los caminos nunca eran lineales: Clooney no es un pesimista fácil, para él la mentira y la verdad no son tan antagónicas como parecen, y por eso toma como referencia a Edward R. Murrow, con su deconstrucción de los discursos macartistas, o celebra la sinceridad que pudo adquirir la trampa en lo que fue la conformación del fútbol americano. De ahí que en Operación Monumento lo que interesa es cómo las obras de arte constituyen expresiones pasadas, presentes y hasta futuras de una sociedad, y cómo los individuos se vinculan con ellas, retomando esta cuestión “aurática” del arte, del poder expresivo que posee lo original frente a la mera reproducción. Si en su filmografía previa Clooney analizaba textos masivos y expansivos, en su más reciente film hace foco en lo único e irrepetible, lo que si se pierde no se puede recuperar. Y en ese acto establece responsabilidades sobre la destrucción, la recuperación, la memoria, la identidad y la restitución a las manos correctas donde no sólo los nazis salen maltrechos, sino también las fuerzas aliadas. 3-Uno de los aspectos que enriquecen a Operación Monumento es la naturalidad con que recupera el estilo formal y narrativo del cine bélico de posguerra, tomando como referentes a directores como Samuel Fuller y Robert Aldrich, pero con una violencia física bastante más atenuada, porque a Clooney en realidad lo que le importa es otro tipo de violencia, que es la cultural. El robo masivo de arte es visto en la película como un indicio de lo que fue el Holocausto y otros crímenes de guerra, de la obediencia debida y hasta de la perspectiva wagneriana conocida como “arte total”, que derivó en un “hurto total”, en otra forma de quedarse con todo, de liquidar todo rastro de otras etnias, razas y culturas. Pero además, la dosificación de la violencia física, eso que apenas si se ve pero no deja de estar presente a través de su ausencia, contribuye a pensar, de manera mucho más efectiva que ciertos diálogos de trazo grueso, cómo determinados sectores artísticos e intelectuales no tienen un conocimiento cabal de lo que ocurre en una guerra, los costos que hay que pagar, y sólo es en el terreno que finalmente pueden realmente conocer y vivir eventos de los que muchas veces se dedican a hablar en abstracto. 4-Clooney extiende su clasicismo a la elección del reparto, recuperando al Bill Murray más noble, alejado de la pose, dándoles un peso sustancial a los papeles de Bob Balaban y John Goodman (ambos magníficos) y hasta haciendo que Jean Dujardin, a través de su rol, explicite su lugar en Hollywood, como alguien consagrado pero que a la vez no deja estar en inferioridad de condiciones frente a otras estrellas. Su consciencia de las herramientas, mecanismos y personalidades que han alimentado al star-system hollywoodense le permiten componer una puesta en escena que configura las condiciones ideales para varias secuencias que son magníficas: la visita al “granjero” alemán; la reproducción de una grabación de la familia de Murray en un campamento; la cena entre los personajes de Matt Damon y Cate Blanchett, son todas escenas que le agregan espesor, complejidad y riqueza a lo que se está contando, y que compensan otros momentos de estancamiento del relato. 5-Con Operación Monumento y su historia bélica que coquetea con el humor y hasta el misterio, logrando en sus pasajes más virtuosos ser un entretenimiento ágil y complejo a la vez, Clooney sigue posicionándose como un cineasta profundamente estadounidense en su ética y moral, que roza el idealismo. Hasta en su autocrítica lo es, porque allí también deja en evidencia su ombliguismo, cómo siempre piensa a Estados Unidos como el centro del mundo, hasta cuando cuenta algo que sucedió en Europa. La historia y la cultura europea, en este nuevo opus de Clooney, es la historia y la cultura de Estados Unidos. Es, por ende, la historia y la cultura global.
Aerolíneas Collet-Serra A principios de esta semana escribía un artículo de opinión, el cual puede leerse aquí, en el que, entre otras cosas, mencionaba esta cuestión de ciertos cineastas latinoamericanos, como Alfonso Cuarón, que puede decirse que ya no son realizadores de su país de origen, porque trabajan con formas y herramientas hollywoodenses, aunque no dejan de ser latinoamericanos en el sentido de querer ser estadounidenses. Esta noción también podría aplicarse en clave ibérica con Jaume Collet-Serra, catalán de nacimiento pero ya incorporado a la cadena de producción de Estados Unidos desde hace un rato largo, con dos films realmente muy buenos, como son La casa de cera y La huérfana. Es alguien indudablemente talentoso, con una notoria capacidad para la puesta en escena vinculada al suspenso, donde siempre la identidad física y psicológica es puesta en cuestión. Sin embargo, todavía sigue posicionado en la línea media de la industria -en la cual es evidente que se siente cómodo- y le falta un proyecto que lo ponga en el mapa grande. Quizás la adaptación de Akira sea la película que le dé la chance de consagrarse. Mientras tanto, Collet-Serra vuelve a juntarse con Liam Neeson, a quien venía de dirigir en Desconocido, un thriller que tenía una primera mitad bastante sólida y una segunda mitad que tenía más agujeros que un queso gruyer. Neeson es también alguien que, desde la actuación, ha ido desarrollando en los últimos años una especie de sub-filmografía dentro del conjunto total de su carrera, en la que se ha ido cimentando como un héroe de acción maduro, capaz de conectarse con un público más adulto sin por eso abandonar al espectador más habitual del género. En Non-stop: sin escalas interpreta a Bill Marks, un alguacil encargado de prestar seguridad en los aviones con unos cuantos problemas personales, que abarcan desde el alcoholismo hasta una situación familiar camino a derrumbarse por completo, que durante un vuelo comienza a recibir inquietantes mensajes de textos donde alguien anónimo le dice que asesinará a un pasajero cada veinte minutos a menos que reciba 150 millones de dólares. Una manera de resaltar los méritos de Non-stop: sin escalas es comparándola con Séptimo, que también contaba con un director español, Patxi Amezcua: ambas son películas bien de molde, con premisas muy elementales pero potencialmente sostenibles, desarrolladas en un solo espacio, donde además el tiempo juega un papel fundamental, aportando a una mayor escala de tensión y paranoia. Pero Collet-Serra posee mucho más oficio narrativo que Amezcua y realmente sabe sostener atmósferas: durante buena parte del relato, el público comparte plenamente la paranoia de Marks, que encima se va convirtiendo en un personaje cada vez más problemático por las salvajadas que va haciendo para encontrar el criminal y que incluyen todo el catálogo posible de la mano dura estadounidense. Hacemos alusión a lo de la mano dura porque Non-stop: sin escalas es, a su modo, una película ambiciosa, que a lo largo de su narración va tirando diferentes puntas en la narración. La parte del thriller paranoico Collet-Serra la maneja con sapiencia, ayudado por la solidez argumental no sólo de Neeson, sino también de un elenco con nombres sólidos, como Julianne Moore, Lupita Nyong’o, Corey Stoll, Shea Whigham y Linus Roche, y hasta se da el lujo de meter un plano secuencia en combinación con efectos especiales que tiene mucho de exhibicionista pero también de funcional a lo que se está contando. Pero toda la trama de suspenso está también atada a, en primera instancia, un drama de redención personal, en el cual Marks, convertido en el sospechoso de la conspiración que él mismo denunció, realizará un camino de expiación para poder dejar la culpa del pasado realmente atrás, instaurando un verdadero presente en su vida; y en segunda instancia, a una lectura política que se va haciendo cada vez más evidente a medida que avanza el metraje, con la cuestión de la seguridad como eje problemático. Lamentablemente, las variables dramática y política no están del todo ajustadas en la película, con unas cuantas escenas forzadas y personajes que no terminan de ser verosímiles en sus acciones, en especial sobre los minutos finales, lo cual también termina resintiendo el suspenso. Aún así, dentro de su medianía, Non-stop: sin escalas es un viaje interesante en varios niveles, que evidencia nuevamente las capacidades de Collet-Serra, un realizador con un piso alto pero que puede dar mucho más.
La maldición de Connecticut que es de Georgia pero no le importa a nadie Hay películas que se las pueden definir con apenas un par de frases y no merecen mucho más análisis, porque no tienen nada significativo para brindar en una posible lectura crítica, ni siquiera desde sus defectos. Extrañas apariciones 2 es un claro ejemplo de lo anteriormente dicho, porque sin ser espantosamente mala, exhibe todo un catálogo de falencias ya vistas en muchos films de terror de segunda línea, en especial en ese subgénero que podríamos llamar “secuelas de medianos éxitos que se siguen produciendo porque son baratos y tienen un público garantizado que no exige más que algunos sustos de medio pelo” (lo sé, he sido demasiado descriptivo con el título): abuso de los trucos de edición para generar sobresaltos en el público, personajes poco desarrollados que jamás generan empatía, una seriedad en su tono que la termina volviendo muy aburrida, explicaciones en diálogos que redundan en lo que ya se está viendo y hasta mayor preocupación por exhibir atractivos cuerpos femeninos y masculinos que por el nivel de las actuaciones, que quedan en la mayor parte del metraje totalmente fuera de registro. Extrañas apariciones 2 ya está condenada desde el vamos con su título original, The haunting in Connecticut: ghosts in Georgia, que delata que es una secuela de una película de medio pelo con Virginia Madsen, Martin Donovan y Elias Koteas, basada en un hecho real, vinculado a apariciones fantasmales que aterrorizan a una familia recién mudada a una aislada casa, ocurrido en Connecticut. En esta nueva entrega se repite la premisa, pero en Georgia, y el film tiene tan poco para ofrecer, que hasta le cuesta despegarse de su predecesora y ni le da para llamarse The haunting in Georgia, que sería mucho más lógico. Y tan tibia es, que ni siquiera indigna, aún a pesar de evidenciar todo su oportunismo, su absoluta dependencia de esquemas narrativos y estéticos ya agotados. De ahí que lo único que se me ocurre aportar pasa por enfatizar que los tres actores principales tenían algo más que ofrecer y están absolutamente desperdiciados, por lo que vale la pena rescatar sus labores en otros papeles, en especial televisivos. En primera instancia, Abigail Spencer ha trabajado en unas cuantas series, entre la que podemos destacar Rectity, estrenada el año pasado en Sundance Channel con muy buenas críticas. Luego tenemos a Chad Michael Murray, que comenzó a hacerse notar a partir de apariciones en Gilmore girls y Dawson´s creek, para finalmente hacerse famoso en One Tree Hill, un drama adolescente mucho más interesante de lo que aparentaba. Y finalmente está Katee Sackhoff, que ha sabido sostener papeles de mujeres fuertes en la serie policial Longmire y el año pasado en Riddick. Todos ellos están tratados en Extrañas apariciones 2 como meras figuritas televisivas sin talento alguno, cuando en verdad lo tenían. Y les va tan mal como a la película.
Muy menor, muy previsible En la sección BAFICITO del año pasado, Rodencia y el diente de la princesa terminó quedándose con el premio del público, lo cual no dejó de ser llamativo, teniendo en cuenta que tenía como compañeras de selección a películas como Moon Man y Jelly T, que sin ser maravillas eran notoriamente superiores. Esta coproducción entre Argentina y Perú tiene indudablemente buenas intenciones y le preocupa contar adecuadamente su historia plagada de ratones magos, hechizos y princesas. Pero a la vez, eso sólo le alcanza para ser apenas correcta tanto en su narrativa como en su desarrollo estético. En la mayor parte del relato no sale de los esquemas más previsibles del duelo entre buenos y malos, entre la luz y la oscuridad, con el típico camino del héroe, que comienza siendo un mero aprendiz para terminar enfrentándose de igual a igual con un malvado hechicero en su lucha para salvar a un reino en peligro. No está mal en sí que se partan de convencionalismos y tampoco le podemos pedir a Rodencia y el diente de la princesa que alcance la misma calidad que la factoría Pixar, pero lo cierto es que la historia apenas si tiene algunos personajes atractivos y casi nunca despega de lo previsible. En consecuencia, también termina perdiendo por goleada frente a la oferta actual de la cartelera: Frozen: una aventura congelada y La gran aventura Lego, que se dirigen al mismo público, no sólo son mucho mejores a nivel técnico, sino también en lo que refiere al desarrollo de sus relatos y personajes, y la complejidad temática que exhiben. Una obra muy menor, que vuelve a mostrar los problemas en el género animado que atraviesa a buena parte de la producción latinoamericana.