Rebelde way No sé quién inventó a Todd Solondz. O quiénes, porque el suyo es todo un caso de creación colectiva. En realidad, dudo que exista realmente, me pregunto si tiene una existencia física, o si apenas es un concepto, un retorcido concepto. Recuerdo cuando vi Mi vida es mi vida, película infladísima si las hay, todo un giro en el vacío, con protagonistas huecos, sin vitalidad, cuyo título original, Welcome to the dollhouse (“Bienvenidos a la casa de las muñecas”) se correspondía con lo que hacía el realizador con sus personajes, a los que manipulaba como si fueran títeres. En cuanto a Storytelling, tenemos un desfile de situaciones forzadas, esquemáticas, pretendidamente polémicas pero finalmente sólo idiotas. No vi ni Felicidad ni Palindromes, y estoy bastante agradecido por eso. ¿Por qué demonios debería ser valioso el cine de Solondz? ¿Porque exhibe el derrumbe de los valores burgueses, su hipocresía y doble moral? ¿Porque habla de temas espinosos, como la pedofilia? ¿Porque expone el aburrimiento, la superficialidad, la incapacidad para comunicarse de los sectores medios suburbanos en Estados Unidos? ¿Es todo eso realmente novedoso? No. ¿Plantea algún tipo de alternativa? No. ¿Se intuye un tipo de búsqueda superadora? Para nada. Entonces, ¿por qué garpa tanto esa descripción tan banal, facilista y autoindulgente de “lo mal que estamos” que caracteriza al cine no sólo de este muchacho, sino también de otros pedantes, como Paul Haggis, Sam Mendes o Alejandro González Iñárritu? Con La vida en tiempos difíciles, Solondz construye una secuela de Felicidad, con sus mismos personajes pero interpretados por actores diferentes. Y vuelve a someter a sus personajes, desde el mismo inicio, a momentos ridículos, sin la menor verosimilitud, para probar su visión pesimista del universo. Lo hace hasta extremos indignantes, como cuando una madre le cuenta a su hijo menor cuán húmeda se pone al estar con otro tipo; o cuando el mismo niño interroga a su futuro padrastro sobre si es o no pederasta. Y esos son sólo dos ejemplos, porque en la película abundan los personajes estúpidos y feos, que con cada gesto evidencian una búsqueda de la incomodidad en el espectador. ¿Es eso lo que quiere Solondz? ¿Incomodar? ¿Cree que eso demuestra su inteligencia? ¿Piensa que mostrar seres alienados lo saca a él y al público de la alienación? Será muy astuto, sabrá venderse, pero ni siquiera se da cuenta de que su cine es otra forma de alienación, y ni siquiera es nueva, ni siquiera es original. Sus filmes son variantes repetidas de lo peor del cine independiente. Ni siquiera tiene una identidad nacional u occidental, esta clase de reflexiones que no van a ningún lado ya se vieron demasiadas veces en muchas ocasiones, en largometrajes de todas las nacionalidades. La vida en tiempos difíciles no sólo es aburrida, sino también cobarde. O más bien, es cobarde en su aburrimiento. Se refugia en el acto de aburrir, porque no se atreve a entretener, a tirarse al vacío, a permitirles a sus protagonistas vivir, lanzarse a la aventura que significa convivir con el mundo, con el mundo real, y no ese submundo de cartulina que arma Solondz. Su gran ambición es provocar, pero sus provocaciones son de pacotilla, son similares a las de los preadolescentes que creen que insultar a un profesor es contestatario. Su relato es un escupitajo inútil en el medio de la lluvia y su mejor destino es la intrascendencia.
Niccol es obvio y desapasionado y eso se nota tanto en su obra anterior cómo en El precio del mañana. Andrew Niccol es un cineasta que filma por concepto. Sus creaciones, como El señor de la guerra, Simone o Gattaca, son estructuras sostenidas primariamente por premisas en principio atractivas, un trabajo estético muy detallado y guiones con varias frases memorables. El problema es que en su cine no hay mucho más que eso. Los mundos que pretende construir son limitados, sus conclusiones y reflexiones bastante obvias, su estética pura superficie sin relleno y los diálogos de los personajes más importantes que los personajes en sí. De hecho, The Truman Show es su creación más compleja, pero eso se debe más que nada a la labor de Peter Weir, un director que busca siempre el costado humano en las historias y que aporta a la noción inicial del filme lo justo y necesario: el sentimiento. El precio del mañana es entonces una cinta muy representativa del cine de Niccol. Otra vez tenemos una sociedad distópica, donde el tiempo ha pasado a ser la moneda por la cual se adquieren bienes y servicios, pero también se puede acceder a una vida eterna o morir muy joven; personajes-actores (por momentos Justin Timberlake y Amanda Seyfried hacen de sí mismos y no mucho más) que apuntan claramente hacia el público joven; algunas ideas ingeniosas (como después de los veinticinco no se envejece más, los hijos lucen tan jóvenes como sus progenitores) y otras no tanto (las zonas horarias como divisoras de clases). El objetivo del realizador es bastante obvio: construir una alegoría sobre el capitalismo, literalizando los efectos de la economía monetaria a través del tiempo. Pero su estructura de reemplazo apenas le sirve para reproducir lo ya visto en la sociedad actual: los ricos gastando sin límites mientras los pobres viven día a día; la inflación como instrumento para preservar las diferencias de clases; las mafias que le roban a los pobres y viven como ricos; los organismos policiales (en este caso, los Guardianes del Tiempo) que sólo persiguen los pequeños robos de tiempo en los barrios bajos y nunca investigan a los que más tienen. El análisis de la sociedad que presenta El precio del mañana es esquemático, bidimensional, todo blanco sobre negro. Los pobres son toda buena gente oprimida, los ricos todos insensibles, y el que cambia las cosas es un héroe, el paradigma del individuo, que pasa de vivir una existencia insípida a convertirse en el hombre que cambia todo. Se le podría cuestionar nociones similares a un filme como Avatar, pero allí la diferencia la marca un director como James Cameron que narra con una pasión y convencimiento del cual Niccol carece. Aún así, El precio del mañana tiene algunos momentos entretenidos y algún que otro personaje atractivo. Pero la sensación final es que su falta de espesor la termina condenando a la mediocridad.
¡Nooooooooo!!!!! ¡Estamos en la B!!!!!!!!!! A esta altura Nicolas Cage comienza a pertenecer a la misma estirpe de actores que hacen “lo que venga”, que integran tipos como Rutger Hauer, Tom Sizemore o en algún momento Mickey Rourke. Quizás tiene todavía algo más de prestigio y chapa que los mencionados anteriormente, aunque teniendo en cuenta que lo que hace es cada vez menos personal y cada vez más esquemático, se está oxidando a pasos agigantados. Es ya, definitivamente, con su rostro inalterable y su andar que parece decir siempre “estoy acá por la guita”, una estrella de serie B, y en el mal sentido. Fuera de la ley (cuyo título original es Seeking justice, es decir, “Buscando justicia”, con lo que si empezamos a hacer comparaciones con la traducción, corremos el riesgo de meternos en todo un embrollo dialéctico) es también de segunda línea, de clase B. Es de esos filmes de relleno, cuyo objetivo es acaparar salas y servir de soporte a los que son los grandes tanques hollywoodenses. Ojo, se pueden enumerar grandes películas “de relleno”, con la misma finalidad mercantil pero un gran trabajo artístico, pero este no es el caso. Pasa que su historia es tan repetida como perezosa, con Will Gerard (Cage), un docente recontra dedicado a su trabajo, que les enseña Shakespeare (quien parece que fue el único gran escritor anglosajón importante) con gran pasión a sus alumnos, pero que un día, cuando su esposa es violada y golpeada brutalmente, acepta el ofrecimiento de Simon (Guy Pearce), un hombre cuya organización se encarga de asesinar al violador, pero a un alto precio: que Will luego asesine a alguien más para continuar la cadena. La película es dirigida por un realizador de serie B como es Roger Donaldson, quien ha pasado de dirigir films muy interesantes y bien narrados, como El gran golpe y Sueños de gloria, a productos carentes de potencia, como La fuga, Especies y El discípulo. Y quien aquí está en la segunda modalidad, desperdiciando la ciudad de Nueva Orleans como escenario potencialmente decadente y atrapante a la vez; sin vigor narrativo y sólo en algunos momentos construyendo cierto interés por lo que se cuenta; y hasta filmando una violación como si se tratara de una simple compra en un supermercado. Además, en el reparto tenemos a unas cuantas figuras clase B: está January Jones, quien excepto en la serie Mad men, ha probado ser sólo una cara bonita; pero también Jennifer Carpenter (quien encarna a la memorable Debra Morgan en Dexter), Harold Perrineau (con muy buenos pasos por Lost y Oz), Xander Berkeley (su jefe de CTU en 24 era hasta entrañable) y Guy Pearce (¿se acuerdan que hizo Los Angeles al desnudo, La máquina del tiempo o Montecristo?), todos ellos desperdiciados, con personajes que son meras marionetas, sin una composición sólida detrás, con lo que terminan deambulando por la pantalla. En Fuera de la ley todo es clase B, de segunda mano, atado con alambre y lleno de parches. Rutinaria, efectista, sin una pizca de originalidad, ni siquiera es polémica a pesar de su tema central, a priori un tanto espinoso. Uno quisiera aunque sea enojarse, patalear un poco. Pero ni eso nos permite este film.
Pedro, el cirujano A esta altura de su carrera, Pedro Almodóvar puede hacer lo que se le cante. Ya no tiene que concebir películas para ganar el Oscar: ya lo ganó primero con Todo sobre mi madre, su peor filme, y con Hable con ella, uno de sus mejores. Es el realizador español más influyente de las últimas décadas, y rankea muy alto en la tabla europea, e incluso mundial. Su estilo es claramente reconocible y ya tiene un piso de público predeterminado. Incluso los críticos, expertos en ignorar cineastas en cuanto pasan un poco de moda, siempre discuten y polemizan sobre sus obras. Para bien y para mal, Pedro nunca pasa desapercibido. Por algo en los créditos, en el momento en que aparece la clásica frase “Un film de…” le basta con poner simplemente “Almodóvar”. Ni el nombre de pila necesita ya. Por eso no es de extrañar que en sus últimas películas haya ido refinando su estilo al extremo, a la vez que redobla la apuesta narrativa y explicita cada vez más sus obsesiones referidas al cuerpo, la sexualidad, el choque de géneros, la mirada, el punto de vista, el artificio y el cine. La piel que habito es un ejemplo bastante evidente de esto. El film cuenta la historia de Robert Ledgard (Antonio Banderas), un brillante cirujano plástico que mantiene prisionera desde hace años a una mujer llamada Vera (Elena Anaya), con la que realiza todo tipo de experimentos vinculados al cuidado de la piel humana. El vínculo entre ellos es largo y complejo -atraviesa el deseo, el amor, la opresión, la represión, la venganza, la sumisión-, y Almodóvar se encarga de complejizarlo aún más, con muchas idas y vueltas en la narración, que en algunos casos son bastante forzadas.De hecho, en mitad del metraje, el film parece perder su eje, introduciendo nuevos personajes que durante bastante tiempo parecen estar sin rumbo, como esperando que el director hiciera algo con ellos. Es que Almodóvar controla todo y, a diferencia de muchos de los mejores momentos de su filmografía, los protagonistas no tienen la oportunidad de ejercer su propio destino, de crear su propia historia, porque hay un autor-Dios muy pendiente de que lo que tiene para decir se cumpla. Por eso algunos de ellos son memorables, como el de Marilia (Marisa Paredes), una madre incompleta, que puede llegar a tener dos hijos, uno al que niega y otro del que se esconde parcialmente, comportándose siempre de manera maternal, pero a la vez, negándose a asumir totalmente su rol; pero otros estereotipados, como Zeca, uno de los hijos de Marilia, quien es más una caricatura que otra cosa. No nos olvidemos por supuesto de Robert -mostrando el mejor lado siniestro de Banderas, lejos de la estampa de estrella hollywoodense, casi como probándose a sí mismo- y Vera (Anaya como figura ambigua y seductora), ambos con pesadas mochilas sobre sí mismos. En esa configuración-construcción-manipulación de los personajes, La piel que habito es un film que alterna entre el distanciamiento clínico y la cercanía extrema, brutal. A tal punto se da este juego de avance y retroceso, que en varias secuencias la película no se piensa a sí misma más allá de ciertos rasgos estilísticos, con lo que se aparta cuando se tendría que acercar, y viceversa. Las secuencias finales de La piel que habito, una obra tan mecánica como desconcertante, confirman buena parte de las virtudes y defectos que posee todo el relato. En cierto modo, su lógica es implacable y prácticamente innegable. Sin embargo, también aparece como forzada e incoherente con lo que los personajes parecían sentir y proclamar. Aún así, Almodóvar posee el talento suficiente como para transmitir las marcas corporales y psicológicas de quienes protagonizan el film a los espectadores. El problema a futuro pasa porque su habilidad a la hora de contar y su capacidad de puesta en escena no le hagan perder su humanidad.
Espadachines en decadencia Recuerdo cuando vi en 1995 Mortal kombat y pensé que era una película mucho más copada que Street fighter, estrenada el año anterior. Ahora me doy cuenta que el copado era Jean-Claude Van Damme, que rechazó el papel de Johnny Cage en la primera y prefirió a encarnar a Guile en la segunda. El film de Paul W.S. Anderson era exageradamente ceremonioso, construido como un manual de autoayuda con toda una parafernalia de efectos especiales sin verosimilitud. En cambio, la película de Steven E. de Souza era un disparate repleto de autoconciencia, que delataba permanentemente su artificio y hasta armaba una trama subversivamente política. A De Souza lo condenaron por completo, como si hubiera atentado contra una de las grandes propiedades artísticas de la historia. Por otro lado, Anderson fue construyendo una carrera tan variada como despareja: la fallida cinta de horror Event Horizon; el interesante western de ciencia ficción El último soldado; las esquemáticas Resident evil y Alien vs. Depredador; y la discreta pero cumplidora Carrera mortal. Ahora le toca adaptar esa gran saga literaria que es Los tres mosqueteros, escrita en el Siglo XIX por ese genio de la palabra escrita que era Alejandro Dumas. Pero Anderson no es precisamente un genio, ni siquiera una mente realmente creativa: sus productos no tienen una imaginación de gran altura y dependen bastante de los guiones o de algún actor sólido. Por eso en este film no hay personajes realmente bien configurados, sino meras insinuaciones, que responden a esquemas previos vinculados vagamente con las novelas, pero no realmente conectados. Se podría poner como excusa que Anderson va en busca directamente de la acción y que no está interesado en delinear tanto a los protagonistas, porque apunta a un público que ya conoce el mito fundante de Los tres mosqueteros. Pero sería una floja justificación, ya que siempre se necesita montar un andamiaje consistente que respalde lo que se está contando. Encima, el director falla en entregar secuencias de impacto realmente espectaculares: su puesta en escena es pobre y esquemática, abusa de los planos cortos y no aprovecha adecuadamente el 3D. Los tres mosqueteros tiene varios nombres interesantes en su elenco, como Christoph Waltz, Milla Jovovich, Logan Lerman y Matthew MacFayden, pero todos aparecen en piloto automático y desdibujados, en gran parte por culpa del guión. Otros, como Orlando Bloom, quien encarna al Duque de Buckingham, o Freddie Fox, en el papel del Rey, son directamente insoportables, a tal punto que anulan la narración cuando aparecen. Fallida a todo nivel, Los tres mosqueteros no es un fiasco gracias a que se basa, precisamente, en un material de enorme estatura. Aún así, lo que queda como recomendación, para pasar el mal trago, es rever la versión de 1993 dirigida por Stephen Herek, que era ágil, divertida y con un cast in plein forme. Sólo se necesita un poco de imaginación y atrevimiento para trasladar la literatura clásica a la pantalla grande. Pero ni eso tiene Anderson.
Manuales de comportamiento Caso digno de análisis el de Steven Soderbergh, un director que saltó a la fama desde el ámbito independiente con Sexo, mentiras y video, que le hizo acreedor a la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1989. Luego comenzó a desarrollar una ecléctica -despareja sería mejor decirlo- en los sectores más mainstream de Hollywood, aunque buscando conservar siempre cierta aura de outsider. Lo favoreció su capacidad para filmar con estrellas de todo calibre, más una habilidad para darle cierto plus a la puesta en escena de sus films, todos ellos con algún rasgo de estilización y distanciamiento cuasi paródico respecto de los personajes, pero sin apartarse de los cánones comerciales. Esto se puede ver en la construcción funcional pero no realmente comprometida de la pareja de George Clooney y Jennifer Lopez en Un romance peligroso; el desfile cool y las vueltas de tuercas astutas de la serie de La gran estafa (excepto en la segunda parte, donde todo, absolutamente todo, es un desastre); y en todas las piezas puestas al servicio de Julia Roberts en Erin Brockovich. La peor vertiente de su cine había podido verse en Traffic, donde los retoques estéticos en la fotografía y la supuesta vocación de polémica estaban al servicio de una trama tan falaz como esquemática, con todos los lugares comunes disfrazados de innovadores: la estupidez disfrazada de inteligencia. Cierto es que Soderbergh había dado un vuelco interesante con algunos de sus últimos films, como el díptico del Che Guevara, o El desinformante, donde se percibía una real pulsión por salir de los esquemas del biopic o las historias reales. Hay que decir primero que nada que Contagio no está nada mal, que se ve sin problemas y que su primera mitad tiene algunos excelentes momentos. Soderbergh vuelve a recurrir a su característico distanciamiento, yendo por un camino diferente al que iba una película de temática similar como Epidemia. La cinta dirigida por Wolfgang Petersen y protagonizada por Dustin Hoffman era antes que nada un relato de pura acción, de drama tensionante, donde Hoffman se erigía prácticamente en un héroe de acción bienpensante. Distinto es lo que vemos en Contagio, no sólo por su escala global y cuasi apocalíptica. De hecho, también se diferencia de exponentes del género catástrofe, ya que evita la espectacularidad. A Soderbergh no le importan (al menos en primera instancia) las personas, los hechos o los espacios afectados más que como elementos funcionales a algo más, que son los procedimientos o normativas. Los múltiples protagonistas de la película -que en la mayoría de los casos no se cruzan- son individuos (muchos de ellos verdaderos profesionales) siguiendo reglas pautadas de antemano, aunque no estén escritas en papel. Burócratas, científicos, políticos, militares, periodistas, incluso las víctimas, todos se guían por pautas preestablecidas. Soderbergh se dedica a contemplarlos, analizando sus códigos y midiendo la solidez de ciertas construcciones institucionales y tradicionales que forjan al ser humano, incluso frente al dolor. Esto se ve de forma muy patente en el escudo que parece construir el personaje de Matt Damon, que pierde a su esposa e hijastro, y se concentra en seguir adelante para proteger a su hija. Donde demuestra ser muy efectivo el film es en la exploración de los límites de las leyes humanas, hasta dónde cada individuo, grupo o núcleo social puede aferrarse a las nociones que se construyó (o le construyeron) previamente. Esto se refuerza gracias a un elenco donde todos están bien, donde sorprende cómo nadie exagera la nota, ni siquiera actores que en el pasado han demostrado que, si no hay un director que los controle, pueden irse al demonio. Todos, desde Damon hasta Marion Cotillard, pasando por Laurence Fishburne y Kate Winslet, están en el tono justo. Da hasta para pensar que si aparecía Al Pacino, tampoco hubiera estado desbordado. El problema es que en la segunda mitad el conflicto central del virus matando millones de personas y destruyendo los cimientos de la humanidad no parece ser suficiente. Y surge cierta necesidad de crear drama, de incorporarles a los personajes un lado humano, personal, incluso ideológico, que termina siendo bastante forzado. Esto se nota especialmente en el caso del personaje de Jude Law, con su declamación permanente, pero también con los de Fishburne y Cotillard. Donde ese factor encaja con mayor lógica, creando empatía, es en el caso de la historia de Damon, lo cual no deja de ser coherente, porque desde el principio esa subtrama está marcada por la pérdida, el duelo y el miedo. Clínica, seca, Contagio funciona como tratado sociológico aunque no tanto como drama humano. Aún así, su mecanismo narrativo avanza como un relojito, con total precisión. Su lógica, casi innegable, no deja de ser inquietante.
Intensa, disparatada… ¡entretenida! Con su despliegue de protagonistas que hacen del profesionalismo un estilo de vida, Asesinos de elite se disfruta sin culpas. Ver Asesinos de elite es en ciertos aspectos como ver una secuela (o incluso una temprana reversión) de Munich, que a su vez buscaba desde algunos aspectos genéricos recuperar la particular energía que poseían los thrillers paranoicos de los setenta. Pero también puede ser como ver una nueva entrega de la saga Bourne, con varios espías y asesinos entrenados combatiendo (y combatiéndose) a favor de diversas agencias, revoleando patadas por doquier, yendo de un lado al otro del globo, en un juego de máscaras permanente. O como una especie de coda de Agente internacional, aquel thriller con Clive Owen que exploraba en los manejos financieros mezclados con el asesinato sistemático liso y llano por parte de una corporación bancaria, sólo que aquí lo que entra en juego es un producto muy en boga en los ochenta: el petróleo, futuro causal económico de todos los conflictos en Medio Oriente. Con su despliegue de protagonistas que hacen del profesionalismo un estilo de vida, más una historia de amor grasa, donde el personaje femenino no sale del estereotipo –aunque no molesta, y hasta se puede intuir su importancia dentro del esquema de vida masculino-, Asesinos de elite hace recordar asimismo a una típica película de Michael Mann: algo así como Miami Vice situada en Medio Oriente y diversas partes de Europa en vez de Miami y Latinoamérica. En cuanto a la presencia de Robert De Niro, se remite inmediatamente a Ronin, aquel filme de acción y espionaje de John Frankenheimer, repleto de mercenarios sin bandera, veteranos de muchas guerras, con la melancolía de no tener más un propósito que los anime más que el dinero. Y, obviamente, Asesinos de elite es además una de Jason Statham, o incluso simplemente “una de Statham”, de la misma forma que uno dice “una de Stallone”, “una de Szchuarzeneger (así, mal pronunciado y escrito)” o “una de Van Damme”. Pero eso sí, con un trailer engañoso, que promete muchísima acción pero luego se entrega a un relato tan pausado como fluido. La cinta de Gary McKendry es un montón de películas a la vez, lo cual, por suerte, no termina implicando que no sea ninguna. Es como esos decentes jugadores de fútbol polifuncionales, que puede desempeñarse en varios puestos a la vez, sin lucir un montón, sin grandes destellos de calidad, pero cumpliendo con su papel, sin equivocarse y aportando para el equipo. Tosca pero rendidora, Asesinos de elite se disfruta sin culpas, como esos partidos que no están espléndidamente jugados, pero mantienen un ritmo que los hace apasionantes.
Sin drama, suspenso, terror, misterio, ni nada Hay películas que son tan nulas cinematográficamente, que su propósito hay que encontrarlo por fuera de lo artístico. Es el caso de Detrás de las paredes, film inentendible e inútil cuya única razón fue el permitir que Daniel Craig y Rachel Weisz se enamoraran y posteriormente se casaran. Miren si el amor será poderoso y hermoso, que hasta es capaz de vencer al mal cine. El nuevo film de Jim Sheridan (muy lejos del nivel que supo alcanzar con En el nombre del padre o Golpe a la vida) cuenta la historia de un editor (Craig) que deja su trabajo para perseguir su gran sueño: comprarse una casita para su esposa (Weisz) y sus dos hijas, y dedicarse a escribir la novela que siempre estuvo en su cabeza. El problema es que cuando llega empiezan a pasar cosas raras en el hogar: ruidos raros, apariciones enigmáticas, una vecina (Naomi Watts) que lo esquiva, etcétera, hasta que se entera que donde vive ahora ocurrió un asesinato terrible, en el que un hombre mató a toda su familia. Casi desde el comienzo se le nota a Sheridan que lo que quiere filmar es en realidad un drama familiar sobre los vínculos en la pareja, la paternidad y la aceptación de la pérdida. Eso no estaría mal de por sí: muchos grandes films de terror y suspenso, como El exorcista o Sexto sentido, supieron sostenerse sobre cuestiones dramáticas vinculadas a la institución familiar. El problema es que el realizador irlandés toma el molde del cine de terror y suspenso, condimentado con algo del policial, y en ninguno de los casos los utiliza de manera apropiada. Es más, exhibe no sólo impericia, sino hasta pereza en la puesta en escena. No existe el más mínimo grado de suspenso, la película nunca asusta (ni siquiera un poquito, y eso que el que escribe es un tipo muy asustadizo) y las vueltas de tuerca policiales tienen menos solidez que una gelatina al sol. En consecuencia, también el drama termina perdiendo todo peso, sin poder salir en momento alguno del esquematismo más ramplón y soporífero. Para colmo, a Detrás de las paredes se le notan mucho las costuras por los múltiples cambios en la sala de edición (hubo bastantes disputas entre el autor de Mi pie izquierdo y el estudio Morgan Creek, lo que llevó a realizar nuevas tomas y retoques en el corte final), y nunca se alcanzan a desarrollar los conflictos apropiadamente, quedando varios personajes sueltos por ahí, sin alcanzar la estatura o incidencia merecida. Film completamente fallido, sin alma y energía, con un buen elenco desperdiciado, Detrás de las paredes aburre soberanamente, aunque tiene la ventaja de que es corta, con lo que no se siente tanto el tiempo desperdiciado. Igual, lo peor es que Rachel Weisz sigue lejos del alcance de todos los que estamos enamorados de ella.
Corazón de acero Pura nobleza y clasicismo, Gigantes de acero es de esas películas que hacen bien al alma, expresándose humanamente, sin vueltas ni lecciones baratas. En un plano especialmente conmovedor de la secuencia final de Gigantes de acero (secuencia predecible, pero a la vez, muy ansiada), el hijo mira con orgullo a su padre (ese padre llamado Charlie Kenton, pero que también es Hugh Jackman), quien está tirando piedras al aire. Lo mira así porque en realidad está boxeando, a través de una máquina, pero está boxeando. Arroja jabs, ganchos, upper-cuts, con sublime fiereza y pasión. Es un boxeador de nuevo. Es él otra vez. Gigantes de acero nos vuelve a probar por qué el género deportivo puede ser tan simple y esquemático, como profundo y conmovedor a la vez. Este tipo de películas vuelven a apelar a la metáfora de que “el deporte es como la vida”, para decirnos que eso que llamamos precisamente VIDA puede ser mucho más simple de lo que pensamos, o al menos bastante menos complicada. El rival más duro no es el otro, no es el equipo contrario, ni tampoco el universo complotando en contra nuestro. Es (¡obvio!) uno mismo. Esa obviedad es la que deberá descubrir Charlie, haciéndose cargo de lo que antes eludió. Para poder empezar a ganar, deberá aceptar que antes perdió, y que perdió porque tuvo miedo de ganar, porque no tomó riesgos verdaderos e hizo la fácil, que es autoboicotearse. En ese trabajo de introspección, Charlie podrá ver (en el sentido de descubrir, de tener una revelación, de deslumbrarse ante el hallazgo de una respuesta) lo que siempre fue evidente: la gente que lo amó y ama, y la que desea amarlo y ser amada por él. Shawn Levy (a quien, si atamos algunos cabos con las dos entregas de Una noche en el museo, podemos detectarle ya un gran interés por el deber paternal y las figuras masculinas que buscan encontrarse a sí mismas) consigue transmitir todo esto y hacer reflexionar de esta forma porque narra con plena convicción desde el plano inicial, con un montaje fluido, una narración pausada que no elude lo electrizante y un clima de gran melancolía por lo que perdió, con un fondo de vitalidad y esperanza por lo que puede deparar lo que viene a continuación, en la posibilidad de redención y reconstrucción. También cuenta con un muchacho como Dakota Goyo que es una sorpresa sumamente agradable, por su impactante personalidad, la facilidad con que recita sus diálogos y la firmeza con la que interactúa con el resto del elenco; una Evangeline Lilly que, a lo que aprendió con Lost, le incorpora una mayor sutileza y trabajo en su mirada, haciendo destacar aún más su belleza; y un Hugh Jackman que demuestra que puede pasar por cualquier registro, yendo del drama a la comedia, de la rudeza al patetismo, de los sentimientos guardados a la expresión lisa y llana. Pura nobleza y clasicismo, Gigantes de acero es de esas películas que hacen bien al alma, expresándose humanamente, sin vueltas, sin lecciones baratas, hablando (aún desde la ciencia ficción) de lo que le pasa a cualquier persona, aquí y ahora. Un filme situado en el futuro, que evoca cualquier tiempo. Si Hollywood fuera así siempre, que sea eterno.
Una camarera contra el mundo Justicia final es una película correcta, sin nada nuevo para aportar, pero que a la vez complacería mucho a la crítica llamada “contenidista”, que se preocupa antes que en la forma, por las temáticas que despliega una película. En este caso, estamos hablando de un film que despliega tópicos como la corrupción policial; el sistema penal como instrumento opresivo de las clases bajas; la burocracia judicial; y el balance entre la paternidad/maternidad y las metas personales. El film de Tony Goldwyn utiliza como escudo la historia real de Betty Anne Waters (Hilary Swank), una camarera que estudia derecho y se recibe de abogada con el sólo objetivo de esclarecer el caso de su hermano (Sam Rockwell), quien fue condenado a cadena perpetua por un homicidio de brutales características. Su basamento en esta historia verídica le permite hacer que suenen creíbles ciertos acontecimientos que en cualquier otro caso parecerían inverosímiles -hay un error burocrático que termina favoreciendo a Waters que el espectador puede aceptar porque es perfectamente consciente de que el sistema no funciona precisamente a la perfección-, aunque también el modelo hollywoodense del biopic lo obligue a incluir cuestiones familiares que retrasan la narración o a personajes como el de Loren Dean que terminan siendo de relleno y nunca alcanzan una entidad sólida. Es también gracias a algunos méritos de su forma que Justicia final llega a consolidarse como una película casi didáctica en el buen sentido. Es sutil en su presentación de los hechos, sin regodearse en las desgracias que atraviesa el relato, excepto en los flashbacks que explicitan demasiado los padecimientos durante la etapa infantil de los hermanos Waters. Cuenta además con el plus de Swank, Rockwell y Minnie Driver (el papel de amiga de fierro de la protagonista le calza a la perfección), que eluden el trazo grueso en las interpretaciones e incluso trabajan más orientados hacia el objetivo de generar empatía en el público a través de vínculos entre cariñosos, ingenuos y simpáticos. Lo de Melissa Leo es un tanto diferente, ya que le bastan un par de apariciones, gestos y modos para dejar en claro que es la representación siniestra y resentida de la mujer dentro de las fuerzas de la ley. Pero antes que nada, Justicia final es un pequeño cuento de amor entre dos hermanos, que se quieren en las buenas y en las malas. Y de una hermana con una convicción inquebrantable, frágil pero finalmente decidida a todo, siempre dentro de los parámetros de la ley. A partir de allí es que pueden dispararse unas cuantas interpretaciones político-sociales. Asemejándose a sus protagonistas, tan pequeños como dignos, el film no hace tambalear demasiado el panorama de la cartelera cinematográfica argentina, pero demuestra que no se necesita patalear o hablar a los gritos para bajar línea.