Quinta a fondo Si hay un aspecto que siempre se ha puesto en debate en el cine norteamericano juvenil, situado en el mundo de las escuelas secundarias o las universidades, es la cuestión de la popularidad, los grupos de influencia y los marginados. Films como Elefante, Chicas pesadas o Supercool, por nombrar sólo algunos, han sido extremadamente críticos con la configuración ética, discursiva y de conductas en el ámbito educativo estadounidense. Por otro lado, en buena parte del cine de Todd Phillips vemos una celebración de la fiesta adolescente, aunque con un giro un tanto tramposo: en Viaje censurado, Aquellos viejos tiempos o ¿Qué pasó ayer? se presentan personajes que andan siempre amagando con enfiestarse, con romper todas las reglas, pero que al final se resignan a la monogamia, la institución familiar en su vertiente más retrógrada y las “buenas costumbres”. Antes, debo dejar en claro mi posición: no tengo problemas con que la gente se emborrache, se drogue o tenga mucho sexo. Tampoco creo que la monogamia deba ser la única opción. En realidad, me parece que todo es cuestión de cada individuo y que se puede hacer lo que se quiera, mientras no se dañe a los demás. Eso no me hace un ultra liberal, sino simplemente alguien no muy estricto. Con lo que sí estoy bastante en desacuerdo es con los conceptos de “joda” y “popularidad” que marcan a fuego a la adolescencia norteamericana (y que en muchos aspectos se esparcen a lo largo de todo el mundo), ya que implican un machismo extremo; colocan a la mujer en el lugar de mero objeto sexual; se aísla al que es diferente (que sólo puede integrarse si acepta ser como manda lo establecido); y se toma o se coge no por placer individual, sino por mera apariencia hacia el exterior. Pues bien, ver entonces Proyecto X puede ser problemático para una persona como yo, ya que todo el relato se basa en lo que anteriormente cuestioné: tres pibes, que son unos parias absolutos en su colegio, deciden organizar una mega fiesta en la casa de uno de ellos, garantizando la mayor cantidad de drogas y alcohol posible. Y allí se celebra que las mujeres sean “perras”, el derroche de culos y tetas, la muchachada reventando todo no se sabe bien por qué y el ponerse en el mapa siendo igual que todos los demás. No sólo hay una contemplación de eso, sino también un aval por parte de la puesta en escena. Pero hay que reconocer que ese guiño positivo es totalmente honesto. No hay doble discurso, no hay bajadas de línea conservadoras o políticamente correctas, no hay personajes con actitudes contradictorias o incoherentes. En eso, se podría pensar a la película como la más honesta de la factoría Phillips, quien acá oficia sólo de productor, aunque el marketing resaltó su figura como una suerte de presentador. De hecho, esa fiesta que rápidamente se sale de cauce aumenta sus virtudes gracias a la honestidad de los protagonistas, que se admiten ante ellos mismos (y por ende, frente al espectador) que lo único que quieren es ser como los populares, que quieren integrarse y que es perfectamente lógico que sean marginales mientras no logren posicionarse en otro lugar. La trama sigue, de este modo, a pibes que quieren ser como los mismos que los oprimen (el ejemplo perfecto es la escena donde se los ve echando a unos chicos que quieren entrar a la fiesta, simplemente porque son de primer año). Proyecto X puede compararse con el reciente estreno de Poder sin límites, otro film situado en el contexto escolar, y no sólo por el recurso a las cámaras portadas por los mismos personajes (aunque en el primer caso es mucho más flexible, permitiéndose entrar y salir de esa modalidad con mayor fluidez en el montaje y condicionando menos la narración). En la cinta de ciencia ficción se ve al oprimido rebelándose. En esta comedia se lo ve aceptando las reglas, incorporándose a la manada. Otro factor que ayuda a que la película sea más interesante de lo que parece es su ritmo narrativo y su permanente vocación de choque. Una vez que arranca, la historia no para y todas las vueltas de tuerca tienen como objetivo el agrandar el caos. Pareciera que se hubieran recopilado todas las leyendas urbanas sobre festejos, para juntarlas todas en hora y media de cine. Y que al final, todo reviente por el aire, literalmente. Esa explosividad, sustentada en su honestidad, obliga a no descartar tan rápidamente a Proyecto X, un film al que vale la pena pensar un poco.
Grandes poderes sin grandes responsabilidades Hollywood sigue exprimiendo tanto el género de superhéroes como el del “cámara en mano”, ese donde se ve lo captado por las cámaras de los mismos protagonistas. En Poder sin límites lo que más funciona es la trama y el desarrollo de los personajes antes que la puesta en escena. Con resultados limitados, estamos ante una película con varios aspectos atractivos. El film de Josh Trank (quien hasta ahora sólo había dirigido capítulos de la serie The kill point, y que ahora es serio candidato para tomar a su cargo la realización de la nueva versión de Los cuatro fantásticos) presenta a tres jóvenes bien prototípicos de la escuela secundaria estadounidense (o al menos, la que vemos en el cine): Andrew Detmer, el típico freak tímido y blanco de las burlas de todo el colegio; Matt Garetty, primo del anteriormente mencionado, un pibe lo suficientemente inteligente para no meterse en problemas; y Steve Montgomery, el joven atlético y amigable a la vez, tan carismático que hasta se ha presentado para las elecciones estudiantiles, ese concurso de popularidad que en muchos casos significa un ensayo para una futura carrera política. Los tres adquieren, fruto de la casualidad, extraños superpoderes que, a medida que se van incrementando, les permiten mover objetos de todo tipo y hasta volar. Primero entra en juego la fascinación, la oportunidad para realizar travesuras (como asustar a una nenita suspendiendo en el aire un peluche enfrente suyo), de hacer cosas que nunca antes pensaron. Pero luego las cosas empiezan a salir mal. Es aquí donde Poder sin límites elige, con acierto, concentrarse en el personaje de Andrew, con su ansia de registrar todo con su cámara amateur, en la que se palpa una pulsión por observar los rituales ajenos, las personas que no le prestan atención, incluso el mirarse a sí mismo como alguien desconocido, porque en verdad ni él mismo termina de comprenderse. Andrew es, a la vez, alguien cuyas desgracias escolares forman un continuo con sus infortunios familiares, con una madre con una enfermedad terminal y un padre desocupado que vive del seguro social y que el único gesto que tiene para su hijo es el maltrato sistemático a nivel psicológico y físico. De a poco, el relato se irá convirtiendo en una variante masculina de Carrie (con incluso algunos elementos referenciales a episodios de violencia escolar real, como el caso Columbine), con un Andrew aprovechando sus habilidades, cada vez más fuertes, para vengarse de sus compañeros y su padre, y de paso, de la sociedad entera que lo maltrató. Cuando recorre ese hilo narrativo, de paulatina identificación con el oprimido que termina explotando para erigirse en opresor y destructor, Poder sin límites es un film que afirma con solidez que detrás de todo villano siempre hay una causa inicial, un apaleado que súbitamente encuentra la ocasión revertir las cosas a su modo. El problema es que el formato elegido por la cinta funciona sólo durante una parte de la narración o en determinadas secuencias. La cuestión de que los personajes se filmen permanentemente requiere de una suspensión de incredulidad que el realizador no consigue sostener totalmente. Especialmente hacia la segunda mitad, cuando la acción (y con ella los efectos especiales) se expanden muchísimo más, va quedando la sensación de que la historia podía haber sido contada perfectamente de una forma más tradicional. Aún así, dentro de su pequeñez, Poder sin límites consigue instalar un verosímil donde no son necesarias demasiadas explicaciones para interesarse por lo que les pasa a tres muchachos que de repente adquieren las capacidades de Superman, pero no poseen la entereza ética y moral de Kal-El.
Sangre, sudor y lágrimas Steven Spielberg, director problemático si los hay para buena parte de la crítica, ha realizado dos films este año, uno más conflictivo que el otro. Si Las aventuras de Tintín planteaba diversos bretes a partir de tomar la legendaria obra de Hergé (con todos sus fanáticos a cuestas) y llevarla a la pantalla a través del 3D y la captura de movimiento, Caballo de guerra la hace quedar como una obra de consenso. Es que desde el mismo comienzo, Spielberg pisa el acelerador a fondo con esta adaptación del libro infantil de Michael Morpurgo (que ya tuvo una versión teatral), combinando reminiscencias de todo tipo al cine de John Ford, Stanley Kubrick (el genérico e interesante, no el pretencioso y pedante), Robert Bresson y… al de Steven Spielberg. Y lo que termina construyendo es un objeto desatado, de esos que dividen aguas, al estilo Inteligencia artificial o Munich. La historia es simple, directa, leal a sí misma y, por cierto, brutal (¿no lo son en el fondo todos los relatos para chicos, que siempre consisten en zambullidas y choques con el universo y las reglas adultas?): el padre del joven Albert, de puro orgulloso nomás, decide pagar una fortuna que no tiene para comprar un caballo llamado Joey. El primero se encarga de domar al segundo, y nace una amistad entre ellos, una historia de amor entre hombre y caballo que es más grande que la vida. La Primera Guerra Mundial los separa, y la historia se centrará en cómo buscarán unirse de nuevo. Hace ya bastante tiempo, a Steven, jovencito cinéfilo crecido si los hay, le preguntaron por cuáles cineastas lo habían influenciado en su carrera. El periodista que lo había interrogado se anticipó a su respuesta, arriesgando “Stanley Kubrick”, a lo cual el director de Tiburón respondió “sí, puede ser, por suerte tuve el placer de conocerlo personalmente”, para luego comenzar a hablar de John Ford. ¿Esto significa que no le gustaba el cine de Kubrick? Todo lo contrario, de hecho es uno de sus grandes defensores, en especial de películas que este crítico detesta, como 2001: odisea del espacio o El resplandor. Pero se puede intuir en buena parte de su obra que Kubrick es como el punto de partida para sus ideas narrativas y estéticas, mientras que Ford es la cumbre que podría llegar a alcanzar, el maestro absoluto. Y esto se percibe asimismo en Caballo de guerra, donde un film no tan considerado en la carrera de Kubrick como La patrulla infernal sirve como modelo de puesta en escena para las escenas bélicas (planos generales, uso del travelling, un punto de vista distanciado, pero sin descuidar la especificidad de los protagonistas) e incluso los diálogos previos a las batallas (con actuaciones medidas en gestos e intensidad); pero es la filmografía de Ford (con especial hincapié en cintas como El hombre quieto, El joven Lincoln, Más corazón que odio o Fuerte Apache) la que se constituye en eje ético y moral, como si se buscara recuperar otra forma de conceptualizar el cine, lo que significa contar historias, qué se puede representar o no, cuándo introducir el humor, cómo reflejar los lazos de lealtad o amistad entre los protagonistas. Así Spielberg hilvana una narración donde el caballo Joey hace una especie de vía crucis durante la Guerra, cruzándose en los caminos de ingleses, franceses y alemanes, igualados todos ellos en el idioma (es llamativo cómo la usual táctica hollywoodense de hacer hablar a todos los personajes en inglés en este caso hermana a los personajes en sus acciones, tanto positivas como negativas). El horror sobre el ser humano no se manifiesta, queda casi siempre fuera de campo, pero sí se explicita sobre Joey, un animal que, siendo separado de su amigo, pasando de mano en mano, arrastrando terribles máquinas de guerra, cabalgando por el campo de batalla, enfrentándose a un tanque (puro metal, puro anonimato, pura amenaza), enredándose con alambres de púas, sudando, sangrando, termina cargando sobre su lomo el sufrimiento del mundo entero. Su peregrinar se vincula con el jansenismo, movimiento católico que presenta la noción de la gracia (es decir, el auxilio de Dios para evitar el pecado), pero también la de la gracia eficaz, que implica la ayuda de Dios para hacer el bien. Con respecto a la última afirmación no está de más detenerse, porque no sería de extrañar que comiencen a oírse voces que rápidamente asocien lo de jansenismo a Robert Bresson, luego a su obra maestra Al azar Balthazar y de ahí empiecen a meditar seriamente en arrojar a Spielberg y sus adeptos a la hoguera. Ante lo cual corresponden decir algunas cositas: 1) Bresson era un cineasta enorme, único, con una obra casi irrepetible, pero también un ser humano. Tan humano era, que se murió. Y su obra, paradójicamente, es tan inmortal como humana, tan sujeta a relecturas y reinterpretaciones como cualquiera. 2) Bresson será uno de los grandes directores de la Historia, pero Spielberg es, cuando menos, uno de los más grandes realizadores de los últimos cuarenta años. Se le pueden hacer un montón de cuestionamientos, pero debe haber pocos hombres de cine con una filmografía tan extensa como consistente, con títulos de gran relevancia en prácticamente todos los géneros. 3) No se puede ignorar que las herramientas y objetivos que los dos cineastas persiguen en sus obras son casi opuestos. Pero eso no quita que, al menos en el caso de Caballo de guerra, pueda haber un entrecruzamiento o al menos un ligero contacto. Spielberg es ya un autor con trayectoria y experiencia, con la inteligencia suficiente para pensar el cine de otros maestros, pero también el de sí mismo. En su nuevo film se escuchan ecos de ET (con todo su cristianismo a cuestas), El imperio del Sol (en su observación de las conductas ajenas y su relato de crecimiento forzado), La lista de Schindler (el retrato de una tragedia mundial, aunque en clave católica), Rescatando al Soldado Ryan (aunque por oposición al realismo violento y extremo); y Atrápame si puedes (en su humor tan físico como caballeresco). Caballo de guerra es una película tan bella como terrible, que entrega lo que promete y hasta más: un cuento de fervor y solidaridad, de amor sin dobleces, de dolor intenso, casi un melodrama bélico. Y, como se sabe, sufrir y llorar en el melodrama puede ser el más grande de los placeres.
La cinta, de los productores de 300, tiene muchos efectos, regodeo en las imágenes de póster, crueldad gratuita y personajes bidimensionales. Tarsem Singh había hecho una película bastante interesante como La celda, protagonizada por Jennifer Lopez, Vince Vaughn y Vincent D´Onofrio, que jugaba con la idea de la inserción en la mente de un asesino. En esa película, que igual tenía unos cuantos defectos en cuanto al diseño de los personajes, podían hallarse ideas mucho más atrayentes que en la pretenciosa El origen. Menos esquemática, mucho más atrevida y flexible al explorar el mundo de los sueños, las pesadillas y la profundidad de la mente, lograba aún así, en sus mejores momentos, una gran carga de tensión. Lo que por ahí generaba dudas era el exceso de esplendor visual en ese filme, por momentos más preocupado en generar imágenes preciosistas que en lo que demandaba el relato. Pues bien, en Inmortales podemos hallar la gran mayoría de los defectos de La celda, y casi ninguna de las virtudes. Es cierto que el género del péplum –las típicas historias de aventuras situadas en el mundo antiguo, con dioses, titanes y héroes en disputa- no favorece a Singh, pero también que nunca consigue ir más allá del esquematismo propuesto por el guión. Se mezclan los dioses, los titanes, las pitonisas, las figuras heroicas; hay muchas peleas, batallas y sangre; frases trascendentes y relatos sobre trágicas pérdidas; pero en verdad eso nunca importa. La cinta es de los productores de 300 y eso se nota: muchos efectos especiales, mucho regodeo en las imágenes de póster, mucha crueldad gratuita, un par de desnudos (Freida Pinto es hermosa, pero eso ya lo sabíamos), cero historia y personajes totalmente bidimensionales. Teniendo en cuenta este filme, y lo que se ha visto en los trailers (que han sido bastante malos), es de temer lo que pueda dar Singh en Espejito, espejito, su relectura en clave de comedia de aventuras de Blancanieves. Como en Inmortales, habrá que ver si el diseño se impone al relato.
Al pobre Asger Leth, realizador de Al borde del abismo, no se le cae una idea nueva. Uno se imagina que con una película como Al borde del abismo apareció un guionista con una idea determinada: por ejemplo, la de un tipo en la cornisa de un edificio, amenazando con suicidarse. Luego vino otro, y dijo “che, démosle una vuelta de tuerca, porque parece demasiado sombrío y cerrado todo: hagamos que eso en realidad es un bolazo, que lo que está haciendo es desviar la atención para que otra gente que realice un gran robo a menos de una cuadra”. Después aparece otro más y dice “no está mal eso, pero conectémoslo con la crisis financiera actual, cómo los ricos siguen acumulando fortunas a expensas de los pobres, la falta de escrúpulos de ciertos sectores en el capitalismo”. A continuación entra otro más y agrega “bueno, pero en general la corrupción económica va de la mano de la política o policial, así que no estaría mal introducir la cuestión de la corrupción policial”. Llega un quinto y afirma “OK, pero si vas a tener policías malos, tenés que tener también policías buenos, que puedan ponerse del lado del héroe, aunque seguramente lleguen con heridas del pasado, que deberán curar con este caso”. Y surge en escena un sexto, que recuerda “ojo, que si es una película de robos, algún elemento humorístico tiene que tener, porque si no volvemos a la de antes, con todo muy oscuro y sombrío, así que volquemos las risas para el lado de los cómplices del protagonista”. Otro más sugiere “¿no les parece que esos cómplices deberían ser familiares, como para insertar la noción de la familia?”. Y uno piensa “guau, cuánta gente debió haber metido mano en el guión”. Pero no, resulta que la autoría del mismo es de apenas uno solo, un tal Pablo F. Fenjves, que hasta el momento sólo había tenido trabajos para televisión. Un tipo con muchas ideas en la cabeza parece. Ojo, no está mal eso: pensemos en otra película protagonizada por Sam Worthington, Avatar, que combinaba una historia de amor bastante similar a la de Pocahontas y el Capitán Smith, las referencias a la guerra de Irak, el deber-ser de un soldado, la construcción del mito de un héroe, un discurso espiritual y ecologista, etcétera. Y sin embargo, todo salía bien. Aunque claro, había un director detrás, alguien con James Cameron, capaz de crear mundos propios con pasmosa facilidad. En cambio, al pobre Asger Leth, realizador de Al borde del abismo, no se le cae una idea nueva. Por eso el filme se va desarrollando como un pobre Frankenstein, a los tropezones, sin poder combinar apropiadamente sus diversos elementos. A lo sumo, se dedica a confiar en un elenco ecléctico, compuesto por Ed Harris (tan villano como flaco), Jamie Bell (que creció pero sigue pareciendo un buen pibe), Elizabeth Banks (muy linda), Génesis Rodríguez (muy muy linda), Anthony Mackie, Edward Burns y Titus Welliver. Con un final tirado de los pelos y sin gracia, tirando misiles de tinte político que terminan siendo meras balas de fogueo, Al borde del abismo no ofende pero, al igual que muchos filmes hollywoodenses, no aporta absolutamente nada. Es tan sólo un conjunto de ideas sin concretar.
Te amo, Edgar Se puede ver a J. Edgar como un retrato de medio siglo de historia estadounidense, con los manejos de poder, la vigilancia y persecución extrema a los que J. Edgar Hoover, director del FBI, consideraba en esos momentos como enemigos internos, infiltrados tratando de destruir la nación norteamericana. Esta visión no estaría equivocada, pero tampoco sería la correcta. En verdad, sería parcial, como quedarse sólo con una parte del film, o tomarlo a mitad de camino. En realidad, la nueva película de Clint Eastwood son tres historias de amor con Hoover (Leonardo DiCaprio) como eje, todas marcadas por la fidelidad y la lealtad: con su madre (Judi Dench), que se constituye en su pilar ético y moral, incluso en sus fases más íntimas; con su secretaria de toda la vida, Helen Gandy (Naomi Watts), una relación donde impera más el silencio y el profesionalismo que las palabras; y con Clyde Tolson (Armie Hammer), su gran amor de toda la vida. Muchos cuestionan la perspectiva íntima y humana de un personaje duro y conservador como el de Hoover, como si fuera un acto de cobardía por parte de Eastwood. Pero en realidad, la mirada instaurada es probablemente la más valiente de todas, pues evita conclusiones fáciles, introduciendo los aspectos más problemáticos del personaje a través de una puesta en escena que está lejos de ser sentenciosa a pesar de confiar mucho en los diálogos y monólogos. Esto es trasladado al lazo amoroso entre Hoover y Clyde: la tensión sexual se percibe desde el principio, pero nunca es manifestada explícitamente. Lo que podría ser observado como conservador y pacato, en realidad refleja a la perfección la mentalidad de dos individuos con una formación homofóbica (en especial Hoover) y que nunca podrían alcanzar a expresar físicamente lo que sienten. Acá no sólo hay un mérito por parte del director, sino también por parte del guionista Dustin Lance Black, que pasó de retratar a un personaje liberal en Milk a otro totalmente opuesto. Con todos sus fallos a cuestas (cierto esquematismo en algunos personajes y problemas de ritmo en determinados tramos), J. Edgar vuelve a ratificar una serie de temáticas que viene atravesando la filmografía de Eastwood en las últimas dos décadas en distintas variables: la verdad y la mentira, el poder de los relatos y mitos, las diversas caras en las personas. Así, tenemos a personajes que lentamente revelan caras ocultas (Los puentes de Madison, Poder absoluto); puntos de vista puestos en crisis (Crimen verdadero); formas de vida arribando a faces terminales (Cartas desde Iwo Jima); individuos mimetizándose con los mitos creados por el entorno (Los imperdonables, Gran Torino); conductas reactualizadas (Jinetes del espacio); la imagen como constructora de discursos (La conquista del honor); protagonistas que superan primeras impresiones (Million dollar baby); las pequeñas historias convirtiéndose en Historia con mayúsculas (Invictus); la progresiva deconstrucción de la mentira hasta arribar a la verdad (El sustituto); el choque de identidades y conductas (Deuda de sangre); el ocultamiento como estilo de vida (Río Místico). Y en realidad esta clasificación, bastante arbitraria y poco flexible, podría extenderse a obras de las décadas anteriores del cineasta, como Cazador blanco, corazón negro, El jinete pálido, Bronco Billy y Obsesión mortal. El Hoover según Eastwood es un hombre con una particular voracidad por su propio mito, ese en el que deja de ser un mero ser humano para terminar siendo una presencia eterna en tiempo y espacio, que lo ve todo, como si fuera un dios. Si hay algo que prueba J. Edgar es que para que la verdad se tuerza, para que surja la leyenda, se necesita no sólo que los destinatarios crean el mensaje falso, sino también -aunque sea un poco- que lo mismo ocurra con el remitente, con el creador del mensaje. Eastwood, fiel a su estilo, no hace alardes en la dirección y eso evita que DiCaprio ofrezca la típica actuación oscarizable, sino la que el personaje necesitaba. Pero la mejor performance viene de parte de Hammer, estupendo en su combinación de glamour, histeria seudoadolescente y fidelidad a prueba de balas. Que la Academia haya ignorado completamente este film, a diferencia de, por ejemplo, la excedida Río Místico, vuelve a acreditar que estamos ante una personalidad tan venerada como incomprendida. Clint, republicano pero también abortista, ambientalista y a favor de los derechos gay, emblema del macho pero siempre dedicado a poner en conflicto esa imagen, es a esta altura no sólo una de las figuras cinematográficas más importantes de Estados Unidos, sino además uno de los íconos culturales de Occidente. Su cine es sabiduría en movimiento.
Ni juego, ni sombras Empecemos por aclarar algo: Sherlock Holmes no era una gran película. Era, a lo sumo, un filme aceptable, aunque lo que se veía en pantalla estaba más compuesto por una sucesión de conceptos cuasi publicitarios que por cine. O sea, se combinó la noción inicial de la creación de Arthur Conan Doyle con el cine físico de acción actual, muchos efectos especiales y una relación entre el detective y su asistente Watson (nada menos que un sex symbol como Jude Law) de amistad extrema, gran codependencia y que coquetea con la homosexualidad. Todo esto atravesado por la capacidad para la comedia de Robert Downey Jr. y la estética videoclipera de Guy Ritchie (que había dado buenos resultados tanto estéticos como narrativos en filmes como Snatch: cerdos y diamantes). Todo esa mescolanza no parecía mala idea, pero el resultado estaba lejos de lo esperado, básicamente porque a las partes hay que unirlas armoniosamente, y aquí sucedía exactamente lo contrario: Downey Jr. iba para un lado, la trama detectivesca por el otro, la puesta en escena de Ritchie no pegaba ni con cola con el trasfondo victoriano, el villano no era sólido, la acción era despareja y el personaje de Watson no terminaba de consolidarse. Aún así, la cinta tenía su encanto, como esos equipos de fútbol repletos de estrellas que no terminan de funcionar bien pero de vez en cuando arman una buena jugada. Esta segunda parte introducía cierta expectativa por el anuncio de que el villano sería el Profesor Moriarty, un personaje tan misterioso como temible y memorable en las novelas. Pero en el film eso no se termina de consolidar, a pesar de que Jared Harris cumple y hasta dignifica, porque nunca profundiza en su inteligencia, astucia, poder, ambición y maldad. Lo que se hace es enumerarlas: el tipo es un profesor muy venerado, ha sido capaz de ocultar sus crímenes astutamente, posee muchos recursos a su disposición, quiere lucrar con una eventual guerra mundial y parece que no tiene piedad por nadie. Ajá, pero qué chabón terrible eh. Pura superficie, si lo comparamos con, por ejemplo, el Guasón de El caballero de la noche (que no se sabía de dónde había salido, pero a la vez daba la impresión de tener un inmenso y terrible trasfondo), es una carmelita descalza. Algo similar sucede con el personaje de la gitana encarnada por Noomi Rapace. Ayuda a que la narración progrese, pero de forma mecánica, y nunca adquiere identidad propia. Es una mujer, pero podía haber sido un hombre, un caballo o un perro. Podía estar o no, y nunca hubiera hecho diferencia. Y esto se da porque el conflicto nunca obtiene espesor, no crea suspenso y queda lejos de la empatía con los protagonistas o la fascinación con el villano. Sherlock Holmes: juego de sombras suena demasiado a repetición y esto se traslada también a la realización. Los jueguitos visuales del director ya no suman sino que restan, básicamente porque jamás pasan de ser meras demostraciones de habilidad, que no sirven para aportar a lo que se está contando. Lo mismo pasa con Downey Jr. y su actuación, una parodia caminando que siempre es la misma parodia, hasta el punto de repetirse a sí mismo, como si estuviera reeditando no al Holmes de la primera película, sino a Iron Man, dos personajes entre los cuales es muy difícil enumerar diferencias significativas. A pesar de todo esto, Sherlock Holmes: juego de sombras tiene algunos momentos entre divertidos y excitantes, como el combate en un tren, y hasta tensos, como la reunión en un restaurante entre Moriarty e Irene Adler (Rachel McAdams). Pero eso no quita que no estén presentes ni el juego ni las sombras, que todo sea un rompecabezas sin armar.
El Coyote Cruise Misión: Imposible-Protocolo Fantasma incluye gags visuales y gestuales, además de un trabajo en lo corporal cercano a lo maleable y lo plástico, que pone a los protagonistas en el lugar de los dibujos animados. Hay una secuencia de acción en Misión: Imposible-Protocolo Fantasma que revela las posibles razones por las que Tom Cruise y J.J. Abrams pensaron en Brad Bird para que fuera el director de la nueva entrega de la saga, y lo que finalmente termina aportando el cineasta. Se trata una persecución primero a pie y luego en auto en el medio de una tormenta de arena en Dubái, en la que Ethan Hunt intenta capturar al villano utilizando un localizador satelital. Todo transcurre a ciegas, Ethan casi no tiene referencia visual, y actúa mitad con la tecnología como guía y mitad por puro instinto. Y sin embargo, a pesar de la multitud de cosas que suceden, el espectador comprende a la perfección lo que ocurre, incluso cuando no lo ve. De hecho, hay grandes aprovechamientos no sólo de los efectos especiales, sino también del sonido y el espacio fuera de campo. Por otro lado, la escena goza de una plasticidad y fluidez difíciles de encontrar en el cine de acción de hoy. El realizador de El gigante de hierro, Los increíbles y Ratatouille ya había demostrado que, a pesar de provenir del campo de la animación, su cine estaba fuertemente emparentado con lo humano y mecánico, lo físico y lo explosivo. Su manejo de los géneros de la aventura y la acción ya estaban ahí evidenciados. A la vez, Misión: Imposible-Protocolo Fantasma incluye gags visuales y gestuales, además de un trabajo en lo corporal cercano a lo maleable y lo plástico, que pone a los protagonistas en el lugar de los dibujos animados. Podríamos pensar que, por ejemplo, en la secuencia antes descripta, Cruise es como el Coyote. Es verdad que podríamos catalogar fácilmente a esta como la película más floja de Brad Bird, la que tiene la menor ambición, con un villano que no posee (casi deliberadamente) entidad y peso en la trama. No obstante, lo que tenemos ante nuestros ojos es un relato donde está más presente la noción de grupo, con el mayor obstáculo en la necesidad ajustar las tuercas en la convivencia del equipo para lograr el objetivo. Y allí se nota un gran cuidado por lo que se está contando, por construir personajes simples pero verosímiles, con una gran vocación de espectáculo. Pero ese espectáculo que resuena en el público, que lo trasciende más allá de las dos horas del metraje, porque estamos hablando de entretenimiento en el mejor sentido del término.
Una insaciable sed de aventuras En los sesenta y setenta, hubo un grupo de cuatro amiguetes que pretendieron cambiar Hollywood. En parte lo lograron, aunque Hollywood los cambió más a ellos. George Lucas fue un gran inventor de conceptos, y prácticamente inventó con La guerra de las galaxias la noción de franquicia; Francis Ford Coppola creó grandes obras de la historia del cine, como El padrino, La conversación y Apocalipsis now, pero se le acabó la nafta luego de Drácula; Martin Scorsese, el que siempre tuvo la mayor formación teórica e investigativa, supo aplicarla para quebrar límites del género, utilizando con maestría el montaje; y Steven Spielberg fue creando toda una sucesión de paradigmas genéricos, como Tiburón, ET, Encuentros cercanos del tercer tipo, la saga de Indiana Jones, Jurassic Park, La lista de Schindler y Rescatando al Soldado Ryan. De los cuatro, sólo los últimos dos siguen produciendo un cine trascendente, atendible, interesante. Uno podía preguntarse para qué Spielberg querría llevar a la pantalla grande a Tintín, la más famosa creación de Hergé, más teniendo en cuenta que los fanáticos de la historieta iban a hacer fila para pegarle. La primera parte de la respuesta la dio el realizador mismo, describiendo el vínculo que veía entre el joven periodista y el arqueólogo Indiana Jones, como individuos introducidos en la aventura, transformados y transformadores de las circunstancias. La diferencia podía radicar en que ya estaría presente el modelo impuesto por Lucas, quien construye las historias protagonizadas por el personaje encarnado por Harrison Ford. La segunda parte de la respuesta pasa por el motion capture, instrumento de animación despreciado si lo hay, que aquí encuentra su mejor forma. Aquí es donde volvemos a la cuestión de los paradigmas impuestos por el gran Steven. A partir de ahora, quien quiera realizar un film con motion capture en 3D, deberá ver Las aventuras de Tintín. La unión de Spielberg con el productor Peter Jackson encuentra en esta técnica su propósito para lo que se está contando, porque aporta la fisicidad que requiere la trama y la fluidez espacio-temporal que transmitía la historieta. Dos escenas bastan como ejemplos: la brillante transición entre pasado y presente en la narración de la batalla en el barco El Unicornio; y la persecución en Marruecos, con un trabajo estupendo de la puesta en escena, a través de un maravilloso plano secuencia. Pero Las aventuras de Tintín tiene también para ofrecer personajes muy bien configurados (el Capitán Haddock es un borrachín adorable), una historia atrapante y fiel al espíritu del original, mucho humor simple pero efectivo (en eso Hergé y Spielberg se parecen mucho) y una voluntad inquebrantable de contagiar al espectador, de hacerlo partícipe de lo que se está contando, de que se identifique con los protagonistas al punto de querer ser él del mismo modo todo un aventurero. Se nota que para Spielberg el cine es la mejor de las aventuras. Y que quiere que nosotros también seamos parte de ella.
La divertida desidia de Mark Uno puede imaginar la siguiente reunión en la cual se debatió qué título ponerle a A film with me in it: Tipo que trabaja para una distribuidora, en este caso Impacto (A): -Che ¿Cómo le ponemos a la irlandesa? Idiota que pone los títulos (B): -¿Cómo se llama? A: No sé, está en inglés. B: ¿Y de qué va? A: Acá dice comedia negra,… Mark y Pierce… etc etc… mueren cuatro personas. B piensa: comedia negra de Irlanda que queda cerca de Inglaterra. Inglaterra + comedia negra = ¡Muerte en un funeral! Y le sumamos un poco de Cuatro bodas y ningún funeral. Ya sé, Cuatro muertos y ningún entierro. A: -¡Listo, genio! Pasaremos por alto que Cuatro muertos y ningún entierro es del 2008, y que su director Ian Fitzgibbon ya tiene dos películas más en su haber (Perrier’s bounty, del 2009, y Death of a superhero, de 2011), y que esta buena película es su ópera prima, habiendo trabajado antes mayormente para la televisión irlandesa. Tal es la política de estrenos en nuestro país, y no merece ya mayor comentario. Por la concepción del humor, la duración y la historia que cuenta, Cuatro muertos y ningún entierro parece un cuento de Ambrose Bierce o de Saki. Aquí es cuando el humor se parece más a la crueldad, porque no sólo nos reímos del patetismo y lo gris de sus personajes principales Mark (Mark Doherty, también guionista aquí) y Pierce (Dylan Moran), sino también de las terribles e irreversibles circunstancias que los rodean. Los dos protagonistas cometen, por acción u omisión, unos cuantos crímenes, y lo que se nos cuenta son las decisiones que tomarán para no hacerse cargo de nada. Mark es un actor fracasado, incapaz de afrontar cualquier problema, sólo lo deja pasar o lo esquiva. Pierce, un guionista con la misma suerte que Mark en su profesión, es un tanto más activo, pero también esquiva los problemas o los afronta de la peor manera posible, es decir, creando una maraña de mentiras e ilegalidades para salir siempre bien parado. Estos dos apáticos personajes deben lidiar con unas cuantas muertes de las cuales son responsables en mayor o menor medida, y resuelven hacer lo único que saben hacer. Mark finge y Pierce escribe. Entonces, a medida que transcurre el film, lleno de gags desquiciados y chistes incómodos de risa nerviosa, Mark y Pierce van escribiendo otra película, su increíble versión de los hechos, que para el mundo será la única versión posible. “Usted sabe que las cosas no son lo que parecen” le dice Mark a un policía, pero también a nosotros. Sin duda siempre sabremos lo que nos eligen contar y nuestra tendencia humana a simplificar todo convertirá la versión posible en verdad absoluta de acuerdo a nuestros intereses y prejuicios. La desidia y la cobardía de Mark lo vuelven un ser adaptable, su adaptabilidad lo salvará otra vez y lo pondrá en el lugar donde quizás siempre quiso estar. En el caso del más retorcido Pierce, su salvación será de pura suerte, pero su capacidad de reacción le dará una buena recompensa. La agudeza y la crueldad de Fitzgibbon para contarnos esta historia son demoledoras. Su película es cruda sin atenuantes, lo cual la vuelve deliciosamente divertida. Si existe una buena definición de humor negro, esta película sería un gran ejemplo. Aunque personalmente creo que aquí se nos da una versión del humor en general, es asimismo de las más interesantes y corrosivas, esa que es capaz de sacar provecho de las peores cosas. La que nos devuelve la certeza de que es conveniente reírse de todo.