Tango y Cash era una película de 1989 tan autoconsciente de sus intenciones pirotécnicas que se hacía imposible echárselo en contra. Era la acción por la acción misma, desprovista de reflexión alguna (y orgullosa de ello), sazonada con ocasionales humoradas y apoyada en el carisma de sus dos protagonistas, Sylvester Stallone y Kurt Russell. Pero incluso con estas intenciones tan lúdicas, la película conocía sus límites; se hacía disfrutable, ágil; no iba a cambiar la historia del cine pero al espectador le quedaba la sensación de pasar un buen rato. Quien esto escribe la trae a colación debido a que Hobbs & Shaw busca ese espíritu pero no rinde los mismos resultados. No tan extraña pareja La película es explícitamente clara sobre dónde descansa el atractivo de su propuesta: el juego de opuestos existente entre los personajes de Jason Statham y Dwayne Johnson. Una explicitud remarcada en una de las primeras escenas mediante una pantalla dividida, la diferencia en la paleta de colores (frio para Statham; cálido para Johnson), y sus estilos de vida (uno hace ejercicio y el otro se va a un bar a beber). Luego, naturalmente, muestran lo que tienen en común: hacer uso de su fuerza para sacar a los criminales de las calles. Todo esto para dejar en claro que, diferencias aparte, los dos son los mejores en lo suyo. Si a estos detalles le sumamos una escena previa donde son introducidos el villano y el objeto a ser recuperado de una manera bastante eficiente, podemos decir que tenemos todos los elementos para hacer una película de acción disfrutable. Sin embargo, por más spin-off que esto sea, hablamos de Rápido y Furioso, una franquicia que ya hace largo rato soltó cualquier respeto a la lógica; entonces, uno se pone a pensar si es necesario seguirles achacando un estilo que por más reservas que se tenga desde lo narrativo, produce resultados convocantes. Lo que haría posible semejante consideración es si el saldo final fuera por lo menos el de una película entretenida: es ahí donde parece tropezar Hobbs & Shaw. Es una película que tiene miedo de ser sencilla. Con los actores que tenía y su premisa, podrían haber bordado un producto más que digno. Cuando la trama está en Londres tiene todos los condimentos que hacen pensar que la película puede salir airosa: humoradas producto del desacuerdo de los protagonistas, un villano aparentemente indestructible, y un riesgo emocional para los dos personajes centrales. Sin embargo, cuando el villano ataca el cuartel general londinense de los protagonistas es cuando empieza a descender el interés. Hay que tener tino para saber meter un chiste en una situación de peligro sin que parezca desubicado. Por desgracia, el desubique de dicho recurso se vuelve ley. Cuando la trama deja Londres para transitar por Moscú y Samoa es donde Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw se empieza a meter en un agujero negro, sus 135 minutos se empiezan a sentir como si fueran muchos más. Es también en este viaje donde el montaje se vuelve más picado, irreconocible, y se ignora cualquier noción de tiempo-espacio para acomodar efectos dramáticos (como una pelea bajo la lluvia, en una locación donde en otro punto de la misma está completamente despejado). Por otro lado, no se puede negar que la película guarda cierta coherencia temática con sus antecesoras (o por lo menos las últimas) en cuanto a remarcar el concepto de familia: ya que la hermana del personaje de Statham es la que pone en marcha el conflicto, y la familia del personaje de Johnson serán quienes acudan en su ayuda para tratar de resolverlo.
Dogman, un relato potente por las peculiares actitudes de sus personajes. El bullying está fundado en la idea de que la víctima no se va a defender. Esa quietud le da cabida al perpetrador de ver, por morbosa curiosidad, hasta dónde puede llegar. La víctima, por temor reverencial o al daño físico, lo acepta pasivamente, perpetuando el ciclo. Dogman toma este concepto y nos muestra cómo una víctima puede aprovechar las pocas luces de un abusador para su propio beneficio. ¿La cola mueve al perro? Simone, el abusador de la zona, se gana el desprecio inmediato del espectador por su absoluta brutalidad, arrogancia y egoísmo. No le importa el daño que provoque a otros siempre y cuando tenga su dinero y su droga; y si alguien se le opone, lo destruye, físicamente desde luego. Una fuerza imparable de intimidación y, por lo tanto, un antagonista perfecto. Por otro lado tenemos a Marcello, el hombre de los perros, el Dogman al que alude el título, quien por contraste se gana nuestra simpatía por el cariño que les tiene a los animales que peina para ganarse la vida, e incluso los salva de las maldades perpetradas por Simone. Pero esto es un policial (o si no, le pega en el palo) y Marcello no es ningún santo: cuida perros amorosamente, pero vende cocaína a quien se lo pida; soporta estoicamente que Simone lo ataque, pero se suma a sus salidas con prostitutas; Simone lo obliga a ser cómplice de un robo, pero Marcello todavía quiere su parte del botín como si la complicidad hubiese sido su idea. Si hay algo que atrae sobre esta bola de nieve abusiva que va creciendo y creciendo, es el hecho de que Marcello no haga nada para frenarla, incluso teniendo a mano los recursos para sacarlo del camino, tanto legítimos como ilegítimos. ¿Por qué el protagonista se inclinaría a este extremo de sumisión? En particular por una lealtad que no existe, por un tipo que no va a cumplir con su deuda, más allá de que exista o no. Nada está puesto al voleo en esta película, y ese estoicismo responde a una clara necesidad: dinero. El dinero que necesita para llevar a su hija a navegar a lugares lujosos. Es precisamente este amor por el que atraviesa la prisión y el ostracismo de sus colegas comerciantes, quienes por otro lado tampoco son lo que se dice unos santos, ya que contemplan la contratación de un sicario cuando la policía no puede ofrecer otro freno para Simone que no sea la cárcel por dos meses. No pocas veces el espectador sentirá impotencia de gritar a la pantalla y decir “Marcello, date cuenta, ese bruto no va a cumplir con su palabra”. Esa ingenuidad, más que cualquier inmoralidad, es lo que hace que el espectador le pase juicio al personaje, o como mucho sienta lastima. Una ingenuidad que no solo se basa en la esperanza de que los códigos sean respetados (cuando solo hay uno: “cada cual cuida su pellejo, los demás que se arreglen”), sino por la creencia de Marcello de que puede dominar a Simone.
Entretenida propuesta de género que alterna con lo dramático. Sea por clima o fauna, la confrontación del hombre con la naturaleza fue un tema tocado muchas veces en el cine. Pero enfrentarse a estos en una sola locación y que sea prácticamente claustrofóbica, no se ve todos los días (un ejemplo que fácilmente viene a la mente es Snake on a Plane). Ese es el escenario que presenta, cocodrilos y tormentas mediante, Infierno en la Tormenta. Padre e Hija Cualquier otra película con la premisa de un cocodrilo come hombres en una casa golpeada por una tormenta, abriría mostrando primero a un pueblo sumido en la misma. Sin embargo, Alexandre Ajahace entrar al espectador por otra puerta: la de la protagonista en una competencia de natación. Puede resultar un poco obvio en su anticipación, ya que salta a la vista que esta actividad es la que le vendrá útil cuando el conflicto empiece a arder, pero de esta manera conectamos de manera inmediata con las emociones del personaje y su peculiar actitud: alguien que se toma la competición muy en serio, y no hay competencia más seria que sobrevivir en medio de una brutal manifestación de la madre naturaleza. Infierno en la Tormenta tiene dos contras: primero, la protagonista es mordida por los cocodrilos en varias de sus extremidades, es revoleada como un muñeco, y nada tranquilamente sin que la fluidez de la nadadora profesional que es se vea afectada de alguna manera. Su padre, por otro lado, por recibir el mismo tipo de daño, es quebrado (no pocas veces con fractura expuesta) y dejado al borde de la invalidez. El otro detalle que le juega en contra es una pequeña escena donde padre e hija discuten sobre quién tiene la culpa del reciente divorcio que sacudió a la familia. Si bien lo emocional de su relación parece bien trabajado y guarda una coherencia fundamental para la resolución del conflicto, por otro lado, cabe hacerse la pregunta: ¿muchachos, les parece que este es el mejor momento para discutir eso? Aclarados estos dos detalles, dejemos algo en claro: la película no aburre en absoluto. Los protagonistas no paran de encontrar obstáculos. Cuando los cocodrilos no le hacen la vida imposible, el clima lo hace. Es como si ambas fuerzas opositoras se pasasen la posta para hacerlos sufrir. No son pocas las veces que cuando uno siente que los protagonistas ya están fuera de peligro, aparece otra cosa que les complica la salida. Lo que se dice avanzar un casillero y retroceder dos. Kaya Scodelario desde la primera escena hace un despliegue de la destreza física necesaria para hacer frente a una propuesta de esta naturaleza. Aunque debe decirse que hay momentos, por breves que sean, donde su destreza expresiva gana terreno. Barry Pepper, quien da vida a su padre, es el actor de trayectoria que viene a otorgar seriedad a la propuesta, siendo el principal motor de todas las instancias más emocionales en el metraje.
Una propuesta más interesante por sus ideas que por cómo las ejecuta. Lo que motivó a quien escribe estas palabras a ver La Espía Roja es lo mismo que puede motivar a un espectador promedio a verla: la solidez actoral de Judi Dench en el marco de una trama de espionaje. Una vez contemplado el producto final, debe decirse que el poster no mentía… hasta ahí nomás: la gran dama del drama británico está efectivamente ahí desplegando su talento, y el espionaje también hace su acto de presencia. Sin embargo, el bulto de la trama se lo cargan encima una actriz diferente y un género diferente. Idea y Ejecución La Espía Roja tiene, en apariencia, dos claras virtudes: el desarrollo con altibajos de la vida romántica de la protagonista, y la idea controladora de que la única manera de alcanzar la paz (de cara a la separación del átomo) es el temor a la retaliación, siendo la traición a la patria un mal necesario. Uno no puede evitar preguntarse por qué la sensación a la hora de repasar lo visto no es lo que se dice positiva. La respuesta no tarda en llegar: esta es una película de espionaje que no ahonda mucho en el mismo; el planteamiento de sus ideas dice una cosa, pero su ejecución dice otra. Si bien es cierto que lo que motiva a la protagonista a traicionar es precisamente el amor y no podía dejarse ese tema de lado, también es cierto que al aspecto romántico goza de más desarrollo del que realmente merece: se le dedican secuencias enteras, mientras que el espionaje es reducido a escenas sueltas y, cuando no, a montajes apresurados. Como si lo que estamos viendo es una historia de amor que “oh, casualidad” está ambientada en el mundo del espionaje; y visto por cómo está construida, había una posibilidad minúscula de que se saliera con la suya… si se hubieran limitado a la línea temporal que transcurre en la segunda guerra mundial. Pero no, no es el caso. Donde más queda expuesta esta carencia de espionaje es precisamente en la línea temporal del presente, que es donde arranca la historia. Donde la protagonista, en su versión de mayor edad, está de cara a una acusación de alta traición y donde el espionaje domina en cuanto a clima más no a narrativa. Aquí no hay romance que sostenga el relato, y la otra historia de amor, la de madre-hijo, no está desarrollada con la suficiente fuerza y hasta adquiere ribetes anticlimáticos. Ni siquiera los interrogatorios a los que el MI6 somete a la protagonista otorgan algo de tensión. La sola existencia de esta línea temporal (por simple fidelidad a los hechos reales de los que parte), sumado a su superficialidad, es lo que revela todas las cartas mal jugadas de la película. Donde más claro queda que su intención era ser una película de espionaje con algo de romance, y el saldo final quedó en lo inverso.
Modesta pero muy segura ópera prima de Jonah Hill. La constante nostalgia de los 80 nos hace pensar a quienes nacimos en esa época que somos hijos de la misma. Pero una cosa es nacer y otra es vivenciar. Los que nacimos en los 80, en realidad nos criamos en los 90. Al ver en la pantalla un entorno que, a pesar de estar en otro país, se llega a identificar por ciertos detalles, uno toma noción de que ha crecido. La búsqueda de una brújula moral La película tiene una estructura narrativa claramente definida por la introducción del protagonista en un grupo de pertenencia. Indefectiblemente, como película sobre la madurez o el coming of age, En los 90 gravita alrededor de los temas clásicos del subgénero: la pertenencia a un grupo y la disfuncionalidad con la familia biológica. Es una historia sobre buscar las brújulas morales que marcan el carácter de uno, sus ejemplos a seguir. Donde se alecciona a los jóvenes y a los adultos por igual: no importa cuán mayor seas, los chicos te están mirando. Hacé lo correcto. Esa búsqueda mutua de la identidad de uno y la responsabilidad de los que lo rodean se debate en cuanto a los absolutos en los que ven la hombría. Sobre dar una imagen de madurez y ser cool que distan mucho de lo que es el concepto realmente. Una idea de la hombría, que en dicha época desvergonzadamente sexista y homofóbica, pasaba no tanto en cuanto a valores y carácter, sino en “no ser marica” y “cogerte perras.” Dicho esto, cabe señalar la escena de iniciación sexual del protagonista que podrá parecer un poco idealizada, pero con la que Jonah Hill eligió ser moderado en su desarrollo. En los 90 Volviendo al tema de buscar una brújula moral, esta es una historia sobre aquellos valores que son inquebrantables, independientes de la filosofía que uno tenga sobre la vida. Sobre el entender que incluso el más inmaduro es leal. Cuando el protagonista tiene un accidente, los amigos están todos en la sala de espera del hospital. La madre, al entrar y ver esa imagen (incluso habiéndolos amenazado en una escena anterior), se muestra conmovida ante el aguante de estos chicos por saber como está de salud su amigo. Donde ella descubre que no importa si está de acuerdo con el estilo de vida que llevan (aunque el suyo propio sea igual de cuestionable), quieren a su hijo y lo quieren bien. Es de destacar que con su fama, con los contactos obtenidos en una carrera nada despreciable como actor, Jonah Hill haya elegido hacerse desde abajo en su primer título como director. Hill quería que su historia destacara por encima de todo. Ello implicaba declinarse por una realización mucho más modesta, sin llegar a los presupuestos de Clerks o Following,pero tampoco apelar a una rimbombancia a la que pudo haber accedido y a la que, afortundamente, decidió declinar. Esa elección se percibe en su elenco. Dentro de este, los que tienen trayectoria y/o gozan de cierto prestigio (por lo menos entre los críticos) son Katherine Waterston y Lucas Hedges, madre y hermano del protagonista. Sin embargo, el foco esta puesto en la relación que desarrolla con sus nuevos amigos, encarnados por actores novatos a los que Hill saca provecho, probándose -como la mayoría de sus colegas que se arriesgan a la realización- como un efectivo director de actores. Por fuera de los detalles actorales, la de Hill es una mirada cuidada, detallista solo en lo esencial. Esto se ve en cuestiones tales como haber rodado la película en una relación de aspecto de 1.33:1, un encuadre que remite al VHS, formato con el cual muchos desarrollamos el gran bulto de nuestra cultura cinéfila. Otro detalle es el sonido, en particular los golpes que recibe el protagonista. Aquellos que le da su hermano suenan con más detalle e intensidad que cualquier accidente o pelea con sus pares que pueda llegar a tener. Es incluso con este detalle que abre la película, como tirándonos desde el primer segundo a la parte más honda de la pileta. Aparte, cabe mencionar cómo Jonah Hill se vale de sus elecciones musicales para ubicarnos sensorialmente en los mediados de los 90 al que alude el título original de la película. Al oír Kiss from a Rose de Seal (de la película Batman Forever) uno siente indefectiblemente que esto es el ’95 y no otra cosa.
Entretenido gore y sagaz autocrítica para una remake que gana por atreverse a ser su propia cosa. La idea detrás de esta fiebre de las remakes y las reboots es traer la misma historia, consagrada por toda una generación, para el disfrute de una nueva. La vieja guardia, escéptica, clama que los estudios tengan un poco más de valentía y apuesten por nuevas historias. Por otro lado, quienes defienden esta ofrenda a la nueva guardia esgrimen -sutilmente y no sin un leve halo de brusquedad- que no pensaron en la vieja guardia como público, al menos no como su principal destinatario. Si lo piensan bien, es el círculo vicioso como estrategia de marketing: repelen a la vieja guardia, pero también necesitan de ella para sentar a la nueva en las butacas. Este escenario es el que se presenta con frecuencia en las reversiones de clásicos de acción y aventuras, que en no pocas ocasiones pasteurizan lo que los niños no podían ver en sus originales. No obstante, hay que señalar que en lo que va de 2019 (y por lo menos en la cartelera argentina), e incluso teniendo unos esqueletos pasteurizados en su armario, el género de terror ha dado dos películas que ofrecen una destacable cátedra sobre cómo debe ser una remake: Suspiria de Luca Guadagnino, y ahora Child’s Play de Lars Klevberg, aquí estrenada como El Muñeco Diabólico. Detalle curioso: el que fue un subtítulo de la original (las viejas épocas del VHS) aquí es el título principal con el que se da a conocer al público argentino. Si el visitante va a apostar a la nostalgia, el local no se podía quedar atrás. Charles Lee Ray ya no vive aquí Las comparaciones son odiosas pero en una remake son inevitables y -hasta cierto punto- una gran parte del por qué los estudios siguen apostando a ellas. En El muñeco Diabólico lo único que sobrevivió de la creación de Don Mancini (y Tom Holland) son los nombres de los personajes: da la casualidad que la madre se llama Karen, el hijo Andy, el policía que los protege es Mike, y el muñeco que causa estragos es Chucky. El Muñeco Diabólico es su propia cosa desde el vamos, y en esa valiente decisión reside la razón de su solidez. Es una película que no conforme con ofrecer muchísimo gore, también ofrece muchísima crítica: la introducción prácticamente propone que Chucky es una respuesta al bullying corporativo y la explotación laboral. Aquí no hay alma de asesino serial que justifique nada; todo lo que Chucky hace y dice (palabras soeces, en el menor grado, asesinatos, en el mayor) es lo que ha aprendido del modo de actuar de los humanos que lo rodean. No hay furia aquí, solo una dulce cancioncita, una sonrisita, como recordándonos “Yo soy lo que tú has hecho de mí.” El tono inocente de la labor de Mark Hamill refuerza este discurso, interpelando al espectador ante sus defectos de carácter y su relación malsana con una tecnología que a lo mejor hace más por nosotros de lo que debería, mientras la comodidad extrema nos impide ponerle un alto. Es una autocrítica que jamás adquiere ribetes panfletarios. A El Muñeco Diabólico todo esto no le sirve si no cuenta una historia entretenida, y eso es lo que está delante de todo. Propone ideas interesantes de puesta en escena, como por ejemplo cuando una de las víctimas de Chucky encuentra su muerte a manos de una podadora. Gore puro pero atractivo por cómo Klevberg mete a la víctima en ese escenario, más la sutil advertencia de las sandías en la escena. Aquí hay un guion meditado, un trazo escénico sutil, y desde luego, tensión. Tensión, un concepto tan importante, tan difícil y tan olvidado en el cine moderno. En El Muñeco Diabólico es construida con las herramientas más nobles: por ejemplo, cuando el chico protagonista va a cenar a la casa de su vecino policía, estando la cabeza de una de las víctimas de Chucky ahí mismo envuelta como regalo sin que ellos sepan nada. La definición misma de suspenso. Es una película construida en gran base alrededor de los actores. El joven Gabriel Bateman transmite muy bien su desesperación cuando no creen sus alegatos, o la mirada en los ojos de Aubrey Plaza, quien da vida a su madre, al creer que él puede estar loco. El espectador entiende, aprecia y siente los dos puntos de vista en ese momento. Todo partiendo de una situación tal como romper un televisor.
Secuela que se prueba relativamente entretenida, a pesar de no poder escapar de ciertos clichés. Las dos películas de El Conjuroestán entre las propuestas de terror más sólidas de esta década. Dado el enorme repertorio de casos sobrenaturales donde participó el matrimonio Warren, la franquicia no tardó en establecerse. Sin embargo, las películas basadas en esos casos separados, donde no participa fundamentalmente el matrimonio, probaron ser flojas o directamente endebles; a años luz, por lo menos narrativamente, de la franquicia madre. Uno de los casos donde más se percibe esta desventaja es en el principal de todos estos spin-offs: la muñeca Annabelle. Las dos películas anteriores retratando su origen y la repercusión de su maldición a lo largo de varios dueños, no llegaron a cautivar lo suficiente. Annabelle 3 parece proponer un término medio: es una historia de la muñeca recién llegada al museo de los horrores que tienen los Warren en su sótano, pero el conflicto descansa en otros personajes, en un contexto de niñeras acechadas similar a la premisa de Halloween. Imán de Mandingas Durante la primera mitad del metraje, Annabelle 3 se las ingenia para eludir los sobresaltos que son la clichada cruz que el género carga desde siempre. No obstante, pasada dicha mitad se les acaban las ideas y esos sobresaltos que supieron evitar comienzan a suceder desvergonzadamente uno detrás de otro. Un detalle que repercute también en su puesta en escena, con una primera mitad prácticamente naturalista y de colores cálidos, mientras que la siguiente acentúa los colores chillones y las sombras exageradas. A pesar de esto, podríamos decir que de las tres películas hechas a partir de la premisa de esta muñeca maldita, es la que está relativamente mejor de papeles. Y ese “relativamente” se debe al desarrollo de personajes. Cada una de las chicas del trío (Madison Iseman, Mckenna Grace y Katie Sarife) tienen un arco a seguir: la niñera con su interés romántico y su alto sentido de la responsabilidad; la niña a su cuidado que debe sobrellevar tanto su don como el aislamiento social, producto del escepticismo hacia la profesión de sus padres; y, finalmente, la irresponsable amiga de la niñera, quien carga con una enorme culpa que motoriza el conflicto principal de Annabelle 3. Es en este personaje donde hay que detenerse un poco, ya que es de destacar cómo el guion no le hace mostrar todas sus cartas de entrada. Inicialmente, aparenta ser una morbosa más, atraída superficialmente por las leyendas demoníacas que rodean al matrimonio Warren y, sin embargo, muy a cuenta gotas, deja ver que sus motivos para meterse a esa casa distan mucho de ser superficiales. Es esta sutileza la que hace de ella el personaje con el desarrollo más rico de todo el trío, ya que la niñera es una típica All-American Girl que cumple con su deber y se queda con el muchacho. O sea, un desarrollo apreciable pero no cautivador, mientras que la niña aprende a convivir con sus peculiaridades pero su problema social es resuelto de una manera muy rosita y perfecta, completamente a contrapelo del tono establecido en el principio. Por el costado del matrimonio Warren, eje de esta franquicia, se limitan simplemente a aparecer al principio y al final. Establecen el tono, cuáles deben ser las transgresiones, retirándose para volver recién en el cierre y otorgar la reflexión final que cierra con moño la premisa temática de la película. Todo el protagonismo, la confrontación y resolución del conflicto recae en las tres protagonistas sin prácticamente ningún deus ex-machina de los Warren, y decimos prácticamente porque la única aparición del matrimonio en medio del conflicto principal es a través de una proyección, la cual es accionada por una de las chicas.
El Emperador de París, un entretenido policial de época con mucha modernidad en su tono. Jean Francois Richet obtuvo cierto reconocimiento siendo el realizador de la bastante aceptable remake de Asalto al Precinto 13 de John Carpenter. Desde entonces su nombre estuvo asociado a policiales, que si bien tenían guiones bordeando en lo disperso eran por lo menos claros en sus ideas y dueños de una gran riqueza visual, así como de potentes actuaciones. El Emperador de París lleva todo esto pero a la Francia napoleónica, como escenario de una trama policial con un pulso indefectiblemente moderno. Un Elliot Ness Parisino Incluso con su procedencia histórica, el desarrollo narrativo de la película no es muy distinto al de la gran mayoría de las películas norteamericanas, e incluso tiene una línea de acción bastante clara: para conseguir un indulto, un criminal se ofrece a ayudar al ministro de justicia metiendo en la cárcel a los criminales más buscados de París. Así de sencillo es, sin mucho rebusque. Es por esta sencillez argumental que la película puede profundizar mucho en la idiosincrasia tanto del protagonista como de los hombres a su cargo, lo que los hace queribles por la fidelidad a sus propios códigos. Claro está, todo dicho en estrictos términos cinematográficos; la fidelidad histórica es otro cantar. Curiosamente, a nivel temático El Emperador de París parece proponer que quienes deben ejercer la justicia no conocen mucho de las calles de París, mientras que los ladrones, ex-presidiarios, prostitutas y caza fortunas sí lo hacen. Principalmente porque las autoridades no están dispuestas a ensuciarse las manos, mientras que ellos sí, consiguiendo mejores resultados que los agentes del orden. Irónicamente también muestra cómo estos últimos reciben todos los honores, mientras que los primeros no obtienen casi nada excepto trabas burocráticas. Podemos estar en acuerdo o desacuerdo sobre la construcción o fluidez de su narración, pero lo que provoca decir que estamos hablando de un policial de época con un pulso moderno, es la manera con que Jean Francois Richet escenifica los tiroteos con pistolas de chispa. Piénsenlo un poco: por su mecanismo que permite un solo disparo, las herramientas necesarias para recargar y el tiempo para hacerlo, el prospecto de un tiroteo con un arma de esta naturaleza lleva a la comedia solo por su concepto. Sin embargo, la puesta en escena de Richet le busca la vuelta. Hace que los personajes lleven más de una pistola a la vez y los hace cubrirse y moverse estratégicamente para que cada disparo cuente. Si la escena tiene muchos objetivos a los cuales disparar, se puede prolongar una escena sin que parezca aburrida. Ya que el arma no necesita recarga cuando el protagonista mata a un hombre, toma la del muerto y sigue disparando; de nuevo por la simple lógica que encierra el concepto de un tiroteo con armas de esta naturaleza. Pero Richet sabe que si esto es entre dos pierde la seriedad, por lo tanto lo reduce a una pelea con cuchillos y/o espadas.
Un digno producto Pixar que entretiene y conmueve. Al concluir Toy Story 3, la primera reacción de quien escribe esta crítica fue “Por favor que no hagan una 4°”. Había cerrado todo perfecto. No era necesario seguir. Pero estamos hablando de Disney, y las ganas de hacer secuelas o spin-offs son tan inevitables como la gravedad. Por otro lado, estamos hablando de Pixar, un estudio que se ha distinguido no solamente por ser pionero de la animación por computadora, sino por invertir el mismo tiempo en el desarrollo de sus historias que en el desarrollo de su tecnología. Una virtud que la Academia de Hollywood no pocas veces ha reconocido con nominaciones al Mejor Guion, junto a las esperables candidaturas (a menudo resultando en victorias) a Mejor Película Animada. Esta virtud era la única que le daba algo de esperanza a quien escribe estas palabras. No expectativa, sino menos temor. El que hayan tardado nueve años garantizaba moderadamente que Pixar por lo menos iba a hacer de esta ¿necesaria? 4ta parte una película decente: aunque no llega a la excelencia de la trilogía que la precede, tampoco se puede decir, en el más honesto de los absolutos, que Toy Story 4 sea algo fallido. Toy Story 4: más allá del arco de Andy Llamo así a la trilogía pasada porque ese es el ingrediente en común: Andy. Ese es el factor común, el resumen que sirve como marco de referencia a los viejos espectadores, y el punto de partida para los nuevos. Sin embargo, en esta cuarta película un tema permanece respecto de la trilogía anterior, el que podemos decir aúna a todas las Toy Story: el desapego. En la primera película era el desapego a manos de otro juguete. En la segunda se plantea el prospecto del desapego a los juguetes como un todo. En la tercera película, dicho desapego se plantea como una contundente realidad. En las dos secuelas, curiosamente, sus respectivos antagonistas plantean la que parece ser una solución a ese problema: el ser adorado no solo por un niño, sino por cientos. Una ideología que el protagonista recién ahora, con esta cuarta entrega, parece asumir como propia, pero sin llegar a la villanía o el resentimiento de dichos antagonistas pasados. La primera reacción de muchos es que con el pase de antorcha a Bonnie, ahora empezaría un arco en el que predomina ella. Pero no pasa mucho tiempo antes de que caigamos en la cuenta de que no son así las cosas, de que todo este tiempo hemos estado operando bajo la presunción de que todos los dueños son como Andy. La realidad es que no todos los dueños son benevolentes e imaginativos como Andy, y no todos los dueños son tan destructivos como Sid. Algunos dueños simplemente queman etapas más rápido que otros, y el papel de un juguete en la vida de un niño dura más que en otros. Lo de Bonnie abandonando a Woody no debería sorprender, ya que el abandono de años por parte de Andy fue como se estableció el universo narrativo de la tercera parte. Un establecimiento que el espectador aceptó con facilidad porque Andy era un chico grande. La etapa con Bonnie podrá ser comparativamente más corta, cierto, pero era el tiempo que debía durar y no más. La tesis general de la película se sostiene: Un juguete debe estar ahí para hacer feliz la vida de un niño. Solo que en este caso, el mensaje final trata de exponer que lo hemos entendido a medias: el Arco de Andy, si bien sostenía esta tesis, en realidad se trataba de apenas una versión de la misma; un juguete debe estar ahí para hacer feliz la vida de SU DUEÑO. La tesis, en su completa definición, se aplica recién en Toy Story 4. Dicha tesis, completa y absoluta, resulta no ser tanto que un juguete debe estar ahí para hacer feliz la vida de UN niño, sino que un juguete debe hacer feliz la vida de CUALQUIER niño. Con mucha suerte dura décadas, o a veces unos pocos meses. Luego se produce el desapego, el estar perdido hasta que otro niño lo adopta, cumple su propósito de dar felicidad y, una vez cumplido, vuelve a empezar el ciclo. En algunos casos tienen la suerte de terminar ese ciclo formalmente, casi como una ceremonia, mientras que en la gran mayoría de los casos queda atrás hasta que alguien lo encuentra. La película afortunadamente no se limita solo a exponer sus temas con inteligencia, sino que su estructura narrativa no decae en ningún momento. Cada intento por solucionar el conflicto crea dos o tres conflictos nuevos, lo que provoca que el espectador en todo momento se pregunte cómo van a salir los protagonistas del embrollo, sin poder anticipar cuál va a ser el final. La época de las franquicias y las secuelitis agudas parecen estar lejos de terminar, y el pedir que llegue dicho final es a estas alturas utópico. Lo que sí podemos exigir es que sigan este ejemplo de Pixar: que se tomen los años que hagan falta, pero que tengan una historia lo más solida posible, antes que emperrarse por cumplir un deadline a corto plazo respondiendo más a una necesidad de mercado que a la evolución narrativa. Pero incluso así uno no puedo evitar preguntar ¿cuántas emociones les pueden quedar por explorar a estos juguetes antes de que su abandono y su superación empiecen a volverse predecibles?
El Diablo Blanco, sólida propuesta de género con una impronta propia y natural. El cine de género trae sus mejores resultados cuando sus protagonistas están lo más cerca posible del cotidiano del espectador. No hablo de un cotidiano melodramático, sino de los componentes costumbristas necesarios para que este se pueda identificar. En el caso del terror, superar un trauma puede ayudar a desarrollar un mejor personaje; pero si se elige algo más fluido como un grupo de personajes tratando simplemente de hacer frente a una situación que los supera, puede ser igual de nutrido, por no decir incuestionablemente entretenido. La Personalidad en el género de Terror El Diablo Blancopropone una narrativa clara, clásica y de género. Naturalismo en sus visuales (del género per se ya se está ocupando el guion), sin copiar el estilo de otros realizadores. Es una propuesta que no tiene miedo de ser simple, que se pone en los zapatos del espectador: no duda en decir que aquí no hay mensaje, simplemente las ganas de contar bien una historia. Donde tanto la curiosidad como la tensión están a la orden del día, y no ceden hasta que comienzan los títulos finales. Ignacio Rogers es un director que tiene la suficiente seguridad e inteligencia para saber cuándo cortar y cuándo no. Un director que trabaja a conciencia el trazo escénico, que deja que el movimiento interno de los actores determine el tamaño del plano, aprovechando todas las posibilidades escénicas que este puede ofrecer. Es un director que entiende el papel que juega el color en cuanto a clima y tono narrativo, en el que no solo predomina el rojo sangre, sino los amarillos inestables, los azules nocturnos y los verdes alarmantes. Claro ejemplo de esto es la escena donde Martina Juncadella trata de huir del espectro que la acecha a ella y a su grupo, en la recepción de un hotel. El Diablo Blanco es una propuesta que no niega sus deudas con antiguos exponentes del género, sino que sabe cuál es la base que debe honrar, y cuándo soltar e intentar ser su propia cosa. Al hacerlo aprecia el sobresalto y el escalofrío, pero entiende al final que solo el segundo te da una buena película de terror. Estamos hablando de un terror arraigado no solo en las muertes gráficas propias del género, sino en el terror como sensación humana, por el miedo a lo desconocido y no saber cómo enfrentarlo. El escalofrío constante de saber que las leyendas, los espíritus y los fantasmas, así como los daños que puedan llegar a provocar, no son más que la manifestación de que uno puede no tener el control, que no exista la piedad del otro, que el mal tristemente pueda ser el que prevalece. Estas cuestiones que no son únicas al género de terror, sino a cualquier drama humano, hacen que el naturalismo del aspecto interpretativo revalorice la propuesta. Es un naturalismo similar al que tendría cualquiera de nosotros al enfrentarse a una situación similar. Sin heroísmos exagerados, sin explicaciones excesivas, priorizando el simple deseo de sobrevivir, una supervivencia poblada no solo de miedo, sino del prospecto de enfrentarnos a nuestra propia oscura naturaleza.