Mekong Paraná, un ágil documental sobre la supervivencia y la adaptación. Del mismo modo que Estados Unidos (salvando las obvias diferencias), Argentina ha sabido ser -y hasta cierto punto sigue siendo- un gran foco de inmigración. Gente de todos los rincones del mundo ve en nuestro país una suerte de tierra prometida, a pesar de que muchos de los que nacimos aquí no lo veamos. Mekong Paraná pone a nuestro país como escenario de una historia de reinicio, de las raíces que nunca se abandonan, sino que se trasladan. Un lugar en el mundo En todas las grandes ciudades hay barrios étnicos a los que habitualmente vemos como grandes sectores comerciales. No se nos ocurre pensar que ese detalle comercial tiene mucho de reencuentro, de recuerdo, un lugar dentro de la nación adoptiva que recupera esa cotidianeidad del país de pertenencia, algo que a lo mejor no se puede percibir dentro de la elegancia de, digamos, una embajada o un consulado. Como el barrio chino o el barrio italiano de Nueva York, o nuestro barrio chino en Belgrano. El río Paraná es lo primero que vemos en la película al mismo tiempo que los protagonistas, pero es mucho más que un fondo, locación o siquiera un contexto narrativo. Aquí vemos al Río Paraná como la representación física del recuerdo. El lugar donde no solo pescan, sino donde por unos momentos vuelven a esa Laos que dejaron atrás, la que los vio nacer pero que tristemente no los dejó vivir. El documental se basa en una clara estructura de guion, sostenida por un montaje dinámico. La primera mitad habla de la huida de Laos, donde los protagonistas deben dejar atrás a familias sin dudar que en el otro lado los espera un futuro mejor, y a la vez un breve pero desolador remordimiento por toda la vida que dejaron atrás. Incluso a padres a quienes no pudieron acompañar en sus últimos días. Esta primera mitad no solo es testimonio en vivo, sino que es complementado por una rica secuencia de animación. La segunda mitad habla de la complicada adaptación a la argentina (en lo culinario y lo escolar, por ejemplo), siendo aquí donde participan sus hijos también, donde reconstruyen un árbol genealógico no basado en la sangre pero sí en la vivencia común de la tortura de huir de su patria y empezar toda una vida de cero en otro país, con otro idioma y otra idiosincrasia. Una familia elegida por cuestión de necesidad, pero más que nada por memoria. Un testimonio que pone en evidencia, en estos conflictivos tiempos, que son más cosas las que nos unen de las que nos separan. Que al final del día no debemos negar el pasado, pero solo superándolo se sale adelante como comunidad. Incluso con este mensaje, incluso en el contexto de una dura historia, Mekong Paraná no explota a sus sujetos. El documental de Ignacio Luccisano no muestra más lágrimas de las que debe mostrar, menciona lo indispensable de la tragedia atravesada sin regodearse en ella.
La Sequía: riqueza visual y simbólica al servicio de una narrativa inusual La vida moderna está plagada de distracciones tecnológicas y mandatos asfixiantes que nos pueden alejar de lo esencial. La mente necesita tanto oxigeno como nuestros pulmones para poder ver dicha esencia con mayor claridad, pero el pasaje de lo difuso a lo enfocado puede ser críptico, y a lo mejor esa es la búsqueda que se propone La Sequía. Un camino que lleva lejos, pero hacia adentro El personaje de Emilia Attias se llama Fran, mientras que el personaje de Adriana Salonia se llama Not. Como decir, en inglés, Not Fran. No es Fran. No es la Fran que desea ser. Es su espejo opuesto, un mandinga reminiscente de aquel visto en Nazareno Cruz y el Lobo, de Leonardo Favio. Cuando Attias y Salonia comparten escena, casi siempre es en planos sin cortes, como si el ser esencialmente la misma persona remueve o desciende la posibilidad de un plano contraplano. Se reconoce el pasado de la protagonista y mucho del incidente incitador a través del sonido. Habitualmente para acompañar los paisajes en destacados colores saturados, con planos donde el movimiento de la protagonista es rápido pero se siente lento, eterno, como el teleobjetivo de El Graduado de Mike Nichols. Un detalle que por momentos sabe ponernos en contexto, pero en otros termina volviéndose cansino. Sin embargo hay que reconocer que su composición posee riqueza, en particular los planos cenitales donde la mística de la trama asume sus puntos de giro más feroces, y los planos generales para aprovechar la riqueza de los paisajes catamarqueños. El vestuario también es una herramienta utilizada para mostrar la evolución del personaje de Attias. En cuanto a tono de color empieza como uno de contrastes, pero luego se alinea con el paisaje. Una adaptación que su alter ego asume parcialmente sin abandonar del todo al negro que lo caracteriza. Por el costado actoral, la película descansa en los hombros y, más precisamente, la riqueza expresiva de Emilia Attias. Adriana Salonia, como su mandinguesco alter ego, presenta una exageración que tiene sentido por representar físicamente el conflicto, aquella superficialidad que la protagonista quiere dejar atrás en este viaje místico. Por desafiante que pueda parecer su ritmo narrativo, no se le puede achacar a La Sequía que no está contando nada. ¿Su simbolismo parece estar exigiendo demasiado? Podemos decir eso, pero también presenta claridad de ideas; y si se tiene eso, difícil que el espectador se pierda. No obstante, en este viaje místico la escena de la peluquería está de más. Si la idea es manifestar físicamente la fama de la que la protagonista desea escapar, las voces en off, el personaje de Adriana Salonia, y la caridad de la chica de la casa de ropa ya lo explican con mucha claridad. Lejos está del ánimo de esta crítica cuestionar por qué este ejemplo caricaturesco de cholulismo debe estar aquí, pero el verlo se siente como que sobreexplica algo que ya era claro desde el vamos.
La Afinadora de Árboles: una propuesta críptica que encuentra con dificultad su camino. La rutina puede ser una prisión; el reconocerla y salir de ella puede ser una tarea ardua. La mayoría de las películas indagan en la segunda etapa, pero podemos decir que La Afinadora de Árboles le da una mirada profunda, de una búsqueda, a la primera. Ese reconocimiento de las rutinas que nos impiden discernir entre aquellas que necesitamos y aquellas que nos detienen, que nos frustran. Perderse para encontrarse El viaje de la protagonista (Paola Barrientos) es una huida de los mandatos comerciales y hacia otro paisaje como representación para salir de la rutina. Salir de la típica rutina laboral. Salir de la típica rutina alimenticia. Salir de la típica rutina amorosa. Sin embargo, no es una salida de la rutina que apunta a algo definitivo, sino a un necesario cambio de aire para que el cuerpo pueda pensar con otra claridad: la de su propia mente y no tanto el mandato de otros. Este arco de cambio es accionado por su antiguo novio, en un romance que más que apuntar a una consumación es el medio para un fin: el de ser agente de ese cambio. De esa separación de la rutina. Los árboles en este film son como una suerte de pulmón, pero no en el sentido universal. Son, en cierto modo, los de la protagonista. Lo que se está afinando es ella misma, que no estaba en sintonía, sino desafinada por obvio que suene. La Afinadora de Árboles, aunque críptica y cansina en su recorrido, es el camino hacia cómo recupera el ritmo y el tono. El libro en el que está trabajando es una tarea sufrida, no pocas veces víctima de cambios procrastinados. Mientras que la propuesta de los chicos del comedor la entusiasma, la hace propia, y este entusiasmo, ese alejamiento absoluto de los mandatos, permite que la protagonista pueda respirar otra vez. En contraste, cuando ella está en el gran evento literario, se la percibe incómoda como si no quisiera estar ahí a pesar de tratarse de su ambiente. No por nada la primera escena de la película es la protagonista encerrada en un baño, encuadrada de una manera prácticamente claustrofóbica; y cuando entra su marido, si bien lo hace con palabras conciliadoras, el espectador puede percibir que esa presencia -por calma que sea su intención- no hace más que volver al encuadre aun más claustrofóbico, contribuyendo a que nos adentremos en su estado mental. Si bien el tono hay que buscarlo para entenderlo, el ritmo es por otro lado más desafiante y lo que le puede jugar más en contra. Es una propuesta contemplativa, introspectiva, y puede ser tan interna que llega a volverse indescifrable. Todo esto partiendo de intenciones claramente nobles como las de mantener al espectador involucrado con las sensaciones de la protagonista: que este no sea pasivo, que utilice a la mente como un nexo entre la película y sus sentimientos. Una intención de dudosos logros, pero de incuestionables nobles intenciones.
Había una vez en Hollywood: una necesaria irreverencia para la cinematografía actual En algún momento de Había una vez en Hollywood, no diremos cuál, se enuncia el nombre de Antonio Margheriti. Una mención que generará sonrisas y risas. Sonrisas, por el contexto en donde aparece y donde aquellos que saben entienden quién es este hombre en la vida real. Las risas, por otro lado, puede que vengan de aquellos que recuerdan Bastardos sin Gloria y a los tres soldados tratando de pasar, infructuosa y humorísticamente, como italianos en una premiere nazi. Ese momento hermanará a todos los espectadores, un momento que es la prueba más clara (como si hiciera falta) de que Quentin Tarantino sabe de cine. Una obviedad, sí, pero es necesario traerla a cuenta. En una época donde el cine parece ser reducido a imágenes con historias, Quentin Tarantino nos recuerda que el verdadero poder del séptimo arte, empieza allí pero debe ir más lejos. Donde está ese poder que cautiva. Ese poder que enamora. Que te mete en un mundo. Rick F*cking Dalton Si esta crítica tuviera que definir a Había una vez en Hollywood en una palabra sería “irreverencia”. Una necesaria irreverencia tanto a nivel narrativo como cinematográfico. Decimos irreverencia a nivel narrativo, porque en tiempos donde tenemos asimilada la estructura de tres actos propuesta por varios gurúes del guion (cada uno con su solidez y cuestionamientos), Quentin Tarantino escribe una historia como se concebían a fines de los 60s y principios de los 70s. Cuando un guionista nos hacía pasar la mitad del metraje con un personaje, conocer sus virtudes y defectos, con objetivos escénicos tan claros que en cualquier otro contexto (sobre todo uno moderno) se considerarían tediosos y que la película estaría mejor sin ellos. En definitiva, conocerlo de arriba abajo, para ver cómo lidia con un conflicto concreto en la segunda mitad. Un estudio de personaje. Decimos irreverencia a nivel cinematográfico en estrictos términos comerciales. En una época donde gobiernan reciclajes de propiedades intelectuales preexistentes, donde los estudios no se arriesgan con historias originales, y donde la corrección política está adquiriendo una prioridad tan peligrosa como excesiva por sobre la historia, resulta un acto de valor el que uno de estos estudios decida albergar una película de Quentin Tarantino con todas las libertades que exige. Al decir «libertades» decimos una incorrección política no solo propia de la época en la que transcurre, sino una clara rebelión de su realizador a la corrección política imperante, ante la cual no se va a arrodillar bajo ningún concepto. Esa rebelión, esa irreverencia, esa protesta -si se quiere- en crítica de la realización actual, así como la añoranza por un tiempo pasado y mejor, es expresada a través de la dicotomía que manifiesta la película entre la fama y el olvido. El ego y la inseguridad. El olvido enfrentado como la etapa de ira (el Rick Dalton de Leonardo DiCaprio) y la etapa de aceptación (el Cliff Booth de Brad Pitt). Por otro lado, Margot Robbie, encarnando a una feliz y dinámica Sharon Tate, posee un tiempo limitado de metraje, pero no sin un por qué. La vida de Tate, su historia, es algo que pasa al costado de la narrativa. Porque ella no es un personaje: ella es un mundo, ella es un clima. Ella, dentro de esta fábula, representa al Hollywood como ideal, como objetivo de éxito, en apariencia sencillo y de un día para otro, mientras que DiCaprio y Pitt representan al Hollywood como verdaderamente es. La película es una carta de amor al cine en general. Sí, esta crítica es consciente que está repitiendo como loro ese elogio que tiene adosado la película desde su premiere en Cannes, pero no hay otra manera de definirlo. Sin embargo, hay un género específicamente que recibe más cariño que otros, tanto a nivel estético como interpretativo y narrativo: el western. Es a través de este género donde se presenta una dicotomía más interesante aún entre los personajes de Leonardo DiCaprio y Brad Pitt. Si bien cuando comparten cámara la suya puede ser una buddy movie, cuando están separados se presenta la división entre alguien que actúa de vaquero y alguien que se comporta como uno. Una diferenciación que empieza con la sonoridad de sus nombres. El nombre del personaje de DiCaprio, Rick Dalton, suena a un nombre genérico de personaje de Western. Tanto en parodias como en exponentes puros y duros, se ha escuchado por lo menos una instancia del nombre Dalton, casi siempre como un grupo de hermanos. El nombre del personaje de Brad Pitt, Cliff Booth, es un poco menos frecuente pero suena a Western, o por lo menos de la época en donde se suele enmarcar el género. Un personaje incluso hace la asociación con John Wilkes Booth, el asesino del Presidente Estadounidense. Continuemos con la imagen y la actitud: al personaje de DiCaprio lo vemos en diversos vestuarios en sendos sets del oeste, pero su actuación y la iluminación de la escena denotan un claro trabajo de personaje dentro de personaje. DiCaprio debe interpretar a Rick Dalton interpretando a un forajido. Tiene delante de sí la difícil tarea de ilustrar la inseguridad de su personaje, pero también las emociones del personaje que su personaje interpreta. La puesta en escena de esa “película” es palpable. Autoconsciente. Mientras tanto, Brad Pitt es quien se comporta a lo largo de toda la película como un verdadero vaquero del Spaghetti Western. De ribetes antiheroicos y con códigos propios que no quebranta ante nadie. Cuando llega al Rancho Spahn donde se rodaban películas de vaqueros (e incluso la serie donde el personaje de DiCaprio cosechó su fama), llevado allí por una Hippie del Clan Manson, es donde tenemos desde todos los elementos de la puesta en escena al western más puro que tiene toda la película. Había una vez en Hollywoodtrabaja mucho en capas, no solo en el sentido del metalenguaje, ejemplificado por el recorrido actoral del personaje de DiCaprio arriba mencionado, sino que también utiliza esas capas para describir la memoria, que es el caso de cómo Brad Pitt recuerda el por qué de su alicaída situación laboral. Llegado el desenlace (no se preocupe, lector, no daremos spoilers), el western queda atrás y es cuando la película adopta una estructura definitivamente más clásica, la que definitivamente cualquier espectador, cinéfilo o no, podrá asimilar. Una estructura con una fluidez que no podría ser apreciada sin la información, sin las vivencias atravesadas por los personajes, provistas durante las dos horas anteriores. Una estructura donde abraza desvergonzadamente y con orgullo un espíritu de serie B, de una superficialidad tan deliciosa que es la de nuestras fantasías más crudas y sin filtrar.
Las historias sobre adicción, o por lo menos las que más se conocen, son desde el punto de vista del adicto, con una ocasional mirada sobre el ser querido que es afectado directamente por sus acciones. Baldío se inclina por invertir este orden, este punto de vista. Un cambio de rumbo, pero motivado por una trayectoria indefectiblemente clásica. El Suplicio de una Madre La película que filma la protagonista es un film noir y uno podría decir que esta subtrama no tiene nada que ver con el conflicto general de Baldío; y sin embargo tiene mucho que ver. En algunos libros que se han escrito sobre cine negro mencionan, entre su listado de películas, títulos que abarcan el tema de la adicción: sin detectives, sin codicia, sin femme fatales, solo el adicto y su derrotero. ¿Cómo puede pertenecer la historia de un adicto a la misma liga de, digamos, la historia de un detective privado o la conspiración de asesinato de una pareja de adúlteros? La respuesta la encontramos en la bajeza moral: ¿hasta dónde son capaces de reducirse los protagonistas con tal de conseguir su meta? Aclarado esto, en Baldío lo típico y lo atípico del film noir se dan la mano, porque en la subtrama Mónica Galán sería una femme fatale según la idea típica y tradicional del género: traiciones, codicia, armas. Por otro lado, su vida íntima, el foco central de la cinta, es una vertiente atípica del género: la adicción y las peores bajezas morales en las que se puede incurrir para satisfacerlas. El aporte de Baldío, lo que trae de nuevo a la mesa, es que cuenta esta historia de adicción desde el punto de vista de un ser querido afectado por el adicto. Imaginen un Días sin Huella pero contada desde la sufrida novia del alcohólico al que encarna Ray Milland. Mónica Galán, en una notable última interpretación, nos entrega con mucha sensibilidad esa incertidumbre, esa indecisión entre aceptar que su hijo es una causa perdida y el no querer darse por vencida porque muy en el fondo cree que hay esperanza.
Más vale pájaro en mano… El film original resultó ser toda una sorpresa: entretenido y gracioso, una excepción a lo que parecía ser una regla de que la adaptación cinematográfica de un videojuego no podía ser tan sólida como su original. Mucho de esto fue posible gracias a un ágil guion de Jon Vitti, quien supo ser guionista de aquel fenómeno conocido como Los Simpson. Angry Birds 2, sin embargo, no consigue hacer pie, como secuela ni como producto propio. Aquella chispa que convertía tanto a protagonistas como antagonistas en distinguidos y queribles, aquí se ve apagada, estandarizada. Puede percibirse el cambio del status quo, necesario para que una historia funcione, pero aquí esa necesidad de cambio no es tan radical, no posee el mismo atractivo. Aunque las escenas de acción están razonablemente bien construidas, no tienen un atractivo o una tensión predominantes. Aunque (y en esto debemos ser benévolos) la subtrama con los pequeños pajarillos tiene la sencillez y la tensión que le falta a la trama principal. Esta última, por desgracia, tiene tres problemas concretos: Primero, tienen la necesidad imperiosa de resolver cada escena mediante la utilización de canciones pop, ya sea bailándolas, cantándolas o incluso utilizándolas como parte de sus diálogos. El listado es demasiado grande y demasiado destacado para que se note como forzado y repetitivo. La canción debe sumar, decir algo sobre la historia que se cuenta, caso contrario es un ruido de fondo al que se le otorga un protagonismo de último momento y superior al que realmente merece. Segundo, la resolución de la trama es un enorme deus ex machina, con un personaje que -cobardía o no- es responsable del incidente incitador y merecía una participación más grande. La que tiene lamentablemente es casual, quitando a los protagonistas el peso de una solución que venga de ellos, haciendo que cualquier arco narrativo pierda sentido. No importa si el mensaje es dejar los egos de lado para trabajar en equipo: tiene que estar todo el equipo presente, desde el incidente incitador hasta la resolución. Sino no sirve. ¿Qué aprendizaje hay? Y esta crítica se permite la utilización de esta palabra, tratándose de una película para niños. Tercero, la motivación del villano (el resentimiento) atrasa y muchísimo. Por comprensible que sea, no solo no es compatible con el plan maligno, sino que tampoco esa acción y su motivación son sólidas en el universo creado. No hay locura que pueda justificar satisfactoriamente este proceder o siquiera comprenderla. Por el costado de la animación, Angry Birds 2 sostiene la paleta del original, con sus colores vibrantes y su dinámica, detalle que se destaca principalmente en las escenas de acción que pueden resultar entretenidas; pero sin embargo y al igual que su guion, eligieron no arreglar lo que no está roto.
Una venganza soñada en un contexto que toca muy de cerca La película abre con los primeros compases de El Danubio Azul de Johann Strauss. Visto en retrospectiva, uno piensa el por qué de semejante elección musical, particularmente porque no se vuelve a escuchar el tema nuevamente en toda la película ni se asocia en particular a alguno de los personajes. No obstante, cobra pleno sentido si tomamos en consideración que es una asociación cinéfila, por lo menos desde el título, con 2001: Odisea del Espacio de Stanley Kubrick. Al caer esa ficha uno empieza a entender: esta película transcurre en el 2001, y lo que van a atravesar estos protagonistas es una Odisea con todas las letras, si se toma en consideración el caótico incidente incitador que los pone en la misma. Podríamos decir que el gesto es un poco obvio, pero en una película donde la cinefilia juega un rol fundamental en el curso de acción decisivo de los personajes, uno se anima a dejarlo pasar. 2001: Odisea de los Giles La Odisea de los Giles consigue cautivar no solo por el enorme atractivo del ensamble estelar que constituye su elenco, o por tratar un tema de nuestro pasado reciente que nos toca muy de cerca, sino porque propone algo que todos deseamos y, en esto debemos ser honestos, casi siempre nos satisface en una película: el prospecto de ganarle en su propio juego a todos esos personajes arrogantes y desmedidamente ambiciosos a los que la vida parecería premiar por su deshonestidad. Una propuesta narrativa que se propone arrastrar por el barro esa idea de que quien no posea estos atributos es un gil, valga la palabra. El “tener calle” encarado de la forma más peyorativa imaginable. Con este concepto insertado, uno empieza a contemplar como otra probable obviedad el hecho de que el antagonista de la película se llame Fortunato, alguien a quien la fortuna parece sonreírle por animarse a tener semejante proceder en la vida y sin ningún remordimiento. El hijo de puta no se despierta, se mira al espejo y dice «soy un hijo de puta». Eso pensamos nosotros. Señala en un momento el personaje de Ricardo Darín. Sin embargo, a medida que se desarrolla la película, no se puede evitar pensar que dicho nombre empieza a cobrar un contexto mucho más irónico. Esto tomando en consideración que el personaje se vuelve más paranoico, más psicópata, como si la fortuna ya no le sonriera tanto a él, y su sola presencia es, curiosamente, la manifestación de la casual fortuna que sí les sonríe a los protagonistas, que tienen la oportunidad de recuperar lo que les robaron. Por otro lado, La Odisea de los Giles muestra las debilidades de sus protagonistas, en particular el trato que le da el personaje de Rita Cortese a su hijo, interpretado por Marco Antonio Caponi. Como manifestando que el “tomar de gil” es una subestimación en la que no solo incurren las empresas y el gobierno, sino que puede ocurrir dentro del fuero familiar. Este es el arco que prueba no solo que estos males van a seguir existiendo, sino que los personajes también pueden adquirir los mismos atributos negativos de la viveza criolla que están combatiendo.
Una propuesta que sale lo suficientemente a flote por un carismático trabajo de voz. Películas como Mi Amigo Enzo son bastante particulares, habitualmente le llegan a gente que tiene o tuvo una mascota en su vida. Por fuera de ese círculo, a estos films les conviene trabajar muy bien sus conflictos si quieren apelar a conmover un público mayor, razón por la cual no sorprende que el lanzamiento de la película quiera hacer una asociación con Marley y Yo. Mi amigo Enzo, un amigo fiel La película parte de la premisa donde un perro reencarna en su vida siguiente como un humano, mientras toda su vida como canino es precisamente un entrenamiento para entender lo que será aquella próxima vida. Tomando en consideración ese objetivo, el film puede volverse interesante por las filosofías que presenta, algo que es posible principalmente por el carisma que entrega Kevin Costneren su trabajo de voz. Si hay que concederle algo a Mi Amigo Enzo es que tiene un solo golpe bajo en toda la película, y es en la escena que la abre. Después de eso, veremos al animal sufrir por la ocasional soledad consecuencia del trabajo de su dueño, solo para que con el tiempo el problema se resuelva solo. Es precisamente esa la contra que un espectador le puede encontrar, pero -reiteramos- el trabajo de Costner hace no tanto que lo olvidemos, sino que no se lo achaquemos como una contra tan severa. Por otro lado, estamos hablando de un perro común y corriente, no Rin Tin Tin o Lassie. Ante los problemas que se presentan, físicamente, el pobre animal no puede hacer más que ladrar y posarse cariñosamente al lado de sus dueños. Eso no está mal en absoluto, pero es todo un desafío construir una acción cinematográfica en base a un rango tan limitado. La historia encuentra una solución a este problema otorgándole un enemigo natural al perro en forma de una cebra, y la película inevitablemente se ve obligada a darle vida en la forma de animación. Recurso cuestionable, pero si se ponen a pensar, no había muchas opciones de dar progresión dramática a una mirada tan particular. De cara a esto, los personajes activos deben ser los humanos. Ahí encontramos un poco más de conflicto en la forma de enfermedades, cruces con la familia política, cuestiones financieras y, desde luego, encontrar y luchar por aquella pasión que será el eje de toda la vida de uno. Cuestiones decisivas en la formación de este perro como futuro ser humano. Sin embargo, aunque la contundencia de estos temas no es discutida, dentro del contexto general tales conflictos son blandos por lo menos en su desarrollo. Las comparaciones son odiosas, pero cuando el mismo lanzamiento de la película las plantea, dan la pauta al espectador para que las haga: Marley y Yo habrá tenido sus golpes bajos, pero ahonda en unos pormenores sobre la convivencia con un perro que aquí se resuelven con demasiada facilidad. Aunque claramente esa no es la búsqueda de Mi Amigo Enzo: juzgar sus resultados en base a ello sería apresurado, pero también debe decirse que es un detalle que no abarcaron tanto como debieron.
De venta difícil para un público general, pero Mejor que Nunca puede funcionar en un sector específico. A22 años de su estreno, podemos decir que The Full Monty popularizó una suerte de subgénero. Aunque todavía necesitado de una nomenclatura precisa, el estilo se reconoce inmediatamente: grupo de personas se mete de lleno en una actividad habitualmente practicada por gente que físicamente hablando son todo lo que ellos no, y cómo por sortear el ridículo que pueda expresar la mirada de los otros terminan resolviendo problemas tanto internos como externos. El universo puede cambiar y los motivos también, pero el gancho está. Asignatura Pendiente La superación es todo en Mejor Que Nunca. Es una película donde se pone en juego no solo la vergüenza, sino los sueños incumplidos y el respeto de la juventud (así como la falta de él). El público de mayor edad se sentirá identificado con ciertas situaciones que atraviesan las protagonistas, en particular aquellas de índole física. Una vez establecida la premisa, el espectador verá cómo los personajes se divierten, se equivocan y se rebelan ante los arrogantes de ocasión que se pasan de línea. El filo, carisma y solidez interpretativa de actrices como Diane Keaton y Jacki Weaver ayuda mucho a este potencial atractivo. A lo mejor estos detalles son los que pueden gustar a ese sector de la audiencia que, por lo menos en lo mainstream, fueron dejados de lado en el panorama cinematográfico actual. Un panorama que está incuestionablemente apuntado, en estricto sentido de marketing, hacia los adolescentes, quienes en esta película encuentran su representación en una subtrama que es más simple presencia que desarrollo. Por noble que sea esta meta inclusiva, la solidez narrativa es un tema aparte. Es más, la solidez narrativa es lo que puede ayudar a que el resultado final cautive más allá de su audiencia objetivo. Ese puede ser el problema por el cual Mejor Que Nunca resulta una venta difícil para un público general. Su desarrollo narrativo tiene mucho de lo positivo y lo indispensable de lo negativo, ya que las fuerzas opositoras aquí son bastante endebles. La principal antagonista invierte todos sus esfuerzos en sacar de circulación a este equipo de porristas, pero el que sus motivos no queden manifiestos de una u otra manera le quita fuerza como antagonista y lucimiento a la película. También se puede esgrimir que el verdadero antagonista es el cáncer que devora al personaje de Diane Keaton. Sin embargo, más allá de su simple introducción en la presentación del personaje y algunos planos de ella vomitando, este nunca se presenta con la suficiente potencia para que amenace con derribar su plan. Si no tiene dicha potencia no hay riesgo, y se puede perder el interés del espectador por el triunfo de la protagonista. Parecería que la trama recuerda lo complicado de la enfermedad recién al acercarse el desenlace; para la necesaria aparición de una crisis que obligue a la protagonista a recuperar fuerzas, respondiendo a una formalidad de la convención narrativa más que a otra cosa.
La tensión por una inminente boda manifestada a través de la sutileza. El casamiento es una circunstancia promisoriamente feliz pero que requiere de una extensa preparación; y cuando se dice extensa es para contemplar los múltiples elementos que la harán posible. Hablamos de un cuidado y un nivel de detalle que, a simple vista, parece no contemplar los imprevistos, aquellos que no se ven ni siquiera con la más extrema de las preparaciones. Estos avatares (logísticos pero sobre todo emocionales) son los que pueblan la trama de Vigilia en Agosto. Magda antes de la Boda El titulo no podría ser más apropiado, porque tanto la protagonista como toda su familia están en un constante estado de alerta ante cualquier imprevisto que pueda echar por tierra la boda. Aunque el mayor de los imprevistos convive con ellos mediante la imagen y el sonido: la fábrica administrada por la familia del novio. Sus impredictibilidades están ahí para recordarles que el azar, si debe obrar, no hará excepciones. Hay explosiones y empleados lastimados, pero la película no necesita mostrarlos explícitamente. Solo necesita posar la cámara en los rostros de sus intérpretes y apoyarse en los efectos de sonido para entender el impacto de estos incidentes. Un impacto acentuado por los claustrofóbicos encuadres que ponen al espectador en el estado mental que experimenta la protagonista y su entorno. Vigilia en Agosto es una propuesta que se vale de la sutileza, del uso del subtexto, para marcar su pulso dramático. Sutilezas tales como la madre de la protagonista que ante el vómito de su hija se muestra más preocupada (o por lo menos como primera reacción) por el estado de su cubrecama que en su salud. Un pequeño gesto que denota el materialismo del mundo en el que se mueve y que planta la semilla de lo que representa la división clara de las dos regiones dramáticas de la película: la primera mitad se concentra en la fábrica, donde cualquier accidente puede dar pie a una indemnización que peligre la realización de la boda; la segunda mitad, por otro lado, radica en las dudas de la propia novia sobre el evento en sí. Es en esta segunda mitad donde la protagonista nota la posibilidad de que sus deseos no serán muy tenidos en cuenta Naturalmente, estas dos mitades encuentran una simbiosis en un escena en particular, un plano más específicamente: el del caballero con el que la protagonista tiene un fugaz affaire. Y en ese plano de reacción (viendo a la protagonista delirando en su cama) se oye de fondo la bocina de la fábrica. Las ideas narrativas de Vigilia en Agosto son claras, pero las múltiples sutilezas en su ejecución a menudo pueden llegar a desafiar la comprensión del espectador. Sin embargo, encuentra un gran aliado en la expresividad de Rita Paulspara sobrellevar esta cuestión. Sus reacciones marcan el norte, el vaivén de positivo a negativo por el que va la curva dramática de la película. En su rostro está el camino, solo hay que seguirlo.