A más de 25 años del estreno de Filadelfia (Philadelfia, 1993), una película que habló sobre la epidemia del SIDA cuando en la sociedad todavía se refería al tema en voz baja, Francia se anima a volver a la misma época para contar otra historia sobre la enfermedad, pero haciendo foco en el activismo. El guión de 120 Pulsaciones por Minuto (120 battements par minute, 2017) está centrado en comienzos de los ‘90 y relata el día a día de una organización llamada ACT UP. Los militantes, abiertamente gays y la gran mayoría infectados, organizan escraches a funcionarios y laboratorios por la poca asistencia a las personas que viven con el virus y por la falta de distribución de las pastillas necesarias para sobrevivir. Si bien el producto final es contundente y retrata una época de manera cruda, sin anestesia, tiene problemas para pasar del ámbito público al privado. Es decir, de contar con la misma altura la lucha social y la intimidad de los protagonistas. Sobre todo en el desenlace, cuando parece que la película va agonizando al igual que uno de los protagonistas. Se destaca en el elenco el argentino Nahuel Pérez Biscayart, en un francés impecable.
Transformando la impotencia en acción La verdad es que lo hecho por Robin Campillo en 120 Pulsaciones por Minuto (120 Battements par Minute, 2017) es sumamente admirable, uno de esos trabajos cuya ambición sobrepasa por mucho el rótulo de “obra artística” tradicional para ubicarse más cerca de lo que podríamos definir como un testimonio de una época y sus complejidades: aquí el director y guionista crea un retrato de lo más abarcador de la epidemia del SIDA durante los primeros años de la década del 90, un período en el que a la especulación económica/ comercial de siempre de los laboratorios se sumaba la indiferencia de los estados y la discriminación lisa y llana de gran parte de los colectivos sociales en función de lo que los medios de comunicación -otra manga de imbéciles- repetían una y otra vez, eso de que la enfermedad estaba acotada de lleno a las prostitutas, los homosexuales y los drogadictos. El propio Campillo fue militante en la delegación francesa de ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power), una organización internacional, fundada en 1987 en Nueva York por Larry Kramer, orientada a acciones concretas para mejorar la vida de los enfermos y mitigar las muertes causadas por la epidemia a través de protestas y presión permanente con el objetivo de modificar la legislación vigente, incentivar la investigación médica y obligar a las distintas administraciones gubernamentales a que lleven adelante políticas de salud pública de manera inmediata. Así las cosas, la película incluye elementos de carácter autobiográfico y se juega por una estructura un tanto inusual en el cine testimonial: la primera parte nos ofrece un retrato de las actividades del grupo (reuniones y avanzadas políticas) y la segunda mitad apuesta a analizar el deterioro de la salud de uno de los miembros más radicalizados. Más cerca de trabajos sinceros y muy interesantes como Dallas Buyers Club: El Club de los Desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013) y El Puto Inolvidable: Vida de Carlos Jáuregui (2016) que de la tibia, hollywoodense e hiper filtrada para el gran público Filadelfia (Philadelphia, 1993), hoy 120 Pulsaciones por Minuto combina con inteligencia la militancia en contra del desconocimiento de las mayorías y la insensibilidad de la industria farmacéutica, la cual todo el tiempo retiene información en torno a las pruebas que lleva a cabo, y esa inexorable condena a muerte durante los 80 y 90 para aquellos que comenzaban a manifestar síntomas de que la infección dejó paso a complicaciones físicas varias, un tópico que no aparece del todo desnudo porque está contextualizado dentro de una historia de amor entre el muchacho en cuestión y su pareja, otro cofrade de ACT UP. Como ocurre con gran parte de las propuestas que examinan los correlatos del VIH y la evolución histórica de las campañas de prevención, aquí los dos jóvenes -interpretados de forma magistral por Nahuel Pérez Biscayart y Arnaud Valois- se encuentran en una carrera contra el tiempo tratando de disfrutar cada segundo juntos y manteniéndose firmes en la lucha que los une, más allá del amor compartido. Campillo utiliza todos los recursos clásicos del cine galo con motivo de los convites recargados políticamente, desde la retórica agitada de las asambleas, pasando por la crudeza de las manifestaciones del colectivo y llegando a esos cuelgues psicodélicos de las secuencias en las que los activistas van a bailar a una discoteca; ítems que asimismo van siendo sustituidos de manera paulatina por largas escenas sexuales, otras tantas de confesiones mutuas, alguna que otra disputa a viva voz en el seno de ACT UP y finalmente la franqueza total en la representación del dolor de los últimos momentos. El realizador en ocasiones parece perder un poco el rumbo de la película por la multiplicidad de focos de atención y subtramas, pero por suerte siempre logra retomar la línea dramática más importante de ese instante. A pesar de sus algo excesivos 140 minutos, el film consigue rescatar un período candente en el que todo estaba por ser ganado a nivel del reconocimiento popular de los alcances de la enfermedad y los recursos imprescindibles para combatirla, circunstancia que pone en primer plano la valentía de aquellos primeros militantes que le escaparon a la impotencia de muchos de los afectados bajo la convicción de que hay que eliminar las estigmatizaciones mediante una serie gloriosa de protestas, marchas e intervenciones en pos de ser oídos y respetados…
La película francesa nos trae un duro relato sobre la lucha contra el virus del HIV a principios de los años ’90. A veces el cine no solo nos cuenta historias, sino que busca trascender y hacernos reflexionar, atravesar por distintas emociones y/o presentarnos una idea que surge de la mente del autor. En esta ocasión, “120 Pulsaciones por Minuto” intenta concientizar sobre los derechos y la lucha de las personas afectadas por el virus del SIDA. Si bien la cinta nos muestra el período histórico correspondiente a la etapa inicial, donde se sabía poco y nada de la enfermedad, se nos expone que algunas cosas no cambiaron demasiado y siguen siendo parte del prejuicio social y la falta de políticas por parte del Estado. El relato se sitúa en París, a principios de los años 90. Un grupo de jóvenes activistas intenta generar conciencia sobre el SIDA. Un nuevo miembro del grupo, Nathan, quedará sorprendido ante la radicalidad y energía de Sean (Nahuel Pérez Biscayart), que gasta su último aliento en la lucha. La historia irá alternando las protestas y eventos relacionados con la agrupación Act-Up París, que se nos presentan de forma cuasi documental, donde lo que importa son las palabras y el aprovechamiento del tiempo para las personas que pelean por tener un día más, con la relación que comienzan a desarrollar estos individuos. Porque seguir viviendo, enamorarse, salir y convivir es parte de la lucha. Robin Campillo (“Les Revenants”) nos otorga un relato puro y duro donde nos cuenta, sin pelos en la lengua, la vida de estos activistas que se ven involucrados en política y en protesta social con el objetivo de informar a las personas de una enfermedad en pleno surgimiento. A su vez, la cámara tomará un rol privilegiado de testigo con la cual podrá conocerse más de la intimidad de estas personas tanto en el plano militante como en el plano social, personal y afectivo. El elenco esta magníficamente elegido y se destaca el actor argentino Biscayart que nos otorga una de sus mejores actuaciones hasta la fecha. La banda sonora es otro de los puntos altos y toma un rol preponderante en esos momentos donde los personajes buscan liberar tensiones y relajarse entre cada enfrentamiento frente a los médicos y la industria farmacéutica. Resulta interesante ver esos vaivenes entre el colectivo de personajes y el protagonismo que toma Sean al combatir en el grupo y contra el deterioro de su propio cuerpo. A su vez, la película utiliza la ironía para manejar ciertos pasajes de la narración. Cuando Nathan comienza a conocer a Sean, le pregunta: “¿Qué haces? ¿De qué trabajas?” a lo que el otro responde: “Soy HIV Positivo”. Duro pero real, un grupo de personas marginadas por la sociedad y sin ningún proyecto de vida digna en puertas, como consecuencia de la ignorancia y el rechazo colectivo. “120 battements par minute” es un ejercicio cinematográfico tanto interesante como necesario. Una crónica de un período de la historia que muestra cómo un grupo de personas logran hacerle frente a la indiferencia, día a día, minuto a minuto, 120 latidos a la vez (la frecuencia cardíaca media).
Hubo un tiempo en el que las películas sobre el HIV preferían desandar las vidas de sus protagonistas enfatizando en su sexualidad (y sus consecuencias), o, sino lo hacían de esa manera, destacando el regodeo sobre el mundo de miseria y dolor que alrededor de la enfermedad se podía presentar, con el hospital como lugar terminal y paso previo a la desaparición del/los protagonista/s. Por suerte estamos a años luz de eso, y mucho cine ya se ha producido sobre la problemática, como para que el realizador Robin Campillo ponga (gracias a Dios!) la mirada en la filial francesa de la agrupación Act Up, organización que busca, aún hoy en día, concientizar a través de manifestaciones la problemática de una enfermedad que requiere atención y cuidado, erradicando la verdadera hipocresía e intereses económicos de las grandes corporaciones farmacéuticas. Campillo se detiene en el momento de mayor actividad del grupo, justo cuando la enfermedad aún era considerada una cuestión sólo de homosexuales y los medios de comunicación, aún teniendo la información real, preferían hablar de “peste rosa” antes de un flagelo que podía afectar a todos por igual. La cámara nerviosa del director asiste a las reuniones de conformación y establecimiento de estrategias, reposa la mirada en cada uno de los intérpretes, prefiriendo poner el foco en uno de ellos, Sean (Nahuel Perez Biscayart) uno de los más revolucionarios y anárquicos, quien hasta su último respiro entregó todo a la entidad y a sus seres queridos. “120 pulsaciones por minuto” revoluciona las películas sobre el HIV, va más allá de los establecido, desentendiéndose de las víctimas y el lugar común, y avanzando en la épica de un grupo de jóvenes que comprendieron el espíritu de época al dinamizar su trabajo de concientización a partir de ejercicios bien logrados de exposición de aquellos que no se hacían cargo por ese entonces. El guion maneja esa realidad con dos mecanismos, por un lado el de reflejar de manera virulenta cada uno de los actos del grupo, y por el otro, con una total honestidad, desnudar humanamente a los personajes ante la vulnerabilidad inevitable de su existencia con la enfermedad. Sean, como ejemplo de guía del relato, ama promiscuamente, pero cuando conoce el amor se brinda y se deja llevar por el momento, disfrutando de la compañía de su pareja, y rogando porque su madre llegue para cuidarlo cuando más lo necesita. Así, entre esos dos planos, el de la vida personal de los protagonistas miembros de Act Up, y, el de las acciones propiamente dichas de la organización, “120 pulsaciones por minuto” comienza a desarrollar una hipótesis sobre el trabajo de una de las organizaciones activistas más importantes del mundo, necesarias, aún hoy en día, para desmitificar, informar y para evitar volver a caer en errores que nada ayudan a la comprensión de una enfermedad. Mención aparte merece el trabajo de Perez Biscayart, una de esas actuaciones eternas en las que los intérpretes logran trascender la pantalla, aún a pesar de algunos convencionalismos de la propuesta y de preferir, hacia el final, que se ubique la cámara delante del dolor de Sean y delante de la organización.
Sangre contra la pared El realizador de Les revenants (vista en la competencia internacional de Mar del Plata, allá por el 2005) estrenó en el último Festival de Cine de Cannes 120 pulsaciones por minuto (merecedora del Gran Premio del Jurado). Si bien son muy distintas, hay una conexión entre ambas y se manifiesta en términos opositivos. La primera se concentra en un grupo de muertos que vuelven a la vida y, cual zombies con ribetes filosóficos, se presentan ante los vivos y producen en ellos no una matanza, sino un cimbronazo existencial. En la segunda no hay quietud, sino todo lo contrario. Hay urgencia, hay necesidad de poner el cuerpo en un espacio de goce pero también de combate. El director Robin Campillo se interesa por el vínculo entre lo físico y la psiquis, a tal punto que en uno de los momentos más álgidos de su nuevo film asistimos a la vinculación abstracta entre el virus del SIDA y la energía puesta en una fiesta electrónica, casi como si se amalgamaran. Su película transcurre en los 90’, época en donde este tipo de eventos tuvieron su auge, al mismo tiempo que se masificaban mundialmente los grupos que bregaban por el tratamiento eficaz y responsable para los enfermos de SIDA. 120 pulsaciones por segundo tiene como epicentro una serie de asambleas de la ONG Act Up París (AIDS Coallition To Unleash Power), en donde se los activistas dirimían las diversas formas de llevar a cabo sus reclamos, frente al desentendimiento del gobierno francés y la mezquindad de los laboratorios. La película tiene una estructura coral, pero el corazón del relato está ubicado en el personaje Sean Dalmazo, un joven militante interpretado con visceralidad por Nahuel Pérez Bizcayart, un intérprete soberbio, pleno en matices. La película dura 143 minutos pero no le sobra ni un fotograma. El guión va vertiginosamente desde la esfera íntima hacia la colectiva, a tal punto que es casi imposible separar una de la otra. 120 pulsaciones por minuto no sólo funciona muy bien como un testimonio de época en donde aparecen en primer plano los prejuicios y el desamparo que sufren los manifestantes, sino que también triunfa a la hora de desarrollar la esfera afectiva de estos activistas. El personaje de Sean es quien encarna el punto álgido del relato, uno de quienes padece el virus de forma más agresiva. Hay algo que lo ennoblece y excede su compromiso con la salud (la suya y la de los demás), y tiene que ver con la relación que entabla con otro compañero de lucha, que asume como si lo esperara una vida longeva. A tono con el argumento del film, hay una bienvenida apuesta por el desenfado; las escenas de sexo son gráficas, al igual que los momentos en donde los activistas se manifiestan contra los agentes biopolíticos que ponen al desnudo sus vidas. En la secuencia inicial, por ejemplo, los vemos arrojar globos llenos de una sustancia similar a la sangre contra los jerarcas de un laboratorio. La situación es schockeante y se transforma en la mejor manera de presentarlos. El montaje elegido por el director es por momentos elíptico, disruptivo; una forma de entender qué es lo que pasa por sus mentes y por la necesidad de poner el cuerpo ante una situación que los degrada. Campillo nos entrega un relato que corre junto a sus personajes; una de las películas más contundentes a nivel político, más que bienvenida para una cartelera en donde, precisamente, eso no abunda.
El director de este film, Robin Campillo, fue parte de un colectivo que se fundo en 1989 en Paris, a semejanza del fundado en l987 en Nueva York que se llamó Acts Up (y es el acrónimo de Aids Coalition to Unleash Power) creado para llamar la atención sobre la pandemia del sida, los enfermos, conseguir legislación favorable, promover la investigación científica. Y en este film que también escribió con Phillipe Mangeot, (también del mismo grupo) rinde homenaje a esos años de activismo frente a una sociedad que todavía creía que la peste rosa era un azote moral que nunca afectaría a los heterosexuales. La película que tiene una mixtura de géneros va desde los largos debates de la asociación, a los preparativos de las acciones, a las demostraciones de interrupción de discursos de funcionarios, protestas en laboratorios que no daban o retrasaban la salida de nuevos fármacos, a momentos de festejo y la historia íntima de un protagonista audaz y su largo proceso como un enfermo cada vez mas vulnerable. En ese rol brilla el argentino radicado en Francia Nahuel Pérez Biscayart (que aquí actuó en películas como “Lulu”, “El aura”, “Cara de queso”). Con sensibilidad y talento le da vida a Sean Dalmazo, el más audaz activista que lucha hasta su último aliento. En ese mundo íntimo poblado por una historia de amor, fuertes escenas de sexo y el deterioro físico nunca mostrado como golpe bajo, el actor brinda una gama de sutiles profundidades digna de los mejores elogios. La película extensa (143 minutos) une con elegancia y emotividad toda la fuerza arrolladora del activismo, pero también el mundo privado, las muertes, el dolor, y los festejos vitales. Todo eso la transforma en un film que no debe dejar de verse.
Luchas que no acaban con la vida La película pasó por la última edición del Festival de Mar del Plata como una de esas a las que había que ver y de la que se hablaba en todas las conversaciones. Y es cierto que por su tema y su exitoso estreno en Cannes, 120 pulsaciones por minuto, del francés Robin Campillo, resulta una de esas obras que generan charlas y debate. Sin embargo, en Mar del Plata no eran esos los únicos motivos que hicieron que la película provocara tanto ruido a su alrededor, sino que a ellos hay que sumarle otro, que si bien puede tener un componente chauvinista, no es menos importante en cuanto a lo estrictamente cinematográfico. Es que la película está protagonizada por Nahuel Pérez Biscayart (ver entrevista), joven actor argentino que se destacó en el cine local en películas como Tatuado (Eduardo Raspo, 2005), La sangre brota (Pablo Fendrick, 2008) o Lulú (Luis Ortega, 2014), quien desde hace unos años también acumula blasones en el cine europeo, en especial en el prestigioso cine francés. Y, por cierto, la película tiene uno de sus puntales más firmes en su trabajo interpretando a Sean Dalmazo, un activista por los derechos de los infectados con el VIH durante los primeros años de la década del 90, época en que todas las batallas aún estaban por librarse. Justamente los dos primeros tercios de la película dan cuenta de ese estado de situación, tomándole el pulso a la forma en que tramitaban su miedo y su furia los jóvenes que padecían esta enfermedad, por entonces mucho más estigmatizada y letal de lo que aún lo es. La historia se centra en los miembros de la agrupación Act Up, integrada por chicos y chicas homosexuales, algunos de ellos infectados y otros no, que se encargaban de realizar acciones radicales, agresivas pero no violentas, para visibilizar su problema. Un Estado que aún no conseguía entender bien la enfermedad para comunicar correctamente las formas de prevenirla y los laboratorios farmacéuticos que retaceaban la información sobre el progreso de nuevos tratamientos representan los principales blancos de las campañas del grupo. Un detalle inicial da cuenta del fuerte componente identitario que los reúne. “Todo aquel que quiera ser parte de Act Up debe aceptar aparecer como VIH positivo ante los medios, aunque no lo sea”, le explica un miembro antiguo a un grupo de novatos, detalle que marca el compromiso con que asumen su propia causa. La intensidad de la juventud potenciada por una prematura consciencia de la muerte. Todos esos elementos se combinan para hacer que en este segmento la película tome prestado algo del carácter militante y vivaz de sus criaturas. Pero si estos primeros dos tercios se desarrollan de forma expansiva en el epicentro de la ebullición activista, en su último tramo el film se oscurece y es ahí donde Sean, el personaje, y Pérez Biscayart, el actor, cargan con el peso dramático del relato. 120 Pulsaciones por minuto se vuelve elegíaca para retratar su agonía, pero sin permitirse caer en el extremo de la gravedad. Una escena exquisita sirve de ejemplo. Sean está internado, cada vez más afectado por el mal. Apenas tiene fuerzas para sentarse. Su pareja lo vista en el hospital y al verlo así, dolorido y débil, lo besa sosteniendo todo su cuerpo con una mano mientras con la otra lo masturba. Construida a contraluz y combinando un plano general con planos detalle que dan cuenta del amor que ahí desborda, la escena resulta una especie de Pietá herética de una belleza obscena. En ella no hay ninguna virgen, pero sí el cuerpo llagado de un mártir atravesado por los estigmas que la muerte va trazando en él a su paso. Es ahí donde quizá se hubieran detenido Hollywood y su modelo Love Story. Por fortuna, Campillo se permite atravesar ese límite y la escena concluye con sus protagonistas riendo de su propia travesura. Enseguida comienza a cerrar la historia con la potencia que ameritan su tema y, sobre todo, su protagonista: a puro baile y arruinándole la fiesta a algunos poderosos. Porque algunas luchas no se acaban donde termina la vida.
La lucha continúa El francés Robin Campillo, habitual colaborador de Laurent Cantet, logra una obra magistral gracias a la notable actuación del argentino Nahuel Pérez Biscayart como un enfermo de SIDA que utiliza sus últimas energías para luchar contra la indiferencia política y social ante la presencia de una enfermedad que avanza matando a miles de personas. La historia de 120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, 2017), ambientada a principios de los 90, se centra en Sean (Nahuel Pérez Biscayart), uno de los miembros más activos de la filial parisina de Act Up, que realiza sucesivas acciones de choque para visibilizar el problema e impulsar la investigación y la prevención. Sean, infectado con el virus del HIV, se enamora de un nuevo integrante, libre de la enfermedad. Para contextualizar, Act Up (Coalición del SIDA para desatar el poder) fue una asociación creada en 1987 en la ciudad de Nueva York que a través de diferentes acciones buscaba legislaciones favorables con respeto al SIDA, promover la investigación científica y la asistencia a los enfermos, hasta conseguir todas las políticas necesarias para alcanzar el fin de la enfermedad. En Paris un grupo de jóvenes buscan visibilizar la ausencia de políticas sanitarias lanzando bolsas de sangre en instituciones poco comprometidas, invadiendo laboratorios para presionar a grupos farmacéuticos por sus intereses económicos, introduciéndose en los colegios para trasmitir de manera directa el mensaje de la protección sexual e interpelando a los medios para denunciar la asimilación de la epidemia exclusivamente a los gays, drogodependientes, prostitutas y presos. A través de varios activistas emblemáticos, Campillo recrea con inteligencia la vida cotidiana en este campo de batalla en el que tácticas y discrepancias se discuten en común —enfrentando a los más radicales con los lobistas y los negociadores—, donde las acciones son realizadas con una intensidad y una eficacia extremadamente profesional, en el que la solidaridad, el humor y el espíritu festivo están mucho más presentes, a causa del acecho de la desesperación y de la muerte. Todo ello sin olvidar la historia de amor entre Sean y Nathan, que atraviesa transversalmente todo el film. Campillo recurre a una puesta ficcional documentada en el que se combinan magníficas transiciones temporales con la utilización de material de archivo y una serie de procedimientos cinematográficos que le pone un rostro a estos luchadores en la sombra, para dar origen a una obra con una sensibilidad tan respetable como escabrosa, según sea necesario. Con un nivel de maestría en el que la empatía por el ser humano se conjuga con una voluntad política de lucha contra la indiferencia, en una turbulencia pasional y a menudo desgarradora, 120 pulsaciones por minuto es tan rigurosa como única a la hora de abordar un tema arduo, siempre evitando el golpe bajo, pero también mostrando con crudeza cómo el virus consume poco a poco la vida hasta el final.
120 pulsaciones por minuto, de Robin Campillo Por Mariana Zabaleta Un ejercicio de guion inteligente condiciona, intrínsecamente, la politicidad de toda propuesta cinematográfica. 120 pulsaciones por minuto es un claro ejemplo de como el relato puede implicar un sujeto colectivo tanto complejo como cristalino. La opacidad de la agrupación francesa ACT-UP Paris (AIDS Coalition to Unleash Power) es descripta con el tesón de la puja y tensión características de las más antiguas asambleas. Jóvenes y adultos, unidos por una condición estigmatizante (HIV) conducen enérgicamente la discusión entre propuestas retóricas y artisticas de intervención. La performance bebe la vitalidad de aquellos frágiles, pero resueltos, cuerpos. Testimonio algo nostálgico conduce y atomiza el foco colectivo en múltiples historias. Una clara segunda parte se detiene exhaustiva, pagando con cierto dinamismo, en las relaciones y los diversos personajes implicados. Aunque la extensa duración de la película conduce por momentos al sopor, el componente autobiográfico presente se cuela con gran soltura. Relato que ofrece tanto el azote de los eventos como las edulcoradas escenas de discoteca. Cámara testigo inteligentemente muestra la privacidad en lo público, como la publicidad de lo privado (aspecto complejo y vital de la estigmatización del SIDA). Activismo como forma de vida en camino a la muerte, gran parte del acierto es logrado por las elaboradas interpretaciones (y direcciones) de Perez Biscayart y Arnaud Valois. Lejos de los lacrimosos lugares comunes de otras puestas sobre el tema, la valentía por momentos impetuosa y joven contagia la sala bajo el enérgico grito de protesta. 120 PULSACIONES POR MINUTO 120 Battements par Minute. Francia, 2017. Dirección: Robin Campillo. Guión: Robin Campillo y Philippe Mangeot. Intérpretes: Nahuel Pérez Biscayart, Arnaud Valois, Adèle Haenel, Antoine Reinartz, Ariel Borenstein, Félix Maritaud, Aloïse Sauvage, Simon Bourgade, Médhi Touré, Simon Guélat. Producción: Hugues Charbonneau y Marie-Ange Luciani. Distribuidora: CDI Films. Duración: 140 minutos.
A los 31 años, el intérprete argentino de El aura, Glue y Lulu se consagró en el plano internacional con este papel protagónico (dentro de una historia de estructura coral) en el nuevo film del director de Les Revenants y Eastern Boys que propone un retrato generacional sobre los jóvenes que en la década de 1990 lucharon en París contra el establishment político y farmacéutico (incluso con contundentes medidas de acción directa) para generar conciencia sobre el SIDA y conseguir así más derechos y mejor atención. En la notable 120 pulsaciones por minuto -ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2017- Nahuel Pérez Biscayart encarna a Sean Dalmazo, un militante de 26 años de Act Up París (AIDS Coallition To Unleash Power), organización que desde su fundación en 1989 y durante varios años luchó -muchas veces como grupo de choque con medidas de acción directa- por los derechos de los portadores y los enfermos contagiados con el virus HIV. Su nuevo trabajo en el cine francés (ya filmó con Rebecca Zlotowski, Benoît Jacquot, Albert Dupontel y Joan Chemla) está lleno de matices (energía, vulnerabilidad, audacia y un progresivo deterioro físico que lleva con dignidad, sin estridencias, golpes bajos ni desbordes lacrimógenos), pero es además quien carga con el peso emocional de la película dentro de una estructura coral en la que también se lucen Arnaud Valois, Adèle Haenel, Antoine Reinartz y Aloïse Sauvage. Campillo -director de dos reconocidos films como Les Revenants (que luego tuvo versiones como series de TV a ambos lados del Atlántico) y Eastern Boys, y coguionista de El empleo del tiempoy Entre los muros, las dos de Laurent Cantet- integró de joven Act Up París y de hecho vivió varias de las extremas situaciones que se presentan en esta película que coescribió con Philippe Mangeot, presidente entre 1997 y 1999 de esa entidad que luchó para que el gobierno de François Miterrand y los laboratorios farmacéuticos facilitaran el acceso a nuevos medicamentos, muy restringido en aquel momento. Tras pelear durante muchos años por concretar este proyecto -que podría definirse como una mixtura estilística entre la apuntada Entre los muros y La vida de Adéle, con largos debates internos en asambleas y contundentes escenas de sexo, de demostraciones callejeras y de bailes con música house en discotecas-, Campillo pudo saldar esa deuda pendiente con una narración urgente y visceral que logra trasmitir un espíritu de época y un retrato generacional (al menos de un sector como el de los activistas gays con HIV) gracias a una potencia, una convicción, una credibilidad y una crudeza propias del mejor cine francés contemporáneo.
Militancia contra el miedo Nahuel Pérez Biscayart se luce en esta película francesa sobre la lucha contra el sida durante los primeros años 90. A principios de los ’90, cuando el sida avanzaba implacablemente sobre grupos específicos -los homosexuales, los drogadictos, las prostitutas, los presos- y se creía que era un castigo divino para el comportamiento desviado de minorías, organizaciones como ACT UP mostraron que la resistencia era posible. De lo general a lo particular, de lo colectivo a lo individual, 120 pulsaciones por minuto muestra cómo la militancia a veces puede ser la gota que horade la piedra, la herramienta para conseguir un cambio social. Y, también, un espacio casi terapéutico de contención. Ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes, la película de Robin Campillo -director de Les revenants y guionista de la serie inspirada en ese largo- se puede dividir en dos partes. La primera, un fresco de una época en la que poco se sabía y poco se quería informar sobre esa enfermedad que, como una maldición puritana, venía a cambiar las costumbres sexuales. Hay una reconstrucción minuciosa del funcionamiento de ACT UP París, basada en el conocimiento de primera mano de Campillo, el coguionista Philippe Mangeot y el productor Hugues Charbonneau: los tres militaron en la organización que, con acciones directas pero no violentas, aun hoy llama la atención sobre la problemática del sida. Esa primera parte, de un tono casi documental, tiene como protagonista al grupo. Se ve la mecánica, las personalidades y orígenes diferentes -hay gays, lesbianas, hemofílicos, trans- y el carácter de las intervenciones colectivas. Esto produce una distancia emocional y le da cierta frialdad a la narración, a pesar de las intrépidas acciones, los acalorados debates en las asambleas (que, si bien son interesantes, se vuelven tediosos) y la combatividad de los militantes, que se plantan frente a los prejuicios sociales y también los poderes privados (corporaciones médicas) y públicos (dependencias estatales). Poco a poco, el guión va poniendo la lupa sobre dos personajes: Sean (un magnífica actuación de Nahuel Pérez Biscayart, y no sólo por su perfecto francés), uno de los cuadros más activos, y Nathan, uno de los nuevos miembros. Aquí la película pasa de la esfera pública de los personajes a la privada y se vuelve más íntima y dramática. Pero pese a algunas escenas durísimas, nunca se pierde de vista la vitalidad de los personajes, su deseo de vivir, y un sentido del humor que ni la muerte puede apagar. Esta última parte resignifica la anterior, mostrando cómo la noción de familia puede ir mucho más allá de los lazos sanguíneos, y cómo la acción colectiva puede ser el mejor camino para vencer al miedo.
Sean Dalmazo (Nahuel Pérez Biscayart), es un integrante del grupo de acción Act Up (AIDS Coalition to Unleash Power) el cual se propone concientizar respecto del SIDA. Con aires rebeldes y combativos, el joven de veintiséis años intenta visibilizar el conflicto por el cual luchan, arman asambleas democráticas y buscan respuestas por parte de un gobierno que no parece estar dispuesto a dárselas.
LA MILITANCIA Y SUS CONTRADICCIONES A pesar de estar instalada en la sociedad desde hace cuatro décadas, la temática del SIDA no ha tenido demasiada suerte en el tratamiento cinematográfico hasta el momento. Muchas veces cayendo en un enfoque que se balancea entre lo didáctico o lo paternalista, pero sin hacer verdadero frente al conflicto, el cine ha perdido de vista que más allá de ser un asunto sanitario y de políticas sanitarias, también es un asunto de discriminación, de distancia social. Tal vez la película que se animó a ir más allá fue la mainstream Filadelfia, aún sin dejar de caer en algunos clichés del drama hollywoodense pero siendo igualmente muy valiente al retratar puntualmente el entramado burocrático que forma el detrás de escena del asunto. Para subsanar esta falencia llega 120 pulsaciones por minuto, film de Robin Campillo que aborda la actividad de la agrupación ACT UP allá por comienzos de los 90’s, cuando llevaban a cabo una serie de acciones para concienciar pero además para hacer visible el problema, presionar a las farmacéuticas para que avancen en los tratamientos y para que el Estado aborde campañas claras y concretas. Estamos, sin dudas, ante una película política. La primera gran apuesta de Campillo es la de mostrar ese campo de batalla militante sin preocuparse demasiado por el contexto: pone la cámara en el mismo lugar de debate donde la organización dirime las diferencias entre sus propios integrantes y en esas discusiones surgen las diferentes miradas y formas que puede adquirir la militancia. En esa primera hora larga, 120 pulsaciones por minuto es un film frenético, energético, vital, que se aleja notablemente de la forma en que el cine habló del SIDA. Hay aquí un espacio (una suerte de auditorio donde los miembros de la agrupación discuten) que exhibe sutilmente y con una cámara movediza sus escalas de poder, sus choques de fuerzas, la heterogeneidad del grupo. Gran hallazgo del director: no caer en una homogenización bienpensante sin por eso pensar lo heterogéneo como síntesis de debilidad. Y es valiente y honesto al momento de mostrar las diferencias, puesto que el propio Campillo formó parte de esa entidad y no se deja seducir por una suerte de enamoramiento de su propia historia. A partir de estas decisiones de puesta en escena y enfoque, es que 120 pulsaciones por minuto se aleja del biopic tradicional para mirar de frente al activismo con todas sus contradicciones. Lo mejor de la película de Campillo es entonces ese retrato grupal, esa multiplicidad de miradas que toman distancia del relato convencional y las emociones fáciles. Por eso que la última parte de 120 pulsaciones por minuto pueda ser vista como una ligera traición, ya que el director elige pasar de lo grupal a lo individual para centrarse en la experiencia de vida de uno de sus protagonistas. Ahí la película parece ceder a cierta necesidad de impactar emocionalmente, aunque la idea de grupo regresa en una última magistral secuencia donde las diferencias entre los individuos se anulan ante la dolorosa manifestación de lo inexorable. Claro está, hay que decirlo, en ese discutible segmento de la película aparece en todo su esplendor el argentino Nahuel Pérez Biscayart con una actuación descomunal. Digamos que si toda esa larga secuencia emociona genuinamente más allá de la manipulación ostensible del relato, es puramente por su presencia. El actor aporta la dosis justa de explosión e introspección que le agrega complejidad a la película.
El sida abordado desde otra perspectiva Hoy el sida es una enfermedad crónica medianamente controlable. Cuando apareció, fue sinónimo de muerte atroz, y para colmo vergonzante. No había tratamiento cierto, ni mayor investigación médica y farmacológica, ni preocupación gubernamental seria, porque se suponía restringida a un solo sector de la población: el de la comunidad homosexual. Para reclamar atención y advertir sobre la magnitud del problema, surgió en 1987 en EEUU un grupo de acción propagandística llamado Act Up (Aids Coalition to Unleash Power). En 1989 nació Act Up Paris. Sus integrantes estaban infectados, pero en vez de llorar tomaban los espacios por asalto, y la lucha los hacía felices, los llenaba de energía, al menos por un tiempo. Eso es lo que acá se cuenta, celebrando esa energía y destacando la forma novedosa de esa organización colectiva, hasta derivar en un caso particular como ejemplo de tantas vidas tronchadas por la desidia de quienes hubieran podido protegerlas.El director Robin Campillo sabe de qué habla, porque él mismo integró Act Up Paris cuando era jovencito. Y sabe cómo contarla. Por algo es el guionista habitual de Laurent Cantet ("Entre los muros"), y director de historias corales ("Los que vuelven", film y serie, sobre muertos que resucitan y quieren seguir con sus familias, que presentó en Mar del Plata 2005). Pero hay algo más: "120 pulsaciones" tiene un valioso elenco juvenil, donde sobresale el argentino Nahuel Pérez Biscayart, un actor fuera de serie, que aquí se consagra definitivamente. Único defecto, dura más de dos horas.
Un filme que relata muy bien la lucha de un grupo activista de Act Up-París, que se enfrentó a las empresas farmacéuticas que tapaban las urgencias sanitarias ante el SIDA. Además intentaban llamar la atención en la sociedad y en al gobierno ante una enfermedad mortal en los años 90. Entre todas esta manifestaciones y pedidos vemos una historia de amor y compañerismo entre Sean Dalmazo (Nahuel Pérez Biscayart, impecable actuación) que tiene 26 años y Nathan (Arnaud Valois, estupenda la interpretación de su personaje) quienes llevan adelante una relación fuerte. Ambos conforman una pareja que está dispuesta a darlo todo, tiene momentos muy logrados entre ellos, a partir de sus miradas, como se tocan y el respecto entre ambos. Por otro lado está el amor de la madre que no quiere perder a su hijo ante el SIDA. Están los enfrentamientos ante personas que discriminan por su sexualidad (aun en la actualidad también existen), tiene ritmo, está llena de matices y buenos planos para ir mostrando cada situación que viven cada uno de los personajes.
Es probable que para muchos de mi generación el primer contacto con el HIV (en aquel momento le decíamos SIDA, sin más) haya sido la muerte de Freddy Mercury en noviembre de 1991 y el famoso concierto homenaje y “de concientización sobre el SIDA” que se hizo unos meses después en abril de 1992. Lo ví por la tele porque me gustaba Guns N’ Roses, un poco Metallica también y hay que decir que “More Than Words” del one-hit wonder Extreme era una canción irresistible. Pero esas imágenes de Wembley quedaron asociadas para siempre al doble descubrimiento del sexo (yo tenía 14 años) y de que el sexo podía ser peligroso. Dos años después, ya entregado a la cinefilia, ví en el cine Y la banda siguió tocando, un docudrama hecho para televisión que por su tema “importante” se estrenó en salas y contaba la historia verídica del descubrimiento de la enfermedad por parte del epidemiólogo Don Francis (Matthew Modine) en una aldea de Zaire. Lo único que recuerdo de esa película -que probablemente no tuviera demasiado valor cinematográfico- era el montaje final con imágenes de distintas celebridades que habían muerto a causa del HIV con “The Last Song” de Elton John de fondo. Quizás a simple vista parezca fuera de lugar traer esa película para hablar de 120 pulsaciones por minuto, porque la película de Robin Campillo no solo ganó el Gran Premio del Jurado y el premio FIPRESCI en el último Festival de Cannes sino que además está rodeada por un aura cool que va desde el intensísimo trabajo del argentino Nahuel Pérez Biscayart hasta la música electrónica de Arnaud Rebotini. Pero dentro de ese envoltorio (bueno, quizás sea algo más que un simple envoltorio) hay un película con un espíritu testimonial y didáctico muy similar al de aquel docudrama de los '90. Suena peyorativo pero es todo lo contrario. Campillo y su coguionista Philippe Mangeot cuentan sus experiencias cuando militaban en ACT UP a comienzos de los años '90 en París. ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power) era una organización dedicada a informar sobre el HIV y protestar contra el modo en que el Gobierno de François Mitterrand manejaba la crisis. Su lema era “silencio = muerte”. Es evidente que Campillo y Mangeot privilegiaron la información y la fidelidad a los hechos. Lograron así una película prácticamente educativa. Cada escena revela distintos aspectos políticos acerca de la situación de la epidemia en París a comienzos de los '90: la homofobia de las campañas gubernamentales, el escándalo de la sangre infectada del Centro Nacional de Transfusión de Sangre, la desesperación de los enfermos ante la reticencia de los laboratorios a informar sobre los avances, las internas entre las distintas organizaciones en cuanto a las estrategias a seguir (aprendemos sobre la rivalidad entre ACT UP, más confrontativa, y AIDES, más conciliadora), las relaciones entre los infectados y los no infectados, y unas cuántas cosas más. Dije que Campillo y Mangeot privilegiaron la información, pero no es del todo cierto porque no renunciaron por eso a hacer una película y valerse de todos los recursos cinematográficos para contar una historia potente y con un ritmo que el título (120 pulsaciones por minuto) describe a la perfección. La primera secuencia es un ejemplo perfecto. Un grupo de militantes irrumpe a la fuerza durante una presentación de la Asociación Francesa de Lucha contra el SIDA y mientras Sophie (Adèle Haenel), una de ellas, da un discurso de barricada, otro le arroja una bombucha con sangre falsa al director, armando un escándalo. Luego de eso, todos ellos debaten acerca de la acción: algunos la juzgan demasiado violenta, otros creen que es la forma perfecta para llamar la atención. Lo interesante, además del pulso de Campillo con la cámara y el extraordinario trabajo de los actores (sobre todo en las escenas de debate que recuerdan otras grandes películas como El estudiante, por ejemplo), es que ambas escenas están contadas con un montaje paralelo y a medida que los jóvenes se cuestionan acerca de la acción, la vamos viendo desarrollarse. Esta decisión de Campillo es lo que hace que la película sea mucho más que una obra meramente testimonial. También le da potencia a la película la historia de amor entre Sean (Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois), un joven que no está infectado pero milita en ACT UP. Sin que pase nunca al primer plano (porque no es jamás fuente de conflicto), es parte importante de la alegría que contagia la película. Porque el tono general de 120 pulsaciones por minuto, a pesar de que casi todos sus personajes están enfermos y sus cuerpos son bombas de tiempo (parece mentira hoy, pero en esa época el HIV era realmente mortal), es de alegría y vitalidad y parece seguir esa máxima de Jauretche que decía que “nada grande se puede hacer con la tristeza”.
120 Pulsaciones por minuto no es solo un filme sobre activismo, también es una exposición de la cotidianeidad de las víctimas de HIV, personas que transcurren sus días con la consciencia molesta de que la muerte está siempre cerca, y que así y todo se permiten vivir, festejar, o porque no enamorarse. El francés Robin Campillo pone el foco en el ala parisina del grupo ACT UP, una asociación nacida en 1987 en New York e integrada por jóvenes LGBT que tenía como objetivo realizar campañas de prevención y protestar en favor de sus derechos en tiempos en los que el virus era prácticamente una pandemia y la ignorancia del discurso homofóbico estaba, también como un virus, arraigado en una parte importante de la sociedad. En este sentido, es valorable la amplitud con la que encara un tema tan amplio y aún tan borroso para algunas personas como es el SIDA. Y no solo eso, hay una búsqueda de claridad en las explicaciones en torno a la enfermedad y su desarrollo patológico que termina dando como resultado un guion pedagógico, casi como si el largometraje en sí fuese otro acto de concientización. Esto es evidente en las decenas de asambleas que el grupo tiene, donde entre discusión y discusión se van delimitando los distintos puntos de vista respecto al accionar que debe tener la asociación. Al final queda claro: entre pacifismo o shock, teñir el río Sena de rojo sangre es más que un llamado de atención a la negligencia estatal, es símbolo de que mientras haya algo adentro que todavía esté latiendo, la resistencia infectada, enferma, débil, seguirá de pie, fluyendo. Más allá de ese estilo cuasi documental con videos de archivo incluidos y la utilización de la cámara en mano del que Campillo se sirve para encimarnos a los personajes. Lo más inquietante es que a lo largo de las dos horas y media es imposible olvidar que, en cada plano, cada conversación, cada nueva acción que el grupo haga para visibilizar aquello que las calles de París no quieren ver, el virus está acurrucado ahí, incomodando con su latencia e invisibilidad, deteriorando cuerpos que luchan con la urgencia de aquel es consciente de la finitud de su vida. Así, a la trama política y combativa, se le suma una más íntima en el que el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart interpreta al activista Sean Dalmazo y su dramática relación amorosa con un integrante de ACT UP portador, pero no enfermo. Lo que da como resultado una película que entiende muy bien lo público y lo privado, con personajes que ebullen sobre París entre papel picado y música electrónica pero que detrás de la rendija de la puerta reconocen la incertidumbre y el miedo que significa estar en una situación que nadie quiere ver. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Crítica emitida en Cartelera 1030-Radio Del Plata. Sábado 20/1/18 de 20-21hs. "120 pulsaciones por minuto" es una película basada en las protestas del grupo activista francés Act Up, el cual luchaba contra el SIDA y más precisamente contra la industria farmaceútica y el Estado a fines de los ´80 y principios de los ´90. Un dato interesante es que su directorRobin Campillo integró en su juventud este grupo y varias de los acontecimientos que se relatan en el filme que fue coescrito con P. Mangeot, quien fue presidente de la agrupación durante dos años posteriores a los que se relatan en la película. Protagonizada por el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart en la piel de Sean, en la piel literalmente ya que su interpretación es realmente verosímil, al igual que sus compañeros cada uno está acorde a su personaje. Lo interesante de "120 pulsaciones por minuto" es no sólo lo pedagógica que es en todos los sentidos, sino también a nivel estructural pasamos de la a las "performance" o manifestaciones de Act Up con una alternancia entre la vida íntima de Sean. Un relato que sin dudas expone las crueldades que padeció -y que aún padece- esta minoría social que desea romper con el silencio y la indiferencia, derrumbando los mitos y prejucios a través de la antes mencionada inteligente y por momentos sútil, y por otros brutal (pero necesaria) pedagogía, porque para ellos el conocimiento es poder. Quizás una crítica negativa que puede hacerse sobre "120 pulsaciones por minuto" es su extensa duración o cierta densidad del relato por momentos, pero con un final que sin dudas nos dejará reflexionando y que permite varios niveles de interpretación.
Crónica de grupo, retrato de un movimiento social, registro urgente y vital de los chicos y chicas que, sentenciados a muerte por el SIDA, luchaban con coraje por hacer visible el problema en la París de los primeros noventa. Todo eso, además de un drama conmovedor y profundo, terrible pero nada solemne, triste pero jamás lastimero, es esta película semi autobiográfica de Robin Campillo, premio del jurado en el último Cannes. Campillo usa la cámara para dar cuenta de las discusiones en asamblea, la acción directa -en la calle o en el escrache de grandes laboratorios químicos- y la intimidad de los integrantes de ActUp. Un elenco fantástico de actores en el que se destaca su extraordinario protagonista, el argentino Nahuel Pérez Biscayart. Entre altavoces, gritos, panfletos y manifestaciones (tan valientes y organizadas como desesperadas) hay largas secuencias de baile y alegría, de sexo y amor en penumbra, cuya naturalidad y dulce crudeza recuerdan a las de otro film francés, La vida de Adéle. Todo, en 120 pulsaciones se siente verdadero, genuino, fresco como si estuviera sucediendo ahora y ahí, frente a nuestros ojos.
“Venimos a hablar del sida ya que el Estado no lo hace”, dice en perfecto francés el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart en “120 pulsaciones por minuto”, el filme del director franco-marroquí Robin Campillo, ganador del Gran Premio del Jurado y del Fipresci en Cannes, además de elegida por Francia para competir por el Oscar a mejor película extranjera, nominación que se dará a conocer el 23 de enero próximo. Ambientada en los 90, trata sobre la batalla (todavía hoy vigente) que libran día a día los portadores de VIH. Fue una década en la que poco y nada se sabía sobre el sida, en la cual el Estado y los laboratorios farmacéuticos no daban ni tenían respuestas, a la par que la enfermedad se expandía y se cobraba víctimas muy jóvenes, consumidos en poco tiempo por el virus. Focalizada en el grupo Act Up (colectivo militante formado en 1987), es la historia de Sean (un gran Nahuel Pérez Biscayart) y su pareja Nathan (Arnaud Valois) ambos participantes del colectivo y portadores. La película va y viene de la vida privada a la vida pública de sus protagonistas, detalla aspectos médicos y clínicos de la enfermedad (células T4, candidiasis oral y los efectos secundarios del AZT), y las reuniones que mantenía el grupo ante cada acción a tomar, manifestaciones pacíficas o violentas, escraches a laboratorios y entrega de preservativos en escuelas. El director logra un filme sin golpes bajos, un drama por momentos casi documental y con una gran dosis de realismo dada por el manejo de cámara, dando un respiro con poéticas imágenes de noches en discotecas y de los cuerpos desnudos de sus protagonistas. Una historia de amor atravesada por la enfermedad así como también por la libertad y la esperanza.
Rosas invisibles y molestos. La contundencia del film del francés Robin Campillo, que se remonta a las acciones directas de la agrupación gala de voluntarios y seropositivos, Act Up, tiene por un lado el sello del alegato contra la indiferencia del estado de Miterrand allá por los tempranos noventa cuando se decía a boca suelta que el SIDA era la “peste rosa”, y por otro la obsesión por el detalle y el buen gusto a la hora de planificar escenas tanto para exteriores como en la intimidad. Es que si pensamos simplemente en abordar un tópico tan serio y viable para caer en el golpe bajo o golpe de efecto dramático, esta propuesta supera con creces a muchas otras; expone con mayor profundidad y precisión el proceso de la enfermedad en el deterioro de los cuerpos de algunos activistas pero también las distintas aristas que atraviesan una enfermedad terminal, larga agonía que se filtra en los momentos de mayor dramatismo en el último tercio del largometraje. Estructurado, como se decía anteriormente, en etapas, la narrativa de 120 Pulsaciones por minuto está atravesada por el vértigo del activismo de este grupo radical, rama francesa de la original agrupación nacida en Nueva York en 1987. Ambas, tras la persecución de los mismos objetivos tendientes a una visibilización de la epidemia de la que poco se sabía por entonces, leyes protectoras de los enfermos y sobre todas las cosas centrados en la denuncia constante del hermetismo de los laboratorios que elaboraban drogas experimentales sin difundir información vital para los vih positivos. La virulencia de la indiferencia encontraba su contraparte en las intervenciones públicas y privadas de Act Up, se generaban enormes tensiones con la policía pero nunca la respuesta de los jóvenes militantes llegaba a los niveles de violencia material extrema más que aquella producto de la provocación como por ejemplo arrojar bolsas con sangre cuando en realidad no era precisamente sangre sino colorante o la resistencia a cualquier autoridad que impugnara su derecho a la protesta y al reclamo. De ese racimo de rabiosos y molestos, impetuosos y activistas, la figura de Sean Dalmaso eclipsaba a muchos compañeros. Sus acalorados debates para intercambiar estrategias con otros líderes lo llevaban al dilema de continuar por la vía del reclamo o pasar sus últimas horas haciendo otra cosa. Es así como la carrera contra el tiempo, el escape a la muerte en condiciones adversas, generan para el ritmo de la película el tempo dramático ideal, donde al movimiento incesante se le incrusta sin anestesia el verdadero y lento tiempo de la vida que se va. En la intimidad, lejos del bullicio de las discusiones estériles cuando ya no hay nada por hacer más que esperar, es donde el opus de Robin Campillo -presentado en el último Festival de mar del Plata tras su paso por Cannes- deja el espacio para la soberbia interpretación del actor argentino Nahuel Pérez Viscayart. Su personaje transmite con la misma intensidad la energía que lo lleva a la lucha pero también la entropía que consume cada célula de ese cuerpo invadido y deteriorado segundo a segundo. Un film crudo, veraz y hasta poético en su modo de abordaje de un infierno que verdaderamente existe, a pesar de los avances en materia medicinal, aunque también existen aún los lobbys que sacrifican personas por la vil ambición de vender más cara la cura para la enfermedad que causaron.
120 pulsaciones por minuto transcurre en Francia a principios de los años ’90 pero aborda un fenómeno que se anuncia característico del siglo XXI: la(s) ausencia(s) del Estado en el ámbito de la salud. En otras palabras, la película de Robin Campillo invita a considerar nuestro presente a partir de la lucha que los integrantes parisinos de la agrupación ACT UP llevaron adelante contra la inacción del gobierno de François Mitterrand y de los laboratorios frente a la funesta propagación del HIV. De hecho, bastante antes de que apareciera este film, hicieron algo por el estilo quienes alguna vez les sugirieron a las asociaciones de familiares contra el Alzheimer que imitaran aquella militancia capaz de visibilizar una enfermedad perturbadora, convertirla en prioridad sanitaria, acelerar los tiempos de la investigación científica enfocada en hallar un tratamiento eficaz. La ficción del realizador marroquí desembarcó en la cartelera argentina justo cuando los Ministerios de Salud de San Luis y otras provincias denunciaron que el Estado nacional estaba incumpliendo el cronograma de entrega de retrovirales a cerca de sesenta mil enfermos registrados en el Programa Nacional de SIDA. La coincidencia resalta la arista política del largometraje que en 2017 ganó cuatro premios en el Festival de Cannes. 120 pulsaciones… gira en torno a la pareja que conforman Sean y Nathan, y que interpretan los magníficos Nahuel Pérez Biscayart y Arnaud Valois. Sin embargo, el gran protagonista del film es el sujeto colectivo que constituyen los organizadísimos miembros de ACT UP. Esta decisión narrativa se ve reflejada en la rigurosa recreación de marchas públicas, y de los meetings convocados para pergeñar campañas gráficas, coreografías callejeras, irrupciones en laboratorios, conferencias, escuelas. Campillo representa muy bien las dos actividades militantes por excelencia: discutir hasta acordar la estrategia de acción, y poner en práctica dicha estrategia. El realizador se maneja con destreza en espacios cerrados (la suerte de aula donde se reúnen los activistas; oficinas y pasillos de multinacionales farmacéuticas; salones de cumbres científicas) y en la vía pública. Dirige con la misma comodidad tanto a actores secundarios y extras encargados de la representación colectiva como a Pérez Biscayart y Valois cuando encarnan a sus personajes en la intimidad. Sobre todo al principio del film, es posible que algunos espectadores encuentren un poco apabullantes los debates entre los integrantes de ACT UP Paris. Justo en ese momento impacta la camaleónica conversión del argentino Pérez Biscayart en un francoparlante hecho y derecho. Desde cierta perspectiva militante, 120 pulsaciones por minuto contrasta notablemente con El club de los desahuciados o Dallas Buyers Club, que en nuestro país se estrenó hace cuatro años. Basada en la historia de un estadounidense de carne y hueso, la película de Jean-Marc Vallée también recrea la época en que el sida era considerado una enfermedad oportunamente higiénica además de mortal. A diferencia de Campillo, el realizador canadiense prefirió relatar la lucha solitaria de Ron Woodroof, así como Jonathan Demme contó aquélla de Andrew Beckett en Filadelfia. La comparación cinematográfica sugiere que existen dos maneras de recrear la lucha de los portadores de HIV, no sólo contra las enfermedades que provoca la inmunodeficiencia adquirida, sino contra el desamparo estatal y el maltrato de la industria farmacéutica. Una reivindica la construcción de un sujeto colectivo; la otra prefiere al héroe solitario y casi-casi autosuficiente.
La ganadora del Gran Premio del Jurado del pasado Festival de Cannes, 120 pulsaciones por minutos, es el tercer largometraje del director Robin Campillo quien construye, a través sus memorias, la lucha por los derechos de los enfermos de sida que impulsó la asociación Act Up París al principio de los noventa. Antes de tener un nombre, el sida ya tenía una voz. Antes de que hubiera tratamiento, había una ideología. El activismo para visibilizar la pandemia del sida revolucionó la forma en la que el mundo entiende la salud. Sus activistas demostraron, con mucha imaginación y poca ayuda del estado, cómo llevar a cabo la lucha por una mejor salud, igualdad social y jurídica. El film de Campillo recrea estas vivencias y, al mismo tiempo, es un ejercicio contra el olvido. Dentro de la industria cinematográfica, el sida se ha tratado poco y, muchas veces, desde una mirada errónea o una buena intención que no ocultaba algún modo de estigmatización. Se evade completamente la connotación política y el aspecto social que representa la enfermedad dentro de la sociedad. Es por eso que es gratificante observar el planteo de 120 pulsaciones por minuto. La cinta utiliza la asimilación, la familiarización y la aceptación de la muerte como centro argumental. Pero su principal valor nace al abordar la vida política de los jóvenes, quienes nos interrogan como sociedad, no sólo en lo que respecta al sida y la función estatal, sino también acerca de nuestras propias concepciones sobre conciencia social. El film se sumerge en París durante los noventa, donde la vida cotidiana del homosexual estaba condicionada por el miedo. Miedo a la exclusión, al odio y, por sobre todas las cosas, al sida que representaba nada menos que la muerte. Campillo, narra la historia de lucha de un grupo de jóvenes activistas de Act Up París, quienes buscaban concientizar a la población francesa sobre la enfermedad, además de pedir respuestas al gobierno. Si bien engloba varias subtramas dentro de los activistas del grupo, hace foco, principalmente, en Sean (Nahuel Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois). Nathan es nuevo en el grupo y es allí donde encuentra a Sean e inmediatamente queda hipnotizado con sus argumentos y su forma de expresarse. Este vínculo se va transformando en lo central del film obviando, en cierta forma, todo el movimiento político y las protestas para contemplar el deterioro físico de uno de ellos.
La vida como baile Es difícil hablar de 120 pulsaciones por minuto como lo que finalmente es, una película. El recorte que hace, y la dimensión de la lucha que Robin Campillo decide mostrar, desbordan los márgenes del cuadro cinematográfico y nos ponen en diálogo con la realidad. La convicción de su puesta en escena es tanta que nos envuelve con facilidad en la lucha a la cual nos invita: la de ACT UP Paris, una agrupación organizada por miembros de la comunidad homosexual que propugnó la visibilización de la epidemia del SIDA a principios de los 90’. Problemática signada por la indiferencia del gobierno y las empresas farmacéuticas escudadas en nombre de la moral hacia la comunidad homosexual y hacia los más marginados: prostitutas, prisioneros, drogadictos e inmigrantes ilegales que morían irremediablemente ante la falta de avances significativos en el combate contra el SIDA. La película nos infiltra naturalmente en las filas de ACT UP, nos hace parte, y en eso recibimos uno de los mayores regalos del cine: entrar a mundos que nos son ajenos para reencontrarnos con las emociones más universales. 120 pulsaciones por minuto es una película brava, áspera, sudorosa y vivaz que nos muestra la esperanza y la indiferencia en una escala política a la vez que íntima; pero por sobre todas las cosas, es una eufórica celebración de la vida ante la certeza de la muerte. En su secuencia inicial, el montaje construye un atrapante ir y venir entre dos tiempos (que se extraña un poco en el resto de la película, dado el inmediato efecto de inmersión que genera): en uno, ACT UP interrumpe una conferencia de prensa sobre avances en la política de salud sobre el SIDA; en el otro, acontecido posteriormente, la agrupación debate encendidamente su accionar en aquella conferencia. En la alternancia, el espectador descubre lo ocurrido: un boicot que empezó pacíficamente encabezado por Sophie (Adèle Haenel), dio un brusco viraje cuando Sean (Nahuel Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois) sujetaron y esposaron al orador de la conferencia, que terminó con una bombita de sangre falsa reventada contra su cara. Ahora, ACT UP es mencionado en todos los medios como un grupo violento, lo cual fomenta la condena moral y el descrédito por parte del gobierno francés; pero, por otra parte, la agrupación está en boca de todos y la indiferencia de sus adversarios políticos se vuelve más difícil. Una primera parte de la película se sustenta en este conflicto: la indiferencia de las empresas farmacéuticas y el gobierno contra la acción permanente y decidida de ACT UP, que irrumpe en escuelas y laboratorios para protestar y concientizar sobre ese estado que los tiene abandonados a su suerte. Por otro lado, ACT UP no es ajeno a las tensiones internas: una facción más intransigente, encarnada por Sean, impulsa a tomar acciones más directas y llamativas mientras otra, representada por Sophie y Thibault (Antoine Reinartz), aspira a una postura más conciliadora. Pero se vuelve difícil debatir en abstracto cuando lo que está en juego es su propia vida. A medida que la película nos va mostrando las consecuencias reales de la desidia, las muertes de compañeros se suceden. De a poco, las vidas de los miembros de la agrupación pasan a ocupar el centro de la escena y es entonces cuando la película cobra otra dimensión. Gradualmente, la trama se va cerrando sobre Sean y Nathan para narrar una conmovedora historia de amor entre varones que va de la euforia de las manifestaciones a imágenes terribles de la degradación física y espiritual de Sean. La actuación de Nahuel Pérez Biscayart viene dando de qué hablar y no es para menos. Es el retrato, totalmente desprovisto de autoindulgencia, de quien está dispuesto a dar pelea aunque la vida no le haya deparado más que injusticias. Sean no pide permiso, devora la vida con frenesí sabiendo que se termina. Nathan, otro personaje profundamente trágico, es encarnado Arnaud Valois con sobriedad y contención, pero no por eso hay que dejar de ponerlo al mismo nivel que Biscayart. Es en ese vínculo que late el corazón de esta película, en el que todos los debates (que a veces ralentizan el relato) se hacen carne y sentimiento. Hay muchos elementos visuales y sonoros memorables en 120 pulsaciones por minuto: los chasquidos con los cuales los miembros de ACT UP Paris manifiestan su aprobación a alguna moción; la sangre falsa que los rudos policías franceses evitan tocar por temor a que sea sangre infectada mientras arrastran a los militantes para sacarlos de un laboratorio; las motas de polvo de un boliche que se convierten en el virus atacando a una célula (una de las transiciones más gráciles y brillantes de la película); por último, las luces parpadeantes de una discoteca. Se reitera, separando secuencias, la imagen de los personajes bailando, en plenitud. En la última manifestación de ACT UP que muestra la película los militantes, Sophie a la cabeza, se arrojan las cenizas de Sean en una reunión de alta sociedad. En medio su accionar, reaparecen estas luces parpadeantes y la película termina. ¿Por qué?, me pregunté. Porque la vida sentida intensamente es siempre un baile, aún en el dolor. Es frente al dolor y a la muerte cuando la vida se enciende. 120 pulsaciones por minuto nos rodea de imágenes difíciles, de enfermedad y de miseria, pero nunca nos desalienta. Quiere darnos fuerzas y, en ella, reencontrarnos con la pasión de vivir.
Son los primeros años de la década del ´90 en París. Ya se sabe perfectamente lo que el HIV provoca en la salud de las personas y cómo terminan. Un grupo de activistas jóvenes luchan todas las semanas para que el gobierno los proteja y ayude en mejorarles la calidad de vida y, si es posible, encontrar una cura para su enfermedad. Este modelo de protesta nació durante 1989 en Nueva Cork, y esa idea se trasladó a Francia con el mismo objetivo e igual fuerza. Uno de sus miembros fundadores franceses fue Sean (Nahuel Pérez Biscayart), un activista con mucho coraje y decisión por intentar cambiar las cosas. Cabe aclarar que no se trata de una biografía real, pero está basado en varias personas que participaron activamente en ese grupo. El director de este film, Robin Campillo, estuvo involucrado en las acciones de dicha agrupación, y desde su experiencia intenta recrear una época y una causa que sacudió la pereza y la desidia de la ciudadanía, los laboratorios de medicamentos y, fundamentalmente, la del gobierno. La película narra las vivencias, luchas, discusiones, manifestaciones callejeras, como también, de intromisiones en un laboratorio específico para exigirles que se apuren con la producción de un medicamento para tratar la enfermedad, o en un colegio secundario, para concientizar al alumnado de cómo cuidarse. Pese a que sabían que ante cada manifestación iban a terminar presos, ellos estaban decididos a pelear pacíficamente para hacerles cambiar de parecer a los poderosos. En paralelo a las actividades de esta congregación, el relato se va focalizando en lo que le sucede a Sean, su relación amorosa con Nathan (Arnaud Valois), y el avance de la enfermedad. El SIDA, progresivamente va haciendo estragos en su salud, y el deterioro físico es cada vez más notable. Desde el comienzo de la narración se expone cuál es el conflicto y no se modifica el rumbo, no hay puntos de quiebre que hagan virar la historia. El film está sostenido, fundamentalmente, por la gran actuación del protagonista, tanto por sus gestos como por el cambio corporal, acorde a la enfermedad que tiene que representar. Porque Sean, como el resto de sus compañeros, transitan por varios estados emocionales. Oscilan entre el drama y la euforia, la bronca y la pasión, el sufrimiento y la resignación. Una variedad de sentimientos y sensaciones recorren estas personas que pelean para que no los discriminen y atiendan sus urgentes necesidades, es el motor que poseen para no cejar en la lucha despareja, no sólo contra una cruel enfermedad, sino también contra el desinterés de la sociedad y el Estado.
Con una actuación excepcional de Nahuel Pérez Biscayart, este notable filme del realizador de “Les revenants” documenta de manera urgente y a la vez sensible los primeros años de la militancia contra la indiferencia del gobierno francés y las farmaceúticas para visibilizar y tratar el tema del sida. Los terriblemente dificultosos primeros años de lucha contra el sida fueron bastante documentados en filmes tanto de ficción como documentales. Pero en el caso de 120 PULSACIONES POR MINUTO, la película del guionista y realizador francés de LES REVENANTS, el ángulo elegido la vuelve novedosa. Por un lado, por suceder en Francia, un país en el que las especificidades de esa lucha fueron distintas a las de Estados Unidos. Y, por otro, por estar tratada de una manera vibrante, enérgica, como si la cámara estuviera en medio de esos debates y “campos de batalla” tanto culturales como humanos. El centro del filme es la actividad de la organización ACT UP, en su filial francesa, a principios de los ’90. Es un grupo de no más de 50 integrantes –algunos seropositivos y otros, no– que deciden actuar de manera más directa y brutal para llamar la atención sobre una enfermedad terrible y terminal sobre la que buena parte de la gente prefería no pensar ni mirar. Mientras los laboratorios farmacéuticos demoraban calculadamente sus nuevas medicaciones y el gobierno no hacía campañas claras para concientizar a la población sobre cómo protegerse, los miembros de ACT UP cometían sus actos simbólicamente brutales para darle visibilidad a la situación. La película ocupa buena parte de su tiempo (tal vez demasiado) en mostrar los debates en el seno de la agrupación, con sus códigos casi militares de organización y sus disputas internas entre los más radicales y los un tanto más conciliadores. Entre los actos públicos que cometieron –la película se basa en los recuerdos de Campillo, que participó en el grupo– estaba el ir a un laboratorio, entrar a puro cántico y llenarlo de pintura roja color sangre; meterse en un colegio a repartir de prepo preservativos cuando las autoridades todavía no lo hacían ni aceptaban, bañar de (falsa) sangre a políticos y otros “acting ups” de similar brutalidad simbólica. Pero además de eso, la película muestra sus salidas, relaciones personales y sus momentos más festivos. Aún en medio del sufrimiento (algunos de los miembros estaban ya con síntomas, otros no), encontraban lugar para celebrar, bailar, enamorarse, tener sexo y seguir viviendo. La urgencia estilística inicial del filme –que recuerda a esas películas sobre el París del ’68– va dando paso a una segunda parte un tanto más grave, en la que algunos de los miembros más destacados del grupo empiezan a sufrir más fuertemente los efectos de la enfermedad. Es allí que cobra protagonismo absoluto el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart quien –en un perfecto francés, cuyo leve acento está justificado por el hecho de que el personaje es hijo de una chilena– es uno de los miembros más combativos e intensos del grupo. Sean (tal es su nombre) empieza una relación con un recién llegado al grupo, Nathan (Arnaud Valois), que es HIV negativo. Y esa relación toma el centro de la escena y crece en paralelo al deterioro de la salud de Sean. En una performance extraordinaria, Biscayart (GLUE, EL AURA, LA SANGRE BROTA, LULU, quien hace ya años viene trabajando en Francia) muestra todas las facetas de su personaje: el humor, la ironía, el activismo político más potente y, finalmente, su dignidad y coraje ante las situaciones cada vez más difíciles que le toca atravesar. Valois no se le queda atrás, aunque su personaje funciona más claramente como un representante de ese “espectador común” que se involucra de a poco en lo que pasa y necesita entenderlo bien. La película de Campillo (coguionista de ENTRE LOS MUROS, ganadora de la Palma de Oro, filme con el que tiene algunos puntos en contacto, especialmente en los continuos debates) no es del todo redonda ya que sus casi 150 minutos generan bastantes reiteraciones y algunas escenas no están tan logradas como otras. Pero más allá de pequeños momentos fallidos o repetidos, la vitalidad, vibración y emoción que la película produce durante casi todo su desarrollo son innegables. 120 BPM es un filme vivo y urgente, que habla en buena medida de la muerte (en función de la situación de los HIV positivos hace 25 años) pero lo hace también con humor y sin excesivo sentimentalismo ni un abuso de los lugares comunes a los que a veces han recaído algunos filmes norteamericanos sobre este tema. Y es, también, un filme político, sobre las formas de hacer política y de salir a la calle a visibilizar temáticas que, por distintos motivos, no reciben la atención oficial o mediática que merecen.
La lucha contra el SIDA en 1990 en Francia es el marco de la historia de amor entre un joven (extraordinario Pérez Biscayart) y otro, el segundo con poco para vivir por culpa de la enfermedad. La película es al mismo tiempo un drama amoroso vivaz y apasionado, y un film político igualmente vivaz y apasionado, donde ambas tramas logran conjugarse en un solo tema. Quizás le sobren unos minutos, pero su ritmo y su fuerza diluyen ese pequeño defecto.