Un jefe (Carlos Portaluppi) y sus dos empleados, Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto) en un corralón del segundo cordón del Conurbano bonaerense. Uno maneja el camión en silencio, escuchando la sarta de pavadas que tiene el otro para decir. Lo mira cuando le chifla a las mujeres, frena para que se compre un choripán e incluso lo sigue hasta el bar donde se alcoholizan a plena luz del día, antes o después de cargar y descargar bolsas de material.
Registrada en blanco y negro, la nueva película de Eduardo Pinto expone un mundo cotidiano que con el correr de los minutos se transforma en una olla a presión y en el que la violencia dice presente. Corralón, exhibida en la edición 19 del BAFICI, muestra a Juan -Luciano Cáceres- e Ismael -Pablo Pinto-, dos empleados de reparto de cemento en un corralón ubicado en el Municipio de Moreno. Ellos realizan su trabajo a bordo de un camión, limando asperezas y ayudados por el alcohol hasta que se topan con un matrimonio acaudalado -Brenda Gandini y Joaquín Berthold-, con quien mantienen una discusión y una pelea. A partir de ese momento, el film enciende la mecha de un plan siniestro, violento e inhumano que Juan está decidido a llevar adelante. El realizador de Caño Dorado retoma la violencia de aquel film pero coloca su mira en las diferencias entre las clases sociales, en la falta de oportunidades, y en la amistad entre los protagonistas como disparadores de un relato brutal, intenso y con el clima necesario como para mantener al espectador apresado durante toda la historia. Juan e Ismael inician un camino hacia el infierno en el que se cruzan con pocos personajes, entre ellos, el capataz encarnado por Carlos Portaluppi, y en una trama en la que el espíritu animal aparece sintetizado en la figura de los perros. Lograda en su atmósfera de peligro inminente y claustrofobia suburbana, la película está potenciada por las pocas palabras en boca de los personajes, por los gritos ahogados y por la contundente banda sonora de Axel Krieger que imprime el marco ideal a la propuesta. El film hereda por momentos el clima de cineastas como Campusano y Perrone y encuadra con precisión esa realidad marginal y las miserias de los personajes de manera efectiva.
“Corralón” se centra en dos empleados de la construcción que se dedican a repartir materiales en distintas obras. En sus recorridos se la pasan hablando de mujeres, yendo a un bar a tomar o comiendo. Pero su rutina cambiará cuando el enfrentamiento con una pareja adinerada y con aires de superioridad que está reformando su casa llegue al máximo punto de ebullición. Desde un primer momento, la estética en blanco y negro del film y la música a cargo de Axel Krieger nos da el pie y el contexto necesario para saber que nos encontramos frente a una película de género, la cual irá subiendo de tono a medida que pasen los minutos. Y tiene razón. La historia es inquietante y perturbadora y utiliza la constante comparación entre los hombres y los animales (específicamente los perros) para llevar adelante la trama. No solo importa el diálogo, sino que los gestos tienen un lugar predominante. Se maneja muy bien el ritmo del film, con una tensión y un suspenso constante, sin saber hasta dónde llegarán los protagonistas. Son imprevisibles, pero con un objetivo claro frente a ellos. Luciano Cáceres interpreta a Juan, en un papel que está acostumbrado a realizar; un cínico, border y obsesionado con los perros. Pablo Pinto, en cambio, encarna a Ismael, un personaje con menos luces, con más sentido del humor y quien sólo piensa en las necesidades básicas de un ser humano. El dúo que generan ambos personajes es uno de los puntos más altos del film. “Corralón” pone foco en las desigualdades sociales, en la crítica al otro y en la profundización del lado oscuro del hombre, ese agujero negro inexplorado, donde subyacen nuestros peores pensamientos y deseos. Los personajes se encuentran en todo momento al borde de la locura, realizando todo tipo de acciones. En síntesis, “Corralón” es una película de género, cuya estética y música generan el clima apropiado para que se desarrollen acciones inquietantes y perturbadoras. Con dos grandes actores como protagonistas, se aborda el lado salvaje del ser humano y las desigualdades en la sociedad.
El lado oscuro de la condición humana es un terreno tan prohibido como fascinante. ¿Cómo no pensar que cada uno de nosotros está a pocos milímetros de perder la cabeza y cometer una atrocidad? ¿Es cuestión de tiempo para que la bestia interna se manifieste? Desde ya, un material precioso para el arte, como el cine. Argentina viene de dar ejemplos más que interesantes, empezando por Relatos Salvajes (2014), El Eslabón Podrido (2016) y El Otro Hermano (2017). Corralón (2017) bucea en las mismas aguas pantanosas. Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto) son dos empleados de un corralón del conurbano bonaerense. Siguiendo las directivas de su jefe (Carlos Portaluppi), trasladan material por la zona y también en diferentes ciudades. La relación con sus clientes suele ser amigable. Las cosas cambian cuando les toca tratar con un empresario elegante y adinerado (Joaquín Berthold); tanto él como su bella esposa (Brenda Gandini) no hacen más que manifestar desprecio. No dispuesto a dejarse amilanar, Juan decide mantenerlos cautivos, pero no para pedir un jugoso dinero por el rescate sino con un fin mucho más siniestro. Como en las películas que dirigió anteriormente, Palermo Hollywood (2014) y Caño Dorado (2011), Eduardo Pinto vuelve a presentar personajes que sucumben a una vida criminal, con las terribles consecuencias que eso implica. Aquí comienza como un retrato costumbrista de la vida en unos trabajadores en apariencia comunes, y de a poco se va sumergiendo en un pantano de locura y perturbación, donde cada uno irá perdiendo lo poco que le queda de humanidad. La fotografía en blanco y negro (también cargo del director) y la música de Axel Krygier son cruciales para construir un ambiente pesado, que funciona tanto para un registro de carácter realista (predominan las calles de tierra, las casas humildes) y potencia los aspectos más oscuros de la trama. Luciano Cáceres se roba sus escenas como Juan, un devoto de los perros que cree estar haciendo lo que cree correcto cuando en realidad no hace más que abrir las puertas del infierno. La química entre él y Pablo Pinto (quien aporta algo de humor y conciencia al dúo) es el punto fuerte del film. No menos destacados son las participaciones de Berthold, Gandini y Nai Awada en el rol de una muchacha que tampoco es todo lo que aparenta. Corralón habla de tensión social, habla de intolerancia, pero sobre todo, invita a confrontar con el animal que llevamos en nuestro interior. Un animal imposible de domesticar.
En tu perra vida Actores todo terreno como Luciano Cáceres o Carlos Portaluppi, y secundarios a la altura, aportan la cuota de tensión justa para esta película de género dirigida por Eduardo Pinto en un tono entre costumbrista y noir. Blanco y negro rabioso para instalarse en el derrotero y rutina de dos empleados de un corralón (Luciano Cáceres y Pablo Pinto)en su habitual reparto de materiales, con la ruta urbana y las calles bulliciosas del marco de un cuadro que mezcla la radiografía social con la ficción a partir de elementos del thriller de venganza de clase, que entra a operar en la dinámica de los acontecimientos. Rabioso también es el clima que en un in crescendo de violencia -no estrictamente física- y enrarecimiento acopla los elementos para construir en una segunda lectura de análisis una fábula o cuento moral a secas. Todos esos ingredientes suman resultados más que positivos a esta propuesta independiente que se inscribe dentro del selecto grupo de películas argentinas de género con un plus de riesgo, que no mira tanto el mercado o los parámetros del cine industrial sino todo lo contrario: arremete contra la corriente a fuerza de cine y riesgo.
Perros de caza La cuarta película de ficción de Eduardo Pinto (Palermo Hollywood, Caño Dorado, Dora, la jugadora) sigue la línea narrativa y visual de sus predecesoras. Hombres comunes en donde por algún hecho fortuito sacarán lo peor de si en un mundo distópico. Corralón (2017) presenta a dos personajes de apariencia tranquila. Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto), empleados de un corralón de materiales para la construcción. La relación con los clientes es tranquila hasta que cae una pareja de engreídos ricachones (Joaquín Berthold) y Brenda Gandini) que hace del maltrato, la soberbia y la discriminación una forma de vida. En un arranque de locura Juan tomará una decisión que cambiará la vida de los cuatros: reeducarlos como perros. En una sociedad capitalista donde el poder pasa por el dinero y quienes más tienen se sienten con derechos sobre los otros, Pinto construye una historia sórdida, claustrofóbica, por momentos desbastadora, ambientada en el conurbano bonaerense con muy pocos personajes y una puesta en escena sucia pese un extremo cuidado visual de encuadres trabajados y una imponente fotografía en blanco y negro (también de Pinto). Axel Krieger aporta una banda sonora que funciona acompañando el crescendo dramático de cada una de las escenas o creando la tensión necesaria que la historia necesita, algo que a muchas películas termina jugándole en contra ante un abuso innecesario. Desde lo actoral no solo hay un gran trabajo en la composición de los personajes, sino que también el cuerpo cumple un rol esencial de poses y posturas digno de destacar, y que para no spoilear partes significativas de la trama no revelaremos. Cada movimiento, cada gesto, será más relevante que las palabras. Corralón tiene todos los ingredientes para tener una carrera exitosa. Es cine de género en su estado más puro y crudo, es cine social, tanto técnica como artísticamente es lograda. Cuenta una historia creíble que no es para nada previsible y entretiene. ¿Qué más se le puede pedir?
Eduardo Pinto escribe y dirige Corralón, una incómoda película sobre las diferencias de clases en una Buenos Aires en blanco y negro. Una Buenos Aires gris, casi siempre lluviosa o nublada. Juan e Ismael trabajan transportando materiales de un corralón y pasan sus momentos libres entre alcohol, charlas intrascendentes (en su mayor parte sobre mujeres y sexo) y simplemente esa cotidianidad a la que están acostumbrados y en la cual se sienten cómodos. Dan vida a esa amistad conformada por el que habla todo el tiempo y aquel que es más callado para hablar sólo lo necesario. Toda esa rutina, ese mundo que les es propio, se ve sacudida con la aparición de un nuevo cliente del jefe para el que trabajan. En el primer día de trabajo con ellos, aparecen borrachos y la mujer estalla en nervios por unas plantas. Pero el verdadero conflicto radica en otro lado. Tras ese primer choque queda evidenciado el modo de pensar y de tratar que tienen estas personas de una clase social más alta a aquellos que están por debajo de la de ellos. A Juan eso lo vuelve loco, el sentirse que lo tratan con aire de superioridad sólo porque tienen más dinero que él, y tras unas malas actitudes decide enseñarles una lección. Ismael termina convirtiéndose en cómplice de un Juan que secuestra y trata como perros -esos perros por los que siente tanta fascinación-, al matrimonio en cuestión. Luciano Cáceres interpreta con solvencia a este personaje de pocas palabras, en una actuación contenida pero sumamente expresiva. Juan, como esas calles de Buenos Aires, parece siempre a punto de explotar. En cambio Pablo Pinto logra aportar, en muchas de sus escenas, algo de frescura con su personaje, consiguiendo que el tono de drama tenso no siempre se apodere del relato pero sí vaya creciendo en los momentos álgidos. Corralón es una película que se toma su tiempo para retratar la cotidianidad de estos personajes y explota cuando lo hace su protagonista y deja salir su costado animal. Su estética de blanco y negro y la música le imprimen al film un estilo muy particular, de un terror que genera miedo porque se percibe mucho más real. Un miedo a lo que va a pasar, a no saber (o sí) cómo va a terminar todo.
El director de Palermo Hollywood, Buen día, día y Caño dorado propone un thriller suburbano con potencia, tensión y un destacado protagonista. Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto) son empleados de un corralón de materiales y grandes amigos. Comparten salidas, charlas y una insatisfacción que, sobre todo en el caso de Juan, se traduce en borracheras recurrentes. A bordo del camión recorren gran parte del oeste del conurbano bonaerense buscando y entregando pedidos. Como en Un gallo para Esculapio, la de Corralón es una historia directamente condicionada por su contexto, con esas casas bajas y calles de asfalto resquebrajado, cuando no directamente de tierra, volviéndose elementos fundamentales de la acción. Uno de esos viajes los lleva hasta la casa de un matrimonio tan rico como maleducado e irrespetuoso. Harto del ninguneo y el maltrato, Juan decide llevar adelante una revancha muy particular: secuestrarlos no para pedirles dinero ni nada a cambio, sino por el placer aleccionador de reeducarlos como perros. Una metáfora social interesante, sí, pero también evidente. Filmada en blanco y negro, Corralón crece a medida que Juan se vuelve un personaje complejo, profundamente siniestro y misterioso. Hasta entonces el film había oscilado entre el relato social y los dramas internos de sus protagonistas torturados. Hay, además, toda una trama “romántica” entre Juan y una mujer (Nai Awada) vinculada con los secuestrados no del todo redonda. La segunda mitad de Corralón tiene la viscosidad de esos thrillers suburbanos tensos y opresivos, y el magnetismo de un villano cautivante, interpretado por un Luciano Cáceres perfecto en una apuesta al exceso que Pinto tarda bastante en abrazar, pero que cuando lo hace le da buenos resultados.
Corralón: efectiva trama de venganza Corralón apuesta a contar una historia del conurbano con una estética alejada del realismo y del costumbrismo. Esta búsqueda se nota en la experimentación con la imagen y la música y en una historia con un protagonista que no es tan común como parece a primera vista, que resulta intrigante aunque no del todo satisfactoria. La fotografía blanco y negro, el tipo de planos y la música -compuesta por Axel Krygier- son pistas de que la película irá por un camino poco convencional, pero las primeras escenas son las de una historia que se parece a muchas otras. Dos trabajadores de un corralón, interpretados por Luciano Cáceres y Pablo Pinto, hacen repartos por paisajes habituales del conurbano, hablan de sus frustraciones sexuales, se comen un choripán, se emborrachan en un bar en el que comparten chistes con otros parroquianos y terminan en un conflicto no demasiado grave con un cliente adinerado (Joaquín Berthold) y su esposa (Brenda Gandini). Todo cambia cuando el deseo de venganza del personaje de Cáceres se desarrolla de una forma peculiar, sádica y retorcida. Cáceres interpreta a este hombre de apariencia tranquila y espíritu violento con solidez, y colabora en mantener la atención del público. Lo que conspira en contra de ésta es cierto regodeo en lo estético en detrimento del ritmo de la historia y el desarrollo de su intriga, además de algunos fallidos intentos de humor.
Gente que se lleva mal Luciano Cáceres protagoniza este filme independiente. Juan e Ismael trabajan en un corralón de materiales, uno maneja el camión en las entregas y el otro carga las bolsas. Sus vidas son chatas, y sus comentarios –soeces, sobre sexo y otro asuntos- resultan tan rutinarias como sus existencias. Hasta que se cruzan mal con una pareja de otra clase social y se activa un conflicto. La película de Eduardo Pinto (director de Palermo Hollywood) comienza como paneando en las vidas de los personajes, precisamente hasta que una doble afrenta genera una reacción de parte de los protagonistas. Que no adelantaremos, pero tiene que ver con sentirse ultrajados, denostados, y que deriva en situaciones que merodean la venganza y cierto morbo. Luciano Cáceres nos tiene acostumbrados a personajes en los que campea la sordidez, aunque aquí le falte sustento. Rodada en Moreno en pocas jornadas –sin un guión terminado y adaptándose a las improvisaciones de los actores, según de dio a entender- por allí, tal vez, esté el quid de la cuestión. Porque hay suspenso, sí, ya que las actitudes son bastante imprevisibles, pero no se sabe hacia dónde se va.
En blanco y negro, con una fotografía vistosa y cuidada, este thiller negrísimo está protagonizado por un empleado de un corralón, Luciano Cáceres, que va y viene con sus compañeros entre el trabajo, el bar y la calle. Uno de esos trabajos resulta en un encontronazo con los clientes: una pareja de clase alta que quiere reformar su caserón de revista. La tensión suelta prejuicios clasistas -negros de mierda- que provocarán una venganza violenta. Pinto plantea una situación interesante, con personajes atractivos, pero la tensión se diluye con secuencias parsimoniosas, largas y poco interesantes, una música reiterativa y una exposición algo obvia de las diferencias sociales.
Una película oscura e inquietante, como la mente de los humanos cuando sufren humillaciones y solo conocen, como liberación, la venganza, Filmada en un bellísimo blanco y negro, en la localidad de Moreno, con un libro mínimo que permitió la espontaneidad y la improvisación de los actores. Una manera de hacer cine que reúne en una productora al director, los protagonistas y reclaman para si una forma de crear y trabajar. Ese corralón del título, manejado por el personaje siempre eficiente de Carlos Portaluppi emplea a los personajes de Luciano Cáceres y Pablo Pinto. Una dupla que funciona recorriendo el barrio y entregando materiales, uno hosco, cínico, obsesionado por los perros a los que eleva a condición de dioses. El otro elemental, bonachón, bancador, inconciente. Cuando la humillación con que los trata un cliente, un hombre con dinero, que se lleva el mundo por delante, con una esposa medicada y dócil, rompe los diques de contención de las relaciones sociales sobreviene el drama. Se abre paso lo inapelable, la violencia. Cuando se rompen los límites de cada corralón surge lo irracional. Un film inusual en el cine argentino, que maneja el suspenso y la locura con buen pulso, con cierto aire al cine de José Celestino Campusano, con muy buenas actuaciones y una intensidad que nunca decae.
En el Oeste está el agite. Hace trece años se estrenaba Palermo Hollywood una película que venía a darle un giro estético, quizás desde lo comercial, a la mirada que el Nuevo Cine Argentino mantenía de la juventud marginal. Probablemente impensado que cuatro películas después, sea su mismo director quien se anime a entregar el film más fuerte y descarnado sobre la violencia subyacente en el Conurbano Bonaerense; siempre manteniendo una impronta estética destacable. Si algo caracteriza a Corralón es su falta de disimulo, de eufemismos, aunque sí maneja un gran lenguaje metafórico. Algo de herencia del cine de Campusano, mucho de la violencia visual del cine de los ’70. No es un film fácil de ver, menos de asimilar. Pero si se adentra puede ser una experiencia única. Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto) se encargan de los repartos de un Corralón en el Municipio de Moreno, pleno corazón del Oeste Gran Bonaerense. Como si fuese La Naranja Mecánica en un contexto propio y desde la actualidad post moderna, Juan e Ismael son dos personajes que no harán ni el menor intento por caernos bien, si algo de carisma despiertan es por propio carácter contrario. Son diferentes uno del otro, pero son iguales: Mal hablados, guarros, borrachos, desenfrenados, capaces de vociferarles groserías a mujeres desde su camión, pendencieros, permanentemente excitados (sobre todo Ismael). En un inicio, que pareciera más protagonizado por Ismael, Corralón los sigue en esa rutina de trabajo, metiéndose en conflictos menores de alta carga violenta, en una suerte de frenesí impulsivo. Pero lentamente se nos va introduciendo en otra zona, otro nivel. Totalmente borrachos acuden a una casa de familia acaudalada y comienzan a descargar material sobre el cuidado jardín de la señora (Brenda Gandini) que reacciona de un modo histérico. Su marido (Joaquín Berthold) entra en la discusión de un modo más violento, descarga alguna tensión de clase y la cosa pasa a mayores, aunque pareciera haber quedado en ese episodio. Pero no, Juan, que tiene una obsesión con el mundo canino, planea algo, y llevará la agresión a un estrato inesperado. En este segundo tramo, en el que el protagonismo pareciera pasar a manos de Juan, será necesario alguna vez apartar la mirada, distraernos, tratar de descargar la tensión que generan las imágenes que nunca caen en un morbo innecesario; todo es sugestión, alta sugestión. Eduardo Pinto optó acertadamente por una fotografía banco y negro de altos contrastes, como demostrándonos que no es un mundo de grises. Desde un montaje furioso, pero no convulsionante, y una banda sonora que pareciera querer recordar a la nueva ola inglesa, todo inspira transgresión. Planos cerrados, un elenco ajustado y correctamente marcado, más de una vez se plantean duelos escénicos de alto voltaje. Habrá imágenes que quedarán grabadas en nuestra retina. Las interpretaciones del conjunto (al que habría que sumar a Carlos Portaluppi y la ascendente Nai Awada, jugadísima) se manejan en un alto nivel, lo cual es un logro mayor por lo que exigen los personajes. Cáceres y Pinto brillan, entre ellos tienen química, y juegan a la perversión con Gandini y Berthold de un modo más que natural. Sus roles son tan desagradables como queribles, y son capaces de llenarlos de gestos, de miradas, de actitudes que definen sus personalidades. Ambos logran actuaciones al nivel de lo mejor de sus carreras. Conclusión: Corralón genera la dicotomía entre apartar la vista y la irrefrenable necesidad de posar la mirada sobre lo hipnótico. Es atractiva, furiosa, extremadamente violenta –sin ser morbosa– y disruptiva. Con apartados técnicos de gran nivel (más aún para una producción chica e independiente como esta), y actuaciones formidables; estamos frente una de esas propuestas que quedan durante largo tiempo en nuestra memoria.
Todo se desarrolla en un corralón del Conurbano bonaerense más precisamente en la Localidad de Moreno, filmada en blanco y negro, que le da otra estética, hay un jefe (Carlos Portaluppi) y dos empleados, Juan (Luciano Cáceres, actúo en muchas películas, cortos, y en teatro, vuelve a lucirse) e Ismael (Pablo Pinto, esta correcto) ellos se llevan bien y comparten distintos momentos. Pero la vida de los personajes de esta historia cambiará cuando Juan e Ismael lleven una mercadería a la casa de uno de los mejores clientes del corralón. Juan, borracho, discute con la señora de la casa (Brenda Gandini) quien se encuentra muy enojada porque le pisaron las flores. Luego de ese hecho, su marido Ricardo (Joaquín Berthold, increíble su transformación), los maltrata verbalmente hasta el punto de hacerlos sentir inferiores por su condición de clase,además es el mejor cliente del negocio. Juan decide darle una lección a esta familia, con un método especial, lo somete a la reflexión, a rendir obediencia, mirar un poco más al otro, adiestrándolos. Una serie situaciones se desatan, ante seres enfrentados, intolerantes, hechos que nos hace individualistas, están latentes las diferencias sociales, la discriminación, entre otros elementos, nos encontramos ante un thriller psicológico, el cual deja que después de ver el film cada espectador saquesus conclusiones.
"Corralón": relato salvaje. Producida por fuera del sistema tradicional, un ejemplo en los momentos que corren, “Corralón” (2017) de Eduardo Pinto (“Palermo Hollywood”) es una película que respira cine en cada una de sus escenas. Enfocada en el día a día de dos empleados de un corralón de materiales, y en particular en Juan (Luciano Cáceres), un hombre que no encuentra sentido a su vida, el guion plantea de manera cruda y verosímil el enfrentamiento entre éste y un matrimonio de clase alta (Brenda Gandini, Joaquín Berthold) que lo desprecia desde el primer momento en el que hacen contacto. Dividida en dos partes, una primera muestra, casi de manera costumbrista, el conurbano y sus rincones, aquellos que ni el cine, ni la TV, excepto casos aislados como los de Raúl Perrone o Leonardo Favio, muestra. La exploración de los lugares, con extensos travellings, ralentíes e imágenes aéreas capturadas por drones, brindan la holgura necesaria para luego, sistemáticamente, introducir el encierro en la escena y la violencia. “Corralón” es un film violento por la descripción exhaustiva de sus personajes, de los entornos, de los sonidos que envuelven cada paso del guion, y que combinan, hábilmente, ladridos y “ruidos”. En esos sonidos hay mucha más descripción, dado que el film posee pocos diálogos, que posibilitan una inmersión en el universo de los protagonistas, en la separación social, en la distancia entre unos y otros. Cuando el conflicto se presenta, y claramente no hay manera de retroceder, Pinto presenta la segunda instancia, una agobiante metáfora de la grieta, planteada de forma claustrofóbica, y allí es en donde “Corralón” logra mostrarse aún más efectiva que el inicio. Los actores ponen el cuerpo, Cáceres compone, una vez más, una interpretación impactante, que logra generar empatía desde su primera aparición y termina por consolidar su rol hacia el final. Castigado en su honorabilidad, el personaje busca reivindicarse, y en el camino se permite, con el apoyo de su compañero (Pablo Pinto) el construir una venganza, por llamarla de alguna manera, plagada de sangre. Además de Cáceres, Brenda Gandini y Joaquín Berthold, logran componer con solvencia sus personajes, al igual que Pinto (alejado de los roles estereotipados para los que siempre lo convocan) y Naiara Awada, objeto de seducción y cuasi carnada. Eduardo Pinto narra con nostalgia, con imágenes dignas de Leonardo Favio, describiendo lo peor de los seres humanos en situaciones extremas, autoimpuestas, eso sí, pero límites al fin y al cabo. “Corralón” habla de un emergente, un relato salvaje de los tiempos que corren, en donde el contacto y los roces son violentos porque no hay ganas de dialogar y de empatizar con el otro. El emergente presente, además, configura el escenario ideal para que los personajes confronten, reflexionen, amen y se odien.
En el mundo del revés… ¿Quién domestica a quién? Este arco retórico, dramático, atraviesa la presente propuesta indie de carácter expresionista y terror psicológico dirigida por Eduardo Pinto. El guión conlleva el espíritu de vanguardia y cine independiente; Corralón retoma el género del thriller Caño dorado (2009) y pivotea con el eje narrativo de la supervivencia del hombre en un contexto de profunda crisis existencial. La trama se subordina a contar qué sucede en la periferia del Gran Buenos Aires, más precisamente en Moreno. Desde esta locación oscura retrata a través de la estética en blanco y negro un plano simbólico tenue; materialista; difuso; entre el bien y el mal… donde la abundancia y la escasez penden de un hilo y lo emergente se contrapone al mundo de etiquetas y el Glam. La narración se centra en dos amigos que trabajan en el corralón (Luciano Cáceres y Pablo Pinto) y atraviesan el crudo invierno trasladando materiales para la construcción hacia los barrios cerrados; ardua rutina que los mantiene encerrados durante horas en el camión. Entretanto, la trama acompaña con planos y contraplanos del Oeste permitiendo que el espectador interactúe con dos universos opuestos y sienta el choque entre lo sombrío, cerrado y acartonado de un barrio con el que está en construcción. Al unísono, drone mediante, enfatiza la grieta social; cuestiona desde la periferia las diferencias ideológicas que subsisten en este espacio-tiempo antagónico; asemeja el comportamiento del individuo al animal canino y refleja la sociedad bajo la figura de perros rabiosos versus amigos fieles donde todos se someten al abuso de poder de un amo justificando su accionar por el mero instinto que los alinea, desde la época colonial. Aflora la desigualdad de clases. Se observa cómo el peso que cargan sobre sus hombros afecta sus vidas cuando un buen día, tras una borrachera, estacionan mal el camión y pisan la huerta de la dueña del terreno (Brenda Gandini) que sale gritando “¡Oh! Mi plantita, mi plantita…” mientras su marido (Joaquín Berthold) los humilla verbalmente hasta el hartazgo. Los insulta. Esto converge en catarsis y el género muta de un costumbrismo machista liviano a thriller psicológico. Aparece la venganza y lo salvaje como protagonista en una sociedad gótica donde la propiedad privada de un objeto define al individuo: ¿Hasta dónde es capaz el ser humano de llevar al extremo la violencia en un contexto de albedrío? Este interrogante acompaña el relato de principio a fin y la historia propone un debate social. Párrafo aparte para las escenas enmarcadas en un blanco y negro costumbrista que toma vuelo con la música a cargo de Axel Krygier, creador del tema “Doggy Style” y acompaña la trama al pulso de un elenco de lujo al que se suman en papeles secundarios Carlos Portaluppi y Nai Awada. Este verosímil permite pensar las alteraciones y álter egos; se entremezcla el sonido propio del reino animal (los aullidos) con los del lugar y lo lumínico como tela de fondo mediante flashes hitchcockeanos. El público conecta eficazmente con los personajes y esta energía descomunal abre el juego al espectador para que espíe sin prejuzgar las categorías impuestas por el mito de ‘divide y reinarás’, ‘civilización y barbarie’. Corralón (2017) es una apuesta eficaz para utilizar el cine como herramienta de diálogo y mantener en alerta al público frente a un estado de políticas ausentes. Habla de sometimiento, esclavitud; educación y re-educación en un marco de división de clases; modismos y aislamiento. Sirve como material de construcción social. Fomenta la creación de un puente para cruzar de un lado al otro sin barreras ni categorías que separen al hombre en base/estructura. Apela a superarse, salir del encierro y honrar los derechos sin perder el respeto por el otro… Subraya la necesidad de evitar tener que tomar partido para lograr salir airoso del espiral tóxico. Cabe destacar que esta producción independiente no contó con apoyo del INCAA, fue furor en BAFICI y se realizó a pulmón por la productora de los hermanos Pinto, Omar Aguilera y Cáceres, Eusebia en la higuera. Es fiel al arte transgresor que se vive en esas paredes. Ojalá el público apueste al cine local, la reciba de este modo y llene las salas comerciales.
UNA LUCHA DE CLASES DEMASIADO EXPLÍCITA Ante un cine nacional que se acerca mayormente a los márgenes sociales desde la construcción de estereotipos, no se pueden negar que la cámara de Eduardo Pinto registra el conurbano en Corralón con cierta honestidad: esa que permite hacer tangible un universo complejo de capas sociales que se intercalan pero que nunca se integran. Precisamente esa desintegración es la que le interesa mostrar aquí al director de Caño dorado, desintegración que explota en una violencia siempre contenida y que redunda en un espíritu primal y bestial que se impone -con fuerza- sobre el otro. Si hay algo que sobresale en la película es esa fiereza que Pinto exhibe con cercanía y placer por el impacto. En el film los protagonistas son unos trabajadores del corralón del título, dos tipos que ahogan sus frustraciones un poco en alcohol y otro tanto en un trato ríspido hacia los demás y entre ellos, y donde lo sexual es siempre una vía de escape. Por eso, cuando se crucen en sus caminos con una pareja de clase alta con modales sumamente despectivos, las diferencias sociales aflorarán velozmente en Corralón, tanto desde el uso del lenguaje como desde una reconstrucción física y furiosa de los ámbitos que los personajes habitan. Lo curioso no será tanto esa disputa, ese juego de clases que se vuelve bastante violento, sino el tipo de revancha que prepara uno de los obreros: secuestrar a los “ricachones” no para pedir rescate ni robarlos, sino para reducirlos a la condición de perros. La dominación es el tema de fondo de Corralón. Sin dudas que Pinto tiene las herramientas cinematográficas para balancear su película entre un registro sucio y realista, y el cine de género. El problema es que muchas veces, preocupado en ese qué decir, se olvida la sutileza y termina apelando a redundancias y trazos gruesos que atentan contra el verosímil construido. No es tanto por la sordidez que desprende el relato como por lo simbólico que sus imágenes explicitan demasiado, aun cuando sus personajes saludablemente no terminan por definirse y la película se mueve entre la ambigüedad. En ocasiones Corralón hace acordar a los universos que plantea en su cine José Campusano, con la diferencia de que aquí se observa una pericia técnica y hasta un cuidado estético que impiden mirar sus fallas con indulgencia.
Crítica emitida en "Cartelera 1030" Radio Del Plata (AM 1030) el sábado 4/11/17 de 20-21hs.
Un filme que aparece como injustificado desde la génesis del mismo, dicho de otro modo, el guión, tal como se presenta, es un cúmulo de intentos de coartadas del relato que por incoherencias internas termina por injustificarse. Lo mismo sucede desde la elección estética, la idea de lo acromático no aparece como demostrado en ningún momento, y esto es lógico pues depende claramente del guión técnico que es un desprendimiento del literario, y si éste ultimo falla, la estructura no se sostiene. La historia se centra en dos repartidores de un corralón de materiales para la construcción, bien, metonimicamente el titulo no se resignifica nunca, sí es una metáfora, aunque es interpretable pues no esta bien explicitada. Juan (Luciano Cáceres), un personaje taciturno, más cercano a la psicosis que al cinismo, que por momentos quiere hacerlo aparentar, cayendo en una degradación del coeficiente intelectual. Ismael (Pablo Pinto) seria la antitesis, más limitado desde lo intelectual, sólo hace lo que hace con el fin de, alguna vez en la vida, poder satisfacer necesidades primordiales, su humor no es intelectivo, dado por la ausencia del mismo, es rayano y vulgar. En una de esas recorridas cotidianas tienen un enfrentamiento con dos personajes de clase alta que están refaccionando su hogar, ese hecho marcará un quiebre en el relato y lo transforma en otra cosa, nada demasiado desarrollado, con las acciones tanto en el punto de quiebre como en el resto que contradicen a los que los personajes verbalizan, cuando en realidad la intención sería de apoyatura mutua. La violencia cotidiana se hizo presente, y esa podría haber sido la variable de circulación del texto, pero no, derrapa para otro lugar. El dúo protagónico es posiblemente lo único rescatable de la producción, las otras intervenciones no tienen la suficiente pantalla para establecer parámetros, todos cumplen, hasta Carlos Portaluppi, como el dueño del negocio, pero queda enredado en la superficialidad. Un escalón más abajo, y también extrapolándolo de producto terminado, el diseño de sonido y su banda sonora son de buena factura. A veces la previsibilidad de un filme deriva en aburrimiento, en este caso las contradicciones resultan en desinterés.
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UNA HISTORIA SIN FINAL Corralón se inscribe en los intersticios de lo que fue el Nuevo Cine Argentino (que en realidad ya era el Nuevo Nuevo) de comienzos de siglo XXI y un cine preciosista, casi publicitario. La elección del blanco y negro (que en algún momento fue una decisión ineludible debido a la imposibilidad económica de filmar en color), la temática de las condiciones de vida y trabajo de las clases medias bajas y bajas, y la geografía en donde está ambientada la historia (el conurbano bonaerense), nos remite a esa nueva generación de cineastas que tenían algo nuevo para decir sobre esa paupérrima realidad que vivía el país “post-menemista”. Pero por otro lado, aquí no se ve el grano, todo es muy límpido, muy cuidado, demasiado bien fotografiado; eso le da un tinte de publicidad, si no fuera porque muchos de los ambientes que se filman son de una gran precariedad. Podemos decir, entonces, que roza lo abyecto; la pobreza parece menos pobre o, quizás, más “estética” filmada así. Como en aquella viñeta de Mafalda en la que se le desgarra el corazón al ver una casucha pobre desde el tren y dice “qué ranchito miserable”, a lo que un hombre “bien” la corrige: “pintoresco, nena, pintoresco”. El uso de ralentis, que al comienzo nos recuerdan a Bolivia de Caetano, se repite y conforma una estructura narrativa de elipsis. Esos cortes quitan dinamismo a la narración y parecen injertados por la imposibilidad de generar una continuidad del relato. Lo más interesante en cuanto a la puesta en escena se produce en los primeros minutos por el uso de un tipo de angulación y movimientos de cámara documentales que ayuda a introducirnos en el universo de los personajes. A su vez, la alternancia de los planos cercanos, que captan personas y los planos generales, hechos con drone que nos muestran la ciudad y sigue al camión del protagonista, nos dan la sensación de que a pesar del caos que experimentamos y vemos existe una estructura, un cierto orden que no siempre alcanzamos a distinguir. La trama de la película es bastante simple, como la psicología de sus personajes chatos, sin mucha profundidad. No se ve una reflexión sobre las acciones de cada uno y el final sólo refuerza esas carencias. Existen distintos tipos de finales: los clásicos, cerrados, conclusivos; los ambiguos y los abiertos. El final de Corralón no podemos inscribirlo dentro de ninguno de estos tres. Claramente no es conclusivo, pero tampoco podemos encuadrarlo en los otros. Es un no-final, no sabemos si hay una circularidad, si hay un cierre (por más encriptado que sea) o si debemos cuestionarnos qué pasará. La dificultad en cerrar la historia desnuda las carencias del guión de todo el metraje. Por Martín Miguel Pereira redaccion@cineramaplus.com.ar
Crítica emitida por radio.