Custodia compartida empieza con un retrato gélido del sistema judicial francés. Un padre, una madre y sus respectivas abogadas se reúnen con una jueza para resolver la tenencia y las visitas del hijo. La película describe desapasionadamente los procedimientos del encuentro: las reglas de cortesía, los turnos para hablar, las estrategias argumentales de cada abogada. A su tiempo, padre y madre exponen brevemente sus motivos. El guion evita cualquier toma de partido y muestra por igual las razones de cada uno. La escena exhibe un notorio realismo: los personajes apenas parecen caracterizados y los diálogos fluyen naturalmente, como si la ambigüedad de lo real se impusiera por sobre los códigos del cine. Pero ese comienzo funciona en verdad como una pista falsa: después del altercado legal, el clima de la película se contamina hasta adquirir la forma de un thriller atípico. El conflicto de partida se presenta más o menos así: padre irascible (Antoine) reclama poder visitar al hijo (Julien) como respuesta al rechazo de madre manipuladora (Miriam) que inventa excusas para negarle el derecho. Los dos resultan igualmente humanos y arteros, ninguno parece mejor que el otro. La jueza dicta que el padre se lleve al chico con él fin de semana de por medio y pone en jaque a la madre y al hijo. Con esa anécdota elemental, propia de cualquier drama familiar, Xavier Legrand pone a funcionar una impresionante máquina narrativa capaz de registrar un peligro inminente en cualquier lugar, en cada pequeño gesto del padre, en cada reacción temerosa del hijo. El relato puede transformar cualquier espacio cotidiano en una trampa, empezando por el auto, donde Antoine abandona de un momento a otro la postura de padre cariñoso para confirmar las acusaciones de la madre: el tipo es violento, obsesivo, cualquier cosa puede lanzarlo a una espiral de furia. De ahí en más, el tono realista del principio da paso al aire opresivo del thriller. Cada situación cotidiana deja a Miriam y a Julien a merced de Antoine y de sus arranques de locura. El guion incrementa con cada escena los niveles de amenaza. Los pocos lugares seguros, como la casa de la familia materna o el nuevo departamento en el que viven (y que el padre desconoce), se vuelven blancos de Antoine y pierden su capacidad de refugio. El clima general se enrarece: Antoine tiene uno de sus ataques cuando descubre la zona en la que queda el nuevo departamento de Miriam y obliga a Julien llevarlo ahí. Cuando llegan, Julien le da una dirección falsa y, en un descuido del padre, sale corriendo. La persecución, aunque breve y a plena luz del día, posee un nervio infrecuente. Con el pánico del hijo, que hace lo que puede para no develar la dirección, y con la furia del padre, ahora multiplicada por el engaño, Legrand extrae de la escena una tensión insoportable. Más tarde, en la fiesta de la hija, todos parecen seguros y contenidos: el padre no está, prometió no venir; el tumulto de gente es garantía de seguridad para la familia; la alegría del momento los hace olvidarse de la odisea cotidiana. La música y la algarabía le permiten al director filmar un momento de plenitud reforzado por la elegancia de un plano secuencia que captura la felicidad generalizada. Pero incluso allí, en el espacio menos pensado, el relato sugiere la inminencia de un riesgo: el ruido no deja escuchar los diálogos, pero los susurros insistentes entre la madre y su hermana, que se mueven nerviosas de un lado al otro, anuncian alguna amenaza silenciosa; en cuestión de segundos, el festejo se transforma en momento de alarma. El desenlace produce una tensión insospechada: Miriam y Julien sufren el ataque final de Antoine de noche y a oscuras. En ese momento, la película prácticamente adopta las formas del terror y hace visible algo que antes solo se sugería de manera subterránea: Antoine no es tanto un hombre irascible como un monstruo terrible. Ese anclaje fuerte en los géneros certifica que la opera prima de Legrand funciona en sus propios términos. El despliegue ostensible de los recursos del thriller cancelan felizmente cualquier posible comentario social, cualquier denuncia altisonante.
Una de las mejores y más intensas películas recientes en combinar realismo social –trata temas de actualidad como la violencia de género en relación con el divorcio– con algo más ligado al thriller, Jusqu'à la garde, la ópera prima de Xavier Legrand, va pasando, sin prisa pero sin pausa, de una suerte de retrato en tono casi documental de las dificultades y penurias de un divorcio en el que se sospecha que existe actos violentos de parte del marido a algo más parecido a la más intensa, pero realista a la vez, película de terror. Uno sale de esta ópera prima de Legrand –que continúa la historia de un corto nominado al Oscar con los mismos personajes– shockeado, impactado, con el corazón en la boca y buscando aire. Es posible que Legrand abuse de algún que otro efectismo sobre el final, pero reconocerlo no quita el impacto. Jusqu'à la garde –ganadora del premio a la mejor ópera prima y mejor director del reciente Festival de Venecia– comienza casi como un detallado drama legal, con una larga escena de más de diez minutos en la que vemos a la pareja divorciada, sus respectivos abogados y una jueza esgrimiendo sus motivos y razones por las cuales, según ella, la custodia de sus hijos debería quedar solo para ella y, según él, debería ser compartida. Ya el aspecto de rugbier retirado da a entender que pese a sus caras de buenazo en la audiencia, Antoine no debe ser un tipo sencillo, pero su abogada esgrime motivos (no hay pruebas de los actos de violencia de los que se le acusa) y, apoyándose en el beneficio de la duda, la jueza decide aceptar que los fines de semana el hijo de once años lo pase con su padre. La hija mayor está a punto de cumplir 18 por lo que queda excluida del régimen de visitas. El niño y la madre le tienen tanto pánico a Antoine que él no sabe ni donde viven (lo recoge en la casa de los abuelos), ni tiene el celular de su ex esposa y ella se niega a verlo. Al chico no le queda otra que cumplir con la ley y, aun cuando trata de excusarse inventando enfermedades, tiene que pasar el fin de semana con su papá, le guste o no. El film juega allí una apuesta inteligente ya que, compartiendo esos días con su padre y abuelos, la experiencia del niño si bien no es del todo cómoda ni demasiado entretenida, tampoco da para temer por su salud o su vida, al punto que uno hasta puede entender la frustración de este padre al que le mienten, le ocultan cosas y en apariencia lo transforman en un monstruo. Pero en este caso las apariencias no engañan y la bronca y furia contenidas de Antoine empiezan de a poco a hacerse notar. Al principio, es cierto, pueden parecer justificadas, pero sus reacciones ante las mentiras del niño y de su ex son un tanto virulentas e intensas. Una discusión sobre cambiar un fin de semana de visita en función del cumpleaños 18 de la hermana precipitará lo que de a poco se ve venir. El padre frustrado se va enojando más y más, y la confusión se vuelve manipulación y de ahí a la violencia solo hay un par de pasos. La última parte del film es de una tensión insoportable, como la película argentina Refugiado, de Diego Lerman, pero en versión que parece de John Carpenter. Toda esa tensión que va creciendo a lo largo del relato explota allí generando una de las secuencias emocionalmente más angustiantes que vi en mucho tiempo. ¿Que puede ser un tanto excesiva en relación a lo que se venía contando? Acaso lo parezca en la apretada construcción ficciónal, pero es claro que los disparadores para esa contenida violencia están planteados de entrada y cuando la situación se pasa de ciertos límites –o, mejor dicho, cuando Antoine se pasa de ciertos límites– ya no hay vuelta atrás. Y el resto de la familia vivirá algo muy parecido a una película de terror de la vida real. Algo que, lamentablemente, no pertenece al universo solo de la ficción. Es habitual, demoledor y terrible.
El año pasado se estrenó “Baby Driver”, un musical de acción que el director inglés Edgar Wright había concebido por primera vez hace ya 23 años. Antes de llegar a los cines y volverse uno de sus mayores éxitos ya había tenido una suerte de prueba piloto cuando en 2003 dirigió el videoclip de la canción “Blue Song”, de la banda Mint Royale. Pero recién 15 años después nos encontramos con la desenfrenada evolución de aquel primer bosquejo. Tal vez sea brusco referirse a un cortometraje nominado al Oscar como un “primer bosquejo”, pero sin dudas esa es la función que terminó cumpliendo para esta película el corto “Just Before Losing Everything”, realizado por el director Xavier Legrand en 2013. “Custodia Compartida” sirve como una suerte de secuela/versión alternativa para la que no es necesario haber visto su primer trabajo. Una madre encuentra la separación de su violento esposo truncada cuando éste termina ganando la custodia compartida de su hijo menor. Su hija mayor está fuera de su alcance tras haber cumplido la mayoría de edad, pero ambas tendrán que esperar en doloroso silencio cuando sábado tras sábado el monstruo que lucharon por desterrar de sus vidas viene amparado por la ley a irrumpir la relativa paz que lograron ganarse. Encuentros que irán escalando en intensidad por sus intentos de volver a acercarse a su antigua familia. Desde la primer secuencia es evidente por qué Legrand se llevó el León de Plata a Mejor Director en el Festival Internacional de Venecia. Sin que le tiemble el pulso, el realizador demuestra su fuerte personalidad y visión desde el primer momento. Secuencias largas que no temen mostrarse hostiles hacia el espectador para transmitir sus sensaciones. El film difícilmente se queda tranquilo por mucho tiempo, saltando entre momentos y sin ningún miedo a variar la duración de los mismos para hacer días sentirse como segundos y a algunos minutos transformarlos en interminables horas. El drama es inescapable, Legrand transforma un drama social en un terror humano. Grandes actuaciones florecen en una película donde el guion y la dirección parecen uno solo. Una cinta repleta de potentes escenas que ahogan por completo las contadas ocasiones en que Legrand dota algunas secuencias por demás con un aparatoso drama cinematográfico, las grandes bondades de este film hacen imposible poder enfocarse en cualquier detalle negativo. Es una experiencia por momentos desgarradora que logra trasladar a la audiencia a los lugares y la mente de sus protagonistas dando resultados que ocuparán sus cabezas por un largo rato.
Anatomía de un maltratador. Esta nueva muestra de la prolífica producción cinematográfica francesa se sitúa en la corriente de dorada medianía por la que parece deslizarse el cine francés de la era Macron: se apuntan y radiografían los problemas que acechan a la sociedad francesa, pero con ánimo de llegar a algún tipo de pacto que restañe las heridas de una nación profundamente dividida, reflejo de la división europea entre apertura cosmopolita y caparazón-cerrazón identitarios, nueva dialéctica que sustituye a la periclitada lucha de clases marxiana. En este caso concreto, el debutante Xavier Legrand pretende visibilizar el tema de los malos tratos, de la violencia de género o machista, del feminicidio…, asunto que parece impreso en el ADN de los hombres no solo europeos (con una transversalidad de este a oeste y de norte a sur del continente), sino a nivel mundial. El guión de Legrand parte de un prólogo en el que se resumen las mejores virtudes de su mirada: una vista preliminar para fijar los términos en que se materializarán una separación matrimonial y, en concreto, la custodia del hijo menor de once años. Dichas virtudes radican en una observación fría, gélida, deshumanizada (sin sentimentalismo), una especie de disección con un escalpelo visual construido con la neutra objetividad y la precisión técnica de la retórica administrativa. De hecho se trata de golpearnos con esa aspereza mediante el contraste entre lo que allí se dirime y cómo se expone. Esta exposición adquiere el punto de vista de la ley, ergo de la jueza que debe adoptar una decisión después de escuchar el testimonio de los comparecientes y de sus respectivas abogadas, testimonio viciado por las mentiras de las partes en conflicto, según taxativa aseveración de la jueza ante las contradictorias declaraciones de los cónyuges. En este prólogo se genera cierta ambigüedad: el espectador se queda con la duda sobre quién dice la verdad. Y hubiese sido un gran acierto que Legrand profundizase en esa senda abierta, en esa duda surgida por el afán de ambos progenitores por conseguir sus respectivos objetivos: la madre aspira a la custodia total del hijo menor; el padre, a la custodia compartida. Porque después de esta forense secuencia inicial, la ambigüedad suscitada se difumina paulatinamente, y su difusión arrastra al armazón del relato para convertirlo en un instrumento pedagógico —exposición de las etapas de una situación de malos tratos de manual— y, muy a su pesar, maniqueo. El director podrá ampararse en la gravedad de los hechos denunciados, en la necesidad de mostrar el dolor y el terror al que un maltratador puede someter a sus víctimas, pero el nuevo punto de vista que adopta debilita y perjudica su narración. El magnífico prólogo basaba su éxito en otorgar el papel de juez a una mujer madura, distante en su profesionalidad, objetiva, consciente de su labor y sin ningún atisbo de solidaridad femenina. Ofrecer y exhibir a una madre taciturna, amparada en una parquedad expresiva y verbal que tanto podía ser manifestación de su sufrimiento como impostura de debilidad que persigue la conmiseración. Para la figura del padre, un personaje fornido, pero aparentemente lastimado y torpe a pesar de su fuerza física, dispuesto a obedecer y aceptar condiciones para ver a su hijo, a cuya custodia no está dispuesto a renunciar. Cabe resaltar que este arranque in medias res coadyuva a generar despiste: nada se nos cuenta sobre los motivos de la separación súbitamente sobrevenida hace un año, sólo se esboza que la mujer abandonó el hogar con sus hijos y se trasladó a casa de sus padres, a más de quinientos kilómetros de distancia. La resolución del guión adquiere tintes de película de terror en su prurito de hipostasiar el miedo sobrevenido en la madre y el hijo cuando la cacería se desata y son conscientes de que ellos son las presas a batir. Legrand prepara un final climático en que la violencia y el terror se compaginan. No obstante, reserva la clausura del filme para escanciar la última gota moral: obliga al espectador a que adopte el punto de vista de la vecina cuya llamada a la policía resulta providencial para evitar el crimen, para detener al monstruo en el último minuto. Nosotros somos esa mirada que no puede permanecer impasible ante la puerta agujereada —cual queso gruyere— a escopetazos y ante el dolor que ya no puede disimular. A renglón seguido, fundido en negro. Que nuestra conciencia empiece a trabajar. La aportación del director es enfocar algunas secuencias con una mirada nueva, con los mimbres cinematográficos del thriller o del cine de terror. No es suficiente para trascender los arquetipos y dotar a su historia de un aliento trágico de mayor alcance. Si a ello se suma su fácil ubicación en el terreno de lo moralmente condenable, así como sus cada vez menos sutiles manipulaciones, el resultado peca de convencional.
Cuatro mujeres rodean a un hombre. Ellas son su ex esposa, las abogadas de él y ella y la jueza que debe decidir la custodia del hijo menor de la expareja. Enseguida queda claro que el nene no quiere saber nada con volver a ver a su papá, acusado de violento. Xavier Legrand empieza así, como un drama judicial, Custodia compartida y pone al espectador en el lugar de la jueza, que todavía trata a los personajes con absoluta imparcialidad y termina determinando que no hay problema con que el padre vea al hijo los fines de semana. El espectador tal vez no sepa que estos mismos personajes, la expareja interpretada por Léa Drucker y Denis Ménochet, también protagonizaron Antes de perderlo todo, el corto de Legrand nominado al Oscar en 2014 que mostraba a esta misma Miriam refugiándose con sus hijos de este entonces salvaje Antoine. Ahora, en Custodia compartida, el hombre asegura en la audiencia judicial estar reformado, pero el director, más allá de apoyarse en ascetismo que los hermanos Dardenne impusieron como tendencia entre los cineastas europeos, deja claro en el primer encuentro con el chico que Antoine todavía tiene actitudes violentas. Con cada una de esas explosiones de furia del protagonista ante casi todo conflicto que se le presenta, la película va tomando la forma de un thriller psicológico hasta meterse de lleno en territorio digno del cine de terror, donde el monstruo toma la forma de un tipo común y corriente que para la justicia, y tal vez para algún espectador, pasó como inofensivo de entrada. Custodia compartida es una película de impacto, que busca sacudir al público y sacarlo de su lugar de confort. Legrand demuestra su habilidad para construir, y destruir de ser necesario, distintos climas a partir de recursos limitados, como por ejemplo al retratar con muy pocas palabras cómo se arruina una fiesta de cumpleaños sin necesidad de interrumpir un único plano. El momento donde este talento se vuelve más evidente es también el más incómodo, cuando Legrand decide dedicarle el último plano de su película a interpelar la actitud del público, que espía con incomodidad la escalada de violencia cual vecina de enfrente.
El infierno de las relaciones Sin los excesos a los que podría haber invitado su temática, la película francesa relata una tormentosa separación conyugal. El debut del francés Xavier Legrand como guionista y realizador de largometrajes (su corto Avant que de tout perdre recorrió decenas de festivales e incluso estuvo nominado a un premio Oscar) muestra a un narrador que no sólo sabe contar bien una buena historia sino, que, además, parece tener muy claro por qué hacerlo de una manera y no de otra. La secuencia de apertura describe con lujo de detalles –administrativos y de protocolo legal– una instancia más de lo que puede imaginarse una larga batalla judicial por la tenencia del hijo de un matrimonio (la hija mayor de los Besson está a punto de cumplir los 18 años y queda completamente afuera de la discusión, con la excepción de algunos detalles relevantes del pasado). La mirada dura y sin contemplaciones de la jueza se pasea de abogada en abogada y gira del padre hacia la madre y viceversa. Sus oídos están atentos a las características de cada método de defensa y ataque, al tiempo que sus manos recorren las páginas de una ficha médica, la declaración de un testigo o las cuentas financieras de las partes en disputa. Disuelta la pareja, el padre pide la custodia compartida del pequeño Julien, de unos once años; la madre, en cambio, exige que la tenencia sea exclusivamente de su competencia, aduciendo comportamientos poco apropiados e incluso violentos del progenitor. Lo que puede verse y oírse en esa oficina y lo que sigue después –el regreso de Miriam a la casa de los abuelos maternos de Julien, la visita de Antoine a sus padres– no parece dejar lugar a dudas: Custodia compartida analizará las duras consecuencias para todos los involucrados en un típico caso de separación conyugal, en el cual ambos extremos parecen tener una porción significativa de la razón. Más aún: en esos primeros tramos, los intentos de la mujer por impedir que su ex pueda encontrarse con el hijo suenan un tanto excesivos, marcados tal vez por un desprecio u odio menos racional que visceral. Para lograr todo eso, Legrand utiliza las herramientas del realismo cinematográfico, esa construcción tan artificial como cualquier otra que, sin embargo, en sus mejores exponentes, logra transmitir una sensación de mímesis total con el universo existente de este lado de la pantalla. Resuelto el caso judicial, la custodia es dividida de manera clásica: fines de semana alternados, vacaciones a medias, dinero para alimentación y educación. La relación entre padre e hijo dista de ser amable y, luego de un par de encuentros, poco a poco –mediante algún gesto o palabra apenas entredicha–, la película comienza a transmitir la sensación de que el carácter de Antoine (sutil composición del experimentado Denis Ménochet) tal vez no sea tan equilibrado como había querido demostrar delante de la jueza. A partir de ese momento, Jusqu’à la garde derivará primero hacia una situación de violencia contenida, en estado larvario, para entrar luego de lleno en el terreno de la brutalidad doméstica. Al realizador no le tiembla al pulso a la hora de utilizar los mecanismos del cine de suspenso, clausurando el film con dos secuencias de notable concepción y ejecución. En la primera, el fuera de campo juega un rol esencial y logra transmitir, casi sin palabras, el temor a la recurrencia de una persona que ha sido víctima de algún tipo de abuso. En la segunda, que coincide con el cierre de la película, la historia establece parentescos con el thriller psicológico, aunque aquí no se trate de defenderse de un asesino serial sino del más íntimo y familiar de los enemigos. Al tiempo que va desnudando un caso de violencia de género y familiar, desafortunadamente similar a tantos otros en la vida real, de manera metódica pero nunca clínica, Custodia compartida –que terminó llevándose el León de Plata a la mejor dirección en el Festival de Venecia– intenta y logra poner al espectador en un rol nada pasivo, imponiendo la necesidad de reflexionar sobre generalidades y casos particulares, discusiones legales y realidades cotidianas, la descripción periodística y el horror de la violencia real. Vale la pena rastrear el ya citado cortometraje previo de Legrand, Avant que de tout perdre, que presenta a los personajes de Miriam y a sus dos hijos huyendo de ese esposo y padre, el hombre al que parecen temer más que a cualquier otra cosa en el mundo.
El joven director Xavier Legrand, retoma el tema de un corto suyo nominado al Oscar, para hablar de una pareja que se separa en la instancia judicial: Una madre que pierde la custodia total de su hijo menor, la mayor tiene edad emanciparse, que argumenta que su hijo no quiere ver a su padre por violento. No puede probarlo y la custodia pasa a ser lo que indica el título. La inteligencia del director, es armar un suspenso inquietante donde todo lo que ocurre con los adultos, no pone a la mujer como víctima total ni a su ex marido como un monstruo. Detalles de manera de actuar, donde el pobre adolescente es manipulado, y sufre tener que mentir, Sin embargo, poco a poco, inexorablemente se va rebelando en una espiral de violencia incontenible. Cuando uno recuerda los detalles, entiende la inteligencia con que fue armado el argumento del propio director, que muestra la fría justicia que no es eficaz en sus manejos burocráticos, con abogados hábiles, pero que cuando deja a los protagonistas a su suerte el resultado casi siempre es nefasto. Contundente, sin sutilezas, pero con una precisión que pone los pelos de punta. Grandes actores, Lea Drucker, Denis Menochet y el jovencísimo Thomas Gioria para dar vida a personajes torturados por una realidad inapelable.
Al interior de los hombres Una película madura, con tantos matices como tiene Custodia compartida (Jusqu'à la garde, 2017), podría ser la corona en la carrera de un director. Y sin embargo aquí Xavier Legrand firma recién su ópera prima. La Justicia, en lugar de la verdad, busca dar con el relato más convincente. Hay que construir una opinión, ¿pero de qué manera? Piedra sobre piedra sin perder de vista que hasta el polvo tiene algo que contar. Por lo cual la linealidad se convierte en el escenario perfecto. Y al parecer no basta con que la mujer diga mi marido me pega, el padre de mis hijos es violento con ellos y me pega, porque las palabras que salen de una boca, para la jueza que debe decidir si la custodia se comparte, valen lo mismo que las dichas por aquel otro. Lo que importa es suministrar pruebas, sumar voces, apilar firmas de los que saben: así se estructura un buen relato. En el caso de la ópera prima de Xavier Legrand, la ley le da la derecha a Antoine (Denis Ménochet), el padre. Junto con Miriam (Léa Drucker) tienen a Julien (Thomas Gioria), todavía pequeño, y a Josephine (Mathilde Auneveux), a punto de ser mayor de edad. El argumento que se esgrime es que Julien –por más que en su declaración quede claro que no desea tener ningún contacto con el padre- no puede crecer bien sin la vigilancia de Antoine. La naturaleza –o lo que es natural por imposición- está escrita por varones, garantes del control y del orden. Todos merecen una oportunidad, parece querer decir el inicio de esta película que, con sencillez, va directo al hueso y, conforme avanza la proyección, teje los hilos para correr al espectador de lugar y convencerlo de que a la violencia doméstica hay que medirla con otra vara porque de un momento a otro la tragedia tira la puerta abajo. Por más que Miriam y sus padres –los suegros de Antoine- no quieran ni quiera Josephine, por más que Julien acuse estar enfermo, el padre tiene derecho a pasar un fin de semana sí y otro no con su hijo. ¿Qué culpa tiene Antoine? Miriam le niega su teléfono y le esconde que se mudaron de casa. Antoine por su parte ocupa todo el plano. Cuando lo comparten con Julien parece que el espacio se agotara: no circula aire en la camioneta con que lo pasa a buscar cuando están los dos sentados. Hasta que alquile algún lugar, Antoine se queda en los de sus padres, quienes disfrutan de poder ver al nieto. Su abuela paterna cocina y le da regalos –los que no le podía dar antes porque Miriam le prohibía tener contacto. ¿Qué culpa tiene la abuela? Su abuelo paterno lo invita a ir de caza. Almuerzan con pocas palabras y ante cualquier negativa o si las cosas no suceden como espera, Antoine de a poco pierde la paciencia. Está obsesionado con recuperar lo que perdió: en especial su matrimonio. Y lo que falla es su estrategia justo porque no tiene ninguna. Antoine desea y lo que desea pretende alcanzarlo como por arte de magia: yo ya cambié, dice. Y a uno le cuesta creer que es mentira, le cuesta juzgar esos ojos claros de párpados caídos, el cuerpo enorme cansado. El acierto de Custodia compartida reside en su humanidad, en su falta de juicio. Nadie es nada de antemano, por lo que Xavier Legrand otorga el beneficio del tiempo: que a la larga caigan las evaluaciones. Después, el deslizamiento que se da merece un aplauso de pie porque el machismo institucionalizado –que también muchas películas coincidieron en internalizar- provoca en principio cierta inquietud sobre por qué tanto rechazo, por qué no dejar que el pobre tipo esté con sus hijos, por qué no hablan bien de él para que cambie su imagen, para que las cosas se recompongan. Pero no, todos esos detalles que pueblan la dirección de los actores –esa tosuda imposibilidad de mirar a los ojos a Antoine- son signos que habrá que recoger en algún momento. El espectador debe estar atento –lo mismo que exige ese pitido insoportable al recordar en la camioneta que no se pusieron el cinturón de seguridad-: el miedo quizá esté justificado. Y a medida que haya menos y menos aire, Antoine va a pensar menos y menos antes de actuar. Cuando parece que se anda en círculos, la espiral empieza a cerrarse, y la violencia –que siempre estuvo latente y podíamos, de manera equivocada, perdonar en la medida en que no pasaba a mayores- debería haberse cortado de raíz. La última parte de la película es un thriller que, para transitarlo, pide aferrarse a las butacas. Xavier Legrand no sólo tiene un pulso envidiable y un futuro más que promisorio: pinta tan bien este presente complejo que parece simple narrarlo. Si la primera parte tiene ecos de los hermanos Dardenne, con la segunda tuerce el recorrido, sorprende y llena de vitalidad. La película, si tuvo un programa, lo desbordó y, sutil, se mudó de género al final: ojalá haya más obras así en el futuro, capaces de evitar que la mirada se acostumbre. El espectador prefiere dudar de qué lado estaba tanto como si era en realidad un sueño que se tornó pesadilla o siempre fue un horror que antes no se dejaba ver. Desplegar todos los colores es borrar también la culpa del mundo de los hombres, y esto no quiere decir que no haya condena –porque la debe haber- pero sí que condenar no es tan fácil –aunque hay casos y casos- y una solución posible es tomar más precauciones. De cualquier forma, se intuye que algo huele mal en la Justicia y, desde luego, en el sistema: unos deciden y, tras lavarse las manos, quedan sólo los humanos, que al fin y al cabo, sujetos a unas reglas tan viejas como estúpidas, deben padecer y vérsela entre sí cuando en realidad algunas desgracias podrían prevenirse.
Jusqu’à la garde abre con una escena de despacho. Cinco personajes forman parte de la situación: Miriam (Léa Drucker) y Antoine (Denis Ménochet) -madre y padre de Julien, ya separados-, junto a sus abogadas y frente a una jueza, discuten sobre la tenencia de su hijo. La cámara se ajusta al momento y al espacio con las mismas normas y formalidades allí planteadas: la duración de cada plano responde a la exposición de cada parte, pero también a cada interrupción, a cada silencio. Las posturas expresadas por ambas defensoras son igualmente válidas, no hay partidismo posible de nuestro lado ante este encare, estamos en terreno neutral. La misma neutralidad que va a ser puesta en jaque apenas minutos más tarde.
La ópera prima de Xavier Legrand sorprende por la madurez de la propuesta y su decisión sobre tratamiento temático pero de una manera diferente. Analizando un sistema que impone leyes frente a generalidades, Legrand opta por narrar en tres actos la búsqueda de equidad en un mundo hostil y en el que nadie piensa, nunca, en los más pequeños.
Película convincente y a la vez convulsionada, al punto de la posible desorientación inicial del espectador, Custodia compartida parte de un título en castellano -también el inglés- que confunde: esto no es una película sobre la tenencia de los hijos luego de un divorcio. El título original en francés va por otro lado, y la propia película usa esa disputa como punto de partida de algo más, de algo central y de otro nivel de oscuridad. No estamos ante un drama judicial, ni ante un drama implosivo acerca de gente anestesiada emocionalmente. Estamos ante convulsiones, violencias, anuncios de explosiones intermitentes y en aceleración. Custodia compartida, continuación de un corto del mismo director y con los mismos personajes nominado al Oscar llamado Avant que de tout perdre, puede verse sin conocer esa historia previa. Su contundencia y eficacia descansan en otros lugares: en las actuaciones basadas en performances notables y en tipos físicos aprovechados de forma llana, frontal, sin vueltas: todo es lo que parece ser. Lo que es más cambiante es la puesta en escena: siempre sin música y en un principio cruda, con planos de nucas en una muestra más de la demasiado presente influencia del cine de los Dardenne en el cine europeo, esta notable ópera prima sobre violencia doméstica muta en el último tercio hacia el thriller tenso, que aprovecha las posibilidades de una cámara ya liberada de rendir pleitesía a cierta distancia realista desaprensiva.
Custodia compartida El film comienza, efectivamente, con la lucha de una pareja sobre la custodia de sus dos hijos: Julien (Thomas Gioria), de 11 años, y Joséphine (Mathilde Auneveux), de 18. Antoine Bresson solo pide compartir la custodia de su hijo pequeño, porque Joséphine, mayor de edad, se niega a verlo. La justicia actúa como sabe, limitándose al derecho. La norma usual que los jueces utilizan al decidir la custodia del hijo es la de los “mejores intereses del menor”, pero la justicia no siempre acierta. El niño estará con el padre y con la madre según un régimen estipulado de visitas. Desde su asiento, el espectador asume que esa es la solución más razonable. A medida que Antoine comienza a ejercer sus derechos de paternidad sobre Julien, el temor del niño va aumentando. La desazón manifestada por el joven actor es angustiante y casi demasiado cruda y real para una película. “Es un film emocional, pero también es una denuncia clara del patriarcado, de la violencia más sucia -la utilización del hijo por parte del padre acosador para llegar a la madre- y de lo inútil que puede ser la Justicia, aunque siga preceptos marcados”, afirmó el director en una entrevista con la Agencia Efe luego de haber obtenido el León de Plata. “Creo que, ante este tema, no se puede cerrar los ojos por incómodo que resulte“. Legrand ya había hecho un corto en 2013 sobre el mismo tema, Avant que tout perdre, con la misma actriz protagonista que hace el papel de madre en Custodia compartida, Lea Drucker. Custodia compartida resulta un drama familiar seco e implacable, desechando el sentimentalismo para tratar un tema más que actual como el de la desprotección y la impotencia de una víctima de maltrato frente a un abusador obstinado y bestial. Un hombre que maltrata tanto emocional como físicamente y es capaz de mirar a los ojos a su ex mujer, madre de sus hijos, llorando y repitiendo convencido que CAMBIÓ. El director francés consigue arrastrarnos como espectadores por un camino considerablemente realista, en el que al principio podemos dudar de qué lado estar, en ciertos momentos nos pondrá en situación de Juez y abogado, aunque llegando al final no habrá dudas de la posición a tomar. Pero en ciertos momentos nos llevará a preguntarnos: ¿puede un hombre que maltrata a su mujer ser un buen padre?. El drama en Custodia compartida va dejando paso a la angustia y luego al terror. El clímax da paso al desasosiego más absoluto. Porque aquí toda la acción se concentra en el final, y lo sentimos bruscamente porque a lo largo de la película pareciera no pasar nada. En los rubros técnicos es destacable la cinematografía de Nathalie Durand, el correcto uso de los primerísimos primeros planos, y los enfoques y desenfoques que consiguen una puesta en escena en constante tensión. En cuanto a sus protagonistas, Lea Drucker y Denis Ménochet (a quien tal vez reconozcan por su papel de Perrier LaPadite, el granjero francés del comienzo de Bastardos sin Gloria) llevan adelante eficazmente sus papeles de madre víctima y padre violento, pero a quien hay que destacar en este film es al joven Thomas Gioria, quien conmueve a través de sus silencios y nos hace experimentar lo que Julien sufre. Conclusión Custodia compartida resulta un thriller aterrador, que arrastra al espectador por los horrores que viven esa mujer y su hijo, con un final abrumador, movilizante, lleno de violencia y desesperación. Es admirable la manera elegida para contar una historia de violencia doméstica y transmitir la impotencia de las víctimas de maltrato. La realidad está delante de nosotros, pero solemos emitir juicios de valor variables de acuerdo a influencias circunstanciales. Custodia compartida visibiliza un problema REAL, que está a la vuelta de la esquina, y de alguna manera también denuncia los errores que puede cometer la justicia en estos delicados casos.
Quiebre de cintura Custodia compartida es un drama francés sobre una familia rota, y es muy curioso: parece que va para un lado, pero al final va para el otro. Custodia compartida empieza con una escena larga –tal vez demasiado– en la que un matrimonio separado se junta con sus respectivos abogados y una jueza para determinar si el padre puede obtener la custodia compartida de sus hijos. Cada abogado expone las razones de su cliente y la idea que transmite la situación es que ninguno dice del todo la verdad. Hay una acusación vaga de violencia, pero las excusas del padre parecen ser atendibles para la jueza porque finalmente la custodia es otorgada. Entonces empieza la verdadera película. El guión de Xavier Legrand parece ir para un lado cuando está yendo para el otro. Es difícil hacer un comentario sin aludir al final de la película, una última secuencia intensísima y extraordinaria que de alguna manera resignifica todo. Porque lo que en un principio parece ser un drama amable acerca de un padre un poco chambón que quiere recuperar a su hijo de once años, muy de a poco se transforma en otra cosa que prefiero no revelar porque el propio Legrand se encarga de ocultarlo detrás de esa historia de familia disfuncional, hijos adolescentes y ex parejas problemáticas. Antoine (Denis Ménochet) es un tipo grandote a quien la vida parece no sonreirle demasiado, separado de su ex en términos que al principio desconocemos, viviendo con sus padres en un ambiente no del todo amigable. Tiene que recobrar la relación con Julien (Thomas Gioria), su hijo de once años, que no tiene ganas de verlo. Antoine tampoco parece muy dispuesto a reconquistarlo, sino más bien a hacer valer su derecho de tenerlo unos días a la semana. La relación de Antoine y Julien parece ser en principio el corazón de la película, con un trabajo milagroso del chico Gioria, pero el guión después se posa en el personaje de Joséphine (Mathilde Auneveux), la hija mayor, con sus problemas propios. En realidad por momentos la película parece perder el rumbo, en una movida que, con el final presente, parece más bien un truco para desorientarnos y dejarnos indefensos para lo que vendrá. Un poco como el futbolista que quiebra la cintura. Custodia compartida es una película curiosa. Siempre recuerdo una frase de la extraordinaria El camino del samurai, de Jim Jarmusch: el final es importante en todas las cosas. Por eso las buenas películas con un final fallido un poco se anulan. ¿Pero qué pasa cuando una película es floja y cobra sentido recién con un final potente? No tengo una respuesta concreta. Pero es cierto que salí del cine impresionado, y eso ya es más de lo que puede decirse de otras películas parecidas.
Todo comienza con el divorcio de una pareja que tienen dos hijos: un niño de 11 años y una joven de 18. Pese a los pedidos de la madre la jueza determina la tenencia compartida del menor. En cada encuentro entre el padre y el hijo, el hombre se muestra violento, en sus movimientos como cierra la puerta del vehículo, el cinturón de seguridad, su respiración, los portazos en la casa y sus expresiones, toscas, impulsivas y un amor que en realidad es perturbador. Ese niño sufre, se lo ve angustiado al igual que el resto de la familia, todos están sufriendo, tienen mucho miedo, hay terror en la mirada de quienes son víctimas de este hombre que además como su contextura física es grande, se asemeja a un ogro. La cámara sigue en todo momento a los protagonistas otorgándole mayor nerviosismo. La banda sonora está acorde en cada minuto, se crean muy buenos climas, una interesante paleta de colores e iluminación y las interpretaciones resultan estupendas. El espectador esta tenso, siente en los últimos minutos que todo está a punto explotar y culminar en tragedia.
Es probable que entre las películas francesas que se encuentran actualmente en cartelera, "Custodia Compartida" sea la que menos llame la atención. Y sin embargo, habría que prestársela. Aunque moleste, aunque sea incómoda, aunque angustie, aunque genere nervios y a uno le cueste respirar aun una vez fuera de la sala. De tiempos lentos pero con una tensión que va in crescendo hasta llegar a una escena final que es imposible que nos deje inmutados, "Custodia compartida" narra lo que sucede con un niño cuando sus padres se separan y, siempre del lado de las leyes, pasan a compartir su custodia. Un niño (magistral interpretación de Thomas Gioria) que no es tan inocente y conoce bastante lo que sucede y lo que sucedió en el seno de su familia. La primera escena es aquella en la que padre e hijo junto a sus respectivos abogados exponen su defensa. Una escena larga, casi en tiempo real, y fría, cercana al registro documental, en la que dialogan de manera tranquila pero cada uno con posturas diferentes. Al final, el juez aprueba la custodia compartida: los fines de semana serán turnados. Julien va con su padre porque la ley le brinda ese derecho pero él no quiere. Si bien él intenta pasar buenos momentos con su hijo, cuando las cosas no salen como él espera no reacciona de manera tranquila, hay algo contenido en él que de a poco comienza a salir, que amenaza con estallar en cualquier momento. Así que Julien se ve obligado a estar con él pero no tiene por qué (ni acepta hacerlo, al menos no de manera consciente) darle la dirección donde vive con su madre, interpretada por Lea Drucker. "Custodia compartida" nunca es explícita sino que uno de a poco va comprendiendo los miedos con los que convive Julien y su madre. Y lo que al principio le parecen caprichos a ese padre interpretado de manera poderosa por Denis Menochet van siendo justificados a medida que el relato se sucede. Es que a veces parece a simple vista que no pasa nada y sin embargo nunca dejan de pasar cosas. Y Julien es un gran observador. Sin muchas palabras, presta atención, escucha y calla frente al padre, con una mirada hastía, cansada y, sobre todo, resignada. El film opta por su punto de vista exclusivo. La ópera prima dirigida y escrita por Xavier Legrand expone situaciones que lamentablemente son conocidas, como la violencia de género en la propia familia, de parte del hombre que es pareja y es padre. Así, en algún momento la vida se parecerá a una película de terror para esa madre e hijo. Los maltratos psicológicos y físicos hieren con la misma intensidad. Un film muy duro y tenso, pero siempre necesario, que sirve como denuncia pero más que nada como retrato de la realidad a la que muchas mujeres se ven enfrentadas.
Hace unos años, Xavier Legrand ganó el Oscar al mejor cortometraje de ficción por la dramática visión de una pareja en un divorcio. Ahora, en su primer largometraje, volvió al mismo tema con "Custodia compartida", un turbulento drama sobre la batalla de un matrimonio divorciado por su hijo de 11 años. La película empieza con una dura secuencia filmada en tiempo real en el que una jueza estudia y de paso presenta al espectador- la situación y los reclamos del matrimonio que, alguna vez, formaron Lea Drucker y Denis Menochet. La esposa acusa al marido de acosos, amenazas e incluso violencia física contra la hija mayor (que, como está por cumplir 18 años, queda fuera de la demanda de custodia). Todo sin muchas pruebas, y con pedidos de dinero de por medio. En esta primera escena quien no está presente, salvo por una extraña declaración escrita en contra de su padre, es justamente el hijo menor. A partir de ese momento el espectador se verá sumido en una batalla amarga y angustiante, muy bien actuada y filmada con bastante parsimonia y exagerado naturalismo por un director que, como actor infantil de Louis Malle en la obra maestra "Adiós a los niños", sabe perfectamente cómo sacar lo mejor del pequeño Thomas Gioria, que personifica al chico de 11 años cuya custodia es la base de la historia. Su actuación es lo mejor de un buen film que tal vez no convence del todo en su retrato psicológico de personajes con conflictos universales, pero que sin duda merece verse.
“Custodia compartida”, de Xavier Legrand.- Si uno no supiera que se trata de la ópera prima del actor Xavier Legrand, pensaría al ver “Custodia compartida”, ganadora del León de Plata a mejor dirección en Venecia, que está frente a la obra de un avezado autor capaz de manejar géneros y tonos con experta solvencia: filme de tres actos, cada parte propone un giro sutil pero radical en la forma, cada cambio tiene una intención y es desarrollado con gran eficacia. En la primera escena queda definida la forma de la primera parte: un padre, una madre y sus abogados discuten sobre la custodia de un chico. Él pide custodia compartida, ella pide que por favor no, jura que su ex marido ha tenido conductas inapropiadas, violentas, él desmiente. La jueza mira desaprensiva las acusaciones cruzadas, los trata de mentirosos a los dos con burocrática frialdad. Todo indica que estamos ante una nueva entrega de ese cine francés de estética realista, casi documental, que ha dado algunos de los exponentes más intensos del país europeo en los últimos tiempos, desde “Entre los muros” hasta “120 latidos por minuto”. Legrand juega con esta forma durante la introducción: algunos comportamientos del papá parecen exasperados, pero también algunos de la madre, que se resiste a dejar que el padre vea al hijo aún cuando la jueza así lo ha dictaminado. La cinta parece en esa primera media hora retratar puntos de vista opuestos de manera ecuánime, buscando mostrar no tanto quién tiene la razón como los efectos de un divorcio en un chico, atrapado en el fuego cruzado. Pero de esa descripción realista, casi periodística, la cinta se extraña minuto a minuto: el padre se revela violento, persigue a su ex, agrede a su hijo, y mientras la película avanza, durante el tramo medio, en la denuncia de la violencia doméstica, avanza hacia el terror que estalla en el final. Algunos especialistas consideran esta caída al abismo como la porción menos interesante del filme: la lectura analítica y distanciada queda anulada ante la aparición de un villano más grande que la vida, parte de la convención de un género que rara vez apuesta por la sutileza. La película se torna más panfletaria, menos matizada. Pero Legrand pretende escapar de esa desaprensión realista, esa distancia fría, y ensayar un relato descarnado del terror psicológico de las víctimas de violencia (el terror es, después de todo, la metafísica del cine). El director hace gala de su manejo de las convenciones narrativas, genera efectos y atmósferas intensos con una economía de recursos y un puñado de recursos clásicos como el uso del fuera de campo, de la oscuridad y, sobre todo del silencio. En esa escena final: el silencio (clave de otra cinta valiosa que continúa en cartel, “Un lugar en silencio”) construye suspenso pero también opera como una carnal metáfora del silencio de las víctimas, de la parálisis metafísica, del pánico.
"Custodia compartida" arranca en una sala de los tribunales de una ciudad francesa donde un ex matrimonio dirime junto a un par de abogados y frente a una jueza sobre la custodia de sus dos hijos, un chico de 11 años y una joven de 18. La película termina cuando una vecina del departamento de uno de los implicados en esta historia cierra la puerta, la pantalla queda negra y los espectadores lanzan una línea completa de suspiros. Entre estos dos puntos la historia que se cuenta es una derivación de lo que resuelve la jueza, que no siempre acierta sobre lo que es real o irreal. Los niños no querían ver a su padre y la justicia tiene que resolver si eso es producto de una manipulación de la madre o porque, efectivamente, el padre es un violento incurable. La película rápidamente devela cómo es la situación, y quizá esto sea lo único criticable del filme. El resto es impecable, desde las actuaciones (sobre todo Antoine Bresson, como el padre de los niños), la ausencia de banda sonora y la desnudez de las imágenes. "Custodia compartida" carece de golpe bajo, pero lo mismo, con el correr de los minutos, lleva al espectador por un camino de angustia y terror hasta el final. El filme habla sin hablar sobre si los abusadores resultasen tan evidentes a los ojos del mundo, no existirían las dudas.
MIEDO CERCANO Un drama francés alarmante y tenso resulta Custodia compartida, el primer film galardonado en Venecia del director y actor Xavier Legrand, que ofrece una historia sencilla y real que comienza a tornarse intensa con el pasar de sus minutos. Aquí una pareja divorciada se debate por la tenencia compartida de su hijo menor, aunque el pequeño siente miedo por pasar tiempo con su padre. Sin embargo, la Justicia falla a favor de su progenitor al ver puntos favorables en el comportamiento de este ciudadano razonable. Hablamos de una primera parte tranquila donde Legrand deja a la decisión del espectador por juzgar y volcarse a favor del rol paterno o el materno. Observamos de tal forma cómo un padre que vuelve a “encaminarse” busca acobijar a su niño -porque el vínculo con su hija mayor es nulo-, que resulta ser un caballito de batalla en esta contienda entre adultos. Un niño que necesita la contención de sus abuelos -de alguna forma también víctima de las decisiones de un ex-matrimonio arruinado-. Pero a la vez un pobre menor que trata de contentar a los adultos aunque esto signifique sortearse entre revelaciones y mentiras hasta sus momentos de extremo tormento psicológico. Legrand logra mantener la tensión en forma creciente desde el empleo de encuadres que focalizan desconcierto y angustia, hasta algunos falsos fuera de campo que funcionan de manera magistral donde se relatan historias particulares de otros miembros de la familia. Y este es el ejemplo de la chica adolescente que deja caer su mochila en el baño escolar para realizarse un test de embarazo. Ella también vive con miedo al futuro. Un miedo implícito que sólo el espectador atando los cabos sueltos que deja el director puede asociar y proyectar a priori. Como dijimos, abunda el clima hostil e implícitamente violento que comienza a ser sostenido por el protagonista masculino como algo que lo excede y en pos de “recuperar” a una familia que tanto ama. Todo esto se logra gracias a un excelente reparto, donde sobresale la plasticidad de Denis Ménochet como el padre. Ménochet sabe virar de un estado desahuciado, hasta una locura extrema a punto de cometer una tragedia. Este miedo, este sufrimiento que acompaña a los espectadores -que no pueden relajarse en ningún momento aún en los que existe una pequeña “armonía”- y a toda una familia ficcional desconcertada en espacio y tiempo corta la respiración a un desenlace límite. Un desenlace capaz de poner los pelos de punta. Esa angustia contenida y tan realista que puede ocurrir -y ocurre- desde la cotidianeidad del día a día, hace que Custodia compartida no sea un drama ordinario.
Desgarradora lucha cuando la justicia no se condice con la realidad Cuando se separa un matrimonio quedan resabios. Las causas que llevan a tomar esa decisión límite son varias y particulares para cada uno. Donde hubo amor perdura el fuego, pero de la bronca, rabia, odio, y celos, por sobre todas las cosas se vuelve una lucha encarnizada por la división de bienes y, especialmente, para saber quién se va a quedar con los hijos. Es aquí cuando tiene que intervenir la justicia, y es lo que vemos apenas comienza esta película francesa. Miriam (Léa Drucker) y Antoine (Denis Ménochet) se encuentran frente a una jueza, ambos están defendidos por abogadas y dirimen la custodia de sus hijos, Joséphine (Mathilde Auneveux), que está por cumplir 18 años y legalmente queda emancipada, pero el problema es con Julien (Thomas Gioria), que tiene 11 años. Todas las pruebas en contra del ex marido son desestimadas y la jueza emite un fallo salomónico, pese a las quejas de la madre, para compartir la crianza del chico. Tras la sentencia Miriam y sus hijos se mudan a un nuevo departamento, aunque los encuentros del nene con su padre se dan en la casa de los progenitores de la mujer para ocultarle el nuevo domicilio a Antoine. Julien a regañadientes ve a su padre, quien lo pasa a buscar en su vehículo, pero la tensión que flota en el aire es evidente. El chico es un rehén, siempre queda en medio de las disputas de poder que mantienen constantemente los ex cónyuges. Antoine no puede ocultar ni controlar su ira. No acepta una negativa como respuesta. Xavier Legrand, con su ópera prima, relata de forma cruda y descarnada, la lucha de una ex pareja que se pelea por la tenencia de un hijo. Dirige con sabiduría los momentos y las actuaciones de cada uno de los personajes, para que se luzcan durante el desarrollo de cada toma. Es riguroso con el tema que aborda, no le tiembla el pulso para retratar semejante drama. Los climas y atmósferas inquietantes que rodean la tirante relación de lo que fue una familia están muy bien logrados, al igual que la escalada de violencia y sufrimiento permanente de las víctimas donde las consecuencias son inesperadas. Miriam intenta defender y proteger a Julien con los escasos recursos que tiene, ya que la justicia le dio la espalda y no analizó con rigor la personalidad de Antoine. Y aquí es donde la historia merece una reflexión profunda por parte del espectador, ser un llamado de atención en estos casos, donde la responsabilidad que tiene la justicia generalmente no condice con la realidad, para que luego sí, ante una situación extrema, reaccione, aunque muchas veces sea ya demasiado tarde.
Esta es la ópera prima del conocido actor francés Xavier Legrand que recogió en su presentación internacional dos premios significativos del Festival de Venecia 2017: El León de Plata al Mejor Director y el premio a la Mejor Opera Prima. Legrand tan solo había dirigido un cortometraje anteriormente, que fue nominado al Premio Oscar: Avant que de tout perdre (2013) donde abordó ya en este formato uno de los temas que desarrollara ahora en Custodia compartida, incluso trabajó en ambos proyectos con los mismos actores. Es inquietante el proceso que utiliza Legrand para construir este relato con muchas sutilezas. A primera vista, y si no nos esforzamos por separar las capas de miradas y perspectivas que contiene, podemos verlo como un contundente filme que habla de la violencia familiar y en especial de la violencia de género dividiendo las aguas entre dos bandos maniqueos: los opresores y los oprimidos, los malos y los buenos. Esta mirada interpretativa sería una construcción reduccionista de la trama que se propone, sería la manera más simple de salir de estos temas tan complejos llenos de claroscuros donde los vínculos nos se pueden dilucidar de una sola pasada moralista. El filme presenta a la pareja protagónica en un encuentro de aparente negociación de la mano de sus respectivas abogadas y la jueza del proceso. Lo que se dirime es la custodia de los hijos de este ex matrimonio: una joven a punto de cumplir sus 18 y Julien un niño de unos 8 años que es el centro de la disputa. Las actitudes de la pareja insinúan una situación ambigua con posiciones opuestas pero confusas a la vez. La mujer, que apenas pronuncia una palabra, presenta a su ex marido, por boca de su representante como un acosador que sus hijos no desean volver a ver en ninguna circunstancia, exigiendo la tenencia absoluta y otros beneficios del caso. En el otro polo del discurso la abogada de “el padre” expone que las manipulaciones de la madre han llevado el vínculo a un nivel de incomunicación radical, viéndose impedido de todo contacto como una suerte de negación de su existencia y exige, por lo tanto, la custodia compartida. La jueza deberá definir la resolución de esta encrucijada por la tenencia: circunstancia que no debiera existir en el ideal de los casos, pero que se presenta aquí más como una lucha de poder que como una preocupación por preservar a su propia descendencia. Es la resolución de la jueza que aprueba la custodia compartida la piedra fundamental del conflicto, el germen de una progresiva curva de acciones y reacciones que llevan a las emociones a crecer en la peor de las formas: la manipulación que lleva a la violencia, la violencia que no tiene medida, el silencio y las mentiras, y una serie de estallidos de niveles insoportables. Pero si el proceso es el de una bola de nieve que cada vez crece más destruyendo todo lo que toca, Legrand organiza la narrativa con una herramienta clave del discurso cinematográfico: el punto de vista. Me refiero a la herramienta del lenguaje cinematográfico representada por la forma en que la cámara se hace partícipe de lo que un personaje ve o escucha, al menos en primera instancia esa es una de sus funciones. El punto de vista es algo que suele generar mucha identificación con el personaje cuya mirada representa, un dato interesante porque aquí el personaje elegido no es el ideal de la identificación y aún así comanda el relato. El punto de vista es algo complejo y engañoso, ya que organiza la trama con lo que se percibe desde el lugar de “ese” personaje elegido o de cada personaje que represente esta capa de mirada. En este filme ese punto estará volcado casi en su totalidad a la figura de “el padre”, casi, aclaro, porque las contrapartes que exhiben el punto de vista ubicado en “la madre” son menos pero están magistralmente calculadas, y lo que nos revela cada una de ellas exige un fino análisis ya que ponen en duda una a la otra la posibilidad de concluir con una sola percepción salvadora, idealizante o fatalista. Hay en Custodia compartida dos capas de miradas que entretejen el drama, dos películas en una misma narración: la del padre que va hacia un lugar que se le está negado todo el tiempo. Este procedimiento le genera una progresiva inestabilidad, una progresiva violencia, una pérdida del control y una pulsión destructiva, llegando a actuar como un animal lleno de ira e impotencia en la llamada “civilización”. La otra mirada es la de “la madre” que maneja su evasión, construye su responsabilidad compartida con procedimientos turbios, silenciosos, engañosos, plagados de manipulaciones, construyendo desde su postura una violencia pasivo-activa donde finalmente el no ataque virulento no es más que la contracara de una actitud victimizante llena de lugares siniestros. La gran diatriba ético moral de los vínculos es el tema de esta trama compleja donde vemos los lazos oscuros que se tejen en esta urdimbre familiar. La familia parece ser ese terreno donde “el otro” se presenta como amenazante, es tal como se define la palabra “siniestro” según Freud. Los padres en los lugares de poder llevan desde distintos lugares el cuadro de la familia a la catástrofe. Esta locura terrorífica que se impone todo el tiempo in crescendo, generando el clima de un thriller que avanza sin concesiones hasta estallar en la secuencia final digna del cine de Kubrick, cual Nicholson en El resplandor, o un filme de terror del mismísimo John Carpenter. La secuencia final cuyos hechos no quiero develar, es a mi parecer de un gran carácter simbólico – por su extremo contenido y su estilizada forma – por ende la representación de otra cosa mayor que excede la configuración realista de la escena en sí para erigirse como el símbolo de “La dialéctica del amo y el esclavo” de Hegel, un texto que analiza y cuestiona la dinámica aparente del modelo más obvio. Este símbolo de nuestra cultura occidental puede poner en crisis el cuadro masculino-femenino de una simple lectura: víctima y victimario, llevando a los lugares de paternidad/maternidad a un punto de destrucción sin retorno. La imagen final, casi una copia/homenaje textual del final de la superlativa obra de Francis Ford Coppola El Padrino, me deja sin lugar a dudas una pregunta a completar, una reflexión moral a construir, sobre la imagen “de quien mira es mirado” antes de que la pantalla se convierta una puerta que se cierra y todo funda a negro. Por Victoria Leven @victorialeven
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
La ópera prima del actor francés Xavier Legrand, que ya había abordado el tema de la violencia de género en su cortometraje Antes de perderlo todo (2012), resulta un visionado difícil pero necesario. En la primera escena, el relato nos sitúa en un juzgado de familia en el cual una pareja divorciada negocia los términos de la custodia de sus hijos. El estilo documental característico de este comienzo, con múltiples intervenciones y largos parlamentos de los abogados de las partes, la jueza y los propios involucrados, cede ante lo que, con el correr de la narración, irá mutando del drama familiar hacia un denso thriller. Con una cámara posicionada a corta distancia de los personajes y una puesta en escena marcadamente realista que remite al cine de los hermanos Dardenne, el director logra sumergirnos en los entretelones de una disputa familiar que lentamente expone su trasfondo violento. Esto se debe a que Antoine, el padre (interpretado por Denis Ménochet), es un hombre que si bien se presenta ante la jueza como un caso ejemplar, maltrata psicológica y fisicamente tanto a su expareja Miriam (Léa Drucker) como a sus dos hijos, especialmente a Julien (Thomas Gioria), de 11 años. Esta faceta del personaje, que emerge de forma progresiva, comienza a salir a la luz cuando Antoine recoge a su hijo en su tiempo de custodia y lo presiona para saber más sobre la actual situación de su madre. Es difícil imaginar un escenario peor para Julien, este niño que debe soportar estoicamente cómo su padre descarga sus frustraciones personales contra él, siendo incapaz de defenderse. El miedo y la impotencia que siente el niño (que la cámara expone en todo su esplendor a través de planos cortos sobre el rostro de Julien) van en aumento a medida que la figura del padre resulta cada vez más amenazante para el círculo familiar. Esa sensación de temor y angustia se transmite a su vez al espectador, resultando en un relato cotidiano muy potente, por su verosimilitud y cercanía. Es interesante cómo la película presenta indicios del carácter agresivo de Antoine (primero con su hijo y luego con su expareja), elementos que al ser trabajados en dosis cada vez mayores generan una agobiante expectativa por un desenlace que, aunque resulte previsible, produce un impacto dramático pocas veces visto en pantalla. Hay, por parte de Legrand, un trabajo minucioso en lo que respecta al manejo de la tensión, además de una búsqueda por hacer de los primeros planos, el montaje y las acciones con pocos diálogos su principal recurso expresivo. Sin intención de dar detalles del argumento, resta decir que el desarrollo en clave de suspenso de la última parte del filme refleja un dominio superlativo del lenguaje audiovisual y exhibe las posibilidades narrativas muchas veces soslayadas del medio cinematográfico, lo que augura una prometedora carrera para el realizador.