Godard pertenece al selecto grupo de directores de los que parece haberse dicho y escrito todo: cada nueva película llega a nosotros blindada por un montón de argumentos escuchados una y mil veces. Es muy difícil, sino imposible, encontrarse con una idea nueva sobre su cine, con algo no dicho. Por lo general, las películas de Godard van a parar a ese campo de batalla trazado desde hace décadas por seguidores y detractores: cada estreno suele activar casi automáticamente las posiciones más duras de uno y otro bando. Tampoco es cuestión de adoptar una postura relativista ni de intentar ponerse por encima de esa discusión, pero no estaría mal que Godard fuera corrido de esas coordenadas un poco binarias y sin grises. El espacio que media entre las caricaturas de genio último del siglo pasado y del presente y de prestidigitador que repite siempre los mismos trucos sugiere la existencia de una obra personalísima que fue moviéndose a la par de la Historia del cine buscando un lugar estético y político acorde a su época (a sus épocas), reinventándose a sí misma de manera radical varias veces; para bien o para mal, pocos directores tienen una filmografía semejante para mostrar. El libro de la imagen, que pudo verse el lunes 10 de septiembre en la apertura de la nueva edición del FIDBA, sigue la estela de los últimos documentales-ensayos del director. Como en Film socialisme y, sobre todo, en Adiós al lenguaje, de lo que se habla es del intento de pensar ya no a partir de ellas, sino de pensar en imágenes, proyecto nada original, seguro, pero que Godard viene sosteniendo desde hace más de una década con un empeño singular. Los temas de Godard vuelven una vez más, aunque esta vez no haya actores ni restos de algún relato perdido que le sirvan de soporte: es con filmaciones intervenidas, con los fragmentos de películas, con found footage, que la película dice cosas del mundo. Cosas que, por otra parte, con diferentes énfasis y matices, Godard viene diciendo más o menos desde Sin aliento: que Occidente es un conjunto ruinoso devorado por sus contradicciones, que la desigualdad es una condición del capitalismo (y no su consecuencia indeseada), que la rebelión pone en marcha una gestualidad inmemorial a través de la cual los desclasados se realizan, que hay que desconfiar de la palabra y de otros inventos del hombre, que se puede construir una especie de filosofía a partir de fragmentos dispersos de la literatura y del cine. En este sentido, Godard encarnó como pocos la figura del autor elaborada por él mismo y por sus compañeros de Cahiers du Cinéma: para los redactores de la revista, el auteur se diferenciaba del artesano por el hecho de sostener una visión del mundo clara que debía expresarse en términos estilísticos. La fascinación del autorismo como perspectiva conducía a buscar las insistencias ideológicas más allá de los cambios estéticos: por ejemplo, el conjunto de creencias de John Ford podía rastrearse en sus westerns, pero también en películas menos personales como El delator o Las viñas de la ira. En el autorismo duro, entonces, las ideas permanecen más o menos iguales a sí mismas; lo que cambia, a lo sumo, son las formas: los géneros, los relatos, los procedimientos. En el cine de Godard también. Adiós al lenguaje, su película anterior, proponía un anclaje en la materialidad del mundo que en El libro de la imagen parece disiparse. Acá no hay nada parecido al perro que paseaba por bosques y ríos y en el que el director parecía encontrar tanto un insumo fílmico como un elemento en el que depositar un resto de calidez. La nueva película funciona exclusivamente a base de imágenes que en muchos casos están intervenidas o son modificadas frente a los ojos del espectador, por ejemplo, cambiando el formato (de pantalla ancha a 4:3 o al revés). Estos recursos, que no son nuevos en Godard, se potencian y transforman la película en un objeto que no parece mantener lazos directos con el mundo, como si el director lograra que el cine, un arte del registro, haga metafísica. El barco y los pasajeros de Film socialisme, tangibles, nítidos, parecen haber sido filmados hace décadas. Godard, siempre afecto a pensar con juegos de palabras, con argumentos contradictorios, con grandes máximas, en El libro de la imagen parece más etéreo que nunca: abundan las afirmaciones severas sobre cualquier cosa, por ejemplo, sobre Occidente y Oriente, sobre Europa y el mundo árabe, al punto que pareciera que la película trata de dejarle servido a su público un montón de conceptos vacíos para que cada uno los complete con sus prejuicios como mejor le plazca. Máximas incomprobables ganan rápidamente la escena, como que en la cultura árabe todos son filósofos y que se piensa mejor porque se tiene más tiempo, porque la experiencia del tiempo es diferente de la de Europa. Esas frases no buscan tanto producir una imagen del mundo como invitar al espectador a que vea allí reflejada la suya. Godard, como cualquier gurú, también debe contentar mínimamente a sus fieles. La generalidad va de la mano con el tono lúgubre de la película, que ya estaba muy presente en Adiós al lenguaje. El pesimismo sobre el estado del mundo, sumado a la voz un poco tétrica de Godard, dibujan un paisaje fúnebre que a veces suena un poco forzado: se sabe, de todos modos, que el desencanto queda mejor que otras actitudes, que el gesto de decretar la ruina tiende a ser visto con buenos ojos. En sintonía con el clima de derrota generalizado, El libro de la imagen es una película sin gente, de una escala no antropológica: se pueden ver personas en los fragmentos filmados, a stars de Hollywood escenificando gestos en imágenes gastadas por el uso, pero se trata solo de eso, de registros del pasado que bien podrían pertenecer a otra civilización. Se tiene la impresión de que falta el cuerpo, algo que no ocurría en Adiós al lenguaje, con la pareja a la que el director filmaba en la casa de ella muchas veces desnudos, en posiciones imposibles y movimientos inéditos, como si tratara de reinventar la corporalidad, de descubrir gestualidades que nadie hubiera puesto en un plano antes. Es consecuencia, también se siente la falta de una dimensión importante de su cine, la de la cotidianidad, la de los actos banales que en sus películas solía funcionar como un elemento de contraste con las grandes ideas; algo que en un texto muy conocido sobre La chinoise Ranciére caracteriza como un programa godardiano dedicado al reaprendizaje de las cosas simples. La chinoise era un poco eso: el intento de llevar a las imágenes el ideario político y social del maoísmo alternando las grandes proclamas con los gestos cotidianos, casi automáticos, como el del militante expulsado de la organización al que se entrevista sobre el final en una habitación derruida mientras el chico toma un café con leche con tostadas. Hay un cierto malestar que produce El libro de la imagen, una desazón que excede el comentario sobre la actualidad que hace el director y que seguramente esté relacionado con esa falta: como si el cine de Godard hubiera quedado rengo, hubiera perdido contacto con el mundo y sus habitantes y ahora solo quedaran el pensamiento en mayúsculas, las máximas altisonantes, un desencanto exagerado que se construye sobre frases generales y a partir de juegos de manipulación de la imagen y del sonido ya vistos y escuchados muchas veces. “Siempre estaré del lado de las bombas”, dice cerca del final la voz tenebrosa de Godard; una afirmación que se sostiene apenas con la intromisión esporádica de explosiones a todo volumen y con la que cuesta acordar o discutir porque las palabras no tienen un correlato material, porque el flujo de las imágenes visiblemente intervenidas no remite más que a sí mismo.
El nuevo film de Godard se titula Le livre d’ image; se llamó en un principio “Imagen y palabra”, y esa conjunción de dos términos se imprime en algún momento en el film, una inscripción que está contenida eventualmente en el título final. Un libro son muchas palabras. Lo que resulta todavía más importante la conjunción “y”, o cómo la palabra y la imagen se empalman. En el film se afirma con vehemencia, aunque en un instante imperceptible: primero está la imagen y después la palabra, es decir que hay un tiempo para reunirlos. Habría que agregar lo que ahí no se dice y falta, el sonido. Sobre el sonido nada se dirá explícitamente, pero todo se escuchará; Le livre d’ image evoluciona un poco más el concepto de dispersión sonora en el plano y en la disociación radical entre sonido y referente. Además, Le livre d’ image podría ser un audiolibro asombroso.
La opacidad de la imagen El regreso de Jean-Luc Godard es un ensayo sobre la relación entre el texto, la palabra tanto escrita como hablada, la imagen y el sonido a través de distintas representaciones que van desde la aberración hasta el horror en un mosaico fragmentario sobre la violencia en la actualidad. En El Libro de Imagen (Le Livre d’Image, 2018), el autor de Week End (1967) le imprime una gran urgencia a la necesidad de repensar nuestra relación con la imagen y con la vida, en una obra residual del espíritu de la modernidad que se niega a desaparecer, haciendo resurgir las dicotomías entre texto e imagen y esperanza vs. pesimismo, respecto de los acontecimientos presentes y el devenir del futuro en una película dividida en cinco capítulos que alertan sobre la violencia y la guerra como motores de la sociedad contemporánea. Godard exacerba la experiencia cinematográfica que busca imprimir en el espectador a través de una hipérbole de imágenes, sonidos y textos que se ensamblan en una máquina de sentido caótica y fragmentaria que enfatiza el carácter cada vez más instantáneo del sentido. La necesidad de la reflexión, la contemplación y la escucha atenta se vuelven imposibles a través de la edición esquizofrénica que el film impone para destacar críticamente la vacuidad de la instantaneidad desde su propio núcleo formal. Innumerables textos leídos por Godard de Montesquieu, André Malraux, Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Alexandre Dumas y George Orwell, entre otros, se yuxtaponen y funden con imágenes de La Strada (1954), de Federico Fellini, Freaks (1932), de Todd Browning, Vertigo (1958), de Alfred Hitchcock, Kiss Me Deadly (1955), de Robert Aldrich, Las Mil y Una Noches (Il Fiore delle Mille e Una Notte, 1974) y Saló o las 120 Jornadas de Sodoma (Salò o le 120 Giornate di Sodoma, 1975) de Pier Paolo Pasolini y Elephant (2003), de Gus van Sant, entre muchos films destacados, y la música tétrica e industrial de los últimos discos de Scott Walker o las composiciones intempestivas de Johann Sebastian Bach y las imágenes de Bécassine, el icónico personaje femenino del dibujante francés Émile-Joseph Porphyre Pinchon en una obra que busca desencajar, deconstruir y reestructurar la percepción para barajar y dar de nuevo en un escenario de caos. La saturación de la intensidad de los colores, lecturas de textos con imágenes que van desde manos y trenes hasta archivos de distinta índole, noticias, incluso escenas de films de la carrera del propio realizador o el contraste de diferentes tipos de violencia son algunas de las herramientas formales que utiliza Godard para exponer sus conceptos políticos sobre el estatuto sagrado de la guerra en la historia y en la actualidad, la ley como instrumento del aparato estatal y la cuestión humanitaria y política de los países de Medio Oriente. Sorpresivamente el responsable de La Chinoise (1967) y Pierrot le Fou (1965) reniega del concepto de Revolución para abrazar tímidamente el de Resistencia, más bien admitiendo una derrota de la sociedad que propugnaba los programas revolucionarios en un repliegue táctico para repensar el lugar de la Revolución en el nuevo capitalismo consumista actual. Cada imagen de la película ensayo representa una analogía que es necesario desentrañar. Las manos simbolizan el contacto entre el pensamiento y la acción, la posibilidad y la necesidad de extenderse y asir la imagen, de recuperarla materialmente, mientras que el tren es una analogía de la imagen como encuentro y movimiento. La organización que parece esquemática no lo es en realidad, sino en cuanto símbolo de un edificio a demoler con el fin de pensar todo nuevamente. ¿Es posible para Europa pensar desde el mundo árabe o es una imposibilidad absoluta? ¿Es posible el diálogo entre estas dos culturas sin que la violencia acapare el sentido? La segunda mitad del film discurre principalmente sobre este tópico y sobre la imposibilidad de comunicación entre ambos mundos y la necesidad de establecer canales de contacto para estrechar las distancias. Las imágenes de los noticieros y de las filmaciones caseras son realmente perturbadoras presentando un mundo tan complejo como cruel, pero a la vez demasiado cercano a la violencia de Occidente y las atrocidades cometidas bajo diversas banderas a lo largo de la historia de la cultura occidental. El Libro de Imagen supone nuevamente el abandono de Godard de la narrativa cinematográfica tradicional para buscar la verdad con la finalidad de perderla, recuperando la esperanza en un futuro mejor a través del arte, el cine, la música, la literatura y la filosofía. Cortes abruptos, discontinuidad, yuxtaposición de planos, intervención de las imágenes y sonidos disruptivos intentan durante todo el transcurso del film sacar al espectador de su confort, del disfrute cinematográfico para colocarlo en alerta, en una experiencia política, estética y poética, que en el final tiene su sentido y su explicación. Más existencialista que revolucionario, Godard deforma la imagen para encontrar la sustancia que le da vida, el acontecimiento. La última obra de Godard no es una película para disfrutar sino para reflexionar política y estéticamente sobre el estatuto de la imagen en la actualidad, desentrañar sus posibilidades a partir de su uso e interpretación de las nuevas tecnologías, pero también es una crítica sobre su banalización y la naturalización de la violencia que responde a la religión y al poder. ¿La imagen controlará al sujeto o será el sujeto el que controlará la imagen? ¿Finalmente el individuo solitario se unirá a la multitud abandonando la apatía del hogar y el consumo pasivo de la imagen y saldrá a la calle a transformar el mundo? No puede haber una respuesta pero Godard deja en claro, al igual que muchas personalidades de la cultura alrededor del mundo, que la única forma de hacer algo es resistiendo los avances del capitalismo financiero, el autoritarismo y la violencia religiosa que están sumiendo al mundo en las tinieblas fascistas una vez más. La película finalmente recupera las proféticas palabras del poeta romántico alemán Friedrich Hölderlin para proponer que donde crece el peligro crece la salvación. ¿Qué representará el mundo árabe para Europa a través de la inmigración? ¿Un peligro que conlleve la salvación del espíritu europeo o el temido juicio final? ¿La ley servirá para reprimir o para curar las heridas y sanar las grietas culturales? ¿La mano será la ejecutora o la que ofrecerá su ayuda a la integración? ¿El tren será el medio de comunicación o el instrumento del genocidio? El Libro de Imagen claramente da cuenta de que no solo el estatuto de la imagen necesita ser repensado sino toda la cultura occidental, las políticas de inclusión y principalmente la amenaza del regreso del fascismo.
Imagen la de libro el. Jean-Luc Godard hace tiempo se dedica al video ensayo o video arte para dejar su impronta de un discurso que guarda una coherencia atroz con su modo de entender el cine. Para muchos detractores, el hombre relacionado con la Nouvelle Vague ya no es el de antes y delira cada vez que surge el remoto aire de una nueva propuesta. Para amantes de ese cine que se mira a sí mismo; que escupe sobre la tibieza de cualquier industria que haga películas, la osadía de Godard se ve plasmada e intacta en esos collages de fotogramas intervenidos por su mano. Con El libro de la imagen se puede encontrar el argumento tanto para aquellos que defenestran como para los que admiran, sin espacio para los tibios. Difícil buscar un camino unidireccional o conceptual al menos, a pesar de una estructura de capítulos e ideas rectoras, que arrastran reflexiones, cinefilia, provocaciones de orden intelectual con el ojo puesto en la violencia de la política. El terrorismo como respuesta a la violencia de los poderosos para hablar de expresiones radicales que terminan siempre en ismos (Comunismo, Fascismo, Nazismo, fundamentalismo) y todos los “ismos” como los extremos son poco positivos. La intervención de Godard separa el sonido de la imagen, y en ese trabajo deconstruye el cine y la representación de la violencia con escenas de guerras, archivos de noticieros, pinturas y textos, que cambian el sentido cuando se juega con las palabras como en el título de esta nota. Separar la palabra de la imagen quizá sea la forma que JLG tenga para expresar su crítica contra cualquier discurso político de Occidente, la palabra en su retórica mentirosa, en su falsa capacidad de crear ilusiones absolutamente divorciada de la realidad de un mundo cada vez más injusto, violento, anestesiado con un cine industrial que perdió la integridad a fuerza de pochoclos y multisalas, multiplicadoras de discursos huecos, porque para el padre de la Nouvelle Vague Occidente y su decadencia obedecen entre otras cosas a la falta de tiempo para filosofar. El apunte final como estocada, o la imagen de El perro andaluz para lacerar el ojo es la esperanza en África y la pequeña primavera de Cataluña y su lucha por la identidad que según palabras del propio Godard en su conferencia por I phone en Cannes cuando presentó esta película debe ser tomado también por el cine en peligro de desaparecer.
Godard mon amour Jean-Luc Godard es amado en Cannes. Su figura mítica trasciende la pantalla y la calidad de su última película. Una reflexión política existencial sobre el mundo islámico parece ser la excusa para jugar con la forma audiovisual en línea con su anterior Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2015). El veterano realizador de 87 años, es el único sobreviviente de la histórica Nouvelle Vague que tan importante fue para la historia del cine mundial y para el festival de Cannes en particular, por definir una línea editorial de defensa a ultranza de un cine de arte y de vanguardia. Carátula de la cual no cabe duda, que Jean-Luc Godard es el padre absoluto. Y no importa mucho qué haga de nuevo, con que tenga algo más para ofrecer será siempre bienvenido. Los tiempos de la vanguardia quedaron atrás y el cine de Godard entró en la marginalidad desde que comenzó a experimentar con la imagen de video. En El libro de imagen (2018) todo es reciclaje : la imagen, el formato de la pantalla, el sonido. Godard narra y escuchamos su voz salir de los diferentes parlantes de la sala Lumiere que cuenta con sistema Dolby 7.1 Su film está elaborado con residuos de imagen contemporáneas: guerras en medio oriente, videos caseros filmados con celular, fragmentos de películas clásicas, imágenes de noticieros. La intervención de ese material adquiere una forma audiovisual de pastiche constante que luego se fracciona, quiebra, doblega y vuelve a armar. Un mestizaje que fusiona épocas y decadencias humanas por igual. Su discurso ideológico, político y existencial, es el mismo de antaño, sólo actualizado por una época que padece los mismos males del siglo pasado. El libro de imagen satura, produce hartazgo y se vuelve reiterativa. Saca al espectador de su lugar de confort acostumbrado a la estilizada imagen contemporánea, y lo confronta con retazos de un mundo paralelo que no está acostumbrado a mirar. Sin embargo, el cine como discurso es un proyecto moderno que cayó en desuso y su intención didáctica termina jugando en contra a la película. La explicación está en la película de Michel Hazanavicius, Godard, mon amour (Le Redoutable, 2017), cuando cuenta que al estrenar La Chinoise (1967) su intento de homenajear al maoísmo no gustó ni siquiera a los maoístas que acusaron de “exceso de intelectualismo” al cineasta franco-suizo. Pero no importa, porque Godard es una leyenda, y basta ver algo de su obra para satisfacer al espectador que lo venera, cuestión que trasciende completamente a su última producción.
Jean-Luc Godard es un hombre en permanente estado de ebullición que constantemente crea, investiga, desafía y recolecta admiradores y detractores. Muchos lo elevan a categoría de un verdadero dios y otro no lo toleran. Lo cierto es que con este último trabajo vuelve a demostrar que nunca permite la indiferencia. Investiga sobre la imagen, la interviene, la edita, experimenta con el sonido, la edición, los colores y por sobre todo con el contenido. Utiliza desde partes de films famosos a informes de noticieros. Habla de la actualidad, del terrorismo, de los árabes, de las incógnitas creativas a las culturales. Con sus jóvenes 87 años no para. Fue pilar fundamental de la nouvelle vague y sigue siendo un alma creativa que nunca deja de cuestionar y cuestionarse en este verdadero ensayo sobre la imagen. Puede apelar a la poesía, la trasgresión constante, el desencanto, la esperanza. Este libro de imagines puede generar desde sorpresas a rechazos, adhesiones o cuestionamientos, pero no podemos dejar de prestarle atención y reflexionar sobre lo que vimos. Para los cinéfilos una cita ineludible.
Venerado y odiado por bandos desde hace varias décadas irreconciliables, el veterano patriarca de la nouvelle vague francesa ganó una Palma de Oro especial en el último Festival de Cannes por otro de sus ensayos históricos, cinéfilos, literarios, sociológicos, semióticos y políticos. Ante la imposibilidad de analizar este “libro de imágenes” como si se tratara de un film convencional, presentamos un “abecedario discontinuo” con el que aproximarnos al ensayo fílmico de Godard. A de Arabia: Tras una primera mitad heredera de Histoire(s) du cinéma –y dominada por el pensamiento angloeuropeo–, reclama que dirijamos nuestra mirada al mundo árabe, cuna de la civilización, escenario de revoluciones frustradas, y habitada por criminales venidos del exterior. Arabia, no el Islam. Dejemos a un lado los prejuicios, reclama Godard. B de Brecht: “Solo en el fragmento es posible encontrar la verdad”. En El libro de imagen, Godard sublima la idea del discurso cercenado. Teoriza sobre el contrapunto como el arte de la superposición; sin embargo, más que a la conjunción de imágenes y voces, Godard apuesta aquí por la escisión plena: el corte de montaje a negro como dispositivo central del discurso. Boicotear la comprensión elemental para invitar a pensar más allá de las imágenes. C de Clases: He aquí una historia de la extinción de las especies. El mundo se divide en dos grupos: ricos y pobres. Ambos parecen tener como misión la destrucción. Los ricos por voluntad propia. Los pobres por necesidad y falta de otras opciones. D de Dedos: Del ojo acuchillado de Un perro andaluz a un supercut interruptus de manos humanas, tomadas del cine, de los noticiarios y suponemos que del propio Godard, manipulando película analógica en la sala de montaje. El cine como un ejercicio de artesanía que halla en una cierta tosquedad el reconocimiento de su fuerza política. E de Europa: Un símbolo de decadencia. Un continente a la altura de la Freedonia de Sopa de ganso, de los hermanos Marx. ¿O quizá sería justamente a eso, a un anarquismo surrealista, a lo que deberíamos aspirar? I de Impurezas: En numerosas ocasiones, las imágenes “citadas” por Godard en El libro de imagen cambian de formato súbitamente en la pantalla, dejando por el camino lo que parece la estela de un glitch. Otras veces, es el contraste o la temperatura de los colores lo que desbarajusta el “equilibrio” de dichas imágenes. La exploración de la impureza digital como una forma de explicitar su (im)posible materialidad P de Política: “Los que están en el poder hoy son unos cretinos sanguinarios”. Godard contra la “ignominia capitalista” R de Remakes: De los chicos sometidos en Saló, de Pier Paolo Pasolini a unas ejecuciones filmadas en formato casero por algún grupo terrorista. La historia repite al cine. El cine prueba su inutilidad. Godard busca sublevar al cine y devolverle su función revolucionaria.
Jean-Luc Godard nunca fue para todos. Y ahora es sólo para los godardianos acérrimos. Ellos van a solazarse con sus juegos de contrapunto entre sonido e imagen, la superposición de textos sonoros, la perversión de imágenes mediante diversas técnicas, el montaje arbitrario de fragmentos de cualquier origen, los cortes abruptos, la inclusión repentina de signos, títulos y subtítulos por cualquier lado, y los aforismos estrafalarios recitados con voz sentenciosa y monocorde. Todo esto ya lo hacía desde la época del fílmico, pero ahora, con el digital y una isla de edición en su propia casa, el entretenimiento (para Godard y sus fieles) toma proporciones mayores. En cuanto al contenido, se lo explica como una lectura en descomposición sobre asuntos como la guerra, la esperanza y el mundo árabe. Esto último ocupa un tercio del totalopia casa. Eso, para los godardianos. Para el resto, él muestra lo que no se debe hacer. Confuso, chanta, pesado, divagante, no le dicen lindo porque tampoco lo es. Queda la tercera posición: como lo suyo es, básicamente, un collage de casi 200 fragmentos y citas citables, uno puede entretenerse identificando a qué película o autor pertenecen. El aportó "El soldadito", "Los carabineros" y "Tout va bien". El último fragmento, mucho después de los créditos finales, corresponde al bailarín enmascarado de "El placer", un viejo que pretende seguir en carrera y llamar la atención de las jóvenes. ¿Acaso sea una velada autocrítica del propio Godard?
El libro de imagen, la nueva película que Jean-Luc Godard presentó con éxito en Cannes (ganó la primera “Palma de Oro especial” de la historia del festival), es otro ensayo en forma de collage en el que imagen y sonido reconfiguran su sentido a partir de sus encadenamientos. Pero el cineasta legendario de la Nouvelle Vague esta vez pareciera aprovechar la sucesión temática para vaciar las imágenes de contenido, como otra forma de aggiornamiento a los tiempos que corren. Algunos planos son fáciles de reconocer y forman parte de clásicos del cine o de películas anteriores de Godard. Muchas otras son indescifrables. El cuantioso material de archivo lleva ese sello audiovisual de las películas de los últimos años de JLG, que una vez más juega con la edición, las distintas texturas de los formatos audiovisuales y un sentido del humor disruptivo. Al comenzar, Godard está obsesionado con las imágenes de manos (y son como dedos los cinco capítulos que, de alguna manera, estructuran la narración de toda la película), ponderando tal vez el trabajo artesanal. Luego aparece el movimiento con un enorme grupo de imágenes de trenes. Más adelante llegarán las armas, en algún momento se hablará de la ley y, sobre el final, el capítulo más extenso está dedicado a la mirada occidental, que pareciera implicar la negación, de la cultura árabe. La voz en off de JLG guía a lo largo de buena parte del camino al espectador, que no por eso obtiene de él demasiadas explicaciones. El espíritu de El libro de imagen no tiene que ver con Godard aclarando sus imágenes, por más que él se la pase bajando línea. Pareciera ser suficiente para el cineasta que el público se enfrente con ese collage babilónico propuesto en pantalla. Por momentos, la sensación que transmite esa sucesión deslumbrante de imágenes y palabras es la de estar stalkeando las redes sociales de JLG a lo largo de una hora y media.
“El libro de la imagen”, de Jean-Luc Godard Por Gustavo Castagna Acontecimiento, suceso, hecho extraordinario. Elija cualquiera de los tres rótulos u otro que se le acerque. En efecto: que se estrene comercialmente “el último Godard” implica eso y mucho más. Los defensores de su obra –desde los primeros cortos hasta El libro de la imagen, es decir, todo o casi todo aquello que hizo en más de 60 años – nuevamente preparamos una al lado de otra la batería de elogios recurrentes y habituales. Los detractores (uf), por su parte, volverán a hablar de su ego, su presuntuosidad, su pose de oráculo poco entendible y esto y aquello (que incluye, solapadamente o no, la crítica hacia los defensores de JLG). En el medio, otro montón de interesados que prefiere su etapa inicial, desprecia la era de la militancia y empieza a despedirse de JLG, sin fervores o excesos a favor o en contra, desde mediados de los 70 en adelante, es decir, cuando se presenta al mundo el Godard-video (Número 2, 1974). Basta de prólogos. El libro de imagen se refleja en el Godard de los últimos años, el de Nuestra música, Film socialismo y Adiós al lenguaje, no solo por la saturación de colores, la prédica de contar una no-historia o la forma en que se representa al mundo actual mirando al pasado. La manera que JLG aborda una y otra vez sus obsesiones temáticas ostenta una operación estética que el responsable conoce de memoria: hacer anclaje en hechos del siglo XX para hablar de estos días y desde allí volver a imponer su descreimiento, su postura nihilista sobre los tiempos que se vienen, su visión casi suicida en relación al contexto. La vieja Europa, desde la mirada eurocéntrica de Godard, del Godard intelectual y reflexivo, del que propone un poema en imágenes y no una película, se materializa nuevamente en El libro de imagen. Más aun, esas imágenes transmutadas en libro, un libro visual o una imagen dentro de un libro, tiene su origen (otra vez) en aquel trabajo que Godard iniciara hace tres décadas y que le sirviera para describir al cine como testigo sobreviviente de un siglo XX que rozaba su epílogo. Sí, claro: Histoire(s) du Cinéma (1988/1998) es el aluvión inicial que deja vislumbrar el epitafio (hasta hoy interminable) de un pensamiento y el primer abordaje hacia otras zonas parecidas y / o casi similares, o en todo caso, dirigidas a esos films adyacentes y complementarios que llegan hasta hoy. El libro de imagen es el último ejemplo. Docenas de imágenes de películas y frases de textos de autores importantes rondan en la hora y media de “el último JLG”. Y si es así, ¿por qué no deberían también estar fragmentos de títulos del Godard de los sesenta y de aquella irrepetible Nouvelle Vague hasta más cercanos en el tiempo, como Alemania nueve cero, Helas pour moi y Adiós al lenguaje? En los últimos veinte minutos de El libro de imagen, Godard articula su discurso desde la in-comprensión del mundo árabe, más específicamente de una entelequia arrasada llamada Arabia, como cuna de una civilización que la mirada centroeuropea burguesa jamás podrá descifrar desde su afán destructivo. Allí, JLG recurre a materiales caseros de fuerte impacto visual, a construir un discurso que fustiga al poderoso, al habitante actual de un paisaje en permanente tensión. Godard habla de Arabia pero también la geografía elegida puede parecer meramente situacional ya que la mirada se amplifica y llega a otros territorios parecidos. Godard deja su traje de revolucionario burgués para acomodarse en otro que propone resistir, en un ropaje de trinchera y barricada que ¿acaso? Intentará evitar la plaga fascista y dictatorial que se avecina en múltiples paisajes y geografías de estos días. Nada mal para seguir reflexionando desde la opinión de un artista de dos siglos. Nada mal para alguien que dentro de unos días celebrará su cumpleaños 88. EL LIBRO DE IMAGEN Le livre d’image. Francia / Suiza, 2018. Dirección y guión: Jean-Luc Godard. Producción: Fabrice Aragno, Mitra Farahani, Hamidreza Peiman y Georges Schoucair. Fotografía: Fabrice Aragno. Edición: Jean-Luc Godard. Con: JLG (narrador), Dimitri Basil. Duración: 84 minutos.
"El libro de imagen" es el último filme del reconocido Jean-Luc Godar, uno de los principales exponentes de la nouvelle vague. Godard posee 87 años de edad y una extensa filmografía cinematografica, la cual se ha caracterizado en los últimos años por su mirada hermenéutica tanto del cine como de la sociedad en general. Ya en filmes como "Nuestra música" (2004), "3x3D" (2013) y "Adiós al lenguaje" (2014) el director se ha vuelto cada vez más fragmentario tanto a nivel formal como narrativo. El libro de imagen es un documental sumamente intertextual con constantes referencias culturales, sociales y cinéfilas. En "El libro de imagen", el director explícita la fragmentación volviendo el relato sumamente metadiscursivo, reflexionando una vez más sobre el lenguaje en si mismo. Con una fuerte postura crítica hacia las remakes, vincula la repetición en el cine a la repetición de ciertos acontecimientos históricos, principalmente la guerra. Evidenciando como la historia de la humanidad se repite una y otra vez, tanto en el cine como en la vida. Mediante una polifonía constante, el director reflexiona también acerca del feminismo actual y a través de diversas imágenes muestra mujeres hostigadas. Mediante un montaje audaz como el de los rusos, en este film Godard reflexiona sobre este "libro histórico" que es el relato oficial de la humanidad, una forma visual de contar la historia de la humanidad a través del cine. En conclusión, un documental más que interesante, pero para cinéfilos conocedores de su poética y modo de representación. Digamos que no es algo para todo público sino más bien para un público intelectual. Sobre todo por lo fragmentario del relato, lo cual exige la concentración constante del espectador.
“El el libro de imagen”, la última película de Jean Luc-Godad, se presenta con la apariencia de un rompecabezas que cada espectador podrá disfrutar, detestar o sentir perplejidad, pero nunca lo dejará indiferente. El maestro de la Nouvelle Vague opina con tono bastante sombrío sobre la compulsión por la guerra y el poder, la distribución de la riqueza y la deriva autodestructiva de la humanidad con una cantidad impresionante de imágenes de archivo y sobre todo referencias cinematográficas desde películas de los hermanos Lumiere hasta otras de Fritz Lang, Carl Dreyer, Tod Browning, Ernst Lubitsch, Orson Welles, Hitchcock y Pasolini, entre muchas otras. Pero también literarias y filosóficas que incluyen a Montesquieu hasta Flaubert, Victor Hugo, Van Vogt y cierra con un extenso tramo de “Una ambición en el desierto”, de Albert Cossery ambientada en el Golfo Pérsico. Como si se tratase de un gran lienzo, Godard deconstruye esta especie de pentimento en el que van apareciendo las distintas capas de la historia y de las ideas, dividido a grandes rasgos en cinco capítulos que el director equipara a una mano, una mano capaz de crear, pero también de matar. Fascinado con las posibilidades infinitas de la tecnología aplicada a la imagen, Godard edita con un nivel de detalle fascinante y satura hasta el límite los colores y los monocromos en una operación poética que representa la profundidad de sus reflexiones, con fundidos a negro y su propia voz en off distorsionada, admonitoria o en un susurro. Además de su crítica a la violencia, el realizador rinde un homenaje a Cataluña y al mundo árabe como paraísos perdidos en este ensayo personal y visualmente radical.
Desde que abandonó el cine narrativo, Godard se convirtió en un artista que divide. Por un lado están sus exégetas, que lo consideran una suerte de divinidad, un profeta dueño de una mirada genial sobre los temas más diversos y encuentran un significado especial en cada uno de sus planos. Por otro están sus detractores, que se irritan y lo odian de manera visceral, que lo ven poco menos que como un anciano caprichoso y presuntuoso. Una batalla dialéctica, estética e ideológica con bandos a esta altura irreconciliables. En la línea de sus trabajos previos ( Film Socialisme, Adiós al lenguaje), El libro de imagen es una acumulación de imágenes, sonidos, carteles, citas y narraciones que funcionan asociándose, distorsionándose, potenciándose. Godard, a los 87 años, es como un DJ que samplea todos los elementos a su disposición. La violencia política y el sufrimiento humano son las principales obsesiones de este film que surfea por Rusia y el mundo árabe, por la actualidad de los ataques terroristas, aunque todo el tiempo regresa a hechos del pasado ligados a todos los "ismos" (comunismo, nazismo, judaísmo, etcétera). No faltan las citas literarias (Malraux, Goethe, Rimbaud) ni los fragmentos cinéfilos (escenas de Fenómenos hasta Johnny Guitar), pero más allá del patchwork visual, de esa apuesta siempre experimental en el tratamiento de las imágenes y los sonidos, Godard se muestra desesperanzado, agobiado, enojado y rebelde cual joven punk respecto de las miserias, contradicciones y los abusos de las clases dirigentes. La política -nos recuerda- está al servicio del poder y los intereses más oscuros y nefastos.
GODARD HACE LA SUYA Que Jean Luc Godard perdió el humor hace tiempo. Que se retiró del mundo. Que es un genio. Que está sobrevalorado. Que ya dio lo mejor. Que es un pedante. Que es el único director del cual se reconoce un plano como propio. Tantas cosas se dicen de Godard, de un lado y del otro. De quienes pretenden voltearlo como un muñeco o de quienes lo elevan a esferas inalcanzables. Mientras tanto Godard sigue haciendo la suya. Mientras tanto seguiremos buscando la imagen justa, su imagen justa. El libro de imagen se corresponde con las últimas reflexiones ensayísticas del legendario director, un críptico ensamble de imágenes y sonidos, cortes abruptos, saturaciones, alteraciones, discontinuidades y consignas, entre otros procedimientos que dan cuenta de una compleja red conceptual. La experimentación puede generar idea de caos, pero sería inexacto arribar a esa conclusión dado que hay ejes que estructuran el progreso expositivo/expresivo. Por supuesto, nada es fácil en el universo de Godard. En todo caso, alejado cada vez más de los espectadores y más cerca de los fieles, la premisa consiste en entregarse a una invitación, a una asociación filosa de ideas. Y el juego es seductor si uno está dispuesto a entrar y a hacer un esfuerzo, sino (parafraseando a Borges) esta película no fue hecha para usted. Cada una de las partes que conforman los bloques son disparadores para hacer interactuar las imágenes provenientes de diversos registros (cine, video, tv) y para interpelar los ojos y el pensamiento occidental. Ya sea en relación al estatuto de lo que vemos, cómo lo vemos y de qué modo lo aceptamos. Por supuesto, vuelven a aparecer las preocupaciones en torno a la representación del horror y el lugar del arte en el Siglo XXI como continuación de una imposibilidad, a saber, la problemática convivencia con un mundo saturado de imágenes de consumo, de oportunismo ideológico y de guerras. “El cielo sólo se calma con sangre. El inocente paga por culpable” dice la voz cavernosa en off. Godard vuelve a extremar las posibilidades de montaje y construye su sistema de citas y de referencias alternado con fundidos en negro que caen como azotes. La demolición de la idea de continuidad temporal se sostiene con interrupciones constantes, alternancias impensadas entre signos opuestos y variaciones semánticas. Así, el apartado tres parte de los trenes asociados al cine, a los orígenes y al movimiento. Están las imágenes de los Lumiere, pero también los otros trenes, los del subdesarrollo y los de las purgas humanas. Algunos insertos de flores y animales parecen devolver la vida cuando los humanos se encargan de exterminarla (“El terrorismo como una de las bellas artes”). Las disociaciones entre imagen y sonido incluyen irrupciones de bombas, sacudones auditivos tan molestos como las saturaciones visuales, dos indicios que mucho hablan del estado del mundo y de su recomposición fílmica. El último tramo, “La región central”, incrementa la apuesta apocalíptica. Godard parte de las desigualdades y lo hace con su habitual sarcasmo. “Hay dos clases de desigualdades: los muy ricos y los muy pobres. Unos abusan de los recursos por placer; los otros, por necesidad”. E inmediatamente surge una lúcida manera de enfrentar a Occidente/Oriente como dos espejos con reflejos distorsionados, sobre todo por el modo en que uno piensa y representa, reduce y estigmatiza al otro. Por supuesto, la argumentación nunca es lineal, pero sí son contundentes las conclusiones: “El acto de representar (al otro) es una reducción que ejerce violencia hacia el representado” o “El mundo árabe es visto como un conjunto, no como personas (…) ¿pueden los árabes hablar?”, “Siempre estaré del lado de las bombas” frente “a los estúpidos sanguinarios”. Ahora bien, ¿quién habla en El libro imagen? O mejor dicho, ¿a través de quién habla Godard? Una respuesta posible es a partir de la historia del cine, de imágenes residuales en contrapunto con las del mundo digital, mezclándolas, haciéndolas dialogar incluso con otros lenguajes figurativos y tecnológicos. Ese ensamble es particularmente alucinante y demuestra un ejercicio notable de selección y disposición. Se trata de un paseo poético por escenas despojadas de la emoción inicial y puestas en un contexto diferente y creativo a la vez. Es cierto que por momentos la pedantería enunciativa puede irritar, pero también es cierto que hoy Godard es una especie de outsider, uno de los pocos tipos que cuestionan radicalmente, que sigue confiando en sí mismo y en sus experimentaciones cromáticas, alejado de la complacencia y más cerca de continuar incansablemente explorando las relaciones entre textos, imágenes y sonidos. Y en la suya está, porque “aunque nada salió como esperábamos, eso no cambiará nuestras esperanzas”.
Con "El libro de la imagen" Jean Luc Godard, un maestro mayor del experimentalismo y la vanguardia, amado por unos, detestado por otros, entrega una vez más un filme polémico, pero que los más tradicionales amantes de la primera época de su cinematografía ("Sin aliento", "Vivir su vida", "Rogopag") desconocerán. La historia de los cinco capítulos como los cinco dedos de la mano es una suerte de rompecabezas, de caleidoscopio loco en que fragmentos de filmes, imágenes totales o secuenciales, pensamientos o palabras tiradas como botellas al océano, intentan captar el ritmo de la vida y del cine con ondulaciones formales, cadencias o mensajes crípticos. ATMOSFERA OSCURA Recurriendo como nunca al montaje, al juego cinematográfico en su más puro sentido, su resultado es lúdico y sensorial, casi onírico y sólo explicable en la teoría -anti teoría del maestro que supo integrar la polémica "nouvelle vague". Con altos y bajos en las ráfagas de movimiento que sacuden la pantalla, Godard deja lugar al caos y ciertos brillos, pero también a la desintegración y sentido sólo comprensible para unos pocos. La situación del mundo, aproximaciones a su historia, a su literatura, a su política, a la esencia del individuo, siempre en un universo de ricos y pobres siguen siendo su historia. Forman el magma de la materia con que trabaja a puro montaje. Un pensamiento que entrecruza imágenes siempre difíciles de interpretar. El mundo árabe es una preocupación. Pero todo el universo y el hombre siguen siendo materia de preocupación para Godard, experimental, caótico a veces, indescifrable y siempre dispuesto a la pelea. Filme ensayo puramente frío y desbocados, donde la construcción lúdica, en cierta forma, lo acerca a una de sus últimas producciones, "Adiós al lenguaje", pero con una atmósfera fatalista y oscura.
Nuestras esperanzas Godard es una figura esencial, mítica, inimitable. No es lo mismo ver su última película que cualquier otra de la cartelera. Me resulta difícil afrontarla con la misma inocencia. Entro a la sala con una mochila cargada con todas sus películas, muchas de ellas vistas varias veces. La pantalla es un abismo sin fondo de donde emerge la voz rocosa del autor recitando sus versos elegíacos. Palabras furtivas, dibujos efímeros compartidos por unos pocos, imágenes que se fusionan, se alternan y se superponen para que surja una belleza incómoda. El cine de Godard se vive: cada uno permanece bajo su influencia. Algo se imprime en nuestra retina sin que encontremos palabras para teorizarlo. Solo podemos contemplar el fascinante magma visual y sonoro, ser absorbidos por la corriente, convertirnos en una esponja de sensaciones.El carácter introspectivo de este collage audiovisual extraordinario que interroga todas las técnicas y posibilidades del cine solo puede ser amalgamado en la mente y en el corazón de cada uno. El libro de imagen es la forma más pura de nuestro inconsciente colectivo hecho de películas, recortes de noticias y otras imágenes históricas y culturales en las que está basada nuestra civilización. La película sigue la deriva visual y sonora de Histoire(s) du cinema con un montaje intuitivo de imágenes tomadas desde los orígenes del cine, pero también pinturas, noticieros, sugerentes variaciones sobre textos de grandes escritores y diálogos con varias voces entre las que sobresale la del propio JLG. El libro de imagen es un torbellino cuya belleza radica no solo en la edición sino en la forma en que el cineasta logra transfigurar los materiales originales. Más allá de la aparente profusión de motivos, ideas, ecos y referencias, la película está construida sobre cuatro grandes pilares: la guerra, la revolución, el amor y el cine. Godard condensa su pensamiento histórico: la gravedad de ciertos temas no impide la dimensión lúdica que atraviesa a todas sus películas. Las imágenes se superponen y las voces se multiplican generando un contrapunto de incontables resonancias. El conjunto avanza como un majestuoso río, una corriente de colores saturados, reelaborados o distorsionados, que por momentos parecen pintados en la pantalla, como si fuese un artista plástico buscando el sentido en las superficies. La pintura se instala como genealogía del cine: una fogata en la noche cuyas imágenes frotadas entre sí producen luz y calor. Las visiones se encadenan, las variaciones sonoras también. Imágenes sin sonido, sonidos en una pantalla negra, desincronizaciones que se suceden en sobreimpresiones. Cada archivo es un material plástico infinitamente maleable. Nuestra esperanza consiste en pensar con las manos en lugar de dominar con los ojos para que nazca una nueva idea, un pensamiento diferente, una mirada original.
Así como se hicieron infinidad de interpretaciones del la primera imagen de “Un perro andaluz” (1928) de Luis Buñuel, siendo la más aceptada desde la teoría, la manipulación de la mirada del espectador, empieza ésta última producción del nonagenario Jean Luc Godard. Las primeras imágenes establecen que “El cine es cortar” (2010) como establecen en su libro homónimo el montajista Nelson Rodríguez, en co-autoria con el investigador, docente y director de la cinemateca de Cuba Luciano Castillo. Pero ellos constituyen y justifican al elemento como inherente al lenguaje del cine de manera extraordinaria. El filme del director de “Sin aliento” (1960) no se establece en este filme dentro de ese parámetro, si bien es un cultor del montaje. Pero esa primera impresión de empezar a ver algo diferente, en tanto propuesta, termina por ser una catarata de disquisiciones pseudo- filosóficas difíciles de asimilar por la velocidad de las mismas, y por la heterogeneidad que constituyen. Ya lo decía Enrique Santos Discépolo en su tango “Cambalache” …” la biblia junto al calefón”.. Todas estas palabras, sumadas e investidas con imágenes de todo tipo, de archivo todas, de ahí el montaje antojadizo. Desde el recorte de viejas películas, ficciones y documentales, algunas icnográficas otras más del orden emotivo. Constituidas en lo que podría dividirse en 5 capítulos, a fuerza de entendimiento del espectador y no de construcción del filme, en temas como el comunismo, la guerra, Europa como tema preponderante, la violencia cotidiana, y la discriminación establecida al mundo musulmán y/o los inmigrantes ilegales, todo mezclado en 88 minutos. La película podría entenderse como una disquisición acercándose a lo peor de la semiología, que a veces se constituye en hablar y hablar sin decir nada. Acá seria la sumatoria de imágenes e imágenes a gran velocidad con una voz en off circunspecta, demasiado de todo, que no llevan a ningún corolario claro. Posiblemente, y tal vez tenga razón algunos, los seguidores a ultranza, dirán que es un filme para ver muchas veces. Particularmente prefiero me entreguen el guión para leerlo, cuando la vi no me resulto tan desconcertante como aburrida.
El viejo sabio de Godard vuelve a las andadas con una obra que usa el cine pero que, digamos la verdad, es difícil de definir como “cine”. Hay un collage de imágenes y formas, hay pensamientos diseminados como si se tratara –mucho de su último cine lo es– de un fluir de conciencia. Y hay además una mirada sobre el mundo árabe que también se ha ido cristalizando desde –por lo menos– “Notre Musique” en adelante. Hay también mucho más que, en cierto sentido (cuando la oscuridad godardiana se sobreactúa pour la gallerie) a veces resulta mucho menos.
La nueva película del mítico realizador de “Sin aliento” es una fascinante exploración audiovisual que abreva en la historia del cine y en la situación política del mundo árabe. En LE LIVRE D’IMAGE, Jean-Luc Godard continúa con su exploración política de los materiales cinematográficos y su exploración material de la política cinematográfica. Este juego de palabras –propio de los que suelen aparecer en sus películas– se refleja claramente aquí al punto que bien podría hablarse de dos filmes en uno. Volviendo a usar un godardismo de ocasión: está el filme ue discute las ideas de lo que es el cine y el que discute lo que es el cine de las ideas. En el primero hay un trabajo sobre la disociación entre el sonido y la imagen, un intento de reeducar al espectador respecto a cómo esas categorías se establecen y se pueden, fácilmente, desestabilizar. Es un recorrido por escenas que JLG considera claves de la historia del cine pero trabajando el montaje (el visual pero especialmente el sonoro) en plan deforme, disperso, desconectando las referencias visuales de las sonoras, inusualmente atronadoras y cacofónicas. En paralelo, Godard avanza sobre líneas temáticas que se han vuelto constitutivas de su cine, especialmente en las últimas décadas, algunas ligadas a la relación entre Occidente y el mundo árabe. En este aspecto los disparadores lanzados por el cineasta son inusualmente claros y hasta didácticos. Sin embargo, visualmente, el realizador apuesta allí a crear planos de una electrónica y extraña belleza, de colores saturados que tornan al filme en un ejercicio impresionista a partir de la deformación del registro digital. Lo temático se sostiene (¿cómo se relaciona Europa con el mundo árabe? ¿Puede entenderlo sin las limitaciones de su propia concepción el mundo?) en el que acaso sea el segmento de mayor consistencia tonal de larga duración de sus últimos filmes. En esos momentos, esa loca energía de desarmar el cine hace una pausa, se frena y mira el mundo pixelarse, de a poco, de la misma manera que envejecen y se resquebrajan sus manos, las que (des)hacen el cine mientras intentan (re)hacer el mundo.
Falsos comienzos, cortes, distorsiones, ralentíes, abruptos fundidos a negro, registros mixtos, sonidos superpuestos: el incansable Jean-Luc Godard está de vuelta con El libro de imagen, un ensayo visual urgente sobre el presente humano que hace de la cita y el montaje su arma semiótica, un instrumento anti-espectáculo enraizado en el amor y la manipulación artesanal del celuloide. Fragmentos de cine clásico (Saló, El soldadito, Mabuse, El expreso de Shangai) coexisten con documentos audiovisuales de los siglos 20 y 21 con primacía de guerras, bombas, ataques terroristas, migrantes, árabes y refugiados y la persistente voz de Godard, una voz anciana, seria, virulenta, de último y eterno momento, de noticiero espectral, de catacumba utópica. La pedagogía de Godard es tan clara como lo permite su hermetismo: a sus 88 años el cineasta se erige vocero superviviente de una modernidad trágica que ha quedado atrás sin ser superada, con el statu quo económico, político y simbólico que aquel movimiento cuestionaba hoy consolidado y profundizado. Por eso si bien la consigna brechtiana de la autenticidad del fragmento por sobre el continuum ilusionista se cumple a rajatabla en el collage Godard habla sin ambages de revolución, utopía, esperanza, extinción, violencia de la representación occidental, ricos y pobres y la desaparición del cine, una agenda sintética y afiebrada de emisario rebelde. En su incomodidad exhibitoria El libro de imagen se debate entre aporía y sentido, tiempo y atemporalidad, imagen y palabra, denotación y signo. ¿Cómo estar sin diluirse, cómo nombrar sin matar, cómo conciliar apariencia y verdad, límite y posibilidad? ¿Desde dónde y cuándo se pronuncia Godard? “Esperar es demasiado cuando el tiempo está fuera del tiempo y la espera que tiene lugar en el tiempo abre el tiempo a la ausencia del tiempo, donde no hay nada que esperar”, dictamina el francés. Más allá de la elusión, el trabalenguas o la histeria metafísica (y es que Godard también es ese maestro mimado en Cannes que se hace aparecer en pantallas de teléfono como un receloso holograma y se resiste a abrirle la puerta a Agnés Varda cuando ella lo visita en Visages Villages), la clave de El libro de imagen se cifra en el tono, el temblor, la vibración material de cada pasaje: es en ese latir de escenas y rostros y convulsiones sociales y formales que se condensa la vida en su presencia y potencia, el mensaje en la botella de este “libro de imagen” mecido con emoción en las costas del pasado y el futuro, la luz y la oscuridad.
El pionero de la crítica cinematográfica André Bazin fundó la revista Cahiers du Cinéma en 1951. De tirada mensual en sus inicios, se convirtió en un campo de resistencia frente al modelo clásico y la narración clausurada. Truffaut, Godard, Chabrol, Rivette o Rohmer encabezaron una camada que se conformaría por más de un centenar de críticos-cineastas. Todos ellos fueron grandes escritores antes que realizadores cinematográficos y reivindicaron a través de sus escritos la pasión como salvavidas de la condición humana. El nuevo rol del realizador cinematográfico trastocó por siempre la idea establecida, y parte de aquella semilla inicial puede rastrearse en un texto publicado en 1948 bajo el nombre de: “La Cámara Pluma” (Cámara Stylo), autoría del teórico Alexandre Astruc. Uno de los primeros en plantearse interrogantes acerca del papel definitivo del director cinematográfico, Astruc decía que el realizador debía ‘dibujar con su cámara’ de la misma manera que un escritor ‘dar trazos con su pluma’. Esto nos hablaba a las claras de un claro sentido de la singularidad individual. Además, plasmar la realidad del mundo sin manipular la mirada, exigía un espectador atento y presto a interpretar bajo su propia óptica este mundo figurado, enalteciendo el acto artístico. Siguiendo la ruta iniciada por Astruc, este variopinto grupo de cinéfilos (luego convertidos en directores amateurs) perseguía la libertad creativa, poseía una gran cultura general y un profundo carácter de espontaneidad a la hora de ponerse detrás de la máquina de escribir (luego de la cámara). Precursor de esta camada emerge la figura de François Giroud, quien en un artículo publicado en 1958 por la revista L’Express, habló por primera vez de una incipiente “Nouvelle Vague” o “Nueva Ola”, movimiento cinematográfico al que lo inaugura un ícono de la cultura francesa de aquellos tiempos: Jean-Luc Godard, con su film “Sin Aliento”, en 1960. Godard, a lo largo de su ecléctica e incansable carrera, cumplió con todos los preceptos que la entonces novedosa teoría de autor esbozaba. El cine es ese territorio en donde el director se encuentra libre en su hábitat, en búsqueda de plasmar las obsesiones, los sueños, los recuerdos y los deseos que mueven su existencia. Se trata de transgredir la propia experiencia del acto creativo para subvertir la mirada ofreciendo el discurso cinematográfico a disposición que lúdicamente se dispone a jugar con lo verdadero y falso del lenguaje (he aquí el carácter ilusorio del cine como arte), pero con una profunda conciencia de desafiar los límites que lo establecido impone. Similar impacto puede percibirse en la obra que el francés desarrollara a lo largo de seis décadas de continua reinvención. Un cineasta recurrente en trabajar formatos experimentales como el collage, cuya monumental obra “Historie(s) du Cinema” resulta el epítome de una obra tan excesiva como inclasificable. Abordando el registro de video experimental, el cineasta francés plasma su propio testamento cinéfilo en un encomiable trabajo que le demandara una década de realización (1988-1998). Estrenado con motivo del centenario del Cine, este extenso proceso de reescritura y metarreferencia sobre su propio legado y concepción autoral se asemeja a una prolongación de sus propias inquietudes como autor cinematográfico; de esas que su filmografía entera se retroalimentó. Al momento de su estreno, la magnitud de este registro lo convirtió en un ejemplar dificultoso de abordar. Sin embargo, la distancia que otorgan los años, se ha comprobado en más de una ocasión, siempre brinda otras posibles perspectivas. A las puertas del siglo XXI, el cine se ha vuelto centenario. Cronológicamente, y teniendo en cuenta que nació un 28 de diciembre de 1895, podría decirse que nuestra querida gran pantalla está transitando su tercer siglo de vida. Lo cierto es que, cruzando la barrera del tiempo, el cine adquiere carácter de madurez. Recapitular el legado de una disciplina expresiva transcurrido un siglo de su existencia, en términos de la historia del arte, no deja de resultar un lapso de vida breve, si lo comparamos con otras expresiones milenarias. No obstante, desde aquel bautismo de fuego -bajo el puño de Ricciotto Canudo en el llamado ‘Manifiesto de las Siete Artes’- hasta hoy, el cine ha recorrido un trayecto profuso. Su evolución como arte se ha mantenido constante, en perpetua transformación y en abundante producción. Testigo de un siglo que avanzó a ritmo vertiginoso, el cine mutó incontables ocasiones en busca de trascender los límites de su arte sin perder jamás su esencia. Su naturaleza, fue la de provocar nuestra mirada. A ropósito, resulta válido preguntarse, ¿cuánto queda de aquel deseo de transgresión presente en la icónica navaja que rasuraba el ojo durante la provocativa “Un Perro Andaluz”, de Luis Buñuel? Aquella violenta escena representó un antes y un después para la historia del Cine. Esa agresión a nuestros ojos (proveniente de un movimiento tan irreverente como el surrealismo) representaba una toma de postura: provocar nuestra mirada y despertar nuestros sentidos era una manera de involucrarnos con la génesis del lenguaje. La afrenta llevada a cabo por Godard, casi un siglo después, parece querer retomar aquella senda: despertarnos de un eterno letargo. Sin el espectador y su eco personal sobre cada obra visionada, no habría arte posible. En 2014, Godard estrena una extraña pieza llamada “Adiós al Lenguaje”, reformulando la utilización del portentoso instrumento 3D, el descubrimiento más revelador acerca del rumbo trazado por el cine moderno: espectacularidad en detrimento de contenido.S in embargo, el francés subvierte las normas. Potencia el vehículo tecnológico como mero pasaporte de sus obsesiones. “Adios al Lenguaje” resultó una atractiva guía experimental. Un testamento sorprendente, provocador y, por momentos, inaccesible. Derroche de virtuosismo que filosofaba, de modo lúdico, sobre el estado del mundo y nuestra caótica existencia. Desconcertándonos, el inclasificable autor nos deslumbraba como el mejor prestidigitador. El emérito director ruso Andrei Tarkovksi, solía decir en sus ensayos teóricos publicados, que el cine, gracias al uso de los elementos que constituyen su lenguaje, tenía el poder de esculpir el tiempo, una forma poética de ver el mundo y relacionarse con la realidad, haciendo partícipe al espectador del conocimiento de la vida, nada menos. Casi cien años después de la desobediente y valiosa afrenta buñueliana, la imagen en movimiento nos sigue maravillando a 24 fotogramas por segundo, a medida que el artificio cinematográfico ha perfeccionado sus técnicas, amalgamando el relato audiovisual al espíritu de su tiempo. Ello ha colaborado en que la magia de sentarnos en una sala a oscuras a ver una película continúe deslumbrándonos. Por tal motivo, films que rompen con todo tipo de esquemas previsibles, como el pertinente caso de “El Libro de la Imagen” resultan valiosas gemas que aguardan nuestro descubrimiento. La quintaesencia cinematográfica ha sido objeto de revisionismo para teóricos y estudiosos de la materia desde siempre. ¿De qué forma podríamos mensurar la radical deconstrucción del lenguaje llevada a cabo por un pionero del Dogma 95 como Lars Von Trier? No caben dudas que su impacto en las reglas del lenguaje representó un regreso a las fuentes primigenias del cine tan osado como necesario para su evolución. La distancia que otorgan los años, se ha comprobado, siempre brinda otras posibles perspectivas. Acaso desafiando las reglas del tiempo y pretendiendo romperlas, lo acometido aquí por el inmortal Jean-Luc Godard nos habla, a las claras, de la supremacía y potestad que adquiere el artificio cinematográfico en sus manos. Ese poder de fascinación sobre nosotros sigue intacto, afortunadamente. Un lustro después de aquella singular experiencia en 3D, Godard retoma la apuesta con “El Libro de la Imagen”, un erudito collage de influencias literarias, plásticas y cinematográficas que descompone el lenguaje cinematográfico sobre nuestros ojos. Con palpitante lucidez, este joven octogenario derrama sobre nosotros una auténtica enciclopedia sobre el séptimo arte. Nos inunda de colores, sonidos e imágenes de extrema belleza, que sacuden nuestros sentidos e intelecto. Su última creación resulta una infrecuente y valiosa invitación al pensamiento, bienvenido desafío intelectual. En tiempos del cine en tercera dimensión, la huella inicial del arte cinematográfico se rastrea desde aquellos primeros experimentos de un visionario como George Méliés. Sin perder de vista que también el espectador ha cambiado, con la importancia que ello conlleva. En toda expresión artística, el receptor de la obra (visual, sonora o escrita) juega un rol fundamental. En gran medida es éste quien completa el sentido de la misma. Al menos uno de tantos posibles. Y son, precisamente, esos parámetros de subjetividad inmanejables para el artista lo que convierte al acto gozoso de contemplar una obra cinematográfica en algo intransferible. Justamente, en esa comunión del artista con el público (y del film como puente entre ambos) también reside gran parte de la magia del arte cinematográfico. Una fórmula que “El Libro de la Imagen” se anima a comprobar sin fecha de caducidad. Nuevamente, la sala a oscuras y el ritual de absoluto placer de contemplar esta historia que quedará grabada en nuestra retina y pasará a formar parte de nuestro olimpo de films imprescindibles. Godard concibe su ulterior relato fragmentado, confluyendo en un arrojo audiovisual que no teme hermanarse con su desmesurada intertextualidad. Un libro de imágenes como tesoro de toda biblioteca cinéfila.