Sin escrúpulos Cuando uno se sienta a ver El movimiento del director argentino Benjamín Naishtat, no espera que empiece de la manera que empieza, tan cruda y fascinante, más cuando se entera de que el rodaje duró solamente diez días. Con total ausencia de colores en todo el film, el blanco y negro que se impone durante los 70 minutos, otorgan ese toque nostálgico que necesita una película que mezcla el western, el thriller, lo gauchesco y la epopeya histórica. Hay que hacer una mención especial al final como falso documental, el cual es un detalle de originalidad excelente. El guion, a pesar de ser algo complicado, es de buena calidad, logra retener al espectador en su asiento queriendo escuchar más. Si hay algo que se le puede criticar, y esto es a modo de crítica personal, son los fundidos a negro constantes durante toda la película, que resultan algo molestas a los ojos. Benjamín habló con el sitio Otros Cines sobre su película y contó cómo fue hacer una película con tan poco tiempo y plazo determinado para poder presentarla en el Festival de Jeonju: “El movimiento se filmó en diez jornadas y media, y toda la posproducción, incluyendo montaje, edición y mezcla de sonido, efectos y dosificado, se hizo en menos de dos meses. A la distancia pienso que aceptar la invitación y esos plazos que eran los necesarios para llegar a Jeonju con la película terminada fue algo temerario y voluntarista, una sobreestimación de la propia capacidad. Dicho eso, fue una experiencia emocionante, llena de vértigo. La experiencia de Historia del miedo había sido completamente distinta, marcada por la paciencia y perseverancia de los años de talleres, laboratorios y aplicaciones a fondos. Indudablemente el tiempo del proceso creativo y de producción incide en el tempo de la película y creo que ahí donde Historia del miedo resultó un film sumamente cerebral, con todo lo tedioso que eso puede resultar, El movimiento es una propuesta más frenética e instintiva. La contraparte obvia es que con más tiempo algunas cosas hubieran madurado un poco más, particularmente en el montaje”. Hablando para Télam también contó sobre qué trata la película: “Es una historia situada en una especie de tierra de nadie en un momento fundacional de la Argentina donde el protagonista intenta encarnar todo a la vez, las reglas y la autoridad, sabe qué hay que hacer, cómo hacerlo y cree que él tiene que hacerlo, sufre una especie de cosa mesiánica” Actores: Pablo Cedrón: lo que logra este actor en El movimiento es algo que supera la expectativas del espectador. Logra traspasar la pantalla y empatizar con el espectador. Naishtat le contò a Telam quién es el personaje de Cedrón: “Este personaje interpretado por Cedrón es una especie de psicópata que al mismo tiempo es muy sensato e intenta empatizar con la gente. En ese sentido, la película es un retrato casi grotesco de un político de aquella época, que se presenta como la encarnación de todas las esperanzas, y que en realidad está incubando una sed de poder y de afirmación de su personalidad”.
Situada en el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas, a quien no se lo nombra pero se lo ve fugazmente en un pequeño retrato en una pulpería, la película de Naishtat, al igual que la precedente Historias del miedo, trabaja sobre el malestar social, ahora en clave histórica, pero con evidentes signos que pueden ser reinterpretados en nuestro tiempo. El talento es ostensible: en una hora y escasos minutos, el joven y ambicioso director reconstruye una época y sintoniza con la mentalidad criolla decimonónica. Es un tiempo en el que impera una voluntad de orden, por momentos delirante, respecto de una nación cuyo nacimiento simbólico ha parido antagonismos insalvables y una peculiar dialéctica entre la civilización y la barbarie. El movimiento al que se refiere el título no alude del todo a los partidarios de Rosas. Hay aquí una estrategia de abstraer las marcas políticas de aquel tiempo, que opera tanto como una forma de universalización de este cuento civilizatorio y también como una actualización metafórica que desmarca el film enteramente del pasado. El líder encabezado por Pablo Cedrón y sus seguidores viajan por el interior del país en busca de nuevos seguidores y apoyo económico para la causa del movimiento. Se trata de conjurar la anarquía por todos los medios, y aquí el fin justifica cualquier cosa: fusilar, degollar, robar. Son los tiempos de la Mazorca. El trabajo de Cedrón es formidable, y también lo son las elecciones formales de Naishtat. Los cortes abruptos de la mayoría de las escenas son pequeños navajazos que llevan a entender físicamente la violencia de la época, aunque como bien se explicita en la escena final, en donde los representantes del pueblo miran a cámara mientras se divisan una moto y una camioneta que pasan detrás de algunos de ellos, este film habla también del presente. En efecto, el modelo espacial de Naishtat es el de Peter Watkings en La comuna, en tanto que hay un concepto de artificio que debe producir un sistema de distanciamiento receptivo. Esto no solamente se vuelve evidente en esa escena extraordinaria final en la que el pueblo mira a cámara y sus intérpretes sienten que ese momento excede a la representación de la época, de tal modo que la propia historicidad de los actores pierde su contrato con la ficción y se sienten invitados a hablar sobre algo que la película jamás enuncia del todo, a pesar de que negativamente se llega a balbucear una figura: el innombrable. A este particular pasaje se llega habiendo desmantelado la impronta documental que cualquier locación impone. Un gran número de escenas se desarrollan al aire libre, y en la mayoría es de noche. La poética elegida consiste en delimitar un campo visual tenue que, más que buscar una fidelidad representacional de un ecosistema, debe producir un cortocircuito entre la fuerza de un territorio y su registro. Se trata de enrarecer el espacio y las situaciones escenificadas por una doble vía: convertir en teatro el territorio abierto a través de un prodigioso modo de iluminar en la noche e insistir a su vez en planos cerrados sobre los rostros de los actores. Excepto por la escena inicial y final, cada vez que se abre el campo de visión sucede lo mismo. Esto no impide que la lluvia y los relámpagos adquieran una materialidad imponente, lo que también sucede con los caballos, pero la naturaleza nunca deja de funcionar como una entidad extrema que está en sintonía con las exaltaciones psíquicas del personaje de Cedrón. El movimiento tiene chances de llevarse un premio. Lo que es evidente es que se trata de un film nacido para generar controversias. Las características antinomias que atraviesan la historia argentina y el imaginario público y político serán inevitables cuando le toque a la película ser objeto de interpretación. La película misma incita a la batalla (interpretativa). Naishtat confirma talento y ambición, y parece dispuesto a seguir apostando a realizar cine político y de ficción. Toda una rareza.
El realizador de HISTORIA DEL MIEDO y de varios muy buenos cortos se corre un poco en lo que respecta a la época pero no en lo que respecta a sus temas preferidos en esta curiosa suerte de western gauchesco experimental, cuyo modelo austero y extrañado para observar la Argentina del siglo XIX hace recordar un poco a JAUJA. No tanto en lo específico –ni el blanco y negro de la fotografía ni la trama tienen mucho que ver con los del filme de Lisandro Alonso, aunque sí el académico cuadro 4:3–, si no más bien en el intento de observar el pasado nacional desde una nueva o diferente perspectiva a las más convencionales, algo que uno imagina volverá a aparecer el año que viene con ZAMA, de Lucrecia Martel. El tema de Naishtat siempre ha sido la violencia latente que tensiona todas las relaciones humanas. En cortos como EL JUEGO y ESTAMOS BIEN, esa violencia se hace presente a través del uso de armas, sí, pero también en función de la imprevisibilidad psicológica de los personajes. En HISTORIA DEL MIEDOpasa algo parecido, pero allí el miedo es ya casi un estado de la mente, una condición de la existencia en el mundo actual, la sensación de que lo real, lo aparentemente normal, tiene siempre un costado oscuro e imprevisible. En EL MOVIMIENTO –filme realizador a partir de un premio del Festival de Jeonju y estrenado mundialmente allí– estamos en 1835, la Argentina es un páramo donde la peste ataca y los soldados sobreviven casi sin comida en sus viajes por parajes desérticos o abandonados a su suerte. En medio de esa misteriosa tierra de nadie en la que no parece salir nunca el sol y las amenazas pueden venir de cualquier lado, nos encontramos con un hombre (interpretado magníficamente por Pablo Cedrón) que viaja tratando de convencer, como sea, a los pueblerinos de unirse a su tan mentado y nunca explicado “movimiento”. Las opciones no parecen ser muchas: sumarse o pasar a degüello. No hay que ser historiador ni saber mucho de política argentina para notar por donde pasa la metáfora que intenta contar Naishtat, que viaja al pasado para trazar una historia de la violencia política en la Argentina en nombre de improbables causas políticas que esconden, más que otra cosa, intereses y deseos personales. El filme relatará la “campaña” de este hombre y sus dos secuaces (uno de ellos jamás abre la boca y el otro es un hombrem muy joven) en su paso por una serie de cada vez más abandonados parajes provinciales, incluyendo algunos alucinatorios inerludios musicales. Con una fotografía magnífica en blanco y negro y una atención especial por los rostros, los gestos y las miradas, EL MOVIMIENTO no avanza de una manera narrativa clásica, sino que más bien se va hundiendo hacia una especie de abismo de la locura, la matanza y la masacre. Todo lo que puede salir mal va a salir mal, y los muertos y degollados se irán apilando en esta breve (la película apeas supera la hora de duración) pero impactante peripecia. Sobre el final Naishtat reserva una sorpresa mediante un procedimiento que ya había usado en otros trabajos suyos (la idea de “romper la cuarta pared” con el espectador), como si fuera una manera de trazar una línea directa entre esos extravagantes sucesos, la actualidad y poniendo el recurso de la ficción versus el documental como espejos de un mismo sistema de cosas. La película puede parecer muy alejada a nuestra forma de vida pero la ficción es solo un pase de magia: con un mínimo detalle escenográfico, la realidad se hace presente planteando con claridad que, acaso, las cosas no sean tan distintas ahora de lo que lo eran 180 años atrás. En la constante discusión de la crítica local sobre si las nuevas generaciones de cineastas se atreven o no a meterse en temas políticos, Naishtat deja en claro que no le teme al desafío.
Civilización y barbarie Tras su auspiciosa ópera prima Historia del miedo (2014), el realizador Benjamin Naishtat indaga en El movimiento (2015) la génesis de una nación, forjada con una violencia no exenta de delirio. 1835. Son tiempos de crisis, de anarquías y de reglas impuestas a cuchillo. El horizonte aún parece infinito en esta jovencísima Argentina. La peste acaba con la vida de miles de personas y, en medio de este panorama desgraciado, recorre el campo “El movimiento”, un grupo de hombres liderado por un caudillo feroz y delirante, a quien Pablo Cedrón interpreta de forma brillante. Resulta difícil imaginar un mejor intérprete para tamaño personaje. El movimiento es, también, una mirada nada condescendiente sobre el comienzo de una nación, en donde convive el malevaje de la literatura borgeana con el western; mixtura ofrecida en un blanco y negro que la directora de fotografía Soledad Rodríguez compuso con delicadeza pictórica. En tiempos fundacionales transcurre este relato conciso y despiadado, que puede conectarse con Jauja (Lisandro Alonso, 2014) no sólo por el formato de pantalla cuadrangular, sino también por la lectura histórica que ambas obras promueven sin una pizca de enciclopedismo o acercamiento didáctico. También hay algo de lo épico degradado y del delirio propio de las narraciones de Cesar Aira. Pero es justo reconocer que la película de Benjamin Naishtat tiene vuelo propio, y que las influencias convergen en un universo compacto, reconocible pero a la vez extrañado. Es el triunfo de una elaboradísima puesta en escena, que tiene un destacable acierto y es el uso del primer plano como una herramienta para explorar tensiones forjadas mediante gestos mínimos y miradas desafiantes. El realizador también propone un tono disruptivo, merced a planos que irrumpen como si se alejaran de la notación meramente histórica, y que funcionan como puntos de fuga del personaje protagónico. Es un personaje memorable, de esos que perduran en la retina del espectador luego de la proyección; patético, plomizo, decadente, altisonante, idealista. Y sumamente verosímil en este contexto febril y proclive a ser conectado con los tiempos electorales que hoy nos tocan transitar.
Nadie es profeta en su tierra. En su segundo opus, el realizador Benjamín Naishtat recupera uno de los tópicos explorados en su ópera prima Historia del miedo -2014-, la violencia latente desde un contexto y una cultura atravesada de antinomias o con dialéctica de opuestos que nunca se atraen.
Historia de la violencia Tras Historia del miedo, elogiada ópera prima que tuvo su estreno mundial en la Competencia Oficial de la Berlinale 2014, este realizador de 29 años formado en la FUC y en Le Fresnoy de Francia rodó en blanco y negro esta película con el notable Pablo Cedrón ambientada en 1835 y que surgió a partir de una iniciativa original del festival coreano de Jeonju. El resultado es uno de los films más inquietantes e inteligentes sobre la violencia política surgidos de las entrañas del (Nuevo) Nuevo Cine Argentino. Historia del miedo, con su estructura coral y su tono entre alucinatorio y paranoico, ya nos presentaba a un director con múltiples ideas psicológicas, narrativas y visuales. Poco más de un año después, este joven director rodó en tiempo récord (dos meses incluida la posproducción) y con un presupuesto acotado surgido en principio de una ayuda del Festival de Jeonju (Corea del Sur) una película que en principio poco tiene que ver con aquella ópera prima desde lo temático, pero que lo muestra igual de audaz y aún más sólido y afiatado en sus búsquedas. Filmada en blanco y negro (notable aporte de la DF Soledad "Yarará" Rodríguez), El Movimiento combina elementos del western, del thriller político, del costumbrismo gauchesco, de la épica histórica (y, sobre el final, hasta del falso documental) con sorprendente eficacia. Tiene algo de Jauja, de Lisandro Alonso (con quien comparte, además, la pantalla 4/3 casi cuadrada); de Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner, pero también de La película del rey, de Carlos Sorin; y de trabajos de Werner Herzog como Fitzcarraldo o Aguirre, la ira de Dios. Pablo Cedrón, imponente e impecable, interpreta a una suerte de caudillo que deambula por las pampas buscando (o, mejor, imponiendo) apoyo para “el movimiento” del título. Lo hace secundado por un pequeño grupo de patéticos acólitos que lo acompañan en sus giras proselitistas y en sus “apretadas” a propios y extraños. Estamos en 1835, época de pestes y anarquía, tal como advierte un cartel al comienzo, tiempos de barbarie. La violencia por momentos sádica (el ejército fusila a cañonazos y hay degüellos varios), la locura de esa “mala época” de rivalidad entre unitarios y federales, tienen su razón de ser, algo que Naishtat explicó en detalle en esta amplia entrevista que concedió a OtrosCines.com. El extraordinario trabajo con mínima luz en escenas mayoritariamente nocturnas con mucho plano secuencia con cámara en mano, sumado al uso climático del sonido y la música, y la apelación a elementos folclóricos y hasta místicos convierten a El Movimiento en un viaje pesadillesco y aterrador a un pasado lejano, pero con muchas, demasiadas conexiones con la violencia política reciente y, por qué no, actual. Para ver, disfrutar, pensar y, claro, discutir.
Se estrena El movimiento, segunda película de Benajmín Naishtat, protagonizada por Pablo Cedrón. 1835. Anarquía y plaga. Así comienza, El movimiento, nueva y esperada obra del director de Historia del miedo, Benjamín Naishtat, una experiencia histórica más cercana al western independiente de los años 70 que al género gauchesco. La película narra el viaje a través del desierto de un líder supuestamente político, seguido por dos marginales como él, intentando convencer a campesinos y paisanos que se unan a su Movimiento. Paralelamente, también muestra la persecución de la hija de un granjero que busca venganza. Filmada en blanco y negro, con más claroscuros que luces, esta película es una experiencia difícil. En particular, porque Naishtat no busca la empatía del espectador en ningún momento con este líder, interpretado con solidez por Pablo Cedrón, alejado de estereotipos de época y clisés, y porque tiene un ritmo y puesta en escena poco habituales para el cine de género, emparentándola un poco más con Jauja, de Lisandro Alonso, incluso, porque ambas fueron filmadas en formato 4:3. Pero más allá de los climas distantes que ambos films construyen, en El movimiento hay un tono irónico relacionado con la metáfora política que Jauja no tenía. En la película de Alonso, el tono era solemne, pretencioso, y el final, casi fantasioso, resultaba demasiado incoherente con la propia narración. En El movimiento, Naishtat, también traiciona los tiempos, pero con un fin más humorístico, que es resaltar la continuidad de un discurso y una forma de ser de la política argentina, que se mantuvo prácticamente igual durante 180 años. El director apuesta por una puesta minimalista pero efectiva para demostrar la miseria y consecuencias de la peste negra, así como la locura de un periodo de transición donde los soldados tenían delirios paranoicos, traducidos en actos de extrema violencia. Es escaso el despliegue de reconstrucción, exactamente lo necesario. La potencia del relato pasa por la sugestión, por lo que el espectador debe armar en su cabeza, tomando en cuenta lo que Naishtat elige mostrar, ya que la cámara se convierte en un testigo parcial de las situaciones. El montaje ayuda a crear estos climas, así como la fotografía, recorta de la oscuridad parcialmente a las figuras, generando una puesta expresiva sobre los rostros, casi como si se tratara de un western de Leone. La interpretación de Cedrón es poderosa y creíble, un personaje que genera odio y atracción al mismo tiempo. Se pueden leer algunas escenas, como puestas teatrales, pero Naishtat pone foco en silencios, miradas y expresiones que cobran mayor impacto en pantalla grande. La música tiene ecos de las bandas sonoras de Morricone y también ayudan a enfatizar este clima extraño y crudo del film, que sin ser sangriento desnuda un microuniverso violento, casi en forma mística, pero no tan alejada de los juegos de poder y manipulación de la actualidad. El movimiento demuestra nuevamente la capacidad de este joven realizador para incomodar al público y dar lugar a reflexiones sobre el pasado y el presente, sobre la paranoia y el miedo que nos tratan de imponer día a día, siniestras fuerzas que dicen tener el control, y necesitan del apoyo del ciudadano común para seguir cometiendo actos criminales.
La firma de la Constitución Nacional no fue una varita mágica que resolvió todos los problemas de Argentina y unió al país por completo. Mucho tiempo tuvo que pasar para que Argentina empezara a parecerse a lo que es hoy. El Movimiento presenta crudamente la vida de las personas en esta época de semejante incertidumbre. La peste y la guerra redujeron muchísimo la población y afectó incluso a aquellos que no padecieron directamente a ninguna de las dos. En este contexto de silencio e inseguridad, el film trae a un personaje especial. Un mesías, podría decirse. Al mismo tiempo que se realizaba la Conquista del Desierto, había muchos problemas relacionados a la posición de Buenos Aires con respecto al resto del país. Los ánimos estaban caldeados y fueron la masa propicia para el delirante personaje principal (y líder) de El Movimiento: un psicópata asesino que quiere atraer seguidores. Ellos son igual de dementes que él. Problemas entre los suyos y venganzas dolorosas ilustran sobre su personalidad e intenciones en una Pampa que hasta parece estéril. Benjamín Naishtat ganó el primer premio con su ópera prima Historia del miedo en el Festival de Cine de Jeonju 2014, en Corea. Es por esto que fue invitado a ser parte del Jeonju Cinema Project 2015, y con cuatro meses de preparación en total logró esta obra, que fue filmada en solamente diez días. El guión fue ideado gracias a un interés de Naishtat por esa época de la historia, su gente y sus ambigüedades morales. La historiadora Milena Acosta supervisó su realización. La aridez de los escenarios, tanto interiores como exteriores, es realzada por la elección de colores: blanco y negro. Por otro lado, la relación de aspecto sofoca tanto a los personajes como a los espectadores, y combinado con los diálogos y a veces monólogos asignados a Pablo Cedrón, se obtuvo una intensidad que definitivamente atrae al público. Sin embargo, la conexión que se logra entre la audiencia y los actores mediante primeros planos es enrarecida inmediatamente por la banda sonora (una sola canción que no es de su época sino de la nuestra). Los cortes son agresivos y duros y producen esta misma sensación de extrañamiento, como si el montaje lo hubiese hecho un niño. Un niño muy nerd al que le gusta el cine europeo.
Dura alegoría con ecos actuales Breve, singular y terrible drama alegórico ambientado en años previos a la Organización Nacional, y desarrollado como una serie de cuadros inquietantes, "El Movimiento" propone repensar algunos aspectos de nuestra naturaleza política: el uso de grandes palabras y aspiraciones nunca concretadas, la obstinada convocatoria al "cheque en blanco" para enfrentar a los inasibles "enemigos de la Patria", la locura cruel de los conductores, la malicia de sus asistentes, la docilidad e ignorancia de los seguidores, el modo en que alguna gente puede interpretar un gesto del político, justificando lo injustificable. Muy buena, en ese sentido, la resolución de la película, donde varias personas cuentan a cámara lo que acaban de presenciar, como si fuera un hecho del presente, mientras detrás pasan algunos vehículos. La acción, sin embargo, transcurre en 1835, año en que, después de acallar a los opositores, Juan Manuel de Rosas terminaría asumiendo el Gobierno con la suma del poder público. En ese 1835 ubica el autor tres figuras representativas: un oficial joven buscando algo en la pampa seca, un coronel con ganas de descargar en alguien sus neurosis, y, sobre todo, un civil aparentemente bien vestido, bien educado, de buena labia y mucho nervio, que requiere adherentes para defender al Movimiento. Carismático, estamos dispuestos a creerle. Hasta que empiezan los aprietes, el doble discurso y el tendal de víctimas. Pablo Cedrón le da a este personaje una fuerza notable, con fuego en los ojos y resabios de otras voces en su voz. De ese modo nos recuerda a ciertos caudillos que supimos tener. Benjamin Naishat ("Historia del miedo") expone sus métodos, y lo hace de un modo perturbador, como un Glauber Rocha de las pampas, apelando a modos experimentales de montaje y sonido, y a una fotografía en blanco y negro sobre formato cuadrado que contribuye a darnos la impresión de estar de veras frente a la vieja historia (nombre a tener en cuenta: Yarará Rodríguez, la directora de fotografía). Dato interesante, esta película se hizo en cuatro meses, con sólo diez jornadas de rodaje, aprovechando un espacio y un dinero inicial del Jeonju Cinema Project, de Corea, y funciona además como precalentamiento de otra que Naishtat tiene en gateras: "Rojo", sobre la aceptación de la violencia ejercida en los 70 por patotas, parapoliciales y grupos políticos, época en que Piero cantaba, con dolor, "que a mi patria la fundaron/ a golpes y machetazos". Aclaración de índole histórica: el loco del comienzo se inspira en el coronel Ramón Bernabé Estomba, héroe de la Independencia en numerosas batallas a las órdenes de Balcarce, Belgrano y Bolívar, hombre de Lavalle, creador de cuerpos de caballería y del fuerte que dio origen a Bahía Blanca, pero que en algún momento desarrolló demasiada manía persecutoria, cometió masacres y terminó encerrado en un loquero. Esa es la palabra que define al manicomio de antes, y también al país.
La historia argentina como una fábula El segundo largometraje del director de la celebrada Historia del miedo incursiona en una hipotética Argentina circa 1835, acosada por la violencia, la anarquía y el discurso mesiánico del caudillo de un partido fantasmal dividido en dos facciones irreconciliables. “Tenemos que purificar el Movimiento, librarlo de quienes lo corrompen, de los violentos”, dice el hombre que recorre la pampa intentando sumar gente para su fracción, una de las dos en las que se halla partido el fantasmal movimiento político al que nunca se le da nombre. Un cartel inicial se ocupa de definir las circunstancias, con engañosa precisión histórica. “1835. Argentina. Anarquía. Peste”. En los libros de historia argentina, lo que se consideran los años de la anarquía política concluyen en marzo de 1835, cuando Juan Manuel de Rosas asume su segundo mandato como gobernador de la Provincia de Buenos Aires. ¿Transcurre El Movimiento entre enero y febrero de ese año? La película no lo explicita, colocándose deliberadamente en un margen impreciso, entre la historia y la fábula. Ese margen se ensancha en la referencia a la peste: si se trata de la fiebre amarilla, ésta tuvo lugar en la ciudad de Buenos Aires, en la segunda mitad del siglo XIX. ¿Qué decir del Movimiento, referencia que trae tantas resonancias provenientes de la historia y la política argentinas?La reducción es de los hombres ante el paisaje, motivo clásico de la gauchesca.Curiosa coproducción argentino-coreana, presentada entre otros en los festivales de Locarno, Jeonju (Corea del Sur) y Mar del Plata (donde fue elegida Mejor Película de la Competencia Argentina), El Movimiento acentúa el carácter alegórico de Historia del miedo (2014), ópera prima del joven realizador Benjamín Naishtat (Buenos Aires, 1986). Si allí el encierro de un barrio privado representaba el de una clase en su conjunto, aquí la abstracción es mayor. Hasta el punto de que no puede decirse qué es exactamente lo que se representa. Algo relacionado con la política argentina, es lo máximo que puede arriesgarse. Un mundo en el que el poder se manifiesta con violencia. Y también con un discurso palabrero y engañoso. En la escena inicial, una partida de soldados detiene a un pobre anciano, simple vendedor ambulante, y pretendiendo que se trata de un traidor lo someten a un castigo brutal, ordenado por el oficial a cargo. De allí en más el film sigue los pasos del antedicho predicador político (el excelente Pablo Cedrón), que a pesar de declamar una presunta no violencia no tiene ningún problema en ejercerla entre bambalinas, de modo falsario y atroz.En El Movimiento todo se presenta reducido. En algunos casos, como modo de acentuar el carácter metonímico: el realizador eligió rodar en un tamaño de cuadro de 4 x 3, semejante al del cine mudo, que subraya la condición de representación del dispositivo. A la vez, la reducción es de los hombres ante el paisaje, motivo clásico de la gauchesca. O bien ante la Inmensidad, lo cual deriva las cosas hacia la pura abstracción metafísica. Rodada en blanco y negro, en El Movimiento los seres aparecen como sumergidos, engullidos por el negro de la noche. Con una duración total de poco más de una hora, el primer plano diurno tiene lugar recién a los 50 minutos de película. A su vez, la escasez tanto de acólitos como de asistentes a un acto de intenciones proselitistas le da a los esfuerzos del político un carácter absurdo, febril. Concluido el acto, Naishtat filma a los asistentes como cabezas parlantes de un documental, incluyendo el anacronismo de hacer pasar a una motocicleta por detrás de ellos. La ingenua credulidad ante el político no deja a estos campesinos bien parados. Si se trata de una representación del pueblo, lo menos que puede decirse de El Movimiento es que se trate de un film populista.
La violencia y el nacimiento de una nación La historia de la producción de El movimiento es larga y tiene ribetes interesantes. Segundo largometraje de Benjamín Naishtat, es un desprendimiento de un proyecto en el que el director viene trabajando hace años, titulado Rojo y centrado en el violento accionar de las células parapoliciales durante el período que va de 1974 a 1976, el auge de la nefasta Triple A. El film, de apenas poco más de una hora, se financió con un premio que ganó la ópera prima de Naishtat en el Festival de Jeonju (Corea del Sur); fue galardonado también en San Francisco y Mar del Plata, donde se quedó con el Astor destinado a la mejor película de la competencia argentina, y programado por el Festival de Berlín. Con el dinero coreano en la mano -el equivalente a 90 mil dólares, luego de la devaluación del won, la moneda de ese país asiático-, Naishtat se dio cuenta de que la suma no alcanzaba para un rodaje mínimamente lógico y terminó asociándose con Diego Dubcovsky (Varsovia Films), un productor con larga trayectoria que estuvo detrás de películas taquilleras como Truman y Dos hermanos. Lo curioso de todo el asunto, aunque obviamente no es la primera ni será la última vez que pasa, es que las limitaciones de una producción modesta, filmada en apenas diez jornadas, parecen haber operado a favor de Naishtat. El movimiento es una película singular y contundente que se desarrolla en pocos escenarios, abiertos y cerrados. Está ambientada en el siglo XIX, la época en la que la Argentina vivía las convulsiones propias de la conformación de una nación, y tiene como protagonista al personaje de Cedrón, un caudillo sin tropa de temperamento firme y ademanes mesiánicos que viaja por el país tratando de sumar adeptos a su causa. Si la figura de ese hombre determinante, pero agobiado, que Cedrón encarna con una capacidad notable para cargarlo de dramatismo sin caer en la tentación del subrayado puede remitir a Rosas, el "Movimiento" para el que cree necesario convencer a paisanos de toda calaña podría ser el embrión de los partidos de masas del siglo XX. Con recursos escasos administrados de una manera muy inteligente, Naishtat arma un relato abierto en su estructura narrativa, potente en contenido y novedoso desde el punto de vista formal. Se beneficia del gran trabajo de dos de los socios que ya tuvo en su ópera prima, Historia del miedo (2014): Pedro Irusta, responsable de la ominosa banda sonora, y Soledad Rodríguez, cuya fotografía en blanco y negro es impecable y también construye discurso, más allá de los parlamentos de los personajes. Sobre el final, un pequeño pero importante detalle de la puesta en escena revela que el campo de acción de la película excede la época en la que se desarrolla la trama central -los tiempos de la organización nacional-, abonando la tesis razonable de la persistencia en el presente de los ecos de aquella violencia.
La historia sigue siendo la misma Asentando su trama en 1835, el filme busca los fundamentos de los manejos de la política autóctona. Cómo el pasado explica, o ayuda a entender el presente es uno de los ejes de El movimiento, la película de Benjamín Naishtat que abre el debate sobre los manejos de la política argentina. Por más que las acciones transcurran en 1835, en tiempos de anarquía y peste, como se explica, los aprietes de un caudillo, interpretado por Pablo Cedrón, tienen ecos en cualquier momento de la política nacional. De ayer y de hoy. El enfrentamiento entre dos facciones de un aparente mismo bando dentro de una organización nacional lleva a que el caudillo cabalgue el interior imponiendo los beneficios y las ideas del movimiento. El cabecilla actúa como un puntero. La violencia y la impunidad (se ajusticia a cañonazo limpio) prevalecen. La película, que tuvo un proceso de rodaje y posproducción apretado, condiciones que impuso el programa de producción del Festival de cine coreano de Jeonju, principal inversor del segundo filme de Naishtat, está rodada en un blanco y negro casi opresivo, y tiene un encuadre como el de Jauja, de Lisandro Alonso (la pantalla 4/3, casi de fomato cuadrado). Y no es el único punto de contacto. Ambos títulos transcurren en el pasado, en el interior, el paisaje más que integrarse al relato lo forma y transforma, y las fronteras no tienen nunca un límite preciso. Son bordes literales, de espacio, pero también finos, delgados en materia de ética. Cedrón, que protagonizó Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner, con la que tiene alguna relación, está realmente compenetrado con su papel. Cuando arenga, cuando cuestiona, el caudillo mete miedo. En los rubros técnicos la película es impecable. La iluminación, con escasa luz, con muchas escenas rodadas de noche y cámara en mano, de Soledad Rodríguez, impacta. Y la música compuesta por Pedro Irusta marca contrapuntos, hace crecer los ecos de la historia. Y cada una de ellas tendría valor propio, pero están en función de la obra de Naishtat, quien ya en Historia del miedo hablaba de dos grupos: los ricos que vivían en un country, y los que les servían y estaban afuera. La contraposición hace a la fuerza.
No se sabe con certeza hacia dónde se dirige El movimiento: el comienzo, con sus planos largos y estilizados, y con un gusto evidente por filmar la crueldad y la humillación, hace pensar que Benjamín Naishtat traslada sus intereses de Historia del miedo a un relato de época. Pero no: enseguida, después de un desenlace brutal y algo efectista, la película abandona para siempre a ese grupo de personajes y se fija en otro compuesto por tres hombres que llegan a la casa de un estanciero caído en desgracia. La ausencia de certezas suele ser la condición de posibilidad de muchas grandes películas, pero aquí no se trata de eso, sino de la falta de un destino más o menos claro. Es que, si hay algo que la película no se permite, justamente, es dudar: las elipsis cortantes, los planos móviles y algo desprolijos, la artificialidad de los espacios, la evidente impostación de las actuaciones; todo en El movimiento denota seguridad, firmeza en las intenciones, como si al director no hubiera pasado por alto ningún detalle. Todo parece ocupar su lugar justo, incluso el aparente desorden (visual, auditivo) es otro recurso elaborado cuidadosamente por una dirección obsesiva. En su opera prima, Naishtat ya había demostrado un cálculo inusual en la puesta en escena, pero allí ese orden formal estaba claramente al servicio de la construcción de un mundo en descomposición: la rigidez casi académica de los planos era el contrapunto estético de unos personajes cuya psiquis se degradaba sin remedio. En cambio, El movimiento, si bien habla de una especie de locura, no sabe cómo construirla; todo el exceso visual, sonoro y actoral no hace más que señalarse a sí mismo, como si la película fuera un registro de su propio intento por convertirse en algo distinto de sí misma, en otra cosa más sofisticada. Cada recurso denuncia la presencia de la dirección, y la historia de unos hombres que alucinan sobre un movimiento que habría de salvar a la patria queda supeditada al petardismo de la construcción fílmica: los cortes bruscos, el abuso de la oscuridad y de los espacios notoriamente escénicos, las elipsis, todo se interpone entre nosotros y ese mundo desolado que trajinan unos locos que no cejan en su empresa desquiciada. Algunos momentos parecen evocar sin demasiado éxito a Herzog, a Rocha, incluso a Tarantino (las largas conversaciones que un psicópata mantiene con sus eventuales víctimas). La película se sostiene en buena medida gracias a la presencia de Pablo Cedrón, que sabe cómo ponerle voz a algunos diálogos imposibles y logra una actuación puramente cinematográfica casi desde cualquier ángulo, como si su cara estuviera hecha de infinitos pliegues visuales; el director lo aprovecha y transforma al actor en el principal insumo de su película.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Fábula de una nación Benjamín Naishtat, una de las nuevas voces del cine argentino que ya había sorprendido con Historia del miedo, un punzante film situado en alguna parte del conurbano bonaerense que exploraba la naturaleza del miedo a los otros con un comentario social que atravesaba el relato, estrena El movimiento y vuelve a algunos de los tópicos que ya exploró modificando completamente el contexto. “1835. Plaga. Anarquía”, las pistas para situarnos en el escenario son básicas pero efectivas, un período oscuro que es aún fuente de intensos debates históricos, en el proceso de consolidación del segundo gobierno rosista, entre un caos de guerras intestinas. Es por lo tanto el miedo una de las claves de este nuevo film de Naishtat, aunque esta vez se encuentra atravesado por condimentos políticos que tienen mucho que decir de los riesgos del personalismo. Al igual que Historia del miedo, se trata de un film fragmentario cuyo prólogo descarnado pone en contexto el escenario histórico. El director explora los rostros transmitiendo a la acción una expresividad que lo lleva a manejar la tensión y los tiempos con maestría, sumando el uso de un leitmotiv musical brillante tanto en su ejecución como en el montaje. Si bien se mencionó al personalismo, es peligroso mencionar livianamente una etiqueta política en torno al film. Las ambigüedades a las que se prestan los actos del líder en ese entorno anárquico y cómo reaccionan, en primera instancia, quienes simpatizan con sus ideas políticas, y en segunda, el pueblo al que expresa esas ideas, puede llevar a lecturas apresuradas que tienen más que ver con la coyuntura actual que los actos aislados que El movimiento pretende para ilustrar un periodo caótico del Siglo XIX. Esta sobre-lectura -que inmediatamente llevaría a que el rotulo del film sea “anti-popular”- se debe a que las consignas cada vez más crípticas del líder son seguidas hasta el absurdo a medida que avanza la locura del relato y, salvo excepciones, por lo general las consecuencias degradan a la clase popular. Sin embargo, a pesar de sus aciertos, con El movimiento no se logra un resultado tan redondo como en su ópera prima: por momentos la edición es desprolija y algunos segmentos permanecen aislados o resultan confusos, en particular porque hay una serie de ideas que no terminan de cuajar con el personaje encarnado por Pablo Cedrón. Cercano al cine de Werner Herzog -ese nihilismo de una empresa imposible- y al western, Naishtat confirma su personalidad y madurez como realizador a pesar de las irregularidades que puedan hallarse.
Escuchá el audio haciendo clic en "ver crítica original". Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli.
Escuchá el audio haciendo clic en "ver crítica original". Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli.
Ganadora del premio al Mejor director en la Competencia Argentina del 30vo. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, llega a los cines el segundo largometraje de Benjamín Naishtat (Historia del miedo). La película transcurre durante la primera mitad del siglo XIX, en una tierra donde reina la anarquía y un caudillo interpretado magistralmente por Pablo Cedrón intentará poner orden. El Movimiento se plantea experimental desde el comienzo: filmada en blanco y negro y con una relación de aspecto menos panorámico de lo que se acostumbra (según el director, esto permitía estar mas cerca de los personajes) e hibridando distintos lenguajes que van desde puestas cuasi teatrales hasta entrevistas en un modo documental. Si bien para este proyecto Naishtat realizó una investigación histórica, el guión de El Movimiento no se basa en ningún personaje concreto e invita a leer la película no tanto en relación con su propio contexto sino con nuestra actualidad.
Es curioso como el último cine argentino pudo construir dos historias contundentes, y tan disimiles entre sí, a partir de la plena imaginación e inventiva sobre la idea de un momento histórico particular: la fundación de la Argentina. La cruza de género histórico, biografía encubierta y western árido y radical, posibilitaron la construcción de historias que buscan trascender no sólo el momento que relatan, sino, principalmente, la contemporaneidad que las contiene. Así, si no se encuentra una documentación fehaciente, el cine puede “recrear” sobre la base de la nada, o quizás sobre la “presunción”, algunos relatos que potencien el misterio ante la anarquía que rodeo la constitución del país como tal. En ese momento, de organización, reorganización y estructuración, hubo una mirada particular que se hizo necesaria para poder abarcar algo tan inasible como poderoso, algo que no está documentado y que la ficción ha querido, en parte, recuperar o reflexionar, porque en ese cimiento desconocido, justamente, está la esencia de la identidad del pueblo. Si en “Jauja” (2015), Lisandro Alonso nos hablaba de ese lugar particular de encuentro y goce, en el encuentro de un soldado, su hija y unos militares, con una puesta en escena casi fotográfica, en “El movimiento” (2015) lo cinético del período queda reducido al título y es también analizado bajo la particular perspectiva de un líder (Pablo Cedrón) que intenta, a toda costa, cooptar adeptos a un movimiento político incipiente, personalista, económico y social que busca encausar las fuerzas indomables del momento. Benjamín Naishtat reposa su hábil cámara, como ya lo había hecho en su ópera prima “Historia del Miedo”, para hablarnos de este personaje singular, con un amor por él increíble y su entorno, el que comienza a impactar en la pantalla con una fuerza inusitada. “El movimiento” no sólo se queda con la imagen del político, todo lo contrario, pese al protagonismo casi excluyente de éste, suma con una cuidada fotografía y una austera puesta en escena (ambas a cargo de Soledad Rodriguez), la aventura de irrumpir en un período histórico particular sin mucha más información que la presunción de algo que se imagina, más no se sabrá nunca si es real o no, al igual que los discursos del caudillo. La narración disruptiva, el primerísimo primer plano y el detalle como expresividad más allá de la lograda interpretación de Cedrón, la decisión de quebrar la continuidad y el recorte del cuadro académico le permiten a Naishtat lograr un relato tan urgente como contundente. La febrilidad de las pocas acciones, la nocturnidad como espacio de aventura y expedición, y la imposibilidad de comunicación directa entre todos, hacen también a que el espectador termine por consolidarse como uno más de esa posible masa cautiva a la seducción del líder. Otro punto logrado del relato es la musicalización de las escenas, con un claro direccionamiento hacia la creación de climas y atmósferas opresivos, los que sumados a la verborragia y particular enunciación de Cedrón hacen que “El movimiento” avance sobre sus pasos y termine por potenciar lo no dicho y lo no mostrado.
Gaucho-western takes a look at Argentina’s past, with abuse of power at centre stage “El movimiento tells a story set in some sort of no man’s land at a foundational time in Argentina, in which the protagonist tries to embody everything at once: the rules and the authority, he knows what to do and how to do it, and he believes he’s the one who has to do it, he suffers from some kind of messianic madness,” says Argentine filmmaker Benjamín Naishtat (Historia del miedo/History of Fear) about his second outing, which won Best Film in the Argentine competition in last year’s Mar del Plata Festival. So imagine a small group of armed men inhabiting a vast and desolate land fallen into anarchy during the first half of the 19th century as they move across Patagonia and impose their will on defenceless townspeople. As expected, there’s much rivalry among some of these groups, but nonetheless they all claim they belong to El Movimiento (The Movement), a growing political force that seems to know no boundaries when it comes to getting what they want. El Señor (Pablo Cedrón), a well-learned man, is the leader of one of these groups and he seeks to establish a new order in the region. And while he can be quite an appealing conversationalist, he can also be as cruel as it gets. After all, he’s a man with a hunger for power. Does that ring a bell? Like Historia del miedo, El movimiento (The Movement) can’t be pinned to a given genre. But you could say it’s a gaucho-western that takes a look at Argentina’s past from the present, in the way of historical revisionism. So it makes sense that Naishtat draws some telling parallels with a more recent political panorama where violence, abuse of power, betrayal and mayhem take centre stage. And whereas he has some noteworthy insights, the truth is that some observations are quite obvious, and oddly enough, without much of a new outlook. As far as its aesthetics go, this is a film that marks some achievements, mainly its striking, captivating black-and-white cinematography enriched by a sound design that goes beyond mere description of the environment. These two elements — cinematography and sound design — create and maintain a sense of space that at times feels timeless. Another asset, and yet only to a certain extent, is it theatrical mise-en-scene, which has a very cinematic edge as it incorporates a good array of eloquent close-ups. At times, El movimiento is somewhat hypnotic in formal terms. However, it’s a shame its non-naturalistic approach and its apparently novel discourse soon begin to wear thin and feel somewhat pretentious — which were also unfortunate flaws in Naishtat’s debut feature. Production notes El movimiento (Argentina, South Korea, 2015). Written and directed by Benjamín Naisthat. With Pablo Cedrón, Marcelo Pompei, Francisco Lumerman, Céline Latil, Alberto Suárez, Agustín Rittano. Cinematography: Yarará Rodriguez. Editing: Andrés Quaranta. Running time: 70 minutes. @pablsuarez
Desde que el cine irrumpió en estas latitudes, Argentina supo incurrir más de una vez en producciones épicas históricas propias y en relatos gauchescos, con un lenguaje inspirado en los westerns provenientes de los Estados Unidos. La Guerra Gaucha, de Lucas Demare, sigue siendo el pilar de esta clase de films, y se pueden mencionar también Nobleza Gaucha, estrenada en 1915; Pampa Bárbara, de Demare y Hugo Fregonese, quien terminaría filmando westerns puros durante su trayectoria internacional (incluyendo una remake de esta película); Viento Norte, de Mario Soffici; Juan Moreira, una de las obras maestras de Leonardo Favio, y más recientemente, Aballay, el Hombre sin Miedo, dirigida por Fernando Spiner. Ninguno de aquellos exponentes tiene eco en El Movimiento, la propuesta más inusual y arriesgada del subgénero. Siglo XIX, tiempos después de la Revolución de Mayo y de la independencia. Las Pampas están a la deriva, en un interminable ambiente de caos, desorden, peligro y muerte. Por allí va un grupo de hombres, liderados por el “Señor” (Pablo Cedrón), con ideales y ambiciones, que pretenden darle forma a lo que será un nuevo orden en el país. Estos individuos buscan cautivar a la gente con palabras y promesas, pero también son capaces de los actos más atroces en pos de su línea de pensamiento. Luego de Historia del Miedo, el director Benjamín Naishtat se atreve con un film de época, pero conservando la tensión y los climas siniestros de su ópera prima. En este caso, también hay estallidos de violencia seca y dura, donde no falta un sacrificio reventándole la cabeza con una bala de cañón a un pobre vendedor de pan rancio. Una temática áspera, sobre los oscuros manejos del poder, en la que el director se vale mayormente de primeros planos y de una extraordinaria fotografía en blanco y negro, aún más lograda durante las secuencias nocturnas. La banda sonora, a cargo de Pedro Irusta, se aleja de las convenciones esperadas en una película de este estilo, ya que no recurre a instrumentos autóctonos sino a un sintetizador que contribuye a la onda enrarecida. Por el lado del elenco, Pablo Cedrón impone una presencia fiera, tan árida e implacable como aquellos parajes que transita con su tropa. El Movimiento es el gauchesco más audaz y una película que, aun anclada en un período lejano de nuestra historia, no deja de trazar paralelismos con tiempos más recientes.
Un título visualmente prolijo que a pesar de ciertos cripticismos se molesta en establecer una narración. Cuando un director tiene algo que decir sobre el mundo que lo rodea puede inclinarse por un enfoque literal y cotidiano, o bien, y esto es considerado un curso de acción mucho más inteligente, tomar la historia y/o las convenciones de un género específico para, con mucha sutileza, hablar de un problema actual. Estas para mí son las habas que se cuecen en esta concisa propuesta que es El Movimiento. Claridad y Densidad El Movimiento tiene lugar en 1835, con la Argentina surcada por la peste y la anarquía. En este escenario, un político, acompañado de sus dos lacayos, surca el país buscando reclutar miembros para lo que él llama “El Movimiento” y según él, “depurar el país”, aun si esto implica matar y saquear a aquellos que se opongan a unírseles. Aunque el desarrollo del guion de El Movimiento sea a veces críptico, no se puede negar que tiene una premisa dramática muy clara y un recorrido muy conciso (70 minutos) que el espectador que no suele tener paciencia con este tema. No obstante, El Movimiento es una película que llega a las salas con algo que decir, y si bien los más curtidos en materia histórica y política sabrán reconocer el subtexto desde la primera escena, el desenlace lo deja tremendamente claro y, lo más importante, no se lo deletrea al espectador; las imágenes y las acciones de los personajes hacen el trabajo. Por el costado técnico, hay una reconstrucción de época (en materia dirección de arte y vestuario) que si bien no sumerge es completamente creíble. No obstante, es de destacar la nítida fotografía en blanco y negro que se limita a los personajes y nada más, haciendo un uso frecuente de primeros planos de índole expresionista. Hay segmentos en donde no hay otro fondo que la oscuridad y da la impresión que estamos ante un teatro cinematográfico. En lo que respecta al aspecto interpretativo, Pablo Cedrón gobierna la película con una confianza y una convicción que es muchas veces el norte por el que se guía el espectador. Hay ocasiones que no tenés idea quien es este personaje, o que es lo que quiere, pero te queda claro que sea lo que fuere, este lo quiere con pasión a tal modo que es capaz de hacer lo que sea. Incluyendo acciones cuestionables. Conclusión El Movimiento es una película de ideas, de imágenes claras, y con el drama justo. No es una película para todo el mundo, pero el uso del subtexto en la narración, es decir el uso de las circunstancias históricas para hablar de problemas actuales, interesará a aquellos con inclinaciones de curiosidad histórica o sean versados en el análisis político. Es un testimonio críptico y directo, pero que no exige mucha paciencia del espectador que la elija.
Nuestro país antes de que tuviéramos constitución, la población desbastada por la peste, las luchas de bandas sin ley, los ataques de los pueblos originarios. En ese mundo un supuesto iluminado, un hombre culto con un lenguaje que va de lo alambicado a lo pedestre, con resonancias muy contemporáneas quiere conseguir a la fuerza que lo sigan para formar un movimiento salvador. Una mirada inteligente y polémica de Benjamin Naishtat.