Una novelita lumpen Después de su debut en colaboración con el documental sobre el movimiento Hip Hop en la capital argentina, Buenos Aires Rap (2014), junto a Segundo Bercetche y Diane Ghogomu, el realizador chileno y director de arte cinematográfico Sebastián Muñoz emprendió con El Príncipe (2019) su primer largometraje de ficción para plasmar en la adaptación de la novela homónima del poco conocido escritor Mario Cruz -única obra escrita por éste y de poca circulación en su propio país, ya que nunca estuvo disponible en librerías- un crudo retrato sobre la homosexualidad en las cárceles chilenas a principios de 1970. La historia adaptada por el propio Muñoz junto al guionista chileno Luis Barrales narra la relación entre Jaime (Juan Carlos Maldonado), un joven encarcelado por matar a su mejor amigo, Gitano (Cesare Serra), y Potro (Alfredo Castro), uno de los respetados líderes de los reos, en los meses previos al ascenso al gobierno del Frente Popular liderado por Salvador Allende en el país trasandino. Jaime, apodado en la cárcel como El Príncipe por su rival, es un joven en pleno despertar de su sexualidad en una época signada por los prejuicios y el conservadurismo, incluso dentro de la izquierda revolucionaria, pero también marcada por la emergencia de un profundo deseo de libertad que el Frente Popular supo canalizar en pos de la construcción de la unidad. En la cárcel Jaime es acogido por el líder de su celda, Potro, con quien comienza una relación homosexual, o “amor negro” en la jerga penitenciaria latinoamericana, que generará envidia y enconos en otros reclusos. El Príncipe narra la historia de Jaime en la cárcel y también de su vida previa al encierro en la prisión de la comuna de San Bernardo a través de evocativos flashbacks entrecortados sobre su amistad con Gitano, su relación con una mujer mayor y su desarrollo sexual. Muñoz construye cada escena con gran detalle, desde los gestos de los actores hasta la vestimenta o los decorados de las celdas en una gran reconstrucción de época. El realizador se adentra en la vida del presidio para indagar en el amor, la sexualidad y el erotismo en la dinámica carcelaria, regida por la violencia constante por parte de los guardias y entre los propios reclusos. Por debajo de la vehemencia que aflora, los personajes se relacionan en base a una necesidad de sentirse reconocidos por los otros, de encontrar su lugar y su identidad en la dialéctica carcelaria del adentro y del afuera. Cada personaje siente y vive la prisión como un lugar vivo y peligroso, lleno de trampas pero también de posibilidades para la libertad, el amor y la sexualidad. La película de Muñoz es un buen retrato de la vida carcelaria, sus contradicciones y los grandes cambios de la época. Plena de texturas y espacios que se abren y se cierran al igual que la celda, el film relata la crueldad de la cárcel pero también las relaciones que se crean en la prisión y la necesidad de amor de los personajes. Las excelentes interpretaciones se potencian con una gran dirección y una extraordinaria adaptación de la novela homónima. La música de Ángela Acuña irrumpe en las escenas para deconstruirlas, creando leitmotivs para los distintos lugares. La edición de Danielle Fillios crea una sensación de rompecabezas mientras que la fotografía de Enrique Stindt se centra en los gestos y los detalles de cada espacio. Igual que su compatriota Roberto Bolaño encontraba en los márgenes sus historias, Sebastián Muñoz encuentra en la novela de Mario Cruz una trama oculta y descarnada que oscila entre el relato de época y el drama LGBT alrededor de la vida y la muerte en la prisión, el amor como una búsqueda trágica en una época bisagra y la ferocidad como una constante para sobrevivir en un entorno hostil. El Príncipe cuenta además con un apoteósico final que da un cierre circular a un eterno retorno carcelario que se repite con el paso de los años, la reproducción de una lógica disciplinaria fallida que da cuenta del fracaso de las ideas de encierro y de la falta de nuevas nociones para superarlas.
por Leon Cancioni "Un drama simple pero correcto" Una película interesante, con una premisa simple pero efectiva que logra conmover a más de un espectador, y que a lo largo del drama, podrá (o no) permitirle al espectador entender las emociones y los conflictos de los personajes. El príncipe (2019), del Director Sebastián Muñoz, se presenta como una película que trata los conflictos de los presos homosexuales en el periodo previo al golpe de Allende en Chile. Mediante esta premisa, busca desarrollar el drama emocional de un recluso que acaba de ser condenado a prisión. Este personaje cuenta su historia y desarrolla sentimientos hacia varios reclusos siendo el principal uno de sus compañeros de celda. Mezclando amor y odio, el príncipe nos acerca a una realidad muy particular. La película a nivel técnico es interesante y correcta, con una dirección simple pero precisa. La cámara nos logra meter en la intimidad de los personajes, pero sin ser demasiado arriesgada. De esta forma, se desarrolla un drama clásico con sus flashbacks característicos y sus momentos calmados donde se busca mostrar a los personajes de forma pausada. Vemos la cotidianidad así como los conflictos más importantes de una trama que poco a poco desarrolla el drama que atrapará al espectador. Sin embargo, el problema de este drama clásico es que por momentos se siente como si no se fueran a desarrollar del todo, la película cuenta mucho en poco tiempo, y si no empatizamos rápidamente, puede que a más de uno le sean indiferentes ciertos momentos. El guión por momentos se vuelve lento y pareciera no saber a donde ir, pero que logra remontarse en sus momentos clave. "El drama que desarrolla el príncipe atrapará al espectador, más allá de su estructura simple. Interesante de ver y disfrutable más allá de su simpleza." Calificación 7/10 2019 – Chile / Argentina / Bélgica Duración: 96 min Idioma: Español Formato: 4K Digital 5.1 Género: Drama Calificación: SAM16 con reservas Dirección: Sebastián Muñoz Costa del Río Guión: Luis Barrales, Sebastián Muñoz Costa del Río Asistente de dirección: Daniel Matesanz Dirección de Fotografía: Enrique Stindt Jefe de Producción: Gerson Valenzuela Diseño de Producción: Claudia Gallardo Director de Arte: Claudia Gallardo Vestuario: Carolina Quesada Maquillaje: Víctor Núñez Música: Ángela Acuña Director de Sonido: Guido Deniro Montaje: Danielle Fillios Colorista: Blaise Jadoul FX: Víctor Núñez Productora: EL OTRO FILM - NIÑA NIÑO FILMS Co-producción: LE TIRO - BE REVOLUTION PICTURES Productor(es): Marianne Mayer-Beckh, Roberto Doveris, Nicolás Grosso, Federico Sande Novo, Griselda Gonzales, Mark Rees. Productor Ejecutivo: Roberto Doveris, Marianne Mayer Beckh, Nicolás Grosso Distribuidora: Primer Plano Film Group Con el Apoyo de: CORFO (Corporación de Fomento de la Producción - Chile) - Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio - Programa IBERMEDIA - INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales)
Sangre viscosa sale de una garganta cortada y se desplaza con lentitud hacia los zapatos del agresor. Mientras tanto suena una versión de Ansiedad, vals de José Enrique Sarabia sobre la imperiosa necesidad de recuperar al ser amado «sólo presente en el soñar». Con esta potente asociación audiovisual comienza El Príncipe, adaptación de una novela que gira en torno a un veinteañero homosexual condenado a prisión por asesinato. Como el libro que Mario Cruz escribió en el Chile de los incipientes ’70, la película del también chileno Sebastián Muñoz lleva por título el apodo que Jaime recibe en prisión. Asimismo el film transcurre escasos años antes de que Salvador Allende asuma la Presidencia del país trasandino. En diálogo con María Tobajas de ActúaAragón, Muñoz calificó de «muy crudo y directo» el relato original. Corresponde señalar entonces que el guion escrito con el dramaturgo Luis Barrales presenta ambas características. Por otra parte, la dupla autoral maneja con destreza el recurso de flashback. En este caso se trata de contar (e intercalar) los sucesos que llevan al protagonista a la cárcel, y sus vivencias en el pabellón reservado «para maricones». La sangre fuera de su cauce, la garganta abierta, la «melodía salvaje» y el «frenesí» entonados desde una rockola anuncian una historia atravesada por la violencia, el sexo, el deseo, el amor, el odio, el miedo. Los abusos de los guardiacárceles también están contemplados, aunque en un segundo plano. Ante los desnudos y las escenas sexuales, algunos espectadores se rasgarán las vestiduras en nombre del decoro y/o protestarán contra la tendencia cinematográfica y televisiva a explotar el morbo que el ámbito penitenciario provoca entre quienes nunca lo frecuentamos. A esta porción de público le costará reconocer los dos ejes centrales de El Príncipe: la transformación que el encierro punitivo provoca en las personas; la necesidad humana de tejer una red de contención afectiva en circunstancias tan hostiles. Desde esta perspectiva, Muñoz parece transitar por el mismo camino que Alan Parker con Expreso de medianoche, Héctor Babenco con El beso de la mujer araña y Jacques Audiard con El profeta. Los dos primeros directores también adaptaron libros homónimos: uno, de William Hayes; el otro, de Manuel Puig. La crudeza del guion se plasma en los espacios, texturas y colores que reconstruyen el universo carcelario (se nota que Muñoz posee vasta experiencia como director de arte), en la fotografía de Enrique Stindt, en la ropa interior con apariencia andrajosa que eligió la vestuarista Carolina Espina. También resultan fundamentales las conmovedoras actuaciones del elenco encabezado por Juan Carlos Maldonado, a cargo del rol protagónico, por Alfredo Castro Gómez (algunos lo vimos en Los perros de Marcela Said, Neruda, No y Tony Manero de Pablo Larraín) y por el porteñísimo Gastón Pauls (acaso ésta sea uno de sus mejores trabajos cinematográficos). La intervención (radial) de Allende y las alusiones al cantante argentino Sandro contribuyen a la caracterización de un época que por un momento pareció destinada a la liberación política, de género, sexual, cultural. A partir de esta marca temporal, El Príncipe invita a repasar cuánto sufrió la comunidad LGBT en Chile desde los años previos a aquél espejismo hasta un presente que sigue empecinado en disciplinar con ferocidad a los transgresores de la heteronorma.
La coherencia sostenida por todos los elementos de El Príncipe nos conduce hasta un final mesurado en su emocionalidad. Los factores de raíz para ello son los movimientos de cámara, las actuaciones y la música. El sosiego en el uso de estos se basa en el guion de Sebastián Muñoz y Luis Barrales. Detengámonos en cada elemento. Desde el comienzo, Muñoz (también director de la pieza) nos indica con un plano detalle en movimiento que la violencia es la que va a poner en marcha la historia. Se trata del cadáver de un hombre gravemente herido en la yugular del que brota sangre. Si observamos con atención, también las escenas posteriores de ternura entre hombres están mostradas con movimientos breves de cámara, de menos de diez segundos de duración. Si buscamos sentido, sabemos que es indispensable notar cuáles movimientos son a la izquierda y cuáles a la derecha. Por detalles como estos, la película amerita más de un encuentro con ella. Ahora, vayamos más allá de los números y los movimientos. Muñoz nos está narrando las convivencias y dinámicas entre hombres en una cárcel chilena durante el ascenso de Pinochet al poder. Y ese diálogo entre la violencia y la ternura masculinas es uno de los mayores logros de la película. Decimos que Sebastián muestra masculinidades conciliatorias porque los compañeros de celda de estos personajes disfrutan de la presencia de los otros. Juegan, bromean, duermen juntos, se abrazan. No lo ocultemos, también hay relaciones abiertamente homosexuales y planos detalle de miembros erectos. ¿Acaso existe alguna hombría discreta como para eludir estas decisiones de guion? Sebastián celebra al hombre a modo de ambigüedad y no de machismo. Para captar esto, contrastemos la primera penetración de El Potro (Alfredo Castro) a Jaime (Juan Carlos Maldonado) con la de este al primero. Aquella es en cama y ansiosa. Es una conquista apresurada. En la segunda, la desnudez explícita y la calma dan cuenta de una paridad que no pasa por lo etario. Ambos juegan a ejercer y ceder el dominio de sí con respecto al otro. Ahora, la película no rehúye de esta sexualidad cómplice y sin culpas, como tampoco se excede en las durezas de la anécdota. Es una adaptación difícil de la novela de Mario Cruz donde los giros de la trama lo marcan el sonido de golpeteos de celdas dentro o fuera del plano. Así como cada golpe es una pista en la historia, la naturaleza de los encuentros sexuales de los protagonistas también lo son. El deseo desaforado de El Príncipe está presente también en El Potro. Y son ellos dos quienes lo resuelven. La música, por su parte, nos anuncia desde el comienzo un melodrama. Y si estamos dispuestos a sacarle la connotación peyorativa a la teatralidad en el cine, nos encontraremos con una cámara que maneja con cuidado lo que hace cada actor en escena. Para esto, detallemos su dinámica en la celda, su relación con el espacio (Muñoz ya tiene en su haber varias películas como director de arte) y el vestuario que parece simple si no nos percatamos de su reflejo de las tonalidades espaciales (la escena ante el muro de la cárcel es el mejor ejemplo). La conciencia de cada uno de los elementos en la película vuelve irrelevante el hecho de que este sea el debut del director. Con mujeres a cargo del montaje, la música, el diseño de arte y la producción, esta obra financiada entre Argentina, Chile y Bélgica maneja con fiereza la idea de que ninguna hombría se exime de ambigüedades.
Jaime (Juan Carlos Maldonado) llega a la cárcel con la cola entre las patas después de asesinar a sangre fría a su amigo el Gitano, en un ataque de celos por haberlo visto bailar con otro. Jaime es un animal indefenso metido en un terreno salvaje y ajeno a su mundillo adolescente. En la celda conoce a un grupo liderado por “El Potro” (Alfredo Castro), un antiguo convicto, conocido entre los pasillos, con quien establecerá una intensa relación ordenada por la lealtad y el padrinazgo. Con el tiempo, lo incontrolable de la pasión irá carcomiendo los bordes y el rol de cada uno en esa relación de poder sufrirá un enroque. Si en principio “El Potro” ocupa el papel de ese padre que educa a su hijo a los golpes, una vez que Jaime –ahora bautizado como “El Príncipe”- entiende que su belleza (una belleza puramente física, narcisista y vacía) puede ser un arma tan o más poderosa que los años de antigüedad en la prisión, las cosas empiezan a cambiar y los celos, el despecho, la posesión del otro, se vuelven una moneda que va pasando de mano en mano hasta quedar manchada con sangre. En este punto, no deja de ser llamativo como la violencia pareciera ser el único combustible capaz para la construcción de una relación entre hombres. Lo mismo ocurre con el sexo. Hay una insistencia por parte del director Sebastián Muñoz en mostrar lo genital que termina no solo alejándolo de cualquier intento de erotismo sino acercándolo al morbo más llano. Por ejemplo, una de las únicas apariciones en escena que tienen los guardia cárceles los muestra introduciéndole a un personaje una cachiporra en el culo. La atención que le brinda el director al vínculo entre los dos protagonistas -un vinculo intenso, tóxico y evidentemente necesario para el autodescubrimiento de la sexualidad del pequeño efebo- lo beneficia a la hora de concentrarse en lo que quiere contar. No hay motines, no hay peleas en los comedores, los patios, ni en las duchas y cuando estos roces aparecen están siempre atravesados por un impulso amoroso, pasional o de despecho. Incluso, uno podría pensar que la cárcel consiste en apenas una celda, un pasillo y un baño donde se alojan solo prisioneros homosexuales. En este sentido, no hay dudas de que El Príncipe como drama carcelario (porque además de eso es también una coming of age, una buddy movie y un melodrama) explota al máximo la cuestión de la asfixia. Una vez que Jaime cae preso, el exterior desaparece por completo. Apenas la voz de un noticiero radial nos ubica en tiempo y espacio: Chile, principios de los años 70, meses antes de la asunción de Salvador Allende. Los cuerpos se mueven entre las sábanas, las pieles se pegan bajo el agua de las duchas, los presos se amontonan en los cuartos como si no hubiese espacio para todos. Hay encierro y mucho, tanto que hasta parece posible sentir el olor. Así es como una vez que Jaime cae preso, la película jamás saldrá de esas paredes. Y si pretende hacerlo estará obligada a interrumpir sí o sí el presente del relato a través de una serie de flashbacks caprichosamente insertados (nunca se sabe si son recuerdos del protagonista o se lo está contando a alguien) que explican cómo este joven sediento, confundido y guiado por su instinto más profundo y animal, degolló con una botella partida a su mejor amigo para terminar convirtiéndose en un príncipe sin corona, ni territorio, pero con la seguridad de ser propietario de sí mismo. Por Felix De Cunto @felix_decunto
por Mishell Patiño Crudo y sin censura Es muy común que con una obra literaria existan múltiples capas de contenido que abarcar. En la exploración de las emociones y deseos más primitivo que plantea el film chileno El Príncipe (2019), lo único que nos queda al ser encarcelados e irónicamente lo que nos permite dar el salto y hacer todo lo necesario para redescubrirnos en medio de una lucha brava por la supervivencia, puede resultar difícil encontrar el tema principal o qué tema es más importante que otro. Durante los años 70 en Chile, Jaime (Juan Carlos Maldonado), un joven veinteañero mata a su mejor amigo en un arrebato pasional por lo que es enviado directamente a la cárcel. Allí conoce a El Potro (Alfredo Castro), un recluso mayor y respetado por todos, convierte a Jaime en su protegido y lo apodan “El Príncipe”. Ahora él comenzará un viaje existencial e introspectivo durante su encarcelamiento en un ambiente lleno de violencia, amor y luchas de poder. Esta es una película técnicamente bien ejecutada, con una dirección de arte que sin duda destaca y resalta los temas y vivencias oscuras que trata, algo valioso para una historia que mayormente transcurre en una cárcel. De igual manera su diseño de vestuario rico, cargado de narrativa mediante el uso del color aportan calidad y brindan solidez. Es de aplaudir la exposición en esta película, cómo su director Sebastián Muñoz consigue que la cámara forme parte de la violencia, del sexo, y la homosexualidad, logrando así, una comunicación fluida y adecuada con ese submundo, que usualmente se intenta ocultar, al mismo tiempo que denota un compromiso con temas sensibles de explorar en cine y de esa manera. "Por momentos difícil de digerir y recomendar, El Príncipe es valiente y honesta. Sin dudas, refleja una problemática realidad de hace más de 30 años en Chile que bien podría ser vigente." Calificación: 6.5/10 Título original: El príncipe Año: 2019 Duración: 96 min. País: Chile Dirección: Sebastián Muñoz Guion: Luis Barrales, Sebastián Muñoz Música: Ángela Acuña Fotografía: Enrique Stindt Reparto: Alfredo Castro, Juan Carlos Maldonado, Gastón Pauls, Sebastián Ayala, Lucas Balmaceda, Jaime Leiva, Catalina Martin, Cesare Serra, Paola Volpato, Nicolás Zárate, Paula Zúñiga Productora: Coproducción Chile-Argentina-Bélgica; Le Tiro Cine / Niña Niño Films. Distribuida por Artsploitation Films Género: Drama | Años 70. Homosexualidad. Drama carcelario
Las películas del subgénero carcelario cumplen con ciertos tópicos, que El Príncipe desarrolla: ambiente cerrado, claustrofóbico, sordidez extrema en una prisión del subdesarrollo, con guardas abusivos, sexo brutal y no tanto entre los convictos, y otros. El ubicuo Alfredo Castro, actor todoterreno del cine chileno, es el líder de la celda donde va a parar un joven que en 1970 ha matado brutalmente a su mejor amigo, en un ataque pasional de celos. Se establece entre ambos una relación que no es sólo sexual sino de padrinazgo, protección y cierta clase de amor. Película de iniciaciones para un hombre joven que poco conoce de la vida y nunca ha salido de su espejo. Breves flashbacks arbitrariamente colocados a lo largo del relato dan cuenta de su pasado y de por qué ha acabado en esa celda. Unos cuantos episodios hacen la narración interesante, dentro de parámetros clásicos, y el duelo entre el capanga y el argentino recién llegado (Gastón Pauls en su mejor papel con un personaje que parece ridiculizarse a sí mismo) es lo más valioso del film. El final es previsible, pero así y todo la película no pierde su interés.
La ópera prima de Sebastián Muñoz, “EL PRINCIPE” viene precedida de un enorme suceso en los festivales en los que ha sido presentada. En el Festival de La Habana ha sido galardonada con el Premio Coral a la Contribución Artística, ha participado en la Sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián y dentro del Festival de Venecia, ha ganado el Queer Lion Award, como mejor película de temática LGBT, generando de esta forma, una gran expectativa frente a su estreno en la cartelera porteña. Situada a principios de los años ’70, “EL PRINCIPE” tiene como eje central a Jaime (Juan Carlos Maldonado), quien es condenado a prisión en ese momento tan particular y convulsionado de la historia chilena, previo a que Salvador Allende asumiese la presidencia. El guion del propio Muñoz, escrito junto con Luis Barrales, propone ir reconstruyendo los acontecimientos en un doble juego temporal donde, a medida que el protagonista comienza a ganar un cierto lugar dentro de la cárcel, diferentes disparadores nos llevarán al pasado, para ir conociendo –como piezas de un rompecabezas- el motivo por el cual Jaime ha ingresado tras las rejas. Tras la impactante escena inicial del asesinato que abre el filme, Muñoz desarrolla y mantiene el pulso de la narración de forma tal de no escatimar absolutamente ninguno de los elementos que tienen que estar presentes en la historia, construyendo ese clima de sordidez y violencia típico del ambiente carcelario, pero sin caer en ningún trazo grueso a pesar de plantear escenas osadas, reales y muy intensas. Se detendrá particularmente en la relación que Jaime comienza a mantener con El Potro, quien lidera no solamente el ámbito de su celda sino que detenta una cierta cuota de poder dentro de la estructura carcelaria. Es así como Jaime entabla ese vínculo que le permite a Muñoz hacer una disección de los estratos del ambiente carcelario mientras que narra una historia de amor y sexo entre prisioneros, y enmarcar una historia de homosexualidad en ese contexto social. En esa relación entre ellos, mediante sutiles detalles, se describen los diferentes niveles en los que se va desarrollando este vínculo. Por una parte, la necesidad mutua de afecto que se va consolidando mientras se logra una relación más estrecha: Jaime le ofrece su afecto y su ternura con toda la ingenuidad y la “pureza” de un recién llegado a ese ambiente completamente extraño y hostil El Potro –un hombre mayor y con cierto poder dentro del penal- le ofrece por su parte, toda su protección, su figura paternal, su apoyo y, más allá de todo, la posibilidad de que sentir amparo en un espacio en el que Jaime se percibe tan ajeno, poder encontrar esa contención tan necesaria para sobrellevar el encierro, abriendo un juego de lealtades y de cierto “ascenso social” con las particularidades propias del ambiente. Si bien el contexto histórico se marca solamente con algunas mínimas referencias en los diálogos, o en lo que puede filtrarse por la radio, con esos escasos elementos, el director genera un marco claro para desarrollar una historia de amor prohibido (tanto dentro como fuera del presidio) y reflexionar sobre cuánto ha podido evolucionar la sociedad chilena, y de algún modo Latinoamérica en general, sobre la persecución, el castigo y la sanción moral a la homosexualidad y la presencia latente de la homofobia. Muñoz no solamente se nutre de la novela homónima casi desconocida de Mario Cruz que le permite desplegar todos estos elementos, sino que además, el excelente trabajo de diseño de arte –seguramente la vasta trayectoria del propio director como director de arte haya ayudado mucho a lograr estos climas- y de vestuario logran transmitir, junto al trabajo de fotografía, ese ambiente opresivo y degradante de la vida entre rejas. Desde la música, el tema “Ansiedad” hace transitar la historia en un clima de tensión amorosa y sexual, al mismo tiempo que transmite una fuerte melancolía y un dolor que envuelve toda la historia. Más allá del muy buen desempeño de Juan Carlos Maldonado en el rol protagónico de Jaime y una interesante participación especial de Gastón Pauls en un rol completamente diferente a los que acostumbra jugar en la pantalla grande, la presencia de Alfredo Castro como El Potro es uno de los puntos más sobresalientes de “EL PRINCIPE”. Castro (a quien hemos visto en “El Club” de Larraín, “Neruda” o “La Cordillera” y a quien muchos identificarán por su personaje de “Rojo” de Benjamín Naishtat) potencia cada una de sus escenas y compone con impactantes matices a un personaje que le exige una entrega física y emocional, compleja y total. Con algunas reminiscencias al reciente trabajo de Martín Rodríguez Redondo, “Marilyn” en cuanto a la búsqueda de una identidad sexual dentro de un entorno violento y expulsivo, y del ambiente carcelario que imaginó Héctor Babenco para “El Beso de la Mujer Araña”, “EL PRINCIPE” logra contar una doble historia de amor en la figura de su protagonista mientras explora el ascenso y el juego de poder dentro de la cárcel, al mismo tiempo que plantea una radiografía del Chile de los setenta, en el cual situar esta historia es doblemente transgresor. Muñoz logra transmitir toda la complejidad de este universo a través de imágenes que invitan a romper con ciertos prejuicios y falsos pudores, para asumir los riesgos y plantear la historia con toda la valentía que se necesita. POR QUE SI: «La película omite trazos gruesos a pesar de plantear escenas osadas, reales y muy intensas»
En la cárcel una historia de amor como ninguna. Hombres que se celan y que desean con pasión al recién llegado. Esta ópera prima transita por lugares comunes de este subgénero carcelario, apropiándose de sus recursos para avanzar en zonas pocas veces transitadas por el cine regional, con madurez, potencia y evitando estereotipar todo.
En una primera instancia, uno podría verse tentado de caracterizar a «El Príncipe» (ópera prima del chileno Sebastián Muñoz) como una obra antigénero, por su particular abordaje del drama romántico, aún enmarcándose dentro de la temática LGBT. Sin embargo, una mirada más de cerca permite ver que se trata de una historia con elementos tradicionales, aunque dentro de un contexto al que tal vez no estamos tan acostumbrados. El film se basa en la única novela publicada por Mario Cruz, a principios de los años setenta, con un guión producido por Muñoz y el dramaturgo Luis Barrales. En vísperas de las elecciones que llevaron a Salvador Allende al poder, el joven Jaime (Juan Carlos Maldonado) arriba a la prisión, condenado por asesinato. Es asignado a compartir celda con otros cuatro reclusos ya «instalados», dos parejas de amantes liderados por el Potro (Alfredo Castro), figura de autoridad dentro de la penitenciaría. El compañero del Potro es dejado de lado en favor del «nuevo», a quien llama el príncipe, en referencia a la atención que recibe. A partir de allí se entabla una conexión entre el preso veterano y el Príncipe, que evoluciona desde la simple cuestión de demostrar «quién manda» -por medio del abuso, lisa y llanamente- hasta alcanzar una condición de igualdad entre ambos. En el camino somos testigos mediante flashbacks, de la historia que llevó a Jaime a su reclusión, el conflicto con su sexualidad en aquel momento, así como del antagonismo entre el Potro y otra figura de influencia entre los presos, Che Pibe (Gastón Pauls). Los celos, los triángulos amorosos y el despecho serán hilos conductores de la trama. Hacia el final del relato, el desarrollo de Jaime va a resignificar su apodo: ya no es una burla, sino que va a tomar el sentido más tradicional, aquel relacionado a la herencia del poder. El guión de Muñoz y Barrales se destaca a través de la excelente interpretación tanto de Maldonado como de Castro, quienes transmiten la química entre sus personajes de manera más que verosímil. Por otro lado, el trabajo del novel director se complementa con el aporte de la fotografía a cargo de Enrique Stindt. Esto resalta en la recurrencia de las imágenes especulares del protagonista, reflejando (valga la redundancia) su conflicto interno, así como en la composición de las escenas dentro de los reducidos espacios de las celdas, que por momentos remiten a imágenes salidas del Barroco. Todo esto le valió a la obra el Queer Lion, galardón del Festival Internacional de Venecia reservado a la mejor película de temática LGBT de las allí presentadas, en el marco de su estreno mundial, y suma un motivo más para no dejar de verla en las salas locales.
“El Príncipe” de Sebastián Muñoz Ansiedad de tenerte entre mis brazos. Bajo la premisa de ser una historia carcelaria, “El Príncipe” nos trae un tierno y realista relato sobre la sumisión entre prisioneros de un penal masculino y los códigos que surgen a partir de la necesidad de sentirse protegido. Por Bruno Calabrese. Ambientada en 1970, la película sigue a Jaime (Juan Carlos Maldonado), un joven condenado por asesinar a su mejor amigo y objeto de deseo. En la carcel conocerá a Potro (Alfredo Castro), un veterano recluso con quien entablará una relación amorosa de sumisión celos y códigos carcelarios. Mientras la historia entre ellos se va desarrollando, a través de diversos flashbacks sin orden específico, conoceremos el inicial crimen pasional que lleva al joven protagonista a la cárcel. Con una muy buena descripción del universo carcelario, el film se sustenta en el ejercicio de realismo y sin obviar ninguna de las situaciones esperadas en un relato de estas características. El fuerte de la película es la naturalidad con la que encara las relaciones homosexuales en un contexto tan delimitado. La construcción que lleva adelante el director para lograr que la necesidad, la dependencia y la sumisión llegue a confundirse con una relación afectuosa entre Potro, líder de la cárcel, y Jaime se da con total naturalidad. Para ello es vital la actuación de la dupla principal, apoyada en los silencios del joven y la actitud avasallante de Alfredo Castro como el veterano recluso. Acompañado por Gastón Pauls, como Che Pibe, el tercero en discrodia, que cobrará protagonismo en su enfrentamiento por el liderazgo carcelario. Una hermosa interpretación de “Ansiedad” de Chelique Sarabia es la figura principal de la banda sonora. En las escenas principales, la canción cobra un protagonismo mayúsculo que refuerzan la historia. La frase “Ansiedad, de tenerte entre mis brazos” es una metáfora de los sentimientos de Jaime y su represión sexual hacia su amigo y a la hora de sellar su vínculo amoroso con Potro en la carcel. “El Príncipe” es el repetido estereotipo carcelario del guapo joven recién llegado a la prisión, a merced de los líderes criminales del lugar y monopolizado por el repulsivo jefe del clan. A pesar de eso, el chileno Sebastián Muñoz logra atraparnos gracias al extraño y tierno vínculo afectivo que se despierta entre el Potro y Jaime. Apoyada también en una factura técnica y artística cuidadísima, con estética sórdida y asfixiante, propia de las cárceles. Puntaje: 80/100
La ópera prima del cineasta chileno Sebastián Muñóz aborda la intolerancia y opresión que se ejercía contra la homosexualidad, antes del ascenso de Salvador Allende en 1970. Basada en un libro de Mario Cruz y ambientada durante la campaña política de la Unidad Popular que llevaría a la presidencia al lider socialista, El Príncipe narra la historia de Jaime (Juan Carlos Maldonado), un joven veinteañero que una noche mata a su mejor amigo tras un ataque de celos. Ni bien ingresa a prisión, comparte el hacinamiento en una celda con un grupo de reclusos homosexuales. El lugar es liderado por “El Potro” (Alfredo Castro), un hombre curtido y respetado quien lo proteje y le enseña, desde el amor, a sobrevivir en un submundo donde se cumplen ciertos códigos. Allí, Jaime será apadrinado como “El Príncipe” y comenzará a ganarse su lugar. También conocerá a otro líder, un preso argentino, interpretado por Gastón Pauls, que peleará la disputa de poder con el Potro, su eterno rival. Enmarcada dentro del subgénero carcelario, donde transcurre la mayor parte del relato, la película intenta acercarse a las causas que llevaron al protagonista a cometer el crimen, teniendo en cuenta el contexto político y social. A través de flasbacks y la voz en off se recrea su infancia, la adolescencia pueblerina, el despertar sexual, y la noche del asesinato. Jaime es un personaje muy instrospectivo que carga una gran represión sexual y falencias emocionales. A medida que atraviesa el proceso de encierro, es testigo de las vejaciones y los malos tratos de los guardiacárceles hacia los homosexuales. Las vivencias del lugar lo ayudarán a reafirmar su identidad. El realizador construye una ambientación realista bien sórdida y deplorable de la típica cárcel sudamericana, como hemos visto tantas veces. En ese contexto, registra la violencia y el sexo con escenas explícitas entre reclusos que, más allá de la carga de erotismo que subyace, se muestran cómo un vínculo necesario para tolerar la soledad, el abandono y el desamor. La homosexualidad también forma parte del ejercicio del deseo y de la libertad, que no podían disfrutar plenamente afuera, y que se manifiesta en la protección de unos a otros, en este caso, del Potro hacia Jaime. “Por azar encontré este libro en una tienda de libros usados (“El Príncipe” de Mario Cruz), comenta su director, y no esperaba que detrás de la imagen de un libro barato de novela erótica, encontraría un fantástico retrato de la sociedad chilena de aquellos años, a través de una historia de violencia, amor y sexo entre prisioneros. Una homoherótica y cautivadora historia”. Coproducida entre Chile, Argentina y Bélgica, la película se presentó en el marco del 76°Festival Internacional de Cine de Venecia (2019), donde ganó el Queer Lion Award – Mejor película de temática LGBT -, siendo la primera película chilena en triunfar en esta categoría.También obtuvo el Premio Coral a la Contribución Artística – Sección Ópera Prima – en el 41° Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano – La Habana – (2019), y el 2ºClasificado PREMIO TCM de la Juventud en el 67° Festival Internacional de Cine de San Sebastián – Horizontes Latinos – (2019). El Principe sostiene a través de un formato clásico, un clima de tensión constante y de agobio, al que acompañan las buenas interpretaciones del elenco. La reconstrucción de época logra recrear un período conservador y represivo que funciona como una metáfora de aquellos tiempos. Sin embargo, la película no escapa de reiterar ciertos tópicos crudos y violentos del subgénero carcelario, ni intenta matizar el drama y el sexo con mayores sutilezas. Lo predecible del final, tuvo como guiño dejar de fondo el discurso esperanzador y libertario de Salvador Allende. EL PRINCIPE El Príncipe. Chile/Argentina/Bélgica, 2019. Dirección: Sebastián Muñoz. Guion: Sebastián Muñoz y Luis Barraies. Intérpretes: Alfredo Castro, Juan Carlos Maldonado, Gastón Pauls, Ceasare Sierra, Sebastián Ayala, Paola Volpato, Lucas Balmaceda. Montaje: Danielle Fillios. Fotografía: Enrique Stindt. Sonido: Guido Deniro. Duración: 96 minutos.
La opera prima de Sebastián Muñoz Costa del Río (un reconocido director de arte) que adapta una novela homónima de género carcelario escrita por Mario Cruz. Toda la trama del film ocurre en el inicio de la década del setenta, antes de la elecciones que llevaría a Allende al poder. Un tiempo de gran conservadurismo donde un chico gay no puede dar a conocer su elección sexual y se transforma en el asesino del objeto de su amor. Va a parar a la cárcel, donde transcurre casi toda la pelicula en un contexto de hacinamiento y violencia, donde abundan las escenas brutales de sexo, pero también paradójicamente el protagonista puede asumir su deseo y mostrarlo hasta con ternura para transformarse por su belleza y capacidad de liderazgo en ese príncipe que brilla en un entorno sórdido y sangriento. Por momentos reiterativo, pero otros realmente interesante como todo lo que tiene esa relación entre el capanga interpretado por Alfredo Castro en contraposición con el argentino Gastón Pauls brillante en su irónico personaje, una de sus mejores composiciones. Es una película donde abundan las escenas de sexo, violento o consentido, y las situaciones resultan previsibles, pero igual mantiene la tensión y el interés.
Adaptación de una novela de Mario Cruz ambientada en la ciudad chilena de San Bernardo en los prolegómenos de las elecciones que llevarían a Salvador Allende al poder, esta película premiada en La Habana y Venecia pone el foco en el despertar sexual de un joven (Juan Carlos Maldonado) que es encarcelado luego de acuchillar a un amigo. Las relaciones que entabla allí (especialmente con un veterano convicto interpretado con mucha eficacia por Alfredo Castro) reflejan también las disputas de poder, las lealtades y las traiciones de ese universo con sus propios códigos, en el que se desarrolla el grueso de la historia). Aparece en el elenco el argentino Gastón Pauls.
El beso de la mujer araña El príncipe, la película de Sebastián Muñoz, con guion de Sebastián Muñoz y Luis Barrales, es una pintura entre oscura y realista de la vida carcelaria de un joven que ha cometido un crimen víctima de una emoción profunda, asesinando a su amigo. El marco no puede ser más complejo, durante una de las dictaduras más feroces que se han visto en Latinoamérica. La historia está basada en una novela de baja circulación escrita en plena década del 70, y ambientada también en dicha época, cuyo autor es Mario Cruz. Tiene momentos de maravillosa poesía en medio de un contexto de violencia terrible, hedor envuelto en un contexto político cruel que daba paso a las más terribles situaciones. El encierro, el afecto de lo más cercano posible que es el otro, la necesidad de aferrarse a ese otro que supone otro yo necesario para sobrevivir emocionalmente mientras se consigue algo de contrabando (un cigarrillo, una guitarra, un cuerpo) presupone también una alegoría de las escalas del poder y su utilización. Y es ello lo que el director busca contar en este film de momentos dulces y de otros crudos, en un balanceo con vaivenes tristes. Por suerte vacía de la caricatura de algunos productos que procuran retratar la vida en la cárcel y no hacen más que convertirse en objeto de sorna, esta producción sigue de cerca a los personajes, los interpela, muestra su necesidad de cariño (tal vez por la desesperación y la soledad de la vida carcelaria) y desde el otro lado pone el foco en la autoridad y el choque con sus fieles perros, representantes ciegos, casi una pintura de cierta sociedad medio arcaica que sostiene cierta idea del poder como representación figurada de la masculinidad. Con una construcción fuerte, por momentos dolorosas, muy buenas interpretaciones de un elenco que calza a la perfección para este drama del que Manuel Puig tal vez podría estar orgulloso, tiene lugar un film que resuelve sin estridencias una historia difícil pero necesaria, interesante a la vez que dolorosa, que interpela a quien se atreve a verla sobre algunas cuestiones de la vida (y sí, también, de la política) que parecen cerradas. El príncipe cuenta con cierta crudeza pero a la vez con poesía la historia de un joven y sus miedos, sus deseos, en un contexto de violencia política general y física dentro de los límites de un espacio en el que las reglas se reescriben todo el tiempo.
El Príncipe: Dulcemente Salvaje. Co-Producción chilena, ganadora del León Queer en Venecia, que hace foco en un joven acomodando su vida e identidad en la cárcel. En un mundo dominado por algunas de las culturas más conservadoras de oriente y occidente, la mayor cantidad de producciones audiovisuales suelen reflejar a cuenta gotas la faceta sexual de nuestra especie. El Príncipe, en cambio, ofrece un relato apropiadamente hipersexual al tratarse del pasaje entre la represión y exploración sexual de un joven en el contexto de una cárcel chilena a fines de los 60s. Todo el elenco realiza una labor excelente, aunque destacan en vitales roles secundarios Gastón Pauls y Alfredo Castro. Dos espejos en los que se ve reflejado nuestro protagonista al mismo tiempo que se enfrentan durante toda la cinta en un violento duelo de formas e ideales. Es este enfrentamiento exterior el que va a provocar los cambios interiores del protagonista, tan conocidos por los relatos de coming-of-age más corrientes. No es algo casual que la trama está enmarcada en la previa a la elección del presidente Allende en 1970, aunque la situación sociopolítica en Chile se mantiene menos importante para la narrativa que como el protagonista percibe ese cambiante contexto exterior. Cuando «El Príncipe» es encerrado, expresa un profundo desinterés por lo que ocurre «ahí afuera». Es mediante el descubrimiento y construcción de su identidad que comenzará a cuestionar su apatía por lo que el mundo exterior, o su propio futuro, le ofrecen. El haber sido galardonado con el León Queer en Venecia, y nominado al premio LGBT+ equivalente en el Festival de San Sebastián, por supuesto que refuerzan el proyecto como un todo. Pero principalmente legitiman una visión tan cruda en su caracterización no sólo sexual sino violenta, facetas de la vida de todos que usualmente se encuentran censuradas de una u otra manera en la gran mayoría de las producciones audiovisuales para el consumo de las masas. Gracias a esto, el resultado termina siendo mucho más humano. Grandes actuaciones y personajes, una excelente labor de dirección que logra resaltar todo lo interesante del guion entregando una historia con mucha personalidad en el proceso. Uno de esos ejemplos de cine sudamericano que son un placer de recomendar por lo refrescantemente valiente de su propuesta.
Salvaje y pasional. Un film chileno fuerte e impactante, que combina una cruda realidad con un sentimiento muy personal que afecta a los seres humanos, en mayor o menor medida, de una manera cruel y poética a la vez. Se trata de la conocida soledad, a la que tan mala fama se le hace. Aquí se muestra de una manera muy original. Una historia basada en un libro que pasó desapercibido. El príncipe (2019), desarrolla una historia que sucede en 1970, en San Bernardo Chile, justo antes que Allende asuma la presidencia. La película está basada en una novela de baja circulación escrita en la década de los 70 por Mario Cruz (un escritor underground), que llamó la atención del director Sebastián Muñoz, y ha pasado los últimos cinco años refinando la adaptación, junto con el coguionista Luis Barrales. El príncipe, es su ópera prima y un relato homoerótico que retrata esa era de la sociedad chilena a través de los ojos de un joven prisionero confundido llamado Jaime (Juan Carlos Maldonado), una historia de violencia, amor y sexo entre prisioneros y algo más. La novela de Cruz es muy interesante, y es de destacar la manera que elige Muñoz a la hora del “cómo” contarla. Impacta desde el comienzo y es atrapante, brinda información de una manera particular que capta nuestra atención durante el desarrollo y realizando un análisis profundo del guión, resulta una buena lección para todo aquel guionista o con aspiraciones a serlo, el manejo de la intriga durante el proceso y el contenido de las escenas, luego secuencias, que dan forma a este contundente film. Pero no sólo se trata de un guión seguro e inteligente, sino de una dirección y fotografía cuidadas hasta el extremo, plano por plano, que consigue armonía y fluidez entre el qué y el cómo relatar que nombré antes. También se destaca la ambientación y la vestimenta de la época que consiguen una atmósfera especial. Si observamos en detalle, algunos planos, su disposición y colores -dignos de un talentoso pintor-, son cuadros que contrastan con lo que sucede en realidad y lo que siente el protagonista -una extrema soledad-, además de ubicar al espectador de manera constante en contexto. Empatizamos de inmediato con el protagonista y el antagonista. Las interpretaciones emocionan por su excelencia, notamos el enorme talento de Maldonado, ya que toma la casi imposible tarea de no perder protagonismo junto a un actor de trayectoria, como es Alfredo Castro, ambos de formación teatral que se entregan al %100. Esto debido, además, al cuidado por parte del director y equipo. Quizás un punto débil del film sea la sobreactuación de Gaston Pauls. Pasar por diferentes estadíos de fuertes emociones, este dramón que contiene furia, salvajismo y a su vez, enorme ternura con naturalidad, es asombroso, plausible y recomendable. ¿Será acaso que todo ser humano esconde una inherente soledad con la que debe lidiar durante toda su vida? y… ¿estará esta cuestión relacionada a la rigidez que ciertos políticos justifican necesaria para sostener una postura déspota, por cierto muy alejada del hombre en su estado más natural y sus debilidades? y por último… ¿tendrá esto que ver con el gobierno y cierta parte hipócrita de la sociedad chilena y del mundo capitalista?
"El príncipe": circulación del deseo De los tópicos carcelarios que cultiva este film chileno, el que le da identidad es uno habitualmente colateral, que aquí aparece corrido hacia el centro: la homosexualidad masculina. De los tópicos carcelarios que cultiva este film chileno --la sordidez, los porongas, las iniciaciones, las disputas a cuchillo, los guardias sádicos-- el que le da identidad es uno normalmente colateral, que aquí aparece corrido hacia el centro: la homosexualidad masculina. Paredes corroídas e interiores oscuros, miradas desconfiadas y debuts a la fuerza dan un clima espeso a la ópera prima del realizador Sebastián Muñoz Costa del Río. Pero el hincapié no está puesto tanto en el forzamiento como en los códigos, convivencias, competencias y cariños desarrollados en ese microcosmos gay. Constantes que llevaron a que El príncipe recibiera, en el último Festival de Venecia, el premio a mejor película de temática lgbtq. Constantes que representan esquirlas de belleza allí donde debería haber pura sordidez. Hay un degüello --flashbacks posteriores permitirán reconstruir la situación completa-- y el veinteañero Jaime (Juan Carlos Maldonado) va a parar a prisión. El ambiente es atemporal y la película podría transcurrir sin perjuicio en la actualidad, pero la novela en que se basa la hace pasar en tiempos de Allende y la trasposición mantiene la época. A Jaime le toca un camastro en territorio de Ricardo, a quien llaman El Potro (el infaltable Alfredo Castro, visto en Tony Manero, Neruda y Rojo), un veterano que no encaja del todo en el modelo del poronga que circula en cine y televisión. A pesar del apodo no le sobra músculo, vitalidad o crueldad, y si impone respeto es más por experiencia que por transmitir sensación de galope. La cucheta de Jaime queda vacía desde la primera noche, cuando El Potro le hace lugar en la suya. Habrá lágrimas. Serán las últimas. De parte del Príncipe, al menos. La película coescrita y dirigida por Costa del Río pone más el acento en la sensorialidad y fisicidad, en la captación de ambiente y en los repliegues de ese mundo que en lo estrictamente argumental. El desarrollo es circular, tanto porque empieza y termina con sendas muertes como por el hecho de que al final el príncipe principiante se volvió él mismo poronga. El desfile de prisioneros saluda respetuosamente a Jaime como si fuera la viuda, en una escena que recuerda el besamanos de El padrino. Hay algunas parejas establecidas en ese mundo, como los compañeros de celda del Príncipe y el Potro, y otras rotativas, a las que el propio Príncipe, veinteañero al fin, no es ajeno. Él se quiere cortar el pelo como Sandro, pero en ese momento todavía es demasiado tímido y el peluquero de la cárcel lo desahucia. Ya tendrá ocasión de perder la timidez, para no recuperarla más. Es en los intercambios de deseo donde se hace fuerte la película de Costa del Río, como si se tratara de una versión carcelaria de La noche (Edgardo Castro, 2016). O de una variante menos estilizada de Bella tarea (Claire Denis, 1999). Intercambios entre Jaime y Ricardo, tanto como el triángulo inicial --el que precede al degüello-- y el que se arma entre el protagonista, un apuesto interno, más joven que él, y un recién llegado a quien todos conocen y llaman Chepibe. En la que podría ser la mejor (y primera) composición cinematográfica de Gastón Pauls, que hace por supuesto de argentino (aunque El Potro insista con que es chileno), el carácter carismático de Chepibe lo lleva a chocar con el poronga como dos trenes lanzados. La película es tan húmeda como las duchas inevitables de todo film de cárcel, y una escena entre Pauls, Maldonado y el joven galancito así lo confirma. Lo que no termina de quedar claro es la necesidad de que la ficción transcurra en tiempos de Allende, y no aquí y ahora. No se advierte que entre las paredes de la cárcel termine un ciclo virtuoso y empiece otro, más represivo y sanguinario, que sirva de eco a lo que sucede afuera. Como tampoco es de sospechar que las prisiones de Sebastián Piñera sean más prolijas que las de hace cincuenta y pico de años.
Chile, 1970. Jaime (Juan Carlos Maldonado), también conocido en prisión como El Príncipe, se encuentra cumpliendo condena por el asesinato de su mejor amigo. Durante su estancia en la cárcel, entabla una relación sexual con El Potro (Alfredo Castro), un poderoso recluso veterano que todos respetan en la cárcel. El comienzo de esta relación genera celos, internas y una tensión que va en aumento dentro del precinto. Este drama carcelario homoerótico está basado en la novela de Mario Cruz, y describe de forma sórdida y violenta la vida de los presos en los meses previos al ascenso al gobierno del Frente Popular liderado por Salvador Allende. La película tiene varios hallazgos visuales y está narrada de manera hábil y prolija, jugando a dos tiempos entre el presente y el pasado del protagonista. La presencia del actor argentino Gastón Pauls hace bastante ruido al comienzo pero luego logra incorporarse a la trama, aunque el hecho de ser famoso lo vuelve una pieza rara dentro de la película. La sordidez y la violencia son inquietantes y no siempre logra compatibilizar con el costado poético del film. Finalmente el cierre de contexto político de Chile parece forzado y marca más la agenda del realizador que un deseo de contar una historia de amor y sexo en la cárcel.
El Príncipe (2019) es la ópera prima de Sebastián Muñoz Costa del Río, reconocido director de arte chileno en películas de autores como Pablo Larraín o Alicia Scherson, que debuta tras las cámaras con la adaptación de la novela homónima de Mario Cruz, escrita a principios de la década del 70, y que circuló de manera casi clandestina, un drama carcelario tan violento como explícitamente sexual. La trama de El Príncipe está enmarcada a principios de los años 70 entre las elecciones que llevaron a Salvador Allende al gobierno chileno y su asunción como presidente. El audio del discurso que brindó en el balcón de la Federación de Estudiantes de Chile la mañana del 5 de septiembre de 1970 con motivo de su triunfo electoral abre la película mientras que sobre el final se escucha la voz de Allende pronunciando algunas palabras el día de su histórica asunción. La acción transcurre en San Bernardo y el protagonista es Jaime (Juan Carlos Maldonado), un joven que comete un crimen pasional en un lugar público y a la vista de todos. La primera escena de El Príncipe nos muestra un cuello degollado, chorros de sangre en el piso y un cuerpo que luce una camisa de encaje del que no se distingue su sexo. La cámara se mueve y vemos a un joven en estado de shock: el asesino y protagonista de la historia. La secuencia termina abruptamente y la acción se traslada a la cárcel donde el acusado debe cumplir su condena. A partir de ese momento, la historia se desarrolla dentro de las cuatro paredes de la prisión, exceptuando una serie de flashbacks sobre las causales que derivaron en el crimen. El Príncipe es una película básicamente sobre el despertar (homo)sexual de un joven y la liberación que siente en un espacio que contrariamente lo encierra. Jaime comienza a experimentar y sentirse libre detrás de los muros que lo aíslan de la conservadora sociedad chilena, donde la frialdad del ambiente carcelario se entrelaza con la necesidad de afecto, y si bien la política no se señala como protagonista es la que rige las relaciones de poder entre los presos, divididos en dos grupos. Uno comandado por el siempre brillante Alfredo Castro y el otro por el argentino Gastón Pauls. Relato claustrofóbico que explora la universalidad de la necesidad del amor a través de la violencia, en El Príncipe Muñoz nos conduce por un submundo marginal que no busca escaparle a los clisés del género carcelario (abusos en todo sentido, maltratos, violaciones, división de clases) pero si impregnarlo de una sórdida belleza.
Una película de alto calibre emocional del director chileno Sebastián Muñoz. Pasamos de la soledad a la amistad y al deseo desenfrenado, y del miedo al amor y hasta a la ira. En ella, de una manera simple pero intensa, logramos experimentar los matices más crudos del alma humana. El Príncipe (2019), es la ópera prima de Muñoz, y el guión fue coescrito con el guionista Luis Barrales. El film está basado en un libro de baja circulación del escritor Mario Cruz, ambientado en la comuna de San Bernardo, de Santiago de Chile, a principios de la década del 70, poco antes de que Allende asuma la presidencia. Podríamos decir que es un drama erótico que relata la historia de Jaime (Juan Carlos Maldonado), de la paradoja por la cual alguien estando encerrado alcanza la libertad, y de cómo el amor, a veces, puede llevar a la locura. Desde la primera escena el espectador queda completamente atrapado. La tensión está manejada a la perfección a lo largo de toda la película y cada escena está dispuesta impecablemente, junto con la fotografía que acompaña, en todo momento, el mundo interno de Jaime: el aislamiento, la extrañeza, la inhibición, y luego la pertenencia y la identidad. Tanto la personajes como el vestuario y la puesta en escena nos hacen sentir de manera genuina, testigos de la vida dentro de una cárcel, de sus idiosincrasias, sus protocolos, sus leyes tácitas, sus ruidos y hasta sus olores. Además, para que todo lo anterior cobre sentido, las actuaciones son estupendas en la gran mayoría de los casos, pero Juan Carlos Maldonado y el gran Alfredo Castro no solo no dejan nada que desear, si no que se llevan todos los premios. "Creo que es fácil empatizar con los personajes y particularmente con Jaime, quien siendo joven todavía no se siente poseedor de una identidad sólida, y menos aún en el tan sensible aspecto de la sexualidad. Es en este tema en el que, a lo largo de la película, vamos cuestionando ciertos mandatos y prejuicios para llegar a una cuestión esencial, libres de la carga social e histórica: ¿hay una forma correcta y una incorrecta cuando se trata de amor? ¿no es un vinculo, en la forma que sea, lo que nos hace sentir vivos, conectados, mayores a nosotros mismos?"
Película dura de ambiente carcelario, "El príncipe" es la ópera prima de un joven profesional del cine, Sebastián Muñoz, debutante en el ámbito de la dirección, pero muy conocido como diseñador de arte en distintas producciones chilenas. La relación del Potro y el Príncipe, protagonistas del filme, recuerda superficialmente a la de Molina y Arregui de "El beso de la mujer araña", un debutante en eso de estar entre rejas, que encuentra en la cárcel al veterano conocedor de un universo peligroso. Claro que la película brasileña estaba dirigida por uno de los grandes, Héctor Babenco y sus profundidades temáticas, a las que también aspira Sebastián Muñoz, nunca son alcanzados por este realizador. Sin embargo, al tratarse de una ópera prima de un director joven, los tiempos de créditos son largos. "El príncipe" está centrada en una historia de amor homoerótica en la cárcel, que se inicia como una aproximación puramente sexual, pero va convirtiéndose en una relación de afecto y necesidad a medida que se prolonga el encierro de los participantes. La acción se desarrolla en los años "70 en Chile y finaliza cuando Allende asume la presidencia por el Frente Popular, difiriendo en cuanto a época con la novela de Mario Cruz en que se inspira la película. UN BUEN DEBUT El filme tiene un buen desarrollo narrativo, justo ritmo y atractivo diseño de personajes, especialmente el que desempeña Alfredo Castro ("Neruda", Tony Manero), que reúne fuerza, carisma y respeto frente a la juventud del chico, autor de un crimen pasional. La buena observación de caracteres (el oscilante Maldonado que descubre su identidad y todavía es incapaz de manejarla), pero un cierto apresuramiento en las situaciones del final (es un tanto prematura la conversión del Príncipe en una suerte de Padrino carcelario) son contradicciones naturales en el producto de un nuevo director. La película es naturalista en la exposición de la vida carcelaria y fuerte en las escenas de sexo. Sebastián Muñoz logra que el espectador se interese por la historia y muestra un particular interés en subrayar la colaboración argentina tanto en diálogos, como en la participación de personajes como el "Che Pibe" (una singular actuación de Gastón Pauls). "El Príncipe" es la primera película chilena que gana el Queer Lion Award, por su manera de abordar la temática homosexual, luego de llevarse el Premio Coral a la contribución artística, otorgado por el Festival de La Habana. Sugestivamente, la ignota novela de Mario Cruz en que se inspiró el largometraje, fue prohibida por la dictadura chilena y nunca se reeditó.
Principios de los 70 en Santiago de Chile. Aún el Frente Popular liderado por Salvador Allende no llegó al poder pero el clima y lo que ocurre de fondo -las voces, los afiches- evidencian que está a punto de suceder. En dicho contexto nos introduce Sebastián Muñoz con una ópera prima prolija y potente que deja a un lado el marco histórico-político para poner su atención en lo que ocurre en una cárcel, con sus propias valores, leyes, usos y costumbres. Un mundo que le toca descubrir a Jaime (Juan Carlos Maldonado) cuando una noche de alcohol termina con el crimen pasional de El Gitano (Cesare Serra). Podría creerse que este es el principio de su final, pero en verdad es sólo un nuevo comienzo.
Luego de su paso por diversos festivales internacionales, como el de San Sebastián, llega a los cines El príncipe. La ópera prima de Sebastián Muñoz está basada en la novela homónima del escritor chileno Mario Cruz. El relato nos ubica en Chile en 1970, poco antes de que Allende asuma la presidencia. Inmediatamente conocemos a Jaime, un veinteañero, que ingresa a prisión tras acuchillar a su mejor amigo (y enamorado). En la cárcel conoce a El Potro, un hombre mayor, con quien inicia automáticamente una relación sexoafectiva. Las cosas, claramente, no serán sencillas. La vida dentro de la cárcel es hostil. “El príncipe”, como lo apodan apenas entra al penal, deberá entender los códigos de este lugar para poder sobrevivir y, de paso, mantener a salvo a sus más allegados. Si bien Muñoz hace hincapié en la vida dentro de la cárcel y la crudeza de la misma, el verdadero eje de El príncipe está puesto, principalmente, en el amor y las relaciones interpersonales que se generan entre los reclusos. La lealtad, la identidad y la venganza también serán temas en los que se detendrá la trama. Sebastián Muñoz no se queda sólo en lo superficial de la prisión, como las riñas, la violencia, el abuso (tanto por parte de los mismos reos como de las autoridades), sino que nos lleva a un viaje sobre el autodescubrimiento tanto sexual como romántico. La fotografía de El príncipe nos sumerge de lleno en el mundo de la cárcel, nos hace sentir parte, como si fuésemos nosotros los que estuviésemos ahí adentro. Los planos generan un ambiente de encierro, un clima asfixiante, claustrofóbico. Es este mismo clima el que nos mantendrá tensos y expectantes desde el primero hasta el último segundo. El único momento en el que “salimos” de la prisión es cuando la trama nos lleva, mediante flashbacks, a la vida del protagonista antes de ser detenido. Sebastián Muñoz construye un relato eficaz, sólido. Logra tocar diversos temas en cuestión de minutos y desarrollar cada uno de ellos sin dejar cabos sueltos. Las actuaciones son sobrias. Los actores conectan inmediatamente entre ellos, convenciéndonos de la veracidad de todo lo que se muestra. El príncipe es un relato crudo, realista, que nos invita a conocer la vida dentro de la cárcel, más allá de lo que muestran las producciones más comerciales.
Cumplir una condena en la cárcel es un momento dramático y duro para cualquier persona. Hemos visto, leído y escuchado historias sobre los presidios y los presos. La violencia permanente, los roles que cumple cada uno, estableciéndose un orden jerárquico según quién es el más fiero, o tiene la capacidad de conseguir artículos o favores a los carceleros, como así también, para los reos. Pero en esta película de origen chileno, con apoyo argentino, este tipo de situaciones quedan en un segundo plano, están ahí, pero no es lo importante, sería reiterativo. El director Sebastián Muñoz Costa Del Río prioriza una cuestión siempre inherente al ser humano: el amor. Si, el amor, en este caso, entre hombres, detrás de las rejas. Jaime (Juan Carlos Maldonado) alias “El Príncipe” es encarcelado una noche, después de haber asesinado al Gitano (Cesare Serra) por celos y no ser correspondido. Dentro de la celda debe ponerse inmediatamente bajo el mando de un veterano y experimentado presidiario, el Potro (Alfredo Castro) sin discutir ni oponerse. Allí deben convivir cinco delincuentes contando con una pequeña mesa y dos camas superpuestas. El amontonamiento provocará encuentros con mucho sexo y amor, pero muy pocos conflictos. Narrado en tiempo presente, aunque, de tanto en tanto, el realizador recurre a los flashbacks para completar la historia personal de Jaime, como recurso válido para informarnos cómo era y las cosas que hacía cuando estaba en libertad. De este modo, llegamos a conocer también el motivo por el cual el protagonista es encarcelado. El film transcurre en una época especial del país trasandino. En un segundo plano se van contando los días previos a la asunción del elegido presidente Allende, en el que funciona solamente como una ubicación temporal y, por otro lado, actúa como un resaltador de la esperanza que generaba ese gobierno en cierto sector de la ciudadanía. Y, para coronarlo todo, la canción que ambienta el dolor, la opresión, angustia, resignación, falta de intimidad, desprejuicio, etc., describiendo todo sin tabúes ni censuras, es el bolero “Ansiedad”, cantado en varias ocasiones por distintos intérpretes. Salvo alguna que otra rencilla la vida de los detenidos es rutinaria, hasta que un día rompe esa monotonía la llegada de un delincuente con antecedentes, llamado el Che Pibe (Gastón Pauls), que tiene un pasado, no revelado, con el Potro. Su presencia altera las relaciones personales de tal manera que molesta y cambiará el destino de ellos. Un párrafo aparte merece un detalle técnico que hay que tener muy en cuenta para que los espectadores que vayan a verla, estén prevenidos. Los chilenos hablan muy cerrados, con su tonalidad tan particular, no modulan bien las palabras y expresan muchos modismos autóctonos. Estos inconvenientes pueden ser subsanados sólo con un subtitulado, o tener la fortuna de poseer un oído absoluto. Es una lástima que si el director pretendía, como está sucediendo, que su obra tenga un recorrido internacional, no lo hubiese previsto y aconsejado a que sus intérpretes digan sus parlamentos con un español mucho más tradicional y no para que lo comprendan sólo sus compatriotas.
Melodrama carcelario y melodrama homosexual, narrado con crudeza y con una rara ternura, esta película tiene la virtud de llevar sus situaciones hasta donde se debe, incluso si eso representa una especie de molestia para el espectador. Pero en el fondo, se trata de cómo paliar la más terrible de las soledades, y también de cierta forma de la locura a partir del narcisismo. Un film raro por sus extremos y su precisión narrativa.
Barrotes de prisión y sueños afiebrados La ópera prima de Sebastián Muñoz delinea un melodrama carcelario que interviene simbólicamente en la sociedad de su país. Además de reconocimientos en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana y el Festival de San Sebastián, El Príncipe fue elegida Mejor película de temática LGBT en el Festival de Venecia. Ópera prima de su director, Sebastián Muñoz Costa del Río, El Príncipe lleva a la pantalla la novela del chileno Mario Cruz, y sitúa su drama carcelario en el Chile de los ’70, con Salvador Allende próximo a ser presidente. Si se atiende al comienzo y cierre del film, franqueado entre el desborde pasional que lleva a la cárcel al protagonista y el discurso radial de Allende, presto a llevar adelante su proyecto de gobierno, el paréntesis supuesto oficia de manera contenida y desesperada. Porque El Príncipe es una lectura en clave sobre aquel momento, ese umbral que abre los años ’70, pero también puede decirse que es expresión de estos días, con esa misma sociedad sublevada y ocupando las calles. Lecturas que dan vueltas tras ver el film de Sebastián Muñoz, encerrado entre paredes de poca luz y roídas, agua fría y disputas de poder. A este nido llega Jaime (Juan Carlos Maldonado). El relato lo introduce de modo fragmentado. Lo que está claro es que hubo una muerte. Quién y por qué se sabrá después. No casualmente, el ingreso al penal se produce en compañía del bolero “Ansiedad”, en una espléndida versión interpretada por Gabriel Cañas. El exceso que su letra implica, presumiblemente oída durante el crimen cometido –leitmotiv que acompañará el drama-, tendrá consonancia con otros hechos y músicas que el film depara. Entre ellas, el tango “Pasional”, que el recluso Che Pibe (Gastón Pauls) interpreta entre guitarras y amores masculinos. Porque El Príncipe es una historia de amor, con un protagonista así bautizado desde el despecho, por parte de quien será desalojado de la cama del Potro (un estupendo Alfredo Castro), ahora ocupada por este “principiante”. En esta celda abarrotada, de cama cucheta y hombres emparejados, habrá de encontrar cómo sobrevivir Jaime. El título que le otorgan predice algo. Porque una vez allí, bajo el ala del Potro, un aura distinta comenzará a brillarle. Como si de a poco entendiera cómo son los mecanismos que allí dentro funcionan y qué hacer para no ser sólo un engranaje más. Jaime se deja llevar por la situación, encuentra de a poco su lugar, y comienza a hacerlo validar. En el camino habrá instancias decisivas: buscar un corte de pelo determinado, una chaqueta anhelada, una guitarra. El referente es Sandro, el gitano de la película de Emilio Vieyra. Esa alusión al cine no es la única, permite pensar otras, entre ellas el diálogo inevitable con Manuel Puig y El beso de la mujer araña: el cine, la música, posibilidades de un sueño que permita sortear el encierro, con el afecto como llave humana. Es por esto que vale tener presente que ese sueño podría también ser el de una patria socialista: amor y política se requieren. Pero esto es ulterior, tal vez inmanente, ya que la película nunca lo declama; lo que elige y le corresponde es acompañar a su personaje en este calvario. Un camino tortuoso pero tal vez luminoso. Una paradoja de correlato con la otra vida que Jaime llevara antes de ingresar allí: surgida entre relatos y/o recuerdos, nunca está muy claro dónde sucede lo que se ve, podrían ser ambas situaciones. Entre estas evocaciones, la figura del gitano surge próxima, respirable, causal de esta fascinación carcelaria. Es la imagen del exceso, lo que está más allá, el ardor imposible que consume a quien se acerca. Jaime, el príncipe, quiere tocar esa llama. Por eso, el crimen. El gitano amado, el cantante, su sonrisa, el personaje de las revistas. Distintas caras de un mismo objeto de adoración. Y por eso el bolero, la ansiedad para siempre, la pulsión tanguera, y el momento de baile entre presos luego de asistir a la proyección cinematográfica: una situación romántica condenada a desesperarse (es el momento más bello del film, aquí sí cercano a la imaginería de Puig). Porque Jaime seguirá preso de ese sueño gitano, más fuerte que la cárcel misma (de acá no quiero salir, dirá), porque corresponde a otro orden, a un después alucinado; y también porque el Potro se sabe en desventaja ante ese gitano, ese fantasma, parecido a Sandro. Un cruce de desenfrenos que aun cuando se dispensen afecto, no habrá unión carnal que pueda inmovilizar la promesa de un más allá que ciega. Esa demasía es a la que el film se atreve. Por esto la clausura cíclica. Así como en El Padrino, de Coppola. Entre Padrino y Príncipe, hay simetría. Hay una reiteración de situaciones, con el príncipe vuelto rey. Un Shakespeare de realeza cercana, como el Julio César que representan los presidiarios que los hermanos Taviani filman en César debe morir. Arribado este punto, lo que sigue es la consumación en el fuego, dejarse abrasar en este dolor que gusta. Es lo que le pasa al Potro, es su tragedia. Y lo hace a la manera maleva, contra el argentino que supone ser el Che Pibe. “Morir en su ley”, como dicen, también título de una de las películas del gran Manuel Romero, director que de síntesis sensible entre cine y tango. El Príncipe se ofrece, de este modo, como un melodrama homosexual. Aunque no sería suficiente adjetivar así a la película. Porque se trata, antes bien, de un melodrama. Entre personas encerradas y necesitadas de relación y vínculos, de afecto. Circundadas por guardias y vigilantes de moral marchita. Esos que pocos años después pisotearán el sueño de una sociedad igualitaria y diversa, para hacer extensivo un mismo estado de sitio carcelario. Pero está la llama que todo lo quema. Ante ese alumbrar prometido, alucinado, no hay cárcel posible.
El príncipe es una película chilena en coproducción con Argentina y Bélgica. Dirigida por Sebastián Muñoz(es su ópera prima) y adaptada de la novela homónima de Mario Cruz, narra la llegada de Jaime, un joven chileno, a la cárcel. La primera imagen es de un cuello tajeado y la sangre que se derrama por el piso, una escena que parece salida de una obra de García Lorca, aunque en general a la historia también rememora a la literatura de Manuel Puig. Ese crimen no se retomará hasta el final, prefiriendo la narración enfocarse en el proceso de inserción en el mundo carcelario. Porque cuando llega a la cárcel, un hombre respetado que lleva largos años allí, lo convierte en su protegido. Claro que nada será color de rosa y, aunque en general se apueste por un tono intimista, la sangre corre. La película sucede en la década del 70, antes de que Allende asuma como presidente, y cuenta con el protagónico de Juan Carlos Maldonado junto a Alfredo Castro. También hay una aparición no menos importante de Nicolás Pauls como un argentino que llega a la cárcel y termina de complicar la estadía de Jaime. El film juega con el erotismo por momentos pero a la larga narra el abuso tanto del cuerpo policial como de los propios presos. Adentro Jaime se ve expuesto a escenas de celos, de violencia, de sexo. Pero más allá de estas fuertes temáticas, también hay una sensibilidad en la película de Muñoz y se permite, entre todos esos temas, el amor y la lealtad. El príncipe apuesta sobre todo a mostrar cómo es la vida en la cárcel, las relaciones que se generan, a veces más hostiles y a veces más cómplices, entre los privados de la libertad. A su alrededor se van desplegando otras aristas como las mencionadas. Es también una película sobre la venganza. Un film interesante y complejo, con un tono crudo y realista pero también poético y una trama sólida que se permite bucear por diferentes mares. A eso se le suman las actuaciones logradas de sus protagonistas masculinos.