Sobre desfalcos contemporáneos La nueva película del director y guionista español Rodrigo Sorogoyen, El Reino (2018), reproduce el tono de honestidad brutal de su obra previa, la también excelente Que Dios nos Perdone (2016), un policial hardcore de investigadores apesadumbrados y un asesino en serie que violaba y mataba a ancianas en las calles de Madrid. En este caso el señor se mete con el típico entramado corrupto de la política, los empresarios y los medios de comunicación mediante la historia de Manuel López Vidal (monumental actuación de Antonio de la Torre), un funcionario público de una comunidad autónoma que termina transformándose en el chivo expiatorio de su partido político cuando un colega, Paco (Nacho Fresneda), cae en una operación policial denominada Amadeus por recalificación de terrenos y el robo maquillado de las sumas correspondientes a las subvenciones de la Unión Europea; un asunto que se agrava todavía más porque aparece un audio de Manuel reconociendo estar involucrado en el generoso desfalco en medio de una charla con otro correligionario, Pareja (Óscar de la Fuente), quien hizo un trato con el aparato judicial español para beneficiarse a cambio de entregar a un cómplice. Como en el partido del protagonista todos están manchados en mayor o menor medida ya que han mordido de lo lindo de la torta pública, La Ceballos (Ana Wagener), principal cabecilla de la fuerza, opta por endilgarle a López Vidal el fardo para que no salte un escándalo más grande y mucho más peligroso, léase un chanchullo bien enigmático que responde al nombre de Persika. La cosa se complica de manera paulatina porque los otrora cofrades le comienzan a dar la espalda a Manuel, asimismo su esposa e hija -Inés (Mónica López) y Natalia (María de Nati)- padecen las consecuencias de la cacería oportunista sobre su persona y para colmo se suman en la mixtura dos figuras manipuladoras, la de una presentadora televisiva que la va de idealista, Amaia Marín (Bárbara Lennie), y la de un ex juez de la audiencia nacional que se incorporó al partido con pretensiones de dar una imagen de transparencia y renovación, Rodrigo Alvarado (Francisco Reyes), quien como todos los otros personajes esconde un gran manto de hipocresía. Entre allanamientos, estratagemas desesperadas, escraches públicos, mentiras y traiciones entrecruzadas, al verse acorralado López Vidal pretende conseguir pruebas de que la red del desfalco va más allá con el objetivo de amenazar con cargarse a todos los que pueda en el partido, la oligarquía empresaria y los medios de comunicación si no desaparece o se aminora la intención de hacerlo responsable de todo en soledad, como si hubiese actuado por su cuenta cuando en realidad era apenas un engranaje más de las múltiples operaciones de las elites en el poder. El protagonista es acusado de delitos como prevaricación, fraude, cohecho, estafa, falsedad y tráfico de influencias, sin embargo sus verdaderos problemas empiezan cuando recibe advertencias varias por parte de sus “amigos” y colegas de antaño, en especial al proponerse conseguir unos cuadernos manuscritos que recopilan los nombres de todos los involucrados en la trama de corrupción. Sorogoyen retrata las matufias de las altas esferas de la sociedad europea de un modo preciso e impiadoso a través de los contantes encuentros de Manuel con diferentes figuras de su entorno inmediato dentro de una escala anímica/ legal/ política en la que la sensación de acorralamiento es progresiva y sólo parece dominar una necesidad muy profunda de sobrevivir cueste lo que cueste, planteo que desde ya lo pone -en primer término- en una posición de debilidad ante los ojos de personajes de impronta por demás parasitaria y -en segundo lugar- en una situación de angustia que lo envalentona y lo conduce a arriesgarse cada vez más y con una mayor vehemencia de base, proclive a llevarse puesto a cualquiera que le impida una movilidad y unas opciones más y más reducidas. El relato en sí cuenta con dos partes bien concretas: la primera presenta la pluralidad de políticos pútridos en cuestión y está sustentada sobre todo en la dinámica verbal, y la segunda mitad se abre con la semi agresión que sufre López Vidal y su hija en un restaurant situado a la orilla del mar y se caracteriza -precisamente- por una violencia en ascenso; desembocando en escenas magistrales como el episodio del grabador oculto, la secuencia de tono documentalista en la casa de la burguesita drogona y sus amigos, aquella otra centrada en la huida y persecución automovilística durante esa misma noche, y finalmente los últimos diez minutos de la entrevista con Marín, un verdadero ejemplo de cómo invocar recursos retóricos de Poder que Mata (Network, 1976), la obra maestra de Sidney Lumet, y salir muy airoso del asunto. A pesar de que la propuesta está direccionada -aunque sin nombrarlo- hacia las maniobras deshonestas del Partido Popular y sigue un lineamiento pegado a lo que ocurre en el Primer Mundo ante los ardides de la corrupción institucionalizada, sobre todo pesquisas en serio y condenas a un puñado de los responsables más visibles, la verdad es que desde el Tercer Mundo y su eterna impunidad también nos podemos identificar con lo sucedido porque el latrocinio en tiempos tan cínicos como el presente está extendido a todo el planeta, ahora con los dispositivos de la publicidad, el marketing y las redes sociales sumándose de manera crucial en el lavaje masivo de conciencias con vistas a manipular/ doblegar desde el maquiavelismo más burdo y baladí a las clases populares, las cuales deambulan entre la abulia desinteresada y los achaques pasajeros de indignación aunque condicionados desde el aparato comunicacional hegemónico, ese que ataca a “perejiles” y calla en lo referido al idéntico accionar del resto de los cofrades de la mafia de turno. Antonio de la Torre está en prácticamente todas las escenas y redondea un desempeño magnético en ocasión de la difícil tarea de encarnar a un personaje que no es más repugnante que el sistema capitalista plutocrático de genuflexión colectiva al que representa y que siempre queda impune en casos como el aquí analizado, donde los que investigan, juzgan y transmiten la información resultante son cómplices explícitos en la andanada de delitos vía las figuras de la prebenda, los montajes, el silencio, las falacias y el saqueo caníbal en el momento más conveniente…
En lo que resulta ser una sorpresa para nuestra cartelera (un film español que no siendo una coproducción con Argentina o una obra de Ammodóvar, se sume a los estrenos), Rodrigo Sorogoyen pone el dedo en la llaga de la política de su país ficcionalizando un caso de corrupción sucedido en 2007, justamente en las vísperas de la crisis que puso en jaque a la economía ibérica.
El entramado del poder En El Reino (2018), Rodrigo Sorogoyen narra vertiginosamente la caída de un funcionario público en España tras una serie de escándalos que lo salpican directamente. El film se centra en un resonante caso de corrupción, emulando varios episodios ocurridos recientemente en España durante el gobierno de Mariano Rajoy, que la clase dirigente intenta esconder y aislar para que la lógica putrefacta de la política no ensucie a todo el entramado del poder. Cuando una serie de escuchas y videos salen a la luz, Manuel López Vidal (Antonio de la Torre), un político con muchas aspiraciones, cae abruptamente en desgracia. Su Partido intenta endilgarle toda la culpa de los actos delictivos denunciados pero el hombre, desesperado y acorralado, se niega a seguir las directivas de las elites, que pretenden aplacar la opinión pública con la vista puesta en las elecciones del año entrante, y emprende la búsqueda de pruebas que le permitan negociar con mayor amplitud o al menos no caer solo. Todo tipo de variopintos personajes execrables de la política y los medios se encuentran en una trama de corrupción que no tiene límites y expone a empresarios, funcionarios, periodistas y financistas. El guión de Sorogoyen junto a Isabel Peña explora la cuestión de la corrupción política desde su relación íntima con el capital y los medios masivos como un entramado de poder cuya misión es la de perpetuar los mecanismos clientelares como una maquinaria en la que el Estado y los empresarios tienen un entendimiento tácito con raíces arraigadas en cuestiones de clase para con la finalidad de mantener sus mutuos beneficios al margen de la ley. A través de un tono pedagógico muy logrado y con un mensaje moral y ético muy claro, el film trabaja distintas cuestiones como el efecto de la corrupción en las dinámicas familiares de los corruptos, la mirada del ciudadano común, el sentimiento de comunidad de los corruptos, la sensación de los corruptos de ser más “vivos”, más inteligentes y merecedores del botín que el resto, y la falta de reflexión de las acciones delictivas que se cometen, como si fueran ejercicios cotidianos que se perpetúan en un eterno movimiento. A través de distintos tonos, la película recorre la dinámica policial y el registro documental pero siempre prima el discurso político y la verborragia de parte de unos personajes que son expuestos en todo su patetismo a la mirada de una cámara feroz que no los perdona ni los exonera. Con una serie de primeros planos intimidantes, Sorogoyen crea una obra urgente y desesperada al igual que su protagonista, un hombre que creía tenerlo todo y descubre rápidamente que no tiene nada. Las excelentes actuaciones revelan personajes tan metidos en la corrupción que sólo buscan morigerar los daños a su imagen pero nunca arrepentirse. El film no alude a ningún partido político en particular y menciona que el entramado de corrupción salpica a todas las facciones, pero claramente la acción remite al Partido Popular, los herederos de la dictadura franquista: de por sí el título, El Reino, realiza una metonimia entre el Reino de España y el “reino de la corrupción” que cobija el país transcontinental, y la corrupción política como un reino en sí mismo que engloba a los otros. El Reino es así un film impactante por su veracidad impúdica respecto del clientelismo en el país ibérico en el que se destaca la música tensa de Oliver Arson y la fotografía amenazante de Alejandro de Pablo, dos puntos muy altos de una obra con gran tensión y un argumento muy atrapante que sacude los cimientos del pacto corporativo entre el capital, la política y los medios masivos, empresas con un régimen especial al fin y al cabo.
Atrapante thriller que desnuda la corrupción imperante en las altas esferas políticas a partir de la historia de un político que aspira y desea todo sin medir las consecuencias. Rodrigo Sorogoyen nos introduce en un universo donde nadie es quien dice ser y mucho menos cuando las papas queman. Antonio de la Torre y Barbara Lennie se sacan chispas en una película sin concesiones.
Manuel es un político apreciado pero no es honesto. Cuando sale a la luz un caso de corrupción que salpica a un compañero, Manuel intenta encubrirlo pero es él el que queda expuesto. Su nombre queda salpicado y en el partido están dispuestos a dejarle caer y, además, a hacerle responsable de toda la trama. Sin embargo, Manuel no está dispuesto a ceder y hará todo lo necesario para salvarse, aunque tenga que tomar medidas inesperadas. La película El reino está dirigida por Rodrigo Sorogoyen, quien también escribió el guión junto a Isabel Peña. La historia tiene más potencia visual que otra cosa. Varias escenas de tensión y tres o cuatro virtuosismos de esos sirven a la trama y no está ahí solo para el director se luzca. Pero el personaje protagónico, cuyo trabajo es tan sólido como el del realizador, sufre las penurias mal llevadas de un guión capaz de todo para mantener el entretenimiento y abandonar de forma poco delicada cualquier forma de verosímil. Si se trata de una película de denuncia, El reino es demasiado ridícula por momentos, más allá de su final, cuya ambigüedad solo manifiesta que no sabe cómo salir del embrollo. Pero si se trata de un thriller de acción o una historia de suspenso, entonces cumple un poco mejor con su cometido, aun con un protagonista demasiado torpe por momentos. La potencia visual y la preocupación de cualquier por el tema de la corrupción de los espectadores, tal vez la convierta en uno de esos títulos que es mejorado cuando se teoriza a partir de él. Es decir, más para charlar que para analizar, aunque el entretenimiento esté asegurado.
Los reyes caen, pero los reinos continúan" es la premisa de la película situada en España, pero por la temática y su tratamiento podría ser en cualquier lugar del mundo. Un film que explica por qué los reinos siguen vigentes y los reyes lograrán serlo solo si tienen la capacidad de adaptarse a los reinos.La trama tiene de protagonista a Manuel (Antonio de la Torre), un vicesecretario de un partido político cuya carrera está en ascenso. A partir de la filtración de cierta información, tanto Manuel como su mejor amigo, Paco (Nacho Fresneda), se encuentran implicados en un caso de corrupción. Paco logra salir ileso, mientras que Manuel es señalado por los medios de comunicación como el único culpable, es echado del partido y obligado a cargar con toda la responsabilidad. Manuel solo cuenta con el apoyo de su esposa e hija,-Inés (Mónica López) y Natalia (María de Nati) quienes no pueden hacer demasiado por la situación, por lo que la vida laboral y personal de Manuel se destroza. Ante la traición que sufre por parte del partido, Manuel planea una venganza para que sus traidores sufran el mismo destino que él. El director Rodrigo Sorogoyen construye un relato de dos horas a pura adrenalina, el cual sigue a Manuel en sus intentos por limpiar su manchada imagen. A la vez, se va revelando el funcionamiento de un sistema político podrido, perverso y en donde el compañerismo es absolutamente ficticio. La tensión se mantiene en todo momento; en gran parte por la actuación de Antonio de la Torre, quien resulta muy verosímil tanto como un político en progreso como un ser humano desesperado al ver su vida desmoronarse. Cabe destacar que la música electrónica contribuye a generar la tensión, pero hay un claro abuso de ella y en más de un momento es innecesaria. Una película que trata un tema muy actual en los tiempos que corren. De una manera entretenida y dinámica, muestra la ética (o la falta de ella) del sistema político que nos gobierna, pero a la vez, la desesperación de una persona que pierde todo, aunque ese todo fue logrado de manera corrupta. El desenlace al cual conduce deja pensando sobre la ceguera que puede generar el poder. https://www.youtube.com/watch?v=icYq8EjouXI TITULO ORIGINAL: El Reino DIRECCIÓN: Rodrigo Sorogoyen. ACTORES: Antonio de la Torre, Mónica López, Josep María Pou. GUION: Rodrigo Sorogoyen. FOTOGRAFIA: Alejandro de Pablo. MÚSICA: Olivier Arson. GENERO: Policial , Drama . ORIGEN: España. DURACION: 132 Minutos CALIFICACION: No disponible por el momento DISTRIBUIDORA: Impacto FORMATOS: 2D. ESTRENO: 03 de Octubre de 2019
Los cuadernos españoles En El Reino de la Corrupción (El Reino, 2018) Rodrigo Sorogoyen (Stockholm, Que Dios nos perdone) transita por el tópico de la corrupción política a través de un contundente y adrenalínico thriller que nada tiene que envidiarle a la realidad. Sorogoyen pinta un retrato incómodo y perturbador de una clase política sin ningún tipo de escrúpulos ni brújula moral. En El Reino de la Corrupción el espectador es testigo de la caída de Manuel López Vidal (Antonio de la Torre), un político de la Comunidad Valenciana con aspiraciones nacionales que, tras una llamada telefónica que le avisa de un proceso judicial en su contra por corrupción, ve cómo su carrera y su vida son sepultadas bajo tierra El madrileño Rodrigo Sorogoyen narra de manera sorprendente el fin de un “reino” que parecía eterno; y, en el cine, esas precipitaciones a los abismos a velocidades imparables, se ajustan perfectamente al género del thriller. El director nominado al Oscar por su corto Madre (2018) recurre a sus innegables capacidades de puesta en escena para proporcionarle al espiral de lucha por la supervivencia de Manuel un caparazón narrativo y estilístico que remite a las mejores muestras del género, donde son innegables las influencias de David Fincher o Germán Tarantino en Perros de la calle (1992). La omnipresente música electrónica de Olivier Arson refuerza la naturaleza adrenalínica de una película que no se pierde en sutilezas, que está repleta de escenas que no dudan en regodearse en su contenido durante más tiempo del necesario para mantener una tensión constante. El retrato de la corrupción galopante es incisivo y está pautado con un ritmo vertiginoso, visual y musical, acorde con la agitación de los personajes retratados. La narración hiperbólica (en fondo y en forma) convierte una trama judicial ficticia, más representativa que verídica, en un thriller de espías. Si el retrato del italiano Paolo Sorrentino sobre Silvio Berlusconi con Silvio (y los otros) (2018) no da opción a debate, Sorogoyen, en cambio, prefiere globalizar la corrupción eliminando nombres de partidos concretos, de políticos e incluso del lugar donde se desarrolla la trama. No importan las siglas, las ideologías, El Reino de la Corrupción es una historia sobre los seres humanos y sus tentaciones, su supervivencia en una sociedad cruel donde el individualismo y el egoísmo ganan la partida de ajedrez.
El príncipe destronado. Las prisas suelen ser malas consejeras. La confusión de lo inmediato, de lo más próximo y cercano, de aquello que comúnmente es tildado de «rabiosa, palpitante actualidad» con la fotografía instantánea, con la polaroid de la realidad política y social circundante, suele conducir a sonoros fracasos, a vertiginosas derrotas en ese afán por retratar la escurridiza y lábil realidad. Sirva como ejemplo la última película del director de Stockholm (2013). Desde el inicio de la última crisis económica, allá por el lejano 2008, se han renovado las proclamas respecto a la necesidad de que el Arte, en especial la literatura y el cine, se hiciesen eco de las funestas consecuencias que trajo consigo la debacle de la economía. En el fondo, un apéndice más de la recurrente exigencia de realismo, término con el que se pretende reflejar estéticamente las carencias intrínsecas a las modernas sociedades burguesas. Literatura y cine social son conceptos que desde los años cincuenta del siglo XX se aventan cada equis tiempo. Obviamente, el empeño realista responde a una posición política de transformación y de compromiso: recuérdense las Conversaciones en Salamanca. Desde el espejo sthendaliano hasta el deformante espejo valleinclaniano el arte ha cumplido su función especular. No así esta película de Rodrigo Sorogoyen, al cual el prurito de denunciar, de incidir con su armamento artístico sobre la realidad política de la España más inmediata lo conduce a un atolladero en el que se regodea y del que no sabe salir. Un arranque prometedor (un plano secuencia del protagonista frente al horizonte marino y su seguimiento al interior de un restaurante donde se está celebrando una comida con unos comensales-compinches en sus correrías políticas) se va diluyendo a medida que la trama se desenvuelve. La fuerza y el brío iniciales se agotan nada más se enciende la mecha crítica: ya la comida inicial adolece de cierta burda puesta en escena, por lo tópico y por lo elíptico. El guionista Sorogoyen le ha hecho un flaco favor al director Sorogoyen: el recurso al circunloquio, a la perífrasis y a la alusión de una realidad tan obvia por inmediata y sabida gracias a los medios de comunicación que la han retratado (y en ello siguen) comporta para el espectador una carencia de asideros. El director considera que la trama política que intenta mimetizar con imágenes es tan nítida y conocida por el espectador que no necesita perfilar su trama narrativa: ni los mimbres dramáticos de la historia ni el carácter psicológico de los personajes. Sorogoyen espera que la realidad le haga la faena y renuncia o no acierta a representar tal realidad. Para compensar ese desequilibrio (imposible de lograr), imprime a su relato un aparente ritmo vertiginoso, una sucesión de secuencias que se convierten en diferentes flashes diegéticos que han de hilvanar una trama que no consigue embastar en modo alguno. Tanto griterío, tanta ostentación hortera, tanta chabacanería se quedan en meros reflejos hueros, en estampas casi periodísticas, pero sin fondo dramático. Por mucho que los personajes no paren, se muevan constantemente; por mucho que la cámara en mano los siga y persiga, los atosigue y los acogote literalmente, con esa profusión de primeros planos, de tal acoso sólo se extrae una sensación de repetición innecesaria, de redundancia contraproducente, cansina; un pleonasmo que muestra que la trama narrativa no existe como tal, queriendo ser suplida por la mostración obscena y descarnada (?) de la trama de corrupción política. Una música omnipresente subraya machaconamente este putativo ritmo frenético, aunque en realidad sirve de relleno al vacío que se empieza a escapar por todos los poros de la pantalla. Inopinadamente, tal pautado musical desaparece a mitad de la historia, cuando el naufragio narrativo discurre en paralelo con el inicio del declive, de la supuesta bajada a los infiernos, de la caída del protagonista. El enclenque guión fía su sustento en la figura del político protagonista, un remedo de príncipe destronado, interpretado por Antonio de la Torre, eficiente y eficaz como casi siempre, pero incapaz de dotar de significado y vida a un personaje apenas perfilado y cuya centralidad es el foco desde donde se narran los hechos. Su parquedad expresiva dota al personaje de cierta solera, pero no tiene fuerza suficiente para amasillar todos los huecos en la pantalla. Es más, cuando el personaje pierda los estribos (empieza a chillarle a su mujer), cierto manierismo se adueña del actor, cuyos gritos nos remiten a aquel otro personaje que interpretaba en Gordos (2009), de Sánchez Arévalo, cuyos estallidos de histeria canalizaban una violencia soterrada y contenida. Las explosiones de violencia del personaje de Antonio de la Torre pecan de dicha histeria. En un momento dado, cuando director-guionista se apercibe de que su historia no tiene más recorrido, de que aquello ya no da más de sí y de que ni ha desplegado un relato de denuncia coherente ni sabe cómo clausurarlo, hay un volantazo diegético y convierte al político corrupto y acorralado en una especie de agente secreto capaz de hazañas de superhombre para intentar evitar lo inevitable. De cine político pasamos al thriller, con persecución incluida. Ni José María Pou ni Ana Wagener ni Nacho Fresneda ni Bárbara Lennie (que ya venía de ser vapuleada por el director iraní Farhadi en Todos lo saben) pueden aportar un granito de talento a este entramado en descomposición permanente. Parece como si la corrupción política que se quiere exorcizar se haya apoderado mefistofélicamente de su retrato. Esa España del año 2008 no será recordada precisamente gracias a este filme.
Muestra el grado de corrupción organizada local, pero es perfectamente universal a cualquier parte del mundo donde los más encumbrados dirigentes dan rienda suelta a su ambición sin límites. El en centro del film la gran actuación de Antonio de la Torre (La noche de los 12 años) que es el vicesecretario regional. El será nombrado el sucesor por el presidente regional (José María Pou). Pero juntos deberán enfrentar a un nuevo integrante del gobierno encarnado por Rodrigo de Alvarado que viene a limpiar las cosas en Madrid. A partir de allí y a un ritmo vertiginoso, lo que se festejaba en restoranes con aliados ruidosos y en secreto en los baños, se tensa, arma y rearma en materia de alianzas, y el personaje central luchara para no ser uno más que se reemplaza fácilmente mientras sus ex “hermanos” cambian para que todo siga igual. La película tiene tensión, por momentos ritmos alocados, y nunca decae en su entretenimiento aunque el guión de Isabel Peña junto al director Rodrigo Sorogoyen tenga algunos tropiezos y facilismos para lograr impacto. La producción se aplica para mostrar con glamour a esos personajes. El montaje es perfecto. Un buen entretenimiento que nos hace pensar.
El descenso a los infiernos “El reino de la corrupción” (El Reino, 2018) es un thriller dirigido y co-escrito por Rodrigo Sorogoyen (“Que Dios nos perdone”, 2016). Coproducido entre España y Francia, el filme está protagonizado por Antonio de la Torre (“La noche de 12 años”). Completan el reparto Nacho Fresneda, Laia Manzanares, Mónica López, Bárbara Lennie (“Una especie de familia”), Ana Wagener, Luis Zahera, Paco Revilla, entre otros. La película obtuvo siete premios Goya, entre ellos el de mejor director, guión original y actor protagonista. Además se presentó en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián y en la Sección World Contemporary Cinema del Festival Internacional de Toronto. La historia gira en torno a Manuel López Vidal (Antonio de la Torre), un vicesecretario que está listo para dar el salto a la política nacional. No obstante, se filtra información a los medios de comunicación sobre lavado de dinero y malversación de fondos por lo que, dentro de su partido, Manuel y su mejor amigo Paco (Nacho Fresneda) quedan manchados. Al ver que este último sale indemne del problema y que sus propios compañeros de partido rápidamente se transforman en enemigos que pretenden seguir sin él como si nada hubiera pasado, Manuel decidirá arremeter contra los demás políticos para dar cuenta a la población de que los culpables de la corrupción dentro del sistema español están por todos lados. Vertiginosa, frenética y estresante, la nueva película de Sorogoyen se destaca por su puesta en escena, la cual no da respiro ni un segundo. Con una cámara que en mayor medida se dedica a perseguir al protagonista de acá para allá y una banda sonora electrónica que sorprende para bien ya que el ritmo encaja a la perfección con el ambiente político opresivo, la cinta nos sumerge rápidamente en la vida de Manuel, la cual de un día para otro se convierte en un escenario de preocupaciones, nervios, peleas y gritos. A pesar de que desde un primer momento cuesta empatizar con Manuel porque estamos al tanto de su soberbia, ambición, prepotencia y acciones ilegales pasadas, el director logra que nos sea fácil comprender su enojo: el vicesecretario en un abrir y cerrar de ojos pasa a ser completamente descartado de su partido y no hay nadie en quien pueda confiar. El trayecto que recorre López Vidal para demostrar que ninguno es inocente como parece resulta un descenso a los infiernos marcado por la venganza y la indignación. Antonio de la Torre se luce en este personaje caracterizado por los nervios y las situaciones límite. La película cuenta con varias secuencias largas sumamente tensas donde el espectador siente que cualquier cosa puede llegar a suceder, en especial durante la segunda mitad de metraje. Gracias al buen trabajo de edición, un guión convincente y actuaciones a la altura, el filme, a pesar de ser una ficción, consigue dejar reflexionando sobre cuántos hechos fraudulentos o acciones realizadas por los propios intereses cometerán tanto los empresarios como los medios de comunicación día tras día. Con un final brutal, “El reino de la corrupción” se transforma en una muy buena película española que va a mil por hora y deja un llamado de atención hacia la mayoría de la población que se encuentra adormecida ante una maquinaria política que continúa estando marcada por los secretos y las ilegalidades.
Tras filmar Que Dios nos perdone, Rodrigo Sorogoyen rodó otro thriller coescrito con Isabel Peña y protagonizado por Antonio de la Torre. En el caso de El reino de la corrupción (ganadora de siete premios Goya), el eje es el mundo de la política y su corrupción estructural en el ámbito de un gobierno autonómico (la historia está ambientada en 2008). Manuel (De la Torre) es vicesecretario de gobierno, pero en su horizonte está reemplazar a su jefe. Sin embargo, los medios comienzan a hacer denuncias de irregularidades que salpican a su círculo cercano. Hasta que su nombre aparece y todos aquellos que le abrían las puertas empiezan a cerrárselas y a evitarlo: de político estrella a indeseable. Solo contra todos (contra un sistema perverso que se blinda) iniciará un intenso, vertiginoso y cada vez más peligroso raid para salir lo más airoso posible. Sorogoyen es un narrador virtuoso, con una sólida puesta en escena y creador de sofisticados planos secuencia, pero tiene en el caso de El reino de la corrupción dos problemas: el uso abusivo de una música electrónica machacante para darle "nervio" al relato y una tendencia a explicar por demás (a subrayar) todo lo que en principio estaba sugerido. Es como si no confiara del todo en su talento como guionista y director (que lo tiene) ni tampoco en la inteligencia del espectador. De todas maneras, se trata de un thriller político (y también sobre el papel manipulador de ciertos medios) que se sigue con interés.
El carácter explícito del título local (con el agregado “de la corrupción” al original “El reino”) y el afiche (un hombre de traje guardando unos cuadernos en un bolso cargado de billetes) pueden confundir y llevar a presuponer que esta película de Antonio Sorogoyen es una versión cinematográfica de uno de los tantos programas periodístico-propagandísticos que, ante todo, buscan indignar al espectador con diatribas morales. Pero no: se trata de un thriller frenético, agobiante, de esos que ponen los nervios de punta. Es cierto que la historia está inspirada por un escándalo real conocido como “caso Gürtel”, una trama de sobornos en torno al Partido Popular que estalló en 2009. Pero Sorogoyen y su coguionista, Isabel Peña, no se proponen recrear esa investigación, sino mostrar la huida hacia adelante de quien es elegido como chivo expiatorio cuando se descubren irregularidades en los manejos de las finanzas de un partido político. Nunca sabemos de qué fuerza se trata ni a qué comunidad autónoma (provincia) española pertenece Manuel López Vidal. Los detalles sobran: no queda claro cuáles eran las trapisondas que hacía este funcionario e incluso por momentos resulta confuso qué cargo tiene cada uno de los personajes. Es que todos esos datos no tienen mucha importancia: la clave del asunto está en la desesperación de este hombre que de repente pasa a ser un paria al que todos le cierran las puertas en la cara. Antonio de la Torre (Pepe Mujica en La noche de 12 años) se luce en la interpretación de este López Vidal que, al notarse parado sobre arenas movedizas, hace movimientos frenéticos para que no se lo trague la tierra o, al menos, arrastrar a alguien en su hundimiento. Fogonean la tensión el montaje dinámico y una cámara inquieta, casi en constante movimiento, que lo sigue desde atrás mientras intenta avanzar por los pasillos del intrincado laberinto en el que está metido. La incógnita pasa por ver hasta dónde es capaz de llegar este animal asustado en su lucha por sobrevivir. Es imposible no ponerse de su lado, más allá del delito que haya cometido. Tal vez por eso mismo, por el temor a presentar al villano como un héroe, es que Sorogoyen entrega un final de un tono burdo, que no está a la altura del quirúrgico tratamiento que le da a su protagonista durante el resto de la película.
Crónica fiel de una problemática actual. El director español Rodrigo Sorogoyen nos presenta un thriller político cargado de adrenalina. Se trata de El reino de la corrupción —ganador de siete Premios Goya— en el cual retrata la inmoralidad inherente al sistema de partidos de su país. Manuel López Vidal (Antonio de la Torre) es vicesecretario de una comunidad autónoma, un dirigente influyente preparado para dar el gran salto a la política nacional. Su porvenir idílico se derrumba cuando salen a la luz grabaciones que lo implican en un caso de corrupción junto a Paco (Nacho Fresneda), compañero del partido y uno de sus mejores amigos. Mientras el partido lo absuelve de culpa y cargo a Paco, le endilga toda la responsabilidad a Manuel. Nuestro protagonista es expulsado del partido, traicionado por sus compañeros más cercanos y señalado por la opinión pública. A partir de ese momento comienza el descenso a los infiernos de Manuel, quien en una carrera contrarreloj intentará no caer solo y demostrar que él es apenas un engranaje más de una colosal maquinaria de corrupción integrada por políticos, empresarios y medios de comunicación. La virtud principal del guion —del propio realizador y de Isabel Peña— es lograr que el espectador empatice y se identifique con la batalla que emprende Manuel a pesar de saber que es un corrupto e inmoral que consiguió su alto estatus económico mediante el fraude y el tráfico de influencias, dos de los delitos de los cuales se lo acusa. El espectador se pone en la piel de Manuel y, de alguna manera, lo acompaña en su devenir frenético por hacer “justicia”. El punto de vista del relato es el de Manuel, quien aparece en todas las escenas y, en muchas de ellas, en reveladores primeros planos. Gran desafío para Antonio de la Torre, del cual el actor sale airoso: su rostro y sus movimientos transmiten su desesperación y su obsesión por arrastrar a todo un sistema putrefacto hacia las sombras y así salvar en cierta forma su pellejo. En una palabra, que su caída no sea tan profunda, más allá de que, a partir del momento en que trascienden los audios comprometedores, se convierte en un auténtico cadáver político. El film tiene un ritmo vertiginoso que no da respiro. Es un thriller con todas las letras. A partir de la segunda mitad transita una espiral de suspenso en la cual el espectador se siente absoluto partícipe. En este sentido, la música de Olivier Arson juega un rol fundamental, ya que suma dramatismo al relato. Sorogoyen es un director que se arriesga y muestra su talento en cada plano. Hay escenas memorables como la que transcurre dentro del auto y la de la conversación de Manuel con un compañero de su partido en el balcón. La película aborda un tema espinoso y urticante con sobrada altura, siendo una crónica necesaria e impactante de la corrupción política española y de un sistema de partidos corroído por la inmoralidad. Asistimos a un relato electrizante, con un audaz tratamiento de cámara y una música ideal que subraya con acierto los pasajes más significativos de la trama. El alto nivel del elenco en su conjunto es el broche de oro de esta apuesta sin tapujos por pintar una realidad que golpea a varias sociedades de este tiempo.
Tras arrasar en la última edición de los Premios Goya, se estrena el cuarto largometraje dirigido por el madrileño Rodrigo Sorogoyen. El reino de la corrupción se inspira en algunos casos de corrupción, que sacudieron a la escena política española, para llevar adelante un thriller electrizante y caótico sobre un hombre que no está dispuesto a inmolarse públicamente para “salvar” a sus compañeros. - Publicidad - Tener que escenificar los excesos materialistas y las frivolidades de los actores políticos, no implica que el tratamiento estético de la película tenga también que ser excesivo y barroco. Sorogoyen -por suerte- no se regodea con la lujosidad, sino que apenas se limita a filmar en yates, mansiones o terrazas durante la introducción para describir la hipocresía y el despilfarro de los personajes protagonistas. En El reino de la corrupción el goce de sus personajes (funcionarios públicos) se cuenta de una manera rutinaria, con la distancia que no tuvo, por ejemplo, Loro, de Paolo Sorrentino. Recién cuando Manuel, vicesecretario autonómico, es escrachado públicamente con un grabador oculto y se desata el conflicto, la película encuentra el tono y se asienta con comodidad dentro de la turbulencia que azota al destino de su protagonista. Aunque muchos ponderasen su carácter “político”, El reino de la corrupción no es una película política. Los destinatarios de su posición crítica no son más que conceptos abstractos, por lo que no se trata más que de un película sobre políticos, cuya coyuntura ilustra ciertas nociones acerca del “rosqueo político” pero no ofrece ninguna declaración ideológica. Esto se evidencia en los pasajes en que Manuel interrumpe en las oficinas de sus colegas para negociar un acuerdo que lo salve, en donde nunca está claramente determinado qué cosas, en términos políticos, son las que se ponen en juego. Durante esas escenas es donde la película diluye el vértigo que la venía acompañando. El reino de la corrupción es, ante todo, un thriller y si se sustituyeran los trajes por cadenas y camperas deportivas o las oficinas alfombradas por sucuchos tenuemente iluminados, no sería una película conceptualmente diferente. Son los momentos fuera de los despachos los más atrapantes de la película, en lo que claramente el director de Que dios nos perdone o Estocolmo se mueve con soltura.
Manuel es un prominente político de España, que está a punto de dar el gran salto para entrar en las grandes ligas; pero cuando su nombre es asociado a casos de corrupción, es expulsado por el partido al que representaba. Manchado tanto a nivel laboral como social, Manuel no planea caer solo, y piensa llevarse con él a todos los que lo traicionaron. Desde España nos llega El reino de la corrupción (El reino en su nombre original), film de conspiraciones políticas, donde se nos desafía a los espectadores, intentar retener la mayor cantidad de nombres en los primeros 15 minutos; porque si algo este film, es un ritmo bastante frenético desde los primeros minutos, hasta el final de la cinta. Bromas aparte, estamos ante una de esas películas que de verdad no podemos relajarnos, o dejar de prestarle atención por cinco minutos, ya que la catarata de nombres y datos que se tira durante la gran parte de las poco más de dos horas es enorme. Incluso al principio uno se puede marear un poco; sobre todo para el público latinoamericano, poco acostumbrado al dialecto español ibérico. La temática de la cinta también puede terminar jugando en contra, ya que no se nos muestra un caso en si claro de corrupción, sino que toda la trama se centra en la desesperación de un hombre, no por querer limpiar su nombre, sino por llevarse puesto a todos los que pueda; siendo más un caso de resentimiento que de arrepentimiento. Pero El reino de la corrupción no solo es intensa por el ritmo que tiene, sino también por sus actores. Todos los intérpretes dan una gran actuación, mostrando el nerviosismo de perder su trabajo, o la soberbia de no perderlo por estar por encima de los demás. Y todo esto se da mediante los ya mencionados diálogos que son una catarata de información; de hecho, el propio clímax se da entre dos personajes discutiendo mesa de por medio, algo bastante curioso y raro de ver en el cine actual. El reino de la corrupción termina siendo una película que merece ser vista, solo si uno está dispuesto a prestarle toda la atención que merece, ya que al mínimo detalle que nos perdamos, ya no sabremos porque x personaje hace lo que hace. De ser así, es totalmente recomendable.
"El reino de la corrupción": la mano en la lata Ganadora de siete premios Goya, la producción de Gerardo Herrero se interna en el financiamiento espurio de la política española con espíritu de thriller. En Argentina, El reino (título original en España) pasa a ser El reino de la corrupción, de manera que a nadie pueda quedarle la más mínima duda sobre el tema de la película. Con el mismo criterio, en caso de reestrenarse, Taxi Driver podría llamarse Taxi sangriento, El espejo, de Tarkovsky, El espejo de los sueños, y Sin aliento, Mirando a cámara sin aliento. Durante el gobierno de Jaime Rajoy la corrupción se disparó en España, alcanzando cotas desconocidas hasta entonces. Es al caso Gürtel, que se mantiene abierto, al que alude, sin decirlo, El reino “de la corrupción”, producida por Gerardo Herrero (coproductor de El secreto de sus ojos, Tesis sobre un homicidioy La noche de 12 años, entre otras) y dirigida por el madrileño Rodrigo Sorogoyen, cuya previa Que Dios nos perdone había llamado la atención tres años atrás. Dentro de lo que la dicción de los actores permite entender (volvemos a proponer muy seriamente el subtitulado de las películas españolas), parecería que la mano en la lata es el juego más popular entre los representantes autonómicos de un partido X (que podría pensarse como símil del PP, pero también podría serlo del PSOE, o eventualmente algún otro). Tanto que las autoridades centrales del partido ponen a un interventor, un tipo insospechable, para que haga saltar los fusibles necesarios. Básicamente uno, Manuel López Vidal (Antonio de la Torre, el actor más convocado del cine español hoy en día, desde Balada triste de trompeta hasta la propia La noche de 12 años, pasando por Los amantes pasajeros y Tarde para la ira). Convertido en chivo expiatorio, López Vidal decidirá tomar venganza sobre sus compañeros de partido, deviniendo en el acto en poco menos que un apestado. Ganadora de siete premios Goya(incluyendo los de dirección, guion y actor protagónico), El reino “de la corrupción” está narrada desde el punto de vista de Vidal. Así lo anuncia el largo plano secuencia con cámara subjetiva que inicia la película. En él, Vidal ingresa a un restorán para reunirse con sus compañeros de partido, que comen, beben y festejan como si el mundo estuviera por acabarse. Y lo está para ellos, aunque ellos todavía no lo sepan. Es el típico plano virtuoso del director que busca destacarse, y podría haberse resuelto con más sencillez. El plano secuencia que sí es magnífico, por el modo en que exprime la emoción y la locura de la escena, es uno de la última parte, cuando Vidal, ya totalmente desesperado, intrusa la casa de un compañero de partido en busca de ciertas libretas. Y lo hace frente a los ojos de varios asistentes a una fiesta privada, que --algo mareados-- no saben qué hacer. Con una columna sonora tecno-percusiva, típica de thriller, Sorogoyen busca hacer crecer la adrenalina. Hasta llegar a un estudio de televisión en el que una periodista-estrella (la siempre notable Bárbara Lennie) confrontará duramente a Vidal. ¿Cubriendo tal vez a sus compañeros? A esa altura, hace rato que El reino “de la corrupción” ha devenido en thriller paranoico, y todo suena a conspiración.
Rodrigo Sorogoyen, uno de los referentes del nuevo thriller español, está por estrenar "Madre" en su país. Acá, con un poco de retraso, llega a la cartelera "El reino de la corrupción", película de 2018 que fue galardonada en los Goya y en el Festival de Cine San Sebastián. En su cuarto largometraje después de "8 citas" (2008), "Stockholm" (2013) y "Que Dios nos perdone" (2016), el director se sumerge en un thriller político. Manuel López Vidal (Antonio de la Torre) es un influyente vicesecretario que quiere dar el gran salto para lanzarse a la política nacional. Sin embargo, cuando se filtra información que lo involucra en un hecho de corrupción, su vida de lujos comienza a desmoronarse. Con un ritmo vertiginoso, acentuado por la banda sonora, la película sigue las andanzas de López Vidal, quien es expulsado del partido, señalado por la opinión pública y traicionado por sus colegas. A través de una ficción no muy encubierta, Sorogoyen retrata, sin mencionar al partido político, un hecho de corrupción que ocurrió hace unos años en España. El registro desenfrenado del realizador acompaña al protagonista en ese laberíntico y turbio universo para dejar entrever la esencia del caso. Como en "Que Dios nos perdone", el cineasta parece tomar cierta inspiración del cine de David Fincher. La tensión de las escenas, la música y la densidad de la puesta recuerdan al director de "Zodiac". Así, "El reino de la corrupción" refleja el engranaje de un sistema político corrupto, que en este caso tiene como escenario a España, pero bien podría suceder en cualquier parte del mundo.
El Reino: Políticos que respiran corrupción. Escuchar que salen a la luz, sirve como disparador de este thriller político español, que nos pone en la piel de un funcionario intentando resistir todo el peso de la justicia, o hacer que sus colegas caigan junto a él. El año pasado tuvo un buen paso por varios festivales, dejando buenas palabras por parte de la crítica internacional, pero sin dudas la gran carta de presentación de El Reino son las 13 nominaciones que tuvo en los premios Goya. Término galardonado en más de la mitad de esas categorías, pero lo mejor de todo es que la calidad de esta producción española se encuentra a la altura de tamaña recepción. El film hace foco en una red de corrupción solidificada hace décadas en todos los niveles del gobierno español, poniéndonos en la piel de tan solo uno de los engranajes de la misma. La tranquila y ostentosa vida de su protagonista se ve interrumpida por una serie de escuchas que terminaran poniendo su carrera política en peligro. Su vida empieza a desmoronarse, dejándolo cada vez más desesperado en sus intentos por sostener su orgullo y estatus. Resiste un poco terminos como villanos o incluso anti-héroes, retratando la fragilidad moral que suele acompañar al poder. La culpabilidad del protagonista en ningún momento se pone en duda, y más que intentar simpatizar su figura a los ojos del espectador El Reino se mantiene tranquilo, con la audiencia disfrutando y padeciendo a la vez la odisea de un hombre dispuesto a traicionar a sus más antiguas amistades. El resultado es una experiencia que logra mantener la tensión de forma casi constante durante las más de dos hora que dura la cinta. El ritmo del guion, la cuidada pero cruda cinematografía o la extraordinaria labor de montaje son los factores que se encargan de darle forma a un thriller del más alto vuelo y agraciado por el pulso experto de su director. Por supuesto vale la pena hacer un punto y aparte para destacar las tremendas actuaciones de todo el elenco, brindándole a la trama el semblante justo en cada uno de sus personajes. Hoy en día es un milagro encontrarse con películas que no lleguen a las dos horas de duración, por lo que viene bien estando en vísperas de una película de Scorsese de más de tres, que nos encontremos con una experiencia que supere los 130 minutos de forma justa y apropiada. Aunque lo mejor seguramente es que después de tremendas dos horas, El Reino invierte lo que le queda en el tanque para una suerte de monólogos finales tan simples como efectivos. No son muchas las ocasiones en que nuestro protagonista tiene un respiro durante la trama del film, por lo que el corte final a negro (sin entrar en ningun spoiler) sirve para que él y la audiencia finalmente puedan procesar, de la forma que puedan, una vida llena de grises y una de las mejores películas españolas de los últimos tiempos.
El director madrileño Rodrigo Sorogoyen fue nominado al Oscar por su corto “Madre” (2017) y además tiene en su haber films como «Que Dios nos perdone» (2016), entre otros. En esta oportunidad llega a las pantallas “El Reino de la Corrupción”, marcando el fin del reinado de un hombre del poder en Valencia (aunque podría ser en cualquier lugar y época). Todo indicaba que iba bien pero algo se filtró y ahora todos lo saben, el acusado debe buscar la manera de salvarse y ser más astuto para limpiar su nombre y hasta recomponer su familia que queda destrozada ante la situación. Primero se hace la presentación de los personajes, donde todo es felicidad, fiesta y armonía, con un gran clima, hasta que todo se cae a pedazos cuando sale a la luz un hecho de corrupción del vicesecretario de un partido político. A partir de ese momento la cámara sigue no solo a todos los personajes pero en especial se pega a la espalda del protagonista Manuel López-Vidal (Antonio de la Torre, sublime interpretación la cual es excelente traspasa la pantalla), el culpable, se siente su pulso acelerado y el ritmo cardiaco marcado por el ritmo musical. Él forma parte de la corrupción que en realidad fue sustentada por todos. Ahora es el descenso al infierno de un hombre. Vemos como viven, sus viajes en yate, fiestas, banquetes, regalos, negocios, la atención después se va a centrar en puertas que se cierran y se abren, las reuniones, las discusiones y como cada uno intenta salvarse, dejando sola a la persona con quien vivieron el esplendor. Todo tiene un gran ritmo, tensión, asfixia, agobio y algunas escenas en plano secuencias extraordinarias. Un elenco secundario que está a la altura de las circunstancias. La corrupción también se ve en los medios y eso te lo muestra claramente en un plano final maravilloso.
EL VEROSÍMIL PERDIDO Basada libremente en casos de corrupción conocidos durante los primeros años de este siglo en España, la película de Rodrigo Sorogoyen se esfuerza por construir un thriller que en sus mejores momentos es un riguroso muestrario de los entretelones de la política y, en los peores, un film que elude el verosímil para alcanzar cierto impacto. Lo que sí sobresale a lo largo de sus algo extensos 130 minutos es la solidez de Sorogoyen como narrador, con algunas secuencias de un virtuosismo evidente, aunque en ocasiones su talento se imponga de manera un tanto maniquea. Porque ese es el verdadero conflicto de los personajes y de la propia película: ¿en qué momento es suficiente? ¿Cuándo hay que detenerse? El reino de la corrupción puede ser un poco agobiante por momentos. Manuel (un sólido Antonio de la Torre) queda en el centro de las miradas. El partido al que pertenece (no se aclara cuál, es siempre “El Partido” como síntesis de la corrupción estructural) avanza con una operación que se pretende como limpieza de cara y es él quien termina como chivo expiatorio de la maniobra: tráfico de influencia, cobro de dinero mal habido, pedidos de sobornos, son varios los delitos en los que ha incurrido el bueno de Manuel. Ese es el punto de arranque de la película: porque luego de sufrir el impacto y de tratar de descubrir quiénes han sido los “traidores”, el funcionario avanza con una investigación para tratar de salir a flote y embarrar a los que lo han mandado al frente mediáticamente. Un poco como en -la ya olvidada- House of cards, Sorogoyen imagina a la política española como un espacio lúdico, donde las fichas se van intercambiando y lo que importa son las maniobras, las trastadas y las malas artes. Durante casi 90 minutos, la película se ve sólida en cómo se muestran esas tensiones que se dan en los pasillos y el detrás de escena de la política. Este thriller de oficinas logra retorcer su premisa y generar tensión, gracias a un montaje preciso y a un trabajo con la cámara que transmite el nervio necesario. El reino de la corrupción nos lanza desde el minuto uno a la interna política y como espectadores no cuesta un rato acomodarnos, pero una vez que identificamos todas las partes se vuelve un relato más que interesante. Si hasta entonces este retrato de la alta política española resultaba sólido y riguroso en su representación, Sorogoyen toma una serie de decisiones erróneas en la última parte que a punto están de hacer desbarrancar todo el asunto. Tal vez porque El reino de la corrupción entra en un embudo del cual no parece haber una salida narrativa, el director y guionista da el paso hacia el thriller de acción y suspenso, tal vez para buscar cierto efecto o impacto. Y allí aparecen algunos problemas que ponen en crisis la tensión que se da entre la habilidad narrativa de Sorogoyen y el verosímil de lo que se está contando. Esto queda clarísimo en un largo plano secuencia exhibicionista a donde el protagonista va a buscar unos papeles, donde lo que pasa resulta cada vez menos creíble y parece puesto sólo para demostrar el talento del director con la cámara. Ese segmento, clave en la resolución de la película, termina haciendo ruido con todo lo anterior, y desde ahí El reino de la corrupción pierde toda la credibilidad lograda en su primera parte. Una pena, porque en la última secuencia Sorogoyen le da una dimensión interesante a la mirada sobre la corrupción y sobre la honestidad del sistema político en relación a ese tema. Una respuesta queda en suspenso, como así también nuestra incredulidad por ver cómo el director no pudo evitar que su ego se imponga por encima del relato.
Manuel López-Vidal es vicesecretario del partido, tiene una buena vida, está rodeado de amigos y casi todo lo que consiguió en sus 15 años en la política fue gracias a las coimas y sobresueldos. El Reino es un thriller dramático dirigido por Rodrigo Sorogoyen, que se sumerge de lleno en el mundo de la corrupción española. Cuando el caso llega a los medios y dos de sus miembros son apuntados como los responsables, el partido decide proteger sólo a uno y cargar con todas las culpas a Manuel, que se verá consumido por una crisis personal y emprenderá una cruzada para no caer sólo y llevarse a cada uno de los corruptos consigo. Sorogoyen, uno de los guionistas, cuenta una historia interesante y que logra mantener el nerviosismo durante toda la película, pero que por momentos peca de sobre explicativa y un tanto tediosa. Es innegable el talento tanto frente como detrás de cámara: una fotografía prodigiosa y escenas en las que la tensión puede palpitar y atravesar la pantalla, Sorogoyen es un director lleno de ideas que sabe plasmarlas pero falla en la elección de banda sonora. Aquí la música cumple una función similar a la que tendría en un film de terror: estridente y demasiado llamativa en los momentos de tensión, esto la empuja a un lugar común que no le sienta bien ni coincide con el resto de la narración. Actoralmente es imposible no destacar el trabajo de Antonio de la Torre, que lleva con un dramatismo genial su papel de político acechado al borde de una crisis de nervios. También se luce Bárbara Lennie como la periodista Amaia Marín, que le hará el reportaje final a López-Vidal en una escena que es, quizás, la más tensa de toda la película y transcurre en su totalidad en el escritorio de un estudio de televisión, mientras estos dos personajes se atacan con palabras. Un gran thriller político que por momentos sufre su duración -dos horas-, pero que se disfruta de principio a fin y que, además, interpela a cualquier ciudadano del planeta.
Es verano en la Costa Brava. En un restaurante cerca del mar, un grupo de amigos alrededor de una mesa redonda alterna bromas y mariscos con negocios. Uno de los comensales anota algo en una libretita negra y le dice a otro de los presentes: “Lo tuyo ya está”. Se trata de una reunión de dirigentes de un partido autonómico español organizada por Manuel, un tipo carismático y hábil, llamado a ocupar lugares de poder, que resulta ser el centro de una trama de intrigas políticas y corrupción que pronto sale a la luz. A medida que los medios van dando a conocer la investigación que devela detalles de un escándalo multimillonario, el círculo se va cerrando y como dice el tango “están secas las pilas de todos los timbres que vos apretás”. Manuel intenta borrar las huellas que lo vinculan a los negociados pero irremediablemente queda expuesto por quienes quieren hacer control de daños señalándolo como la manzana podrida. Sin embargo, no está dispuesto a ser el chivo expiatorio de quienes están más arriba en la cadena de mandos del partido, devenido en una verdadera banda organizada, y se la juega con las pruebas que le quedan como seguro para presentarse como arrepentido ante la prensa y dar pelea en los tribunales, tratando de salvar lo que pueda del naufragio. Rodrigo Sorogoyen, talentoso co-guioniosta y director de El reino (de la corrupción) comenta que “la película nació desde la indignación”, que luego se transformó en un ejercicio para entender cómo (el político) se ha metido ahí, cómo encaja en una maquinaria añeja pero bien aceitada. Desde ese punto de partida construye una intriga que cuando uno podría suponer que va a encaminarse por los carriles trillados, pone el pie en el acelerador y se vuelve vertiginosa y atrapante. La fotografía y la edición son quirúrgicamente exactas y la actuación de Antonio de la Torre como Manuel es de una contundencia apabullante, en todo el recorrido del personaje, desde el canchero que se da la gran vida al traidor despreciado (“traicionar es no obedecer cuando se te dice”, le recuerda su jefe), que intenta aferrarse al “sálvese quien pueda” ante su inexorable caída. Cualquier parecido de esta historia con la realidad de nuestro país no parece ser mera coincidencia. La escena final es un broche magistral a una película inteligente y dolorosamente real, que nos interpela a todos, y que resulta necesaria para despertar a una sociedad que parece anestesiada, de uno y otro lado del océano.
El Reino, sólida narración sobre un mal universal. Una de las grandes ganadoras del Goya del año pasado llegó a las salas argentinas. Cosechando victorias en categorías tales como Mejor Director, Mejor Montaje, Mejor Música, Mejor Guion Original y Mejor Actor, El Reino se prueba una digna merecedora de semejante palmarés. Una historia sobre la influencia del poder político y la verdadera puesta en escena que puede llegar a convertirse, motorizada por los propósitos egoístas de algunos funcionarios corruptos. El Castillo de Naipes se está cayendo El Reino es una propuesta sólida, no solo por la eficiencia de un guion fluido y de mucha tensión, sino que esa misma tensión se percibe en el trabajo de cámara y la expresividad física de los intérpretes. Movimientos inquietos, a luz natural, desprovistos de cualquier artificialidad, como si fuera un documental o la captura en vivo de una unidad de noticieros en locación. Los encuadres a cámara en mano encierran sin piedad a los personajes en el conflicto que desarrolla la trama. Desde que se presenta el conflicto, la película no para, no descansa, igual que el protagonista. Debe estar un paso más adelante de todos aquellos que quieren venderlo o derribarlo. Es una historia que desafía a su protagonista hasta el último minuto, hasta el último fotograma. Obligándolo incluso a admitirse a sí mismo, a los miembros de su partido y a toda una audiencia de espectadores, si su honestidad es genuina o producto del miedo. A aceptar que conocía de dónde venía todo ese dinero, que eso era lo que disfrutaba y que el servicio público era un medio para un fin, más que el fin en sí mismo, cuando en una tensa reunión le preguntan ¿para qué se metió en política?, o mejor incluso ¿qué cree usted que es la política? Estos hombres cínicos, o bien callan o despliegan una serie de palabras que son lo que las autoridades quieren oír más que su genuino pensamiento. Un idealismo que ni ellos se lo creen, que se siente no proviene de alguien que lo haya tenido alguna vez. Es una historia que logra que sigamos a un protagonista cuestionable, en un universo que -por más español que sea- da la nota de que la ostentación a expensas del dinero de los contribuyentes es un mal mucha más universal del que realmente creíamos. Donde esa amistad en apariencia tan genuina que borda la hermandad puede volverse un “sálvese quien pueda” en un abrir y cerrar de ojos. Un cerrar de ojos que puede volverse permanente si se decide entregar a los que te rodean para evitar la cárcel. Pero si este desarrollo de personaje, de por sí aceitado, llega más lejos de lo que se propone, es por la interpretación de Antonio de la Torre. Esa astucia para negociar con políticos incorruptibles, ese amor sincero por su familia que lo redime y le da dimensiones, esa ira con los que lo abandonan o traicionan: toda la gama de expresiones faciales y corporales se abren cual abanico en la interpretación del actor. Uno de sus trabajos más memorables desde aquel inolvidable payaso malo en Balada Triste de Trompeta, de Alex de la Iglesia.
La curiosidad de saber por qué una película con protagonistas desconocidos ganó tantos premios ya nos obliga a verla. Sobre todo cuando se trata de un cine como el español, donde las figuras no tienen mucho que envidiarle a las de Hollywood. Siete premios Goya (Mejor Director, Actor y Guion, entre lo más destacado), menciones especiales en San Sebastián y Toronto, son indicios que nos conducen a la sala de cine como focas a su comida. Y así, hipnotizados y obligados, durante sus primeras dos horas empezamos a pensar que está sobredimensionada y a reconocer que de calificativos exagerados y valoraciones desmedidas, el séptimo arte está lleno. Sin embargo terminan siendo conjeturas que se desvanecen en los últimos diez minutos y nos cargan de adrenalina para aplaudir a rabiar. El final de "El reino de la corrupción" no solo vale toda la película y sus premios, sino toda la filmografía del cine español durante el último año, mínimo. Sí, incluso por sobre "Dolor y gloria", del eterno Almodóvar. Los últimos diez minutos son todo lo que un cinéfilo espera de una película. DE GUANTE BLANCO La cinta relata la corrupción que se teje en las más altas esferas de todo gobierno. En esta ocasión se trata del de España, y es así simplemente porque su autor y director es el español Rodrigo Sorogoyen ("Que Dios nos perdone", 2016). Es claro que su país lo habrá inspirado, sobre todo para recalar caprichosamente en el año 2008, cuando la tecnología celular comenzaba a aflorar y los delincuentes de guante blanco lo hacían con las mañas históricas, desconociendo lo nuevo. El filme es lineal. No viaja en el tiempo ni son los flashbacks los que nos explican los problemas. Comienza con la filtración en los medios de un chanchullo que salpica al protagonista, Manuel López Vidal, un influyente vicesecretario provincial, en conjunto con su mejor amigo y colega, Paco. Y con su imagen ya manchada en la opinión pública, será el principal acusado el que intente que toda la maquinaria corrupta se desmorone al unísono con su persona. Hasta aquí, pareciera una película argentina en alegoría a cualquiera de nuestros dirigentes políticos. Que se estrene un mes antes de las elecciones, tal vez no sea casualidad. "El reino de la corrupción" maneja los tiempos del mejor policial de Hollywood, con la artesanía española. Una combinación letal para todo amante del cine. Es un gran filme. Atrapa, seduce, refleja y explica el porqué de la política. Y sobre esta base rica en condimentos emerge la brillante actuación de Antonio de la Torre como Manuel. A su fidedigna interpretación se le suma un guion que lo muestra vulnerable, torpe por momentos pero de unas agallas fuera de lo normal. No habría una actuación tan sólida sin los textos de los guionistas (la película fue coescrita con Isabel Peña), pero tampoco valdría sin su actuación. El final es todo. Somos nosotros mismos poniéndole el nombre que queramos a este político corrupto e hipócrita que busca su redención en ventilar a todos sus superiores. Y del otro lado, el canal que se quiera mencionar de la grilla. Sólo por esto, los premios, que parecían mucho, terminan siendo pocos.
Un buen manejo del suspenso y de lo estrictamente policial. A estas alturas, pensar que “política” y “corrupción” son sinónimos suena a lugar común. Esta película abona tal cliché con la historia de un político exitoso enganchado en algo turbio. En el haber, un buen manejo del suspenso y de lo estrictamente policial. En el debe, una película más sobre “ché, qué porquería la política, a dónde iremos a parar” que a esta altura requiere una reelaboración un poco menos perezosa.
Este atrapante thriller político, ganador de siete premios Goya, contiene, de alguna forma, dos historias en una, unidas y entrelazadas. Por un lado, es la de de una trama de corrupción que sale a la luz. Por otro, la de una vida casi perfecta que, de pronto, se desbarata. Como en los grandes exponentes del género, lo humano y lo social se complementan, otorgándole al marco (una filtración de la financiación turbia de un partido político, en plan Caso Gürtel), una dimensión honda que nos involucra. El muy buen trabajo de su protagonista, Antonio de la Torre, nos lleva con él en la escalada de tensión. Es que el tipo, Manu para los amigos, es el prototipo del exitoso. Se mueve cómodo por la vida: saludando a los mozos por su nombre, celebrando largas sobremesas con los colegas, amoroso con su mujer y su hija, con las que comparte una casa fantástica. E influyente como vice secretario autonómico, de un partido que lo tiene como uno de sus delfines, capaz de llegar lejos. Cuando su nombre aparece en los medios y todas esas caras amigas le dan la espalda, expulsándolo del partido, parece que la elección entre manzana podrida o banda organizada se ha zanjado, y le ha tocado a él. Lo que le queda es una carrera contra reloj para defenderse de la única manera posible: desenmascarando la operación. Seca, potente sobre todo en algunas secuencias de enorme tensión, y quizá algo larga de más, El reino es un buen retrato de un universo sin aliados. El de la trastienda de la política.
Rodrigo Sorogoyen dirige y coescribe la película El reino de la corrupción, que ganó unos cuantos premios Goya y cuenta con un gran protagónico de Antonio de la Torre. Antonio de la Torre es Manuel López Vidal, un político querido y con una buena vida: almuerzos caros, paseos en yates privados, mansiones como hogares junto a su esposa y su hija. Toda la película lo seguiremos a él, quien a partir de una primera denuncia colateral, pronto resulta ser el chivo expiatorio, para quedar hundido y aplastado por quienes supieron ser sus colegas y cómplices. Esto pone a su protagonista en una situación poco cómoda de la cual intenta salir como puede, mientras pierde contactos, su familia amenaza con resquebrajarse y se convierte en alguien rechazado por la gente común. El reino de la corrupción es un ágil thriller político dirigido con solvencia y al mejor estilo norteamericano, y a veces más televisivo, con un buen uso de unos notables planos secuencia. La banda sonora está compuesta mayormente de melodías electrónicas que acentúan el ritmo de thriller aunque, sobre todo en la primera parte, puede parecer excesiva. El film comienza con una de esas secuencias que demuestran la buena vida del político para luego narrar su caída hasta llegar a un rico enfrentamiento televisivo con una ambiciosa periodista (Bárbara Lennie) que dejará una sensación ambigua y varias cuestiones para preguntarse y preguntarnos. “Si de verdad quieres cambiar las cosas en el mundo, debes hacerlo desde adentro, con poder real”, eso dice y se dice Manuel para no verse a sí mismo sólo como un político corrupto. Negación y cuando ya no encuentra otra salida, no hundirse solo. Salvarse el pellejo como pueda, eso espera Manuel hasta último momento. Sorogoyen no se preocupa por desarrollar las tramoyas y mecanismos de estos casos de corrupción (se sabe que se quedaban con dinero que no les correspondía y no mucho más al respecto), sino que prefiere centrarse en lo que le pasa al personaje, en este hombre que es culpable y víctima al mismo tiempo. La actuación de Antonio de la Torre es efectiva y compleja, consigue parecer simpático y caernos bien para luego mostrar su lado más oscuro y hasta patético cuando la desesperación le nubla el juicio. Sorogoyen cuenta una historia de ficción que suena muy familiar y no sólo en España. Aunque no termina de profundizar en algunas cuestiones, es un interesante retrato sobre la corrupción en la política y nos posiciona en un lugar incómodo al respecto.
La indiscreción de un político genera un tsunami que amenaza terminar con el statu quo político. "Si esto se sabe nos cargamos un país", dice uno de los implicados ante el riesgo de que se revele el contenido de unos cuadernos donde se dejó registro de las coimas millonarias otorgadas a políticos por medios de comunicación, industrias farmacéuticas y constructoras. El líder de la "banda de gangsters", como los llama el auditor del partido a los involucrados, es acusado de prevaricación, fraude a la administración pública, cohecho, malversación, estafa, falsedad y tráfico de influencias, lo que se suma a la aparición de dinero en bolsos, testaferros y cajas de seguridad en paraísos fiscales. "El reino de la corrupción", ganadora de cinco premios Goya, es el segundo largo de Rodrigo Sorogoyen. El director español no se propone moralizar, sino exponer la corrupción y la impunidad del poder. Y lo hace en un filme con un guión dinámico, con ritmo parejo hasta el final, una compleja puesta de cámaras y un elenco que incluye algunos excelentes actores y actrices.
Con buenas críticas en su paso por distintos festivales y con siete Premios Goya en su haber (incluyendo “Mejor Director”, “Mejor Guion”, y “Mejor Actor”), esta producción española justifica sus más de dos horas de duración de forma consistente y atrapante. Rodrigo Sorogoyen pone el dedo en la llaga de la política de su país, con un caso de corrupción sucedido en 2007, narrado con honestidad brutal. La película pone el foco en el momento en que la ostentosa vida del protagonista se ve interrumpida por unas escuchas que ponen en peligro su carrera política, dejando de manifiesto el entramado corrupto de la política, los empresarios y los medios de comunicación. Cuando una serie de escuchas y videos salen a la luz, Manuel López Vidal (el increíble Antonio de la Torre) cae en desgracia. Su colega, Paco (Nacho Fresneda), cae en una operación policial por recalificación de terrenos y el robo de las subvenciones de la Unión Europea, lo que se hace más grave cuando aparece un audio de Manuel reconociendo estar involucrado en el desfalco. Como en el Partido todos están involucrados en mayor o menor medida, La Ceballos(Ana Wagener), principal cabecilla de la fuerza, opta por usar a López Vidal de chivo expiatorio. Pero él emprende la búsqueda de pruebas que le permitan negociar o, al menos, no caer solo. El ahora acorralado López Vidal intenta conseguir pruebas para poder amenazar con cargarse a todos los que pueda del partido, la oligarquía empresaria y los medios de comunicación si no desaparece o se aminora la intención de hacerlo responsable de todo, como si hubiese actuado por su cuenta cuando en realidad era apenas un eslabón en la cadena. Luego de “Estocolmo” (2013) y del policial “Que Dios nos perdone” (2016), Sorogoyen se consolida como un gran generador de climas de tensión, además de sarcástico crítico del sistema. En este caso, trabaja los códigos éticos de los “vivos” que se roban al pueblo, la opinión pública, la falta de reflexión y el mea culpa en los actos delictivos que se cometen. La historia sucede en España, pero bien podría transcurrir en Argentina o cualquier país, sobre todo los del tercer mundo, a donde los dirigentes llevan a cabo sus ambiciones sin límite alguno. Antonio de la Torre está presente en casi todas las escenas y lo hace desde una interpretación magnética de un personaje odioso. La película, como su protagonista, es urgente, cargada de tensión. En ningún momento se pone en duda la culpabilidad del protagonista y esta certeza hace a la historia aún más cruenta. “El reino de la corrupción” es un thriller político español, a donde todos los personajes juegan con las culpas y la falta de ética, no sólo al cometer actos corruptos, sino al hacer caer a sus compañeros de partido con ellos. El corte final a negro quizás sirve para poder reflexionar todo lo que se vio en las dos horas del film, la bronca e impotencia que genera una de las mejores películas españolas de los últimos tiempos. La historia nunca decae en su entretenimiento, aunque el guion de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen tenga algunos baches. Una buena historia que nos hace pensar.