El mar, ya sea dentro o por la orilla, ha inspirado a infinidad de obras para hablar tanto de él cómo de otras cosas. Esa relación, esa conexión entre artista e inspiración, es la que quiere profundizar La Boya. Mar Adentro La Boya cuenta la historia de su director, Fernando Spiner, quien vuelve al balneario que lo vio crecer para reencontrarse con su amigo, Aníbal, un salvavidas y poeta con el que nadarán mar adentro para cumplir con el simple deseo del padre de Fernando: dejar ir allí una boya. Este documental, aunque abarca varios tópicos como la amistad y las relaciones familiares, tiene a un solo tema como verdadero absoluto: el mar como fuente de inspiración para diversas artes. Un concepto que la película sabe expresar al poner la cámara en los emocionados rostros de sus sujetos leyendo una poesía o pintando un cuadro. Posee un rigor analítico adecuado que pone de lleno la gran verdad de que no hay un solo artista que no haya hecho por lo menos una mención en su obra. El metraje no pocas veces incurre en apreciables preciosismos, como mostrar planos del mar en cámara lenta con una de las muchas poesías de fondo. Sin embargo, esto es fuente del que creo es uno de sus pocos defectos a señalar: que ese preciosismo muchas veces haga que los planos y/o las escenas duren más de lo que tengan que durar, haciéndolas moderadamente cansinas. En materia técnica, la película goza de una gran riqueza visual. El amor por su sujeto y lo que inspira están de lleno en el uso de sus colores y la composición de los encuadres. Una cámara en constante búsqueda, y no pocas veces una exitosa.
Mi viejo y el mar. ¿De dónde proviene el ímpetu del mar?, ¿quién determina el movimiento de las mareas?, ¿cómo se explica que esa inmensa y misteriosa masa acuática haya estado allí antes que cualquiera de nosotros?, ¿y cómo que forme parte de inspiración para cualquier artista? Fernando Spiner se sumerge en su propia biografía para compartir con el espectador sus exorcismos y sus necesidades de reencuentro con el pasado en Villa Gesell, con uno de sus amigos del alma Aníbal Zaldívar, quien eligió instalarse en el balneario, vivir alejado del mundanal ruido urbano y dedicarse al periodismo, a pescar y escribir poesía, siempre acompañado e inspirado por el mar. Cuando Aníbal optó por esa marea, décadas atrás, la del director de La sonámbula fue completamente distinta y el ímpetu del cine y de la vida lo alejaron demasiado rápido de las costas Gesellianas para depositarlo en Roma. También lo alejó de su familia, de Lito, su padre, hijo de ucranianos que escapaban de los rusos en un barco alemán y que antes de arribar a la Argentina, fundar una farmacia que la madre de Fernando Spiner ayudó a mantener muchos años, tuvieron que confiarle su suerte al mar, coquetear con el peligro y fluir con las olas. El nexo del director de Adiós querida luna con su padre y bisabuelo es una boya, un ritual que pretende el reencuentro y completar una página agridulce de su historia familiar para que la memoria de sus antepasados abrace la espuma y desaparezca como la tristeza. Ahora bien, a la anécdota de Fernando Spiner la atraviesa en primer lugar su sensibilidad artística y el lirismo de las imágenes que acompañan la aventura y la búsqueda. Cuando la cámara nos transporta hacia la odisea de nadar en ese mar, hundirse y salir a flote en cada brazada, estamos en presencia del instante de mayor poesía en un documental que se ancla en la poesía y en la importancia de dejarse impregnar por ese mítico encuentro entre las palabras, el viento y el silencio. Donde no es necesario el recurso de la voz en off porque el relato se arma desde la peripecia y la puesta en escena que a veces recurre a instancias de ficción. La fuerza de La boya, de Fernando Spiner, como si se tratara de distintas mareas que confluyen en el océano de las ideas se refuerza con el montaje de Alejandro Parysow, la música a cargo de Natalia Spiner y los textos leídos en la diégesis, a veces mansos y otras intensos como la mirada de Borges para describir al mar y a la finitud de la existencia, parte del mismo misterio. El film del realizador de Aballay… es un conmovedor ensayo sobre lo efímero y la importancia de buscar al menos en lo endeble aquel faro, ya sea material o espiritual, que nos oriente para no terminar ahogados en nuestra propia frustración de vernos minúsculos ante tanta majestuosidad.
“La Boya” alude a una baliza que flota en el agua mientras está sujeta al fondo que se usa, también, a modo de señal. Tal es el punto de partida para la lograda metáfora que elige Fernando Spiner para dar nombre a su film y contar sus historias. Con este documental autobiográfico a punto de estrenar, su director muestra a lo largo de las estaciones del año, el camino hacia el mar. Ese mar de Villa Gesell, que durante años lo viera nadando hasta su adolescencia con su mejor amigo, compartiendo un ritual: nadar, mar adentro, hasta la boya más cercana. Una historia de hombres que se mezclan entre pantallazos de tradiciones de los poetas y artistas que le escribieron al mar. Spiner, también director de “La sonámbula”, “Adiós querida luna”, “Aballay”, “El hombre sin miedo”, retrata en esta cinta el espíritu del pueblo del que se fue y al que luego retorna con esta película. Con un tempo poético y con imágenes visuales contundentes, cuenta la vida de su amigo, reconocido poeta y periodista del lugar Aníbal Saldivar. Y sale del arquetipo de aquel que se va y triunfa versus el que se queda y no lo consigue. Acá los dos lo han logrado. Rodada a lo largo de la sucesión de estaciones otoño, invierno, primavera, verano, sus planos y la adecuada luz en su fotografía apoyan al guión que, con el mar siempre presente, recrea, como metáfora, la vida de los dos amigos y el ritual que los uniera desde la infancia: nadar en el mar hasta alcanzar una boya. Abriéndose paso entre la relación de Aníbal, la poesía y el mar, emerge algo aún más personal. El encargue del padre de Fernando, antes de morir, a su gran amigo Aníbal. Soltar al mar una boya antigua ¿por qué? Es el enigma que al final del film el espectador comprenderá. Fernando se vale de una pequeña road movie, en el que la voz en off acompaña la sucesión de bellas imágenes, con un ritmo cansino más asociado al recuerdo y atravesado por poemas significativos, para enmarcar la esencia de su historia. El guión de escritura compartida entre Fernando Spiner, Aníbal Saldivar y Pablo De Santis, aparece como una experiencia similar a la de nadar. La historia fluye, se deja llevar, como si se estuviera haciendo la plancha y por momentos tiene el vigor que implica el ímpetu de cada brazada y el de tomar suficiente aire hasta la próxima. Al principio la voz en off se encarga de avisar que Aníbal encarna la vida que el director no tuvo como un espejo que refleja la vida de ambos hombres. Con un enfoque particular y distintivo, Spiner logra una mirada original sobre la potencia del mar. La mayor parte de las secuencias, cuando los dos amigos nadan, están filmadas con una cámara subjetiva que da la sensación de que el espectador está nadando con ellos. Incluso en una de las escenas finales en medio de un mar embravecido con una tormenta, casi épica, de fondo. Siempre bajo la mirada atenta de los guardavidas. Esa cámara ayudó al guión a mostrar la idea de profundidad tan inabarcable que solo el mar puede dar. No es un documental para ansiosos. Es un documental para degustar, de a poco, como un buen vino. Es un documental para poetas, para los amantes de la poesía o para los fanáticos del mar, calmo o bravío, como la vida misma.
Mi vida sin mí Se puede leer en muchas críticas que La boya es una autobiografía, pero lo cierto es que Fernando Spiner utiliza su regreso a Villa Gesell menos para hablar de sí mismo que para filmar el lugar y a sus habitantes y así reconstruir un pasado. Un pasado que, curiosamente, parece excluirlo: ya desde el primer reencuentro con Aníbal, su amigo de la infancia, Spiner es menos un participante que un observador, alguien que escucha y mira a los otros pero que rara vez interviene. Por algunos datos sueltos se conoce que el director se fue muy joven de su pueblo a Italia para estudiar cine; durante su ausencia, su padre, Lito, y Aníbal, parecen haberse vuelto íntimos, ligados por la pasión en común por la poesía. En el presente, Spiner viaja a Gesell y va a la casa de Aníbal, que le cocina un bagre y le cuenta cosas de Lito. La escena es extraña, como si las filiaciones se hubieran invertido: Spiner no habla del padre, mientras que Aníbal lo hace profusamente y se refiere a él casi como un amigo. La impresión de que el director asiste a esa historia como si se tratara de un extranjero se completa con una información dicha al pasar: Aníbal le dice que la receta del plato que están comiendo se la pasó su madre (la de Spiner). El contenido biográfico, entonces, no lo es tanto, y parece que el director lo empleara más bien como vehículo, como excusa que permite volver al pueblo natal, visitar amigos y vecinos, hablar del padre muerto; puede ser, a lo sumo, un invento raro: una autobiografía pero de los otros. La poesía, que acercó a Aníbal y a Lito tras la partida de Spiner, como si cada uno hubiera encontrado en el otro el amigo y el hijo, es también una actividad extendida a lo largo de Gesell: se lee y escucha poesía en las clases de Aníbal, pero también en una ceremonia del cuerpo de salvavidas, y la voz en off de Daniel Fanego recita versos del libro de Lito. Una idea resuena por toda la película: para esa gente, que vive en la costa, la poesía se vuelve un oficio natural, una manera de lidiar con la inmensidad desbordante del mar. Aníbal es un especialista en las dos cosas: se dedica a investigar desde hace tiempo poemas consagrados al mar. La respuesta de la película a todo esto consiste en intentar a su vez representar el mar en términos poéticos, como si Spiner quisiera que las imágenes filmadas por él dialoguen con las palabras escritas por el padre y por su amigo. Cuando Aníbal y Spiner se sumergen y nadan un largo trecho, se evidencia el rol de testigo asumido por el director: una cámara colocada en su cuerpo registra de forma impresionante las brazadas; cualquier resto biográfico se disipa por completo, de Spiner solo quedan unos gestos impersonales, el acto casi automático de nadar y el movimiento de la cámara entrando y saliendo del agua. Las escenas en el mar seguramente sean los momentos más potentes, cuando el director se atreve a probar nuevas formas de registro, de mirar el agua y a los nadadores, de enmarcarlos contra la costa y la silueta de los edificios. Es en esos momentos también cuando la película se quita de encima la nostalgia que la colma y se permite algunos planos de gran vitalidad, como cuando Spiner le gana la carrera hasta la boya a Aníbal y, en medio de las cargadas, el tipo empieza a reírse a los gritos y no puede parar, como si se hubiera olvidado de la incomodidad que exhibe en las escenas restantes. No se sabe bien a qué se debe la falta de naturalidad de Spiner, pero en todo caso eso refuerza la condición de extranjería que se sugiere todo el tiempo. En este sentido, el agua no solo viene a reparar esa grieta personal, como si el director pudiera fundirse de nuevo aunque brevemente con el lugar de su infancia, sino que también le permite a la película sacudirse un poco la rigidez de muchas escenas, cuando la puesta no se decide entre la frescura de las conversaciones y el cálculo de los planos y el montaje y entonces los intercambios se sienten forzados, como si hubieran sido ensayados y ahora se los estuviera actuando.
Es como abrir un diario íntimo. La boya es una suerte de filme ensayo, un documental que Fernando Spiner se debía, probablemente, en el que se reúne con un viejo amigo de la infancia y de la juventud, Aníbal Zaldívar, con quien pasó buenas y malas en el balneario de Villa Gesell, donde aún el amigo y poeta reside. El director de La sonámbula y Aballay, el hombre sin miedo, exorciza algunas ausencias, como la de su padre Lito, un ucraniano que emigró de los nazis y que, ante la ausencia de su hijo, quien fue a estudiar cine al Centro Experimentale di Cinematografia de Roma, hizo muy buenas migas con Zaldívar, allí en Gesell. Y no sólo hablaban de poesía. Aunque la poesía es central en La boya. Pero no sólo los versos o la rima -que se leen y se recitan a cámara, muchas referidas al mar y la naturaleza-, sino por el uso, lírico, se diría, que el realizador utiliza en las imágenes en las que refleja cómo nadan él y Aníbal hasta la boya en Villa Gesell, ahora de grandes -de bien grandes-. “Soñé que la boya se perdía en el mar y vos volvías de Italia. A veces los sueños se cumplen”, se escucha a Daniel Fanego como la voz de su padre, cuando Spiner lee una carta de su progenitor. Y también hay cierta poesía cuando el filme relata, en breves entrevistas, apariciones, a otros artistas notables afincados allí, como Guillermo Saccomanno, Juan Forn, Ricardo Roux o Pablo Mainetti. Peor no es la intención del documental ser un tratado sobre lo beneficioso del contacto con el mar, y cómo éste influye hasta en las conductas o humores. Spiner muestra sensibilidad en todo momento. La utilización de la cámara subacuática no era imprescindible, pero es oportuna y apropiada. Con guión de Zaldívar y Spiner, y de Pablo De Santis, para completar un armado familiar, la música fue compuesta por Natalia Spiner, en este filme documental con preconcebida puesta en escena, que beneficia cierto tono de melancolía.
La Boya, de Fernando Spiner Por Ricardo Ottone Fernando Spiner es reconocido como un director de ficción, más especialmente como un director de género, uno de los pocos que lo encaró en momentos en que el cine nacional no se adentraba en el universo de, por ejemplo, la ciencia ficción. Spiner lo hizo en La sonámbula (1998) y Adiós querida Luna (2004) y más recientemente se le animó al western con Aballay, el hombre sin miedo (2010). El terreno del documental no le es ajeno, en el que realizó unos cuantos cortos y mediometrajes y compartió con Víctor Laplace la dirección de Angelelli, la palabra viva (2006). En La boya, su reciente documental, hay una cierta continuidad pero a la vez una búsqueda diferente. Spiner es originario de Villa Gesell, un lugar al que frecuentemente regresa en sus películas. Es el escenario de su cortometraje Balada para un Kaiser Carabela (1987) protagonizada por Luis Alberto Spinetta, de la miniserie policial Bajamar, la costa del silencio (1995), y el tema principal de Homenaje a los pioneros de Villa Gesell (2002). Este último documental fue ideado y escrito junto a Anibal Zaldivar, quien es co-guionista de La boya, co-protagonista junto al propio Spiner y fundamentalmente un amigo de toda la vida, compañero de la juventud en Gesell, de proyectos y de rituales que persisten en el tiempo, como el que se muestra en el film, de nadar juntos a una boya distante varios metros de la costa. Cuando Spiner dejó el pueblo para estudiar en Europa y luego establecerse en Buenos Aires, Zaldivar permaneció en Villa Gesell alternando entre el periodismo, la narrativa y la poesía, y siguió en contacto tanto con Spiner como con su familia que quedó en el pueblo, en particular con su padre, también poeta. El realizador vuelve (una vez más) a Villa Gesell para realizar un documental no sobre un personaje histórico o un episodio particular, sino sobre algo más cercano y a la vez más inasible. Se trata de hacer un film sobre la poesía, sobre el mar y sobre las relaciones entre ambos. Y también sobre el paisaje que nos rodea, sobre la amistad, la familia y la propia historia, sobre encontrarse a sí mismo y consigo mismo y el entorno. La historia (y el mito) familiar juegan un rol determinante. Ahí están los escritos y las cartas de su padre (en la voz de Daniel Fanego) y de su bisabuelo (en la voz de Sergio Lerer) quien llegó en barco escapando de los pogroms de Ucrania y en donde el objeto boya tiene un papel particular y fundante, que continuaría cuando el padre guarde y pretenda liberar una boya en el medio del agua y en el ritual que ambos amigos practican. Y también tiene un papel de orden más simbólico en tanto sostén. Ahí lo vemos al propio Spiner aferrado a una boya en medio del mar como se aferra quizás a lo que este objeto significa en la historia de su familia. El mar es protagonista y también el pueblo. Spiner muestra las actividades de su amigo Zaldivar, de los farmacéuticos o guardavidas, y entrevista a algunos vecinos célebres como el pintor Ricardo Roux y los escritores Guillermo Saccomanno y Juan Forn acerca de cómo ese paisaje y la proximidad del mar influencian su ánimo y su percepción de las cosas. El film está contado a lo largo de casi un año y sus capítulos son las estaciones, invierno, primavera y verano. Algo (un poco) similar a como el propio Saccomanno situó su novela Cámara Gesell, ambientada en el pueblo entre el fin de la temporada turística y el inicio de la nueva y lo que pasa en ese lapso. Aunque a diferencia de Saccomanno que abordaba el lugar desde una realidad más dura y desesperada, acá lo que prima es la relación de ese lugar, de ese paisaje y sus elementos con uno mismo, con el paisaje interior. Si La boya es un film sobre la poesía, los materiales con los que se lo encara implican que la apuesta es también la de un film poético. El discurso tiene un peso, tanto la narración como la poesía, pero no es menos importante lo sensorial. El film se detiene en detalles como el sabor de un pescado, un atardecer, el viento entre los árboles, el sol, las olas, la arena y las gotas de lluvia. Spiner echa mano a recursos como cámaras lentas, tomas aéreas, sobre y bajo el agua. El mar es parte fundamental de esa búsqueda de lo sensorial y en donde más se percibe es en la secuencia donde Spiner y Zaldivar van nadando hacia la boya y la cámara pegada acompaña pegada al brazo del realizador/protagonista, ve lo que este ve y se sumerge junto con él mientras escuchamos la respiración entrecortada y la cuenta de las brazadas. En la entrevista a Forn, este cuenta que, a diferencia de lo que pasa en la ciudad, en el mar o frente al mar uno puede encontrarse frecuentemente con momentos de comunión con la naturaleza y con uno mismo, algo que también podríamos llamar epifanías o iluminaciones. El film de Spiner apunta a alcanzar en su transcurso y con sus imágenes algo de esa experiencia y en varios momentos lo consigue. LA BOYA La Boya. Argentina. 2018. Dirección: Fernando Spiner. Con: Aníbal Zaldivar, Fernando Spiner, Guillermo Saccomanno, Juan Forn, Ricardo Roux, Pablo Mainetti. Las voces de: Daniel Fanego, Sergio Lerer, Analia Couceyro. Guión: Aníbal Zaldivar, Fernando Spiner, Pablo De Santis. Fotografía: Claudio Beiza. Edición: Alejandro Parisow. Sonido: Sebastián González. Música. Natalia Spiner. Dirección de Arte: Juan Mario Roust. Producción
Nadar hasta la boya Fernando Spiner (La sonámbula, Adiós querida luna, Aballay, el hombre sin miedo) estrena La Boya (2018) un documental autobiográfico que recorre el espíritu del pueblo donde pasó su adolescencia, entre el mar y la poesía en invierno. Al comienzo el director nos introduce en un viaje largo que pasa del asfalto al bosque y llega hasta la casa de Aníbal, su amigo de la adolescencia. Mientras que Fernando se alejó de su oriunda Villa Gesell para hacer su vida en otro lado, su amigo decidió quedarse y vivió “la vida que yo no viví” dice Fernando Spiner. Ambos amigos comparten una especie de ritual, nadar en el mar hasta alcanzar una boya. El documental se va descascarando y revela de a poco todo lo que subyace a esta aparente primera intención. A medida que avanza revela un interés por la relación entre Aníbal, la poesía y el mar pero además pareciera la excusa para indagar en algo aún más personal. Resulta ser que su amigo tuvo una fuerte amistad con su padre, sobre todo en una época en la que Spiner estaba lejos de viaje, y este documental que parece tratar sobre la frialdad de la poesía que se cultiva en invierno frente al mar, en realidad funciona más como la fachada de una gran incógnita sobre una porción de la vida de su padre que Fernando Spiner no pudo ver. Antes de morir, su padre Lito le encargó a Aníbal que soltara al mar una boya antigua ¿por qué? La historia da varias vueltas esquivando el centro de los enigmas hasta que decide meterse de lleno en ellos y aprovechar el más interesante de sus temas circundantes, que es el vínculo padre e hijo, el legado y la transmisión de cultura familiar de generación en generación, con una carta como culmine de la sensibilidad. Todas estas historias confluyen y se entrelazan en una película con muy bellas imágenes, con un ritmo cansino asociado a la memoria y atravesado por poemas más o menos significativos, pero hay que ver más allá, en todo lo que está pasando detrás de lo que se muestra para poder conectar con la esencia solapada.
Fernando Spiner pasó buena parte de su infancia y adolescencia en Villa Gesell, pero mientras él optó por formarse luego en Italia y radicarse en Buenos Aires, uno de sus mejores amigos, Aníbal Zaldívar, se quedó en aquel balneario, donde desarrolló una carrera como poeta y periodista. El director de La sonámbula, Adiós querida Luna y Aballay, el hombre sin miedo apela a registros íntimos para revivir ciertos rituales familiares y generacionales como el de nadar en el mar hasta la boya a la que alude el título. Particularmente intensas son las imágenes de uno de esos trayectos en medio de una tormenta eléctrica. En la película aparece no solo su amigo Zaldívar sino también otros habitués del lugar como Ricardo Roux, Pablo Mainetti, Juan Forn y Guillermo Sacommanno, pero La boya está lejos de ser un trabajo esnob sobre intelectuales en contacto con la naturaleza, sino un sentido y entrañable trabajo de indagación personal, una historia de reencuentros, una reflexión sobre los distintos caminos elegidos en la vida. Spiner abandona la ficción para incursionar en el siempre riesgoso universo del diario íntimo, del ensayo familiar. Y sortea el desafío con un relato puro y cristalino, aunque por momentos pueda parecer un poco ingenuo, melancólico o solemne. Más allá de que la poesía, el mar, las distintas estaciones y el paso del tiempo están siempre en el centro de la escena, la película tiene múltiples hallazgos visuales (bello trabajo con las cámaras subacuáticas) y musicales (la compositora fue su hija Natalia Spiner), y surge además como una experiencia curativa, sanadora, una forma de exorcizar traumas, dolores, distancias y ausencias.
El nombre de Fernando Spiner está asociado a un cine con su propia marca registrada, una marca de autor. Sus trabajos como guionista y director de “La sonámbula”, “Adiós, querida luna” o “Aballay” dan cuenta de su capacidad narrativa y su búsqueda de una temática novedosa y que ha sido poco abordada por otros directores. Participó también del episodio de Los Ratones Paranoicos en la película “Historias de Argentina en Vivo” filmada por episodios junto con otros doce directores en diferentes provincias y en el año 2007 hace su incursión en el género documental con “Angelelli, la palabra viva”. Decir que con “LA BOYA”, Spiner retoma el género documental no sería del todo cierto. Pero tampoco estaríamos mintiendo. “LA BOYA” tiene una estructura que mezcla documental y ficción bajo este concepto tan trabajado últimamente por los directores al abordar un documental: donde se intenta escapar de las estructuras de un concepto enciclopedista y explicativo, esquemático y con entrevistas de gente hablando a la cámara sobre un tema. Por el contrario, esta docu-ficción se construye en tiempo real pero contaminado de elementos de ficción que dimensionan al protagonista en un doble papel de mostrar su vida real y construir un personaje de ficción. De acuerdo al propio Spiner su último filme, “es mi propia historia, la de mis antepasados y su épico escape de Ucrania, la inmortal presencia de mi padre que se transformó en poeta siendo un hombre mayor, y la de mi gran amigo Aníbal que se quedó en el pueblo de nuestra adolescencia sobre el mar”. Y vale la pena citarlo al director porque en esta frase breve pero contundente, describe perfectamente el espíritu, el disparador y el núcleo vital de “LA BOYA”. Spiner vuelve a las costas de Villa Gesell a reencontrarse con su amigo Aníbal Zaldívar con quien comparte el ritual de nadar juntos hasta una boya que se encuentra mar adentro. Retomar ese ritual, esa sana costumbre, será mucho más que eso. Significará reencontrarse con su pasado, con esa playa y esa costa que dejó atrás para iniciar una carrera como cineasta en Europa, es volver al que ha sido su entorno familiar, a esos lugares, esa geografía compartida y sus puntos en común que construyeron su vínculo de amistad con Zaldívar a través de los años. Es, según sus propias palabras, ver reflejada en Aníbal “la vida que yo no viví”. Zaldívar, además, es poeta. Y dio sus primeros pasos en la poesía y editó sus textos de la mano de Lito, el padre de Fernando. De esta forma, volver a repasar este vínculo con Aníbal es volver a releer su propia historia: su vínculo con su padre y sobre todo el vínculo con su abuelo, inmigrante ucraniano. Es al mismo tiempo una forma de dejar registrado ese último deseo de Lito: soltar una antigua boya mar adentro. Es así como nos iremos adentrando cada vez más en el corazón de la película: “LA BOYA” se construye entonces como una historia de mandatos familiares, de un vínculo padre-hijo, de historias no contadas, de cosas pendientes y no dichas. Se rearma sobre si misma de una manera casi confesional, íntima y profunda. Spiner se nutre no solamente de los textos poéticos de Aníbal, recitados por el mismo y que se espejan en textos de su padre y cartas de su abuelo sino que además nos sumerge en ese mar de su adolescencia, en esas playas que recorre en las cuatro estaciones y que se funde a la perfección con esos poemas y la esencia de la película. Asi como Agnes Varda se apropiaba en “Las playas de Agnes” de esas geografías y esos paisajes, Spiner hace lo propio con esas desoladas playas de Gesell fuera de temporada y el mar con sus recovecos y profundidades. Escrita por el propio Spiner y Zaldívar, con la participación de Pablo de Santis, “LA BOYA” cuenta además con la impecable fotografía de Claudio Beiza y un minucioso trabajo de edición a cargo de Alejandro Parysow. Además de los propios protagonistas que le ponen el cuerpo y el alma a la historia, las voces de Analía Couceyro y Daniel Fanego –impecable, sobrio y emotivo- completan un trabajo cargado de emoción que más allá de los que plantea en una primera lectura, nos va llevando de la mano e introduciendo en ese mar enorme para rodearnos de esa inmensidad y desplegar una riqueza visual única.
El mar como fuente de dolores y placeres Cruza de diario íntimo y ensayo cinematográfico, el largometraje de Spiner se sitúa en Villa Gesell. El film ofrece un lirismo melancólico, invernal, que inevitablemente antecede al bullicio de las playas en verano. La costa bonaerense sigue siendo terreno de pastoreo para el cine nacional. En un momento de La boya, el nuevo largometraje del realizador argentino Fernando Spiner luego de ocho años de silencio, una joven habitante de Villa Gesell describe en detalle la profunda sensación de soledad durante la temporada invernal. “Estás vos y el mar”, concluye, antes de afirmar que esa relación simbiótica entre el medio acuoso y los estados del espíritu humano requiere de una forma de expresión artística como único medio para describirla cabalmente. La muchacha forma parte de un taller dictado por el poeta Aníbal Zaldívar, coguionista de la película y amigo personal de Spiner desde la adolescencia. Sobre esa relación afirmada sobre el paso de los años y las décadas, sobre el mar y su intangible pero gigantesca influencia, sobre una boya con historia familiar que vuelve a aparecer, como si una marea invisible la hubiera traído a la orilla del presente desde las aguas del pasado, trata la película, cruza de diario íntimo y ensayo cinematográfico que el director de La sonámbula y Aballay, el hombre sin miedo parece haber encarado como una necesidad personal y creativa. Un poco como también lo había hecho, hace algunos años, Edgardo Cozarinsky en la notable Carta a un padre. “Me pregunté si era posible transmitir una experiencia que para mí era de una beatitud increíble. Una experiencia física, espiritual y poética si se quiere”, declaró Fernando Spiner en una entrevista publicada en estas mismas páginas. Se refiere a la costumbre, casi ritual, de nadar brazada a brazada junto a su amigo hasta el límite marítimo señalado por una boya, elemento que para el film es tanto un punto de partida como una excusa. Más allá de las varias secuencias de nado, registradas con una cámara adosada al cuerpo del director y transformadas por el montaje de imágenes y sonidos en una experiencia inmersiva, La boya se ramifica en una serie de segmentos documentales de distinto tenor: entrevistas tradicionales a cámara, conversaciones íntimas con algo de puesta en escena ficcional, secuencias donde el fraseo poético es imitado por las imágenes y potenciado por la música, cortesía de Natalia Spiner, hija del realizador. No todas las secciones poseen la misma fuerza o pertinencia y, por momentos, la película ingresa en una zona de deriva con rasgos caprichosos. En otros, en cambio, el lirismo aflora; un lirismo melancólico, tristón, invernal, que inevitablemente antecede al bullicio de las playas en verano. No casualmente el relato está dividido en capítulos, marcados por el paso de las estaciones. Un relato en off en estricto yiddish toma por asalto la banda sonora en tres o cuatro ocasiones. Es la reconstrucción de una historia familiar: la llegada en barco a la ciudad de Buenos Aires del bisabuelo de Fernando Spiner, que luego de un largo viaje desde Europa logró evitar una prolongada cuarentena escapando a nado hasta llegar a las costas porteñas. Hay también una carta paterna, aparentemente sellada durante décadas, que es abierta por primera vez durante el rodaje. Son momentos intensos y emotivos que, sin embargo, no logran cohesionarse del todo con el resto de la película. Son riesgos que se toman al apostar por una estructura narrativa libre, decisión que el realizador toma conscientemente y que le permite, en cierta medida, construir un retrato comunitario a partir de una fuerte sensación de pertenencia. Luego está la creación: la poesía, la literatura, la pintura, el cine. Y el mar, que desde las épocas de los antiguos griegos ha sido una fuente inagotable de dolores y placeres, alimento físico y espiritual de los hombres.
Es sin duda el film más personal, más íntimo y confesional de Fernando Spiner. El director de “La sonámbula” y “Avallay, el hombre sin miedo” deja la ficción y se mete en un género riesgoso, mas que un documental, un ensayo sobre rituales, recuerdos y significados de toda una vida. Con guión del director, Aníbal Saldívar y Pablo de Santis y una factura técnica refinada que llega a la emoción por los mejores caminos. Es un viaje primero para hablar de su amigo poeta, Anibal Saldivar, que se quedó en Villa Gessell y tuvo la vida que Spiner eligió no tener. Cuando se formó y estudió en tantos lugares. Pero ese amigo también lo fue de su propio padre y se transformó en el depositario de un legado más que simbólico. No se trata solo de recuerdos: Es una reflexión sobre el valor del mar como presencia y metáfora, el poder de la poesía y la pintura, el testimonio de creadores que eligieron esas playas para vivir como Ricardo Roux, Pablo Mainetti, Juan Forn y Guillermo Sacommanno. En ese camino de rescates emocionales, propios y ajenos, el director nos regala imágenes perfectas, preciositas, impresionantes. Emergen de esas aguas calmas y tormentosas, amigas o amenazantes, la preciada amistad pero por sobre todo la relación padre e hijo que conmueve inapelablemente.
Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada. Soy el hombre que quiere ser aguada para beber tus lluvias con la piel de su pecho. Soy el nadador, Señor, bota sin pierna bajo el cielo para tus lluvias mansas, para tus fuertes lluvias, para todas tus aguas. Las aguas como lonjas de una piel infinita, las aguas libres y la de los lagos, que no son más que cielos arrastrados por tus caídos ángeles. - Publicidad - (Fragmento de El nadador, de Héctor Viel Temperley) La boya es una película virtuosa. Su virtuosismo creo yo, radica en un equilibrio que se mueve entre las referencias nostálgicas a un pasado familiar y social, un modo poético y hasta mitológico de concebir el mundo donde la palabra funda verdades que la imagen acompaña, y la naturaleza, con el mar como gran tema que cruza infancias, historias, escrituras, paternidades y amistades, centrando, vinculando esos dos mundos. El documental de Fernando Spiner navega en las seguras aguas de su propia vida y la de su familia que transcurrió en Villa Gesell, una playa de la provincia de Buenos Aires, uno de los lugares de veraneo más populares de la Argentina. lugar de artistas, poetas, escritores, La presencia de alguno de ellos en medio del relato ocurre en el flujo narrativo de este film con la libertad del que sabe que lo que está allí es así y no otra cosa. La farmacia Spiner, la vocación del padre, los recuerdos que evoca la madre y un hijo que va a Europa a formarse, incluso la voz inicial del bisabuelo ucraniano que en over nos hace ingresar a una historia que el film se ocupará de establcer como mito. Cuatro viajes desde Buenos Aires estructuran el relato. Son los viajes del héroe tal vez, los cuatro coinciden con las estaciones del año, temporalidad sobre la que la película se sostiene en un sutil equilibrio. Durante esos momentos del año, el realizador viaja a Villa Gesell para encontrarse con su amigo, el poeta y periodista Anibal Zaldibar, la enunciación de esa mirada hace de su amigo un personaje idealizado, su sabiduría tiene que ver con las verdades de la poesía, es el que incluso trae la palabra del padre, y su deseo. Incluso su modo de hablar y de pararse frente al mundo están atravesados por la idealización del enunciador. Ese bastión narrativo juega muy bien con el entorno natural de una ciudad que vive del mar. Con un diseño sonoro luminoso, los momentos de nado en el mar abierto están realmente logrados, no hacen más que confirmar una fotografía impecable y un trato sincero y ennoblecido con la cámara que lleva el cuerpo del nadador (en otro momento, el poema de Héctor Viel Temperley dignifica la figura del hombre que nada) para registrar ese atravesar la corriente hacia la boya. Una boya histórica que hay que instalar a unos cientos de metros de la orilla, con la posibilidad tal vez que el mar se la trague y asi se trague los tiempos dolorosos de los inmigrantes judios expulsados por la masacre del regimen nazi. El taller de poesía, los guardavidas celebrando su día, los artistas y escritores que hablan de ese exilio interior, completan la pintura de este lugar en el mundo que es también el lugar de ese momento que una vez al año repite un rito personal y documenta su riguroso ritmo vital.
Dos poemas y un relato envuelven esta obra, que es también un poema, dedicado al padre, la amistad y la natación en aguas abiertas. Primero, la voz que representa al bisabuelo ucraniano anuncia lo que veremos, luego viene un canto de homenaje del pescador al pez que ha de alimentarlo, “perplejo en la quietud de la agonía”. Y al final, de nuevo la voz del viejo y otro canto, ahora de integración al universo: “Me salinizo. Vuelvo. Vuelvo inorgánico. Grano de arena en la noche”. Entre medio, la épica historia de la boya, y la costumbre también épica del bisnieto y su amigo. Desde hace cuarenta años largos, ambos acostumbran nadar hasta la boya, frente a olas inmensas, a veces inquietantes. Por ahí se acerca una tormenta. Los relámpagos asustan. Pero ellos, primero, tienen que llegar hasta la boya. Hay algo simbólico en este empeño, en ese objeto, y en las personas y las historias que bordan el relato. Un amigo salió a conocer el mundo y hace cine. El otro se quedó en la costa, y hace versos. Más aún, transmite a sus vecinos el amor a los versos, y ellos se juntan para leerlos. ¿Quién no se siente cercano a la poesía, contemplando el mar todos los días? Así ocurre en las afueras de Villa Gesell, donde también habitan el pintor Ricardo Roux y otros inteligentes tentados por la descansada vida que recomendaba el fraile, hace ya siglos. Aníbal Zaldívar es el poeta, y Fernando Spiner el cineasta que ahora describe ese mundo en primera persona, filma las tremendas oleadas en tomas subjetivas, y la íntima carta del padre, con su viril nostalgia por el vástago viajero. Natalia Spiner, hija del director, hace la música. Extraña música, envolvente, que mantiene al espectador pegado a la butaca, aún después de terminada la película.
La Boya: El argentino tiene corazón de agua salada. El trabajo de poetas y artistas en la costa argentina es destacado en esta introspección cinematográfica del gran Fernando Spiner. Dos amigos de toda la vida mantienen una misma tradición a pesar de llevar ya varias décadas viviendo separados. Uno dejó Gesell muy joven para iniciar su carrera en Capital y terminar haciendo cine por el mundo, mientras que el otro se quedo para crear toda una vida rodeando de su más grande pasión: la poesía. Todos los años se reúnen para nadar juntos hasta la boya que dejaron a muchas brazadas de la costa de su Villa Gesell natal. Esa entusiasta voluntad por adentrarse en lo profundo se encuentra en el centro de este documental. Realizado por un maestro del medio como es Fernando Spiner, y con presencia en el más reciente Festival de Mar del Plata. La vida le gana al turismo en La Boya, dónde la familia y los afectos más cercanos del director sirven como trampolín para explorar los recónditos más ricos, y sedientos, de cultura en la costa de Villa Gesell. La excusa viene bien, como también se acepta la razón para que el viaje al agua de ese año sea diferente a los anteriores. Hace muchos años su padre ya fallecido había dejado una boya al cuidado de su querido amigo con una simple intención: llevarla a que se pierda en el mar. Obviamente, con un pulso tan disfrutable como el de Spiner, durante el film vamos a desarrollar más el significado de esta boya, de esta tradición y de este pueblo que se vuelve de todos en temporada alta pero de unos pocos durante el resto del año. Cada viaje de Capital a Gesell es distinto, cada charla y recuerdo tan fresco como añejado. No será su lugar en el mundo, pero cotidianamente se encuentra nadando a él. Aunque el documental se encarga de que las raíces de su familia y la historia de su amistad se encuentre bien asentada desde un principio, concorde va avanzando cada vez se vuelve más centrada en Spiner. En los Spiner. Es una historia muy personal, una introspección que nos deja mirar curiosos a dos hombres mirando sus vidas habiendo nadado una buena cantidad de metros ya. Los documentales suelen ser para unos pocos, uno de los géneros que más herméticos se ven desde afuera. Pero no por eso significa que realmente sea hostil. La Boya es un hermoso ejemplo de un documental que abre las puertas a cualquier curioso. Habla de la familia, de las amistades, las obligaciones y los placeres que uno tiene que saber darse. Muy argentina y apropiadamente sobre inmigrantes, es una experiencia muy valiosa que realmente va a estar esperándolos al alcance de cualquiera. Ojala varios se animen a mojarse los pies.
Un viaje al país de los recuerdos en singular tratamiento documental El azar es, quizás, la principal fuerza o el personaje borroso en la trama de “La boya” de Fernando Spiner. Desde el comienzo el recuerdo se hace presente a través de la voz en off de su bisabuelo, que habla de un tiempo lejano y de un barco que llegó a estas tierras, en el que viajaban hombres, mujeres y niños escapando de los pogroms de Europa Oriental. El azar reunió a esos seres, castigados por la vida, en un barco hacia la Argentina, y los circunscribió a un destino común al otro lado del mundo conocido por ellos. Al llegar a Buenos Aires esos inmigrantes se dispersaron hacia lugares remotos y buscaron integrarse a su entorno. “La boya” es un viaje a la inversa, al país de los recuerdos, no hacia un mundo desconocido sino hacia la propia historia del director. No es un filme convencional, tampoco es un documental a la manera tradicional, es un juego semejante a las cajas chinas, o matrioskas rusas, que tanto el director como los espectadores van desarticulando una fábula que ancla en la fragilidad el pasado y en el vértigo del presente. En la bravura y la tranquilidad del mar. En el remolino de los recuerdos y el pacífico remanso de las casas. Es un relato sobre la ausencia de un padre, Lito y un paisaje familiar, Villa Gesell, pero también sobre la presencia de una madre que crea sus pequeñas o grandes obras de arte sostenidas por los recuerdos. También es la trama imbricada de los amigos, en especial de Aníbal Zaldívar, con quien escribió el guion. Y otros que aparecen en el filme como Ricardo Roux (plástico), Pablo Mainetti, Juan Forn y Guillermo Sacommanno (escritores y ensayistas) que tienen, a su vez, una relación particular con el entorno. Por lo tanto no es coincidencia que el espacio donde se desarrolla la acción del filme esté ubicado en una realidad condicionada por los recuerdos, aislado de la realidad cotidiana, pero relacionado con el placer de descubrir a cada paso un elemento valioso que reaviva esa necesidad de hallar u tesoro. La memoria, ese implacable pozo negro, que absorbe tanto sueños, como pesadillas, lleva a Spiner a recorrer los pasajes que más lo han impactado de su propia biografía, ya sea por belleza o desgarradura. También lo incitaron a hurgar en aquellos que se volvieron indelebles, y que a veces, como los personajes de Shakespeare acompañan toda la vida. La memoria es selectiva, es inventiva y cambia la disposición de los objetos de una habitación o las palabras de un poema, pero conserva, como en la traducción, el sentido de lo visto o lo expresado. La memoria es la que nos hace recordar, la que nos hace volver a vivir. “La boya” es el volver a vivir de Spiner, es la nostalgia de un mar, de un bosque de pinos, es el descubrimiento de una carta jamás abierta por él y escrita por su padre cuando estaba en Roma, de una boya con un nombre “Wesler”, que debía retornar al mar. “Wesler” es la imagen mítica de un filme conmovedor en su aparente sencillez, pero que a la vez está envuelto de sorprendente onirismo, como un haiku. Esta realización de Fernando Spiner (“La sonámbula, recuerdos del futuro”, 1998, “Adiós, querida luna”, 2004, “Aballay, el hombre sin miedo”, 2010) es el viaje interior de un hombre que vivió lejos de la Argentina por varios años (Roma-Italia), donde estudió y trabajó, y que regresa al país para cerrar un capítulo de su vida, o una asignatura pendiente con su padre. El ser humano vive la ilusión de preservar los instantes, de hacerlos trascender en: poemas, pintura, fotografía, filmes, éstos representan la fugacidad de la existencia y el cambio perpetuo que experimenta el individuo. Esa fugacidad se relaciona con el tiempo que es otro de los temas de “La boya”, y Spiner lo trata a la manera de Bergson que precisa que el presente es el estado de nuestro cuerpo en la acción; en este sentido, el pasado es lo que ha dejado de actuar, pero que revive en tanto su recuerdo se inserta en la sensación del presente. Para Paul Ricoeur, la evocación permite traer al presente lo ausente percibido, sentido, aprendido. La reconstrucción de un evento pasado necesariamente involucra la imaginación, un elemento fundamental en la reelaboración del discurso que dice lo ocurrido. Quien rememora acontecimientos que sucedieron, pero que en la distancia temporal se van haciendo cada vez más difusos, recurre a la sensibilidad y a la subjetividad para elaborar un nuevo discurso que los haga presentes. Los recuerdos se materializan azarosamente y lo que de ellos tenemos en el presente no es más que una suma de imágenes almacenadas de forma aleatoria. Gastón Bachelard, sostiene: “el tiempo es una realidad ceñida al instante y suspendida entre dos nadas”. Fernando Spiner en “La boya”, supo cómo insertar muy bien en ese tiempo bergsoniano la bella y delicada música diegética creada especialmente por Natalia Spiner, que de pronto suena y explota en forma de banda exterior en medio de las tormentas y el enfurecido mar, o adquiere una extraña y deslumbrante cualidad lírica en los pasajes calmos del filme, especialmente en los planos subacuáticos. “La boya” es un relato intimista con varios protagonistas paralelos: los recuerdos, el mar, los amigos, la poesía. Estos personajes, en un orden desplegado, dan al espectador la idea de un contexto fragmentado de ese rompecabezas que es la memoria. Pero en orden plegado es la imagen del cuadro de Ricardo Roux, un barco, una boya, un nombre: “Wesler”, un destino
EL ABRAZO QUE NOS MANTIENE A FLOTE Con su nuevo largometraje Fernando Spiner muestra ser un director que no se queda con lo conocido y sale en busca de nuevas propuestas. La boya se torna un documental experimental, pero con el objetivo de poder transmitir las sensaciones de una actividad típica geselliana. Aunque la película trabaja con un tema propio de los conocidos de la ciudad de Villa Gesell y haya movilizado a parte de su población, logra traspasar esa barrera. Spiner se propone contar la experiencia del juego que consiste en alcanzar la boya en el mar. Para esto se utilizan diferentes formas de narrar. El eje principal está en poeta, Aníbal Zaldivar. Él no sólo fue uno de los que dedicó y sigue dejando parte de su vida en ese ritual, sino que también se propone junto con sus alumnos y compañeros poder darle palabras, a través de la poesía, al mar. Con este personaje, el director propone una visión distinta a la típica vuelta al pueblo que se desarrolla en la ficción. Es Fernando el que se va de Gesell de joven, pero cuando vuelve no sólo él ha crecido: sus amigos también han avanzado profesionalmente. Gesell es para Fernando un lugar desafiante. Del mar no solo se escuchan poesías. Este es un gran protagonista. Se utilizan drones para grabarlo desde arriba. También hay cámaras que lo visualizan por dentro y es trabajado de forma muy precisa desde los sonidos. La música que recorre el film logra enfatizar las sensaciones que transmiten. El film es un trabajo documental y a la vez un relato de familia y amigos (como dos cosas distintas pero que van de la mano). La boya marcó la niñez de Aníbal y de Fernando, pero también de muchos otros que aparecen hablando en el film. Es una actividad sin más pero, al ser un ritual, representa parte de la vida de un pueblo. Varios artistas de Gessel se suman a través de entrevistas, a dar su opinión sobre el mar. En cuanto a la historia familiar, se trabaja la conexión entre la historia de la boya y el padre de Fernando. Aquí la película suma la averiguación de cómo empieza el ritual, y la intimidad y los lazos son trabajados desde un objeto que flota en el agua y representa un punto de encuentro, explorando los pequeños momentos, esas sensaciones de las que están compuestas las relaciones humanas. Necesariamente, las sensaciones se mezclan con lo que se puede decir de la actividad. Vemos la inmensidad del mar, pero, a su vez, abrazamos junto a los protagonistas la quietud de la boya, que entre tanto movimiento para llegar a ese punto los mantiene en paz por un rato. Y por eso también se apela a la poesía para tratar de contar las experiencias con el mar, porque es tanto lo que guarda consigo ese objeto que no se pueden agotar las instancias para describirlo. La boya es un film para disfrutar de la tranquilidad, del sonido del agua. Invita a permanecer viendo el mar y apreciarlo desde todos los sentidos. Es una película para empezar viendo el paisaje y terminar buceando dentro de cada uno. Nos muestra cómo el cine también puede hacer poesía y cómo esas sensaciones tan especiales y particulares pueden contarse a otra persona.
El director de La sonámbula, Adiós querida luna y Aballay, dirige La boya, un viaje íntimo y sensorial a su pasado, sin perder la estética y temática que une a toda su obra. El tiempo es una obsesión para Fernando Spiner, pero no en el sentido clásico. Spiner utiliza el cine como un transporte temporal, más cercano a la máquina de H.G Wells que al DeLorean de Marty McFly. Spiner puede viajar al pasado o al futuro y en el medio decidir interrumpirlo, frenarlo, detenerlo para narrar la odisea de los personajes en esa pausa reflexiva que han decidido encarar. La Boya es un documental, sí, pero también es un diario de viaje del director a su propio pasado e historia. Cuando Spiner llega a ese pasado decide detenerlo y jugar con él. Y por momentos aparece el cine catástrofe. Un presente apocalíptico que amenaza con destruir esa historia. Para eso no tiene miedo de manipular la realidad en función del efecto cinematográfico más sensorial y poético, y por eso apela incluso a efectos especiales -y vale mencionar que los FX son un fuerte en el cine del director- que se acomodan perfectamente en el contexto del film. El objeto boya en sí representa para el director ese tótem que le provoca viajar en el tiempo. Incluso puede compararse con el monolito de 2001. La Boya conecta a su director con su bisabuelo, con su padre, con su ciudad. O quizás todo eso sea La Boya. Durante el transcurso de un año (el guion coescrito por Spiner, el poeta Anibal Zaldivar y el novelista Pablo de Santis está dividido en estaciones) el director viaja de Buenos Aires a Villa Gesell -ciudad en la que nació y se crió, y donde aún vive su familia- para reencontrarse, justamente, con Zaldivar, periodista y poeta destacado de la localidad. Este es también es una suerte de boya a la que Spiner se aferra para conocer el pasado artístico de su propio padre, que también fue poeta e influenció a Zaldivar. Spiner se permite reflexionar hasta qué punto, mientras él estudiaba cine en Roma, Zaldivar se convirtió en ese hijo que Lito -el padre del director- necesitaba educar, ya que al biológico lo había dejado ir del otro lado del océano. Más allá de lo psicológico, Spiner resalta la figura de su amigo que deja un legado, familiar y artístico, sin moverse de la localidad, como envidiando no poder haber hecho lo mismo. Zaldivar deja su huella en sus alumnos del taller de poesía, y muchos, por no decir la mayoría de ellos, tienen conexión con el mar. Justamente, el mar es el tercer protagonista de la historia. El director y el poeta tienen la costumbre desde chicos de nadar hacia la boya, aun con el propio mar -el cuál trajo a su bisabuelo a estas tierras- en contra. Se trata de un ritual que detiene el tiempo. El cuarto protagonista es Villa Gesell. Sus personajes forman un conjunto y el director va descubriendo la historia de varios de ellos, en forma particular, y cómo el pasado influyó para que descubran su veta artística. Mezcla de homenaje a su ciudad natal y autobiografía, La Boya es un trabajo reflexivo intimista que fusiona entrevistas clásicas con instantes sensitivos -especialmente en el agua- y algunos pasajes de ficción, necesarios para darle una progresión a la trama. El tiempo pausado del relato, apoyado por la narración en off del director y de algunos actores que interpretan a sus antepasados, aportan ese clima sensorial que además se fortalece por la notable puesta en escena. La fotografía de Claudio Beiza, la música de Natalia, hija del director, y el diseño sonoro ayudan notablemente a manifestar aquello que no se dice. Cada silencio y cada pausa también narran, y en esas transiciones el aporte técnico es fundamental. El trabajo estético en cada plano y las escenas subacuáticas son notables e introducen al espectador en el mar.
Historia universal de amor y amistad, con en el relato de una tradición que potencia una subtrama familiar que trasciende la anécdota y revisa la historia humana, sus mandatos y, principalmente, la necesidad de comprender al otro sin trabas.
Este film nos lleva a un viaje, a la costa atlántica Argentina a la zona de Villa Gesell, lugar donde el cineasta argentino Fernando Spiner (“La sonámbula”; “Aballay”), nació y paso su adolescencia, su objetivo compartir con su amigo, el poeta y periodista Aníbal Zaldívar nadar hasta una boya, con ese increíble toque con el mar, aflojan constantemente los sentimientos, algo muy especial ira sucediendo a lo largo de su desarrollo. Refleja cada una de sus vivencias y sus recuerdos, sus amigos, sus afectos, todo bajo un tono muy nostálgico, poético a lo largo de las cuatro estaciones del año, una bella fotografía, todo delineado con un lenguaje de metáforas e imágenes y acompaña la estupenda la música compuesta por Natalia Spiner, además están las voces de Analía Couceyro y Daniel Fanego.
Antes que el sueño (o el terror) tejiera mitologías y cosmogonías, antes que el tiempo se acuñara en días, el mar, el siempre mar, ya estaba y era. “El mar”, Jorge Luis Borges Otoño entre las hojas secas, la lluvia y las nubes. Una cámara rápida desde el auto retrata las calles de la ciudad, la autopista, el peaje, la ruta, la tierra, los médanos, hasta llegar al mar. Su director, Fernando Spiner anticipa que esta película es acerca de su amigo, Aníbal Zaldivar, quien tuvo una vida que él no vivió. Dedicado al periodismo y transformado en un poeta, él se quedó en el lugar de la infancia, Villa Gesell.
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