La vida es puro teatro La canción de París, la nueva superproducción de Christophe Barratier (el mismo de la exitosa Los coristas), es una tragicomedia épica que combina el cine de época, el musical y el género romántico con un fuerte trasfondo político, ya que está ambientada en 1936, tras el triunfo electoral de la izquierda (el Frente Popular), pero con una férrea oposición de los fascistas asociados con el poder económico y policial. En ese contexto, en el popular barrio de Faubourg, se narra la odisea de tres integrantes del decadente teatro Chansonia, un utilero (Gérard Jugnot), un iluminador mujeriego (Clovis Cornillac) y un patético imitador (Kad Merad). Cuando el lugar es cerrado, ellos serán los responsables de reabrirlo y de montar un espectáculo que les permita sostenerlo. Los decisivos personajes secundarios son el despiadado dueño del Chansonia (Bernard-Pierre Donnadieu), una bella cantante que robará más de un corazón (Nora Arnezeder); y un compositor que sale de un ostracismo de dos décadas para participar en la epopeya (Pierre Richard). La película remite a varios films previos, desde Topsy-Turvy, de Mike Leigh; hasta Moulin-Rouge o Los productores, pero aquí estamos en un universo premeditadamente sentimental (véase la relación padre-hijo que se describe), cursi, meloso, grasa, en el que el paralelismo entre el desarrollo de la historia y la evolución política francesa es trazado de forma bastante obvia. Sin embargo, con la simpatía de sus intérpretes, las buenas escenas musicales, su sólida factura y esa reivindicación popular (populista) sin culpas le alcanza para ser un espectáculo simpático e incluso, por momentos, irresistible.
Aquellos buenos viejos tiempos La canción de París (Faubourg 36, 2008) es el nuevo musical del director y guionista de la aclamada Los coristas (Les choristes, 2004), Christopher Barratier. El realizador se juntó nuevamente con el actor Gérard Jugnot, y con los músicos Frank Thomas y Reinhardt Wagner -de quienes tomó la idea original para este largometraje-, para rescatar las canciones, los rincones y los personajes de la convulsionada París de los ’30. Este drama épico cuenta las historias de un grupo de trabajadores de un famoso teatro de music hall, el “Chansonia”, a partir de un homicidio en el conocido barrio obrero, Faubourg, que da el título original a la película. Con una mirada poética, melodramática y hasta naive, el film narra las dificultades de los protagonistas en el convulsionado momento histórico que precedió a la Segunda Guerra Mundial. Alejado de un verosímil realista, Barratier construye una historia donde la puesta en escena y la música endulzan sutilmente un contexto social de pobreza creciente y de surgimiento de posturas extremas. Su bien cuidada fotografía y sus bellos planos generales de importantes decorados –recreados en Praga-, y su emotiva música, melancólica epopeya, intenta evocar un pasado de fábula quizás demasiado idealizado. Finalmente, el resultado es un musical que a muchos tal vez les recuerde otros films más exitosos como Moulin Rouge (2004), de Baz Luhrman, o la más reciente, La vie en rose (2007), de Olivier Dahan. La canción de París posiblemente no llegue a impresionar al espectador tanto como las anteriores, pero ciertamente hará pasar un grato momento a más de uno, en especial, a todos aquellos amantes de la chanson françoise.
Quedan los artistas El bueno de Pigoil (Gerard Jugnot) declara ante un policía por un hecho que no se develará hasta el final. En su relato cuenta la historia del Chansonia, teatro de variedades donde él junto a varios artistas se ganaba la vida entreteniendo al pueblo. Narra como el año 1936 no comenzó de la mejor manera cuando el clima social en Francia se complicó, los obreros iniciaron huelgas y Pigoil y sus compañeros se quedaron sin trabajo porque el mafioso Galapiat se quedó con el teatro y lo cerró a la espera de ver que hacía con el edificio. Pero Pigoil tenía otros problemas. Se quedó solo con su hijo Jojo cuando su mujer lo dejó para irse con otro hombre, y sin dinero ni trabajo corre serio riesgo de además perder la tenencia de su hijo. Sin embargo el hombre no perdió la esperanza y se decidió a tomar el teatro y recuperarlo junto con sus colegas, aunque debian convencer a Galapiat. En medio de la reconstrucción apareció una bella joven en busca de una oportunidad como artista, oportunidad para el romance que Milou (Clovis Cornillac), el iluminador y rudo activista sindical, no desaprovechó, aunque Galapiat, otra vez, estuviera de por medio. Es interesante como el director que nos diera "Los Coristas" ahora nos presenta esta historia de seres que con todo por perder se arriesgan en la lucha por ganar. Con el enfrentamiento entre reaccionarios de izquierda y derecha de fondo, el fascismo avanzando en Europa; la recuperación de la dignidad como trabajadores del entretenimiento y la voluntad por luchar también por una sociedad mejor donde vivir se impone en el relato. Con habilidad y sin golpes bajos, Barratier presenta a sus personajes, bien delineados, queribles y detestables, según corresponda. Cuenta con un elenco de lujo y de yapa la presencia de ese inconmensurable comediante que es Pierre Richard, como el viejo que sigue la vida a través de la radio, quien en unas breves apariciones y con unos pocos gestos consigue dejar su sello dentro de este filme. La dirección artística es destacable como así también la banda sonora creada para la ocasión, la que rescata el ingenuo espíritu de una época. Finalmente el relato toma el camino de la emoción sin caer en sentimentalismos, con algún cliché propio del género y sin mayores pretenciones que las de brindar un entretenimiento de calidad y buen gusto.
Apenas algo de música y simpatía Odiada en Estados Unidos (desde el 11-S, y salvo honrosas excepciones, lo que llega de Francia es vilipendiado en Norteamérica), La canción de París intenta reproducir con éxito dispar la atmósfera del anterior –y muy exitoso– film de Barratier, Los coristas. Aquí, el “faubourg” del título original es el barrio en donde languidece el Chansonia, un teatro de music hall que ha pasado de vivir sus mejores días y, tras su cierre, deja a los protagonistas sin trabajo. El utilero Pigoil (Gérard Jugnot), el electricista y hombre de acción Milou (Clovis Cornillac) y Jacky (Kad Merad), un imitador sin talento, intentarán reflotar su gloria luego de un arreglo con Galapiat, mafioso del barrio y dueño del local. Es 1936 y París está convulsionada en lo político, con la llegada del Frente Popular al poder y el recrudecimiento de la lucha entre la izquierda y una derecha en auge. Telón de fondo sólo decorativo, ya que lo importante aquí es la aparición de Douce (luminosa Nora Arnezeder), una joven adorable de la cual quedan prendados tanto Galapiat como Milou, con el consiguiente conflicto que de ellos nace. Barratier cuenta el cuento lujosamente –la producción impresiona–, pero también con un edulcoramiento que diluye los apuntes sociales y el trasfondo político en un film “con canciones”, algunos golpes bajos y personajes simpáticos y unidimensionales.
Nostalgias de la vieja Ciudad Luz La nueva película del director de Los coristas pulsa casi tantos botones –el melodrama, la comedia, el musical, la alegoría política– como tiene el acordeón que suena inclemente en la banda de sonido durante las dos horas de relato. Gran superproducción de la legendaria compañía Pathé, La canción de París parece concebida a la sombra de dos grandes éxitos recientes del cine francés a escala internacional: Amélie y La vie en rose. De la primera, la película de Christophe Barratier adopta ese aire feérico por el cual una artificiosa París de utilería y efectos digitales –reconstruida en los estudios Barandov de Praga– funciona como escenario de un cuento de hadas. De la segunda, toma en cambio la evocación de un mundo de antaño, hecho de escenarios de music-hall y del típico gusto francés en canciones. Más ligera y menos dramática que una y otra, La canción de París apela sin ambages a la más descarada nostalgia y pulsa casi tantos botones –el melodrama, la comedia, el musical, la alegoría política– como tiene el acordeón que suena inclemente en la banda de sonido durante las dos horas de relato. La trama, a su vez, parece inspirada por la de un clásico del cine francés de entreguerras, muy representativo del espíritu de su época: La belle equipe (1936), con Jean Gabin y Charles Vanel, la historia de un grupo de amigos desocupados que conseguían poner en marcha un recreo ribereño con espíritu cooperativo, sobreponiéndose a las adversidades propias de la empresa. Aquí el proyecto es salvar el Chansonia, un viejo teatro de variedades de suburbio, amenazado por la mafia inmobiliaria y la piqueta del progreso. Corre el año 1936, el Frente Popular está por llegar al poder, el clima es de huelgas y bailes obreros regados con sidra y, en ese marco unos amigos se enfrentan al desafío de levantar una sala que parecía muerta. Están el viejo administrador que conoce todos los rincones y secretos del edificio (Gerard Jugnot), un gracioso de café que cree tener talento como imitador y showman (Kad Merad) y un galán que predica simultáneamente la revolución y el amor libre (Clovis Cornillac, con gorra ladeada a lo Gabin). A ellos no tardarán en sumarse una belleza rubia con voz de gorrión (Nora Arnezeder) y un veterano compositor (la reaparición de Pierre Richard), que pondrá el talento necesario para que se pueda levantar dignamente el telón. Y a pesar de los problemas de cada uno –que no son pocos y a los cuales la película les dedica múltiples digresiones sentimentales– no pueden sino triunfar la solidaridad, la camaradería y el amor. ¿El derrotado? Un villano de cine mudo que pretende con malas artes a la muchacha y que integra además los grupos de choque de la ultraderechista Action Française, soliviantada por la llegada al poder de Leon Blum, no sólo socialista sino también judío. Políticamente correcta (a diferencia de la película anterior de Barratier, Los coristas, que fue acusada de “vichismo”), La canción de París es también un producto profesional en extremo, empezando por la recargada dirección artística y siguiendo por una lustrosa fotografía de Tom Stern, colaborador habitual en el último cine de Clint Eastwood, importado a Francia especialmente para este proyecto. En la película todo parece estar en su lugar, menos el espectador quizá, sumergido en un amable pero inocuo túnel del tiempo.
Fábula que endulza el corazón La canción de París es uno de esos films que invitan a sumergirse un par de horas en una realidad más amable que la de todos los días, aunque sea falsa. Un mundo de fábula que dibuja con nostalgia la postal de un barrio parisino de aquellos que quizá sólo hayan existido en las viejas películas y donde la benevolencia, la solidaridad y los buenos sentimientos alcanzan para superar cualquier contratiempo. Con un encanto extra: todo transcurre en el ambiente del teatro, entre números musicales y modestos artistas capaces de cualquier sacrificio para impedir el cierre de la sala a la que han dedicado su vida. Christophe Barratier ya mostró, en Los coristas , habilidad para complacer al público con sus personajes bonachones y entradores, sus discretas manipulaciones emotivas y su bien equilibrada mezcla de melodrama, ternura, música y humor. Los clisés y los convencionalismos están a la orden del día, claro, pero nadie espera rigor de una fábula como ésta, que se desarrolla sobre el fondo de los conflictos sociales del período de entreguerras, en una visión idealizada de los años que siguieron al triunfo del Frente Popular. Vals nostálgico y celebración del music hall, este musical retro recupera, sin mayor pretensión que la de hacer pasar un rato agradable, algo del encanto del cine francés de aquella época, con sus estampas de barrio y sus tipos populares. El homenaje empieza de entrada, con una confesión policial que remite a un film de Renoir: el espectador encontrará otras reminiscencias en el raconto que sigue, cuando la sala está en peligro y el director de escena (Gérard Jugnot), un iluminador comunista (Clovis Cornillac), y un imitador sin suerte y de convicciones no muy firmes (Kad Merad), a los que se sumará una cantante bisoña, inician la resistencia para salvar la sala. Una batalla ardua y prolongada, en la que se sucederán pequeños triunfos y duras derrotas porque el enemigo es poderoso; pero habrá también espacio para el romance, la traición, alguna muerte y algún reencuentro familiar. El sólido elenco, la cuidada reconstrucción y los momentos musicales contribuyen al dulce encanto de la fábula.
La canción de París es una película imperdible para todos aquellos que gustan de las historias de época, donde se entremezcla el amor por el arte, la política, los sueños y la música. Los temas y cuadros musicales son ...
La fiesta parisina Paris era una fiesta en 1936. El Frente Popular ganaba las elecciones y el presidente Léon Blu le daba vía libre a una serie de exigencias de los movimientos obreros. En el medio de ese clima, el de music hall, el “Chansonia” está pasando por una época pésima y su dueño no tiene más remedio que vender. El administrador descubre que su mujer, que es la atracción principal del lugar, lo engaña a la vista de la compañía. La noche de último día del año, se suicida el dueño (antes firma el documento de venta) y el administrador descubre las infidelidades de su mujer. Lo que sigue es la crónica de la caída del teatro y de Pigoil (Gérard Jugnot), su administrador. Una vez cerrado el lugar, llega la autogestión y un grupo de trabajadores en el paro reabre el teatro. al comienzo todo anda bien pero lentamente el fervor del público cae y lo que es peor la estrella que surge del show una cantante llamado Douce es contratada por un productor importante y los abandona. Con un tono que no se decide entre el melodrama y la comedia, La canción de París es una película menor pero simpática, que trae el regreso de Pierre Richard, aquel de las grandes comedias de los ´70, y un elenco sin fisuras.
Un barrio obrero en la zona norte de París en 1936. Un teatro endeudado obligado a cerrar. Y un puñado de personajes que quieren seguir adelante como sea y reabrir el lugar a partir de un hipotético éxito. Un melodrama de puro sabor francés, con retratos trazados desde la ternura y apelando a los buenos sentimientos del espectador. La historia funciona bien a pesar del tufillo sensiblero y nostálgico. Los números musicales y el tono cómico de algunas escenas impiden el aburrimiento y hay que destacar la recreación histórica de París.
Reflejo pálido de un brillo que encandila Si hay algo que prevalece en La canción de Paris, uno de los últimos éxitos de taquilla galos dirigido por Christophe Barratier, es sin lugar a dudas el exceso de nostalgia. Y ese exceso que troca con la monotonía termina por allanar todo vuelo visual para caer en la más absoluta rutina, rayana con la peor galería de lugares comunes y estereotipos que se hayan visto en el cine francés de los últimos años. Cuando algo brilla tanto, no deja ver. Eso es precisamente lo que ocurre transcurrida la primera hora de esta historia que mezcla, por un lado, el contexto político de los años 30, más precisamente en Paris de 1936 con la llegada del Frente Popular al poder con la férrea oposición de la ultraderecha nacionalista entre las bambalinas de un teatro venido a menos, cuyos trabajadores se proponen levantarlo antes de que el villano de turno lo demuela. Quizá el espíritu del Music Hall o esos imponderables como la llegada de una jovencita con voz angelical –o voz de gorrión– reblandecen el corazón del malvado para llegar caprichosamente a digitar los botones del operativo de la nostalgia e inundar la pantalla con un repertorio de canciones pegadizas entre los actos. Pese al buen elenco y al desaprovechadísimo Pierre Richard, el director de Los coristas se empalaga con digresiones sentimentales; se hunde en la bruma de un Paris digital de cartón pintado que más que evocar a aquel cine de entre guerras lo deja como si se tratara de una burda copia de muchas películas. La nostalgia es una canción monótona, tan sencilla y simple como las alegorías políticas que abundan en este sobrevaluado film donde la joven promesa se debate entre el amor del comunista sensible y las promesas de un futuro venturoso a cargo del simpatizante de derechas despechado cuando en realidad lo único que la hace libre es la música. Así de elemental resulta La canción de Paris, película que evoca la nostalgia pero la nostalgia de un mejor cine francés.
Héroes colectivos para una epopeya El film cuenta, con evidente anclaje en el melodrama, la historia de los habitantes de un barrio de París que comienzan a transitar un camino de ideales. Se trata de una película emotiva y coral, que respira nostalgia en dos horas de duración. Frente a tantos héroes individuales que pueblan las imágenes de las salas de cine, con refulgentes y efectistas afiches, descubrir de pronto la existencia de uno como el que nos ofrece La canción de París nos lleva a recuperar vivencias y emociones. Si en los afiches de los films que hoy resultan mas taquilleros sobresalen notas que exaltan una violencia sin límites, un afiche como el del film que hoy comentamos, de Christophe Barratier, realizador de Los coristas nos permite valorizar la presencia de lo colectivo. Y en este caso de los humildes habitantes de un barrio de París que comienzan a transitar un camino de ideales. No comparto las críticas que han manifestado algunos medios periodísticos al afirmar que este es un film "sensiblero", que en su trama lineal no aporta ninguna novedad. Algunos hablan de esquematismo en el trazado de personajes, de los buenos y los malos. Nada de esto, a mi parecer, está presente en el film; por el contrario su sentido humanista, el planteo de ciertas contradicciones me permiten alejarme de estas observaciones, algunas señaladas con ironía. Pero, así también es el oficio de la crítica: se trata de puntos de vista en tensión. Y al volver sobre el afiche, recordemos que igual diseño presentaba Los coristas. En éste eran los niños de un internado junto a sus tutores los que estaban frente a la cámara, mirándonos. Ahora, años después los comediantes y vecinos posan bajo las marquesinas del Chansonia, el music hall al que desearon rescatar y remontar. Como en Splendor, de Ettore Scola, declaración de amor al cine. Film emotivo y coral, La canción de París respira nostalgia a través de dos horas de duración, pero no por ello están ausentes los trazos críticos sobre los comportamientos de la época. Desde el relato de un hombre que en la primera imagen se encuentra en la seccional de Policía para prestar declaración, la acción nos traslada a la última noche de del año de 1935, a un barrio de Paris (¡El barrio!, para el narrador) en la que ya nos son presentadas algunas conductas que funcionan desde diferentes posiciones y que llevan a una situación trágica. Tras estos acontecimientos, y ya en el gobierno el Frente Popular con sus conquistas obreras y ese clima de fervorosa libertad comenzarán a amenazar la existencia cotidiana los grupos seguidores de los regímenes totalitarios que se van extendiendo por algunos países europeos. Christophe Barratier, apoyado en la memoria histórica de su padre, a quien dedica el film, va marcando los conflictos de una época y apuesta decididamente por los desplazados, por los humildes, por los que sostienen sus banderas de lucha. La canción de Paris no sólo le hace guiños al melodrama, sino que el film no oculta su deseo de ser así. Igualmente las notas de comedia sonríen a la cotidianeidad desde sus personajes vecinos y las notas de un acordeón que permanecerá más allá del final del film. Pero igualmente el París que tenemos ante nuestros ojos no es ya el París real. Ante un mundo en permanente transformación, el equipo tuvo que trasladarse a Praga y recrear aquellos años. En las palabras del propio realizador leemos: "En la película evoco el ambiente popular que se respiraba en los arrabales parisinos de Montmartre y Bellville durante esos años. Sin embargo París ha cambiado tanto que resultó imposible encontrar escenarios naturales". Coproducida por el actor y director Jacques Perrin, igualmente actor de Los coristas y de Cinema Paradiso (el personaje de Totó ya adulto), La canción de París nos lleva de la mano de la comedia musical a la manera de un carrousel, desde las pruebas actorales hasta el montaje de números de imitación y solistas hasta gloriosos y coloridos espectáculos, con claro homenaje a las composiciones de coreográficas caleidoscópicas de Busby Berkeley. Film sensorial, que descubre los quiebres y dolores en el seno de grupos familiares, La canción de París nos invita a evocar el perfume de los films de René Clair y Marcel Carné, las canciones de Charles Trenet y tantos relatos sobre el París de aquellos tiempos. Historia de amores contrariados y de alejamientos forzosos, el film de Christophe Barratier registra diferentes estados de ánimo de cada uno de sus personajes, por su manera casi pudorosa de acercarse a ellos. Admirable la composición de Kad Merad, como Jacky Jacquet. Como lo son ciertamente los que interpretan a Pigoil y Jojo, padre e hijo, el militante Milou y su soñado amor, la joven cantante Douce, cuya voz embelesa. Film realizado a la manera clásica, La canción de París nos reserva el regreso de Pierre Richard, quien ahora compone a ese personaje aislado y refugiado que vive de sus recuerdos, unido a su radio desde la cual llega tomar contacto con el mundo exterior. Es él, Pierre Richard como el señor Max, compositor, quien a partir de cierta información de los diarios podrá revivir y recrear su pasado. Y ahora frente a ello, sólo queda vestirse con sus mejores galas y abrir las puertas de su hogar, el que sólo es visitado por el pequeño Jojo. Historia de historias, relatos que van asomando, personajes en escena y un volver a recorrer las rutas que se creían perdidas. Mientras tanto, los acontecimientos, los hechos históricos, serán registrados, no ya desde un típico almanaque, sino desde la inscripción que el propietario del bar Celestine realiza con frecuencia en su ventanal.
CINEMA VARIETÉ ¡Bienvenidos al cine como fenómeno de feria! Quien nos guiará por esta travesía será el animador Christophe Barratier, capaz de mezclar una historia de padre-hijo, un triángulo amoroso, la actualidad política de la Francia de la década del 30, los conflictos laborales y sindicales de entonces, el surgimiento de la izquierda gala, la recuperación de un teatro, entre otras cosas; y todo en 120 minutos, con el virtuosismo formal de una superproducción prolija y curiosa por mercados extranjeros, y el sentimentalismo propio del cine europeo que actualmente tiene un público, por edad, en vías de extinción. Con todo respeto. Barratier ya había recurrido a la música con éxito comercial en Los coristas, también apelando a la nostalgia de una Francia que es hoy más una construcción cinematográfica, que algo proveniente de la realidad. En La canción de París, un grupo de artistas populares tendrá la necesidad de recuperar el Chansonia, un mítico teatro que cayó en manos de un despiadado agente inmobiliario. Ese lugar servirá como centro, por donde girarán el resto de las subtramas que, realmente, son demasiadas. Es que el mayor problema del film está relacionado con la cantidad de cosas que el director intenta contar, y en creer que esa acumulación tiene un valor en sí mismo. Como si se tratase de uno de esos espectáculos que se pueden ver sobre el escenario del Chansonia, unos tras otros aparecen los conflictos de los personajes, sin profundidad y resueltos a golpe de efecto: la apelación a la lagrimita fácil es uno de los recursos menos destacables de Barratier, a quien no se le puede negar un gran ojo para algunas resoluciones visuales. Aunque por momentos también haya un regodeo sin sentido en determinados planos y movimientos de cámara. Y de esto surge otro asunto, mucho más preocupante que el hecho de amontonar conflictos y personajes, que sería nada más que un inconveniente narrativo. El real problema con este tipo de cine es que detrás de ese barroquismo, cree estar diciendo algo importante y que eso es, en definitiva, lo único que importa. Además de que utiliza el cine como un recipiente donde introducir todo aquello que se supone puede tener éxito, mediante la estimulación de la nostalgia acrítica. Lo paradójico de estas películas es que están dirigidas a un público que, muy orondo -para utilizar un término adecuado-, se precia de escaparle al cine de fórmula, sin notar que más que fórmula, están siendo víctimas de un experimento científico. Para descubrir parte del truco de la película, nótese cómo los giros de los personajes finalmente se dan por el lado emocional y todo apunta al sentimentalismo y la lección de vida. Lo político, que parece tener peso, no es más que un fondo por sobre el que se imprimen los hechos sin mayor trascendencia, resuelto con enorme corrección política. Si en el film aparece un viejo director de orquesta recluido en su casa, enterándose del mundo a través de la radio, La canción de París comete la misma operación: se encierra cada vez más en ese teatro, y las noticias que llegan del exterior son a partir de pequeños sucesos que involucran a sus protagonistas. Todo es arbitrario y utilitario, más que útil y justificado, en un film que no está concebido como arbitrario ni utilitario. Se han citado algunas películas francesas de la década del 30 como inspiración de este film, pero al que más se parece es a la obra maestra postmoderna de Baz Luhrman, Moulin rouge!, una película que de por sí tomaba prestado de todo el arte del Siglo XX, pero que lo hacía de manera autoconsciente. Decir que Barratier homenajea a Luhrman sería descabellado. Habitualmente en el cine se homenajea lo canónico y, para estar en un canon, a Moulin Rouge! le falta mucho tiempo. Decididamente el film francés saquea varias cosas: tanto el hecho de ser una representación de lo teatral, como un triángulo amoroso con un villano de similares ruines características, y hasta datos puntuales como terminar con un telón que se corre sobre la imagen. Claro está que ni por asomo Barratier se anima a las complicadas construcciones audiovisuales de Luhrman. Como ocurre en el teatro de varieté precisamente la dignidad de los actores salva el honor. Allí están Gérard Jugnot, Clovis Cornillac, Kad Merad, Nora Arnezeder y Pierre Richard para hacernos recordar que, antes que nada, está el arte. Unico rasgo de autoconciencia del film, ese de proponer a sus actores como lo mejor dentro de una historia que habla básicamente de eso, aunque estimamos que esto se dio de manera involuntaria. No obstante, gracias a ellos algunos pasajes adquieren cierta relevancia, la emoción surge genuina y hasta uno puede enamorarse de Arnezeder, una belleza que actúa y canta con similar perfección y simpatía.
Escenario de emociones Los espectadores que disfrutaron y recomendaron Los coristas (2004) no pueden dejar de ver La canción de París. El aire de familia de las dos películas es mérito de su director Christophe Barratier, y, aunque las historias difieren entre sí, hay en ambas un tratamiento de la nostalgia que aleja toda sospecha de frivolidad o sentimentalismo vacío. Faubourg 36 –el título original–, alude al barrio parisino donde en 1936 el teatro Chansonia es el epicentro de una gesta, contada con los recursos del music hall y el humor sencillo del vodevil. El teatro quebró y su propietario no piensa embarcarse en la recuperación de un mal negocio, preocupado como está de conspirar contra el gobierno socialista de León Blum (Frente Popular). Pero los trabajadores del teatro deciden ocuparlo. La avanzada de la cooperativa enciende la furia de Galapiat, quien, no obstante, accede a un acuerdo. Sobre todo porque llega una jovencita de Lille, Douce (Nora Arnezeder) de quien se enamora hasta donde se lo permite su moral. Para contar la sencilla historia de un sueño colectivo que cuesta un gran esfuerzo, Barratier recurre a un elenco de primera línea, en el que se destacan Gérard Jugnot (Pigoil, el administrador), el director del coro en Los coristas; Kad Merad (el cómico Jacky Jacket), el gerente de Un país de locos; y Pierre Richard, como el Hombre Radio, ex director de orquesta y compositor del Chansonia, que permanece recluido escuchando radio. Los cambios en los gustos populares, la evolución que introduce la radio, las transformaciones en las leyes laborales y la gestación del nazismo van completando el cuadro. La música y Renoir Además de la reconstrucción de época en lo visual, desde los decorados y vestuario, a la ciudad de París de dimensiones pueblerinas, la música de la película, incorporada a la historia del teatro, es un homenaje al music hall, a los artistas de variedades, así como a la paleta que utilizó Jean Renoir en French Can-Can (1955), donde cuenta la génesis de Moulin Rouge, aunque refiere a una época muy anterior. El mundo cotidiano de los artistas que sostienen a duras penas el teatro que les da de comer aparece en La canción de París con los condimentos de romance, traición, discurso político y épicas de pequeños hombres. Notable Jugnot, así como el desempeño del elenco cuando ofrece una función brillante del Chansonia. La edición y la fotografía hacen de la intriga, un cuento dramático encantador, con ritmo de acordeón y una dosis saludable de esperanza.
No hay mucho para decir sobre La Canción de París. Es una película hermosa y simple, de pequeñas historias y grandes triunfos. Con simpáticos y pintorescos personajes que agradan a todo el público, hasta el antagonista de este film se gana, de a ratos, el cariño del espectador. Hace unos años, algunos de nosotros nos enternecimos y quedamos muy a gusto con una película francesa llamada Los Coristas. El mismo realizador, Christophe Barratier vuelve ahora a la carga con este nuevo film que mantiene un poco la esencia de aquel. Un grupo de desocupados, que no consiguen trabajo por ningún lado, deciden re-abrir (y administrar) el Chansonia, teatro donde trabajaban y fueron despedidos cuando fue cerrado para su venta por, el malo de la película, Galapiat (Bernard-Pierre Donnadieu). Los recursos del nuevo grupo administrador son escasos y se ve reflejado en la calidad del espectáculo que ofrecen, plagado de artistas amateurs que se presentan por “el pancho y la coca”. Sólo la bellísima Douce (Nora Arnezeder), se destaca por su talento y es la flor del pantano, plagado de grandes fracasados como son el administrador Pigoil (Gérard Jugnot), el mujeriego Milou (Clovis Cornillac) y el pésimo imitador Jacky (Kad Merad). Desde el principio del film, uno se encariña con los personajes y se deja atrapar por la historia. Lindos personajes con buenos propósitos desfilan en la pantalla haciendo que uno se entristezca por sus desgracias y festeje sus esporádicos triunfos. El director da una clase magistral de lenguaje cinematográfico. Comienza deslumbrando con un magnifico plano secuencia, presentando el teatro donde transcurre casi toda la historia y con pequeñas cositas, como la secuencia del musical del Chansonia, demuestra lo bien que maneja los elementos en la pantalla. En síntesis, como ya dije, una película simplona, que cuenta una historia lindísima, de esas que te ponen contento. Una mezcla de drama, comedia y musical que peca un poquito de larga, pero es ideal para un domingo a la tarde, y sobretodo para aquellos que quieren desenchufarse un rato y meterse en la Francia de la década del treinta, hermosamente creada, y a la que dan ganas de irse a vivir.
Algún desprevenido tal vez haya visto en Christophe Barratier a un cineasta utópico incapaz de ocultar sus buenas intenciones, que con el drama histórico Los coristas nos enseñó que el autoritarismo no es necesario, ya que el pueblo puede ser educado a través del arte, la música y la emoción colectiva de un coro. Envalentonado con las mieles del éxito, ahora el audaz autor vuelve a destapar el frasco de formol y redobla la apuesta con La canción de París. La película es un elogio a la fraternidad, a la lucha mancomunada contra el desempleo (y contra los extremistas), que utiliza como único estandarte la plena confianza en la solidaridad. En esta ocasión, las viñetas edificantes incluyen una historia de amor, un drama entre padres e hijos y alguna que otra traición, todo bajo una estética de cartón pintado y fondo de acordeón. El mensaje se pone de manifiesto siguiendo la trayectoria de dos personajes que se alternan el protagonismo: el antihuelguista Pigoil, que pasa naturalmente de la abdicación a la revuelta y del individualismo al ideal comunitario; y el imitador Jacky Jacquet que por su necesidad de ser reconocido como artista le vende su alma al diablo yendo a animar las reuniones de un partido de extrema derecha. El partido de los malos se llama “salubridad, orden y combate”. Porque los malos son corruptos, racistas, banales y asesinos. Y los buenos (la amplia mayoría, como debe ser) son unos vejados proletarios que desafían el contexto histórico con el corazón en la mano y reponen un espectáculo de varietés en un viejo teatro abandonado. Para que no hayan dudas, en el clímax de saturación, la voz off clama vibrante: “Corríamos de todo París para aplaudir a estos desocupados que hacían un espectáculo con su vida”. La canción de París es una fábula grotesca que remarca a cada paso los valores sobre los que se funda y logra que uno los termine despreciando sin culpa.
¿Por qué a veces uno es muy severo con algunas películas estadounidenses repletas de lugares comunes, clisés, golpes bajos, estereotipos y en cambio se es más condescendiente con el cine europeo? Quizás porque lo vemos menos seguido, quizás porque nos cansamos del típico discurso angloamericano, quizás por una cuestión de moda, de costumbre, de refinación. Lo cierto es que, quizás por una cuestión de prestigio, de descendencia somos más “respetuosos” a la hora de criticarlos. Pero también es verdad, que el cine comercial que llega a nuestro país, debe tener un equilibrio entre lo popular y lo artístico, debe captar a un público adulto, acostumbrado a ver un cine europeo que “emocione”, pero a la vez que tampoco demande un trabajo mental sofisticado, que la sofisticación pase dentro de la pantalla y no fuera. Y La Canción de Paris reune las características necesarias para ser uno de esos éxitos impensados, sencillos en su narración, clásico en su puesta, pero a la vez “bello y emocionante”. Para los distribuidores, no sería una sorpresa. La anterior película de Barratier, su director, fue un gran éxito gracias al boca en boca: Los Coristas, que además fue nominada a dos Oscars. Esta vez, Barratier y parte del mismo equipo técnico (Perrin como productor, Jugnot como protagonista) nos llevan a un teatro de los suburbios de París, el “Chansonia”, teatro de variedades, musicales y vodevil, bastante popular a principios del siglo XX, pero que fue decayendo a mediados de los ´30. Tras el suicidio del dueño ante las presiones del mafioso del barrio (Donnadieu) y la huída de la cantante principal, el teatro cierra y sus empleados quedan en la calle. Algunos como Pigoil (Jugnot) son simples desocupados, otros como Milou se afilian al partido comunista y promueven huelgas a favor de los sindicatos, y el Frente Popular Comunista, que acaba de salir electo para gobernar el país. Sin embargo, cuando Jojo, hijo de Pigoil es llevado bajo custodia de su madre, la cantante que escapó del “Chansonia”, Pigoil con ayuda de Milou y Jacky, el imitador, le piden al usurero una segunda oportunidad para abrir el teatro. La llegada de una joven cantante, ayudará y perjudicará a los trabajadores. Barratier, pasa de la comedia al melodrama de una escena a otra, fluidamente. Aun siendo tan previsible su estructura, llena de personajes estereotipados, clisés y los lugares comunes de estas telenovelas de época, el guión es bastante redondo. Todas las subtramas que se abren cierran perfectamente. Las críticas contra el fascismo que empezaba a imperar en el centro de Europa, el antisemitismo latente, la desocupación, los sindicatos, huelgas y la implementación de obras sociales y leyes en contra del abuso laboral son temas incluidos en este collage de época, cada uno con su porción exacta. Ni superficial, ni banal. La información necesaria y correcta. Esto también se implementa en cada rubro técnico. La película parece haber sido filmada con el manual en la mano, y hace recordar un poco a la película de Tim Robbins, Abajo el Telón, donde sucedían eventos similares. Tiene la escena para emocionarse, la escena para reírse, momentos de suspenso no demasiado tensionantes, pero que cumplen con su cometido. Todo está calculado. La fotografía del estadounidense Tom Stern es bella y despersonalizada (al contrario de cuando trabaja con Clint Eastwood, donde puede tener mayor libertad), la decoración de Jean Rabasse es meticulosa con el armado de época, y la música y canciones de Reinhardt Wagner nos llevan a los vodeviles, a los musicales de Broadway, donde la vida era color de rosa y todos eran felices. Más allá de algún que otro plano secuencia (armado en post producción en realidad) interesante donde se ve la trastienda del teatro, el mayor logro visual de Barretier es reproducir las coreografías musicales de las películas de Bubsy Berkely y el humor de Mack Sennet, entre otros, por ejemplo. Debido a que la película sucede, en mayor parte, durante 1936, Barretier, evita por completo mostrar la segunda guerra mundial, lo cual juega a favor para no tener que caer en el típico epílogo sentimentalista, aunque quizás es innecesario incluir uno en 1945. En cierta forma, esto hace recordar un poco a la obra maestra de Ettore Scola, El Baile, pero sin la sutileza, ni la belleza de la película de 1983. Las interpretaciones son correctas. Jugnot no se separa del buen padre / profesor que en otra época hacía Phillipe Noiret, Merad (Bienvenidos al País de la Locura) es el comediante todoterreno del momento (a fin de año estrena Mis Estrellas y Yo), y alegra ver actuando con tanta gracia y energía al gran Pierre Richard (El Hombre con un Zapato Rojo). Todos cantan, todos bailan, todos ríen sin dar pasos en falsos y siguiendo los códigos de las actuaciones de los años ´30 o ´40. Un crítico la relacionó con el primer (y mejor) cine de Enrique Carreras, aunque quizás se asemeja más con La Cabalgata del Circo de Soffici, o las películas de Ferreyra con Libertad Lamarque. Y sí, era otra época, otra ideología, y aún pecando de ser un poco ingenua y superficial La Canción de París, trata de rescatar el espíritu de los ´30. En ese sentido, lo logra.
He visto muchas películas francesas que me han gustado, entre ellas la mayoría en las que actúan Daniel Auteuil o Gerard Depardieu. Pero ultimamente me pasa lo mismo que con el cine argentino, por cada diez que veo, rescato solo una con suerte. Evidentemente estoy en la racha negativa, ya que las ultimas que vi no me intereso ninguna. Esta película tiene una buena idea, pero después de una hora se me hizo eterna y perdí todo interés en la historia. Gran parte de este cine esta apuntado a un target con el que no me identifico. No vale la pena que critique, por el solo hecho de hablar mal. Seguro a mucha gente le gustara esta película, pero no es el cine francés que disfruto.
Faubourg 36 cuenta la historia de tres empleados de Chansonia, un teatro situado en los suburbios de París, que sorpresivamente se quedan sin empleo porque el gobierno de turno decide cerrar el lugar. Corre el año 1936, y varias rupturas en sus vidas hacen que Milou (Clovis Cornillac), Jacky (Kad Merad) y Pigoil (Gérard Jugnot) decidan ocupar el teatro y sacarlo adelante nuevamente con sus propios recursos. La música transforma sus vidas, hace nacer el amor, reencuentra a las personas, descubre nuevos talentos y recupera las esperanzas y los afectos. La Canción de París, su nombre en Argentina, es una gran película. No sólo por la calidad de los diálogos y su fotografía, sino también porque es un film que atrapa todo el tiempo. Debo confesar que cuando leí en los comentarios de que se trataba de una película musical pensé que me iba a encontrar con un bodrio lleno de baches imposible de tragar, y la verdad es que fue todo lo contrario. Barrantier nos vuelve a sorprender con una historia excelentemente contada, en dónde la música y las canciones lei motiv son cruciales en cada momento de la película y acompañan ese vaivén de sentimientos que el espectador puede vivir continuamente entre el llanto y la risa, en el corto transcurso de casi dos horas. Es una película que emociona.
Amando, protestando y, sobre todo, haciendo arte... Honesto y bello filme francés, que con odas al cine clásico y guiños a la comedia musical despierta amor y arraigo para con las costumbres de un pueblo tan familiero como el que Christophe Barratier representa acertadamente en su Faubourg 36. Una historia bastante llevadera, con algún que otro traspié argumental que no pasa a mayores, y bien narrada, acompañada por un reparto excelente en su actuación, destacando a la preciosa Nora Arnezeder, que se lleva la película por delante con su belleza y su pintoresca mirada rockera y elegante a la vez. Quedé deslumbrado con la hermosura de esta actriz, pero más aún con la manera en la que las escenas despiertan cuando ella entra en acción, ya sea personificando el bello canto de Douce o protagonizando la historia de amor lacrimógeno (y melodramático) con Clovis Cornillac haciendo de Milou. El hecho de que sea un reparto coral le da una tónica más querible a un filme que para muchos podrá pecar de común o sentimentaloide, pero la verdad que si se tiene en cuenta su procedencia, es un hermoso homenaje al resurgir de los pueblos perisféricos de la romántica y ciega Paris que comenzaba a sentir el temblor nazi a mediados de los '30. La historia representa la dignidad de los artistas, y el poder de la protesta ante las autoridades capitalistas y/o burguesas que arrasan día a día con la cultura, en este caso de un país que se ama cada día más, a veces hasta en exceso (aunque esta película no es el caso más grosero, y esa es una peculiaridad que le juega a favor al director). La fotografía es tan bella como las imágenes que muestra en cada secuencia. Y todo ese color que le ponen a la psicología de cada una de las escenas, que va variando en su estado anímico -pasando del amor a la lastimosa pena y el desarraigo con una rapidez sesgadora pero comprensible- son sin duda el plato fuerte de este largometraje original y artístico de 120 minutos de metrajes bien llevados y aceptables. Sin dudas, es para verlo en familia, y preferentemente con una buena calidad de sonido, para poder apreciar cada matiz en la exquisita composición de Reinhardt Wagner. Podrá ser simplona, clásica y hasta melosa, pero que tiene arte, tiene arte. Y eso se agradece entre tanta sátira histórica y homenaje berreta disfrazado de originalidad.
La nota quizás asombre. Básicamente sé que no es para tanto. Pero esta vez quiero transmitir el sabor que me quedó al terminar de verla, en ese mismo instante, sin el análisis posterior, sin desmenuzarla mucho. Si, tiene sus tópicos, es verdad. ¿Porqué a algunas pelis le bajo nota por los tópicos y a otras no? ¿…? La razón, quizás, es que de tan embelesada que me dejó la peli visualmente, yo los tópicos no los vi, jajajajaj. Bueno, algunos si, pero no me impidieron adentrarme en la historia, por la historia misma, pero sobre todo por la belleza que eso implicaba. Esta peli, sencillamente, la CONTEMPLÉ. Me dejé llevar. Podrían haber contado otra cosa, que creo que de todas formas, estaba algo hipnotizada ;-) Y cuando logran eso, es porque hay un trabajo por hacer lo común, algo bello, mágico. El trabajo de cámaras, como el de fotografía, y arte de la peli son geniales. La música otro tanto. Si tuviera que elegir una foto de la peli no sabría con cual quedarme, todas son hermosas. Aquí se cuenta algo más que conocido: un viejo teatro cierra, quedando en manos del malo en cuestión. Por supuesto que todos los que trabajaban allí quedan sin trabajo. Por supuesto también, que intentarán remontar la situación. De eso se trata. Así, en tres oraciones, es una historia más entre muchas similares. Pero no dejen de verla, quizás los enamora a ustedes también. Como punto negativo, nombraría una escena, en la que sí lo predecible tomó fuerza, me sacó del embeleso y me dije: “Ja, ¿y JUSTO él no estaba?”. (A los que la vieron sabrán cuál es el momento del que hablo, para mí, la falla más grande del guión). Como dije, esta llena de tópicos, pero es un cuadro tras otro de belleza.