La turbación en la pedagogía poética. Hasta cierto punto se podría afirmar que en el campo del cine arty se suele considerar a la maximización de recursos bajo un signo negativo, contraproducente para esa fórmula festivalera que indica que “lo pequeño es hermoso”. Desde ya que existen las excepciones y que a veces la premisa aparece camuflada vía la máscara de una mayor efervescencia retórica, sin hacer evidente el crecimiento presupuestario. En consonancia con lo anterior, quizás el factor más interesante de La Maestra de Jardín (Haganenet, 2014), el segundo opus de Nadav Lapid, radique en el hecho de que habilita múltiples lecturas y extrema cada uno de los rasgos de su predecesora, la también inclasificable Policeman (Ha-shoter, 2011). Si bien no carece de sutilezas varias, lo cierto es que la película invierte el planteo formal de antaño y lo magnifica a través de detalles que se van acumulando a lo largo del metraje: mientras que antes teníamos un desarrollo en paralelo dividido entre un agente de la fuerza pública que representaba el nacionalismo israelí actual y una militante radical que hacía lo propio con ese idealismo utópico incapaz de una verdadera conexión con el entorno social (ambas líneas confluían en el final), hoy en cambio descubrimos una historia que comienza con el encuentro de la docente del título y un nene de cinco años, otro par de “falsos opuestos” que comparten la angustia del insatisfecho (la alienación domina el panorama). El catalizador central del relato es el cúmulo de poemas que el pequeño Yoav Pollak (Avi Shnaidman) improvisa/ recita en el jardín de infantes frente a los ojos extasiados de Nira (Sarit Larry), una maestra que de a poco se obsesiona con “rescatar” al joven de una familia abandónica y una sociedad que ve al arte lírico como un residuo anacrónico de un pasado remoto, completamente superado. Lo que comienza con las caminatas autistas de Yoav, sus vociferaciones y el interés de Nira en pos de resguardar el tesoro que se oculta detrás de los versos, pronto se vuelca hacia la turbación y se transforma en una psicopatía aguda que bordea la pedofilia, en base a una obcecación patológica y en ocasiones bastante tenebrosa. La sensatez del realizador reside en su capacidad para retratar ese instante confuso en el que la curiosidad y las buenas intenciones mutan en una cruzada que habla más de la estructura psicológica de la persona que la emprende -y de sus vacíos emocionales- que de las injusticias que parecen motivarla. El carácter de Nira incluye elementos de los dos protagonistas de Policeman, por un lado la legitimación estatal por linaje (más allá de su rol como pedagoga, su esposo es ingeniero aeronáutico y uno de sus hijos está en el ejército), y por el otro la esperanza de un cambio futuro mediante acciones en el día a día (en esencia en torno a su hobby poético, con clase grupal y superposición de miradas críticas incluidas). Resulta innegable que por momentos Lapid abusa del engranaje contemplativo y se pierde en sus floreos visuales, siempre bellos pero a veces innecesarios: en medio de travellings, planos subjetivos, interpelaciones y tomas secuencia que nos gritan la artificialidad del film, somos testigos del enrevesamiento actitudinal de la docente y el arcano que esconde Yoav. Shnaidman y Larry se lucen combinando el clásico laconismo de este tipo de convites y un gran desempeño en materia de una gesticulación francamente desconcertante, que parece poner de manifiesto cada una de las paradojas que despliega esta gesta fanática en función de un “reconocimiento” que se siente desfasado, tan extremo como ambiguo…
Crítica realizada durante el BAFICI [17]. Un drama que a pesar de densidades y rellenos innecesarios se mantiene lo suficientemente en pie. Las historias de un maestro que descubre en uno de sus alumnos a un talento inusual cuentan con varios ejemplos, pero que una de estas historias sea el punto de partida de un largo sendero de autodestrucción es lo que reconozco es un logro de The Kindergarten Teacher, a pesar de las reservas a nivel técnico que pueda presentar. Señorita maestra Mira, una maestra jardinera, descubre en su pequeño alumno Yoav a un talento de la poesía. Su determinación para evitar que ese talento se desperdicie la llevará a límites insospechados, por los que podría pagar terribles consecuencias. El guión de The Kindergarten Teacher tiene suficientes aciertos para ser considerado solido; si bien hay muchas escenas de relleno y momentos tediosos, hay un desarrollo narrativo concreto y un claro desarrollo de personajes. Es una película a la cual le cuesta adquirir vapor, pero llegada la mitad del metraje avanza a una velocidad decente, conforme esta tierna historia adquiere unos ribetes algo turbios. No mires a la cámara The Kindergarten Teacher sufre de un gran problema desde el costado técnico. Los actores se tropiezan o codean con la cámara a cada rato, los chicos se acercan a mirar a la cámara sin ninguna razón aparente de punto de vista. Puede parecer quisquilloso, pero la idea de que una experiencia cinematográfica sea inmersiva es que no parezca que hay una cámara. Por el costado actoral, Sarit Larry, quien da vida a la maestra entrega un solido trabajo interpretativo, mostrando las obsesiones, ternuras y vulnerabilidades de su personaje. Sería justo decir que si el espectador puede sobrellevar el viaje de esta película es mayoritariamente gracias a ella. Aunque cabe destacar que el niño que da vida a su pequeño alumno no se queda atrás. Conclusión The Kindergarten Teacher es un guión con elementos sólidos y actuaciones decentes, pero que pierde puntos por rellenos narrativos y rupturas técnicas que son inexcusables.
De pequeños genios y grandes farsantes No me había convencido Policeman, la ópera prima de Nadav Lapid ganadora del BAFICI 2012 que precisamente por ese premio alcanzó luego un reducido estreno comercial en la Argentina, pero ya en ese film de vislumbraban la capacidad de provocación y la contestataria mirada política de un director muchas veces desaforado. Si bien en apariencia esta segunda película es más pequeña y sencilla, su descripción de la sociedad israelí es tan poco complaciente como en su trabajo previo. Y hasta podría decirse que aún más cruel y angustiante. De todas maneras, aquí las cosas funcionan mucho mejor. El protagonista es un niño de cinco años común y corriente que, sin embargo, tiene raptos de inspiración, verdaderas revelaciones que lo llevan a inventar poemas brillantes. Ni la niñera ni su padre le prestan demasiada atención al chico prodigio, pero es la maestra jardinera del título la que no sólo se obsesiona con el pequeño al punto de convertirse en una suerte de madre sustituta, sino que también empieza a manipularlo y a hacer pasar sus creaciones como propias. La incomunicación, la frialdad, la hipocresía, el cinismo y la incapacidad para entender la belleza son algunas cuestiones que sobrevuelan un film que, ahora sí, confirma a Lapid como un talento a tener muy en cuenta.
La otra película israelí que se presentó en la competencia internacional del último BAFICI no podría ser más distinta que Ben Zaken. Allí donde aquel film todo es gris y en tono bajo, aquí Lapid propone una historia más intensa, política y en algún sentido cruenta. No tanto por la trama en sí sino por la manera en la que la pone en escena. Se trata de la historia de una maestra de jardín de infantes que descubre que uno de los niños que cuida es un sorprendente poeta. El chico tiene cinco años y parece incapaz de escribir grandes poesías, pero de una forma que se ubica entre lo milagroso y lo genio-autista, Yoav dice “tengo un poema”, empieza a caminar y, como poseído, recita/crea poesías bellísimas. Están los que se aprovechan de este talento –como la propia profesora, que las anota y las hace pasar por propias– y a los que le importan poco y nada: el padre de la criatura y, en cierto sentido, a la sociedad en general. Esta pintura algo cruel de ignorantes, pretenciosos, trepadores y nuevos ricos intenta reflejar un momento cultural en ese país –y quizás en el mundo– en el que la belleza, la inocencia y la pureza de la poesía de este niño no tiene lugar alguno. Y hasta los que dicen reconocerla terminan traicionándola. Lapid es un cineasta de gestos estridentes (muchos de ellos son notorios en el inusual y poco académico uso de la cámara), personajes y enfrentamientos potentes, a veces generando situaciones tensas que no se caracterizan por su sutileza, pero sí por su energía y virulencia. Desde la puesta en escena enrarecida hasta el muestreo social, étnico y cultural que hace de la población israelí, es obvio que Lapid tiene una visión tenebrosa de las zonas hacia las que se encamina su país y su segunda película lo deja en claro.
Al cuidado de la poesía en un mundo banal El mundo no está preparado para los poetas. Eso piensa la maestra del título del segundo film del israelí Nadav Lapid, el mismo que había sorprendido gratamente con la compleja y provocadora Policeman, ganadora del premio mayor del Bafici en 2012. Y, decidida a ser ella la "intérprete oficial" del pequeño Yoav, se lanza con fe inquebrantable a una aventura con final incierto. Yoav tiene 5 años, es uno de los niños del jardín de infantes donde trabaja, visiblemente su predilecto, y es evidente que tiene una personalidad singular: súbitamente, sin nada que parezca motivarlo con claridad, recita poemas de una profundidad y una belleza notables. Nadie se toma del todo en serio esas iluminaciones poéticas del chico: ni su niñera, una actriz principiante que conoce el don, pero sólo lo considera cuando intuye que puede resultarle útil para sus propios intereses, ni su padre, un empresario gastronómico muy adinerado cuya aparición en la película es formidable. En una escena corta, pero intensa y muy sugestiva, Lapid demuestra su pulso para dirigir actores y logra cargar de múltiples sentidos a ese encuentro ocasional donde la soberbia del poderoso se cruza con un erotismo latente, el mismo que la protagonista irá poniendo en juego alternativamente con su esposo, con un infatuado maestro de literatura transformado en amante y hasta con el mismo Yoav, aun cuando ese vínculo sea puramente platónico. Pero, igual que en Policeman, Lapid enriquece la trama que dispara el conflicto central -en este caso, la relación entre el niño genio y la maestra decidida a pelear contra un entorno cegado por la banalidad cotidiana- con una envidiable habilidad para filtrar información sobre la abulia del matrimonio, la superficialidad de la televisión y la naturalizada militarización de la sociedad israelí. Y lo hace con inteligencia, acidez y una generosa gama de recursos orientados a enriquecer la puesta en escena que incluye inusuales variaciones de la altura donde coloca la cámara, utilización de tonos y registros diversos (del naturalismo a la ficción más desmelenada), y hasta un precioso miniclip playero de la niñera que parece llegado de otra película. Todo, aunque pueda lucir a simple vista discordante, responde rigurosamente a las necesidades del relato. Lapid no es un cineasta atildado ni medido. Su talento, igual que el del exótico Yoav, fluye a partir de la imprevisibilidad y el arrebato.
Somnolencia poética Hay ciertas películas que denotan un aura de cierta profundidad, como si el arte cobrara vida entera en el metraje, como si de una poesía se tratase. Cierto es que La maestra de jardín surge con la intención de tomar la poesía como bastión y nexo de unión entre la imagen y el espectador, pero cierto es también que en la búsqueda por este cometido culmina pecando de cierto absurdo que la deja peor parada de lo que la misma parece creer. Es que la nueva película del director israelí Nadav Lapid no termina resultando en esa expresiva representación poética de la que parece hacer mella al comienzo, pero va cayendo en un espiral de falta de ritmo e inconsciencia argumental que la daña de muerte sobre el final del film. Claro que no todo es penurias para la nueva película del director de Ha-shoter (2011), ya que por lo menos mantiene cierta cohesión a lo largo de su historia para desembocar en un clímax más que interesante que de haberse resuelto de otra manera no hubiera resultado en el absurdo que significa su escena final. Para resaltar quedan las actuaciones de Sarit Larry, quien se desempeña como la maestra de jardín, y el niño poeta interpretado por el pequeño Yoav Pollak, quien debuta en la pantalla grande con un papel muy bien desempeñado. Ciertamente La maestra de jardín no es una película para cualquier público, y de alguna manera seria difícil encasillarla como atractivo para un sector específico de la audiencia, pero claro está que mínimamente resultara interesante para los que se sientan atraídos por el mundo de la poesía y tengan ciertos conocimientos sobre ella.
El último reservorio de un arte perdido El director de Policeman narra la historia de la obsesión de una maestra de jardín de infantes por un chico de 5 años que posee un gran talento para la poesía. El film se convierte en un viaje perturbador que describe de manera indirecta pero poderosa el estado de una sociedad. La maestra de jardín, segundo largometraje del israelí Navad Lapid (Policeman) y ganador del premio al Mejor Director en el último Bafici, demuestra ser la obra de un cineasta consumado, de enorme potencia creativa y gran originalidad. Ello se debe, en gran medida, a una aparente transparencia narrativa que esconde varias capas de sentido, y a una misteriosa forma de abordar cuestiones profundas y complejas con aparente facilidad. La historia es la del interés y posterior obsesión de una maestra de jardín de infantes por Yoav, un chico de 5 años que, contra cualquier lógica en su desarrollo intelectual, posee un enorme talento para la poesía, aunque éste apenas si es consciente de sus aptitudes (los poemas surgen de su mente en un estado de semiconciencia, casi en trance). Si el padre del chico genio sólo puede ver en esas habilidades una debilidad futura y su nanny se apropia de esos versos como trampolín para su carrera como actriz, la maestra cree encontrar en el joven alumno el último reservorio de un arte perdido, casi atávico, definitivamente incomprendido en el mundo contemporáneo.Pero La maestra de jardín no se detiene allí, como podría hacerlo un film de Hollywood: la poesía del chico parece despertar otros anhelos que permanecían dormidos en la mujer y el derrotero que la lleva del genuino interés al deseo de posesión absoluto transforma al film en un viaje perturbador que describe de manera indirecta pero poderosísima el estado de una sociedad (la israelí) y, por extensión, el de otras sociedades. En el personaje de Nari, una maestra de kinder de larga trayectoria, casada y con dos hijos –uno de ellos a punto de terminar el servicio militar obligatorio–, el realizador encuentra un reservorio donde ubicar la latencia de la perversión y la corrupción, más allá de las buenas o neutrales intenciones originales. La apariencia de normalidad que recubre las acciones de la mujer –su trabajo, la relación con su marido, el interés por la poesía– comienzan de manera paulatina a transformar su condición, a oscurecerse.El guión del propio Nadav Lapid construye al personaje de manera tal que el espectador, en los minutos iniciales, no puede dejar de identificarse con ella. Y lo seguirá haciendo, a medida que el contacto con algunos familiares de Yoav –su padre, un nuevo rico poco interesado en las aptitudes artísticas de su hijo; su tío, quien pudo haber sido poeta, presentado como alguien vencido y marcado por el cinismo– permiten imaginar que el rol de Nari puede devenir en algo mucho más importante que el de simple maestra jardinera. La estrategia formal de Lapid es ejemplar: la cámara es, alternativamente, invisible y absolutamente evidente en su presencia física, al punto de ser “golpeada” en varias ocasiones por algún personaje, como si se tratara de un simple error de rodaje (sugestivamente, nunca por Nari). El relato va adquiriendo gradualmente el tono de la fábula, reconvirtiendo el realismo psicológico con el cual seguirá –a pesar de ello– coqueteando durante todo el metraje.Y es precisamente en el gigantesco fuera de campo con el que trabaja el film –la situación de Israel como Estado, su gobierno, sus políticas– donde la narración adquiere una porción ingente de su potencia. En la fiesta de los soldados antes de la despedida, en el paisaje idílico del resort durante los últimos minutos antes del desenlace, en el baile liberador pero algo tortuoso de la protagonista el film presenta diversas máscaras que ocultan aquello que no deja de estar presente pero nunca se nombra. Lejos de la tibieza o el discurso desapasionado sobre una relación progresivamente cruel, mucho menos de la alegoría obvia, La maestra de jardín sedimenta y crece en la memoria horas, días después de la proyección.
Un mesías moderno Nadav Lapid explora la ambigua fascinación de un adulto por un genio precoz con la historia entre Yoav y Nira: un niño poeta y su maestra. Las fuerzas invisibles que fluyen, líquidas y potentes, en la película, son el eco de su sujeto: la poesía. El cineasta pone en valor el vacío: el vértigo emotivo de la misión que se impone la inquietante maestra que descubre al prodigio. A partir de este dúo original, Lapid formula una dura parábola sobre la sociedad israelí buscando los medios para representar una idea: la perturbadora presencia de un poeta, quizás un mesías, en el mundo actual. El título en singular anticipa que no hay lugar para un poeta en la sociedad contemporánea. La película comienza con un programa de televisión que pinta a un país en decadencia con una anécdota sobre Hitler en pantalones cortos. En el plano final, el poeta precoz es portado por brazos adultos a través de un entorno acústico y visual al borde de la degeneración absoluta que remite al último Godard y a sus imágenes del patético crucero en Film Socialisme. Lapid utiliza la poesía para introducir una reflexión filosófica sobre el estado del mundo. La maestra de jardín amplía el marco de su extraña pareja para mostrar las relaciones que la sociedad israelí mantiene con el ejército, la invasión de resorts monstruosos en los balnearios del sur del país o una intensa discusión sobre la brecha entre askenazis y sefardíes. La película no responde todas las preguntas, pero las trata con agudeza y profundidad. El director pone en escena sus propias dudas: puntos de enunciación inciertos, encuadres que no contienen totalmente a los cuerpos, la cámara fija para los ojos o pendular con el marido de la maestra en el plano inicial. El cineasta combina diferentes maneras de filmar de un modo sorprendente: planos secuencia sofisticados al ras del piso, a la altura de los niños, se alternan con una serie de hermosos primeros planos que confrontan a los protagonistas. Nira sufre por sentimientos contradictorios. A medida que avanza la película, su compromiso con el niño se torna perturbador. La mirada intensa y misteriosa Sarit Larry se enfrenta al rostro intrigante del pequeño Avi Shnaidman: la increíble dirección de actores de Lapid, sus elecciones estéticas fuertes, una banda sonora envolvente con contrastes de volumen y la obstinada alteridad de sus personajes singulares. Cine moderno que dialoga directamente con la poesía como reflejo sensible del mundo.
Una maestra va entrando en una espiral de alienación, al descubrir que un niño escribe espontáneamente poesías con la sensibilidad de un adulto. Si bien recurre por momentos a inquietos movimientos o ángulos de cámara, el film del israelí Lapid adopta un estilo tan lacónico y exento de adornos como su actriz protagónica, una Sarit Larry enjuta, de sonrisa ambigua, que hace de esa mujer alguien más impredecible que enigmático. El hecho de desestimar un tono menos realista lleva a un terreno algo híbrido a este film ligeramente provocador (el final sugiere la oposición vulgaridad vs. poesía), curioso y discutible.
Entre thriller y drama social Con un tono entre el thriller y el drama social, es un inquietante relato sobre el amor... a la poesía. El israelí Nadav Lapid no es un director que se conforme con contar una historia: quiere incomodar y dejar al espectador lleno de preguntas. Lo hizo en Policeman, que ganó los premios a mejor película y mejor director en el Bafici 2012, y lo hace ahora con La maestra de jardín, por la que Lapid repitió, en el último Bafici, el reconocimiento a la dirección. La película está narrada con un tono que oscila entre el thriller y el drama social, pero es, básicamente, una historia de amor, una historia de amor a la poesía. Nira, la maestra de jardín de infantes a la que alude el título, descubre que uno de sus alumnos es un poeta innato. De repente, inesperadamente, el chico dicta bellos poemas mientras camina de un lado a otro, como en trance. Antes y después, se comporta como cualquiera de sus compañeros de sala. Nira siente que tiene ante sí a un diamante en bruto al que hay que pulir y también proteger. Y por esos nobles objetivos es capaz de llegar demasiado lejos. En la frágil figura de una criatura de cinco años, Lapid parece simbolizar a la poesía (o la belleza), un arte cada +vez menos apreciado en un mundo preocupado por los bienes materiales. Este mensaje es un tanto redundante y obvio; de hecho, es explicitado un par de veces por la docente y otros personajes. No por eso deja de ser cierto: si los best sellers le ganan por goleada a la literatura, ni hablar del lugar que ocupan los libros de poesía en el mercado editorial. Hay una habilidosa construcción de una atmósfera extraña alrededor de ese adorable monstruo que parece un manantial de bellas palabras y, contrastando con la clara bajada de línea, una inquietante ambigüedad en torno al comportamiento de la maestra hacia el niño. ¿Quiere cuidarlo? ¿Aprovecharse de él? ¿Destruirlo? Lapid tampoco se priva de reírse del mundillo literario, con sus cónclaves de recitado y sus talleres de escritura: sin saber quién es el verdadero autor, los presuntos poetas hacen las interpretaciones más absurdas sobre los textos del chico. Así queda expuesto, una vez más, cuánto barullo sin sentido hacemos a veces los que trabajamos sobre la creatividad ajena.
Una maestra de jardín con escasa vitalidad "Policeman", el primer largo de Nadav Lapid, tenía cierto interés: un grupo de izquierda pretende cambiar el mundo a la fuerza sin tener suficiente fuerza para ello, un grupo de las fuerzas de seguridad aplasta a los otros sin mucho esfuerzo, y un policía se ve enredado por lazos parentales. Con esa obra Lapid surgió como la nueva gran figura del cine israelí, presidió un jurado del Bafici, etc. La segunda obra, que ahora vemos, confirma su singularidad, pero no su atractivo. Es intelectualosa, artificiosa, linfática. Una maestra de jardín de infantes, poeta aficionada y mujer frustrada, descubre que uno de sus chicos inventa versos medio surrealistas. Ella auspicia lo que percibe como genialidad. Algunos la siguen, otros le tiran caramelos al chico, para su Bar Mitzvah, un fulano la tira al suelo a la maestra, en actitud consentida pero situación ridícula porque al tipo se le enredan los pantalones mientras intenta desnudarse con gesto serio, etc. Quizá por ahí esté el problema. Casi todos, incluso algunos niños, actúan con gesto serio, aburrido, desganado, o como dopados. Y la sensación se transmite. En tanto, la mujer decide una acción absurda. Que el niño resuelve con particular serenidad. Y vienen algunas consecuencias. Detrás de esto pueden suponerse lecturas alegóricas sobre el talento natural e involuntario, la gente que alcanza a sentir la poesía pero no tiene habilidad para expresarla con sus propias palabras, la sana admiración, y por otro lado la indiferencia, la incomprensión de la sociedad ante las personas sensibles, etc. Todo lo cual da para unas cuantas reflexiones, y para confirmar un aserto: la segunda película de los directores suele ser medio decepcionante. Después algunos mejoran.
Tiempos de poesía vacua Nira es maestra jardinera y descubre que Yoav, un alumno de 5 años, su preferido, cae en trances, esporádicos y epifánicos, a partir de los cuales “crea” poemas. La niñera, una actriz en ciernes, y ella misma, poeta frustrada, se adueñan de esas poesías, convenientemente, haciéndolas pasar como propias. El padre del chico, un hombre separado y millonario, se niega a incentivar el supuesto don. La maestra se obsesionará cada vez más con el pequeño y -manipulación mediante de un guión esquemático y con tintes de profundo- se erige en su protectora ante una familia abandónica y una sociedad que no apuesta por el arte enlazando un paso tras otro en un camino sin retorno. El director israelí Nadav Lapid (ganador como mejor director por esta película en Bafici 2015 y que ya había ganado el 14º Bafici con Policeman: una apuesta ideológica nefasta y con un uso de la metáfora bastante burdo) fabrica, en su segundo largometraje, una historia insostenible, con supuestos aires de profundidad observacional y de lectura política coyuntural de su país (en la línea de la interpretación indirecta y metafórica), que no puede desarrollar en dos horas ningún personaje verosímil ni dejar de bajar línea. Pretender que los poemas que afloran de boca del niño son la salvación espiritual, la barrera que nos protege ante un mundo que ha olvidado su humanidad es como creer que el show de baile en el prime time del canal del solcito pone en la primera plana del interés público a la danza. Una concatenación aleatoria, fácil y empática de palabras vacías sólo sirve para adornar un póster berreta más que para conseguir construir un poema. Si dejamos de lado la cuestionable idea romántica del genio -que llega por obra y gracia del misticismo-, que subyace en la premisa de La maestra de jardín, no podemos dejar de objetar las débiles, poco sutiles y simplistas oposiciones dualistas que se construyen, se enfatizan y se encumbran y a partir de las cuales se pretende sostener el film y su cosmovisión (ideológica) de mundo: arte y riqueza; poesía y materialismo; sociedad espiritual y sociedad militarizada, etcétera. Y eso por no dar cuenta ni del trabajo esquemático con el sonido ni de las escenas de baile idiotizantes que apabullan por su ridiculez.
Ganadora en el último Bafici (con total justicia) este es un film simple y directo que, cuando el espectador sale de la sala, se transforma en complejo y lo deja recordando lo que ha visto. Ya lograr tal cosa es muchísimo cuando el cine que nos inunda es una pura sensación que se apaga antes de tomar un café a la salida. Aquí hay un chico de cinco años que tiene un talento increíble para la poesía. Su maestra lo descubre y quiere proteger ese don, lo que no va a ser precisamente fácil. El realizador israelí Nadav Lapid es especialista en cuestionar los lugares comunes de las instituciones (lo vimos en la perfecta y tensa Policeman) y aquí lo hace a través de un cuento que siempre corre el riesgo de caer en lo alegórico y siempre -porque el realizador comprende que lo que más importa es lo que le sucede a los personajes y no qué enseñar con ello- logra eludirlo. Cuando emociona (y lo hace), lo logra sin golpes bajos, todo un mérito en sí mismo.
Notable admiración por la libertad expresiva y un estupendo trabajo de Sarit Larry Notable recurso el del director Nadav Lapid (sobrevalorado aquí por el BAFICI cuando lo premiaron por “Policeman”, 2011) en los primeros 8 segundos de éste estreno. El pie ubicado en medio de la pantalla, sí, pero en el respaldo de un sillón con la cámara detrás del mismo en un encuadre con horizonte bajo, nos hace adivinar a alguien despatarrado mirando la tele. Cuando comienza un típico programa con panelistas, quien se incorpora es el esposo (Lior Raz). Al hacerlo, le pega un codazo a la cámara llamando a su esposa. Parece un error garrafal de principiante. Pero luego vuelve a ocurrir con otro movimiento del hombre. Esta vez se siente como un cachetazo. Es una toma subjetiva de Nira (Sarit Larry) pero también del espectador que recibe un golpecito despabilador para sacarlo del letargo. Un golpecito que ya es a propósito. ¿Lo hace el actor? ¿Lo hace el personaje? ¿El director? Tal vez sea el cine mismo que está pidiendo atención. Esta vez lo hace con “La maestra de jardín”. En ese comienzo vemos un gran poder de síntesis. Una escena que resume claramente el cuadro de situación. Él mira un talk show, ella lee poesía. El desinterés con el que cada uno ve lo que le muestra el otro plantea una necesidad en el marco de la resignación. Acaso cierta desazón frente a la vida en general, pero sin recurrir a diálogos o acciones que sobre explican. Se ve y se intuye una vida de pareja en la cual (tal vez desde siempre) los intereses van por lugares opuestos. Esta no es una pareja que se lleva mal. Se quieren, pero están en piloto automático. El problema, el conflicto, es interno. Pero todo esto que vemos en los primero cinco minutoes la tapa del libro. El contenido cala más profundo en la vida de esta mujer que trabaja en un jardín de infantes al cual asiste Yoav (Avi Shnaidman), un chico con, según ella, dotes naturales para la poesía. El niño entra en cierto tipo de trance y escupe versos que su niñera anota en un papel y luego guarda. Atraída por este talento, Nira asiste a un taller de poesía y cita como propios la prosa de su alumno ante la mirada crítica de sus compañeros y cierta admiración por el profesor del taller. La confirmación de su intuición la va involucrando cada vez más en la vida del niño, e iniciará un recorrido por su familia para despertar en alguno de ellos el deseo de fomentar y potenciar esta capacidad creativa de Yoav. “La maestra de jardín” trata sobre las carencias y sus universos paralelos, como la esperanza, por ejemplo, para hacerle un lugar a la redención. Nira y Yoav habitan el mismo planeta, pero uno hace y el otro crea. Habla del sufrimiento por la falta de realización personal, pero también la urgencia por estimular a las próximas generaciones a vivir fuera de los mandatos. “Es un poeta en una época en la que el mundo odia la poesía”, dice la maestra. Una muestra insoslayable de la riqueza del texto cinematográfico. “La maestra de jardín” juega a ser una (Nira), pero también a dejar que la subjetividad de la cámara contagie al espectador. Son varias, las tomas en donde la lente es, literalmente, la cabeza de la protagonista y en más de una oportunidad, pivotea para darle el marco que la rodea. Es como si Nadav Lapid deseara involucrar al espectador con el máximo alcance expresivo y de recurso que el cine pueda tener, empezando por una cámara que rara vez abandona la altura de un chico de cinco años, salvo en las subjetivas de la maestra pero que, en este caso, también se pone a la altura de los chicos. Hay algunas situaciones paralelas a la relación inevitablemente parasitaria que la maestra tiene con su alumno. Se podrían llamar sub tramas (la situación con dos hijos mayores, la falta de deseo sexual con su marido y el despertar de otros como consecuencia, etc.), pero en realidad son otros aspectos del personaje que conviven en su microcosmos y condicionan sus estados (o los potencian, según como se mire). Por supuesto todas estas elucubraciones no serían posibles sin el estupendo trabajo de Sarit Larry y su economía de recursos expresivos, en un papel que da para el lucimiento de gestos, ella elige una austeridad que le hace muy bien al personaje y a la historia. Una película con una notable admiración por la libertad expresiva, preciosa en su capacidad de explorar las emociones sin condenar ni juzgar la falta de sensibilidad en las personas aferradas a otros valores más mundanos y sistemáticos, pero sí con una mirada compasiva ante esa falta. El mensaje es esperanzador. Sólo hay que estar atentos… y leer.
Un niño genio Dirigida por Nadav Lapid, La maestra de jardín (Haganenet, 2015) es una película que ya marca el estilo del director de origen isralerí. Un film frio y quirúrgico que maneja sus propios tiempos y montaje rozando lo experimental. Con mucho sonido de ambiente en distintos niveles para construir un ambiente natural y onírico bello y a la vez inquietante. Nira es una maestra de jardín en Tel-aviv. Todos los días recibe a los niños y los hace jugar, cantar y darles de comer. Entre aquellos esta Yoav de 5 años de aspecto frágil y extraño, muy ensimismado sobre si, y que camina dando vueltas de una lado para el otro repitiendo frases en voz alta. Conforme pasan los días y lo sigue de cerca descubre que Yoav recita increíbles poemas de su propia autoría, con la misma gracia de un genio prematuro. Los poemas son de lo más profundos. Nira que estudia poesía en un taller comienza a llevar los poemas de Yoav como suyos y se le descubre un nuevo mundo. Entonces se obsesiona con Yoav, cree que tiene que protegerlo del mundo que lo echará a perder, sobre todo porque tiene un padre, divorciado y poderoso empresario gastronómico, a quien no le importa la poesía de su hijo. Nira enceguecida será capaz de todo para tener la inspiración de Yoav, incluso de poner en peligro su vida y la de su familia. Nadav Lapid construye un mundo desde la mirada de Nira, pero también desde juegos en el montaje y las posiciones de cámara, uno puede confundirse entre una cámara objetiva (la que pertenece al relato de la película) y otra subjetiva (que pertenezca a la mirada de un personaje), además los niños vistos desde su posición a nivel del suelo, hay cortes abruptos, y primeros planos y juego de miradas, escenas que en su excesiva naturalidad comienzan a resultar incomodas y extrañas. Es decir, crea una atmosfera psicológica donde el espectador está al borde de distanciarse y comprometerse completamente. Una frialdad que hace recordar por un momento a las películas de Michael Haneke y que Lapid ya había trabajado en Policeman (2011), pero que en aquel film, quedo todo de forma superlativa. Sin ser pretenciosa y sin utilizar banda sonora, la película nos coloca en una posición incómoda a tal punto de estar en camino a una mirada pedófila de la maestra, un mirada muy sexual de las cosas y al mismo tiempo es la mirada de una mujer obsesionada con su poesía, sin duda un lenguaje ambiguo que es lo más atractivo de la película, pero que no llega a cerrar del todo a pesar de tener interesantes y buenos momentos. Un drama con aires de suspenso que no termina de dibujarse del todo. La propuesta de la poesía que es un tema muy importante queda un poco relegado, y entre la actuación y el montaje experimental y cierto quiebre con enrarecer a todos los personajes, hacen que la distancia característica de Lapid esta vez dejen un aire interesante pero muy gélido.
In Nadav Lapid’s Israeli film The Kindergarten Teacher, winner of the Best Director award at this year’s BAFICI and at the Jerusalem Film Festival, Nira (Sarit Larry) is a married, middle-aged, hard-working and loving kindergarten teacher with a genuine penchant for poetry. Though it seems she’s always enjoyed it, it’s only now that she’s started to try to pen her own poems. One day she learns that a young boy in her Kindergarten class, five-year-old Yoav (Avi Shnaidman), has an uncanny ability to create and recite his own poetry, which he spouts in sudden bursts, as if he was in a trance. Nira finds Yoav’s poetry to be moving and inspiring — it’s filled with mature, meditative words you wouldn’t expect from a young child. So it won’t take long until Nira starts spending a great deal of time with Yoav, both trying to stimulate his ability and writing down his poems. But it’s more complex than that. Nira also shields the young poet from his classmates because she fears they could damage his sensibility with their banality. Moreover, she reads his work in her creative writing class as though it was her own. And when she finds out that the boy’s nanny (also a wannabe actress) dismisses the boy’s genius, but also uses his poems as her own for her auditions, then she feels it’s her duty to have her fired. To top it all off, the child’s parents had a recent ugly divorce, and his father, who has custody of him, feels his son’s poetry is pure nonsense, if not just crap. So Nira decides it’s time to intervene in the kid’s life since, in her mind, his needs and wants are not being fulfilled. She believes his poetry won’t flourish if he remains in his current environment. Like Lapid’s previous film Policeman (2011), winner of Best Film and Best Director award at the BAFICI in 2012, his new opus The Kindergarten Teacher hinges heavily on allegory, despite the fact that it works perfectly in its literality too, something that is very hard to pull off. You could say that, on the very surface, this is the story of a teacher who cares too much for her student’s genius and is obsessed by it, and so she will go out of her way to the point of obsession to establish a rather unusual bond with him. Even if not explicitly, there’s the suggestion that Nira finds some passionate sentiments when being in touch with the boy’s sensibility. Perhaps even with the boy himself as well, as if he were a perfect object of desire that embodies the beauty of poetry Nira can’t find in the world she inhabits (her husband makes it clear that he couldn’t care less about her newfound calling). In a sense, to Nira there’s sensuality in this type of beauty, there’s sensuality in the body of a poet. The liaison between this peculiar kindergarten teacher and this equally peculiar child-poet will take a different shape as the drama unfolds. But it’s best for viewers to discover it for themselves: suffice it to say that it’s the teacher who shapes the relationship to her own needs, both imaginary and real, rather than the kid’s needs. On an allegorical level, you can take the kid’s poetry and the beauty that emanates from it — both at odds with the ordinarily prosaic world that surrounds him — as some kind of threat to his environment as well as to others. After all, he’s a poet in times where poets are hated, a sensitive soul in a country plagued by the violence of war and the desensitization that comes along with it. In times of peace, poetry tends to be stimulated and celebrated, but in times of war it often bears no value and it’s dismissed. And poets are isolated. You can also think of the world where the child-poet lives in as a universe overridden with routine, malaise, and indifference. Religion has stopped making sense long ago, spiritual life seems to have vanished for good, and profound emotional connections are not to be found. So what would happen if, amidst so much emptiness, an intimate connection with life and beauty suddenly emerged? What effect would it have on this world? Would it be possible for it to thrive? Fortunately, no definite answers are to be found in The Kindergarten Teacher as Lapid knows better than that and asks viewers to reflect upon such a complex scenario and then draw their own conclusions. Production notes The Kindergarten Teacher (Israel, 2014). Written and directed by Nadav Lapid. With Sarit Larry, Avi Shnaidman, Lior Raz, Hamuchtar, Ester Rada, Guy Oren. Cinematography: Shai Goldman. Editing: Era Lapid. Running time: 119 minutes.
Recuerdo claramente el impacto que provocó "Policeman", allá cuando ganó el 2012, la competencia internacional de BAFICI. Si bien en ese momento quizás el premio me pareció exagerado, reconocí, en un segundo visionado (y luego de acaloradas discusiones con colegas) que Nadav Lapid (su director y quien nos convoca hoy con un nuevo trabajo) ofrecía un tipo de cine incómodo, gráfico y comprometido, que era de gran referencia para analizar la vida actual en territorio israelí. Este año volví al BAFICI a ver su nuevo trabajo, "Haganenet" y salí de sala convencido que el hombre tiene mucho por ofrecer. Vuelve a retratar a su gente, trayendo postales de una sociedad en cambio, a través de una historia fuerte, movilizante, en relación a un niño particular y su vínculo con una maestra que cree ver en él, un genio singular, que merece un tratamiento acorde a su talento. Lapid no es partidario de los grises y construirá este escenario, atendiendo a su percepción de cómo funcionan los valores de la sociedad israelí. Deja traslucir que el materialismo global y las diferencias sociales son el tema en discusión y los trae, para que cobren fuerza y estructuren su presencia en el relato de esta relación. Siempre es conflictivo pensar en las relaciones con niños en edad de jardín de infantes. Son ellos criaturas frágiles y mentes abiertas, que deben ser cuidadas, atendidas y respetadas con especial atención. Nira (Sarit Larry), lleva 15 años como docente y un día comienza a prestar atención a un niño de cinco años cuando él dice "tengo un poema" en el medio de una jornada normal de juegos. Ella queda impactada por esa declaración y el texto oral que Yoav (Avi Shnaidman) anuncia, por lo que decide prestarle atención a este pequeño. Nira estudia teatro, parece una mujer pasional, tiene además un amante aunque esto no parece afectar su fascinación con Yoav. Lo estimula en su pasión por la poesía y busca vincularse con él, más allá de las horas en que funciona como su maestra. Lo aisla para asistirlo y genera una relación, de ruptura con su encuadre docente, de alarma para el espectador. ¿Por qué Nira opera sobre este niño? ¿Cuáles son sus verdaderas intenciones para con él? El padre del niño (Yehezkel Lazarof) se dedica al negocio gastronómico de alto nivel y le va bien, pero delega todo lo que tiene que ver con el desarrollo de cualquier competencia que tenga su hijo. Define su rol, desde la prepotencia de una paternidad soberana y su bienestar económico. Cuando toma contacto con Nira, ellos establecerán un contrato particular para el cuidado del niño, riesgoso y fuera de lo común: ¿Quien protege la mente de Yoav de los procesos obsesivos que va desarrollando su maestra de jardín y alentados por la complicidad de su padre? Sin embargo, Lapid no sólo caracteriza esta extraña asociación para inquetar al espectador desde lo potencialmente peligroso de ese contacto, sino que pretende (creemos) ofrecer un fresco sobre cómo se vive y cuáles son los valores que se juegan, en estas modernas ciudades israelíes ("La maestra de jardín" fue rodada en Tel Aviv y Jerusalem). Esas dos vías silenciosas, se alimentan a lo largo de los eventos, hasta llegar a un clímax, predecible y lógico, sin muchas sorpresas (quizás ese sea el menos lúcido de los recursos que propone el cineasta). Un film arriesgado, metódico, áspero, traído por cineasta de gran capacidad, esencial para su nacionalidad en los tiempos que corren.
Segunda película de Lapid, confirmación de que es uno de los mejores cineastas del presente La sensibilidad de los hombres. ¿A quién puede interesarle? Menos todavía la poesía, una actividad improductiva por excelencia, desatinada forma de expresión frente al imperativo pragmático que se apodera del mundo. “Ser un poeta en nuestro mundo es oponerse a la naturaleza del mundo”, dice un personaje en La maestra de jardín. Pero lo que importa aquí no es sólo el clamor universal de ese enfrentamiento imaginario, sino la singularidad del mundo en el que se enuncia ese parte de guerra. La contienda entre los signos poéticos y los discursos productivos tiene aquí un marco simbólico específico: la cultura israelí. La pregunta es entonces: ¿qué significa ser sensible en un país como Israel? En una nación signada por su esteticismo castrense y una teología ubicua, la militancia por la poesía o la existencia de un poeta no puede ser otra cosa que una anomalía. Están son las coordenadas simbólicas de la magnífica segunda película de Nadav Lapid. En el centro del relato están dos personajes: un niño de cinco años llamado Yoav, que vive con su padre adinerado, y Nira, una maestra jardinera de clase media. El primero es un poeta precoz, tal vez un genio de la rima. ¿De dónde provienen sus versos? La lucidez es manifiesta y el estilo literario poco tiene que ver con un posible naturalismo descriptivo adecuado a la infancia. La abstracción de los poemas es contundente, no menos que el método de “escritura”: Yoav camina de un lado a otro y dicta sus rimas. Primero anuncia: “Tengo un poema”, luego su niñera y después su maestra transcriben. La conducta remite a la de un niño autista, la precocidad literaria a la de un Mozart de la palabra. Si los versos suenan ontológicamente inverosímiles, hay que decir que pertenecen al propio director y que fueron escritos por él entre sus 5 y 7 años. Un verdadero misterio. Por su parte, Nira está casada con un ingeniero, tiene dos hijos mayores (uno en el ejército, otro en la escuela secundaria) y en su tiempo libre asiste a un taller literario y escribe poesía. La obsesión que desarrollará por el niño poeta resulta comprensible. Deslumbramiento no exento de envidia, que, cuando la docente lleve adelante un acto extremo que puede ser leído de modos diversos, lucirá superficialmente como patología. En la indeterminación del punto de vista de ese personaje reside en parte la fuerza crítica del filme. Lapid es un cineasta virtuoso: los planos secuencia con los que sigue a sus personajes, las originales subjetivas que remiten a la mirada del niño o la maestra, la elegancia tan peculiar en el uso del primer plano para pasar cada tanto de una escena a otra, el trabajo preciso con sus intérpretes y la utilización justa de temas musicales en ciertas escenas poco tiene de pomposidad estilística. Un cineasta necesita componer su mundo y sus obsesiones. El microfascismo y la violencia concomitante y comedida en el seno de la identidad israelí es lo que le interesa a Lapid. La ausencia de palestinos, tanto en Policeman como en La maestra de jardín, constituye un fuera de campo consciente y recargado, y aquí alcanza una intensidad simbólica cuando la maestra le enseña al niño a distinguir entre judíos asquenazíes y sefaradíes. Ese fascismo estructural aunque difuso también se personaliza en la figura del padre del niño y su ejercicio obsceno de poder frente a sus empleados. Su riqueza es una filosofía generalizada y de un par de generaciones, consustancial al reconocible hedonismo que sobrevuela en ciertas ocasiones. En la protección casi delirante de un niño poeta, La maestra de jardín visualiza un acto de rebeldía mínimo frente a una sociedad cerrada en sus propias certezas y configurada en sus permanentes exclusiones. Los poetas son como los palestinos, imperceptibles, ciudadanos del infortunio y la insignificancia.
Un acto de resistencia ante la ausencia Una de las grandes temáticas dominantes de nuestros últimos tiempos, que se plantea como tema de debate en muestras y paneles, en festivales no comerciales, es el de la representación de la violencia. Desde su expresión más paradigmática, la que remite al Holocausto y otros tantos genocidios, hasta la que emerge en los hechos cotidianos, ha merecido y sigue siendo motivo de atención por teóricos, críticos, guionistas y realizadores. Sin embargo la industria del cine, ha dado las espaldas a estos planteos y sigue forzando hasta más allá del límite, de manera abusiva, el filoso costado que despierta en toda una franja del gran público una fuerte seducción, particularmente en los films policiales, bélicos y del llamado género de terror; que a su vez encuentra en el llamado "gore" el punto máximo de explosión del potencial violento. Podemos sí en cambio afirmar que es en el cine europeo, en sus propias cinematografías, donde podemos reconocer interrogantes al respecto. Igualmente en films de otras latitudes de Medio Oriente o en algunos realizadores chinos y en contados latinoamericanos nos salen al cruce algunas reflexiones al respecto. No es que haya perdido el curso de la escritura, necesitaba enmarcar algunas cuestines que considero pertinentes para el film que se ha estrenado en estos días, "La maestra de jardín", del un tanto desconocido para nosotros director israelí, Nadav Lapid, nacido en Tel Aviv en 1975. Sus films anteriores fueron, al igual que este, presentados en el Festival de Cine de Buenos Aires, tras su paso por Cannes, Berlín y Sevilla. La trama del film se va articulando sobre el recitado de poesías, compuestas por este niño, ante el oído atento de esta particular maestra. Poesías y canciones infantiles, que dejan al descubierto rivalidades y odios, enfrentamientos heredados, van estructurando un relato en el que asoman diferentes formas de violencia, asordinadas, subterráneas, casi veladas. Nosotros como espectadores asistimos al desocultamiento de diferentes comportamientos, que se van entrecruzando en una línea de descenso que nos lleva a transitar múltiples reacciones, marcadas por la incomprensión, el desapego, una casi nula comunicación. La poesía que parte de la voz de este niño, al anunciar con su casi escondida voz "Ya la tengo", irá acercando y enfrentando lo que estaba latente. Y en el centro de las escuchas, la poesía. Una poesía que se recita, que se lee, que es usurpada. Versos que se intentan, equívocamente proteger; como a su pequeño creador, de la indiferencia del mundo. Palabras y ritmos que van, igualmente, abriendo ventanas, pero que al mismo tiempo empujan a lo insospechado. Una red de contrastes, de contradicciones, de ilusiones ópticas, de crueles manipulaciones, plasmadas en la planificación de un montaje que desequilibra nuestra mirada. Estamos ante un film que explora la violencia desde diferentes ángulos y personajes. Una violencia que asoma y no se vislumbra como tal, que se enmascara, que confunde. Un taller de escritura marca un puente entre los oficios del poeta y los planteos éticos. Y una voz de un tío casi borrado se proyecta en los versos del niño. Una escritura robada, dicha en voz alta, una identidad fraguada, van diseñando una fuga hacia el punto neurálgico del thriller; burlando las fronteras. Y las preguntas nos siguen surgiendo más allá del final del film.
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En la frontera de lo imposible “La maestra de jardín”, del israelí Nadav Lapid, no es una película común, despierta sensaciones raras, incómodas, en el espectador, que se sentirá completamente desconcertado por un relato difícil de clasificar o encasillar en algún género. Podría tratarse de un thriller psicológico, pero muy original. Como dice el título, narra el caso de una maestra jardinera que tiene entre sus alumnos un niño con una rara capacidad para recitar poemas de su autoría y que expresan ideas, imágenes y pensamientos que no encajan con la mente ni las experiencias de un chico de cinco años. Yoav es un niño pacífico, está casi siempre ensimismado, serio, no es conflictivo, pero está rodeado de un halo de soledad y misterio que lo hace un poco diferente a los demás. Nari, la maestra, es una mujer casada con un empleado del Estado con quien tiene dos hijos, el mayor está a punto de egresar como soldado del Ejército Israelí y la hija menor asiste a la escuela preparatoria. Es una familia normal, integrada a la comunidad. Pero Nari manifiesta en su conducta personal algunas fisuras que denuncian cierta inestabilidad, ciertas necesidades insatisfechas, algunas búsquedas que la llevan a interesarse por el arte. De hecho, asiste a un taller de poesía donde trata de encontrar un refugio para sus inquietudes, aunque no tenga muy en claro qué es lo que quiere ni cómo conseguirlo. La cuestión es que al descubrir en Yoav esa extraña capacidad, se siente poderosamente atraída por ese niño raro, de modo que la maestra empieza a darle un trato preferencial y a tenerlo bajo una observación más inquisitiva que a los otros niños. Pareciera que Nari quisiera penetrar en la mente del pequeño para desentrañar sus secretos y sobre todo descubrir esa chispa misteriosa de donde provienen esos impactantes versos que surgen en cualquier momento y lugar y que si ella o su niñera no están ahí para anotarlos en un papel, se perderían irremediablemente. Nari no vacila en atravesar algunas líneas éticas en la relación maestra-alumno, y presiona para investigar más sobre su vida familiar. Ella quiere tener a toda costa una relación más estrecha y más profunda con el niño, justificándose en su interés por custodiar y tutelar su talento nato por la poesía; ella lo considera un genio y llega a compararlo incluso con Mozart, y dice que en su entorno nadie le presta la atención que merece. Pero poco a poco y de manera sutil, Nari va desarrollando una conducta fronteriza. Se comporta de manera extraña con su propia familia y parece poseída por un interés morboso que ocupa su pensamiento prácticamente de manera incesante. Se vuelve un tanto obsesiva, manipuladora y perseguidora, casi se la podría considerar una acosadora. Y llega a tensar tanto la situación que inevitablemente en algún momento estallará, como es previsible, cuando se trata de una relación anormal, que se sale peligrosamente de contexto. Lapid se concentra en el personaje de la maestra y a través de ella, aleatoriamente, realiza una somera pintura de la sociedad israelí media, sus costumbres, expectativas y panorama colectivo, donde aparecen rasgos compatibles con cualquier otra sociedad capitalista moderna, con sus irritantes diferencias de estatus, su materialismo, sus respuestas fallidas a los problemas existenciales, pero con la particularidad de ser una comunidad que en apariencia es más organizada que cualquier otra. Nari vendría a ser un emergente en ese mundo esquematizado y regulado rigurosamente, que pareciera aferrarse al pequeño Yoav como a una tabla de salvación que le abriría los secretos de la poesía, manifestación artística en la que ella deposita grandes expectativas, como si a través de ella se pudiera acceder a otro mundo, un mundo más profundo, lleno de vivencias iluminadoras y experiencias enriquecedoras. Pero va demasiado lejos en su interés y, sin medir las consecuencias, lleva las cosas hasta lo imposible, sin terminar en un desastre completo solamente porque quizás sea ella la que demanda desesperadamente la atención de los demás, invocando tal vez la necesidad de una reconciliación con un mundo en el cual se siente cada vez más extraña. Lapid plantea muchos interrogantes pero no ofrece ninguna respuesta concreta. “La maestra de jardín” es una de las películas menos complaciente que recuerdo haber visto, por lo menos, en los últimos tiempos.