Federico Fellini solía mostrarse fastidioso cuando lo interrogaban acerca de sus creencias religiosas. Decía que el catolicismo era una parte constitutiva de su ser en el mundo, algo que preexistía al nacimiento de todos los italianos, más allá de las críticas que él pudiera formular desde su obra. “No puedo huir de esa bolsa amniótica que es el catolicismo. ¿Cómo se hace para decir que uno no es católico, cómo puede uno liberarse de una visión de las cosas que dura desde hace dos mil años?”, respondió una vez Fellini cuando le preguntaron si creía en Dios. La cuestión de Dios escapaba a su control. Lo excedía, así como a nosotros nos excede el cine. La lisa y llana devoción por las películas. Crecimos con el cine, aprendimos de él y continuamente reclamamos su cobijo. Los más fieles sabemos que no podríamos soportar lo cotidiano si no tuviéramos siempre a mano la chance de salir corriendo para sumarnos a la ronda eterna del final de Ocho y medio. Y aunque veneramos a muchos cineastas-dioses, si en este preciso instante tuviera que quedarme con uno solo, pues no sería muy difícil elegir. Por algunas de estas zonas un tanto aleatorias me llevó Le meraviglie. ¿Cómo narrar de forma novedosa las historias que la pantalla ya contó muchas veces? Alice Rohrwacher es italiana, es hija del cine y decidió hacer películas bajo nubes posmodernas. ¿Cuántos relatos de iniciación podemos resistir? ¿Cómo volver sobre la propia infancia sin pensar en los niños visionarios de Fellini? ¿Y cómo poner de personaje a un padre apicultor sin que todo se tiña de El espíritu de la colmena, quizás el film coming of age por excelencia? No hay salida, parecería sugerir Rohrwacher , pues todos nos mecemos en el mismo líquido cinéfilo, el mismo cuenco de imágenes, influjos y repiqueteos. Mejor asumirlo desde el vamos, entonces: hagamos que la protagonista se llame Gelsomina y listo, pasemos a otra cosa, a ver si en el camino se produce el milagro de lo auténtico. Le meraviglie lo intenta. Y lo consigue. Heredera de aquel neorrealismo "surrealizante" que tan bien supo bordar el creador de La strada, Le meraviglie es una película refulgente y vitalista por donde se la mire, con una actriz adolescente formidable (Maria Alexandra Lungu) capaz de guardar mil sorpresas detrás de cada nuevo parpadeo. Gelsomina tiene un papá hippie (o algo similar) que se llevó a su familia a una casa cerca del mar para moldear un hábitat supuestamente menos contaminado por las convenciones modernas. Pero esto no implica que en la comunidad la libertad esté garantizada. La familia se dedica a la producción de miel, y es Gelsomina quien se encarga tanto de la recolección de los panales como del trabajo en la fábrica, acatando las normas rígidamente impuestas por el padre. Sin embargo, ella no se queja. Actúa. Lo suyo es puro exceso de vida, puras ganas testarudas, desbordadas, derramadas. Y así como a la pequeña Ana, en el film de Víctor Erice, se le abría el universo entero cuando descubría el cine, en Le meraviglie Gelsomina entrena su magia motivada por un concurso televisivo, un reality rústico y bastante kitsch en el que ella logra exponer lo que sabe hacer. Su obra. Y eso es lo único que importa. No se trata de rechazar lo masivo por simple pánico o capricho, como pretende el padre (¿hippie?), sino de preguntarnos cómo filtramos y traducimos todos esos estímulos diversos y contradictorios que el mundo nos regala. Estamos hechos de cine, sí, y de televisión también. Estamos colmados de imágenes fabricadas. Pero no hay nada que pueda reemplazar al valor de la experiencia directa en un momento trascendental (y acá hablo de la vida, no de la ficción): eso es lo que esta película viene a celebrar. Lo maravilloso del trabajo de Rohrwacher se manifiesta especialmente en una de las últimas secuencias, cuando la protagonista se lanza al mar, sola, para buscar al muchachito alemán que huyó de la comunidad. Cuando llega a la cueva en donde él se escondía, ambos se ponen a saltar, o a bailar quizás. Nosotros apenas los vemos, porque el encuadre nos deja marcadamente afuera de ese encuentro fundacional y sólo alcanzamos a atisbar pedacitos de sus cuerpos, fugaces resplandores, sombras en la pared. Es una imagen que no está. Porque es una imagen única, irrepetible, inalienable. Le pertenece a Gelsomina y nadie más, de la misma forma en que sólo Ana Torrent podía saber qué veía cuando cerraba los ojos en el final de El espíritu de la colmena. “Lo que debería realmente interesarnos -alertaba Fellini- es cómo hacen algunas personas para conseguir salvar su individualidad”. Con sutileza y absoluta humildad, Le meraviglie nos recuerda una vez más que la única salvación posible radica en aprender a imaginar. Las dos citas de Fellini pertenecen respectivamente a los libros Yo, Fellini y Hacer una película (Ed. Perfil Libros).
Bella y sencilla historia sobre la familia, el paso del tiempo, las costumbres y la maduración, todo acompañado de un loco reality de televisión y de una buena dirección por parte de Alice Rohrwacher, pese a que sus sensaciones finales sean algo vacías y fáciles. Una niña está cansada de vivir con su padre. La familia tiene un granja donde, entre otras cosas, hacen miel. Un día aparece un programa de televisión en busca del mejor productor local de alimentos. Ella quiere inscribirse, pero su papá no se lo permite. A todo esto, se le suma un niño que se incorpora a la familia en un plan para reinsertar a la sociedad a jóvenes violentos.
En lo más profundo de Italia, en un pueblo rural marcado por el abandono, atravesado por las libertades que solo se les permiten a los marginados de la ciudad, crece Gelsomina (Maria Alexandra Lungu), una joven que carga con el peso de ser la cabeza de una familia numerosa. A su alrededor, el mundo se derrumba, sus padres establecieron su destino y el de sus hermanas, apartarse de la cotidianeidad que viven sus pares del pueblo para dedicarse a la apicultura. Sin embargo, la llegada de un reality-show conducido por Milly Catena(Monica Bellucci) desestabiliza su cotidianeidad y pone en peligro el patriarcado de Wolfgang (Sam Louwyck), el padre de Gelsomina. Esta historia marcada por las extrañezas que se suceden con completa naturalidad, es la tercera obra de Alice Rohrwacher como realizadora y guionista. Se refiere, claramente, a una protesta contra las reglas preestablecidas, el mandato del patriarcado y la invasión de la ciudad al campo. Pese a que el contenido no lo es todo, la forma de representarlo nos mantiene en vilo durante toda la historia. Es preciso destacar el hecho de que sea una preadolescente quien conduzca el relato, ella está en pleno cambio físico, mental y emocional; los conflictos internos y externos la atraviesan violentamente y sus resoluciones perspicaces la hacen cada vez más grande y a la película más interesante. De este modo, tenemos una narración interesante que se sostiene por si sola con el drama y la comedia que se desarrolla entre los personajes y las situaciones en las que los obligan a participar. “Las maravillas” se desarrolla en el contraste, no importa desde donde la veamos o escuchemos. En cuanto a los escenarios, predomina el terreno rural árido y, luego, sus personajes se moverán por otros, donde prime el agua, la vegetación o la urbanización generando no solo un contraste entre paisajes sino también de los personajes fuera de su zona de confort. A su vez, la fotografía, no ajena a esta propuesta, nos ofrece iluminaciones que potencian majestuosamente cada evento y generan en el espectador una sensación de extrañeza que lo mantiene atento, pero lo verdaderamente destacable es el diseño de producción. Desde vestuario, maquillaje, utilería, todos los elementos coexisten armónicamente con la historia y entre ellos, una sintonía en la que ningún detalle está librado al azar y funciona, transmite y atrae. De esta forma, se construye un nuevo universo, el de “Las maravillas”, excéntrico como el solo pero con elementos audiovisuales tan bien enlazados que pasan desapercibidos y nos permite apreciarlos con total naturaleza. El final inesperado deja con un sabor amargo pues no se anticipa en ningún momento y termina por arruinar el tratamiento planteado anteriormente o es tan profundo que solo algunos podrán comprenderlo. Alice nos invita a la reflexión en un intento por concientizarnos sobre una realidad que, consciente o inconscientemente, todos somos partícipes. En un mundo donde el paso de la urbanización y el capitalismo lo destruyen todo, quizá la destrucción del mismo sistema patriarcal sea la esperanza.
El amor rústico Las sucesivas crisis y cambios forzados en una familia dedicada a la apicultura es el eje principal de Las maravillas (Le Meraviglie, 2014), una película hermosa que combina el clasicismo narrativo con instantes de poesía casi imperceptible, enmarcada en el propio relato. A la hermosa Las maravillas le podemos regalar uno de los mejores piropos del cine contemporáneo, uno que vale oro porque la eleva por sobre la uniformidad generalizada: el opus escrito y dirigido por Alice Rohrwacher es un film misterioso, extraño, que responde a varias categorizaciones y al mismo tiempo escapa a las apariencias, proponiendo constantes lecturas alternativas y enriquecedoras. La segunda película de la realizadora, luego de la también interesante Corpo Celeste (2011), posee una idiosincrasia autobiográfica muy marcada que recorre cada minuto del metraje, como si nos estuviese ofreciendo una visión ensoñada de lo que fue su infancia en la región de Toscana, en Italia, en tanto integrante de una familia rural dedicada a la apicultura. Con padre alemán y madre italiana, Rohrwacher reconstruye la belleza campestre sin echar mano de tomas contemplativas interminables o cualquier otro ardid del cine arty, decidiéndose en cambio por un naturalismo casi mágico. El personaje que representa a la directora es Gelsomina (Maria Alexandra Lungu), la hija mayor de 4 hermanas pequeñas producto de la relación entre Angelica (Alba Rohrwacher) y Wolfgang (Sam Louwyck), quienes a su vez viven con Cocò (Sabine Timoteo), la cuñada del teutón. La tranquilidad del clan, sobre el que Wolfgang ejerce un control inflexible, comienza a caerse a pedazos en tres frentes: por un lado tenemos el interés de Gelsomina en participar en un programa televisivo llamado El País de las Maravillas, que premia con dinero al ganador de una “competencia” entre distintos negocios familiares de productos típicos; luego viene la necesidad de Wolfgang de una ayuda masculina en los quehaceres de la cría de abejas para la extracción de miel, lo que desencadena que traiga al hogar a Martin (Luis Huilca), un niño con antecedentes penales; y finalmente tenemos una intimación estatal para que la empresa familiar se adapte a las costosas normas sanitarias en vigencia. La riqueza de la película reside precisamente en un desarrollo ramificado e impredecible, en el que -para colmo- prima un juego continuo entre extremos opuestos que no llegan del todo a chocar pero sin duda se ven obligados a convivir a nivel cotidiano/ laboral/ afectivo/ social. El guión trabaja de manera muy sutil los roces entre la feminidad y la masculinidad (el carácter taciturno de Wolfgang, cercano a un jefe con todas las letras, se enfrenta a la sensibilidad de las mujeres de la casa), entre la adultez y la infancia (los imponderables económicos terminan en parte subsumidos -por pura desesperación y pavor de los adultos- al anhelo inocente de Gelsomina de triunfar en televisión) y entre el devenir bucólico y el propio de las grandes metrópolis (el apego a la naturaleza de la familia encabezada por Angelica y Wolfgang es amenazado por un grupito de cazadores que circundan la finca y por la misma presencia de las sanguijuelas mediáticas, siempre prestas a explotar la ignorancia popular). Pero más allá de este ciclo de descubrimientos cruzados de los sinsabores de la vida, el film también propone instantes de una poesía cristalina, esplendorosa, capaz de entregarnos a un padre que duerme en un catre en el medio de la nada, una niña “bebiendo” un rayo de luz, otra recibiendo un camello de regalo, o toda esa serie de exquisitas alegorías oníricas en torno al desenlace y sus consecuencias. El concepto principal que sobrevuela la obra de Rohrwacher es el del amor rústico, ese cariño que -a pesar de su tosquedad y su fundamentalismo porfiado, a la vieja usanza- guarda un cierto grado de inteligencia y definitivamente ayuda a defender a los seres queridos de los ataques de una coyuntura ventajista e intolerante para con las necesidades y recursos de la pluralidad de sectores que componen la sociedad. Aquí reaparece un tópico clásico de los relatos marginales, el de un Estado y unos mass media ciegos que no aceptan la diversidad y sólo buscan una triste monotonía a cualquier precio…
Ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2014 -segundo en importancia después de la Palma de Oro–, esta película de la joven y talentosa directora combina con múltiples hallazgos la historia de un emprendimiento agrícola, la compleja dinámica familiar, el despertar sexual de los adolescentes y las contradicciones entre tradición y modernidad, entre la vida rural y la urbana. Tras su auspiciosa ópera prima Corpo Celeste, Rohrwacher se consolida como una de las realizadoras más valiosas del nuevo cine italiano. En su segundo largometraje después de Corpo celeste, esta joven realizadora italiana llegó nada menos que a la Competencia Oficial de Cannes con la historia de un matrimonio con cuatro hijos que se dedica a la explotación apícola en una granja de la Toscana, con la ayuda de la hermana de ella. El film describe la complicada subsistencia del emprendimiento, los conflictos que generan las actitudes despóticas y violentas del "jefe de familia" y una historia coming-of-age con el despertar sexual de la hija mayor tras la llegada al lugar de un adolescente alemán enviado por un programa de intercambio y formación. Si bien está lejos de ser una película perfecta (hay una subtrama con el arribo a la zona de un programa de televisión tipo reality que quita más de lo que agrega), Rohrwacher es capaz de construir un universo propio, que en el caos de ese grupo y con el calor veraniego encuentra algunos puntos de contacto con el cine de Lucrecia Martel.
Tras el éxito de La grande bellezza, de Paolo Sorrentino (ganadora del Oscar al mejor film extranjero, entre otros galardones), todo el mundo ha vuelto a hablar de un cine italiano en pleno renacimiento. El premio a Las maravillas en Cannes pareciera confirmar ese dicho: algo está pasando en el cine de ese país. Por un lado, es cierto. Pero, por otro, nada más distinto que estas dos películas en sus propuestas estéticas y narrativas. Tan distinta, digamos, que tranquilamente podríamos llamarla “la piccola bellezza”. Segunda película de Rohrwacher tras la muy buena Corpo celeste, Las maravillas se centra también en la vida cotidiana de una familia muy poco común, integrada por un padre de origen alemán, una madre, cuatro hermanas y una “tía” que viven juntos en una zona campestre y se dedican a la apicultura. Pero no es eso lo que los vuelve “poco comunes” sino su estilo de vida: el padre es un hombre severo y a la vez muy radical en su concepción de la unidad productiva familiar como algo alejado del sistema, por lo que mezcla una obsesión por la perfección en su trabajo con una forma muy sui generis de educar a sus hijas y de vivir, casi como en una comunidad hippie. La madre no parece poder hacerle frente y la hija mayor –verdadera protagonista de la historia– es la que debe lidiar con el conflicto de satisfacer los deseos de su padre pero tratar de cumplir con los suyos, que no son siempre los mismos. La película va acumulando situaciones potencialmente conflictivas pero no tiene un eje narrativo específico más que la tensión persistente entre el obsesivo padre y la nerviosa hija, que empieza a distanciarse de él. El no acepta errores en la recolección de miel ni quiere saber nada con participar en un concurso de televisión con el que sueñan sus niñas, mientras que la chica quiere satisfacerlo pero, ya casi adolescente, no está dispuesta a sacrificar todo para hacerlo. Si hay un eje en el film, este es la falta de dinero y lo que los personajes están dispuestos o no a hacer para obtenerlo. Rohrwacher logra introducir a los espectadores en ese pequeño universo de una manera impresionista. Su especialidad son las pequeñas escenas y conflictos cotidianos que van conformando un universo, en un estilo que hace recordar al cine de la argentina Celina Murga, aunque el estilo de vida está más cerca de aquel de las películas de Rainer Frimmel y Tizza Covi (La Pivellina). Discusiones sobre el uso del baño, niñas bailando éxitos radiales, el padre persiguiendo a cazadores desnudo en el campo, la aparición de un bizarro programa de televisión (con Mónica Bellucci con una peluca blanca como conductora) que viene a filmar en la zona. Son elementos que van creando un mundo cinematográfico personal, alejado de todo lo conocido, pero cuyos conflictos se parecen a los de toda familia. Gran observadora del mundo femenino, especialmente el adolescente–probablemente eso ayudó a recibir el premio del jurado presidido por Jane Campion, que supo meterse en mundos similares en sus inicios–, Rohrwacher se aleja y mucho del modelo de su compatriota Paolo Sorrentino quien, si bien también suele relatar en un estilo de viñetas y escenas sueltas, tiende a construir gigantografías de cada cosa que filma, transformándolas en imperiales. Alice es subterránea, de bajo perfil, crea su universo y lo echa a andar. De a poco, capa sobre capa, nos hace partícipes de sus conflictos y nos convierte en miembros de su grupo familiar.
Las Maravillas Alice Rohrwacher propone una mirada lúcida sobre un grupo familiar sometido por un padre en “Las Maravillas”, filme que en su digresión, laxitud y belleza potencia la simple historia inicial que plantea. En “Las Maravillas” la llegada de un reality revuela la tranquilidad de un pequeña productora rural de miel, cuando una de las hijas, sometida por su severo padre, decide anotar a todos para poder así conseguir el dinero que tanta falta les hace. Si Rohrwacher trabaja con el florecimiento de su protagonista y su paso a la adolescencia, por un lado, y sobre la cínica impunidad con la que algunos productores manejan los sueños y anhelos, por el otro, es porque su filme habla de una realidad inevitable y vigente que arrasa con cualquier modo de producción artesanal. Rozando el documental, pero separando con el delirio que sólo la propuesta puede reforzar, “Las Maravillas” es un pequeño milagro dentro de la actual cartelera.
Una curiosa comunidad disidente Nada se parece a un film italiano actual en este rincón de la península donde el alemán Wolfgang ha instalado su pequeño reino familiar en el que las mujeres son mayoría. Fábula, fantasía, documental, imaginación, vida real, en fin: todo cabe en este cuento singular entremezclado con la poesía de una autora que con sólo dos films en su haber ya exhibe un estilo y un lenguaje propios. Aquí está la esposa, que fue presuntamente a quien él siguió enamorado cuando la conoció de joven y decidió que allí, en ese impreciso límite entre Umbria, Lazio y Toscana -como la propia autora del film se encarga de ubicarlo-, podrían vivir su sencilla vida de apicultores, criar a sus pequeñas hijas y mantenerse alejados de un mundo que -juzgan- está por terminarse. Wolfgang no ha sido padre de un varón, pero no lo lamenta. Están sus tres hijas y entre ellas está Gelsomina, la mayor, la predilecta, que a los 12 años es capaz de ordenar los trabajos y distribuir los abundantes quehaceres cotidianos en ese hogar de campo. Y hasta tiene la vista necesaria y los dedos finos para quitarle uno por uno los aguijones que los insectos le han clavado en la espalda cuando vuelve de regreso a casa al cabo de esas largas jornadas de verano. El cariño que une a Wolfgang y Gelsomina es mutuo y entrañable. Y constituye sin duda uno de los sentimientos que el film expone de modo más conmovedor. La cultura y las tradiciones se conservan así y así se transmiten, de padres a hijos. Y se defienden con todas las fuerzas. Tal como Alice Rohrwacher lo pinta, el día a día de la familia campesina transmite ese calor del hogar con una sinceridad que parece filtrarse en las imágenes tanto como en los rostros de los actores. No cuesta suponer que son muchas las experiencias vividas de niña por ella (y por su hermana Alba, la actriz que encarna a la madre), y que han inspirado muchos momentos que el film recrea con delicadeza singular. Esta curiosa comunidad disidente, cuyo padre está convencido de que el nuestro es un mundo llamado a desaparecer, ha elegido apartarse, mantener distancia. Precisamente para salvar a los chicos: Gelsomina, Marinella Caterina y Luna. Como si su modesto paraíso del campo, ese donde es necesario trabajar tan duro y a toda hora, fuera su propia arca de Noé. Allí se refugiarán los chicos, crecidos en íntimo contacto con la naturaleza, mientras tanto el mundo de esas felicidades de cartón pintado siga avanzando como avanzan esas "maravillas" que desde el comienzo del film están vendiéndonos los engañosos milagros de la televisión, con sus concursos, su hada blanca de ficción y sus premios, que pretenden celebrar los valores de la tradición y rescatarlos en su pureza. Valores que perduran tanto en la dulce miel que entregan las abejas como en la mirada franca, noble y luminosa de Gelsomina, sobre todo ahora, cuando empieza a descubrir el amor en el inesperado compañero que le ha traído el azar y que prefiere expresarse en silbidos antes que con palabras.
Elecciones de vida. Entre los muchos logros de esta agridulce comedia italiana está el de retratar de un modo extraordinario el paso del mundo de la infancia al de la adolescencia de su protagonista. Con su base narrativa montada sobre un realismo que no elude la variante mágica, pero con mucha simpatía por la farsa, la comedia y el melodrama, Las maravillas de Alice Rohrwacher hunde sus raíces de plano en algunas de las tradiciones más reconocibles de la rica y vasta historia del cine italiano. Presentada el año pasado en el marco del Bafici, su relato arranca con la familia de Gelsomina, una chica que atraviesa el último verano de su niñez, que es también el primero de su adolescencia, que no son la misma cosa. Habitantes de una zona rural en la provincia de Umbría, corazón geográfico de Italia, no hay muchas diferencias formales entre el modo en que vive esta familia y cómo lo hacían los personajes de Feos, sucios y malos (Ettore Scola,1976): amontonados en una casa que es más ruina que otra cosa y al margen de la sociedad. Aunque es cierto que pueden ser un poco sucios (pero una suciedad que tiene más de hippismo que de miseria), la diferencia es que en la familia de Gelsomina están muy lejos de ser feos y, mucho menos, malvados. Más bien lo opuesto. Y que su marginalidad es, ante todo, voluntaria, una elección de vida. Afincada en una tierra que alguna vez fue la de los míticos etruscos, aquel pueblo que habitó la península algunos siglos antes de que los romanos comenzaran a apropiársela, la familia de Gelsomina se dedica a la apicultura y la producción artesanal de miel. El grupo lo completan su madre, sus tres hermanitas, Cocó, una amiga de la madre, quienes viven de manera casi ascética a instancias sobre todo de Wolfgang, padre cascarrabias que está en contra de casi todo contacto con las estructuras sociales y que cree fervientemente en que no falta mucho para el fin del mundo. Criadas en ese universo de una libertad que lo es sólo en apariencia, Gelsomina y sus hermanas casi no conocen como es la vida lejos de esa casa destartalada, del trabajo en los colmenares, de los juegos en las playas del lago o del pueblito vecino. Viven ahí, sometidas a esa excéntrica reclusión al aire libre que les impone el pater familias, casi como en la prehistoria. Así, como prehistoria, define esa vida rural Milly Catena, una conductora de televisión que llega con todo su equipo para grabar una especie de reality show en el que las familias de aquella región, una de las más agrestes de Italia, competirán entre sí disfrazadas de etruscos. La cosa tiene su gracia, porque es muy poco lo que se sabe de este pueblo antiguo, de cual han quedado muy pocos rastros históricos. Para estas cuatro chicas que apenas conocen el mundo, encontrarse por sorpresa con el rodaje fellinesco de los avances publicitarios del programa y con la exuberante Catena disfrazada de algo así como una diosa etrusca, resulta una forma tan maravillosa como violenta de empezar a conocer qué hay más allá de su aislamiento. Tan seducida queda Gelsomina con la figura de Catena (interpretada por la eficiente y bella Monica Bellucci) y con la posibilidad de ganar ese concurso que le permitiría a su familia aspirar a una vida mejor, que hasta llega a enfrentarse a Wolfgang e incluso a desobedecerlo, impulsada por el deseo. Rohrwacher consigue entrelazar con delicadeza las diferentes instancias que conviven en Gelsomina, desde la relación de amor-odio con su hermana menor a la lealtad con su madre y de la devoción por un padre para quien ella es la niña de sus ojos, a la inocente traición a la que la empuja el propio espíritu de su incipientemente pubertad. Entre sus mayores logros está el de retratar de un modo extraordinario ese mundo de infancia en disolución, con los lenguajes privados compartidos entre hermanas y sus fantasías iniciáticas, al que los colores y las texturas estivales parecen destacar todavía más. Desde ahí, la directora y guionista compone una fábula acerca del crecimiento de gran potencia dramática y exquisita gracia narrativa.
Con Maria Alexandra Lungu, Sam Louwyck, Agnese Graziani y Monica Bellucci. Una familia muy poco normal vive en el campo, de la apicultura. Un padre hippie pero autoritario, una madre dulce y cuatro niñas que juegan y trabajan la miel. Las Maravillas es una película de observación, en la que cada gesto cuenta, principalmente los de la hija mayor, Gelsomina, que empieza a soñar otros sueños. sobre todo, cuando llega al pueblo un equipo de televisión con una especie de diosa bella y casi onírica. Excéntrica y a la vez sensible, una película original como sus queribles, y extraños personajes.
Ópera prima de Alice Rohrwacher, Las maravillas gira en torno a la agridulce historia de una niña en medio de una familia de apicultores en un pueblo de Italia. El primer largometraje de Alice Rohrwacher es un drama con algunos toques de comedia, y por momentos algo surrealista. Se nota que Las Maravillas es una película dirigida por una mujer, ya que es una especie de oda a la femeneidad. Gelsomina tiene 12 años y es la mayor de sus hermanos. Su familia vive de la apicultura y está comandada por un padre autoritario que tiene a su mujer y sus hijas prácticamente esclavizadas trabajando. “Cuando no está él se respira”. Un día aparece un programa de televisión en busca del mejor productor local de alimentos y es ahí cuando aparece la bella Monica Bellucci, interpretando a su excéntrica conductora, como el ideal de belleza que la niña admira. Así como la actriz suele cautivar a la platea masculina, acá cautiva a la niña que de repente quiere ser algo más que una simple apicultora. Pero la primera persona que se le opone es su padre alemán. Con una buena fotografía a cargo de Hélène Louvart y unas locaciones de ensueño es que se decide contar esta historia que parte de un guión simple que no termina de profundizar en las emociones de los personajes. De hecho, los personajes adultos apenas están desarrollados. La narración fluye de manera lenta y más bien contemplativa. Gelsomina es inteligente e intuitiva y sabe que su futuro no está en ese lugar con los demás por eso se atreve a desafiar a su padre al entrar al concurso. Con un tono extraño, agridulce y por algún momento casi absurdo, es que Las Maravillas es una rareza, atractiva e interesante pero cuyas pinceladas no terminan de definirla y se la siente un poco despareja.
Aunque no de la manera que décadas atrás, el cine italiano nunca deja de dar grandes cineastas con una visión propia y un alcance mundial. Paolo Sorrentino es el exponente más notorio (en especial, después del Oscar por La Grande Bellezza, 2013), pero también es posible nombrar a Mateo Garrone (Gomorra, 2008) y a Alice Rohrwacher. Gracias a Corpo celeste (2011), su ópera prima, llamó la atención de los críticos y obtuvo numerosos premios. Las Maravillas (Le Meraviglie, 2014) es su segundo largometraje, y el que contribuye a su camino a la consagración. Gelsomina (Maria Alexandra Lungu) no tuvo infancia. Hija mayor de una pareja de apicultores, ejerce la actividad junto a sus tres hermanas menores en una vivienda de la región de Umbría. Su rutina diaria se basa en abejas, miel, trabajo duro. La rutina será alterada cuando llega un programa de televisión que, concurso mediante, premiará con dinero a una familia rural. Entusiasmada, Gelsomina accede a participar, aunque el padre (Sam Louwyck), un hombre chapado a la antigua, no está contento; de hecho, desprecia aún más a las mujeres que lo rodean a partir de que se convierte en tutor de Martin (Luis Huilca), un muchacho que lo ayuda. ¿Podrá Gelsomina conseguir, mediante el concurso, la oportunidad para evitar un porvenir cada vez más complicado, salvar a su familia y tener una vida normal? Lo nuevo de Rohrwacher (de corte biográfico: su padre, de origen alemán, se dedicaba a la apicultura) cuenta una historia de madurez, de choques culturales dentro de una misma familia, de etapas que son quemadas a una edad prematura. La directora también aprovecha para hablar, de manera indirecta, de la situación social de la Italia contemporánea y del impacto de los medios televisivos, con su glamour y sus promesas de salvación. La joven Maria Alexandra Lungu es quien lleva adelante la película. Frescura y talento se conjugan para darle corazón a Gelsomina. El actor belga Sam Louwyck compone a Wolfgang, un padre duro, cerrado, de procederes cuestionables, pero que no deja de ser humano; sólo quiere lo mejor para su familia. Alba Rohrwacher es Angelica, la madre, la persona adulta que más entiende a las jóvenes. No nos olvidemos de la participación especial de la siempre deslumbrante Monica Bellucci; se roba sus escenas como Milly Catena, la conductora del programa e ídola de la protagonista. A veces dramática, a veces tierna, a veces cómica, entrañable de principio a fin, Las Maravillas demuestra que el cine italiano pasa por un momento interesante. Será cuestión de tiempo si logra recuperar el trono de antaño, pero de la mano de Alice Rohrwacher, por ejemplo, va por muy buen camino.
EL PARAÍSO TIENE SUS INFIERNOS Un film premiado en Cannes, de la directora italiana Alice Rohrwacher que nos muestra una familia muy especial que habita en las afueras, en una zona rural, en la producción de miel. En esa familia pseudo hippie, con una madre permisiva, una tía postiza, cuatro hijas y un padre convencido de criar a su familia en libertad, pero sin dudas despótico y muy egoísta, encerrado en sus ideas. El peso del arduo trabajo familiar recae mucho en la hija mayor, la verdadera protagonista de la historia, que con su despertar adolescente verá crecer sus rebeldías y también su sexualidad con la llegada de un extraño. Se trata de un chico con antecedentes penales, alemán, instalado en la familia por un sistema de intercambio para la inserción social. La habilidad de la directora es su mirada de los detalles, de situaciones cotidianas que se hilvanan, para demostrar que los conflictos en definitiva nunca son tan graves y si son universales. La llegada de un concurso bizarro se lleva parte de la película y no aporta demasiado, profundiza el ridículo y la falta de tacto para tratar a los granjeros.
Los caminos de Gelsomina La directora esquiva el tono dramático en esta historia sobre una familia de apicultores. Todas las maravillas del mundo parecen tener, tarde o temprano, un destino parecido. Turístico al menos, de Disneylandia en versión patética en cualquier dimensión o punto cardinal de este planeta global. En Traslasierra, Córdoba, hay (y sirva como ejemplo) un balneario que se llama Las maravillas, con aguas cristalinas y lugareños vendiendo pastelitos a turistas de ocasión, que hunden sus patas en esos torrentes termales y tarifados del río Panaholma. Las maravillas, la película de la italiana Alice Rohrwacher que ella misma presentó en nuestro festival de Mar del Plata en 2014, tiene mucho de esa historia común, de ese cruce de culturas que huele a invasión. Su drama ocurre en un pueblo etrusco, en la región de Umbría. Allí Wolfgang, su mujer y sus cuatro hijas viven de lo que producen en una granja aislada. Son apicultores, naturistas, y en el horizonte de este padre de familia no parece haber otro camino. El primer acierto de la directora es esquivar el tono dramático; el segundo, elegir como protagonista a Gelsomina, la hija mayor de esta familia estricta, que en el despertar de la adolescencia sufre el camino que su padre eligió para ellos. Con ironía, ciertos toques de comedia y hasta una suerte de realismo mágico (innecesario) la historia avanza hacia ese cruce de culturas en un escenario paradisíaco en el que los lugareños descubren los agroquímicos, y en el que además se desarrolla un concurso televisivo conducido por la gran Mónica Bellucci, un ciclo para elegir a la familia que mejor represente los valores y tradiciones del lugar. Una parodia disruptiva. Un sacudón para el mundo de Gelsomina al que se suma Martin, preadolescente alemán que llega por un programa de reinserción con el que la familia espera ganar algunos pesos. Todas atracciones para que Gelso se sienta tan atraída y confundida como el famoso personajes de Giulietta Masina en La Strada. ¿Quiere se granjera, seguir sacándole aguijones de abeja a su padre, trabajando como una esclava? ¿Qué la seduce de ese mundo frívolo que acabó con la calma familiar? ¿Hay escapatoria? Sobre un tema transitado, universal también, Rohrwacher basa su trama en la sólida construcción de esa relación padre hija, amor y conflicto como naturaleza. Teje una mirada ácida sobre ese contexto que es cruce de culturas, aunque lo diluya a veces con simbolismos altisonantes puestos en un camello, un silbido. Mirada personal al fin sobre la posibilidad, sobre la libertad de padres e hijos para elegir si participar o no de tal o cual mundo. Más allá de las maravillas.
Mieles de adolescencia Las referencias indirectas al tomar contacto con el segundo opus de la realizadora Alice Rohrwacher, premiada en 2014 en Cannes, se acomodan en personalidades locales como Lucrecia Martel o Celina Murga, desde su mirada sobre lo femenino pero también desde la necesidad de dejarse llevar por dos fuerzas en su cine. Esas fuerzas, centrífugas y centrípetas, describen y operan en el universo de Las Maravillas (2014). Además, recaen en Gelsomina (Maria Alexandra Lungu), personaje pivote al que le llegan por reflejo o refracción todos los acontecimientos o conflictos desarrollados de manera minimalista, en una trama que intenta traspasar la barrera de lo bucólico para imponer una serie de contradicciones propias de las dicotomías de pensamiento, maneras de vivir y modelos, en un contexto de una Italia profunda y en transición de una crisis socio-económica de larga data.
Un padre que no cree en el presente y una hija que sueña con otro futuro Familia de apicultores que vive muy precariamente en la zona rural de la provincia de Umbría. Padre mandón, esposa silenciada, hijas sometidas. Gelsomina tiene 12 años es la mayor y la mano derecha de ese jefe de hogar que se enmascara para alternar con sus abejas y con sus hijas. Sometimiento, admiración y hartazgo confluyen en ese cuerpo que va madurando como su alma. Gelsomina es una niña pronta a dejar de serlo que encontrará un mundo de sorpresa e iniciación en ese chico recién llegado, un semi refugiado que completa el rostro de la Europa sospechadora de estos días. Abordaje agridulce de una familia de rasgos primitivos, aferrados tercamente a su tierra por un padre exigente y atrasado que no deja espacio ni para la familia mujer ni para el futuro. Las mantiene lejos del mundo, sin maltratarlas pero sin esperanza, cuidándolas y exigiéndoles, como si formaran otro panal. Y las abejas, prisioneras sin fin de su puro revolotear, operan como contrafiguras y espejos de un medio que le enseñará a Gelsomina a levantar vuelo lejos de casa. Film reposado que quiere ser poético y le cuesta. Pinta bien a esa familia, aunque se torna pesado y forzado en su parte final, cuando la directora se apura en darle algo de magia y colorido a una historia que no sabe cómo terminar. Las Maravillas es una de esas películas cuya desnudez y austeridad tratan de imponer respeto. No es intensa ni conmovedora, pero es respetuosa al retratar el despertar de una hija que puede ser el despertar de la familia, una nena que se hace adolescente y descubre en lo artificial –un programa de TV (escena larga y desafortunada)- el mundo que espera afuera, menos previsible y repetido que el de las abejas y sus apicultores. Gelsomina siente que el silbido de ese recién llegado puede ser su despertador. Y será al fin una falsa hada la que, al quitarse la peluca, le mostrará el rostro de una vida real que la espera con otras mieles y otros aguijones.
Aislados del resto de Italia, una familia se dedica a la apicultura, hasta que un par de anomalías (un joven, un equipo de televisión) ingresan a ese mundo menos primitivo que tradicional e introducen cierto caos, cierta necesidad de reflexión sobre sus propias condiciones. En realidad, dado que toda la historia está contada desde la mirada de una adolescente, lo que el film narra es el paso del disfrute o la pena absolutas -esos de la infancia, esos que implican la total falta de distancia respecto de aquello que desencadena las emociones- a la reflexión sobre uno mismo y el mundo que nos rodea. Pero nada de esto implica elucubraciones sesudas, sino que el talento de la realizadora Alice Rohrwacher consiste en que este tema surga plácidamente a partir del registro de situaciones, algunas creadas con imágenes de una gran poesía. El film es un viaje de enorme placer hacia una tierra incógnita que es tanto geográfica como emocional y, casi, un bucólico cuento de hadas.
Los santos inocentes Ante todo, y una vez puesto en marcha la operación retorno, debo aclarar que mi ausencia a miles de kilómetros se debió como resarcimiento por las millas acumuladas a partir del mal trato por trabajo insalubre. Dicho de otro modo, y no en defensa de nuestro viejo e irresponsable editor, (más viejo que irresponsable), fueron demasiados los bodrios que tuve que digerir, y luego “pensar”, para escribir sobre los mismos, ya que, como me dijo una vez el maestro Anibal Vinelli, si vas a hablar mal de una película tenés que justificar con más argumentos que si hablas bien. Y tener que pensar un bochorno fílmico, agota. Por otro lado decir que no hay reparación eficaz al ciento por ciento. Sin embargo, el alejarse un poco y despejar el cerebro, ayuda. Así que, y esto va en particular a mi colega que se andaba quejando, a llorar a la Sinagoga, perdón a la iglesia. Yendo a lo importante, éste filme, ganador del Gran Premio del Jurado en el festival de Venecia del 2014, centra toda su potencia en la perdida irremediable. Tanto que, visto desde la metáfora de un mundo extraviado por la inoperancia de muchos, o por la mentada globalización, como simultáneamente, puede ser apreciada como la perdida de la inocencia, de ese paso que va del mundo infantil al adulto, casi como un salto al vacío, en la mirada de nuestra heroína. Este segundo largometraje de la italiana Alice Rohrwacher tiene un principio que es el mismísimo final. Una noche oscura, camionetas que circulan por un espacio, al parecer desértico, los ocupantes de los mismos van armados, bajan de los vehículos, uno señala una casa en el medio de la nada y se entera (los espectadores también) que está desde siempre ahí. La cámara abre en el interior de la vivienda. Es de día, nos presentan a nuestros personajes, y a partir de allí la historia de la familia, y la realidad que los va circundando en la mirada de Gersomina, la hija mayor de la pareja parental. La directora demuestra una gran capacidad de observación de la realidad que ella misma refleja, y simultáneamente, pero con visos de constituir una subtrama, va construyendo otra equivalente, al mismo tiempo, y de manera muy natural, acercarse además desde las formas al neorrealismo italiano, del que éste filme parece ser deudor, cuando se puede ver como una forma de rendirle homenaje a uno de los más importantes directores de cine como Federico Fellini, no en vano nuestra heroína lleva el mismo nombre que la protagonista de “La Strada” (1954). La historia central narra las vicisitudes de una familia de apicultores que contra viento y marea desean seguir viviendo en un mundo natural, cuando alrededor el capitalismo salvaje va transformando todo en artificial. Gersomina crece en este mundo que se está acabando, mientras desde su interior va abriéndose paso la mujer que algún día se supone será. El transito que va de la inocencia extrema a la madurez golpeada, en sus silencios, en su mirada, se va forjando tanto el conflicto personal como el general. Pues la realización transita constantemente de lo general a lo particular, de su infancia que se desvanece al mundo conocido que va desapareciendo, la presencia de un joven foráneo, ex reo, adoptado por los padres de Gersomina, sumado a la invasividad de la que son víctimas por un mundo visual, donde la reina de lo vacuo se hace presente en formato de concurso televisivo, siendo la conductora un monumento al kitch, en si misma y en el cuerpo de Monica Bellucci, alteraran el frágil equilibrio en el que la familia se seguía sosteniendo. Conjuntamente, y no debe ser capricho que la actividad de la familia sea la producción de miel, apicultores que nunca pueden llegar a ser como imagen la constitución de la colmena que ellos mismos cuidan y de la cual dependería su supervivencia. De una sencillez de construcción, estéticamente sin grandes despliegues, sólo el confrontar los mundos, el natural y el artificial, sin grandes movimientos de cámara, trabajado más que nada del plano medio al plano entero, necesitando por momentos recurrir al plano general para que no nos olvidemos del espacio que quiere retratar. Un muy buen montaje, una muy buena dirección de fotografía, y gran diseño de la banda de sonido, y sostenido principalmente por las actuaciones. Como canta el gran poeta cubano Silvio Rodríguez, casi se podría decir una síntesis del discurso del filme. ”La era esta pariendo un corazón. No puede más, se muere de dolor, y hay que acudir corriendo pues se cae el porvenir en cualquier selva del mundo, en cualquier calle...”
Gelsomina en el país de las maravillas Las primeras escenas nos sumergen en una noche espesa donde unos hombres con armas y perros deambulan en el medio del bosque, descubren una casa, la ignoran y continúan su viaje. La película se detiene en este espacio, esperando el amanecer. Como si despertáramos de un sueño, descubrimos que en la casa vive una familia que se dedica a la apicultura: un hombre que parece alemán, su esposa italiana y sus cuatro hijas. Las maravillas no se inscribe en ningún género ni se asemeja al cine italiano actual:es una película profundamente singular que plantea una tensión permanente entre lo real y lo onírico, integrando las mitologías y adoptando un tono de fábula. La troupe vive en una suerte de autarquía campesina: una utopía puesta en peligro desde el exterior por los cazadores de la escena de apertura, y también desde el interior por la realidad económica que desborda a un padre colérico de frágil autoridad. La heterogénea amenaza exterior puede ser también la llegada a la casa de un adolescente que silba en lugar de hablar,la aparición de un camello incongruente, o el descubrimiento de un equipo de televisión conducido por Monica Bellucci. Esta figura con estatus de ícono pone en abismo la ficción y transporta a los protagonistas hacia una telerealidad onírica y sórdida en la que tienen que promocionar su miel para ganar un premio. La película elude la crítica fácil a los medios y resalta la belleza del romanticismo radical y desesperado de la familia. Desde el punto de vista formal, la calidad pictórica del súper 16 añade una carga sensual a los cuerpos, a las luces y a los paisajes. La empatía evidente de la cineasta con los personajes le permite construir un camino sinuoso en el que el núcleo familiar y el mundo exterior son dos ficciones que comienzan a comunicarse. Gelsomina es la mayor de las hermanas y la favorita del padre. Los muros de la fortaleza se agrietan cuando ella se proyecta hacia otros espacios. La película es testigo de una iniciación, un umbral simbólico y físico, el desplazamiento y la transformación. Gelsomina crea su propio relato tomando La strada como punto de partida hacia nuevos horizontes.
PAISAJES, CUERPOS Y ROSTROS Hay una corriente de películas italianas actuales que en los últimos años trabajan una idea: cómo repercute la llegada de algún ente a las economías regionales, ancladas en zonas alejadas de las grandes urbes y consagradas al turismo o a la elaboración de productos. En este marco se inscribe Las maravillas, que tiene como protagonista colectivo a una familia dedicada obsesivamente a la apicultura. Dos o tres pincelazos al inicio le sirven a la directora para plasmar un modo de vida comunitario bajo la lógica machista de un padre que se niega a salir de ese orden y seis mujeres que, a pesar de someterse a su voluntad, también toman decisiones. A medida que la película avance, el punto de vista se recortará sobre la adolescente Gelsomina, quien oficia como la coordinadora de las actividades diarias e irá descubriendo otras formas de amor con la llegada de un niño alemán que deberán cuidar como parte de un programa social. La mirada de Rohrwacher se acerca a esos cuerpos fatigados, presionados por la labor diaria, sin descuidar nunca sus rostros, sobre todo el de las niñas, que se agigantan en pantalla. Un uso adecuado de la luz en los momentos justos permite disfrutar del entorno natural como de los interiores precarios, metiendo en la piel del espectador el clima del lugar. No es un dato anecdótico puesto que la película es también un pasaje temporal, ese viaje de la infancia a la adolescencia. La vuelta argumental se produce con la llegada de la tv y una propuesta que moviliza a los lugareños. Afortunadamente, en una sabia decisión, la trama nunca permite que esa irrupción se cruce inapropiadamente con la de la familia y que, en todo caso, sea una excusa para desarrollar los cambios que padecerá Gelsomina. Cuando parece que se cae en los lugares comunes, la sensibilidad de la directora salva la situación. En el medio de todo el circo mediático, lo que prevalece es la necesidad de explorar un mundo privado, ese que todo niño ve en contrapicado y que se desvanece lenta e inexorablemente con el paso del tiempo.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
APICULTURA Y SOCIEDAD Ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes, Las maravillas es el segundo film de Alice Rohrwacher. Trazar un perfil con solo dos películas es un poco aventurado, pero ya en su opera prima, Corpo Celeste (2011), estaban presentes temas que aquí van a volver a aparecer: la niñez y adolescencia, el crecimiento, lo incomprensible del mundo adulto, cierta inadecuación con el entorno y la búsqueda de un lugar en el mundo. La protagonista de este film es Gelsomina, una chica que está entrando en la adolescencia, hermana mayor de una prole de hijas mujeres en una familia de apicultores de las afueras de un pueblito italiano. El padre, Wolfgang, es un inmigrante alemán, un extranjero en todo sentido, un tipo amargado e irascible que reniega del contacto con la sociedad y solo se preocupa por su rudimentaria fabrica de miel casera. No es que se trate de un hippie con ideales de volver al contacto con la tierra, sino un sujeto con ideas apocalípticas, una versión bajo perfil de esos survivalistas o “preppers” que en los Estados Unidos se preparan para el fin del mundo, solo que sin llegar a armarse y construir un refugio, pero compartiendo la visión de un final inminente para el cual conviene estar alerta y vivir lo más aislado posible. La madre, Angélica, no parece compartir esta visión y es más solidaria con sus hijas, pero tampoco puede hacer demasiado. Toda la familia trabaja en la granja, en especial las hijas, con Gelsomina a la cabeza, y con un control férreo por parte del padre que para otras cosas de la vida las deja bastante sueltas. A Gesolmina, con la adolescencia golpeando a la puerta, esa vida ya no le cierra. El aislamiento se convierte en encierro y quiere abrirse al mundo. A ese equilibrio, frágil de por sí, vienen a sacudirlo dos episodios. Por un lado la llegada a la casa de un joven delincuente, también inmigrante alemán, que es traído a la granja como parte de un programa de reinserción social. Por otro lado, la llegada al pueblo de un programa de televisión que viene a grabar en la zona e invita a las familias del lugar a participar de un concurso con sus productos. Las maravillas retrata el fin de un tipo de vida y de un modo de relación comunitaria que viene a recibir sus últimas paladas con la llegada del turismo, el consumo y la tecnología agraria (en particular los agroquímicos). Pero, aun cuando lo que viene es peor, Rohrwacher da cuenta que las cosas son complejas y no idealiza ni romantiza ese supuesto paraíso perdido, como pueden hacer el padre, encerrado en su colmena, o el programa de televisión, que explota la imagen falsa de familias viviendo como antaño para vender un show de pintoresquismo. Lo interesante además es que el punto de vista es el de los chicos y en particular el de Gelsomina, para quien las reacciones de los adultos son bastante ilógicas e incomprensibles, pero también se distancia de sus hermanas más chicas ya que el mundo de la infancia ahora tampoco la identifica. Su experiencia con ese entorno es de otro orden y por eso en el film ocupa un lugar importante lo sensorial, el sol, el agua, el viento sobre los cuerpos, el contacto real con la naturaleza, ya que la relación de su protagonista es más vivencial que las racionalizaciones y justificaciones que puedan hacer sus padres o los responsables del programa. A eso contribuye una bella fotografía de toques impresionistas. Aunque por momentos se sientan ciertos recursos un poco obvios (el joven delincuente tímido pero sensible), Rohrwacher apuesta a un tono íntimo y emotivo que es logrado, no abusa del costumbrismo en el retrato de la comunidad, y más bien da complejidad y hondura a sus personajes, y hasta se permite algunas escenas que coquetean con el surrealismo. LAS MARAVILLAS Le Meraviglie. Italia. 2014 Dirección: Alice Rohrwacher. Intérpretes: Alba Rohrwacher, Maria Alexandra Lungu, Sam Louwyck, Sabine Timoteo, Agnese Graziani, Luis Huilca y Monica Bellucci. Guión. Alice Rohrwacher. Fotografía: Hélène Louvart. Edición: Marco Spoletini. Música: Piero Crucitti. Duración: 110 minutos.