La exasperación. En materia de apreciación artística, a veces los prejuicios funcionan como un contrapeso negativo que eventualmente vuelca la balanza hacia la sorpresa en consonancia con un film que aporta un mínimo quiebre para con el esquema esperado. Contra todo pronóstico, lo que parecía ser otra de esas comedias banales centradas en el patetismo de los estereotipos románticos, las estrellas avejentadas de turno y las locaciones turísticas, termina revelándose como una obra interesante que pone toda la carne al asador desde la primera escena, abriéndose camino bajo la forma de un drama -entre freudiano e inmobiliario- sobre las cuentas pendientes del pasado y los entretelones más infaustos de la dialéctica familiar. Si bien es cierto que ya hemos visto en una infinidad de ocasiones la cantinela del “viejo zorro” que arrastra una crisis psicológica desde su niñez, siempre desparramando culpas entre sus semejantes o utilizándolos como chivos expiatorios de sus propios dilemas, hoy la dupla compuesta por Israel Horovitz y Kevin Kline logra elevar el nivel de la propuesta por sobre el triste promedio de Hollywood: el director/ guionista y el protagonista excluyente respetan a los personajes y jamás caen en facilismos narrativos en lo referido a los diálogos, aunque también resulta innegable que algunas situaciones del desarrollo bordean el golpe bajo, amagando con una catástrofe que afortunadamente no llega a materializarse del todo. La historia gira en torno al atribulado viaje a París de Mathias Gold (Kline), un cincuentón que pretende vender un departamento que heredó de su recientemente fallecido padre, con quien mantuvo una relación distante a lo largo de su vida y en especial desde el suicidio de su madre. Por supuesto que las complicaciones no tardan en llegar y en esta oportunidad vienen de la mano de Mathilde Girard (Maggie Smith) y su hija Chloé (Kristin Scott Thomas), dos mujeres que le informan que no podrá disponer del inmueble porque el susodicho está sometido al régimen del “usufructo vitalicio”, lo que implica que Mathias deberá pagarle a Mathilde una suma fija de 2400 euros por mes hasta que la señora muera. Entre una convivencia forzada, chantajes superpuestos, secretos de distinta índole, chistes idiomáticos, el ideario del perdedor, tendencias autodestructivas y una simpatía incipiente entre los personajes de Kline y Scott Thomas, el convite ofrece un retrato inesperadamente visceral de esa clásica exasperación redentora, obviando tanto los clichés de las películas para “adultos mayores” como las pavadas de las comedias para adolescentes de nuestros días, esas que el mainstream suele introducir con fórceps en productos de este tipo. Aquí llama la atención el buen desempeño de Kline, luciéndose en un papel que invitaba al exceso y que el señor aprovecha con vistas a exprimir el costado tragicómico de la trama…
Si bien después de la mitad el guión de Mi vieja y querida dama tiene algunos tropezones, el resultado final es bastante bueno, aunque el peso de la labor del trío protagonista es mucho mayor de lo que nos deja la película en sí. El guión presenta una historia que se va desgranando poco a poco como...
Usufructo afectivo En Francia existe lo que se llama usufructo vitalicio, es decir, que se puede adquirir una propiedad a un dueño en calidad de alquiler y que por el sólo hecho de vivir en ese inmueble, el ocupante tiene derecho sobre la propiedad hasta el día de su muerte. Además, recibe un pago mensual en calidad de alquiler. La rareza de esta reglamentación inmobiliaria supone un sistema solidario entre las personas, tanto dueños como ocupantes, aunque para el protagonista, Mathias Gold -Kevin Kline-, quien tras el fallecimiento de su padre recibe en calidad de herencia un departamento en París, significa problemas desde el primer minuto en que atraviesa la puerta y se encuentra con una anciana -Maggie Smith-, quien al conocerlo le comunica que ella no se irá del lugar en el que vive junto a su hija, Chloé -Kristin Scott Thomas- desde hace muchos años. El departamento perteneciente al padre de Mathias implica para el protagonista un fortuito y no agradable encuentro con el pasado, atravesado de rencores y ausencias. No obstante, la anciana parece conocer otra parte de la historia y además mantener secretos que el propio Mathias no tardará en descubrir, mientras su anhelo por vender la propiedad se acrecienta con el correr de los días en que debe convivir con ambas inquilinas. El interés amoroso en Chloé opera en este drama dirigido por Israel Horovitz como elemento clave para una gradual transformación del personaje, aunque eso no significa atravesar una etapa redentora ni mucho menos, sino reconectarse con parte de su pasado desde otro lugar y así reflexionar sobre su presente, sus reproches al padre y la propia conducta, en un espacio que al comienzo le resulta ajeno pero que se convierte en un lugar de pertenencia. La excusa del incidente inmobiliario como motor y detonante de los conflictos entre los personajes funciona en términos narrativos para que desde la sutileza del guión se alcancen dimensiones psicológicas y diferencias en caracteres que enriquecen el universo de Mi vieja y querida dama, destacándose Kevin Klein y su personalidad contra una Maggie Smith un tanto contenida y reiterativa en gestos y tics, aspecto que resulta llamativo tratándose de esta experimentada actriz británica.
En busca del amor y la redención Reconocido dramaturgo con más de 50 obras en su haber, varias de ellas traducidas a más de 30 idiomas, según asegura la biblia cinéfila Imdb.com, Israel Horovitz debuta en la realización de largometrajes sin olvidar sus orígenes artísticos. Esto no sólo porque Mi vieja y querida dama es la adaptación, a cargo de sí mismo, de uno de sus textos, sino sobre todo porque da la sensación que el hombre piensa en términos puramente teatrales, cayendo así en las trampas habituales del salto entre ambas disciplinas.Dialogada hasta lo expositivo, filmada casi enteramente en una única locación, siempre en plano y contraplano, y con escenas de exteriores ubicadas a intervalos regulares y menos por funcionalidad narrativa que por la necesidad de “airear” la narración y lucir la turística geografía parisina, la ópera prima del estadounidense, cuyo único antecedente como realizador se limitaba a un mediometraje de 2002 sobre la experiencia de su familia el 11-S, es uno de esos dramas adultos sofocados por la búsqueda de una corrección generalizada.Corrección en sus rubros técnicos y en las actuaciones, todas ellas tan cumplidas como previsibles, pero más que nada en su idea de poner a los personajes en un camino de redención en cuya meta espera, claro está, una enseñanza sobre las segundas oportunidades.El que va a aprender es Mathias (Kevin Kline), quien llega a París para hacerse cargo del caserón heredado de su padre. Escritor frustrado, ex alcohólico y con tres divorcios a cuestas, lo hace con la idea de venderlo por unos cuantos millones de euros, sin saber que el legado incluye a una dama inglesa bien entrada en sus noventa (Maggie Smith) que en su momento firmó un contrato por el cual puede vivir allí hasta su muerte.¿Quién es la señora? ¿Qué hay detrás de su porte galante y palaciego? Horovitz pospone las respuestas hasta bien avanzada la trama, apostando inicialmente a una comedia que entremezcla enredos, chistes de salón, chicanas, alguna humorada idiomática y, last but not least, cierto romanticismo ilustrado en la aparición de la hija de la anciana dama, Chloé (Kristin Scott Thomas), otra que también tiene que adquirir un poco más de sabiduría a la hora de manejarse por la vida sentimental.Pero sobre el Ecuador del metraje, la vertiente más densa –no por aburrimiento, sino por gramaje– toma el control del relato mediante una sucesión de largos parlamentos sobre amores, infidelidades y mentiras, desplazando el centro dramático del film al progresivo develamiento de una serie de secretos ocultos durante años, todos con su correspondiente pedido de disculpas postrero. Secretos que Mathias asimila, una y otra vez, pegándose unas buenas caminatas por las orillas del Sena, quizá la única salida para reconfigurar una vida en poco menos de dos horas.
Un trío actoral, al rescate Menuda sorpresa le espera al protagonista de esta historia, un norteamericano casi sesentón, divorciado y en quiebra que desembarca en París -viaje en el que ha invertido lo poco que le quedaba de sus bienes- para hacerse cargo de la herencia que le ha dejado su padre: una elegante propiedad de dos pisos y jardín en el corazón del distrito del Marais. Apenas llega, pensando en el dinero que podrá recaudar con la venta del legado, se entera de que el cotizado inmueble lo compró su padre cediéndolo en renta vitalicia a la dama británica nonagenaria que allí reside desde hace muchos años, lo que significa no sólo que ella goza del usufructo de la residencia de por vida, sino que además, si el heredero quiere alojarse en el lugar, deberá pagar mensualmente una suma -nada modesta, por cierto- en concepto de alquiler. No será el único imprevisto: no hace falta que investigue demasiado para entender que entre su padre y la digna señora había bastante más que un vínculo inmobiliario; además, pronto sabrá que la anciana no está sola; vive con su hija, aún soltera, madura y aún atractiva, pero mucho menos acogedora que su mamá, que por otra parte goza de una nada tranquilizante salud de hierro. Otra sorpresa vendrá, pero no le está reservada al protagonista, sino al espectador: porque lo que hasta ahí se presentaba como una comedia ligera adopta repentinamente tonos más oscuros. Los secretos de familia empiezan a revelarse, y con ellos se ventilan también las desdichas -en cierto sentido paralelas- que han sufrido tanto el recién llegado como la hija de la dueña de casa. Cada uno de ellos revivirá sus antiguos pesares, sus desilusiones, sus imborrables malestares. A los 75 años, el dramaturgo Israel Horovitz -autor de más de setenta piezas teatrales, muchas de ellas llevadas al cine- se atrevió con The Old Lady a hacer su debut como realizador. Y, por lo que se ve, parece haber tomado muy al pie de la letra el consejo que una vez, según ha dicho, le dio Sidney Lumet: "Lo principal es elegir a los mejores actores del mundo para cada papel? y dejarlos hacer". Sin duda, eligió bien: Maggie Smith, Kristin Scott Thomas y Kevin Kline son capaces de conferir a sus personajes parte de la consistencia dramática que no le proveen ni un guión demasiado atado a la pieza original ni las largas y a veces redundantes parrafadas ni la linealidad de una dirección que a ratos intenta inyectar algún oxígeno a la trama valiéndose de imágenes de un París mirado con ojos de turista. De todas maneras, son ellos tres y su compromiso con los respectivos personajes los que logran dotar a la historia de cierto interés, aunque los intentos de imponer emoción pulsando la cuerda sentimental lucen bastante forzados.
Son las cosas del querer Tiene tres actores enormes al frente del elenco, que disimulan una estructura algo teatral y estática. Si debutar como director de cine a los 75 no sólo es inusual, hacerlo con una película casi redonda, con humor agridulce, con una historia de secretos familiares, y con tres actores como Maggie Smith, Kevin Kline y Kristin Scott Thomas, es más que llamativo. Israel Horowitz fue el guionista de Qué buena madre... es mi padre (Author, Author!), una comedia dramática con Al Pacino, de 1982. Se ve que al hombre le gustan los escritores. Kline es Mathias, un neoyorquino que hereda de su padre una propiedad en París. No tiene mucho más, ya que cuenta en la columna del haber (o del deber) tres divorcios por cada una de sus obras no publicadas. Pero hete aquí que en la casona habita desde hace años una señora (Smith), quien por una cuestión legal no puede abandonar el lugar hasta su muerte. También allí mora su hija (Scott Thomas), y si esto es una comedia entre dramática y romántica, el segundo aspecto lo tiene que unir evidentemente con la actriz de Cuatro bodas y un funeral. Y charla va, discusión viene, miradas que se cruzan, manos que se tocan, los personajes descubrirán qué tienen en común. Por momentos la película no disimula una especie de estructura teatral. Esto es, por más que se airee la trama con exteriores, lo esencial sucede entre esas paredes que encierran, en Le Marais, nada menos, y el jardín hermoso, lo que se fue cocinando, tal vez, durante años. Mi vieja y querida dama es del tipo de película en el que si tiene que pasar algo, será porque un personaje lo diga. También es un filme de acción/reacción, porque cada diálogo dispara un recuerdo entumecido. Kline debe sobreactuar a Mathias, porque ¿era tan necesario que fuera alcohólico?, y entonces entorpece con mohínes lo que debería surgir con más claridad. Maggie Smith da esas clases de actuación que sigue ofreciendo a sus 80 años, y que viene regalándonos desde los años ’70, cuando se convirtió en toda una dama. Scott Thomas como Chloe tiene el papel menos agraciado y tal vez el más dramático, el que saca adelante con su oficio y ese rostro tan bello que ni los años logran afear.
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Cine como en el teatro Quizá el nombre de Israel Horovitz no diga demasiado para el cinéfilo promedio, pero se trata de uno de los dramaturgos norteamericanos contemporáneos más reconocidos, cuya obra incluye más de medio centenar de trabajos, muchos de ellos traducidos a varios idiomas e incluso algunos traspasados a la pantalla grande. Ese es el caso de su ópera prima, My Old Lady, que además es la transposición, a cargo de él mismo, de uno de sus textos. Estrenado aquí con el título más conciliador de Mi vieja y querida dama, el film tiene como protagonista a Mathias (Kevin Kline), un hombre que orilla los 60 años y llega a París para vender la casona que heredó de su padre. El problema es que allí vive una mujer de 92 (Maggie Smith), que por contrato debe permanecer en el lugar hasta su muerte, junto a su hija (Kristin Scott Thomas). Cada uno guarda secretos que se irán descubriendo a lo largo de casi dos horas con un automatismo propio de un director cultivado sobre las tablas. Así, el largometraje pasará de un tono ligeramente cómico a otro más oscuro, explicitando todas sus costuras mediante los parlamentos de sus protagonistas que, filmados en plano y contraplano en una única locación, remite al origen teatral de la propuesta. Correcto hasta la pulcritud, el film muestra que Horovitz podrá ser un gran dramaturgo, pero que para cineasta de primer nivel todavía le falta.
Sorpresa, sorpresa En el debut como director del dramaturgo y guionista Israel Horovitz (New York, I Love You, 2008), el permanente juego entre el saber y el no saber es el factor clave que acompaña a Mi vieja y querida dama (My old lady, 2014). Mathias Gold (Kevin Kline) viaja a París para hacerse cargo del bellísimo departamento que su padre le dejó al morir, pero al llegar a destino, descubre que allí vive Mathilde (Maggie Smith) junto a su hija (Kristin Scott Thomas). Todo se complicará aún más cuando se entere de que, según una ley francesa llamada Viager, no podrá heredar la propiedad hasta que Mathilde fallezca. ¿Cuál es el saber que posee el personaje de Mathias al pisar por primera vez París? Que tendrá a su disposición un departamento valuado en una alta suma de dinero y la posibilidad de empezar de cero en una nueva ciudad lejos de los fracasos profesionales y familiares que lo acecharon toda su vida. Tanto el espectador como el personaje poseen el mismo desconocimiento y descubren en simultáneo distintas realidades sobre el pasado de Mathías, y la conexión de Mathilde con su propia familia. La aparición de su hija Chloé, quien funciona como un obstáculo en el film para complicar el objetivo que se pone el protagonista -vender la propiedad a toda costa-, encarna una relación de amor-odio en donde al final por supuesto triunfará el amor. Aún así, los secretos que Mathias va descubriendo a lo largo de Mi vieja y querida dama, no son lo suficientemente sorpresivos como para sostener una hora y media de película. No se logra generar la reacción esperada por su director de “esa si que no me la veía venir” y como resultado final, nos quedamos con un film que ofrece solo algunos buenos momentos gracias a la calidad actoral de sus protagonistas, y claro está, de algunos paneos de la ciudad más linda del mundo.
Una pesada herencia Mathias (Kevin Kline) es un neoyorkino cincuentón que arrastra desde su infancia una complicada relación con su padre, cuando este muere le deja como herencia una enorme casa en París. Rápidamente Mathias se traslada a aquella ciudad para vender la propiedad lo más pronto posible, ya que necesita el dinero. Pero la casa no es la única herencia que le ha dejado su progenitor, el inmueble fue adquirido con un extraño contrato, por el cual la antigua propietaria tiene derecho a vivir en el lugar hasta el día de su muerte. La mujer, llamada Mathilde (Maggie Smith), tiene noventa años y vive allí con su hija Chloé (Kristin Scott Thomas). Las dos testarudas señoras harán todo lo posible por evitar que Mathias venda la propiedad, mientras tanto todos deberán convivir bajo el mismo techo. Los tres no están allí por casualidad, algo los une, Mathilde fue la amante del padre de Mathias durante muchos años, semejante novedad remueve los recuerdos del hombre que parece incapaz de dejar atrás su traumática infancia. Así, entre reproches, ironías, largos diálogos, risas y llantos, los protagonistas dejan de lado la situación inmobiliaria para exorcizar su pasado, sanar su presente y averiguar qué quieren para su futuro. El filme es la adaptación de un pieza teatral bien llevada a la pantalla grande, ya que aprovecha todo el encanto de la ciudad donde transcurre sin ahogarse entre las paredes del enorme caserón. Pero el guión falla al pasar abruptamente de la comedia al drama, y lo que comienza con un brillante ping pong de ironías entre Kevin Kline y Maggie Smith se torna un poco denso al sumergirse en el dramón familiar; sin embargo la gran labor del experimentado trío protagonista logra que la cosa funcione y lleva la historia hasta un digno final. París ha sido escenario de maravillosas historias, esta no es una de ellas pero es una buena película que les permite a sus brillantes protagonistas lucirse en varios registros.
La joya de la semana. El debut como director de cine de Israel Horovitz, el famoso dramaturgo y guionista, que se basó en su propia obra de teatro. Un film que parece una comedia dramática y después se mete cada vez más hondo en cada personaje, en una reflexión sobre engaños, el deber, el seguir la pasión, los dañados de por vida. Con grandes actores Maggie Smith, Kevin Klein, Kristin Scott Thomas y la ciudad de París.
Maggie Smith y París, los motivos para ver este film Los gustos hay que dárselos en vida. A los 75 años, Israel Horovitz debuta como director de cine. Antes escribió más de 70 piezas teatrales y participó en casi una veintena de guiones, dio clases, fundó compañías, lanzó actores, tuvo tres mujeres y cinco hijos que ya son productores y músicos, recibió premios, homenajes, incluso uno muy grande en la Argentina, etcétera. Entre las obras que aquí subieron a escena figuran "El indio quiere el Bronx", "El primero", "Acróbatas", "Rayuela", "Pecados de la madre", "El gordo consigue a la chica". Los guiones en los que participó son "Machine Gun McCain", "¡Qué buena madre es mi padre!" ("Autor, autor", premiado en Cannes), "Sunshine, el amanecer de un siglo", dos cortos de "New York, I Love You", y abundantes series y especiales, aunque él diga que no ve televisión. También un testimonial, "3 Weeks After the Paradise", 2002, sobre la repercusión del 11 de septiembre entre los suyos. Y ahora, con poco, se dio el gusto. Adaptó una pieza suya de pocos personajes, "My Old Lady", y la filmó en París. Más precisamente, filmó en el Marais, pero no en la parte turística del Barrio Judío, el Pompidou y demás, sino en sus calles más tranquilas y agradables. Con llegada al Sena, por supuesto. Ahí vemos una casita vieja, tipo 400 metros cuadrados, con amplio jardín al fondo; 12 millones de euros, dice un agente inmobiliario que vive tranquilo en su barco. El dueño de la casita, un norteamericano que vivía en su país, se murió. Y el hijo, un cincuentón fracasado, aparece como legítimo heredero con los papeles en regla y ganas de vender cuanto antes. Pero se trata de una herencia a la francesa. Vale decir, uno les compra un inmueble a unos viejos, pero tomará posesión recién cuando se hayan muerto. Mientras, les paga una renta vitalicia, y, como es el dueño, también debe pagar los impuestos. Esa modalidad dio lugar a una deliciosa comedia de humor negro, "Herencia a la francesa" (Pierre Tchernia, 1972), y a multitud de chistes sobre la longevidad de los franceses. En este caso, hay una vieja de 92 años, más sana que el nuevo dueño, y no piensa mudarse. Para colmo, cuando la vieja empieza a contar su vida amorosa, destapa unos secretos que mueven la estantería. Además tiene una hija. ¿Quién será el padre de esa hija? Se contraponen así el relativo laissez-faire de las mujeres con el resentido moralismo del norteamericano, los distintos modos de soportar cosas que pasan en las mejores familias y otras cuestiones graves, inesperadas, de difícil resolución. Lástima que Horovitz no le haya dado tono de comedia. Pieza despaciosa, con charlas en interiores a media luz, tarda en despertar la intriga, y culmina con menos fuerza que la esperada. Pero actúa Maggie Smith, aunque no da ni de lejos los 92 (tenía 80 al momento del rodaje); la respaldan Kevin Kline y Kristin Scott Thomas, y está París. Suficiente para más de uno, aunque no para todos.
Su vieja y querida obra de teatro Mathias (Kevin Kline) se traslada a París para hacerse de la herencia de su padre, un importante departamento que lo salvará de su banca rota pero se sorprenderá al descubrir que allí vive Mathilde (Maggie Smith) junto a su hija Chloé (Kristin Scott Thomas) y peor aún, según la ley francesa, Mathias no podrá quedarse con su patrimonio hasta que Mathilde fallezca. Lo que en principio enfrenta a estos personajes poco a poco irá develando su segunda cara, reflejando el conflictivo lazo que los une y ha marcado sus vidas, pero el hacerse cargo de esto les dará la posibilidad de revisar las cosas. My Old Lady es la obra teatral homónima en la que tiene origen este film, de hecho el director, Israel Horovitz, es a la vez el autor de la pieza original, y estas bases se hacen evidentes en la nueva escritura. Una transposición no sólo se trata de llevar al cine una obra de teatro o literaria, el ideal intenta una traducción del lenguaje, más allá de la posibilidad de hacer exteriores o planos cerrados. El film me ha dejado ésta última apreciación, además de las ganas de ver la obra teatral porque creo que debe superar con creces la película ya que la estructura del relato se debe sentir más cómoda “sobre las tablas”. Lo que si favorece a Mi vieja y querida Dama es justamente la vieja dama, Maggie Smith posee el encanto para cargarse al hombro esta narración esencialmente teatral que está muy bien acompañada por Kevin Kline y Kristin Scott Thomas. Un elenco de nominados al Oscar es un elemento importantísimo en este tipo de films, no sólo por su capacidad actoral sino también por su público. En fin, imagino que por mas que la película no resulte convincente, My Old Lady debe ser una linda obra de teatro. Por Julieta Lupiano
Paris permite el lucimiento de buenos actores de habla inglesa En nuestro reciente “Balance semestral de estrenos 2015” se señalaba la creciente preocupación derivada de la hegemonía del cine norteamericano en nuestra cartelera cinematográfica. Cuando aparece una película europea es recomendable que el potencial espectador no deje pasar muchas semanas desde su estreno si su intención es verla. Dicho consejo se aplica a “Mi vieja y querida dama”, cuyo título original (“My Old Lady”) es más representativo de la trama, al referirse a un sistema muy peculiar de Francia. “Viager”, tal su nombre, podría traducirse como “vitalicio” ya que quien vende una propiedad puede permanecer en ella hasta su muerte. Mathilde Girard (la gran Maggie Smith) le vendió con dicho sistema una lujosa residencia en el cuarto distrito (arrondissement), también conocido como Marais, al padre de Mathias Gold (Kevin Kline). Éste llega a Paris (su padre ya ha muerto) dispuesto a reclamar la propiedad ignorando que en ella vive Mathilde de 92 años de edad y excelente salud. Pero el “viager” no le permite el usufructúo de la propiedad y pero aún lo obliga a pagar un alquiler a la “vieja dama” si su intención es ocupar parte de dicha pertenencia, lo que finalmente acepta. Pronto comprobará que allí también vive Chloé (Kristin Scott Thomas), la hija de Mathilde, con la que mantendrá numerosas disputas con la ventaja de saber que cuando fallezca la madre, Chloé no tendrá derecho a reclamo alguno. Cuando Mathias indague qué hacía su odiado padre en Paris se descubrirán nuevos vínculos que no conviene revelar. De todos modos, el espectador sentirá que lo que se le ofrece tiene cierto aire de obra de teatro, expresión no necesariamente peyorativa, lo que se explica dados los antecedentes de Israel Horovitz, su director. Nacido en 1939, se trata de su primer largometraje de ficción, que tuvo que esperar 75 años de su vida para salir a la luz. Claro que Horovitz tiene en su haber varios guiones (“Los intocables/Machine Gun McCain”, “Al borde del precipicio”, “Las fresas de la amargura”, “Qué buena madre…es mi padre”) y experiencia en dirección teatral. Es justamente esta última la que explica la acertada elección de sus intérpretes que son una de las fortalezas de la película. Nos devuelve al Kevin Kline de la década del ’80 y en el caso de Scott Thomas nos demuestra que es la más francesa de las actrices inglesas, como lo revela su reciente filmografía. En roles secundarios se lucen Dominique Pinon (“Delicatessen”) y Noémie Lvovsky (“Verano del ‘79”).
Había una vez un gran comediante en los 90’ que tenía un brillo particular. Plástico para los roles dramáticos, Kevin Kline tuvo su cuarto de gloria con algunos hits que hoy aún circulan por el cable (y si no, busquen en tiendas especializadas) como “French Kiss”, “Dave” y “Grand Canyon”. Luego, comenzó a prestar su voz para cintas infantiles y le sumó malas decisiones en comedias menores, que fueron fracaso de taquilla. Tanto, que sentí que lo habíamos perdido. No, por suerte el hombre está de vuelta. Y nada menos que con la encantadora Maggie Smith (“The best exotic Marigold Hotel”) y la competente Kristin Scott Thomas. Es más, el hombre detrás de las cámaras es el prestigioso escritor y dramaturgo israelí debutando en este rol, Israel Horowtiz en una adaptación de una obra escrita por él. Qué más se puede pedir? Esperen. No todo es color de rosa. Es cierto que “My old lady” parece superficialmente (para quienes ven el tráiler como referencia) una comedia pura sobre un hombre que tiene que desalojar a una anciana de una propiedad para poder disponer de ella por cuestiones de herencia. Supongo que Adam Sandler haría una adaptación violenta de la cuestión, pero no. Aquí esto arranca como una film divertido pero con el correr de los minutos comienza a provocar emociones que nos acercan al drama familiar, todo, en forma cuidada, metódica y bien actuada. Mathias (Kline) llega a París con sus últimos ahorros, viene de familia rica pero está quebrado y su esperanza es hacerse cargo de un departamento que su padre tenía en dicha ciudad. Pero he aquí que cuando llega a la casa, encuentra a Mathilde (Smith), nonagenaria, como inquilina sin ganas de irse. Y la ley francesa la protege, porque le permite quedarse allí hasta su muerte y encima (a tener en cuenta!) hasta puede cobrarle renta a Mathias por pasar unos días ahí. De más está decir que esto desequilibra al ex-rico heredero, quien empieza a conocer a Mathilde más profundamente, mientras piensa como capitalizar rápidamente la situación. Hay mucho dinero en juego. Pero ella, esconde un secreto particular que se irá delineando a medida que transcurra la historia. Y para más, vive con su hija Chole (Scott-Thomas), quien también tiene una vida gris y entra en el cuadro, para complicar más aún el escenario, con el clásico condimento romántico. “My old lady” tiene un poco de cada género que transita. Hay algo de romance, algunos tintes de comedia británica (deliciosos) y bastante de drama. Sin embargo, el punto alto de la cinta es el regreso del mejor Kevin Kline, con un despliegue de repertorio fantástico. Su Mathias atraviesa todas las emociones y en ellas, vemos el trabajo de un gran actor que está de vuelta. Las dos mujeres que lo acompañan son el soporte preciso para su labor. Muy buena. Bien Kevin, te extrañábamos.
Casas llenas de secretos Debut en la realización de Israel Horovitz, fecundo autor teatral. Historia densa, recargada de revelaciones que va descubriendo sucesivas capas de mentiras y ocultamientos. En el centro está Mathias, un norteamericano en bancarrota –pobre alcohólico y tres veces divorciado - que llega a Paris para tomar posesión de la hermosa residencia que le dejó de herencia un papá ausente. “Fue lo único que me dejó”, dice Mathias, aunque la amargura y la soledad que siempre lo acompañan también se lo carga la cuenta de su progenitor. Pero se encontrará con una sorpresa: en esa casona vive la vieja y querida dama del título. Vive con su hija. Usufructúan el lugar por un legado de su dueño. Inquilina vitalicia, que le dicen. Y hasta que ella no se muera, Mathias no podrá adueñarse del lugar. El film trabaja sobre esa alegoría del tener y no tener. Porque así fue la vida de este viajero que viene buscando una salida para su futuro y se encontrará con su doloroso pasado. La obra se despliega al comienzo como una comedia costumbrista con pincelazos pintorescos. Pero de a poco la cosa se empieza a oscurecer. La casa, que guarda el pasado de esa vieja dama, custodia también secretos sobre la vida de Mathias y de la hija d ela dueña, dos seres condenados por una niñez recargada de olvidos. Dramón espeso, muy hablado, que no disimula su estructura teatral y que se desarrolla casi totalmente en esa residencia que alguna vez fue símbolo del amor y ahora es morada de la mentira. Cada personaje se ajusta cuentas con su pasado. Horovitz nos habla de esos arrolladores amores adúlteros que van dejando ruinas a su paso; también de padres ausentes y sobre todo del poder destructivo de la mentira. Mathias se dará cuenta que gran parte de los pesados secretos de su vida estaban escondidos allí. Es una pieza demasiado explicada, sin matices, con algunas subtramas resueltas con mucho apuro (la relación clandestina de la hija) y con poco aire y poco movimiento. Por suerte hay tres buenos actores: Maggie Smith, encantadora; Kevin Kline, y la bella Kristin Scott Thomas, una señora que no merece tanta soledad. Pero le falta emoción, sutilezas y hondura.
Comedia de piso compartido Mi vieja y querida dama es un film recetario con todos los clisés que puedan imaginarse en una historia de cruces culturales, chistes idiomáticos, una veterana como protagonista, cierta raigambre teatral en varias escenas y diálogos funcionales junto a esos remates que rápidamente complacen a un determinado espectador. Sin embargo, la pericia como guionista del director Israel Horovitz, el avasallante protagonismo del buen actor ochentoso Kevin Kline, el plato servido de frases inteligentes que se le concede a la gran dama actoral Maggie Smith y el segundo plano en el que plácidamente se desenvuelve Kristin Scott Thomas, inclinan un tanto la balanza a favor del film y de una historia ya expresada en otras películas. Mathias Gold (Kline) viaja a París para heredar un departamento de su padre pero el espacio está ocupado por la nonagenaria Mathilde Gérard (Smith) y su hija Chloé (Scott Thomas), quienes debido a un contrato morarán en el lugar hasta el fallecimiento de la vieja dama y así impedir que el recién llegado pueda usufructuar aquello que le corresponde por ley. De esta manera, la trama recorrerá la sorpresa inicial que recibe Gold, representada a través de chistes y situaciones graciosas, alguna bajada de línea que le corresponde a la invasora y a su hija y los consabidos textos donde se establece una puja cultural que refiere a franceses y anglosajones. Pero la película da un par de pasos hacia adelante si se la compara con la reciente El excéntrico Hotel Marigold 2, otro film también protagonizado por damas legendarias de la tradición actoral británica. Sucede que los cambios de tono resultan creíbles y nunca sentenciosos, que el viraje de la comedia amable y cálida al drama que revuelve el pasado y que decide ajustar un par de cuentas (en especial, dentro de la relación madre e hija) va más allá de aquello que se dice, ya que la película, de manera elegante, propone en más de una ocasión una sutil pizca de ironía que jamás necesita del subrayado ni de la expresión en forma locuaz. Mi vieja y querida dama, dentro de su estructura de comedia-drama de manual, elige el camino de la reflexión en lugar de la certeza y la contundencia sin retorno.
Una herencia repleta de sorpresas Israel Horovitz es un reconocido dramaturgo estadounidense, formado en Europa, con más de setenta obras, representadas y traducidas a diversos idiomas, en una trayectoria a través de la cual recibió numerosas distinciones. Y a los 75 años decidió debutar como realizador cinematográfico, con My Old Lady, obra que escribió y dirigió en Reino Unido en 2014 y que tiene a una de las damas de la escena británica como protagonista, la entrañable Maggie Smith. Se trata de una comedia con una fuerte impronta teatral que cuenta la historia de un hombre que está cerca de cumplir sesenta años y después de varios fracasos matrimoniales, está solo, sin familia y repentinamente, tras la muerte de su padre, recibe como herencia un viejo y señorial departamento ubicado en París. Mathias (o Jim, según el caso) vive en Estados Unidos y viaja a Francia con la idea de vender el departamento y así resolver sus problemas de deudas e intentar organizar su vida. Es un hombre solitario y no precisamente exitoso, ni en los afectos ni en los negocios. Pero al llegar a la capital francesa se encuentra con una sorpresa inimaginable: la propiedad que su padre le ha legado está habitada por una anciana, Mathilde, y su hija, Chloe, quienes según la ley francesa gozan de un contrato de usufructo vitalicio y nadie las puede obligar a abandonar la casa por ningún motivo. Se trata de un tipo de inversión inmobiliaria que supone una apuesta de riesgo, dato que Mathias ignoraba, puesto que la relación con su padre se había interrumpido muchos años atrás y no había prácticamente comunicación entre ellos. La gracia de la película de Horovitz es presentar a estos tres personajes reunidos de pronto por una circunstancia tan curiosa como inquietante, fuente de potenciales conflictos, lo que genera una serie de situaciones ríspidas y tensas, en las que la vieja dama, una británica flemática, da rienda suelta a su capacidad para manipular la situación, hasta salirse con la suya. El contrato de usufructo vitalicio no es la única sorpresa con la que va a tener que lidiar Mathias, ya que a medida que pasan los días, en una convivencia forzada y en principio no muy amigable, la anciana se irá despachando con una serie de confesiones que pondrán al descubierto secretos del pasado que la involucran afectivamente precisamente con el padre del heredero. Secretos que tampoco conocía Chloe, una mujer solterona y poco preparada para afrontar la vida apartada del ámbito materno. Así, entre discusiones, aprietes y ensayos diplomáticos para encontrarle una salida a la situación, se van conociendo los tres y terminan descubriendo que nada es casual en lo que les toca vivir y que el destino los reunió por algún motivo. La historia está impregnada de amores y desamores, encuentros y desencuentros, glamour y tragedia repartidos en proporciones a veces un poco recargadas, conformando una trama difícil de describir, pero que atrapa al espectador por la maravillosa capacidad actoral de los protagonistas que no escatiman talento para sacar adelante una propuesta que puede sonar un poco rebuscada. Kevin Kline conmueve con su Mathias perdedor y frustrado, que ante la expectativa de encontrar una salvación para sus pesares, tropieza con acontecimientos que por el contrario lo llevan a pasar una temporada en un pequeño infierno, pero del cual podrá salir redimido, haciendo las paces con el pasado. Maggie Smith está brillante con su anciana pícara, sabia y manipuladora, con su despliegue de humanidad y ternura. Y Kristin Scott Thomas explota una veta en la que se mueve como pez en el agua, interpretando a una Chloe que es una especie de tilinga histérica que termina siendo adorable. “Mi vieja y querida dama” se disfruta con un placer genuino y saludable que suaviza cualquier defecto o debilidad del guión.
Lo viejo que resiste Con una amplia trayectoria en teatro, el dramaturgo Israel Horovitz traslada al cine -y debuta en la dirección de largometrajes- una de sus piezas, My old lady (traducida aquí como Mi vieja y querida dama), sin mayor vuelo formal pero con una precisión evidente en el apuntalamiento de los temas que tensionan la superficie de la obra/film: que son ni más ni menos que las deudas del pasado, la infancia como un receptáculo para las tristezas que serán expresadas en la adultez y las segundas oportunidades. Se trata de una película sólida en términos argumentales y discursivos, pero que defecciona allí donde el cine se hace presente: sus imágenes son subsidiarias no sólo del texto, sino también de unos actores que están fantásticos, como lo suelen estar Kevin Kline, Kristin Scott Thomas y Maggie Smith, pero que no dejan de jugar roles estereotipados y habituales en sus carreras: Smith es la vieja entre simpática y ácida; Kline el canchero cínico; y Scott Thomas la burguesa desorientada. Evidentemente, proviniendo del cuño del que viene, no podíamos esperar de Mi vieja y querida dama algo más que teatro filmado: hay un notable disfrute tanto en autores, como en muchos intérpretes y hasta en determinado público, en congraciarse con lo teatral como una de las formas de la calidad artística. Lo que importa, decididamente, es el tema, aquello de lo que se habla. En ese sentido, la película de Horovitz tiene las ideas bien claras: aprovecha acertadamente el casi único espacio de su película (un viejo departamento parisino), se vale de su trío de actores de excepción y borda una comedia dramática leve, en el estilo de las refinadas comedias británicas destinadas al gran público (ver si no el luminoso póster, que contrasta con la oscuridad del conflicto central). Esa textura, que a algunos puede llegar a irritar, funciona básicamente porque el texto es bueno y porque Kline y Smith hacen bien el jueguito de comedia geriátrica con dejo de ironía, y porque Kline y Scott Thomas transitan con aplomo sus personajes de hijos apesadumbrados. Y precisamente allí, en el juego de parejas que establece Horovitz, la película va gastando sus moderados aciertos. Claramente Kline y Smith construyen la comedia ligera y otoñal que genera complicidad con el espectador, y que le da paso al drama solemne que Kline y Scott Thomas elaboran luego. Es un puente algo abrupto el del film, porque esas tensiones familiares y vinculares que aparecen en la segunda mitad, pierden demasiado de vista la levedad de la primera parte. Mi vieja y querida dama se pone un tanto previsible y aburrida, y juega con un misterio que se ve venir desde el mismísimo comienzo. No obstante, la película se redondea dignamente cuando al fin de cuentas termina celebrando a sus personajes algo perdedores. Ese encantamiento del romance que puede resultar algo convencional y que florece en el final, es después de todo una negación a la sordidez del drama en la raíz independiente (que ya dejó de ser ruptura y es también un cliché en sí mismo). Lo que termina quedando relegada es su subtrama materialista, representada en esa casa que el protagonista heredó y por la que viaja a Francia para tomar posesión. Hay ahí toda una serie de comentarios y acotaciones sobre el paso del tiempo, los bienes materiales y la economía desde un punto de vista social, que se pierde totalmente de vista en la última parte del relato. Horovitz decidió hacer el recorte que vemos, dándole privilegio a sus actores y al drama de sus personajes. Porque Mi vieja y querida dama no es otra cosa que un film de actores, ese viejo cine de cámara que aquí aparece levemente ilustrado con paisajes parisinos como para sumar al talento de los firmantes el de la belleza postal. Mi vieja y querida dama es una vieja guardia del cine que se resiste a irse, como la señora que vive en la casa que heredó el protagonista de la película.
Israel Horovitz, se anima a sus 75 años llevar a la gran pantalla una de sus tantas autorías teatrales. Conocido en ese ámbito y también como guionista cinematográfico, adapta en esta ocasión una obra que escribió hace más de 13 años y la filma en París con un trío memorable. Maggie Smith, Kristin Scott Thomas y Kevin Kline, son los encargados de mover la historia entre los muros de una casona heredada. Mi Vieja y Querida Dama (My Old Lady), no es una película que sorprenderá con su historia o su gran puesta en escena pero tanto el elenco protagónico como el resto del reparto hacen de este drama una película agradable para disfrutar. Kline, bajo el papel de Mathias, llega a París con un único deseo: heredar una propiedad que le dejó su padre antes de morir. Cuando llega a la antigua casa, se encuentra que allí vive la anciana Mathilde (Smith) junto a su hija Chloé (Scott Thomas) y por una cuestión de contrato, él deberá pagar una especie de pensión mensual a la actual residente hasta que ella muera. De a poco, el pasado será el único tema en los diálogos entre Mathias y Mathilde. Él recuerda a un padre carente de afecto, culpable del sufrimiento de su madre y de sus propias desgracias. En tanto Mathilde, trata de defender a través de sus recuerdos a un hombre distinto, bondadoso y sensible. Una película ideal para ver en el teatro. Las escenas entre estos dos actores en varias ocasiones pierden el ritmo cinematográfico para acercarse más a lo teatral y además, el montaje intercalado entre el interior y el exterior, se vuelve bastante repetitivo para el avance de la historia. Si Mi Vieja y Querida Dama no hubiera contado con esas magníficas actuaciones y no hubiera sido rodada en una ciudad tan romántica como París, sería una película bastante dura de digerir.
JUEGO DE CAJAS HEREDADAS “Tiene usted una vida por delante, Mathias; no hay riqueza mayor. Yo soy una anciana. – reflexiona Mathilde –. No hay nada más extenuante que la exasperación y usted me ha exasperado. Por favor, ¿podría dejarme sola?”. El cansancio de Mathilde Girard (Maggie Smith) poco tiene que ver con sus 92 años; por el contrario, se debe al reencuentro con el pasado, con ciertas verdades ocultas que luchan por resurgir del olvido y hacerse carne en la herencia. Porque, en efecto, lo que se subraya de forma constante en Mi vieja y querida dama es que la herencia no sólo se despliega en tanto legado material, como la gran casa en París obtenida por Mathias Gold (Kevin Kline) en el testamento de su padre – con el aditamento de un desconocido tratado de usufructo vitalicio entre él y Girard –, sino también referido a los modos de vida, de relacionarse con otros o con el mundo, de sentir o actuar. Pero esta resignifiación no se completa sin la interacción de un tercer personaje: Chloe (Kristin Scott Thomas), la hija de Mathilde que vive junto a ella en la casa y quien no esconde su desagrado ante el nuevo inquilino/dueño. Por tal motivo, la mujer adquiere una doble función: por un lado, se sitúa como la bisagra entre su madre y Mathias; por otro, es a partir de las discusiones con Gold que ambos revelan sus sentimientos más íntimos y se redescubren en su vulnerabilidad. Esto también ocurre gracias a la intervención de algunos objetos ya sea fotos o la libreta de Mathias casi al final de la película. De todas maneras, el trabajo más interesante de la opera prima de Israel Horovitz, curiosamente basado en la novela homónima escrita por él mismo, es el tratamiento y la construcción del relato como una suerte de mamushkas: cada muñeca se descubre debido a las preguntas formuladas por Mathias hacia la señora Girard sobre su vida privada, dudas que parecen ingenuas pero que pronto se convertirán en algo determinante. De igual manera, las respuestas claras de la dama destapan el peso de recuerdos abrumadores. El juego de cajas chinas, aunque aquí se trate de una inglesa (señora Girard), una francesa (hija) y un norteamericano, despliega entonces un arsenal de preguntas, respuestas, recuerdos y sentimientos que ahonda en las fibras más finas de los personajes, sobre todo en cuestiones de la infancia o juventud, despojándolos del bagaje personal, incluso, de sus propias certezas. Ese desplazamiento de lo más general hacia lo particular no sólo opera en conjunto con la recontextualización del concepto de herencia, sino que además hace posible la mostración de los personajes en su propia vulnerabilidad, en sus rasgos más humanos y, a la vez, más brutos. La última muñeca se deja ver en todo su esplendor y exhibe la condensación del recorrido de cada uno de los miembros: la herencia vuelve a reconfigurarse con la esperanza de que, esta vez, sea la definición correcta. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
Todo va girando en torno a tres personajes principales: Mathias Gold (Kevin Kline), un neoyorquino que necesita dinero y se traslada a París para hacerse cargo del departamento que heredó de su padre con quien no se hablaba. Pero cuando llega al lugar se encuentra con una señora mayor (Mathilde) que vive allí con su hija. Todo se complicará aún más cuando se entere que, según la ley francesa, no podrá quedarse con su herencia hasta que Mathilde Girard (Maggie Smith) fallezca. Cuenta con muy buenas actuaciones, dirección de arte, fotografía y banda sonora. Va mezclando un tono dramático, romántico, el humor agridulce y te deja alguna moraleja. Tiene buenos diálogos y toques bastante teatrales.
Un buen debut como director para Israel Horovitz con Mi vieja y querida dama. Mathias esta sin un peso ni familia y viaja a París por un departamento que heredó de su padre, con quien no se hablaba. Cuando llega, descubre que Mathilde, una señora muy mayor vive allí con su hija. Todo se complica más cuando se entere que, según la ley francesa, no podrá quedarse con el departamento hasta que Mathilde fallezca. La historia esta planteada y funciona, mas allá de caer en varios clichés las actuaciones de Kevin kline y Maggie Smith, sumando su química frente a cámara, dan una película interesante y para disfrutar. A medida que avanza la historia iremos descubriendo secretos, tanto de la Mathilde y su hija como de Mathias y la casa. La primera media hora de Mi vieja y querida dama se presenta en un tono de comedia, que juega entre la vida y la muerte, lo nuevo y lo viejo. Esa comedia se transformando en un drama mas oscuro, pero deslucido. Se nota en la puesta de cámara, en los planos y contra planos que abundan en Mi vieja y querida dama, que el director viene y aprendió todo del teatro. No sorprende, pero tampoco desentona. Por momentos es previsible, pero eso no quita la atención de la historia. Lo importante a destacar es que Mi vieja y querida dama es un buen debut, pero con la sensación que, de no haber contado con semejantes actores, este guion chiquito y simple con una dirección tímida, no fuera funcionado.
Un triunfo actoral De origen teatral, el debut en cine del dramaturgo Israel Horvitz es una coproducción franco-inglesa-norteamericana que permite la reunión de tres grandes actores –Kevin Kline, Maggie Smith y Kristin Scott Thomas– y en base a esas actuaciones logra un decoroso resultado. El norteamericano Mathias Gold (Kline) llega a París para tomar posesión de una casona, herencia de su padre, en el cotizado distrito de Le Marais, pero al llegar encuentra a la propiedad ocupada por una anciana, Mathilde Girard (Smith). En base a un sistema local de sucesiones llamado viser, Mathias no puede heredar y vender la propiedad en tanto Mathilde siga viva y la mujer, a sus 82 años, no da signos de decrepitud. Para peor, el norteamericano deberá lidiar con la ofuscada hija de Mathilde, Chloé (Scott Thomas), sabedora de un antiguo romance entre su madre y el difunto padre de Gold. El entuerto resulta un vehículo para las dotes comediantes de Kline, que en su avanzada adultez emula, con rabietas e ironías, al inolvidable Jack Lemmon. Horvitz, escritor, guionista y director de la obra, juega hasta los últimos minutos con un lazo secreto entre los tres participantes, una supuesta liaison familiar que acabaría con la disputa por la casona. Es un buen aliciente para una trama poco original, mantenida a flote por las siempre sólidas actuaciones de Smith, Scott Thomas y sobre todo Kline, que hasta se anima a cantar un aria (el padre del actor fue cantante de ópera) en las márgenes del río Sena.