LA POÉTICA DE LA NO PERTENENCIA “Esta no es una película europea” evoca una anónima voz a modo de advertencia o recordatorio fatal. Esta es, efectivamente, una película europea pero en manos de un argentino: ciudadano habitante del hemisferio sur. Con esta interesante paradoja se plantea el tema central de Si je suis perdu, c’est pas grave, un exquisito ensayo cinematográfico. Desde un punto de vista externo pero muy bien asimilado, la mirada se posa en la extranjeridad a través de la cuál el realizador busca indagar esa emocionalidad frágil y ambigua que se desarrolla cuando se está alejado del país natal. La narración off no sólo aporta información adicional sino que dota de identidad a la pieza final que funciona como nexo entre un registro estrictamente documental en blanco y negro, y una no tan colorida ficción; si bien es un relato imaginario, no deja de doler, sobre todo cuando nos enteramos que quienes están involucrados en el drama, no son actores de cine sino artistas del mundo de la performance circense. Acostumbrados al show, tal vez, pero ciertamente no a la puesta en escena de sus propio sufrimiento. En Toulose, Francia, y como resultado de un workshop con gente sin experiencia frente a cámara, Santiago Loza investiga las posibilidades innatas de representación genuina que tienen estas personas quienes comparten el síndrome de la no pertenencia. “Yo no soy de acá” responde uno de ellos sentado en la estación de ferrocarriles esperando regresar del destino elegido sólo “para poder ver el Sol”. “Pienso en dos lenguas”, reflexiona otra, mientras su cerebro lucha entre los dos lenguajes que la atraviesan: el español y el francés. ¿Pensar en otra lengua cambiará el sentido de lo pensado? Si bien este grupo de personas, unidas por la artificialidad de la realización fílmica pero también por el sentimiento de profundo desarraigo, no son locales de este Paris imaginado (por lo tanto ideal y fragmentario) parecen deambular con naturalidad por su geografía teatral. Sin un hilo conductor narrativo, el filme, recupera ciertas acciones que llevan adelante cada uno de los transeúntes ficticios. Como entidades fantasmales, ellos merodean el espacio que no les pertenece ni los identifica pero que, de forma temporal, se ha convertido en su hogar. Despreocupados del desempeño actoral confiesan sus miedos, alegrías y memorias ante una cámara que los observa, y en cierto modo, trata de atenuar su soledad. Es un documental pero también es una ficción. Una ficción que llegado un punto ya no encuentra desenlace posible porque quienes ocupan el rol de los actores ya no tienen nada más por decidir. “Ellos seguirán así”, recuerda la voz en off, fuera del espectro visual del espectador, y eso se debe a que hay que recordar que es una película y como tal, debe tener un fin. Con un aire a Navío Night de Duras, Si je suis perdu, c’est pas grave, construye climas a cada instante. Desde su sensorial fotografía hasta la calidad poética del texto narrado que en algunos canales perdidos del Sena, cautiva la atención de quien contempla esta obra maestra del cine contemporáneo argentino. Por Paula Caffaro
No soy de aquí ni de allá Santiago Loza hace de una experiencia personal en Toulose, Francia, que consistió en un trabajo con actores callejeros, sin experiencia frente a cámara, un film sobre derivas, extrañamiento y la mirada extranjera en un lugar de no pertenencia. Actores que se vuelven personajes para volverse otra vez actores en una historia de vaivenes y pequeñas situaciones, sin un hilo conductor explícito, forman parte de esta experiencia cinematográfica original y en la que se puede extraer universalidad, desde el punto de vista de los sentimientos. Estrena el 24 de septiembre, en el Cine Gaumont, Rivadavia 1635. La deriva o el devenir son los disparadores de este ensayo cinematográfico, donde documental y ficción se entremezclan y son la excusa ideal para romper fronteras entre un registro y otro, así como la reflexión permanente de las posibilidades y limitaciones del cine, en tanto modo de representación de la realidad. El inicio en un plano abierto pone de manifiesto que por más extraño que parezca un espacio, una vez que la cámara se enciende y recorta parte de ese horizonte, ese lugar ya no es el mismo y es la cámara la que se adueña del espacio. Pero los personajes que deambulan no son parte de la geografía, son cuerpos en movimiento, rostros en acción y arrastran el peso de la no pertenencia. También, de la incertidumbre y la aventura de explorar tierras ajenas, calles de Francia, alguna que otra plaza y así, de recorrido en recorrido, se entreteje la mínima trama de Si estoy perdido, no es grave (Si je suis perdu, c’est pas grave, 2014). En ese ir y venir sin dirección aparente, la cámara inquieta pero muy atenta, acompaña cada anécdota donde se involucran parejas, madres con hijas, amigas, extraños que se encuentran, no mucho más. Pero el sentido de todo ese collage se retroalimenta a partir de la puesta en escena de una prueba de cámara con los propios actores, una experiencia donde la mirada de los otros habla de lo que ellos representan o transmiten sin hablar. Son las voces fuera de campo las que terminan por completar a cada uno y definirles algún rasgo de personalidad que resalte, o aspecto físico llamativo y singular. La mirada espejo entonces despoja al que se lo mira, desnuda y confronta a la vez, como la propia cámara de Santiago Loza en este viaje en búsqueda de personajes a la deriva.
Solidez y sensibilidad, sustantivos que definen la nueva película de Santiago Loza La gran ilusión es creer que todo lo que hacemos suma secretamente para escribir una gran historia en la que no somos uno entre otros. La historia de un pueblo, de una comunidad, incluso de un sujeto, excede a su contingencia, nos gustaría creer. Es reconfortante pensar que hay algo más. Justamente, el cine fabrica y rubrica la idea, seductora aunque filosóficamente tambaleante, de tener un papel selecto en una gran historia. En el imaginario hollywoodense las vidas son extraordinarias, heroicas y triunfales. Lo más hermoso de Si estoy perdido, no es grave es su amor irrestricto por los actos cotidianos desprovistos de un sentido superior. Valen por sí mismos, en su propia factualidad. Loza encuentra la forma exacta para articular una película en la que las microhistorias tienen un valor intrínseco. Serán unos 7 u 8 episodios encantadores y a veces melancólicos: una chica cantando un tema de Sandro en una plaza de Toulouse, un hombre que busca encontrarse con alguien, dos mujeres que pasean por una plaza, una joven actriz que tiene que representar a Brigitte Bardot en una audición, el viaje de una madre con su hija a un lugar especial para una de ellas. Anécdotas si se quiere, pero también instantes en los que brilla la dignidad de las personas. Loza, que no deja de reinventarse película tras película, ha encontrado una veta más amable y accesible para seguir retratando su especialidad: la vida íntima y su expresión sensible. El espíritu de gravedad de La invención de la carne o Extraño ha sido sustituido por una ligereza que puede abordar la soledad, el misterio de la identidad y la fragilidad de los vínculos sin invocar cierta experiencia del dolor que dejaba mudos a sus personajes. Basta ver las sesiones en las que los actores describen a sus compañeros en un taller dictado por Loza en Toulouse (que están incluidas en el filme y que le dieron origen, y de donde surgieron los temas y las escenas a filmar) para verificar una forma de indagación existencial compatible con la amabilidad y la risa. Entre cada historia y algún pasaje del taller aludido, Loza retrata una Toulouse bella e invernal mediante una subjetiva sin referente que navega por sus canales. Una voz en off en francés nos dice que se trata de un filme que transcurre en Europa pero que no es sobre ese continente, una abstracción para el extranjero, sino sobre un grupo de gente, sobre su calma y su fatiga al terminar el día. El finísimo travelling final hacia atrás en el que se ve a todos los intérpretes caminar durante el atardecer en un puente de la ciudad confirma que ellos pueden ser nosotros. Alguien filmó sus vidas discretas y sus deseos y las embelleció; sin darnos cuenta nosotros éramos el fuera de campo de la propia película y descubrimos que estar perdidos puede ser una experiencia misteriosamente edificante.
Jugar al (y con el) cine Más experimental que nunca, esta película “europea” del prolífico director de Extraño, Rosa Patria, Los labios y La Paz tiene unos cuantos hallazgos notables, más allá de que el resultado final no sea del todo consistente. Aunque el film “esconde” algunos datos básicos (en qué ciudad francesa transcurre, cómo fue el workshop de tres semanas que sirvió de germen a la película), Si estoy perdido no es grave resulta un experimento con más aciertos que traspiés, un nuevo logro en la siempre audaz y estimulante carrera de Loza. En principio, la cámara recorre en barco unos hermosos canales mientras una voz femenina expone en francés algunas ideas (disparadores, intenciones) de un film-ensayo que luego se bifurcará, se ramificará en muy diversas propuestas: desde ejercicios en el marco del taller con los actores (que en su mayoría nunca habían tenido contacto con la cámara) hasta improvisaciones callejeras, escenas de ficción y hasta personificaciones de Brigitte Bardot o interpretaciones con mímica de clásicos temas de Sandro. A partir de esas viñetas, de esas pruebas, de esas irrupciones, van surgiendo situaciones íntimas, cómicas, absurdas, nostálgicas sobre cuestiones como la amistad, el amor, la música o la inmigración. Todo sostenido por la creatividad y el lirismo de Loza y el inestimable aporte de la cámara y la fotografía de su colaborador Eduardo Crespo. No todos los pasajes son igual de inspirados y, por momentos, las escenas se acumulan y se extienden más de lo necesario, pero aún con sus excesos y desniveles, Si estoy perdido no es grave constituye otro paso adelante en ese camino pletórico de búsquedas que Loza ha emprendido en distintos ámbitos (cine, teatro, TV) desde hace ya bastante tiempo. Bienvenido sea.
Paréntesis poético Si estoy perdido no es grave (2014) revela en el título todo su contenido. Es que la película, por momentos errática, oscila entre el francés y el castellano, entre la ficción y el documental, entre los interiores y el aire libre de la ciudad, entre Europa y el resto; y sin embargo, no es grave ni peligroso cinematográficamente hablando. Sin demasiadas explicaciones ni sucesiones lógicas, en esta película-ensayo de Santiago Loza, cada escena es disfrutable por sí misma y dependerá de la paciencia, las expectativas y la sensibilidad del espectador hacerla amigable y placentera en su totalidad. Según cuenta la leyenda, Si estoy perdido no es grave surge a partir de un workshop para actores de teatro a cargo del multifacético y entrañable director cordobés que, como en un experimento, decidió filmar parte de la experiencia y darle fomato cinematográfico. Con actuaciones memorables y momentos de antología como los playbacks de “Por ese palpitar” del grandísimo Sandro y la escena de presentación, que entre poesía visual y una vueltita en canoa introduce el paréntesis lírico que es el mundo de la película; Si estoy perdido no es grave vaga por una innombrable ciudad europea mientras retrata disímiles situaciones cotidianas que se intercalan con apreciaciones del grupo sobre lo que reflejan los rostros de sus compañeros. Un clima de quietud y una imagen en la que se cuelan entradas de luz y algo de misterio completan los elementos de este paréntesis poético-cinematográfico que invita a dejarse llevar, a mirar la pantalla pero también a mirarse a uno mismo.
¿Cuántas veces nos detenemos en observar al otro para poder comprender lo que realmente le pasa? ¿Cómo se puede suplir la inexperiencia en alguna actividad desde el acompañamiento hacia un buen puerto para lograr construir un relato enigmático sobre la identidad? El realizador Santiago Loza, una vez más, bucea en el interior de un grupo de personajes, que en esta oportunidad, en “Si me pierdo, no es grave” (Argentina/Francia, 2014), son desconocidos para él, y parte de la idea de invitarnos a sumergirnos en una experiencia fílmica desprendida de un Taller que hace algunos años tuvo en la ciudad de Tolouse. Junto con Eduardo Crespo (su cámara de siempre), el trabajo de Loza se detendrá en la inexplicable tarea de poder encaminar hacia el mundo del séptimo arte a un grupo de actores no profesionales, que con una experiencia nula en cine y TV, aún se resisten a la cámara, para encontrar juntos la expresividad de la materia fílmica en ellos y poder plasmar sus ideas e inquietudes. La película a medida que avanza va tramando pequeñas suposiciones a partir de la exposición a la cámara de estos actores, y muchas de las experiencias que se muestran denotan un trabajo previo en la observación de Loza sobre ellos. Nada es ingenuo ni colocado arbitrariamente. Pero aún a pesar del sesgo, y de una mirada “extranjera”, claramente, el director evita todo el tiempo la cristalización de una composición que caiga en el cliché del lugar común, por lo que el resultado que se va tramando es tan interesante, hipnótico y sugerente como perturbador. La mirada a cámara desnuda primero los miedos de los protagonistas, quienes se liberan en un juego tan siniestro como demonizador, el de permitir que el otro me defina sin un conocimiento previo de mí y ahí está Loza para reflejarlo. Luego la apuesta avanza a narrar a esos mismos personajes interactuando entre sí y en la ciudad, un lugar que los contiene, pero que también, en algunos casos, los expulsa hacia zonas inimaginadas de la actuación y la narración. Nunca sabemos cuál es el límite de la ficción y cuál el del registro documental, porque justamente su cine nos ha acostumbrado la mirada hacia una indefinición que posibilita la confusión a favor de sus historias y que impide juzgar sin antes sopesar correctamente, lo que se muestra en la pantalla. “Si me pierdo, no es grave” habla de cómo un grupo de personas se expone a un juego en el que ni aún el propio Loza puede saber cuál será el resultado final, y convierte lo vívido de un taller en una propuesta cinematográfica única. En esa zona “difusa”, en la que nada está claro para nadie, y en la que claramente no se logra volcar el filme hacia una categoría que la pueda nombrar, es en donde el mérito de la película no necesita ya una respuesta sino la búsqueda de más respuestas hacia los interrogantes que desde un principio se plantearon.
El título es en francés, pero seguro que lo traducirán literalmente y no habrá problemas. Los actores son franceses pero el director y el equipo que filmaron son argentinos. Se trata de Santiago Loza como director y Eduardo Crespo y Lorena Moriconi, trío que se complementa para brindarnos siempre la experiencia de un cine con experimentación sobre alguno de los elementos que componen la cinematografía ("Los Labios", "El Asombro", "Extraño", "La Paz"). En su obra más reciente, Santiago Loza, que a la par del cine, se dedica al teatro y dice que lo que más le gusta es la dirección de actores, es convocado por un grupo francés, "Les Chantiers Nomades" (la traducción sería algo así como los "astilleros andantes"), que todos los años realiza en una ciudad francesa (le tocó a Toulouse) un seminario para entrenar a actores y actrices que no tienen relación con las cámaras de tele, cine o la actuación radial. A Santiago y a su equipo esto le pareció fascinante: iban a trabajar con gente con la que no podían comunicarse en su lengua materna. Los primeros ejercicios consistieron en exponer en primer plano los rostros de los diferentes actores y que los demás participantes contaran qué podían decir de sus rasgos, cómo definirían su personalidad actual y cómo imaginaban que esta persona frente a cámara, fue en su infancia. Desde este punto de partida sintieron que había un germen de largometraje, no necesariamente un documental, sino una ficción con historias nacidas de personas reales sin un principio ni un final. El filme es eso, un devenir, un embarcarse y disfrutar de las imágenes, de voces agradables, de anecdóticos pasajes y recordar personajes. Sandro, el de Banfield, rosas y sus nenas, "por ese palpitar", será tomado por una de las actrices pues su padre era argentino y le gustaban las canciones del "Gitano". Otra chica, en una audición teatral hará de Brigitte Bardot, una belleza icónica que aparece en el afiche de publicidad. Es una película que parece pequeña frente a los tanques comerciales pero vale la pena, si es que son de los que disfrutan con el cine arte, ya que multiplica voces. Parece cine europeo, no lo es, en todo caso, es lenguaje cinematográfico puro que Santiago Loza supo armar para obtener este resultado tan atractivo y particular. Si quieren interiorizarse más sobre cómo fue filmada "Si estoy perdido..." y los futuros proyectos de Santiago Loza, visiten los Especiales de Espectador Web (http://www.espectadorweb.com.ar/index.php/especiales/24-especiales/2175-entrevista-telefonica-a-loza).
Atando cabos, miradas, diálogos, un experimento se convierte en película por propia necesidad. Fragmentaria, de factura casera, Si estoy perdido, no es grave es una de esas películas que va creciendo según el lugar que el espectador decida darle. Filmada en Francia durante un taller que Santiago Loza, el director, dictó en 2013 para actores que venían del circo, la danza y el performance, recurre a esos mismos actores y los convierte en personajes descontextualizados, perdidos, de los que sabremos poco y nada a lo largo del filme. Miran a cámara en un plano medio y participan de audiciones comentadas, de situaciones que van armándose sin rumbo mientras las vemos. El francés y el español, incluso con tonada cordobesa, se cruzan en estas apreciaciones espontáneas de esos rostros que se prestan, se enlazan, algunos de los cuales motorizan situaciones mínimas que sin embargo proponen un lugar de encuentro más que de pérdida. ¿Pero encuentro con qué? Ambiguos, inciertos, surgen débiles hilos conductores que producen una sensación agradable, la de estar perdido en el propio ritmo de la película que, ya lo dijimos, surge más del espectador que de la pantalla. Es una película la de Loza, pero también es uno o varios estados de ánimo posibles (habría que pensar en una vertiente experimental de un cine transmisor de estados de ánimo). Claro que es necesario abandonarse, dejarse llevar por los silencios, las miradas, las canciones, lo que haya nuestro en esas historias no historias. Incluso por situaciones triviales. Escuchar Yo te amo de Sandro completo y desafinado en una espontaneidad que, por supuesto, no es espontánea, esperar un tren, o ver correr el río en soledad. Los personajes son nadies, no saben cómo seguir y sin embargo están, con sus fantasmas, recuerdos, deseos. Están. En una película europea, dicen. Es también naturalismo puro. El lenguaje busca trascender al cine, un idioma mental. Hay películas que se ganan ese derecho, a contar poquito, a provocar sensaciones de hastío, extrañeza o compenetración. Invitación a deambular (palabra usada por el director). Como cualquier invitación, se puede aceptar o no.
Loza y otra muestra de su libertad creativa Un workshop en Toulouse sirvió como disparador para esta nueva película del prolífico Santiago Loza. Un grupo de actores con poca experiencia protagoniza esta película que explora los límites del documental y la ficción, y logra, en más de una oportunidad, cargar las escenas de belleza y densidad dramática (el encuentro ocasional de dos de ellos en una estación de tren es particularmente efectivo). También hay curiosos homenajes a Sandro y Brigitte Bardot, y un clima general de extrañamiento que domina un film que revaloriza el accidente y la investigación sin patrones rígidos como motores de la narración. El extravío, como el propio Loza explicita en el título de este largometraje libre y singular, no siempre es un mal punto de partida. También puede ser un incentivo para la invención.
El mundo tiene muchas puertas por abrir para aquellas películas que saben encontrarlas. Si estoy perdido, no es tan grave, lo último de Santiago Loza (ganador del Bafici con La Paz), es uno de esos raros artefactos capaces de interrogar a las personas y las cosas desde lugares múltiples e inesperados. La anécdota es más bien simple: un grupo de actores europeos que nunca estuvieron frente a una cámara se prestan para que un equipo extranjero los filme componiendo distintas historias. El director toma esa premisa como punto de partida y hace una película que pareciera querer contenerlo todo, aunque sea de a pedacitos: qué significa vivir en Europa, estar en pareja, ir a un casting, habitar un país extraño, cantar una canción por unas monedas, conocer a alguien mientras se espera el tren. Los actores, que podría decirse que bautiza cinematográficamente la cámara de Loza, encarnan personajes en una ciudad europea cualquiera surcada por ríos y canales donde todo parece comunicarse y mezclarse. Un primer plano en blanco y negro presenta a cada uno mientras el equipo trata de adivinar su pasado o su personalidad solo mirándoles la cara; el juego divierte tanto al intérprete filmado como a los realizadores, y la película es lo suficientemente generosa como para compartir ese juego con el espectador, que puede, si así lo desea, dedicarse a buscar esos rasgos posibles durante las escenas. Una voz en off explica el proyecto de la película e instala un clima que es el de una poesía urbana y móvil, gentil y contemplativa, hecha a la medida de sus criaturas encantadoras.
Actores anclados en Toulouse Tiempo atrás, Santiago Loza fue convocado a dirigir un taller de teatro en Toulouse, la ciudad donde nació Gardel. Hay una placa en el lugar donde estuvo su casa natal, pero acá no la vemos. Se aprecia, en cambio, uno de los canales, una esclusa, algunos puentes, rincones costeros y caserones de ladrillo visto y tiempos viejos bajo el cielo gris, propicio a los espíritus melancólicos. En el taller eran todos jóvenes, de Francia y otros lados, así que reinaba la alegría. Pero entre los ejercicios a desarrollar (trabajos de improvisación en escenarios naturales ante la cámara de Eduardo Crespo) hay varios diálogos logradamente tristes. También hay otros números que suponemos adecuados para quitar la timidez, como el de una muchachita representando un tema de Sandro en un lugar público. No todos los alumnos aparecen la misma cantidad de veces, no todos los trabajos tienen el mismo nivel, ni tampoco todos se justifican. Más de un espectador pensará que menos aún se justifica el tiempo puesto en verlos, pero esto sirve, precisamente, para apreciar el tiempo que lleva formarlos. ¿Qué será de ellos, si siguen en el teatro, o se arriesgan en el cine? Puestos a elegir, seguiríamos a partir de aquí la carrera de Elisa Lebon, una chica de sonrisa amplia, voz y mirada suaves, como frágiles. Representa muy bien la sensualidad y la aparente inocencia de algunas mujeres a la espera de protección y cariño, que terminan abrazándose a una foca de peluche. Así es como aparece en el afiche de la película. Muy adecuados para poner en clima, los textos que Marina Carranza va leyendo fuera de cámara, mientras de fondo suena una pieza de Federico Mompeau.
Algunas reflexiones sobre “Si je suis perdu c’est pas grave” En youtube se puede ver un video que documenta el estreno de la primera película de Fassbinder en el Festival de Berlín allá por 1969. Al final de la proyección de El amor es más frío que la muerte el director alemán sube al escenario acompañado por el protagonista del film y desdeña, con la misma impronta anarco-punk con que encarna a varios personajes de sus películas, las reacciones de los espectadores que se disputan entre acalorados vítores y lapidarias acusaciones de diletantismo. Contemplada a casi cincuenta años de distancia, probablemente se le pueda reprochar a esa inusitada efervescencia del público cierto esnobismo, a tono con aquellos años de revuelta cultural. Así y todo, en los tiempos que corren podríamos cada tanto hacer el ejercicio no de remedar sino, al menos, de recordar que existen otras formas de acusar recibo de las películas bien diferentes de las actuales, teñidas de un conformismo y una corrección política que muchas veces no hacen más que poner en espejo lo que se acaba de ver en pantalla. Esto, entre otras cosas, pensaba hace unos días luego de ver, en el marco de la muestra itinerante del BAFICI en Rosario, Si estoy perdido no es grave, la última película de Santiago Loza. Cómodo en mi butaca para presenciar la charla de rigor con el director, tenía la esperanza de que alguien menos cobarde que yo le hiciera algún señalamiento sagaz, aunque sea remotamente. Esto no sucedió. Todo transcurrió de acuerdo al protocolo de ese género discursivo internacionalista conocido por sus siglas en inglés como Q&A (alternadamente el público Q y el director A). El resultado fue apenas un tímido intercambio de preguntas comodín del tipo “¿Cómo fue el trabajo con los actores?” que algún especctador generoso profirió en automático para conjurar el mutismo que se había apoderado de la sala. La película de Loza llega a las salas con el espaldarazo de varios artículos críticos que, tras endosarle dos o tres halagos templados, delatan su apuro por salir del paso sin detenerse en lo que la película tiene de fallido, teniendo en cuenta la apreciable diferencia entre aquello que se propone y aquello que finalmente consigue. Hacer una película no sobre un continente -que para un extranjero resulta siempre una abstracción (sic)-, sino sobre la intimidad de un grupo de actores reunidos en una ciudad francesa para concurrir a un taller de actuación: esto es lo que enuncia, didáctica, al mejor estilo Llinás y luego de dar varios rodeos verbales, una voz en off femenina al comienzo del film. La decisión de que esta voz, que irá puntuando el resto de la película, esté articulada en melodioso francés parece responder menos al hecho de que el film transcurra en Francia que a una implícita adscripción de su director al díctum de otra voz en off cercana en el tiempo del cine argentino -la del personaje de Rafael Spregelburd en la película El crítico– de acuerdo con el cual la voz en off en francés es más sofisticada y cuadra mejor al oído del espectador culto. Ergo, agrega ahora este ignoto cronista, cualquier enunciado traducido a la sonoridad delicada de esta lengua quedará nimbado por su legitimidad y pasará a ser considerado poco menos que una pieza de reflexión filosófica. El hecho de pensarse como un genérico extranjero en vez de asumir su condición de argentino en Europa parece darle a Loza la excusa perfecta para soltar amarras a las condiciones socio-históricas y culturales que configuran esa conflictiva relación y así abocarse sin impedimentos a indagar en la intimidad de sus personajes. Lo cierto es que, desprovista de estas variables, la intimidad no puede ser más que un rosario de rezongos. No hay personas ni personajes, sólo figuras abstractas sobre fondos de postales turísticas. De hecho ese terreno impreciso entre el documental y la ficción sobre el que Loza elige trabajar parece ser más una contraseña para el acceso a festivales que un recurso con el cual se intente decir algo nuevo. Puede pensarse como un síntoma de esta Argentina políticamente convulsionada la decisión de varios cineastas de ir a buscar al exterior un piso de bienestar primermundista que les permita divagar sin culpas sobre los mundos privados de sus personajes. Quien haya visto Abril en NuevaYork, de Martín Piroyansky, sabrá de qué estoy hablando. Adrián Suar es, en ese sentido, menos culposo: muestra en sus películas la Buenos Aires que se quiere europea y no se priva de bajar línea cuando lo cree necesario. El resultado de Si estoy perdido no es grave, o, mejor en francés, Si je suis perdu c´est pas grave, es, paradójicamente, una película que replica a su pesar la mirada que el argentino medio tiene sobre Europa, con predilección sobre Francia. Sólo allí, en ese paraíso transoceánico, está la promesa de una vida placentera sin injerencia de factores externos que osen perturbarla. Los trenes llegando rigurosamente a horario y la pulcritud de los espacios públicos funcionando como el epítome de la eficiencia: su visionado puede producir en más de un incauto un efecto similar al del sonido de las campanillas en los perros de Pavlov.
The new film by Argentine director Santiago Loza Si je suis perdu, c’est pas grave (It’s Alright If I’m Lost) is a visual account, a personal diary if you will, on the many aspects of a one-month acting workshop in an unknown city in France. Loza and fellow filmmaker Eduardo Crespo travelled to Europe to teach an actors’ workshop and once there, they found both the actors and the place so appealing that they decided to shoot a movie about them as well. That is to say a movie with no predefined blueprint, but one that was shaped in the making. So on one hand you have a poetic voice-over reflecting upon different states of mind, soul, feelings and sentiments as a smooth camera captures equally poetic views of the unknown city, which are far from banal post card images. And on the other hand, there are screen tests, walks in the park, scattered conversations, and informal activities here and there. All of it filmed without the filmmakers intruding in the scenario. And while there are a handful of nuances and warm observations throughout, just like there are some special moments captured in their alluring spontaneity, it’s equally true that the assortment of all the fragmented pieces fails to create a narrative that says something other than what can be seen at first sight. As a merely descriptive feature, you could say it’s resourceful enough, but when it comes to being observational in a profound way, I found there’s very little to meditate on. Cinematography is in tip-top shape, all the more so when it’s outdoors. You do feel kind of entranced as the camera goes over different sections of the city, in fact you may feel you are travelling there as well. Yet after a while the wandering experience, despite its occasional beauty, begins to wear thin. It looks nice but it feels somewhat vacuous. When it comes to the actors’ screen tests, things sometimes get a bit more interesting as off-frame voices comment on their expressive close ups and imagine possible lives for them. This is when Si je suis perdu, c’est pas grave acquires a playful quality. Yet, after a while, that wears off too.
Ese lugar entre lo extraño y lo íntimo Film de estructura abierta y rapsódica, que encontró su forma final en la mesa de edición, la película de Loza rodada en Francia refleja bien el mundo de su autor: afinidad con las mujeres, tendencia a la soledad y la melancolía, sensación de extrañeza. “Me siento entre lo extraño y lo íntimo”, dice una de las protagonistas de Si je suis perdu, c’est pas grave/ Si estoy perdido no es grave. Una película que, como otra de sus protagonistas, tal vez “piense en francés y sienta en español”. Filmada durante la realización de un taller de experimentación actoral “en alguna ciudad europea, mediana, como tantas otras” –tal como presenta el soliloquio que funciona a modo de prólogo–, el opus 8 de Santiago Loza (Córdoba, 1971) combina el ejercicio teatral con una serie de historias apenas embrionarias, que tienen en común (los ejercicios y las historias) la condición borrosa entre lo real y lo ficticio. En ese sentido, Si je suis perdu... continúa la investigación emprendida en Los labios (2010), codirigida por Loza e Iván Fund, pero en plan fragmentario. En plan tan fragmentario –y tan a medio camino entre la representación teatral y la cinematográfica– como Rosa patria (2009), donde Loza merodeaba, desde distintas tangentes segmentarias, la figura del poeta Néstor Perlongher.Presentada en Competencia Argentina en el Bafici 2014, Si je suis perdu... fue creada sobre la marcha. “Cuando estábamos en Francia con Eduardo Crespo, dando un taller para un grupo de actores, en un idioma que no manejo, nos dijimos: tienen unos rostros para ser filmados, estamos en una ciudad bella”, cuenta Loza en la gacetilla de estreno. “¿Cómo sería filmar una película sólo con eso?” Film de estructura abierta y rapsódica, que encontró su forma final en la isla de edición, Si je suis perdu... combina dos series narrativas. Una de ellas, filmada en blanco y negro con una cámara casera, consiste en planos cortos y frontales de los rostros de los actores, sentados frente a la lente en una sala de ensayo. El ejercicio impone al actor permanecer mudo, mientras desde fuera de campo sus compañeros (y el director: se reconoce la voz de Loza) verbalizan las impresiones que el rostro les transmite. “Parece una persona generosa.” “Se la ve como en ralenti.” “Debe besar bien.” “Tiene aspecto de médica cirujana.” “Está un poco asustada.” “Da la sensación de estar mirando el mar.”La otra serie narrativa presenta a esos mismos actores –a veces antes, a veces después del ejercicio impresionista–, en las calles de una ciudad (¿Toulouse?), filmados con una cámara HD en color, ya sin la limitación autoimpuesta del único encuadre. Se juega con la posibilidad de que se trate de “gente de la calle”, hasta el momento en que el espectador los reconoce como los actores del taller. Esas historias, de trama levísima, tienen un atisbo de desarrollo, generalmente en dos o tres secuencias, y se alternan con la “serie 1” encadenándose entre sí por un sistema de “postas”.Dos amigas practican turismo, una madre y su hija también, una actriz dobla a Brigitte Bardot en una prueba para una película, otra hace teatro callejero, practicando lip-sync sobre un temazo de Sandro, y el paseante que presenció el espectáculo hace luego lo propio, en una fantasía de club nocturno. Dos veces Sandro: no hay película que sufra por eso.Conocer la obra cinematográfica previa del autor (sobre todo Extraño, 2003, y Cuatro mujeres descalzas, 2005) ayuda a ver cuánto hay de su mano en estas minificciones truncas: mayor afinidad con mujeres que con hombres, tendencia de los personajes a la soledad y la melancolía, sensación de extrañeza, búsqueda de calor humano, voluntad de alcanzar lo más íntimo y la impenetrabilidad del rostro, interponiéndose ante ella.En las escenas en que los actores “hacen de sí mismos”, la propia formulación del ejercicio y el carácter grupal imponen una mayor intimidad compartida, mayor frescura también. Pero ¿en qué consiste ese “sí mismos”? En verdad, el ejercicio es como arrojar dardos sobre un blanco que no está a la vista, en el rostro, sino fuera de ella, por detrás. Y que tal vez no exista. De lo que se trata no es de acertar con “cómo es el otro en realidad” sino simplemente en tirar, sabiendo que hay tantos otros como miradas o dardos sobre ellos. Quizás en eso consista la obra entera de Santiago Loza.
Vidas solitarias en la gran ciudad Como se viene expresando en su prolífica obra (ocho largometrajes desde 2003), las películas de Santiago Loza emplean recursos narrativos y formales que germinaron en la segunda mitad de los años 90 con el nuevo (ya viejo) cine argentino, pero a través de un tamiz propio y con decisiones de la puesta en escena totalmente personales. Desde el tono minimalista elegido para situaciones y personajes hasta los cruces que el realizador propone entre el lenguaje cinematográfico y el teatral, el creador de Extraño, Los labios y Cuatro mujeres descalzas continúa con su afán experimental, que en ocasiones se traduce en hermetismo, pero que termina transmitiendo una innegable sensibilidad. Por las calles de Toulouse transcurren las historias de Si estoy perdido no es grave (Si jem suis perdu, c’ est pas grave), con un inicio pautado desde la voz en off que aclara la transparencia de aquello que surgirá en imágenes. Vidas desparramadas en una gran ciudad, tomadas con planos fijos, diálogos sin pretensiones, momentos de soledad e impaciencia citadina y un taller para un grupo de actores que ofició de disparador de la trama para dejarle lugar a esos primeros planos de rostros obligados a escuchar las reflexiones y comentarios desde el fuera de campo. Como si se tratara de un ejercicio acabado en película entre profesores y alumnos (el recuerdo de Shadows de Cassavetes no suena descabellado), el film de Loza multiplica voces y personajes a través de breves viñetas, intercaladas por los rostros en planos cercanos. En ese sentido, la empatía de las imágenes con el espectador puede resultar poco eficaz; sin embargo, la película hace eco en una búsqueda a pura sensibilidad por parte del director: en las dos versiones de un mítico tema de Sandro ("Porque te amo"), en la actriz que tiene que encarnar a la bella Brigitte Bardot, en la cálida relación entre una madre y una hija y en el plano con travelling a la Nouvelle Vague del final, Si estoy perdido no es grave, un film-ensayo, encuentra sus mejores momentos y sus raptos de inteligencia y sabiduría.
Encontrar las formas Los personajes de Santiago Loza parecen perdidos en Toulouse. Podemos perdernos en el cine y no es grave. En tiempos de selfies, prótesis audiovisuales y condicionamientos tecnológicos, se debería reivindicar a toda película que se interrogue sobre los primeros planos, que se corra sanguíneamente de marcos industriales y proponga crear desde un lugar diferente, honesto y hasta fallido. Fue Jean Louis Comolli quien escribió en Mirar para ver (1995) acerca de un tipo de cine en el cual se alteran el juego de representación y las expectativas del espectador. Allí defendía esa energía que se aparta de las convenciones y entrecruza los registros. Si estoy perdido no es grave (Si je suis perdu, c’est pas grave) ofrece un espacio lúdico y transmite su búsqueda poética y narrativa como experiencia. La transfiere a partir del momento en que una voz femenina en off nos invita a navegar por las aguas del río y al mismo tiempo por el cauce del film. Entonces, a partir de ese momento, dos niveles transcurrirán en forma paralela hasta fundirse ante nuestros ojos en una misma realidad. Por un lado, en blanco y negro, aparecen las sesiones donde se experimenta con los actores; por el otro, las pequeñas historias en estado larval donde ellos están involucrados, con la bella ciudad de fondo. Si hay algo que reivindica Loza es que no existe un Relato ni necesariamente abundan grandes momentos preconcebidos. Cada acto cotidiano puede ser transformado por la cámara y por la humanidad de quien es enfocado. En este sentido, la relación que se establece entre el experimento del taller y las performances de los actores es proporcional a cómo se piensa una película y qué queda de ella en la sala de edición. Una imagen, un objeto, un rostro, son motores de historias, más allá de su naturaleza. Nunca de una única Historia. Y si de búsquedas se trata, lo lúdico (ligado también al azar) es una herramienta primordial. La actuación misma responde a esa condición y todo parece ser un constante probar (los castings, los números musicales ambulantes, los vínculos, las miradas que concluyen en cómplices risas inocentes). Hay un sistema de dualidades que recorre la película. Una es la doble lengua operando en forma constante y por ende, la identidad atravesada por Argentina y Francia. Entre las referencias que Loza incorpora (y que no necesita hacer explícitas) asoma la experiencia del viaje intelectual y la mirada de Francia como destino sacralizado que marcó el horizonte de deseo de varios pensadores y artistas desde el Siglo XIX. Sin embargo, el mito aquí es invertido. “Europa es una idea abstracta” se escucha por ahí y los personajes asumen la pérdida como experiencia simbólica de desarraigo sin dramatismo. Puede ser existencial y narrativa en la medida en que todo está abierto a un terreno de múltiples posibilidades. Están lejos del triunfalismo y la melancolía que atraviesa sus miradas lo confirma. No es una melancolía que empantana, sino que insta a ser creativo y hasta ocurrente (“como todo melancólico cuando se divierte, que es excesivamente entretenido”). En cada una de sus performances, la cámara girará para abrazarlos, porque el film se hace con y para ellos. La idea de vínculo queda de manifiesto desde la advertencia inicial: “un grupo de actores se reúne durante un mes en una ciudad francesa. La mayoría de ellos nunca estuvo frente a una cámara. El director y su equipo son extranjeros. Esta película es el resultado de nuestro encuentro”. Si estoy perdido no es grave (Si je suis perdu, c’est pas grave) es más que un encuentro. En esa búsqueda escenificada por encontrar la forma, hay un director que se descubre en los otros, sus propias criaturas y regala noblemente pequeñas joyas narrativas.
Escuchá el audio (ver link). Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli. Un espacio dedicado al cine nacional e internacional. Comentarios, entrevistas y mucho más.
Por ese palpitar. El último film del realizador Santiago Loza aborda los encuentros y desencuentros, las pérdidas y hallazgos, lo efímero y lo eterno de la vida, a través de una peculiar historia que funciona como un ensayo cinematográfico de ciertas cuestiones existencialistas -plasmadas en poesía en imágenes- que nos invitan a un recorrido por el deseo y el vacío. Si en Los Labios y La Paz el director abordaba historias y personajes que realizaban una búsqueda introspectiva por los laberintos del deseo, en este film este recorrido se hace más tangente por esa mezcla entre lo documental y ficcional que tiene el relato y los testimonios en primera persona de sus personajes, que hacen más visible ese dejo melancólico que caracteriza a las obras de Loza. El escenario es una excusa, más allá del encanto que tiene toda ciudad francesa: cualquiera de estas vivencias pueden experimentarse en otra ciudad del mundo, pero también se replantea el tema de la lengua, la lengua materna, la aprendida, la deseada y la pensada. Esto es a través de un taller de actuación, donde los actores encarnan distintas contingencias que se dan en el tránsito urbano, ya sea como habitantes, inmigrantes o turistas. En esta construcción de búsquedas subjetivas se logran escenas y diálogos muy logrados, como la secuencia de la joven que realiza una interpretación en medio de una plaza europea del clásico de Sandro Yo te amo, ante la mirada de unos cuantos transeúntes que seguramente desconocían la canción que sonaba en ese momento; o la de esa mujer que expresa con absoluta convicción que el chocolate es el mejor antidepresivo. Partimos de la asociación libre que despierta el rostro de cada actor para encontrarnos con pequeñas historias que se cruzan y se distancian, sin importar la resolución de las mismas, así se van armando climas que devienen en un retrato poético de la condición humana. Un film interesante, riesgoso por lo diferente, que requiere la adaptación a una novedosa -pero no improvisada- forma de narrar. Algunas viñetas son más interesantes que otras, así en ocasiones se nos presenta algún tipo de desconcierto y extrañeza por no estar acostumbrados a esta modalidad de películas. Al igual que los personajes, nosotros también nos perdemos en el trayecto narrativo, no sabemos adónde va cada historia, cuál es el destino del film; pero después de todo, si estás perdido, no es grave…