No es una película que se pueda recomendar o desechar, ya que va completamente en gustos, tanto la podés amar como odiar. Así que si te gustan los riesgos, lo mejor es que...
Un debut a lo grande Considerado uno de los guionistas más talentosos y creativos de su generación (es el autor de aclamados trabajos como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Confesiones de una mente peligrosa, El ladrón de orquídeas y ¿Quieres ser John Malkovich?), este artista debutó con casi 50 años en la dirección con Synecdoche, New York, una tragicomedia de grandes ambiciones y resultados mixtos que se sustenta en un gran despliegue visual, en bruscos y constantes cambios de género, de climas y de registros, y en el aporte de un gran protagonista (Philip Seymour Hoffman), acompañado por un amplio elenco de figuras como Catherine Keener, Samantha Morton, Emily Watson, Michelle Williams, Jennifer Jason Leigh, Hope Davis, Tom Noonan y Dianne Wiest. Kaufman retoma la línea absurda y delirante de sus guiones para Spike Jonze (productor del proyecto) con la historia de un director de teatro neurótico e hipocondríaco que es abandonado por su familia y decide montar una obra épica que incluye la reconstrucción de una suerte de Nueva York en miniatura para recrear allí los dramas de su caótica existencia. Con un presupuesto de 20 millones de dólares aportados por productoras independientes y con apenas 45 días de rodaje para concretar las 204 escenas del guión, esta opera prima megalómana, artificiosa y deslumbrante resulta una verdadera rareza llena de hallazgos (y de tropiezos parciales) para no dejar pasar. Atragantado en su propio genio - Por Manuel Yáñez Murillo Se esperaba con curiosidad la primera incursión en el terreno de la dirección del guionista más influyente del cine americano de la presente década, Charlie Kaufman, ideólogo de la carrera cinematográfica de los cineastas más in de la generación del videoclip: Michel Gondry y Spike Jonze. Para su opera prima, Synecdoche, New York, Kaufman pone su desbordante imaginación al servicio de un nuevo ejercicio metalingüístico, en el que la trama se despliega y retuerce a través de múltiples niveles de ficción. Relato dentro del relato, representación dentro de la acción, el espejo en el interior del espejo. Ese es el juego favorito de Kaufman, amante del artificio y de la prestidigitación narrativa. Intentar resumir la historia que cuenta Synecdoche, New York se antoja una odisea, pero lo intentaré. Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un dramaturgo en perpetua crisis creativa y existencial que tras ser abandonado por su mujer (Catherine Keener) y su hija decide utilizar el dinero de un premio literario para realizar la obra teatral definitiva, un desproporcionado proyecto que le ocupará el resto de su vida. La obra en sí es nada menos que la recreación a escala casi real de la vida en la ciudad de Nueva York. En su mesurado arranque, la película transita entre gags ocurrentes hasta que Kaufman decide empezar a regocijarse en su ingenio y megalomanía, convirtiendo el film en un juego infinito de cajas chinas con el que abordar su visión trágica de la existencia, en la que el ser humano parece condenado a la soledad y el creador a ser fagocitado por su propia creación. Y eso es justamente lo que le sucede al director-guionista-autor: que al querer llegar más lejos que nadie (el film iguala y supera los artificios de Ocho y medio, de Federico Fellini; Dogville, de Lars Von Trier; Palindromes, de Todd Solondz; y The Truman Show, de Peter Weir) se atraganta con su propio genio y la contundencia de su amargo existencialismo queda diluida por la incontinencia de su pluma.
Pum para abajo Charlie Kaufman incursiona en la dirección con Todas las vidas mi vida (Synecdoche, New York, 2009) película que retrata mediante el estilo visual y narrativo del guionista de ¿Quien quiere ser John Malkovich?, la crisis existencial de un dramaturgo -alter ego de Kaufman- tan ambicioso como pesimista, que intenta hacer la obra de su vida. La realidad esta tan fusionada con la ficción que el propio film se convierte en demasiado ambicioso, perjudicando el resultado final del mismo. Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un dramaturgo a punto de estrenar su obra cumbre llamada Schenectady, New York. En ese momento sufre una crisis existencial que le provoca diferentes desestabilizaciones en su vida personal. Como artista que es, inmiscuye sus pesares en la obra dándole un tinte aún mas biográfico y melancólico a su puesta. Los acontecimientos siguen sucediéndose, los actores siguen sumándose -al conocer mas gente en su vida- y la obra sigue ensayándose eternamente sin nunca estrenar. Elementos surrealistas (una casa ardiendo en el fuego continuamente), flashbacks y flashforwards que se entrelazan en el presente una y otra vez sin distinguirse visualmente del tiempo del relato, son algunos de los rasgos autorales de Charlie Kaufman. Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal sunshine of the Spotless Mind, 2004), ¿Quieres ser John Malkovich? (Being John Malkovich, 1999) y El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002); son películas que tienen todas estas características y también la melancolía existencial con la que está atravesada la mirada de cada acontecimiento retratado. La búsqueda del amor verdadero en Eterno resplandor... y la crisis creativa en El ladrón de orquídeas. Quizás en este punto Todas las vidas mi vida se asemeje a este último film, no sólo en tema sino en la representación simbólica de su protagonista. Nicolas Cage en esa y Philip Seymour Hoffman en esta, vienen a representar el alter ego de Charlie Kaufman, un artista patético, nostálgico, hipocondríaco que no hace más que boicotear su propia vida y la de la gente que lo rodea. Sin embargo parece ser un gran genio. Pero es esta densidad –del personaje y del propio Kaufman- la que hunden al protagonista y al film en el más espeso y oscuro de sus pesares. Lo cierto es que Charlie Kaufman hace catarsis en su primer film en el rol de director. Catarsis que muchas veces hemos disfrutado en sus anteriores películas como guionista, pero que aquí padecemos por la consistencia con la cual está trabajada Todas las vidas mi vida. Quizás sus guiones tuvieron siempre este tinte fatalista y fueron los directores -Spike Jonze, Michel Gondry- quienes aportaron su estilo visual para convertirlos en películas mas ligadas a la fantasía. No lo sabemos, aunque si evitemos ver este film un domingo a la tarde.
Un mundo de cartón pintado. El film marca el debut como director del guionista ganador del Oscar, Charlie Kaufman, en esta extraña película que mezcla ficción y realidad. El director de teatro Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) está por estrenar su nueva obra, pero su esposa (Catherine Keenar) lo abandona levándose a su pequeña hija para continuar con su vida artística en Berlín. Desmoronado físicamente y con continuas visitas a diferentes especialistas, se encontrará con varios personajes y entablará una relación amorosa (con Samantha Morton). La película incluye escenas de mal gusto, absolutamente innecesarias, y muestra el deterioro físico del personaje central, entre ensayos, y la presencia de un extraño personaje que lo sigue y quiere audicionar para su obra Simulacron. La acción transcurre entre escenografías y paredes reales, combinando dos mundos que lo pueden llevar al borde de la locura. Sin el ingenio de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos; la narración está plasmada en flasbacks y flashforwards (el entierro y la posterior aparición del personaje), y se permite escenas surrealistas, como el incendio constante de una casa sin que los personajes se molesten por ello. Sin coherencia y sumamente tediosa, Todas mis vidas, mi vida pinta un mundo de cartón.
El arte de sufrir De la pluma de Charlie Kaufman, un viaje hacia lo profundo de una mente torturada. "No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno(...)" (Jorge Lus Borges, "La Biblioteca de Babel") A las 7.44, Caden Cotard comenzó su día. A las 7.45, lo habrá terminado. O no. En este metarompecabezas que es Todas las vidas, mi vida, todo lo que le sucede al protagonista puede o no haber sido un sueño que duró sólo un minuto. En él pasa toda su vida: sus pasiones, sus proyectos, sus amarguras, sus frustraciones. Y el tiempo que, literalmente, se lo lleva por delante. Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un autor teatral que vive con su mujer artista (Catherine Keener) y su hija de cuatro años en un pueblo en las afueras de Nueva York. Allí monta una producción de La muerte del viajante con actores jóvenes porque, dice, todos terminarán envejeciendo y muriendo, igualmente. Es evidente que el protagonista del primer filme como realizador del guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos no es una persona optimista. Al contrario: es un depresivo severo, pesimista de manual, enfermizo y enfermante. Alguien que no encuentra sentido a su vida, y menos aún cuando su esposa, cansada, lo deja y se va con la niña a Berlín. Cotard (el Síndrome de Cotard existe y habla de personas que se sienten muertas en vida) intentará reconstruir su vida de diversas maneras. Y en esa serie de reconstrucciones -simulacros- se le irán los años. Mantendrá una relación con una dulce empleada del teatro (Samantha Morton) y un romance con una actriz (Michelle Williams) con la que tendrá una hija a la que siempre llamará con el nombre de la anterior, a la que adora y extraña. Pero, fundamentalmente, ganará una beca millonaria y con ella intentará producir la obra de teatro más ambiciosa jamás realizada. Para eso conseguirá un enorme galpón en Nueva York y juntará allí a actores, sin guión alguno, para producir entre todos "algo real, honesto, la cruda verdad", en la que cada uno -pero especialmente él- pondrá en escena sus conflictos personales. El asunto crecerá y crecerá hasta ocuparle al hombre todo su tiempo: la reconstrucción de su vida será, en definitiva, su vida misma. Y esto, para los que conocen los guiones de Kaufman, recién empieza a complicarse ahí. Tan ambiciosa como angustiante, acaso una de las películas más tristes y depresivas jamás hechas, Todas las vidas... es un racconto de las experiencias de un hombre que, como él mismo dice, va "camino hacia la muerte aunque estoy, por el momento, vivo". Enfermedades, amores frustrados, separaciones, dolor, muertes y más muertes. El tiempo que se esfuma ("Mi mujer se fue hace una semana", dice. "Ya pasó un año", le contestan). No hay casi lugar para la luz en la vida de Caden, salvo aquella que perdió y no logra recuperar. En sus guiones para Spike Jonze (¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas) o Michel Gondry (Eterno resplandor...), Kaufman dejaba sus complejos artefactos en manos de cineastas que uno podría llamar lúdicos, juguetones. Con él mismo al frente del barco, se pierde ese lado liviano y cómico (lo intenta en un principio, pero no lo logra) y deja en primer plano todas las preocupaciones metafísicas y filosóficas, y a un personaje frustrado y frustrante, con el que, finalmente, resulta muy difícil identificarse por más que se compartan ciertas obsesiones, temas y (malas) elecciones. De cualquier manera, Kaufman sigue siendo un fascinante creador de universos, capaz de intentar crear una "sinécdoque" (figura retórica que refiere a una parte que representa un todo; de allí viene el título original del filme) del mundo entero y de todas las preocupaciones humanas y, al no poder reducirlo, termina construyendo una vida dentro de otra, un simulacro que lo consume. A él y a Caden. Ambiciosa y desmedida, creativa y voraz, angustiante a más no poder, Todas las vidas... es un extraño viaje por el mundo de las ideas, pero un filme acaso demasiado cerebral para que toda la experiencia humana que debería contener nos interpele y nos conmueva.
Las pesadillas y los sueños de un artista Film del guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? Entre las pesadillas y el mundo real, en ese reino brumoso, condensado y desplazado de los sueños freudianos transcurre la ópera prima de Charlie Kaufman. El guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos trasladó de aquellos trabajos a ésta historia el denso aire melancólico, el humor nacido de la más desesperada angustia existencial y sus preocupaciones sobre el sentido y objetivo del arte pero esta vez sin contar con un director que frenara sus impulsos narrativos. Ahora, en lugar de confiarle su historia a Spike Jonze o Michel Gondry, Kaufman decidió contarla él mismo. El resultado es exitoso tanto en su gigantesca ambición como en su microscópica atención al detalle de cada plano, cada diálogo y cada sonido en pantalla. Como las bellas y minúsculas obras de arte que crea la esposa del protagonista, este film requiere de una mirada atenta y concentrada, aun en esos pasajes en que parece querer abarcar el mundo entero mostrando sólo una de sus muchas partes. Y a uno de sus más conflictuados habitantes: se trata de Caden Cotard, un dramaturgo y director teatral interpretado por Philip Seymour Hoffman con la suficiente cantidad de pesimismo y neurosis como para provocar que su esposa, la artista plástica Adele Lack (Catherine Keener) confiese a su terapeuta -la siempre maravillosa Hope Davis- que a veces fantasea con la muerte de su marido para poder ser libre. Allí está la pareja en un principio compartiendo una casa como cordiales extraños con una pequeña hija y gigantes resentimientos en común. Con una obra a punto de estrenarse, una versión de Muerte de un viajante de Arthur Miller que provoca una mueca de disgusto en Adele, Caden empieza a sufrir extraños síntomas de enfermedades que podrían ser tanto reales como imaginarias. Esa atmósfera de irrealidad es la columna vertebral de este film en dos actos. El primero termina cuando el protagonista es abandonado por su mujer, que se lleva a su hija a Berlín para convertirse en una estrella en alemán y al mismo tiempo -aunque la sucesión cronológica aquí es más intermitente que lineal-, gana una beca "para genios" que le permitirá alcanzar la gloria creativa. Allí comienza entonces la segunda parte de la historia, con el dramaturgo penando la pérdida de Hazel, esa mujer misteriosa que vive en una casa en permanente estado de incendio -interpretada con una naturalidad cercana a la perfección por la británica Samantha Morton-y armando una réplica de Manhattan y la vida de sus habitantes en busca de la verdad artística. Como un juego de muñecas rusas al infinito, la obra de Caden crece y se repite sin fecha de estreno ni público. Un sueño obsesivo y megalómano, tan pretencioso como confuso y emocionante. Algo similar a lo que provoca este film que narra una vida trágica, conmovedora, ridícula, como si a través de ella estuviera contándolas todas.
Dividiendo el átomo La ambición artística de Charlie Kaufman llega a niveles insospechados en la revulsiva Synecdoche, New York (2008), ópera prima como realizador de un guionista mítico dentro del mundillo cinematográfico de la última década. Sus obsesiones particulares regresan magnificadas en un film desvergonzado que funciona como un canto a la introspección existencial y el debate sobre el proceso creativo: así nos topamos con la experimentación formal, el melodrama exacerbado, secuencias surrealistas, mucho humor negro, un desarrollo visceral de personajes, la originalidad más arrogante y una enorme cantidad de proyecciones cruzadas entre el responsable máximo del devenir en pantalla y los pobres espectadores en sus butacas. Muy lejos de las comedias estúpidas del mainstream estadounidense y europeo, aquí el inconformismo y la crítica son los principios rectores. Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un director de teatro meditabundo a cargo de una adaptación de La muerte de un viajante de Arthur Miller en un reducto arty de Schenectady, en los suburbios de New York. Mientras que su carácter depresivo lo distancia de su esposa Adele (Catherine Keener) y su cuerpo padece una larga serie de enfermedades iniciadas con un accidente doméstico, de a poco comienza a flirtear con Hazel (Samantha Morton), la chica de la boletería. A pesar de la terapia de pareja en manos de la psicóloga Madeleine Gravis (Hope Davis), pronto Adele lo abandona llevándose a su pequeña hija con ella en pos de un futuro dichoso en Berlín. De imprevisto Caden recibe una beca MacArthur y con el dinero decide montar una obra brutalmente honesta en donde pueda volcar todas sus inquietudes... para ello alquila un gigantesco depósito en Manhattan. Gran parte de la película se divide entre los ensayos de una pieza en constante crecimiento y los vaivenes tragicómicos de la vida personal del protagonista. Los trabajos de Kaufman han mantenido a través del tiempo una coherencia envidiable, siempre fieles a un derrotero tan alucinógeno en su calidoscopio estilístico como sorprendente en términos de valoraciones nihilistas. Combinando la comedia absurda de ¿Quieres ser John Malkovich? (Being John Malkovich, 1999) y Human Nature (2001) con la melancolía paranoica de Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a Dangerous Mind, 2002) y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), la propuesta en sí es una suerte de “continuación conceptual” de El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002), el extraordinario segundo opus del también misántropo Spike Jonze. Uno no puede más que maravillarse ante semejante cúmulo de escenas inclasificables, diálogos épicos y situaciones de una lucidez abrumadora. Kaufman, consciente de las reacciones contradictorias que genera en el público, se anticipa a ellas, se burla a puro desparpajo de las posibles refutaciones y como si esto fuera poco continuamente redobla la apuesta en lo que a la argumentación filosófica se refiere. El metadiscurso insaciable y los detalles intertextuales se amalgaman con el fin de parodiar tópicos clásicos del “arte elevado” como la autoindulgencia, el realismo, los parámetros de representación, la disponibilidad de recursos o el estancamiento profesional. La ridiculización de los ideales burgueses corre a la par de la explicitación de los callejones sin salida que la vida nos impone a diario: en el filtro quedan muchísimos interrogantes y casi ninguna conclusión. Aunque Synecdoche, New York recuerda por momentos al cine de Woody Allen, Ingmar Bergman y Luis Buñuel, en realidad representa una celebración altisonante de todas las desproporciones características de Kaufman. Al igual que Imperio (Inland Empire, 2006) de David Lynch, el film marca un punto de inflexión en su carrera por la sencilla razón de que estamos ante una síntesis suprema de lo expuesto en el pasado. Se agradecen una vez más el desapego a las fórmulas hollywoodenses, la violencia expresiva, el tratamiento intrincado y la brillantez del elenco en su conjunto; con generosas participaciones de Emily Watson, Jennifer Jason Leigh, Dianne Wiest y Michelle Williams. Mientras que la figura retórica del título toma a la parte por el todo o viceversa, el hoy director vuelve a alterar sentidos en un juego de duplicidades, encadenamientos discursivos y eternas subdivisiones.
El largo y sinuoso camino El prestigioso director y autor teatral Caden Cotard (Phillip Seymour Hoffman), algo hipocondríaco y egocéntrico como todo talento de renombre, no es capaz de reconocer de inmediato que su vida familiar se terminó. De repente, su mujer Adele (Catherine Keener) se va en un viaje artístico a Europa con su única hija y ya no regresa. Luchando con sus propios y auténticos instintos, Caden se queda solo, boyando entre dos mujeres que se disputan su interés, mientras el tiempo de su vida se le desliza en una confusión de meses que parecen semanas y años que parecen meses. A medida que su salud decae y los médicos no pueden acertar con un diagnóstico concreto, su vida profesional se dispara gracias a una prestigiosa beca que le permite llevar adelante el proyecto más ambicioso de su vida: la narración coral, día tras día, de un grupo cada vez mayor de personas en la ciudad de Nueva York. Y finalmente, Charlie Kaufman debutó como director con una cinta que lo pinta entero. Se podría caer en el lugar común del homenaje a sus fuentes (cine, teatro), a la admiración que en él provocan tanto sus personajes como los actores que lo interpretan, etcétera. Pero hay algo más en este producto extraño, con mucho del último Lynch aunque por lejos más asequible a un público amplio. En su puesta escénica y en la estructuración de los conflictos se puede seguir el hilo de una trama engañosa, que coquetea con lo onírico y también con algún absurdo, sin dejar de ser un drama eficaz (evoca por momentos a "Eterno Resplandor..."). La historia entraña algunos golpes bajos, lógicos dentro de una trama donde el personaje central debe necesariamente sufrir, aunque morigerados con la cuota de humor oscuro propio de Kaufman. El elenco, de principio a fin, se luce en torno a Phillip Seymour Hoffman, que logra un personaje protagónico que de a poco y como una fuerza centrífuga va liberando a sus secundarios; tanto los que le acompañan en su devenir como autor, como los actores que comparten sus días en ese gigante plató donde se desarrolla el ambicioso sucedáneo de la vida misma.
Se trata sin dudas de la película más difícil de explicar que vi en mi vida. Lo primero que hay que tener en cuenta respecto a ésto es que el guionista y director es nada menos que Charlie Kaufman, el mismo que escribió los guiones de El ladrón de orquídeas, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich?. Es decir que ya estamos acostumbrados a las idas y venidas en el tiempo, en los desfasajes de realidad y ficción… Y, sin embargo, Todas las vidas, mi vida - Synecdoche New York es la más difícil de todas. Pero no es cuestión de meter miedo, así que ahondemos en la película. Philip Seymour Hoffman es Caden Cotard, un director de teatro respetado y exitoso, pero absolutamente hipocondríaco. Vive con su mujer, Adele -Catherine Keener-, una artista, y su pequeña hija de 4 años. Un día, harta de las enfermedades de su esposo -que no son sólo mentales, sino que también se manifiestan-, la mujer lo abandona y se va a Berlín con la niña (en la capital de Alemania Adele es muy exitosa como pintora). A todo ésto, a Caden le otorgan una beca muy prestigiosa para que financie una obra de teatro, y decide que finalmente va a hacer una obra que quede en la historia. Se muda a Nueva York, alquila un galpón enorme, y empieza con la obra. Pero se da cuenta de que si quiere realmente trascender, debe hacer algo único. Y no hay nada más único para él que él mismo. Por eso, monta una obra con su vida como eje. Y allí empiezan los nudos porque, claro, es necesario un actor que lo interprete. Y un escenario que sea la ciudad. Así, ese galpón se convierte en un mundo dentro del mundo, al punto de que los personajes viven en tanto hay obra, pero no dejan de ser actores. Sólo que para Caden la obra existe todo el tiempo. Realmente impresionante, con un montón de personajes, muertes, crecimientos, y una obra que no termina nunca. Lo que más destaco de la película es el haberme sentido respetado en mi inteligencia como espectador. Este film se completa al 100 por ciento con la capacidad cerebral de quien la vea, y, como pocas veces sucede, el director apela a la materia gris de quien la vea. Es un desafío difícil, duro, pero hermoso a la vez. Y eso es lo que diferencia a una película que trasciende de una que simplemente es buena.
Tenía que ser solamente Charlie Kaufman el único capaz de llevar adelante este guión para sumergirnos nada menos que en un film que funciona como síntesis de toda su obra en su carácter de guionista (de ahí la idea de representar la parte por el todo tal como reza la figura semántica de la sinécdoque); como autoreflexión del proceso creativo en plena ebullición y caos; como crítica demoledora a Hollywood, a los intelectuales y a todo lo que representa el arte snob. Una obra maestra de dificil digestión que no puede dejar de verse...
No es bueno ser Cotard Charlie Kaufman se convirtió, con razón, en uno de los guionistas más importantes del cine norteamericano con aspiraciones indie, después de firmar los libros de películas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Michel Gondry), Confesiones de una mente peligrosa (George Clooney), El ladrón de orquídeas (Spike Jonze) y ¿Quieres ser John Malkovich? (Spike Jonze). Y ahora llega a la dirección con un relato que tiene tanto de barroco como los films en donde participó como guionista, con una clara influencia en la puesta de Jonze y Gondry, dos directores que se hicieron conocidos filmando videoclips. Y si bien hay que abandonar cierta idea instalada en la cinefilia dura que los realizadores que trabajan o trabajaron en el formato de tres minutos son descartables, en su ópera prima Kaufman muestra cierta puesta barroca que podría emparentarse con el estilo clipero –aunque hay que aclarar que el género admite infinitas variantes, después de todo ¿cuál la estética en común de un Chemical Brothers, Miranda! o Black Eyed Peas–. Lo cierto es que la larga introducción tiene la intención de allanar el camino a la puerta de entrada a Synecdoche, New York - Todas las vidas, mi vida, una especie de falso biopic en plan lisérgico sobre Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman), dramaturgo de profesión y perdedor nato en el resto de los ítems: inseguro, hipocondríaco y despreciado por Adele (la extraordinaria Catherine Keener, que fue ya trabajó con Hoffman en Capote como la amiga del escritor), su exitosa esposa y artista plástica. Caden transita por la vida como pidiendo disculpas y quejándose de una serie de enfermedades, que nunca queda claro sin son imaginarias o no. Con sus continuos cambios de tono, de género, de registros, todo incluido en una interminable paleta de recursos, la película exige un esfuerzo de percepción de parte del espectador, que necesariamente deberá abandonar las seguridades de un relato más o menos clásico para internarse en la historia de un hombre triste que recibe una oportunidad inesperada para reivindicarse. Claro, el protagonista carga con sus complejidades existenciales y Kaufman lleva a la pantalla esos vaivenes a través de un artificio casi extremo y un guión complejo. La pregunta es si la textura abigarrada del film no resulta en un tamiz demasiado críptico para el espectador.
¿Por dónde empezar a hacer una crítica de un film de Charlie Kaufman, el primero como director? Se hace casi imprescindible comenzar por hacer referencia a sus trabajos previos como guionista, porque allí se encuentran todos los elementos que en Todas las vidas, mi vida se elevan a la décima potencia. Algo interesante sucede con este guionista devenido director, y es que aunque éste sea su primer film, ya se habla de él como una figura de autor: nadie recuerda con exactitud quién dirigió sus anteriores trabajos, sólo se recuerda que eran sus películas. ¿Cuáles son, entonces, estas marcas de autor que arrastra desde su primer trabajo en cine ¿Quieres ser John Malkovich?(1999), pasando por Confesiones de una mente peligrosa (2002), El ladrón de orquídeas (2002) hasta Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004)? En primer lugar, su concepción sobre el tiempo y el espacio. En sus films los espacios son construcciones imposibles, laberintos que son reflejo de la mente. El espacio es tan sólo la manifestación física del cerebro humano. El tiempo discurre de manera imposible también, porque ambas vivencias, las de lo témporo-espacial, son exactamente eso, vivencias subjetivas. Para pensar en su último trabajo, resulta más adecuado el título original del film, puesto que la sinécdoque es un “tropo que consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o viceversa” (Diccionario de la Real Academia Española) Y esto es precisamente lo que sucede en Todas las vidas, mi vida: se toma la parte por el todo, y al final, el todo por la parte. Dados estos dos elementos, la concepción del tiempo y el espacio y su trabajo con esta figura del lenguaje, podemos pensar el film como una obra barroca. Otros elementos se suman y es la ficción dentro de la ficción; la duplicación de personajes; la repetición como un mecanismo estructural de construcción del relato; la idea de la desmesura, de exceso que presiona los límites. El director de teatro, Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) está creando una obra nueva, que va a hablar de su vida, de la manera más honesta y trascendental. Su esposa Adele (Catherine Keener), lo abandona y se instala junto a su mejor amiga María (Jennifer Jason Leigh) y su hija, en Alemania. Está por comenzar una relación con su asistente Hazel (Samantha Morton) pero finalmente se casa con su primera actriz, Claire (Michelle Williams). Una misteriosa enfermedad va afectando las funciones de su cuerpo (como si Kaufman nos estuviese remarcando la importancia de la mente por sobre la materia). Obra y vida comienzan a fundirse y confundirse, la obra se transforma en algo más grande que la vida misma, ocupando cada vez más espacios, contratando cada vez más actores que dupliquen su existencia real en esta obra de honestidad extrema. Los conflictos entre Sammy (Tom Noonan)-su doble teatral- y Tammy (Emily Watson) – la doble de Hazel- empieza a modificar su propia relación con Hazel. El guión nunca puede finalizarse, los años pasan, el set de ensayo se transforma poco a poco en una ciudad, la ciudad de New York… A su vez, el propio film es una sinécdoque de la obra de Kaufman. En este sentido, por momentos se transforma en un ser viviente que todo lo abarca, como si el guionista y director hubiese perdido control sobre su propia obra, que parece cada vez crecer más, introducir más personajes que se relacionan en modos intrincados. ¿Tal vez Kaufman nos está hablando de su propia vida a través de Caden Cotard, quien habla a través de Sammy…? En muchas maneras este film nos hace acordar a All that jazz (1979), sólo que mientras que Bob Fosse miraba su vida desde el show business, del modo más cínico posible, Kaufman construye desde el prisma de la sacralidad del arte, desde la densidad de lo serio, no nos deja un momento de respiro. Todas las vidas, mi vida es una obra de difícil digestión, de exacerbada autorreferencialidad, todo allí es superlativo hasta el punto de que incluso los amantes de Kaufman pueden sentirse agobiados.
Debutar dirigiendo un guión de Kaufman. El ahora director Charlie Kaufman, reconocido gracias a ejemplares guiones, proyectos llevados a cabo por los directores Spike Jonze, Michel Gondry y George Clooney, supo llegar al conocimiento público/cinéfilo con Quieres ser John Malkovich, un astuto guión, creativo, que involucraba un guiño de existencialismo lunático, entremezclando con la realidad, juegos que el guionista maneja como uno de aquellos cubos de ingenio donde debemos dar varias vueltas hasta conseguir que cada lado quede completamente de un solo color. El va armando y desarmando las tramas, tornándolas cada vez más tortuosas y absurdas, hasta conseguir un resultado final hilarante, lejano de una linea argumental que podamos advertir desde el inicio. Tal es el caso de dos siguientes participaciones junto a Gondry, Naturaleza Humana y la que lo consagrara públicamente, Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos. Kaufman sirvió sus guiones al debut de directores de largos como Jonze, un prometedor artista jóven que hasta el momento se había desarrollado como director de videoclips musicales de artistas y grupos como Beastie Boys, R.E.M., Bjork y Chemical Brothers. Gondry, sorpresivamente bajo la misma brecha. George Clooney, actor devenido en director, con un debut formidable, Confesiones de una Mente Peligrosa. Más grande que la vida misma. Todas las Vidas…es un proyecto de carácter epico, donde Kaufman no repara en gastos. Su visión sobre un hombre que consigue un dinero para avalar la concreción de una obra teatral cuyo guión va sobrescribiéndose con el tiempo, los personajes pasan de ser parte de la realidad a convertirse en personajes del guión. Entremezclando géneros, una tragicomedia, novias, vecinos, padres, no hay punto donde el espectador se detenga y recapacite sobre si lo que está viendo está siendo recreado o constituye parte de la vida de Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman). El film logra llegar a una sobredimensionada escala, la obra que ya lleva una duración aproximada de 12 años de ensayos, la construcción de una ciudad como escenografía, pasa a absorber las vidas de los involucrados, actores, escenografos, iluminadores, equipo técnico. El cast de consagradas actrices, entre ellas la siempre bienvenida Hope Davis, Catherine Keener (surgida de films indies de los 90’), Samantha Morton, Emily Watson y la excelente en comedias, Dianne Wiest, brindan un sostén acompañando al depresivo Caden, confundiéndolo, actuando más como obstáculos en su pasado y presente, antes que musas inspiradoras. Kaufman, con sus propios problemas de existencialismo, una vez mas recreados en pantalla, consigue desorientarnos una vez más. Ahora su labor se ha acrecentado, ya no está solamente involucrado en la escritura, sino detrás de cámara. Un debut que ha de desconcertar y movilizar.
La vida es fea Guionista mimado de la generación de directores que llegó al cine sobre la parte final del siglo pasado, Charlie Kaufman demuestra con Todas las vidas, mi vida que tras el encanto de películas como ¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos no sólo había un mundo que le pertenecía desde las ideas, sino que además el punto de vista de los directores funcionaba como dique contenedor para ordenar y organizar ese universo rico en elementos. Aquí director, y sin un evidente sentido de la practicidad, Kaufman vuelve a alumbrar ideas más o menos relucientes pero sin la necesaria organicidad narrativa como para que eso que nos cuenta nos interese un poco. Un afectado (como todas las veces que está mal) Philip Seymour Hoffman interpreta a Caden Cotard, un director de teatro hipocondríaco, dueño de un fatalismo absoluto y posmoderno. Nada de lo que hace le genera placer, más allá de parecer talentoso en lo suyo: así lo demuestran las críticas que recibe por su adaptación de La muerte de un viajante. Pero Caden vive un matrimonio frustrado, con una hija y una mujer que se fugan a Alemania, y con amoríos varios con una empleada y una actriz. Sin embargo, su constante inconformismo lo lleva interpelarse sobre el sentido de los días que discurren, mientras comienza a sentir las pérdidas como algo que adquiere el inevitable rostro de la muerte. Hasta ahí, un relato con algunas distorsiones y disrupciones narrativas, pero que fluye con cierta normalidad, dentro de lo que podemos denominar “normalidad” en el cine de Kaufman. Mechado con algunos momentos de humor, Todas las vidas, mi vida funciona en esos momentos como una amarga reflexión sobre la creación y la soledad a la que se ve inmerso todo artista que utiliza su interior para construir sus obras. Para Caden, cada trozo que crea es una parte de sí que desaparece. Crecer, bajo su punto de vista, es morir lentamente. Tal vez por eso, a los 50 años, Kaufman habrá necesitado pasar a la dirección tras guionar durante varios años. Esa necesidad de imprimir definitivamente sus ideas, antes de que el tiempo cumpla su cometido, tal vez hayan justificado el film. Pero claro, como todo arte que se construye con un fin utilitario demuestra, una vez acabado, su total futilidad más allá del propio goce personal. Si bien por los materiales con los que trabaja -psicología, física- los mundos de Kaufman siempre apelaron a algún tipo de hermetismo, aquí la falta de un narrador que imbrique esas ideas con un sentido narrativo hace que la película haga agua allí cuando comienza a descubrir sus múltiples capas. Y que aquí se revelan cuando Caden, tras recibir un premio, compre un estudio gigante para montar la obra de teatro más arriesgada de todos los tiempos: una donde cada actor viva una vida, y donde cada vida sea un pedazo de la vida de su propio autor. Jugar a Dios, que le llaman. Y es ahí, en ese quiebre por el lado de lo onírico, donde no se sabe si lo que estamos viendo es real y ficticio, donde Kaufman se pierde, donde se descubre que todo lo contado anteriormente deja de importar si lo único que sobresalen son una serie de conceptos que se resuelven visual y estéticamente. Atrás quedan las enfermedades de Caden y los devaneos con un humor amargo. Luego de un quiebre abrupto nos vemos sumergidos en un universo metalingüístico sobre la creación y la ficción, con sus diversos niveles de interpretación, que contados sin gracia sólo demoran una resolución que era evidente: una vez que Caden puede descubrirse a sí mismo, sólo queda la inexorable extinción. Posiblemente el film contenga muchos elementos que en una crítica no se alcancen a desarrollar y darían para un artículo que indague en otras disciplinas, cosa para la que este humilde escriba está un poco vedado. Pero hasta en ello, en la imposibilidad de analizarlo desde el cine, Todas las vidas, mi vida demuestra su irrelevancia como producto fílmico. Igual de intertextual era la reciente La isla siniestra, allí estaba Scorsese para darle un sentido al film e involucrarlo en el universo del cine. Kaufman apenas usa al cine como herramienta, para darle imagen a lo que cuenta: que es mucho, pero encriptado y confuso, sin una homogenización, ni orden. Paradójicamente su película le rinde mayor tributo al videoclip (por el hecho de ser apenas un chiche visual), ese mundo del que venían los Jonze y los Gondry, a los que antes les había dado sus materiales. Y termina construyendo un film de guionista, tan perfecto desde lo formal como escasamente frío y distante desde lo emocional, que termina por contagiarse del fatalismo de su protagonista: un pesimismo inocuo, porque no parte de la idea de que la vida es finita, sino de que la vida, directamente, no existe.
El gran teatro del mundo La primera película como director de Charlie Kaufman, el guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich?, parece jugar con unas posibilidades infinitas, pero queda prisionera de su propio mecanismo. Había mucha expectativa en el Festival de Cannes de hace un par de años cuando se anunció, en competencia oficial, la presentación de la primera película como director de Charlie Kaufman, el guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich? Al fin y al cabo, esas películas parecían ser más suyas que de sus directores, Michel Gondry y Spike Jonze. La decepción, sin embargo, fue equivalente a esa expectativa, quizá desmesurada. Es verdad que, como en aquellos títulos, Todas las vidas, mi vida transcurre casi íntegramente en la cabeza de su protagonista, como si cargara con su propio laberinto portátil. Y que tiene que ver también con temas que ya estaban en esa obra previa: la memoria, la identidad, la pregunta por el éxito o el fracaso de una vida. Pero librado a su propio arbitrio, sin otra restricción que su juicio personal, Kaufman da rienda suelta a una autocomplacencia, una solemnidad y una megalomanía que ya estaban antes allí pero que, evidentemente, Gondry y Jonze supieron mitigar con dosis equivalentes de lirismo y humor. El protagonista absoluto de Synecdoche, New York es Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman, casi más exigido en su histrionismo que en Capote), un director teatral al que no cuesta demasiado imaginar como una suerte de alter ego del propio Kaufman, al menos en sus tormentos como artista. Infelizmente casado con una artista plástica tan sofisticada como cínica (un papel que parece calzarle como un guante a la magnífica Catherine Keener), Caden lleva una triste rutina cotidiana, angustiado no sólo por la crueldad de su esposa –que llega a confesarle en una sesión de terapia de pareja, sin el menor atisbo de culpa, que soñó con su muerte, y fue feliz– sino también por sus propios cuestionamientos como creador. ¿Lo es, acaso? ¿Tiene algún valor la puesta que está ensayando, en un college suburbano, de Muerte de un viajante, de Arthur Miller? ¿Alguien reparará en la innovación que significa hacer interpretar todos los papeles a gente muy joven, como una forma de anticipar el fracaso y la frustración que les espera y que está en el centro de esa pieza crucial del teatro estadounidense de posguerra? ¿El fracaso y la frustración de Willy Loman, el protagonista, serán también las suyas? A diferencia de la dramaturgia de Miller, si hay algo que siempre fue evidente en la obra de Kaufman es que nunca trata sus temas desde una perspectiva realista. Lo suyo es el sueño, la pesadilla, el eterno resplandor de unas mentes en llamas que no dejan de imaginar vidas paralelas y alternativas, aquello que pudo haber sido o que eventualmente podría ser. En ese sentido, Synecdoche, New York no sólo es coherente con sus obsesiones previas, sino también muy explícita desde su título: lo que habrá de representar Caden –como toda sinécdoque– es una parte por el todo. El y sólo él será la realidad. A tal punto de que no bien la película empieza a mostrar fracturas –y eso sucede enseguida– con el relato lineal y con eso que llamamos “mundo”, Caden ya está montando otra obra, gigantesca, desmesurada, una con la que representará toda la historia de su vida, la que fue, es y será, o querría ser. Es en esa zona, la más densa y predominante, donde la película parece jugar con unas posibilidades infinitas y queda, sin embargo, prisionera de su propio mecanismo, ahogada por su sistema, reducida finalmente por la pequeñez de su personaje. Maniático obsesivo, Caden –como proponía aquel cuento de Borges (“Del rigor en la ciencia”), donde la representación toma las dimensiones de la realidad al punto de reemplazarla– se toma toda una vida para representar la suya. “Caden, ¿cuándo vamos a estrenar? Hace 17 años que estamos ensayando”, le reprocha uno de sus asistentes. El agobiado espectador de la película de Kaufman casi podría recriminar lo mismo. A diferencia de la de Willy Loman, la vida y muerte de Caden no parece que pudiera importarle a nadie.
Prácticamente sin que nos diéramos cuenta, las simpáticas trapisondas de Charlie Kaufman como guionista fueron adquiriendo un grado de visibilidad y una consideración subterránea, que a la larga contribuyeron misteriosamente a la construcción del estatuto casi de culto del que el hombre parece gozar hoy en día dentro del cine americano. Aunque hay antecedentes, algunos ilustres y otros no tanto, no es una consecuencia necesaria propia de su oficio que los guionistas se pasen a la dirección. Y el pasaje podría tener en ciertos casos algún atisbo de revancha o de intento de reivindicación personal, como si el escritor de marras dijera “ahora sí, ahora que dirijo yo no hay nada que me restrinja, mis ideas van a tener por fin un cauce acorde a su necesidad”. En Todas las vidas, mi vida, su debut detrás de la cámara, Kaufman parece empecinado en concentrarse en los aspectos más deprimentes y sórdidos de su escritura, que no se sabe si son poco apropiados para los directores con los que ha trabajado antes pero que en todo caso solían aparecer de a ratos, casi siempre en medio de un clima más o menos zumbón. La película arranca con lo que en otra oportunidad hubiera podido ser un tremendo gag cómico. Philip Seymour Hoffman, que es un dramaturgo y puestista insatisfecho con su desempeño artístico, se despierta con cara de agobio. Lo vemos cuando se sienta en la cama, abatido antes de empezar el día, pero en realidad lo que estamos mirando es un espejo en el que el personaje se está viendo reflejado. Las miradas confluyen. El director quiere tal vez que sepamos cómo Hoffman se considera a sí mismo. La radio trasmite un programa en el que el tema de conversación es el otoño (al que, como es habitual, en inglés se refieren como “fall”, es decir, “caída”) y tienen a una profesora de algo como invitada, que recita el fragmento de un poema alusivo. “Qué terrible, qué abrumador”, dice más o menos el conductor del programa cuando termina de escucharla. “Terrible, sí. Pero indudablemente verdadero”, dice la profesora. La cosa en verdad es poco sutil, ¿a qué juega Kaufman? No hay atisbos de comicidad en la escena, que se completa con el personaje de Hoffman deambulando por la cocina en busca del desayuno mientras su mujer, Catherine Keener, le limpia el traste a la pequeña hija de ambos para descubrir que la caca de la niña es de color verde. Después, Hoffman va a buscar el diario y se encuentra con noticias desalentadoras, entre ellas la muerte de Harold Pinter (el protagonista aclara que se trata de un Premio Nobel, quizá para subrayarle al espectador la importancia del finado); le ponen la tele a la nena y aparece un dibujo animado que alerta sobre el comportamiento impredecible de un virus. Enseguida, mientras Hoffman se está afeitando, el grifo pega un salto violento y le golpea la frente. La mujer irrumpe ante los gritos de su marido y no sabe si concentrarse en el agua que está inundando el baño o en la sangre que le chorrea por la cara a Hoffman. Toda la secuencia es demasiado grotesca para ser seria pero tampoco es comedia. A partir de allí, se sucede un rosario de desgracias inimaginable con las que el director se dedica a comentar el mal funcionamiento del mundo, en el que no deja de señalarse un carácter ominoso e inescrutable al que el esfuerzo del arte no alcanza a mitigar. Mientras, el paso del tiempo es el hilo rojo sangre con el que se zurcen las pobres vidas de los personajes, que se afanan con risibles ínfulas de trascendencia en el barro de la vida. La película resulta un poco tediosa en el dolor afectado y aquejado de sobreescritura de sus personajes, y bastante chapucera en la denuncia del obligado fracaso de toda empresa humana. Aunque se trate de una ristra de ideas que enseguida se sospechan de segunda mano (y cuya fuente quizá pueda rastrearse en los escritores acaso un poco anticuados por los que Kaufman siente predilección y a los que cita, como Arthur Miller, por ejemplo), no se puede negar que hay algunos trazos que se hacen reconocibles de inmediato en los seres desesperados, a menudo con personalidad desdoblada que habitan sus historias, a los que aquí se sazona convenientemente con el condimento de los vaivenes de la creación artística, no vaya a ser cosa que se pase por alto que el tipo está interesado en la clase de temas que ha desvelado a la humanidad por siglos. De modo que Kaufman quizá sea un guionista autor, lo que no es necesariamente una ventaja. Todas las vidas… está atravesada por el acero de un sentimiento trágico cuya pertinencia cinematográfica no termina de establecerse y se asemeja más bien a una condición previa, como si la película operara a modo de ilustración de una idea en la que la situación horrible del mundo no se predica del ejercicio del cine (ese trámite que al director parece resultarle un poco engorroso y que lleva a cabo de manera más o menos diligente y rutinaria, con sus planos de una sobriedad anónima, orgullosamente embargados de cierto primitivismo cool que no desentonaría en cualquiera de los directores que filmaron sus guiones antes). Por el contrario, lo que hay en Todas las vidas… no deja de constituir una vulgata apenas sofisticada (aunque a veces ni siquiera eso: hay que ver cómo se anuncian los síntomas de lo terrible aquí, con Catherine Keener estornudando en el hueco del antebrazo), un saber común cuya circulación se integra con golpes de pico a la película con la intención de otorgarle un halo de verdad irrefutable. Claro que ese halo está fundado nada menos que en la familiaridad, en esa cercanía un poco obscena de las cosas y los hechos a los que damos por naturales y que ni se nos ocurre poner en cuestionamiento.
La vida es sueño Después de estar detrás de las páginas de guiones de películas de Michel Gondry (Eterno resplandor de una muerte sin recuerdos) y Spike Jonze (¿Quieres ser John Malkovich?), Charly Kaufman debuta ahora también como director en Todas las vidas, mi vida, cuyo título original, Sinécdoque, Nueva York, es un juego de palabras entre Schenectady, la ciudad en la que transcurre parte de esta historia, y la figura retórica que designa a la parte por el todo. La historia comienza cuando un dramaturgo abatido, Caden (interpretado por Philip Seymour Hoffman), es abandonado por su mujer, que se va a Alemania junto a su pequeña hija. Caden comienza entonces a padecer (o cree padecer) de una enfermedad extraña que va atacando su cuerpo. Mientras tanto, su vida transcurre triste entre médicos, mujeres de las que se enamora, recuerdos intangibles, y el eterno proyecto de escribir y dirigir la obra de su vida. Así, empieza a crear una obra que nunca acaba, en la que escenografía y realidad se funden. Así, Kaufman hace ingresar en el filme las obsesiones que caracterizan sus películas: la representación dentro de la representación, el punto de vista narrativo y paranoide de su personaje, los juegos mentales, lo onírico. Todo junto, superpuesto, caótico. En ese exceso (por momentos abrumador) del que emana el sentido, el director encuentra la única manera posible de contar la historia de Caden, desde el punto de vista de su personaje o, mejor, desde la cabeza de su personaje, filtro por el cual transcurre el tiempo, la linealidad, el relato. Hundido en esos excesos, el filme puede resultar caprichoso y agotador en un principio, como si el director se hubiera olvidado del espectador (al igual que su personaje y su obra de teatro con público tácito y continuo) en el afán de desarrollar una historia tan ambiciosa como sufrida. Sin embargo, el resultado final es un intenso relato sobre los procesos creativos, el paso del tiempo, la experiencia emotiva, la introspección. Al fin y al cabo, en esa desmesura de Kauffman que quizá antes era canalizada por otros directores, radica su originalidad y marca personal.
Películas hay de todos los tipos, géneros hay de todas clases, las ambiciones existen en cantidad, pero liberaciones artísticas en las que se planteen situaciones de la vida real, mezcladas con condimentos del teatro, derivaciones de la mente y un continuo deleite de la ambición surrealista de los sueños de una persona, pocas veces se ha visto con éxito en pantalla grande.
Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman), un director de teatro, se encuentra en plena crisis en casi todos los aspectos de su vida: su mujer (Catherine Keener) se ha ido a Berlín con una amiga (Jennifer Jason Leigh) y llevándose a su hija; la posibilidad de una relación normal con una actriz que lo admira (Michelle Williams) o una cajera del teatro (Samantha Morton) resulta inconcebible; cree tener todo tipo de enfermedades, para lo cual visita a cuanto especialista médico esté disponible... Cotard decide entonces poner en escena su día a día con actores que encarnan tanto a él como a sus allegados. La obra se desarrollará dentro de un gigantesco almacén, en donde intentará recrear una réplica de la ciudad de Nueva York en tamaño natural. Lo estrambótico del planteo sólo se le puede ocurrir al genial guionista, y ahora director, Charlie Kaufman, autor de las consagradas "¿Quieres ser John Malkovich?", "Adaptation - El ladrón de orquídeas" y "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos". La primera parte del filme tiene un tratamiento medianamente convencional, pero conforme avanza la cinta, todo se vuelve cada vez más surrealista, donde la realidad del filme se confunde con la recreación de la vida del protagonista: ambas se mezclan constantemente y los personajes (del filme) se entrecruzan con sus alter ego de la obra que están ensayando... Inclusive, algunos de ellos se intercambian las identidades, generando una ensalada muy difícil de digerir. Al gran reparto se suman también grandes actrices como Dianne Wiest, Hope Davis y Emily Watson.
¿Qué es lo real? Synecdoche, New York, para la que aún no hay un título estimativo en español (y lo estoy esperando con ansias porque acá en Argentina al menos traducen los títulos de una forma realmente graciosa y gratuita), es una ópera prima de Charlie Kaufman, guionista de Quieres ser John Malcovich o Eterno resplandor de una mente sin retorno entre otras. Por eso para establecer una reseña de este film entonces entenderán que antes debo respirar hondo, entrecruzar mis dedos y hacer sonar mis nudillos y con un café de por medio que me mantenga bien despierta, escribir. La película fue presentada en Cannes donde fue excelentemente recibida por la crítica, en Argentina se cree que podría ser estrenada alrededor de Junio y seguramente contará también con un buen público ya que Eterno resplandor..., por ejemplo, aquí tuvo un éxito considerable. Sin embargo debo anticiparles que no sé dónde terminará esta crítica, por eso como verán no le he puesto evaluación de estrella alguna, puesto que aún no puedo dilucidar si me ha gustado o no. Pero eso: ¿no es fantástico de por sí?, eso significa que la película me ha dejado pensando. Es que Kauffman será como director, y lo predigo, como aquellos al estilo de los Cohen o Tarantino, es decir, esos a los que amas u odias. En una narración totalmente desquiciada, caótica y paranóica se nos cuenta la historia de Caden, un director de teatro cuya vida va en picada y como buen artista vive la vida mezclando la realidad con la ficción sin un camino determinado porque su vida es una continua búsqueda de significados. El propio espectador tiene la angustia de tener que buscar como él significados, caminos de entendimiento sobre lo que está pasando, en el camino (como en la vida de Caden) dan ganas de liberarse, de no seguir... hasta que de pronto llega la revelación. Si están dispuestos a pasar por la tensión, la tediosidad de no entender dónde se está parado, quién es quién, qué es real y qué es ficción, la película los impactará. Al espectador prolijo, que gusta de una narración más bien cronológica y lineal, abstenerse totalmente porque pasarán las peores 2 horas de sus vidas. Muy similar a como se nos contó Quieres ser John Malcovich o Eterno resplandor... con idas y venidas, imágenes repetitivas y diálogos banales mezclados con las acotaciones más profundas, este film marea, perturba y engrandece al mismo tiempo. Ya desde el título que es un juego entre el recurso literario (contar el todo por las partes o viceversa) y Schenectady, situada en New York donde transcurre la historia, se nos explica quizá la esencia de la obra donde la ciudad y el escenario son uno, se mezclan, se definen uno con el otro y nos desubica. La película vale la pena verla como reflexión misma de qué es real y qué no, pero les confieso, disfrutar plenamente de ella lo hice en los últimos 40 minutos entre tanto hubo veces que mi dedo se posó en el ffw!.