En 1983, cuando se publicó la novela de Mark Helprin en la que está basado este film, el crítico de The New York Times Benjamin De Mott escribió en su reseña: "Hacía tiempo que no leía un trabajo tan gracioso, reflexivo, apasionado o tan sentido. Bien usado, podría inspirarnos y reconfortarnos. Un cuento de invierno es un gran regalo para tiempos de gran necesidad". Lamentablemente, en esta adaptación del consagrado guionista y director debutante Akiva Goldsman es poco lo que queda de aquella maravilla literaria. Considerada una obra infilmable por los elementos de realismo mágico y fantasía, además de los múltiples saltos temporales que llenan sus 700 páginas, la tarea de adaptar la novela parece haber superado las habilidades de Goldsman. Es que el experto guionista y productor de films como Soy leyenda y Una mente brillante , entre otras películas de gran éxito, quedó atrapado en el laberinto de los saltos de tiempo, el relato romántico y la historia de ángeles y demonios que decidió contar. En el centro de todo el enredo está la historia de Peter Lake, un bebe que en 1895 llega con sus padres inmigrantes a las costas de Nueva York, de donde son rápidamente expulsados por problemas de salud. Desesperados, los padres deciden transformar a su hijo en un moderno Moisés a bordo de un bote que lo llevará, literalmente, a buen puerto. Unos años más tarde, el huérfano es un ladrón con talento y más bondad que la que su jefe, Pearly Soames, puede aceptar. El muchacho es interpretado por Colin Farrell, un buen actor que acá debe superar el doble escollo de hacer creíble que tiene poco más de 20 años y evitar -sin éxito alguno- que el espectador se distraiga de sus conflictos por el espantoso peinado que le tocó en suerte. Perseguido por el malvado Soames, jugado con ridícula exageración por Russell Crowe, Peter Lake conocerá el amor encarnado por la bella y moribunda Beverly Penn, un personaje que gracias a la interpretación y la fotogenia de la británica Jessica Brown Findlay resulta lo mejor de la película. Y, de hecho, consigue que al menos por un rato Un cuento de invierno tenga sentido y hasta emocione con ese romance cruzado por el destino, un par de milagros y la lucha entre el bien y el mal.
Entre el sueño y la fantasía Tiene un atractivo diseño de producción y escenas de un romanticismo algo exagerado, que una parte del público, sin duda disfrutará, unido a la música de Hans Zimmer y Rupert Gregson-Williams. De shakespeariano título, el filme de Akiva Goldsman se desenvuelve en el plano de la fantasía y la realidad, en distintas épocas y con personajes singulares, capaces de sentimientos pasionales, amores eternos y reacciones imprevisibles. Hay un joven ladrón de misterioso origen, capaz de intentar robar en una casa y ser bien recibido por su dueña, que simpatiza con él, la misma heredera pelirroja con la que vivirá un gran amor, capaz de curar su enfermedad por los atributos terapéuticos de un sentimiento puro. Alrededor, un pasado triste de ladrón de guante blanco y las eternas rivalidades pandilleras que reactualizan el eterno conflicto del bien y el mal. Los protagonistas, Peter Lake (Colin Farrell), la dulce Beverly Penn (Jessica Brown Findlay), el malo de Pearly Soames (Russell Crowe), todos dispuestos a vivir una historia fantástica e irreal. REALISMO MAGICO Primera película del productor y escritor de "Soy leyenda" y "Sr. y Sra. Smith", entre otras películas exitosas, Goldsman elige el camino del realismo mágico y la superposición de tiempos y espacios para relatar una historia de amor, donde es posible siendo ladrón ser recibido con un té por la dueña de casa, o reencarnarse en otra época, luego de morir en la etapa anterior, encontrarse con un caballo alado, o llegar a la deriva en la maqueta de un barco. Basada en la exitosa novela de Max Helprin, publicada hace treinta años, el filme exhibe elementos surrealistas de clara raíz romántica, ideal para adolescentes. Un intérprete ideal es Colin Farrell, como el joven ladrón, Jessica Brown Findlay, es la amada enferma; Russell Crowe es el villano que persigue al protagonista y William Hurt ocupa el papel de Isaac Penn, el padre de la heroína. "Un cuento de invierno" tiene un atractivo diseño de producción y escenas de un romanticismo algo exagerado, que una parte del público, sin duda disfrutará, unido a la música de Hans Zimmer y Rupert Gregson-Williams.
¿Cursi o no cursi? Tomarse en serio a Un cuento de invierno es muy pero muy difícil, pero tomársela en joda es demasiado fácil. Es decir, tenemos un par de escenas en un cuarto muy oscuro donde Will Smith -que da la impresión de estar muy irritado porque recién salió de la cama y no pudo cepillarse los dientes- interpreta a un juez que pronto queda claro que es Lucifer, conversando con una especie de demonio encarnado por Russell Crowe (en una actuación que es una parodia elevada al cuadrado del homicida que encarnó en Asesino virtual) sobre el Bien y el Mal, la Luz y la Oscuridad, las reglas que rigen el universo y bla bla bla, con Crowe llamándolo a Smith un par de veces “Lu”. Uno ahí piensa “listo, esto es todo una joda, no me voy a tomar nada en serio, se están cagando de risa de toda esta concepción del cosmos, así que yo también”. Pero también tenemos una historia romántica situada a principios del Siglo XX, de esas que están marcadas por la tragedia pero a la vez son más grandes que la vida, con un ladrón (Colin Farrell, con su cara de eterno sorprendido) y una joven de la alta sociedad enferma de tuberculosis y muy cerca de su muerte (Jessica Brown Findlay) que se enamoran a primera vista. Entonces uno piensa “che, seré crítico y por ende un cínico de campeonato, pero no da reírse de la muerte de una chica tuberculosa, que encima es re linda, pobrecita”. ¿Y entonces qué cornos hacemos? Resumir la trama de Un cuento de invierno es un poco complicado. Basta con decir que no sólo tenemos a Smith y Crowe haciendo de sí mismos -perdón, haciendo de seres malignos y demoníacos-, mucho “amor verdadero” y tuberculosis, sino también memorias perdidas y luego recuperadas, saltos en el tiempo, una niña con cáncer (es que las enfermedades terminales se actualizan), monólogos sobre la fe, el destino, la luz y las estrellas, encuentros casuales que en realidad son predestinados, reencuentros que coquetean con lo inverosímil, gente agarrándose a piñas, un par de asesinatos (adivinen quién los realiza), seres angelicales, caballos alados y más estrellas. Y hay que decir que por momentos el director Akiva Goldsman apuesta por la cursilería más pura, sin vueltas, con mucho romanticismo barato y declaraciones ñoñas sobre el amor, y es ahí donde llamativamente (o no tanto) sale ganando, aún en el medio de incontables imperfecciones en la narración. Es que creérsela sin importar las consecuencias no está mal: el Amor no se sostiene sin la creencia del enamorado y eso se aplica a la construcción del relato romántico. Si vas a contar una historia de amor eterno, más vale que te la creas a fondo, que pienses que el amor vence todos los obstáculos, que al mundo lo cambia el amor y sólo el amor, y que hasta el neoliberalismo puede ser virtuoso gracias al amor, porque es muy lindo quererse y querer al prójimo. El problema es que Goldsman no termina de creérsela por completo y por eso tenemos esas performances desopilantes de Smith y Crowe, más las apariciones de Jennifer Connelly, William Hurt y Eva Marie Saint, que no se sabe si están para certificar que esta no es la grasada que uno podría pensar, que esta es una historia romántica seria, o que sí, que esto es un experimento un tanto empalagoso sobre las formas narrativas místicas y románticas. Esta indecisión, este no saber qué se está contando, se emparenta con ciertos tramos de la carrera de Goldsman, quien en Un cuento de invierno debuta en la dirección pero ya tenía acumulada toda una trayectoria como guionista (que incluye a ese embole oscarizado llamado Una mente brillante), bastante irregular por cierto. Por ejemplo, Yo, robot trazaba líneas hacia el policial, la ciencia ficción, el alegato contra la revolución tecnológica y el drama humano vinculado a la pérdida, sin profundizar verdaderamente en ninguna de sus subtramas. Algo parecido sucedía con Soy leyenda, atrapada entre el tono contemplativo y la acción desatada, o El luchador, que no se decidía entre ser una épica deportiva o un drama familiar situado en la Era de la Depresión. Ni hablar de El código Da Vinci y Angeles y demonios, que intentaban ser blockbusters trascendentales pero nunca llegaban a ser cine y no pasaban de ser literatura intrascendente puesta en imágenes. Se podrá hablar del papel de los directores en cada una de esas obras, pero no deja de llamar la atención cómo los guiones de Goldsman siempre estuvieron atravesados por el abismo entre lo que se quiere y lo que finalmente se logra. En contadas ocasiones en el camino recorrido por el guionista se pudo dar ese salto. Uno de ellos fue entre la primera entrega de Batman dirigida por Joel Schumacher y la segunda: de Batman & Robin podemos burlarnos por millones de razones, pero lo cierto es que al final termina siendo mucho más divertida y coherente que Batman eternamente, básicamente porque deja atrás la culpa de ser una continuación de los dos primeros films de Tim Burton, apostando por ser una relectura de la serie de los sesenta. De ahí que Un cuento de invierno, repleta de defectos que paradójicamente la hacen crecer en interés, no acabe adquiriendo una identidad propia, ya que no termina de arrojarse con completo fervor hacia la cursilería y el ridículo, creyendo y reivindicando la superficialidad y el esquematismo, como si la afectara la noción de saber que se dirige hacia un público cada vez más cínico. Una pena no sólo por Akiva Goldsman, Colin Farrell y los demoníacos Smith y Crowe, sino también por mí. Es que seré ateo, pero yo también tengo ganas de creer en que existe el Súper Amor de mi Vida que me va a ayudar a hacer grandes milagros, como sacar campeón a Quilmes de Mar del Plata, lograr que el kirchnerismo sea realmente de izquierda o que nuestro querido Javier Luzi entienda el cine de Steven Spielberg. Bueno, al menos ya encontré al Amor, aunque sea hasta que nos peleemos definitivamente con mi novia, luego de discutir por enésima vez sobre las virtudes y miserias de la Revolución Cubana. El resto podrá esperar. Hay que tener fe.
El cuento del tío En principio, ni siquiera lograba encontrar las palabras mínimamente adecuadas para indicar por donde empezaría a enumerar las falencias de este enorme aparato nada extraño y ya ultra-conocido, como cualquier otro megatanque de Hollywood; una entidad que, dadas las circunstancias, parece ser que jamás se cansará de vender las mismas historias una y otra vez, hasta el punto de ni siquiera mosquearse por pulir sus viejas moralejas de pacotilla, o intentar compensar utilizando alguna que otra mínima sutileza que a veces lo ayuda. Esa falta de palabras podría explicarse, quizás, por la fiaca que producía enfrentarse a obviedades que, por tan redundantemente obvias, asquea bastante repetirlas. Básicamente, el metraje no ahorra munición y, con más descaro que nunca, amparado muy posiblemente en el carácter maravilloso (muy confundido con fantástico por ahí) del relato literario en el que se apoya dispara a mansalva una serie de eventos mágicos, donde los demonios se mezclan con los humanos, desobedecen leyes temporales, reviven, son salvados por milagros, y todo un gran etcétera pegado con cinta de embalar, donde en el medio debe haber, como siempre, una historia de amor que casi no consigue entrar del todo. En efecto, la historia se asfixia en sí misma, por ese mismo deseo de intentar abarcar el relato por completo, apurando demasiado el montaje; pero logrando que, casi paradójicamente, su propia duración termine pareciendo demasiado extensa. No ayuda tampoco la interpretación de su protagonista, Colin Farrell, cuya cara temblorosa de tristeza y shock simultáneos -sin contar su molesto peinado- se agotan al poco tiempo de comenzar la película, degradando su gran capacidad actoral demostrada varias veces. Por el mismo camino lo sigue Russell Crowe, más eufórico que nunca, como intentando robar cámara, regalando escenas excesivamente teatrales. La bella Jessica Findlay, desconocida por mí hasta el momento, resulta una sorpresa bastante agradable, aunque su permanente sonrisa a cámara, y sus constantes frases cursis en off, la terminan desgastando prematuramente. } Dicho problema se repite también en la fotografía, de una exagerada exquisitez, que no ahorra en lo absoluto en efectos visuales de todo tipo, casi todo el tiempo, empalagando rápidamente. Recuerdo haber bajado la cabeza en varias oportunidades, en busca de un poco de aliento visual. Finalmente encontramos, en una historia que se suponía que nos emocionaría hasta las lágrimas, una comedia por accidente, que despierta más de una risa sarcástica, irónica o ácida entre los espectadores.
Divague de amplia cursilería Con el cuento del Dia de los Enamorados, se cuenta aquí un "Cuento de Invierno" que no es el de Shakespeare, sino el de Mark Helprin, autor neoyorquino que se dice influido por Scott Fitzgerald, Dante, Melville, Mark Twain y el Bardo de Avon. Pero encontrar aquí alguna de esas influencias es más difícil que encontrar a Wally. Que tampoco está. Lo que encontramos es un divague new age astronómico milagrero de largo aliento, amplia cursilería, y, eso sí, unos lindos fondos digitales que nos permiten apreciar la Nueva York de 1916, con sus primeros rascacielos detrás del cementerio de Woodlawn, un puente de Brooklyn y unos paisajes diurnos y nocturnos del Lago de Coheeries totalmente congelado. Buen trabajo del equipo de efectos digitales. También podríamos elogiar la fotografía. Y el peso de Warner Bros para lanzar mundialmente esta película justo para esta fecha. Y la aparición de la histórica Eva Marie Saint, con 89 años muy bien llevados (y su personaje tiene 103, aprox.). ¿Pero qué más? Sinceramente, a los dos minutos de haber empezado el "Cuento de invierno" ya estamos ansiando que llegue la primavera. Y dura 118 minutos. En síntesis. 1895, una pareja de inmigrantes rechazados deja a su niño en un imposible moisés sobre las aguas del Hudson, para que al menos él tenga un futuro en América. 1916. Tras este dislate mosaico viene un dislate equino, cuando el hijo, ahora un ladronzuelo en peligro, es salvado por un precioso caballo andaluz, blanco y de alas plegables. Luego aparecen una bonita pelirroja de tuberculosis elegantemente sobrellevada y hermanita encantadora, un feo grandote con su corte de hampones y su extraño jefe, que no da miedo pero es el propio diablo. Con mayúsculas: el Diablo. Y 2014, donde el ladronzuelo, el malo, la hermanita, viven todavía, el amor vive todavía, y quizás haya algún público en la sala, todavía. Ahí se resuelve todo, nos dicen que estamos señalados para hacer un milagro de amor sobre alguna específica persona (la cuestión es encontrarla), que así es como se forman las estrellas, y a comer perdices. Director, guionista, productor, Akiva Goldsman, el libretista de "Soy leyenda", "El código Da Vinci", etc. Protagonista, Colin Farrell, que viene a ser el Gonzalo Heredia de los anglosajones. Revelación masculina, Listo, el caballo andaluz.
Caballero del Zodíaco “¿Qué pasaría si las estrellas en realidad fueran personas? ¿O si fueran ángeles” con esta frase en off, comienza la primera película del guionista Akiva Goldsman en calidad de director. Repasemos los trabajos pasados de este ganador del Oscar: cuatro películas junto a Joel Schumacher, que incluyen dos aceptables adaptaciones de novelas de John Grisham – El Cliente, Tiempo de Matar – y las horribles secuelas de Batman con Val Kilmer y George Clooney.; cuatro colaboraciones con Ron Howard: las sobrevaloradas Una Mente Brillante – por la que encima ganó un Oscar – El Luchador, y las dos adaptaciones de las novelas de Dan Brown. Por último un subgrupo de cine fantástico que incluye dos pochocleras adaptaciones de novelas de culto como Soy Leyenda y Yo, Robot… o la pésima trasposición a la pantalla de la serie Perdidos en el Espacio. Digamos que los antecedentes no son el mejor terreno de Goldsman, pero siempre se puede caer más bajo, y Un Cuento de Invierno, sin duda es lo peor que Goldsman cayó. Bueno, Batman & Robin sigue siendo peor. Acá tenemos la historia de un hijo de inmigrantes deportados que llega a Nueva York a principios del siglo XX como si fuera Moisés adentro de un barco en miniatura. El niño, rebautizado como Peter Lake se cria en las calles como ladrón, y a los 21 años – sí, claro Colin Farrell tiene 21 años – se vive escapando de un “demoníaco” gangster que lo persigue sin tregua, que tiene el rostro del gladiador Russell Crowe. En medio de un robo a una mansión es interrumpido por una joven que se pasea en piyamas semi transparentes y está enferma de tuberculosis. La joven adinerada y el ladrón se enamoran, y podría ser el cuento de hadas perfecto sino fuera porque el demonio de Crowe lo sigue persiguiendo, aun cuando el mismo Lucifer – actor sorpresa – le pide que no pierda el tiempo. Después de una tragedia anunciada y una pelea desafortunada, Peter se cae al Río Hudson. Despierta amnésico y sobrevive a lo largo de 80 años – hasta el 2014 – gozando de una juventud eterna. Su única meta es hallar al amor de su vida, y conseguir un milagro. La joven adinerada y el ladrón se enamoran, y podría ser el cuento de hadas perfecto sino fuera porque el demonio de Crowe lo sigue persiguiendo, aun cuando el mismo Lucifer – actor sorpresa – le pide que no pierda el tiempo. Después de una tragedia anunciada y una pelea desafortunada, Peter se cae al Río Hudson. Despierta amnésico y sobrevive a lo largo de 80 años – hasta el 2014 – gozando de una juventud eterna. Su única meta es hallar al amor de su vida, y conseguir un milagro. Melodrama romántico fantástico, Un Cuento de Invierno tiene un tono de realidad mágica, que va acumulando cursilerías minuto a minuto. Acaso es tan autoconsciente el film de este detalle, que no termina molestando tanto como la suma de ridiculeces que el director pretende que sean vistas con cariño y terminen emocionando a los espectadores sensibles. Es que más allá de carecer de verosimilitud, carece de coherencia dentro del universo semi realista que Goldsman pretende hacer creer al espectador. Y sí, entre tanto delirio – que incluye un Pegazo volando por encima del puente de Brooklyn, las sobreactuadas y poco carismáticas interpretaciones de Farrell, Crowe, la cuasi desconocida Jessica Brown Findlay, William Hurt , Jennifer Connelly y Will Smith (que mala suerte, se me escapó el actor sorpresa) la moraleja sobre de los milagros que podemos brindar al mundo todos los días, los golpes bajos y sentimentalismo efectista – se termina por congeniar una absurda comedia inconsciente. La única manera de ver un film como Un Cuento de Invierno es como un producto bizarro y risible, dominado por un deus ex machina llamado Akiva Goldsman que realmente cree que está vendiendo caviar con champagne, cuando solo nos está convidando agua y pan. Aun cuando se la puede ver con simpatía por ser una propuesta delirante desde su concepción, inepta narrativamente y torpe en su realización, también hay que admitir que es una de las peores películas que se han realizado en Holliwood en los últimos años.
Película complicada para reseñar. Acá tenemos una propuesta que no acepta términos medios. La amas y la recomendas o la odias y la masacras en la reseña. No hay otra. En Estados Unidos ya ocurrió con la novela homónima de Mark Helprin, de 1983. Las opiniones están completamente divididas. La gente a la que le gustó el libro habla maravillas y quienes opinan lo contrario le pegaron con la misma pasión. ¿Quién tiene la razón? Nadie, depende de como vos te conectes con la propuesta. Un cuento de invierno es una de las historias de romance y fantasía mas bizarras que se concibieron en las últimas décadas. La película representa el debut en la dirección de Akiva Goldsman, guionista de filmes como Una mente brillante , El luchador (Ron Howard) y la infame Batman y Robin. En este proyecto Goldsman tuvo la astucia de reunir un reparto de actores de primer nivel, algo que resultó una gran ventaja para esta propuesta. A Colin Farrell, Russell Crowe, William Hurt y Jennifer Connelly les crees cualquier personaje que interpreten y eso facilita que te conectes con historias alocadas de este tipo. Con actores malos este film hubiera sido más complicado de ver porque la trama es un delirio absoluto que obliga al espectador a aceptar acciones de los personajes que no tienen sentido ni explicación. El film comienza como un romance de fines del siglo 19 y cuando entran en juego los elementos fantásticos el conflicto se vuelve más extraño. Algo loco de Un cuento de invierno es que hasta la primera hora de la historia no queda claro el rol que juegan los villanos. ¿Son demonios? ¿Vampiros? ¿Por qué persiguen al protagonista? Akiva Goldsman se toma su tiempo para desarrollar esta cuestión y desconcertar más al espectador con las respuestas de este enigma. El tercer acto de la trama que transcurre en la actualidad me pareció acelerado como si el director hubiera estado presionado por entregar el film terminado en menos de 120 minutos. La relación de Colin Farrell con Jennifer Connely se desarrolla demasiado rápido y en consecuencia se vio afectada por esta cuestión. La película parece la versión resumida de una historia atractiva que debe estar mejor desarrollada en la literatura. Por momentos me hizo acordar a August Rush, donde si te dejás llevar por la trama y no te sentás en la butaca del cine a tomar apuntes para buscarle errores o esperás encontrarte con un drama de Orson Welles, terminás por disfrutar la propuesta si te gusta el género. Si te permitís disfrutar el cuento de hadas que propone el film es un película romántica entretenida que vale la pena y se deja ver.
Me iluminarás Llega este invierno a Estados Unidos –verano en Argentina- una historia sobrecargada de mensajes esperanzadores. Basada en la novela de Mark Helprin, Un Cuento de Invierno(Winter's Tale, 2014) es una película imposible. Imposible no sólo por su ambiciosa y épica propuesta, sino por lograr finalmente convertir una novela de 780 páginas que mezcla géneros constantemente, a un film de 118 minutos. La película cuenta la historia de un ladrón huérfano de nombre Peter Lake (Colin Farrell, poniendo cara de sufrido que tan bien le sale), perseguido en 1915 por una banda de crimen organizado comandada por Pearly Soames (Russell Crowe, que mejor le sale el villano sin escrúpulos). A punto de ser atrapado un caballo con poderes para cambiar el destino lo salva de la golpiza. Su cabeza tiene un precio en la ciudad y al intentar irse definitivamente de la misma conoce a Beverly Penn (Jessica Brown Findlay), una joven tuberculosa a punto de morir. Aparece entre ellos el amor imposible -ambos tienen sus días contados-. Un cambio de época (la acción se traslada a la actualidad) continuará el relato. Hasta ahí tenemos una historia de amor fantástica con tintes mágicos. Se habla del poder del amor, del destino y de los milagros. Pero decíamos más arriba que Un Cuento de Invierno es una película ambiciosa. Sí, porque no se conforma con caminar por la cornisa de lo inverosímil. Aparecen ángeles y demonios (su director y guionista Akiva Goldsman escribió el guión de El código Da Vinci y Ángeles y Demonios, entre otros), el mismísimo Lúcifer (apodado “Lu” e interpretado por Will Smith) y la lucha entre el bien y el mal. Alguien podría argumentar que la mezcla de géneros y estilos no es el problema sino su mala ejecución. Pues bien, el problema de base radica en la poca sutilidad del film para plantear alegorías. Literalidad de metáforas y empalagosos mensajes de esperanza son moneda corriente a lo largo de la trama. El bien y el mal están representados mediante luces y sombras respectivamente. Personajes siempre vestidos de blanco (el caballo, Beverly) y otros siempre de negro (Lúcifer, Pearly y Peter en sus comienzos de ladrón). Las estrellas iluminan dice la voz narradora inicial…y literalmente se iluminan como todo en la película que anticipe milagros. Un Cuento de Invierno desconcierta, sobre todo hacia la segunda mitad con el cambio de época. Peter Lake aparece tan desorientado cómo el espectador. Para aquel entonces, cuando los conflictos lejos de resolverse se sigan complicando, sólo queda la sonrisa para sobrellevar situaciones ridículas. Justo en ese instante, la película comienza a disfrutarse. ¿Por qué? Porque es de los pocos casos en que lo increíble se acepta esperando que otra situación lo supere aún más. Ya no importa el argumento, la mezcla de géneros, ni el verosímil, sólo ver hasta donde un film es capaz de llegar para trasmitir un mensaje con moralina en el Día de los enamorados.
Realismo mágico (y fallido) Protagonizada por un elenco rebosante de nombres conocidos (de Colin Farrell a Russell Crowe, de Jennifer Connelly a Will Smith), Un cuento de invierno comienza en 1895, cuando una pareja de inmigrantes rechazada en los Estados Unidos decide arrojar a su bebé en una pequeña balsa. Veinte años después, aquel niño flotante es ahora un ladrón (Farrell) en conflicto con su jefe (un Crowe aún más exagerado que en Los miserables pero que al menos no canta). Cuando el primero sea salvado por un caballo blanco volador y el segundo tenga una entrevista personal con el mismísimo Lucifer (“Lu”, para los amigos) quedará claro que la obviedad alegórica, lo metafísico y el misticismo serán unas recurrencias a lo largo de las siguientes dos horas. Más de 700 páginas, saltos temporales y una buena dosis de realismo mágico, entre otros elementos, hacían de Winter's Tale una de esas novelas a priori infilmables. Hasta que el veterano guionista neoyorquino Akiva Goldsman (Yo, robot, Soy leyenda) se animó no sólo a adaptarla, sino también a dirigirla. Había alguna posibilidad que el asunto saliera bien (lo mismo se decía de Cloud Atlas), pero el resultado es un pastiche de saltos temporales (de 2014 a 1895 y después a 1914 y otra vez a 2014), una película actuada a reglamento, melosa y más preocupada por mostrar que todo está conectado con todo que por construir una narración eficaz y coherente, una historia que toma a la fantasía como una carta blanca para torcer la lógica de su universo.
Cóctel de estrellas que desborda por todos lados La sabiduría popular dice que la curiosidad mata al hombre. Partiendo de esa fórmula puede decirse que la pretensión provoca los mismos efectos en el cine. Basta ver Un cuento de invierno para comprobarlo. Extraño injerto de drama romántico con relato fantástico y panfleto místico, la característica central de este relato escrito y dirigido (aunque mejor sería decir perpetrado) por Akiva Goldsman es su propensión al desborde. Abuso verificable en todas las líneas cinematográficas posibles, desde una fotografía excedida de lucecitas, brillitos e impostados claroscuros recargados de luna y de nieve, hasta una banda sonora mal intencionada e insistente, pasando por un guión de copiosa obviedad y que a falta de un género abusa de varios a la vez. ¿Acaso no es todo eso lo que lastra la historia de amor y redención entre una señorita hermosa y rica, pero moribunda (Jessica Brown Findlay), y un hábil ladronzuelo (Colin Farrell) perseguido por su ex mentor, un impiadoso capo mafia (Russell Crowe)? ¿O lo que provoca que la relación entre el joven y un caballo tan blanco y noble como lleno de fantásticas sorpresas resulte un fatídico lugar común? ¿O lo que hace que el enfrentamiento entre ángeles y demonios en la Nueva York de principios del siglo XX no sea más que el déjà vu de un déjà vu? ¿Cómo se hace para unir todo eso (y más) en una sola historia sin caer en el absurdo? Ubicada en la frontera múltiple que separa el mundo victoriano de la modernidad, el cuento de hadas de la realidad, lo romántico de lo meloso y la profundidad espiritual de la superficialidad new age, no hay forma de no calificar Un cuento de invierno como un pastiche víctima de sus propias pretensiones. Podría decirse que la película cuenta con un reparto realmente notable que consigue en base a su oficio hacer más grata la experiencia. Podría... pero sería mentir. Con lógica de productor –que es a lo que se dedicaba exclusivamente Goldsman antes de debutar aquí como director–, el film se dedica a sumar estrellas sólo por tenerlas un ratito en pantalla. Crowe, por ejemplo: un tipo capaz de hacer que la cámara no pueda apartarse de él, esta vez se la pasa haciendo gestos que quieren ser sutiles, pero que resultan un extraño caso de exceso minimalista. Y qué desperdicio imperdonable se comete con William Hurt. Por su lado, Jenniffer Connelly hace lo que puede donde es imposible hacer mucho y Farrell termina de demostrar que es un actor de la estirpe de Brad Pitt: hay papeles que le caen como el Martini a James Bond y otros, como éste, que lo dejan al filo de la vergüenza. Sin duda, lo enumerado es antes responsabilidad de la película que de los actores; tan cierto como que nadie los obligó a ser parte de ella. El giro final suma a todo esto un innecesario paso de ciencia ficción que, por un instante, permite aferrarse a la tentadora esperanza de que tal vez así la película pudiera salvarse. Pero para entonces ya es tarde y el desenlace no es más que un nuevo escalón sobre el cual rodar en la caída.
El amor en tiempos de caballos alados La historia romántica entre un ocasional ladrón (Colin Farrell) y una joven que sufre una enfermedad (Jessica Frindlay) es acechada por un malvado encarnado por Russell Crowe, en un propuesta que incita a la risa. Un amor en tres tiempos diferentes, el diablo en persona, uno de sus súbditos y un caballo que vuela a plena imitación del logo de la productora Tri-Star. Un director (in)competente en su ópera prima –luego de producir algunas actividades paranormales y títulos con Will Smith y Russell Crowe, presentes en las imágenes de Un cuento de invierno– regresa con un nuevo film serio postulante a integrar el listado de bochornos del cine de este año. La narración empieza en 1915, luego retrocede algo más de una década, vuelve a inicios del siglo XX y, finalmente, se ubica en la actualidad, siempre en Nueva York, para contar la historia de amor entre el efímero y ocasional ladrón Peter Lake (Colin Farrell, en versión aburrida y culposa) y Beverly Penn (Findlay), quien padece una enfermedad. Hay un malo malísimo que interpreta Crowe, quien busca afanosamente romper con ese vínculo que, ante un par de dudas y cavilaciones, decide consultarle el asunto al diablo que encarna Will Smith, a esta altura un actor más que indigerible. Mucho dinero se invirtió en la producción y en los efectos especiales de Un cuento en invierno. Reconstrucción de época al mango, vestuario, escenografía, música atronadora durante casi todo el film, pero más que nada, un equino blanco que ayuda a Lake y emprende vuelo por la ciudad, en una lastimosa alegoría del mito de Perseo convertida en estética new age y transformada en publicidad de colchones de primera calidad. Pero no sólo eso: a la historia de amor aferrada a aforismos románticos que provocan vergüenza ajena, en la última parte se suman los personajes de Jennifer Connelly y su hija –también enfermita– que ocasionarán una imparable inflación de almíbar y cursilería. Eso sí, la propuesta es seria y solemne, pero el efecto es el contrario al buscado: más de una escena puede provocar la sonrisa, y por qué no, cierta estentórea carcajada. Mientras tanto, el caballito blanco y alado continuará su vuelo llevándose a los dos amantes desdichados, a pleno con su amor de más de un siglo, ahora sí, convertidos ambos en refulgentes estrellas. Sí, leyó bien.
El diablo viste a la moda Hay ocasiones en que las estrellas se alinean, y lo que aparentaba ser el desperdicio del trabajo de muchos, una empresa imposible, se transforma en algo efectivo. Y sucede lo que se dice “un milagro”. Me encantaría decir que es el caso de Un Cuento de Invierno (Winter’s Tale). Porque eso sería acorde con lo que la película expresa (una y otra vez) muy torpemente. Pero no, nada que ver. Un Cuento de Invierno, basada en una novela de Mark Helprin, cuenta la vida de Peter Lake (interpretado por Colin Farrell) y su devenir a través del tiempo. El film corta una parte de la novela nombrada para enfocarse en la parte romántica (porque es lo que vende, vió). Comienza en Nueva York de 1915 con Peter perseguido por unos malhechores comandados por Pearly Soames (pura morisqueta de parte de Russell Crowe). Estos malos son diabólicamente malos y este Peter es un ladrón que conoce a la rica y enferma Beverly Penn (Jessica Brown Findlay). Su enamoramiento es justificado con un mandato divino donde las estrellas lo dictan, y porque la palabra destino es más barata que un paquete de chicles (así de compleja y profunda se presenta la cuestión). Entonces a pesar de que ella tiene los días contados, van a estar juntos, porque all you need is love. O casi. Por fortuna están los malos muy malos para seguir haciendo maldades. Y una de las tantas bajezas que hacen es separar personas destinadas a estar juntas. Porque eso es lo que hace el diablo, intentar que nadie la pase bien. Malísimo. Navegando entre la fábula más burda (una que verbaliza constantemente todo lo que debemos pensar) y una aventura fantásticamente estúpida, plantea una idea del romanticismo definido por gente enferma, un blanco caballo alado y que un milagro es suficiente para equiparar el mal del mundo. Lindo verso ése de que a pesar de todo el sufrimiento no se pierde la esperanza, y que mientras haya salvación y milagros para algunos, “que se transforman en estrellas”, todo piola. Entonces la triste historia de amor del ladrón Peter y la enferma Beverly termina mal (sino no sería romántica). Y el ex ladrón pero ahora buen tipo queda confundido por la pérdida y olvida quién es. Y así pasan los años hasta que llega al Nueva York de 2014 sin envejecer un año. Pero al parecer, no tener documento ni recordar su nombre no le impide tener algún trabajo ingreso monetario: nuestro Peter está bastante higienizado y tiene un lugar donde vivir. Y es este año (¡justo 2014!) en el que comienza a recuperar la memoria para poder cumplir un milagro. Acá aparece una nena enferma de cáncer. Buena onda, ya sabemos cómo se cura, me quedo tranquilo. Uno podría pegarle por las graciosas actuaciones (de la cual apenas sale bien parado William Hurt en el rol de padre de Beverly) o de la mezcolanza bobalicona de la historia, pero creo que me quedo con la idea de que es una grasienta suma de situaciones sólo justificable por la fuerza del amor (más puritano que puro), los milagros, y un director que ató todo con alambre. Bastante graciosa Un Cuento de Invierno. Ah sí, me olvidaba, Will Smith vestido con una remera de Hendrix es Lucifer.
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Un ladrón pretende robar en una mansión pensando que está vacía. Sin embargo, Beverly Penn, la enferma hija del propietario, se encuentra en la casa. Ambos se conocen y se enamoran, pero la chica está a punto de morir. Ambientada en Nueva York y abarcando más de un siglo, “Cuento de invierno” es una de esas historias de amor eterno, más allá de los tiempos, y también es un relato sobre buenos y malos demasiado pueril. Hay que hacer un gran esfuerzo (más de fe que de imaginación) para creerse el relato y hay que hacer otro gran esfuerzo para que la aventura no se desvanezca como el aire entre los dedos o, mejor, como los etéreos ángeles y demonios que se están peleando frente a nuestra narices. Si se supera estos obstáculos, caerán en la cuenta que queda un cacho de ternura en el mundo, que la peli cuenta con una gran fotografía y mejor música, con un elenco de estrellas (el versátil Farrell, el pesado y desatadísimo Crowe, la hermosa Jennifer Connelly, el reaparecido William Hurt, la menuda Brown Findlay y el grandísimo William Hurt) ... y que hay que dejarse llevar por la lágrima fácil aunque todos sepamos que en las cuestiones del amor nada de esto pasa.
¿Por qué se llama “Un cuento de invierno”? Por favor si alguien encuentra, o sabe, alguna respuesta del orden de la lógica o del arte me lo hace saber, se los ruego. Pues desde esa impronta es que no se qué me quiso contar con todo lo que contó. Podría hasta encontrarle algunas explicaciones e interpretaciones pero, como dice mi amigo y colega Iván Steinhardt, es gastar pólvora en chimangos. Pese a eso tiro una, más allá de los desajustes temporales que el filme proclama desde los personajes: una niña de 10 años en 1916, se supone que tendría 108 años en 2014, bien parece de 70 y pico un poco largos, nada más. Pero eso es a modo de ejemplo. El dato llamativo es que la historia comienza en 1895 y finaliza en 2014, con un detenimiento prolongado en el nombrado 1916. En 1895 se realiza la primera proyección cinematográfica; Freud publica “Proyecto de una Psicología para Neurólogos”; José Marti encabeza la Revolución Cubana contra España; Oscar Wilde estrena “La Importancia de Llamarse Ernesto”. Esto la sabia, pero deben haber ocurrido más sucesos, así, que a Peter Lake, el personaje interpretado por Colin Farrell, los padres lo dejan en un barco de juguete en el mar ¿Alegoría de Moisés en el Nilo? Bien, así es el filme, no tiene ningún sentido, o ¿el amor todo lo puede? ¿El diablo metió la cola, pero no uso la cabeza? Fantasías, milagros, suspenso mal entendido con mezcla de terror mal articulado. Basado en una novela de Mark Helprin, esta realización se centra en la historia de Peter Lake, el huérfano salvado, que 21 años después de ser abandonado, se dedica a robar en la ciudad de Nueva York ya a mediados de la segunda década del siglo XX. Cuando el protagonista se decide a hurtar en una casa que parece estar vacía, conocerá a Beberly Penn (Jessica Brown Findlay), una hermosa joven que, por desgracia, está a punto de morir de tuberculosis, la misma enfermedad que hizo que los padres de Peter, como inmigrantes, no pudieran ingresar a los EEUU. Ambos se enamorarán perdidamente pero, como nada es fácil, reaparecerá en escena, ya había aparecido al principio de la historia, sin justificación ni desarrollo posterior, un secuaz del Diablo, éste protagonizado por Will Smith, el malvado Pearly Soames (Russell Crowe) e irá tras los pasos de galán al quién pretende eliminar, o al menos impedir que cumpla con su destino en la tierra, situación que el espectador se desayuna a la hora de la cena, o sea a destiempo. A partir de esto, hechos curiosos y milagrosos se sucederán a lo largo del entramado en forma bastante enmarañada, la trama o subtrama. La narración salta temporalmente, elipsis mediante, 98 años, con Meter que está exactamente igual, pero no así Nueva York. Perdido y amnésico se cruza con Virginia Gamely (Jennifer Conneifer), una joven madre que lo ayudará a recobrar la memoria y el motivo de su estancia en la tierra. Ese podría ser catalogado de un error de casting, la joven actriz inglesa es realmente bella, pero contraponerla a una diosa de cualquier olimpo que exista como Jennifer Connelly es un error o un acto de maldad. Casi similar como recomendar ir al cine a ver esto.
Akiva Goldsman es la mente detrás de varios blockbusters como “El código Da Vinci” y la saga de “Actividad Paranormal”. En esas cintas y otras ha cumplido los roles de guionista y productor, pero este año decidió ir más allá y se lanzó a la dirección con “Un cuento de invierno”(USA, 2014), inclasificable y caótica historia de amor. A comienzos del siglo XX, un ladrón (Colin Farrell), se enamora de una joven enferma (Jessica Brown Findlay- Lady Sybil Branson en “Downton Abbey”). Ella es la hija de un multimillonario (William Hurt) a quien intentaba robar. El flechazo es instantáneo y a pesar que el padre en un principio se opondrá a la relación, con el tiempo se comprará el cariño no solo de él y de Beverly (Brown Findlay) sino el de toda la familia. Faltó decir que Peter (Farrell) tiene una historia bastante particular. Sus padres lo abandonaron de pequeño y fue adoptado por Pearly Soames (Russell Crowe), el jefe de la mafia de NY, con el que intentará romper su vínculo para poder dedicarse a su amor. Pero Pearly, oscuro malhechor, que busca la aprobación constante de Lucifer (Will Smith), obviamente, no lo dejará por lo que acosará a la pareja hasta las últimas consecuencias. Hasta ahí una parte de la trama. Porque un día Peter despierta sin memoria en el siglo XXI y decide recuperar su pasado. El recuerdo de una misteriosa dama de cabellos rojos lo persigue (Beverly era pelirroja) por lo que ayudado por Jenniffer Connelly, una periodista del diario The Sun, que curiosamente es propiedad de los herederos (familia Penn) de aquel multimillonario padre de Beverly, intentará dilucidar su vida. Las conexiones entre los personajes se justifican a partir del hecho que “lazos de luz que las personas mantienen entre sí” los unen. Dato maniqueo y caprichoso, más cuando este punto es tan sólo uno de las disparatadas ideas que se presentan a lo largo del filme. Beverly, en su enfermedad (con altas temperaturas) veía los haces de luz todo el tiempo. Peter intenta que se le aparezcan. Pero no los ve. Y ahí es cuando misteriosamente comienza a recordar ayudado de algunas reliquias escondidas en la estación central de Nueva York su historia. Todo agarrado con pinzas y con un esfuerzo por parte del espectador para armar el rompecabezas inmenso. En “Un cuento…” hay muchos problemas de narración (no de puesta en escena, que es bella e impactante). Quizás el principal obstáculo de Goldsman fue tratar de abarcar casi literalmente la exitosa novela de Mark Helprin, sin pensar que hay veces que es mejor dejar fuera algunas cuestiones y darle un mayor sentido y entidad al producto final. La utilización del realismo mágico como constructor de un verosímil que nunca aparece, el recurso de los viajes en el tiempo, la incorporación de caballos alados (que se escapó de la presentación de TRISTAR PICTURES), estrellas guías, la hiperbolización de los extremos bondad/maldad, diálogos pseudo filosóficos, solemnes, viejos (“somos máquinas que necesitan un poco del universo para funcionar”), y otros excesos (todos los que se puedan imaginar), no alcanzan para a cerrar una historia que intenta adaptar algo inabarcable (un poco lo que le pasó a los hermanos Wachowski con “Cloud Atlas”). Más es menos dice una vieja máxima. Goldsman parece desconocerla. Y el caos impera en una película que bien podría haberse enfocado en algunas ideas del libro original para reflejar con honestidad la historia de amor de dos opuestos en medio de una espiral de violencia. Desaprovechados todos los actores. Un pastiche casi sin sentido.
Cegados por la luz En el Día de San Valentín, Un cuento de invierno es un corazón que colapsa cinematográficamente por la inmensidad de la novela homónima de Mark Helprin (casi 800 páginas), en la cual se basó el filme de Akiva Goldsman. Este novel director, guionista de El código Da Vinci, Soy leyenda y Angeles y demonios, entre otros, comprimió a la fuerza drama, fantasía, suspenso, algo de terror y acción. Y por su ambición se quedó con una película vacía y sin identidad. Encandilada por una historia que no supo resolver en pantalla. La trama gira en torno a Peter Lake (Colin Farrell, en la piel de un huérfano, devenido en ladrón) que es abandonado en las aguas, como si fuera un Moisés del siglo XIX. Su conexión es la luz. Desde las estrellas, los faroles de Nueva York (con voraces saltos temporales entre 1895, 1916 y 2014 que dejan perplejo tanto a protagonistas como a espectadores), las piedras preciosas y hasta una moneda que vuela en manos de un citadino. El destello de cada material transporta a Lake, quien se enamora de Beverly Penn (Jessica Brown Findlay, de correcto papel), una chica condenada a muerte por tuberculosis. Y allí el “drama” del filme: ella morirá frente a él, no revivirá, como sucede en la mayoría de este tipo de películas. Desde ese momento todo será desesperación para Peter, habrá que afilar el ojo y seguirle el ritmo a la película. Lake es perseguido por el diabólico Pearly Soames (un rígido Russell Crowe) y habrá espacio para la mitología griega con la aparición de un pegaso blanco y sus alas formadas por varios haces de luz, que luego desaparecen. Con el correr del metraje, esta película busca llamar la atención con un trabajo de investigación (y el rol de una niña, luego anciana, que confunde más las cosas) en donde se revisan fotos familiares del pasado como si fuese una versión dulce de Volver al futuro. Pero falla. Un cuento de invierno no conmueve, carece de suspenso y hasta Will Smith hace su peor aparición en la pantalla grande. Créanlo. El pastiche se resume en la escena del pegaso que recorre un cementerio en medio de la noche y se pierde en el cielo. Estrellado.
Un cuento de invierno, la película fantástica de Akiva Goldsman, cuenta con elenco talentoso pero no supera las expectativas. Una cosa es aceptar que el fantástico se caracteriza por la intromisión de lo sobrenatural en un contexto real, y otra cosa, bien diferente, es justificar todas las fallas de un guion a través de su inscripción en un género. Esto último es lo que sucede con Un cuento de invierno. En 1895, una pareja irlandesa es deportada de Nueva York a causa de los estrictos controles sanitarios por las pestes. El matrimonio decide dejar al bebé que traían consigo. El abandono tiene lugar en el puerto y el niño queda flotando en las aguas como un Moisés moderno. Aunque esto indica que la fantasía podría legitimarse por el lado de la trayectoria bíblica, más tarde aparecen ángeles, demonios y animales mitológicos de dudosa genealogía. Unas décadas después el abandonado Peter Lake (Colin Farrell) se ha convertido en un eximio bandido. Gustosa de los saltos temporales (ya presentes la novela inspiradora de Mark Helprin) la cinta vuelve a mostrar al protagonista revelándose a las órdenes de su malvado mentor. Mientras escapa de la encarnizada persecución por las calles de principio de siglo 20 (buen trabajo de fotografía y ambientación) el héroe se choca con un mágico Pegaso que adopta la función de Deus ex machina. Todos los atolladeros del guion se resuelven cuando el mítico animal despliega sus alas. El caballo alado conduce a Lake a la casa de Beverly (Jessica Brown-Findlay), una joven tuberculosa y adinerada, hija del dueño de una prestigiosa redacción. Aquí comienza la trama amorosa: el ladrón que pensaba asaltar la casa se encuentra de repente con el corazón saqueado. La diferencia de clases y el amor acechado por la muerte inscriben al filme en la línea del romanticismo clásico, preciosista. Entonces el guion hace un circunloquio y abre una segunda historia lacrimógena, situada en la Manhattan contemporánea. Lake sigue vivo, buscando a la destinataria de su milagro, pero también siguen vivos los malos, interpretados por Russell Crowe y un Will Smith desperdiciado. Si bien este desplazamiento temporal es una apuesta que viene a hablarnos de la trascendencia del amor y de cómo la magia se cuela en los intersticios de un universo descreído, no salva a la película de un error fundamental: nunca termina de explicarse la lógica y la procedencia de ese mundo alternativo que hace interferencia con la realidad. Así, la voz en off del principio y del final, pareciera pedir disculpas por un cuento con buenas intenciones pero difícil de creer.
Llega a la pantalla grande el best seller de Mark Helprin. El estadounidense director de cine, guionista de televisión y productor Akiva Goldsman (51), (es importante recordar que formo parte de películas como: “Soy leyenda”; “Una mente brillante”; “El código Da Vinci”; “Yo Robot” entre otras cintas exitosas) debuta como director y guionista adaptando la novela “Cuento de invierno” (1983) de Mark Helprin, aquí ronda entre lo fantástico y lo romántico y la historia se desarrolla en la Ciudad de Nueva York. Su relato comienza en off en Nueva York en el 2014 argumentando sobre el destino, lo que existe entre el cielo y las estrellas, las conexiones que pueden unirse en nuestras vidas, es filosofía pura. Luego retrocedemos en el tiempo a 1895 y una situación en la cual al matrimonio (Matt Bomer y Lucy Griffiths) le niegan la inmigración a Estados Unidos, son padres de un bebé y para salvarlo le construyen un pequeño barquito y lo dejan el mar como si fuera Moisés, como es de esperar lo rescatan unos pescadores. Pasan unos años y nos situamos en 1916 este huérfano es Peter Lake (Colin Farrell) se convierte en ladrón, trabaja para la banda llamada "Short Tails" el jefe es el villano Pearly Soames (Russell Crowe, tan odiable como lo fue en “Los miserables”), estos se encuentran vestidos de negro, se pelean y lo persiguen para matarlo a través del tiempo. Todo lo que ocurre es bastante fantasioso, va y viene en el tiempo, donde se encuentran ángeles y demonios, con toques románticos, Lake se enamora de la bella Beverly Penn (Jessica Brown Findlay) enferma de tuberculosis mortal. A la hora de huir en distintas ocasiones y dejando atrás el peligro, utiliza un caballo blanco que vuela (tiene alas), otros de los personajes: Jennifer Connelly, William Hurt, Eva Marie Saint con sus 89 años (recordada por sus trabajos en la "La ley del silencio"), los jóvenes actores Ripley Sobo, Mckayla Twiggs y Will Smith como Lucifer, entre otros, (momento que da risa). En esta historia el amor traspasa el tiempo, es visualmente atractiva, con una buena ambientación, escenografía, vestuario, fotografía y la música de Hans Zimmer y Rupert Gregson-Williams, son agradables, contiene una escena muy similar a las películas de Scorsese “La invención de Hugo Cabret” en la Gran Central de la estación y la del puerto a la de “Pandillas de Nueva York”. Con demasiadas metáforas y mensajes esperanzadores, se van mezclando los géneros y termina siendo una film fallido, que no convence demasiado.
No, no es una mala película. La historia es la de una persona buena y dotada a la que la necesidad lleva a robar. Muere (hace mucho, mucho tiempo) pero reencarna. Antes, se enamora. Su fin es salvar a la mujer de la que se enamoró. Por cierto, hay un villano fantástico y diabólico. El aspecto del film aúna el cuento de hadas, la novela dickensiana y una nocturna y estilizada Nueva York peligrosamente cerca de la postal navideña. Los actores, bien. ¿Por qué no funciona? Simple: demasiadas cosas y demasiado interconectadas. Los esporádicos momentos logrados o emotivos se diluyen con la necesidad de decir cosas, de convencer a la platea de la realidad del amor y de la fantasía (y en ese sentido es tan didáctica como un film que sacraliza la moral, la revolución o las ventajas del veganismo: lo que está mal es la sacralización). Colin Farrell y Russell Crowe, dos tipos duros, logran en sus secuencias contrabalancear el aire sacarínico que satura la puesta en escena. No se la pasa mal, pero se disuelve como un copo de nieve al calor de la memoria.
Salvo que seas un fan empedernido de Colin Farrell y salgas del cine feliz sólo por verlo, ir a ver Un cuento de invierno es una pérdida de tiempo, y lo más grave, de dinero. Este tipo de historias de amor fantástico tienen que atrapar desde el primer minuto, y esto aquí no sucede ni al comienzo ni durante el resto de la proyección...
El plan infinito Winter’s Tale es uno de esos estrenos cronometrados para San Valentín, pensado para atraer a los tortolitos al cine con altas dosis de romance, drama, y en este caso también algo de fantasía. La historia parte de la premisa de que todos los seres humanos tenemos un milagro para regalar en esta vida, para salvar a otra persona y así cumplir nuestro propósito. Pero no todo es color de rosa, también hay fuerzas malignas que lucharán para evitarlo e inclinar la balanza a favor de Lucifer. Mientras tanto, los humanos de la peli siguen con sus vidas, sin darse por enterados de que hay agentes del más allá conspirando a favor y en contra de ayudarlos a cumplir con su destino, o a entenderlo, lo que parece ser mucho más difícil. En medio de tanta metafísica, flasheada mística con mitología propia, y romance del más empalagoso, se luce Russel Crowe en un papel poco simpático, y Will Smith le hace la segunda. Pero Collin Farrel está dispuesto a enfrentarlos, y para eso contará con la ayuda de ángeles inusuales, niñas que sueñan, y una gran historia de amor que trasciende el tiempo. Basada en una novela de fines del siglo XIX, el film marca el debut de Akiva Goldsman como director, aunque ya cuenta con sobrada experiencia como escritor e incluso lo hemos visto ganar un Oscar por su guión en “Una Mente Brillante”. No es de extrañar que un par de escenas de esta nueva película nos recuerden a aquella, llena de luz y de recursos visuales que en ese momento nos sorprendieron por su originalidad. El resultaado es una película inclasificable, entretenida pero lacrimógena, plagada de clichés emocionales y ciertos giros predecibles, otros bastante descabellados, y hasta algunas escenas de acción -no muy memorables.
Se puede hacer una película cursi bien; es decir, romántica en serio, con convicción. Si eso es lo que se busca, claro. ¿Ejemplos? Yendo en retrospectiva se me ocurren en principio “If Only”, “Hope Floats” y “The Secret Garden”; “Slumdog Millionaire”, si sirve más una pieza exitosa y multipremiada; y por supuesto cualquier cosa basada en una novela de Nicholas Sparks. Sin embargo a veces sucede que la autoconciencia juega en contra tanto para los que miramos cine como para los que realizan un film. En una escena de “Un cuento de invierno” aparece Will Smith como Lucifer y lo que allí se ve hace que todo lo que la película venía contando (una historia de amor y milagros, del bien como luz –literalmente, la novela en que está basada tiene una fijación con el poder de la luz- eterna) con los elementos correspondientes, se vea puesto un tanto en duda. Se produce allí un ruido, no porque haya que situarse por completo en uno de los dos lados (en esta ocasión, la ridiculización o el drama real), sino porque molesta y nos pone a pensar en cosas que nos sacan de un relato que se supone nos debe sumergir en la pantalla. Al menos eso es lo que propone Goldsman con la música, una empalagosidad de Hans Zimmer y Rupert Gregson-Williams que está siempre en primer plano; o la cinematografía de Caleb Deschanel, una imagen con retoques varios que realzan el componente fantástico de la trama y con una candidez deudora de cualquier romance. Sobre esto último, debe decirse que aunque los diálogos contienen una sarta importante de pavadas y no todo el argumento se comprende (se puede percibir que se trata de una novela de suficiente complejidad para ser llevada al cine: fuerzas varias del bien y del mal, diferentes temporalidades, ideologías diversas), el film encara este aspecto con madurez. Se trata de un romance adulto que, más allá de la incredulidad que pueda generar la propuesta, está interpretada con seguridad por Farrell y Brown Findlay. La joven actriz, más que parecer “la chica que está muriendo” (tipo de personaje logrado generalmente con maquillaje de más y menos de actuación), habita el papel y le da vida, con su voz y su mirada. De vuelta del otro lado, no fue hace tanto que Crowe le puso el cuerpo a un film -hablamos de “El hombre de acero”- que sí se creía la Leyenda (con mayúsculas, si se quiere), más allá del grado de solemnidad. Las lecciones de este film no son indispensables pero yo, que creo en el destino, me vi desconcertado ante su actuación en un estado de ánimo distinto que me impedía creerme el cuentito de invierno que en algunas escenas la película parece querer construir. Y no, no es el único problema. “Un cuento de invierno” es una película que sufre la adaptación, que no está fluidamente narrada y tiene giros dramáticos bruscos…pero no podemos hacer la vista gorda cuando se involucran superestrellas de este calibre; menos si se trata de Will Smith interpretando al mismísimo Diablo.