Los niños viven en un mundo incomprensible. Llevan pocos años de vida y todavía no entienden cómo funcionan las cosas. Son pequeños y la arquitectura no está pensada para ellos. Su idioma materno es un paisaje lleno de baches, de adjetivos y verbos extraños. Y para colmo de males, los adultos no confían en ellos. No les cuentan cosas de grandes, aunque sean fundamentales y básicas. Carla Simón, en su ópera prima, adopta el punto de vista de una nena de seis años, Frida. La cámara suele enfocarse en la protagonista. Hay otros personajes, pero siempre están por quedar afuera del plano. Entran y salen del encuadre, o ni siquiera entran. Y desde lo narrativo, mucha información no se revela hasta el final, incluso datos que otros films compartirían al principio. Frida, por su edad, no capta todo lo que ocurre a su alrededor, y su mirada limitada e incompleta es nuestra única ventana a los misterios de la trama. Lo que alcanzamos a entender, en los primeros minutos, es que Frida quedó huérfana. Pero no sabemos por qué. Vemos la preocupación de los doctores que la examinan. Intuimos que puede haberse contagiado de algo, lo mismo que habría afectado a sus padres. No descubriremos cuál es la enfermedad en cuestión hasta la última escena. Tampoco sabemos muy bien de dónde salió su familia adoptiva. Mejor dicho, sí lo sabemos, son sus tíos; parentesco establecido a través de diálogos sueltos, sin énfasis. Gran parte de la película ocurre en los márgenes de la toma o de la banda sonora. Frida es muy pequeña y los adultos la sobreprotegen. Como la cámara adopta su desconcierto, los espectadores nunca saben más que ella. Es una táctica que han adoptado otras películas sobre niños o niñas, como La culpa es de Fidel (2006), la argentina Refugiado (2014), Los demonios (2015) y El espíritu de la colmena (1973). Y aunque Simón no se aparta demasiado de sus predecesores, nunca da un paso en falso. Logra que sus actores simplemente existan frente a la cámara. No vemos un espacio ficcional, sino lo que pareciera ser un verdadero hogar. El lenguaje corporal de los personajes –cómo se hablan, cómo juegan y cómo se miran– sugiere años de familiaridad. Y Laia Artigas, como Frida, es una revelación. Ofrece sutilezas y gestos que esperaríamos de alguien bastante más experimentado. Suya es la tarea de evocar la incertidumbre de Frida, que no solo perdió a sus padres sino que también dejó atrás una vida, una casa, una rutina. Ya es suficientemente confusa la niñez como para agregarle cambios tan bruscos, tan rápido. Simón sabrá de qué se trata, ya que la historia de Frida es la suya.
Comenzar una vida. Maniobra cinematográfica ciertamente impresionante, Verano 1993 (Estiu 1993, Carla Simón, 2017) es un elogio de la elipsis en todo su esplendor. La fuerza poética de sus imágenes contiene el aroma de una película única sobre el crecimiento vital, un tema complejo y denso, que Carla Simón despacha con la soberbia de una gran cineasta. No se trata sólo de convertir la historia en un relato estético sobre la ausencia, sino que la propia imagen siempre mantiene ocultos sus múltiples significados. Además, existe en la historia una duda permanente, la sombra de un secreto inconfesable, que enturbia con su recuerdo todos los planos. Verano 1993 plantea un recorrido por la historia del cine español, por los senderos llenos de pureza de películas tan míticas como El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), aunque también contiene el aliento mediterráneo de la estética pictórica del primer Miró, con esa sencillez, apabullante, para concentrar en un encuadre toda la esencia de una cultura, con sus objetos, tradiciones, recuerdos y nostalgia. Toda la película transmite una autenticidad producto de su valentía estética, subordinando toda narración lineal de una historia a una sucesión inapelable de estampas, todas ellas necesarias. Y en el centro de esta enigmática película, un hallazgo portentoso, el de las dos niñas protagonistas, Frida (Laia Artigas) y Anna (Paula Robles), verdaderos motores del film, que con su sola presencia otorgan una gran vitalidad a cada uno de los planos. No se puede estar más cerca de la autenticidad en la actuación. Resulta impresionante la facilidad para movernos en la cotidianidad, a la vez que todo lo que se evoca en el film es una ficción poderosa, que nos retiene con su magnetismo. Y lo consigue gracias a un recurso de inteligencia artística crucial: la utilización del fuera de campo como materia fílmica para construir la historia. Son las imágenes ausentes, los encuadres que ocultan parte de la imagen, los que resultan reveladores. A través de pequeñas pinceladas, Carla Simón va planificando su escenografía, gracias a una hermosa fotografía, que contiene toda la esencia del verano, con esa soberbia manera de mostrarnos los días y las noches. Su puesta en escena no podría ser más acertada, al colocar cada objeto a la altura de la mirada de Frida, lo que nos permite construir su mundo, un mundo que acaba de comenzar, nuevo y terrorífico, lleno de incertidumbre. Gracias a esta opción estética, la película construye unas vidas cercanas, de una gran humanidad, en las que la ternura y la vida afloran poco a poco, con la calma del aprendizaje. En este sentido, destaca la hermosa secuencia de Frida mirando cómo se recogen los huevos de las gallinas, que recuerda en tantas cosas a aquella otra, gloriosa, en la que Ana Torrent descubría el cine en El espíritu de la colmena. Es el instante del arrebato que produce la verdad, lo más auténtico. En este encuadre, en el que Frida ya no está ni actuando para la cámara, se concentra todo el verdadero sentido del cine. Y, mientras nos deleitamos con la visión de cada imagen, la historia se va hilvanando ante nuestra mente. Conectamos ideas, agrupamos certezas, intuimos significados ante lo que la película nos muestra. Es decir, vamos de la mano de Frida, creciendo con ella. La manera en la que va surgiendo el amor entre ella y su nueva madre, o ese magnífico final, que muestra toda la inseguridad y la humanidad de nuestras vidas, son muestras de un cine portentoso, de una capacidad artística deslumbrante. Para este crítico, Verano 1993 es una de las más hermosas películas que ha dado el cine español en estos últimos años.
Frida es una niña de seis años que recientemente perdió a su madre y tendrá que vivir el primer verano con su familia adoptiva, aunque no por eso desconocida, ya que está conformada por sus tíos y su prima. La adaptación de la pequeña a un nuevo entorno y el aprendizaje de los padres que deberán conocer los gustos y sentimientos de la protagonista, son algunas de las temáticas que aborda “Verano 1993″ (“Estiu 1993”). La historia es tan real como intimista, las relaciones y situaciones fluyen como si se trataran de la vida cotidiana de cualquier persona. Y mucho de ello puede recaer en que está basada en la propia infancia de la directora Carla Simón, quien sentía la necesidad de explorar y entender con mayor profundización lo que le sucedió cuando era chica, descubriendo las miradas de quienes la rodearon. La cinta está contada desde el punto de vista de Frida y es por eso que los espectadores saben lo mismo que ella, abordando sus miedos, sus malos comportamientos, sus pequeños momentos de felicidad, sus frustraciones y todos los sentimientos por los que puede pasar una niña de seis años que quedó huérfana y tiene que cambiar de entorno. Poco a poco se nos van revelando detalles de la trama, pero siempre a partir de la mirada de Frida. La naturalidad del relato se logra a través de la gran labor de los actores Bruna Cusí, David Verdaguer y Laia Artigas, sobre todo de esta última que, a su corta edad, realiza un performance reveladora. A pesar de tener un argumento fuerte y crudo, “Verano 1993” no busca en ningún momento caer en golpes bajos ni lograr la lágrima fácil. De hecho, la película se inclina más por el intento de salir a flote, de conocer y adaptarse a nuevas situaciones. Pero como la historia lo merece, existe un espacio para la incertidumbre, la incomprensión y el dolor. En síntesis, “Verano 1993” explora la pérdida y el sufrimiento desde el punto de vista de una niña de seis años, edad en la cual todavía existen muchos temas y situaciones que no se terminan de entender, pero que Frida deberá enfrentarlos. Con una gran naturalidad y fluidez, la cinta no busca caer en golpes bajos y es así como terminará cautivando a los espectadores.
Castillos de arena La ópera prima de Carla Simón, Verano 1993 (Estiu 1993, 2017), es un film netamente autobiográfico basado en los recuerdos de la propia cineasta. Cuando sus padres habían muerto, ella, con apenas seis años, tuvo que integrarse a una familia adoptiva al tiempo que iba asumiendo la pérdida de la biológica. Un hecho trágico narrado con sutileza y detalles en un viaje de retorno a la infancia, con sus angustias y laberintos, donde no todo es felicidad, risa y juego. Verano 1993, escrita por la propia directora a partir de sus recuerdos y sensaciones, está protagonizada por una excepcional Laia Artigas, que encarna a Frida, junto a Bruna Cusí y David Verdaguer en el rol de los tíos. Esta pareja, a su vez, tiene una hija más pequeña que Frida, que acepta a la nueva incorporación, mientras que la recién llegada no termina de encajar en el nuevo hogar. La historia narra, desde el punto de vista de Frida, el proceso de adaptación a una nueva vida junto a sus tíos, tras la muerte de su madre, enferma de SIDA, causal también de la muerte de su padre, tres años antes. Simón, dotada de un talento excepcional para dirigir niños, pone la cámara a su altura y, a través de la mirada del personaje de Frida, transmite el malestar, el ahogo de ese primer verano que vive con sus tíos convertidos en padres. Pero lo hace con silencios, con pequeñas anécdotas, con miradas escurridizas, con algún abrazo robado y travesuras contaminadas de incomprensión hacia lo que ocurre. Auténtica y con una delicadeza atípica, Simón nos conduce por la intimidad de esa familia, con sus tareas hogareñas y ese callado temor a que la construcción del nuevo hogar no termine por derrumbar el viejo como un castillo de arena. El desequilibrio que produce la llegada de Frida en el matrimonio de Esteve y Marga, e incluso el contexto social de la época, también se nos presentan a través de la mirada de Frida. En Verano 1993 se habla de duelo, de dolor y de aceptación, de aprender a controlar las emociones tal vez mucho antes de lo previsto. Pero también de una forma tangencial, ya que nunca se menciona, del SIDA, que a principio de la década de los noventa aún era un miedo extendido y estigmatizado. Y ahí los silencios encuentran una explicación.
Los padres de la directora Carla Simón murieron a causa del virus HIV cuando ella era muy pequeña y, si bien el SIDA nunca se nombra en la película, está claro que en aquellos tiempos (1993) había tanto prejuicio como desconocimiento respecto del tema. La película está narrada desde el punto de vista de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años que -tras la muerte de su madre- va a vivir con sus tíos Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusi) y la aún más pequeña y encantadora prima Anna (Paula Robles) en un aislado entorno rural cerca de Barcelona. Los abuelos y amigos de la familia la visitan algunos fines de semana, pero en el día a día -y sin entender demasiado lo que ocurre- la protagonista debe enfrentar una nueva realidad. Artigas -un dechado de expresividad y matices- alcanza a trasmitir toda la angustia, la desolación, la incomodidad, el malestar, la ira, la dureza y las sucesivas transformaciones de una niña marcada por una tragedia que no sabe cómo procesar. Cuando finalmente puede llorar, es probable que ningún espectador deje de acompañarla en esa explosión desgarradora que más que sufrimiento es una manera de aflojar y liberar tanto dolor contenido. Con la cámara siempre cerca y a la altura de la pequeña heroína, con una capacidad de observación no demasiado habitual para que ningún detalle, gesto o mirada reveladora se le escape, Carla Simón hace gala de un aplomo infrecuente en una operaprimista. Pero, más allá de los aciertos formales y en la dirección de actores, lo que hace de Verano 1993 una pequeña gran película es el pudor, el recato, la forma en que elude casi todos los golpes bajos y las tentaciones demagógicas que este tipo de historias suelen ofrecer. Bella y sensual, esta narración intimista y veraniega lidia con la muerte sin regodearse en el dolor, pero tampoco resulta banal o simplista. El haber encontrado el tono justo, ese que es capaz de seducir al público sin tomarlo de rehén, es el principal mérito de una directora (que tiene algo de Lucrecia Martel y Mia Hansen-Løve) a la que habrá que prestarle mucha atención en sus futuros trabajos.
El desarraigo, la pérdida y sobre todo la búsqueda del amor, son los tópicos que giran alrededor de esta gran película. De repente Frida, una niña de seis años, ve que llegan sus tíos a la casa de sus abuelos. Se escuchan susurros, mientras le acomodan el equipaje. Su madre acaba de morir en el hospital y ella se irá a vivir con Esteve y Marga, a una zona rural de Cataluña. Mientras se monta en la parte trasera del auto, sus amigas la despiden con gritos y saludos. Este será el comienzo de una nueva vida. Frida se tendrá que adaptar a la campiña española y a convivir no solo con sus tíos, sino también con su encantadora primita Anna. Una nena más pequeña y muy curiosa. Más preguntas que respuestas hay en la cabeza de Frida, que a pesar del afecto que le brindan, no logra comprender todo lo que conlleva una muerte. Basando el film en su historia autobiográfica, la directora logra narrar con precisión y mucha intimidad un relato desde el punto de vista de una niña de seis años. El trabajo con las actrices pequeñas es extraordinario, sumando la química que tienen ambas cuando interactúan frente a cámara. Todos las sensaciones que Frida experimenta en este doloroso duelo se transmiten con una efectividad que abruma: el desarraigo, el extrañar, el malestar, el enojo… toda una bomba de emociones que estallan en ese llanto tan sentido y desgarrador de la última escena. Los primeros planos en ese rostro cándido, los divertidos juegos, así como los diálogos entre las nenas, están captados con una calidez y una sensibilidad pocas veces vista en la pantalla grande. Chapeau! Carla Simón.
Una película que emociona con las mejores armas, sin golpes bajos, con la construcción minuciosa de climas y escenas de verdadera conexión. La directora Carla Simón, se remitió a su propia historia de orfandad, sus padres murieron por tener Sida, un tema del que se ha hablado muy poco en el cine español. De esos recuerdos infantiles surgió este film mirado desde el punto de vista, desde la altura real de una niña pequeña, huérfana, criada por decisión de su madre, por unos tíos jóvenes que viven en un ambiente rural muy lejano a la Barcelona natal de la protagonista. Lejos de los abuelos religiosos y avergonzados por la suerte que corrió su hija y su yerno, pero cerca de los sentimientos de esa niña. Ella debe superar los celos de su primita menor, y sus maldades de niña consentida, que da lástima. Debe lidiar con la religión en su personal adaptación y con la angustia que nace del centro de su pecho sin aparente razón. La directora contó con dos talentosas y gráciles niñas, les permitió interactuar libremente entre ellas y organizo el trabajo de filmación para que todo fluyera como en un milagro de captación de la vida misma. El resultado es un film sólido, disfrutable, nada ingenuo, por momentos inquietante, pero también sabio en la llegada de la aceptación de adultos y niñas. Fresco, conmovedor, para disfrutarlo.
La Directora Carla Simón abre su alma y relata su historia de vida real, en la voz de Frida la excepcional niña que encarna Laia Artigas. En la película Frida cuenta con seis años y se acaba de morir su madre. Todo el tiempo sobrevuela el fantasma del HIV pero no se menciona y por eso la llevan al médico para hacerle controles periódicamente. Al principio Frida vive con sus abuelos y luego la adoptan sus tíos Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusi) quienes a su vez tienen a una hija más pequeña llamada Anna (Paula Robles) sumamente graciosa y adorable, quien enseguida la sigue como a su hermana mayor. Para ningún miembro de la familia es fácil acomodarse a ésta nueva realidad, y así pasarán el primer verano todos juntos cerca de Barcelona acostumbrándose a todo lo que ésta nueva vida conlleva. A veces van los abuelos a visitarla, y el desapego es difícil.Excelentes actuaciones de las niñas, con mucha sensibilidad, verdad, el duelo para Frida y el difícil camino de crecer y afrontar la muerte de su madre y la incorporación de una nueva familia. Muy buena fotografía y una historia cruda pero necesaria, de esas que el cine no suele regalarnos muy a menudo. ---> https://www.youtube.com/watch?v=C0u2EggflEQ ---> TITULO ORIGINAL: Estiu 1993 ACTORES: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer. GENERO: Drama . DIRECCION: Carla Simón.ORIGEN: España. DURACION: 97 Minutos CALIFICACION: Apta mayores de 13 años FECHA DE ESTRENO: 26 de Abril de 2018
Frida tiene que adaptarse. Debe hacerlo. No le queda otra. Ha perdido a su madre -no se menciona la palabra sida, pero es 1993 y otra madre regaña a su hija porque ha tocado a la niña-, tampoco tiene padre y debe marchar al interior de Cataluña a vivir con sus tíos y su primita. Verano 1993 es tanto una película de iniciación como de introspección. Es un filme narrado desde la altura de la protagonista -alter ego de la directora, que debuta en la realización-, que la sigue a todas partes. Allí donde los adultos hablan casi en susurros y que cuando descubren que la niña puede comprenderlos… No la tiene fácil Frida. No sólo extraña su ámbito, y a su madre. No le resulta sencillo la convivencia allí en el campo. Tendrá raptos, salidas casi de maldad, si la crueldad o la malicia pudieran estar instaladas en un cuerpito de siete años. Laia Artigas es Frida, la niña que se va abriendo camino como puede. La que presencia la difícil vida en el campo, donde la muerte de animales está presente, donde juega con su primita y la inocencia es un bien que se puede perder de un plumazo. La realizadora narra el drama, pero sin conferirle rasgos exacerbados. Es, dijimos, su propia historia la que cuenta, y le ha sabido despojar de una mirada moralista, condenatoria en algún caso. Es en los gestos sencillos o simples donde Frida desnuda su pesar, y también su alma. Verano 1993 es sustanciosa allí donde otras películas pasan desapercibidas.
No es fácil filmar una película como Verano 1993 sin caer en obviedades y sensiblerías. Carla Simón lo consiguió nada menos que en su ópera prima. Sobre la base de una dolorosa historia personal -una niñez transformada dramáticamente por la muerte de sus padres-, la directora catalana construye una historia conmovedora que refleja decididamente el punto de vista de Frida, esa niña (Laia Artigas, de trabajo impecable) que de repente debe recomponer su mapa sentimental y su vida cotidiana, completamente alterada: sus padres son sus tíos, su prima es su hermana y la ciudad es el campo. Al principio, la reacción de Frida es lógicamente hostil: su hermetismo, su desconfianza y sus caprichos manifiestan con claridad meridiana la dificultad de un duelo muy costoso. Pero de a poco, gracias a la sensibilidad de un entorno familiar entregado con amor a la tarea de ayudarla, su mundo se va reacomodando. Una de las fortalezas indiscutibles de este sólido debut es la dirección de actores: Carla Simón consiguió un óptimo rendimiento de todo el elenco, en particular de la protagonista, una actriz asombrosamente precoz que se mueve con una soltura admirable. Frida debe asumir una tarea titánica: tomar conciencia del carácter inapelable de la muerte con apenas 6 años. Lo hace sin perder la inocencia ni el espíritu lúdico. Y la película refleja ese tour de force con una luminosidad y una potencia vital inusitadas.
Sencillez, sensibilidad y transparencia Premiado en la Berlinale y el Bafici, el film de Simón parte de un hecho autobiográfico para volverse universal. Si Verano 1993 es un relato de crecimiento, es tan interior el relato como el crecimiento. Ambos suceden en ese fuera de campo constituido por la intimidad. ¿Cómo se le dice a una nena de 6 años que su madre murió? ¿Qué se hace con ella, ahora que quedó huérfana? Si tiene parientes dispuestos a acogerla, se la envía con ellos. Ése es el caso de Frida, que deberá mudarse además de la ciudad a la montaña, donde vive su tío, hermano del padre (que como en 9 de cada 10 películas contemporáneas no sólo está ausente sino que casi ni se lo menciona, como si nunca hubiera existido), junto a su esposa e hija. ¿Qué clase de tensiones provocará la llegada de la niña, para convivir con una familia que no es la suya? ¿Lograrán hacerlo, de modo positivo para todos? Ésas son las preguntas que estructuran Verano 1993, ópera prima de la realizadora catalana Carla Simón, que no sólo la dedica a su madre sino que informa, fuera de cámara, que sus padres murieron de HIV, tal como los de su pequeña protagonista. Pero no es por su componente autobiográfico que Verano 1993 es una gran película, sino en tal caso por el modo en que la realizadora ficcionaliza su propia historia. Estiu 1993 es el título original de esta película hablada en catalán y producida con modestia, cuya recepción fue creciendo con el tiempo, en casa y afuera. En Berlín 2017 ganó el premio a Mejor Ópera Prima, y un par de meses más tarde ganó en el Bafici el de mejor dirección. Prólogos a los que vendrían a partir de allí en cantidad de festivales internacionales, coronados por ocho sorprendentes nominaciones a los Premios Goya (que suelen priorizar films más industriales), de las cuales ganó tres. Es un caso raro de armonía entre merecimientos y reconocimientos. Es posible que eso tenga que ver con su absoluta sencillez y transparencia, que no representan ninguna concesión sino una convicción: la de que ése era el mejor modo de narrar la historia. De modo llamativo para tratarse de una ópera prima, Simón logra algo que en el cine, arte del artificio, es infrecuente. Los teóricos lo llaman “efecto de realidad” y consiste en transmitir al espectador la sensación de que todo lo que sucede en la pantalla es real. Pero no porque haya sido tomado prestado de la realidad sino porque tiene existencia propia. Convergen aquí el acierto de casting con el tacto e inteligencia necesarios para crear las condiciones que permitan que los actores, y sobre todo dos niñas, se comporten ante cámaras no exactamente “como son” (tal vez en la vida real no sean así) sino mediante una representación que los hace aparecer como si así fueran en verdad. Dos niñas, porque además de Frida está Anna, hija de su tío Esteve y Marga, un par de años menor que ella. Curiosamente parece más celosa Frida de Anna que al contrario. Anna, hija única, tiene ahora una nueva compañera de juegos, mientras que Frida ya no tiene lo que Anna sí: una familia. ¿Podrá llegar a tener una segunda familia, teniendo en cuenta que perdió la primera? Es otra de las preguntas sobre las que la película trabaja, y no de las menos cruciales. En el curso de su estadía Frida irá elaborando su duelo, madurando sin darse cuenta, yendo de cierta despreocupación del que no sabe del todo a la angustia del que se anima a preguntar para saber. Pero antes de preguntar Frida deberá tener la suficiente confianza en sus anfitriones para hacerlo. Como es lógico en una película cuya mayor apuesta es ir en busca de lo que los actores tienen para transmitir, las escenas de Verano 1993 son largas y con la menor cantidad de cortes posibles, cuestión de darles lugar y libertad. La relación entre las niñas es prioritaria y a trabajar con ellas debe haberse dedicado la realizadora durante varios meses. Lo valían: la respuesta de ambas es fabulosa, haciendo recordar lo que en su momento John Cassavetes, y actualmente Sean Baker en El proyecto Florida, logran con actores-niños. Laia Artigas y Paula Robles traerán risas, suspiros de encanto y lágrimas, por una vez ganados con herramientas genuinas. Otro protagonista es el rostro de Frida, sobre todo sus ojos, que pueden volverse inquisitivos, curiosos, húmedos en alguna ocasión (el exceso de lágrimas está severamente restringido aquí), y que sirven como ventanas entornadas a sus procesos interiores. Si Verano 1993 es un relato de crecimiento, es tan interior el relato como el crecimiento. Ambos suceden en ese fuera de campo constituido por la intimidad de la protagonista, que el espectador tiene posibilidad de intuir, pero nunca conocer del todo. Como sucede fuera del cine.
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“Verano 1993” trabaja con la difícil tarea de, trabajar con niños, por un lado, y de intentar reflejar su universo a partir de un hecho traumático y doloroso, la pérdida y el sentimiento de soledad. Carla Simón debuta a lo grande y cumple con los dos objetivos, devolviendo un relato apasionante sobre el amor, la familia, el duelo, el encontrar mecanismos de defensa ante tantos avatares externos, y, principalmente, sobre la posibilidad de hacer catarsis para seguir adelante.
Dirigida y escrita (en colaboración con Valentino Viso) por Carla Simón, "Verano 1993" relata una época muy particular para Frida, niña a la que se le acaban de morir sus padres y se va a vivir con unos tíos al campo. Una familia que ya está conformada (tienen una hija todavía más pequeña) y en la que ella entra casi como una intrusa. Frida es esa nena que sufre un cambio muy importante en su vida y la lleva a transitar una infancia llena de contradicciones. Ser niño no es fácil, es algo ya de por sí confuso, y con sus sólo seis añitos, Frida se encuentra descubriendo un lugar nuevo al que quieren que ella llame hogar. Es un lugar que podría resultar divertido para cualquier niño, pero ella carga con un dolor muy profundo. El verano, ese momento en que debería ser el mejor del año, lleno de tiempo libre para jugar y hacer lo que quisiese, se sucede mientras ella intenta sobrellevar esta situación como puede, a veces con actitudes caprichosas y otras tan inocentes como fantasear con escaparse de la casa y luego arrepentirse alegando que mejor en otro momento. Más allá del drama que narra el film, Simón (que ganó como Mejor Directora en el BAFICI del año pasado con esta película que recién nos llega a la cartelera) nos regala una película que no cae en sentimentalismos ni lugares comunes y sin embargo le agrega cierta dosis de ternura propia de la naturalidad con la que retrata y sigue a esta nena. Es una película luminosa, de tintes autobiográficos y eso se nota en el cariño y cuidado con el que está contada. Laia Artigas es quien interpreta de manera tan sutil como precisa a Frida, el alma de una película hermosa sobre esa particular etapa que es la infancia, donde no entendemos nada y todo se nos presenta como un mundo nuevo. Es quien carga la película porque todo lo vivimos siempre desde su perspectiva, ese lugar de inocencia que a veces confunde lo que está bien y lo que está mal. La ópera prima de Simón está narrada desde lo observacional. El registro naturalista le permite llegar a lo emocional de un modo muy genuino y delicado. Brota por sí mismo. Es una historia sobre la adaptación a un entorno diferente, de transición, pero es ante todo un bello y doloroso (porque lo más lindo siempre duele) retrato sobre la infancia, con una sensibilidad y entendimiento sorprendente.
El duelo es una experiencia desgarradora por atravesar. Si es complejo en un adulto para un niño es todavía más difícil, sea por el proceso en sí o por el cómo los adultos le explican que somos seres finitos. Esta dificultad en medio de tanta inocencia es el marco en que se inscribe Verano 1993, representante Española para los últimos Premios Oscar y Ganadora de 3 Premios Goya (siendo uno de ellos a la Mejor Dirección Novel). El Duelo de una Pequeña Frida, de 7 años de edad, ha perdido recientemente a su madre a causa del HIV. Por lo tanto, sus tíos se hacen cargo de ella, y Frida se muda a vivir con ellos en Barcelona. En ese contexto jugará con su prima, conocerá otros niños, e incurrirá en todas las inocencias esperables. Mientras tanto, sus tíos y abuelos se debaten no solamente el cómo enfrentar su crianza, sino el explicarle el por qué de la muerte de su madre. Verano 1993 podrá parecer una serie de rodajas de vida que tienen más la intención de mostrar que de narrar; pero de una forma muy sutil, la guionista y directora Carla Simón introduce de forma estratégica piezas cruciales de información del mundo adulto para que, por contraste, esa inocencia que representa Frida nos duela más con cada dato que nos llega. También es importante señalar cómo le llega esta información al espectador, ya que la historia no se aleja del punto de vista de su protagonista en ningún momento. La desgarradora realidad del mundo adulto siempre aparece a través del marco de una ventana o escuchando de refilón por debajo de una mesa. No es necesario leer entrevistas para percibir que esta es una historia que toca de cerca a su realizadora, a tal extremo que la estampita que recibe la niña en la introducción bien puede ser la que recibió la directora siendo pequeña después del fallecimiento de su madre. Un detalle que le da un plus de realismo a lo que estamos viendo, que evidencia su originalidad no tanto por ser algo que no hemos oído, sino que es una historia que solo ha podido vivir quien nos la está contando. En materia actoral, Bruna Cusi y David Verdaguer (ambos premiados con el Goya por Actriz Revelación y Actor de Reparto, respectivamente) dan sentidas interpretaciones como estos tíos con un duro desafío. Sin embargo la que destaca notoriamente es la pequeña Laia Artigas dando vida a la protagonista. Conclusión Verano 1993 es una narración nada tradicional pero que ofrece una mirada naturalista sobre un tema muy difícil, la cual requiere un ojo atento y paciente por parte del espectador. A riesgo de usar una frase hecha, Carla Simón escribió (y filmó) sobre lo que sabía, sobre lo que ha vivido, y el resultado es una historia con un corazón tan enorme como su honestidad. Una historia original, pero en una definición que no muchas veces tenemos en cuenta de la palabra.
Esta es la recreación de un tiempo muy particular. El de una chiquita de seis años que ha quedado huérfana y se enfrenta al dolor de la pérdida, al mismo tiempo que se va adaptando a su nueva vida junto a unos tíos medio desconocidos. La angustia convive con los juegos, y hay que ver cuánto dicen los juegos. Todo, contado con enorme sensibilidad, mucho sentido de la observación y de la poesía cotidiana, y en un estilo muy pudoroso, sin caer en golpes bajos, sin buscar las lágrimas del espectador. La emoción viene por sí sola. Hay algo más. Quien cuenta todo esto, poniendo el corazón y la entera delicadeza de su alma, es porque lo ha vivido. Es la propia vida de la directora lo que está en la pantalla. Su madre murió de sida cuando ella tenía sólo 6 años. El padre ya había muerto poco antes. Barcelonesa, la criaron los tíos del campo, allá por La Garrotxa, Gerona. Esta es la primera película de Carla Simón, y eso también impresiona, porque además, hasta ahora, sólo había hecho cuatro cortos, uno de ellos en Inglaterra, significativamente llamado "Born Positive". Pero ella no convive con la enfermedad, sino con los recuerdos, que ahora se le suavizan porque ha podido recrearlos de un modo hermoso, y porque la obra ya lleva ganados casi 30 primeros premios, y hasta fue representante española al Oscar, aunque estuviera hablada en catalán y no en español. Ella ganó el Goya a la mejor directora debutante y también la pequeña protagonista Laia Artigas, y quienes hacen de tíos, David Verdaguer y Bruna Cusi, han ganado premios. Todos merecidos.
Todo gira alrededor de la mirada de una niña de seis años, Frida (Laia Artigas), sus padres fallecen y se va a vivir con sus tíos Esteve (David Verdaguer), es el hermano de su madre, Marga (Bruna Cusi) y su prima Anna (Paula Robles), además de seguir viéndose con sus abuelos y amigos. La película está basada en las vivencias de la directora Carla Simon durante el verano de 1993 en el que perdió a su madre y tres años antes había muerto su padre. En el Verano 1993 se filmó en el mismo pueblo donde Carla tuvo que vivir cuando tenía 6 años. La cámara se para frente a la imagen de Frida, detallando cada momento de su vida, los integrantes de esta historia se irán conociendo, donde están presente sus sueños, alegrías y tristezas. Existen secretos y mentiras y temas que los niños no deben ni escuchar ni saber, pero en algún momento todo se descubre, contiene interesantes diálogos y resulta bastante emotiva, logra llegar a los corazones de los espectadores y cuenta con un buen montaje y guión.
La cámara de cine se coloca donde se coloca, al menos en el cine clásico, no por efecto de ninguna casualidad: contando la historia a grandes rasgos (y con la consecuente falta de matices) filmar a la altura de los hombros facilitaba el “efecto de verdad” que quería transmitir el cine de industria desde sus albores, porque la cámara mostraba cómo los ojos ven en el mundo real. Desde ya, esta perspectiva ha sido quebrada en múltiples ocasiones, pero permanece como una especie de “gramática”, de lenguaje, básico, convencional en tanto el espectador se ha acostumbrado a mirar ese tipo de cine y, en efecto, la cámara consigue así esconderse, escondiendo junto a ella el artificio. La problemática histórica de este punto de vista es que la cámara, durante décadas, se situó junto al protagonista blanco, masculino, etc., provocando la identificación del espectador con ese personaje y, por lo tanto, con esa lógica: la repetición del ejercicio anulaba otras lógicas, otras experiencias posibles. En su primer filme, Carla Simón, en una decisión valiente, decidió ir contra esta convención y narrar “Verano 1993” desde la perspectiva de una chica, Frida, que pierde a sus padres y es adoptada por sus tíos: el primer verano de la jovencita, intentando adaptarse al hogar mientras tramita lo imposible de tramitar, la pérdida de los padres, es el eje de la película catalana estrenada ayer, un año después de mostrarse en el BAFICI, donde fue premiada, como en Berlín y en los Goya. La cinta fue incluso seleccionada para competir para España por los Oscar, tras sorprender en todo el mundo con una sensibilidad delicada como el rocío para tramitar un tema que, en manos menos delicadas, podría haber sido un festival de golpes bajos para provocar ríos de lágrimas: Simón contiene todo el tiempo la emoción. La respiración de la película se mimetiza con la de su protagonista, la pequeña Frida, ella también detenida, paralizada por lo insondable de la muerte, por lo abrumador del nuevo hogar, porque la opera-primista procura narrar al lado de su criatura, desde su perspectiva, mostrar su mundo sin juicios, sin moralejas, sin didactismos, a pesar de tratarse de una película donde los “primeros padres” de Frida mueren de sida y los “segundos” hacen lo que pueden para adaptar a la chica. La cinta busca mostrar, de un modo tan naturalista y tan logrado que parecería imposible para una ficción, y con un grado de contención que parecería imposible para una ópera prima basada en experiencias personales. Simón lo consigue (¡en su primer intento!) y el resultado es hermosamente devastador: una película preciosa que, con su cámara puesta en Frida, consigue que el espectador viva y comprenda y empatice, aún en sus momentos de reacciones más caprichosas y peligrosas, con la valiente criatura que hace lo que puede para transitar un dolor imposible.
La catalana Carla Simón en su ópera prima Verano 1993 habla sobre la pérdida de una madre y pone la mirada en la pequeña Frida. Frida tiene seis años y tuvo que ir a vivir con sus tíos en el campo después de que su madre falleciera. Por momentos se niega a quedarse allí y reniega y se pelea con su pequeña prima. Por otros, necesita el afecto y el apoyo de estas nuevas figuras paternas. Es muy difícil filmar una película protagonizada por chicos, lo es aún más cuando el tema que trata es un drama sobre la pérdida de una madre por el HIV. Pero la joven realizadora conquista al público emocionalmente con su ópera prima. En una hora y media Frida atraviesa un sin fin de emociones que van del rechazo a la emoción. No hay palabras para explicar lo que siente, por eso su directora decide tomar la acción sin interferir. Los adultos están presentes pero, al igual que el espectador, se sienten atrapados por la actitud de la niña. No pueden malcriarla pero tampoco retarla. La figura de los abuelos también es un tema sobre el que presta atención el relato. Muy atentos a las necesidades de sus nietos, pero no se hacen cargo cuando surge un problema. Pero donde reside la verdadera comunicación y conexión (y uno de los puntos claves del film) es en la relación de las dos niñas. La inocencia de Ana, la más chica, frente a la transformada vida de Frida. Cuando pareciera que no están actuando, el guion se hace más fuerte. Simples palabras o largas oraciones funcionan de la misma manera con un público que no tiene forma de escapar de la emoción.
LA DECISIÓN DE FRIDA Se podría pensar en qué difícil es filmar el rostro de un niño en el cine español luego de haber visto a Ana Torrent con Erice en El espíritu de la colmena (lo mismo ocurre con Favio y Crónica de un niño solo en nuestro país). Sin embargo, en Verano 1993, Carla Simón se atreve valientemente al desafío y ofrece un sincero, legítimo y conmovedor retrato de la tristeza desde la veraniega mirada melancólica de una niña increíble. No hay grandes relatos; sí dos o tres momentos hermosos que valen la película. La historia encierra un drama, pero esto no implica que la directora lo explote continuamente ni que exacerbe situaciones que conduzcan al llanto fácil. No sólo tiene en claro que trabaja con niñas y que hay una corriente miserabilista capaz de sacudir a la butaca con mensajes sensibleros; además, sabe que hay allí un potencial de belleza fotogénica. Por ello se consagra a capturar momentos, lapsos de tiempos muertos, donde el rostro de Frida (la niña de seis años que afronta como puede la pérdida de su madre con su nueva familia adoptiva ese verano que reza el título) escribe en pantalla el dolor contenido con la gracia que sólo el cine puede ofrecer cuando hay alguien sensible detrás de cámara. Y como la mirada es la de una pequeña según el período estival que le toca vivir, vemos con ella el mundo de los adultos desde los bordes, espiando a través de las puertas, escuchando en las cercanías de conversaciones, golpeando las ventanas para llamar la atención por su condición de extranjera en un hogar que le imponen con bondad y amor. El tiempo se cocina en una sumatoria de planos cuya búsqueda apunta a no soltar jamás a Frida y no hay arbitrariedad en esta decisión (como ocurre con gran porcentaje de films festivaleros), dado que existe un punto de llegada a la mejor escena de la película, tan natural como dramática, tan pura como creíble: es el despertar a la vida. Nada es fácil para nadie. Los padres ven sacudida su estructura de vida rural con los juegos, las preguntas y la lógica inestabilidad emocional de la niña, breves instantes de tensión que son apaciguados luego sin chantaje. El tiempo se cocina en una sumatoria de planos cuya búsqueda apunta a no soltar jamás a Frida y no hay arbitrariedad en esta decisión (como ocurre con gran porcentaje de films que podemos encontrar en festivales), dado que existe un punto de llegada a la mejor escena de la película, tan natural como dramática, tan pura como creíble: es el despertar a la vida, ese viaje sinuoso en el que, como dice la canción, “la vida es lo que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”. Y es un despertar para nosotros porque ya no sabremos qué le depara el futuro a Frida y si la balanza se inclinará para el lado de la alegría o de la desazón. Cuando todo parece conducir a un camino reparador, hay un brote de genuina tristeza que conmueve, el último eslabón de una cadena de logros de Verano 1993.
Como Manchester by the sea (2016), esta es una de esas películas que tienen todo para el golpe bajo y logran tocar el tema con una elegancia digna de un enganche de vieja escuela. La película de Carla Simón muestra una historia muy difícil que sin embargo, llega con mucha naturalidad al espectador: Frida (Laia Artigas) en su primer verano en las afueras de Barcelona convive con sus tíos Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusi), luego de la muerte de su madre. La increíble actuación de Laia Artigas muestra una clara situación, pasa de ser hija única mimada, a compartir el tiempo con su adorable prima Anna (Paula Robles). La relación entre ambas es de lo mejor del film, por un lado con la tensión y los celos de Frida, y por el otro la admiración y la incondicionalidad de parte de Anna. Frida es testigo constante de los comentarios que se hacen sobre ella y los prejuicios que sufre por ser hija de una madre que murió por haber contraído SIDA. Otra de las cosas loables del film es que se fija en todo momento en la visión de Frida y su sentir. Con ella vamos entendiendo porque su madre murió, qué fue lo que le sucedió e incluso parte de la personalidad de su madre. No es el primer film que se fija en la visión del niño en un tema tan complejo, pero Estiu 1993 logra tomar todo con una naturalidad sorprendente y supera el tema del entendimiento de la muerte o la discriminación/estigmatización que pudo haber sentido una niña por la enfermedad de su madre. Verano 1993 se trata del amor que un niño necesita para crecer. Mucho se menciona acerca de su crianza y su personalidad revoltosa, pero en el fondo lo que busca es atención y cariño. Por otro lado, muestra de sobra la dificultad que tienen los adultos por llevar y hacerse cargo de un niño que no eligieron criar, o de un hijo que no pueden contener. En definitiva, el film de Carla Simón deja más que presente que el amor debe estar sobre todas las cosas, y que para lograr eso no alcanza con brindarle al niño todo lo que desea.
Premiada en Berlín, en Bafici, en los Goya, en los Fénix y en cada festival y evento en el que participó, esta opera prima catalana es una verdadera revelación: una “memoir” humana y sensible que refleja las dificultades y placeres de la niñez como pocas películas recientes lo han logrado hacer. La autobiográfica opera prima de Simón, ganadora del Premio a la mejor Opera Prima en la Berlinale (al que luego sumó muchos otros galardones), es una magnífica película acerca de la niñez, tomando con un enorme poder de observación, mucha humanidad y un magnífico entendimiento de su propia historia las dificultades de Frida, una niña de seis años que, a partir de la muerte por causa del sida de su madre en 1993, se va a vivir a la casa de sus tíos, en el campo, a unas horas de Barcelona. Los tíos la adoptan como una hija suya, pero ellos ya tienen una propia, de cuatro años, y la adaptación de la recién llegada no será sencilla por más amor y comprensión que todos le ofrezcan. A lo largo de esa temporada que cuenta VERANO 1993, Frida atraviesa una situación emocional complicada que no alcanza a procesar del todo y por más que se entretenga con su prima convertida en hermana pronto comenzará a irritarse y a irritar a sus nuevos padres y hasta pondrá en peligro la delicada armonía de esta nueva familia a partir de sus actos. Si a eso se le suma la constante visita de sus amables pero excesivamente religiosos abuelos y los análisis de sangre que le hacen permanentemente (los que por momentos la transforman casi en una paria social, “la chica a la que no hay que tocar” por las dudas de que pueda existir algún contagio), la vida de Frida y su nueva familia se vuelve menos bucólica de lo que podría ser, pese a la bella casa y la apacible y bonita zona campestre en la que viven. Simón captura a la perfección las delicadas emociones de la niña y de sus nuevos padres. VERANO 1993 (ESTIU 1993 en el original catalán) no busca sobredramatizar ninguna de las situaciones que se viven y va desde lo más narrativo-episódico (las travesuras, berrinches y caprichos de Frida) a otra zona un tanto más observacional e impresionista, tratando de capturar en imágenes y gestos las ambiguas vivencias de la niña y de los que la rodean. La inolvidable escena final, seguramente, hará que los espectadores salgan del cine no solo con lágrimas en los ojos sino con la sensación de haber atravesado una experiencia emocional honesta y verdadera. Tan confusa, extraña y memorable como la niñez.
Abundan las películas sobre la infancia, pero Carla Simón, directora catalana que el año pasado ganó el premio a Mejor Dirección en el 19° BAFICI por su opera prima Verano 1993, parece haber querido hacer algo distinto: una película en la infancia, instalada en el centro y a la altura de ese territorio tan difícil de abordar a través de la marea de nostalgia y las explicaciones racionales de la mirada adulta. Verano 1993 es un hallazgo porque propone una experiencia radical a lxs espectadorxs, la de acompañar a su protagonista, una nena llamada Frida (Laia Artigas), durante los meses posteriores a la muerte de su madre. Lo que se sabe con respecto a esa muerte y a la composición de la familia está dosificado a lo largo de la película y llega a través de las conversaciones de lxs adultxs, porque Verano 1993 mantiene la cámara a rajatabla muy cerca de Frida, a veces incluso para remedar su perspectiva. A la nena la vemos abandonar la casa materna en Barcelona, que está siendo vaciada, para instalarse con sus tíos en el campo. Ellxs, Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusí), conforman una pareja joven y bella que vive con su hija de cuatro años, Anna (Paula Robles), rubia y tranquila. Pero nada es idílico en la nueva vida de Frida porque a ella poco pueden importarle las ventajas objetivas de ser adoptada como hija por una familia cariñosa, tener una nueva hermanita o vivir en el campo. Como cualquier niñx, agarrado fuertemente a la adaptación y la supervivencia, Frida trata de entretenerse, merodea la casa en busca de juegos y despliega una resistencia sutil basada en decir “no” a las imposiciones amables de lxs nuevxs progenitorxs. Muy de a poco se podrá saber que su mamá biológica, como la de la directora, murió por una pulmonía asociada con el SIDA (que en la película se nombra simplemente como “un virus”), y a la nena se le hacen controles periódicos para ver si está sana. Por eso cualquier herida y la consecuente posibilidad de contagio, además de la herida más profunda que lleva como escondida, la convierten en una especie de paria. Como contrapartida en lxs adultxs aparece la pregunta de cómo se establecen una paternidad y maternidad abruptas, que tratan de hacer pie entre el respeto a la pérdida de Frida y la necesidad de empezar a acotarla, dibujarle un territorio donde no todo dependa de los impulsos de una niña. Por eso lo que aparece en Verano 1993, además de la infancia, es la lenta conformación de una familia a través de tanteos que tienen más que ver con el instinto que con algún manual para establecer buenos vínculos. Mientras tanto, el mundo a la altura de Frida –que muchas veces está sola o acompañada únicamente por Anna– es rústico y está lleno de una actividad adulta que por momentos la ignora. Aquí cobra protagonismo la casa de campo donde viven Marga y Esteve, de paredes anchísimas de piedra, rugosas, y el suelo terroso y escarpado que la rodea. En este nuevo entorno se permite a las niñas moverse con libertad, pero el lugar no es amable ni protegido y está lleno de pequeños peligros, pierdas, agua, ramas que pinchan o hacen tropezar, todo lo cual refuerza ese carácter doble de la infancia de estar protegidxs y al mismo tiempo totalmente expuestxs. En este punto, Carla Simón trabaja bastante con una experiencia tan primordial como es la de la oscuridad, la inquietud nocturna y el gesto de llamar a la madre como tanteando en la negrura, que la película hace funcionar en varios niveles. Así logra que Verano 1993 encierre un secreto que trasciende la infancia y que tiene que ver con la pérdida de los padres, con el hecho de que los peores temores ya han sucedido o van a cumplirse con certeza, y con un duelo en el que se puede diferenciar aquello que se acomoda y sigue su camino con esa otra sustancia de un dolor que permanece puro a través de los años, casi intacto.
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La sencillez de la emoción. Estiu 1993 explora la pérdida y el duelo desde la visión de una niña de 6 años, que se ve obligada a adaptarse a un entorno y una familia nueva.
Ojos que observan queriendo entender el nuevo paisaje, de adaptarse a él. Una mudanza ocurre mientras los vecinos en las calles festejan y los fuegos artificiales iluminan el cielo. Frida (Laia Artigas) carga su muñeca en brazos y se despide en silencio de una vida que ya no es: de ahora en más, Barcelona formará parte de su pasado. Estiú 1993 (Verano 1993) lleva a la ficción la historia de su directora, quien hace de su ópera prima en recuerdo de su infancia en la cual, tras perder a sus padres a
Verano azul Carla Simón ganó el premio a la Mejor Directora el año pasado en el Bafici por Verano 1993, sobre una nena y su contacto prematuro con la muerte. Lo que logra Carla Simón con su ópera prima es algo parecido a una proeza. La protagonista absoluta es Laia Artigas, una nena de seis años de mirada triste y expresiva que recuerda un poco a la Ana Torrent de El espíritu de la colmena y de Cría cuervos. Ella interpreta a Frida, una nena cuya madre acaba de morir y que quedó al cuidado de sus tíos en una casa de campo de las afueras de Barcelona. La cámara de Simón -que ganó el premio a la Mejor Directora el año pasado en el Bafici- raramente la abandona, y nos proporciona la información que necesitamos gracias a los diálogos en off que escuchamos entre los adultos. Y que escucha la pequeña Frida, también, claro, que parece confundida y apesadumbrada pero sin saber bien por qué. ¿Qué puede saber de la muerte una nena de seis años? (¿Qué sabemos de la muerte nosotros los adultos?) Verano 1993 es un coming of age también, aunque prematuro. No hay un pasaje de la niñez a la adolescencia, o de la adolescencia a la adultez, sino más bien de la ingenuidad infantil a la consciencia precoz de nuestra vulnerabilidad. Y si bien una leyenda final nos da la pista de que acabamos de ver una película autobiográfica y probablemente la mayoría de los espectadores no atravesamos por la misma situación que atravesó Frida (y Carla Simón), resuena como toda buena historia y nos traslada a nuestra infancia y a nuestras primeros contactos con esa cosa rara que es la muerte (en mi caso, nada original, una abuela). Pero la proeza de la que hablo no es solo esa. La directora consigue un trabajo mágico de Laia Artigas y también de Paula Robles, otra nena todavía más chica, que hace de su prima, la hija de sus tíos. La hija “verdadera”, digamos, porque Frida siente todo el tiempo que es la hija suplente. Gran parte de la película se desarrolla entre ellas dos, con juegos, peleas y accidentes domésticos, que siempre están contando otra cosa, una cosa más profunda.
Verano 1993 (Estiú 1993) es el primer largometraje de la joven cineasta española Carla Simón, que tras la presentación de la misma viene cosechando un éxito nada despreciable y una cantidad importante de premios, de los que se destacan un galardón en Berlín a Mejor Opera Prima, la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga, un Goya a Mejor Dirección Novel y, más recientemente, Mejor Opera Prima en los Premios Platino del Cine Iberoamericano. El personaje central de Verano 1993 es Frida (Laia Artigas), una niña de 6 años a quien se le acaba de morir su madre, que previamente perdió a su padre, y que como consecuencia deberá ir a vivir al campo con una familia adoptiva. La parte positiva de tal penumbrosa situación, es que la familia en cuestión está conformada por sus tíos y su prima, quienes ante la dura instancia optaron por hacerse responsables del cuidado y educación de la pequeña. La nueva vida de Frida no parece tener un escenario amargo, triste o melancólico, incluso con la compañía de su prima menor, que pasará a ser (por razones evidentes), como una hermana, y una compañera de aventuras. No obstante nunca es fácil realizar un duelo, y esto por momentos se percibe en el aire, puesto que no será una tarea simple para Frida adaptarse a un primer verano sin su madre. No tardará entonces en surgir el fuerte carácter de la niña, que pese a la aceptación evidente de su prima y sus tíos, sacará a flote algunas malas costumbres, caprichos y demás comportamientos que pueden entenderse por parte de una niña de su edad, pero que pondrán en evidencia cierta confrontaciones con su nueva familia. La historia de Verano 1993 tiene una fuerte connotación con sucesos pasados en la infancia misma de Carla Simón, que también perdió a sus padres cuando era niña. Es por eso que se percibe cierto tacto y sensibilidad que la directora española logra poner en velo, con la ayuda de la notable interpretación de la joven Laia Artigas. También colaboran en este sentido las actuaciones tanto de Bruna Cusi, David Verdaguer, como la pequeña María Paula Robles, cumpliendo en los roles de la familia adoptiva. Simón se toma su tiempo para desarrollar ciertos hechos, utilizando gran parte del tiempo fílmico en narrar momentos de ese verano, enfocando en lo referido al entorno, tratando de esa forma hacer llegar al espectador las sensaciones, tanto positivas como negativas, que la protagonista tendrá que transitar, para poder salir adelante. Si bien todo esto es claramente un punto a favor, también vale reconocer que hay pasajes dotados de cierta densidad, que pueden llegar a hacer perder el foco de interés. Quizás la cinta recuerden (o remita) en algún punto el clásico de Carlos Saura Cría Cuervos, que contaba con la sólida actuación de una inolvidable Ana Torrent, y abordaba una temática similar.
Este primer filme de la directora catalana Carla Simon la proyecta como un nombre a tener en cuenta de ahora en más. No es que nos enfrentemos a una obra que destile originalidad desde lo relatado, sino de la elección del como no es narrado. Frida (Laia Artigas) tiene 6 años, nada se dice de la razón de su orfandad, empezando a transitar por un atormentador duelo, casi inexplicable a esa edad, casi. Es adoptada, va a vivir con la familia de la tía materna, Ana (Paula Robles) tiene sólo 3 años, es la hija del matrimonio. La aceptación inmediata por parte de Ana y por Esteve (David Verdaguer), el tío, sin preámbulos ni melodramas, ni golpes bajos, todo de manera natural, da cuenta de la delicadeza con que será retratado el conflicto. Transcurre el año 1993, lo que está en vigencia y pleno crecimiento devastador es el SIDA, nunca nombrado, pero subyacente de manera constante en el relato, Relato que presenta una característica interesante, el narrador omnisciente es la directora, es sin lugar a dudas la realizadora, mientras que el punto de vista va fluctuando entre la tía Marga (Bruna Cursi) y Frida, aunque por momentos nos pongan como testigos de las vivencias de ambas y esto se debe a que el relato adopta el punto de vista de la directora. Todo es un sinfín de situaciones en las que lo que flota en suspensión es la imposibilidad de Frida de circular por su dolor y la inoperancia del mundo adulto, de contener a la pequeña inmersos en su propio duelo. Posiblemente, simultáneamente a ser una jugada arriesgada e importante en tanto estructura narrativa, sea el motivo por l que la falta de desarrollo del conflicto propiamente dicho haga sentir a la cinta como morosa. Lo que impresiona para bien es la performance de los actores principales, destacándose las dos niñas, Laia Artigas con una expresividad corporal y en sus ojos no muy comunes en los niños, y Paula Robles que destila frescura y naturalidad, dando cuenta de una muy buena dirección de actores Basada en las experiencias vividas por la directora, el filme se posiciona no sólo como recuerdo, como un relato en plena revelación, sino que se vive como desahogo.
Con absoluta sensibilidad, con total pudor, el film narra cómo una niña que acaba de perder a sus padres tiene que adaptarse a la nueva familia que la adopta. Aunque el punto de partida parece excesivamente dramático, la película prefiere ser lateral para transmitir las emociones sin golpes bajos, incluso -cuando corresponde- con humor. Una obra notable, a contrapelo del cine que nos atosiga cada semana.