Desde Perdido por perdido (1993), su primer largometraje, Alberto Lecchi se sintió atraído por el género policial. ]En Sola contigo vuelve a esa senda y fija su mirada en María Teresa, una empresaria que conoció en Barcelona a Daniel, con quien se casó y tuvo dos hijas. Luego cayó en una profunda depresión y se divorció, tras lo que viaja a Buenos Aires, donde también están su ex marido y sus hijas. A pesar de su apariencia de mujer fuerte, María Teresa esconde una gran fragilidad que se rompe cuando una orden judicial la aleja de sus hijas. Concibe entonces un plan en el que cree hallar la única forma de redimirse, pero todo se complica cuando comienza a recibir constantes amenazas de muerte. Hasta aquí el relato está correctamente concebido como un trhiller en el que abunda un clima sádico y misterioso, pero luego, y a partir de la aparición de un policía que investiga el pasado de la mujer (un buen trabajo de Leonardo Sbaraglia) la trama se vuelve bastante difícil de seguir. Lecchi pretendió sin duda relatar una anécdota llena de traiciones, de incomprensión, de mentiras, de sexo y de violencia, pero lo logró a medias, ya que lo que ocurre sobre el final deja abiertos varios interrogantes. A pesar de ellos, el realizador supo imponer a su guión la necesaria prolijidad para llevar adelante la historia. Sin duda, el trabajo de Ariadna Gil -que está en pantalla desde el principio al final de la trama- es sobresaliente por su mesura, por su indudable calidad y por ese aire de mujer torturada que lentamente llega al borde del abismo.
Siete mujeres de distinta edad, condición socioeconómica, estado civil y residencia recuerdan en este documental algunos de los momentos más dramáticos de sus existencias. Todas ellas abortaron en diferentes instantes de sus vidas, entre ellas la directora del film, quien revela que, más allá de que algunas de las protagonistas lo hicieran en condiciones que están muy lejos de lo deseable, todas pudieron "defender lo que es nuestro derecho, decidir sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas". Frente a una cámara casi inmóvil, esas mujeres relatan la miríada de circunstancias que las llevaron a tomar la decisión; cada uno de los testimonios busca desmitificar creencias sobre el aborto y humanizar las realidades que viven miles de mujeres que tomaron esa difícil decisión. Asomarse a este documental aparentemente sencillo en su estructura es fijar la mirada en una problemática que Reynoso escudriña en los rostros de sus protagonistas que, sin prejuicios, relatan sus experiencias teñidas de inseguridades, de amores contrariados o de dolores silenciosos. Bien vale, pues, asomarse a este largometraje que trata con angustia y con valentía, así como con datos estadísticos (como que en nuestro país, la primera causa de muerte de las mujeres embarazadas es las complicaciones en el aborto) la necesidad de conocer de cerca esta problemática.
A los 17 años, Florencia y sus cuatro hermanos viven en una humilde casa en las afueras de Puerto Iguazú. La situación económica es de extrema pobreza, ya que viven apenas de la venta de leña a los vecinos. Hasta que un día llega una mujer en un lujoso automóvil, se detiene frente a la vivienda y se acerca a Florencia para ofrecerle regalos y promesas de un buen trabajo. Florencia acepta y viaja con la mujer hasta el bar de un pueblo alejado que no es otra cosa que un prostíbulo. Allí comenzará el infierno para la muchacha, que, junto con otras jóvenes, está allí para satisfacer el apetito sexual de los parroquianos, explotada por los dueños del lugar. El director y guionista Maximiliano González tomó como punto de referencia para su film los datos que hablan de una estimación de 27 millones de personas en el mundo que son víctimas de la trata. Con fuerza dramática, el realizador da el ejemplo de ello en esta historia, que habla de la deshumanización, de la violencia y de la injusticia. Aunque por momentos la trama deja algunos cabos sueltos, el film es un fuerte llamado de atención frente a esta tremenda realidad. Del elenco sobresale el trabajo de Nadia Ayelén Giménez como la chica explotada, aunque no hay que desdeñar la impecable labor de Marilú Marini en un personaje de extrañas aristas ni la actuación siempre exacta de Lorenzo Quinteros. La guayaba queda como una voz de alerta acerca de una problemática tan dolorosa como injusta.
Cuando en 2000 apareció por primera vez en la pantalla Richard Riddick, un héroe con superpoderes, se suponía que las aventuras de ese temido personaje continuarían en otros films. Así es como llegan en esta tercera edición que, según la promesa de sus productores, será el final de la saga. Aquí el protagonista, peligroso fugitivo buscado por todos los cazadores de la galaxia, es traicionado por los suyos y dado por muerto en un planeta aislado, donde deberá sobrevivir peleando contra aliens depredadores mucho más letales que cualquier humano que se le haya cruzado en el camino. La única forma que tiene Riddick para escapar de sus peligros es activar un faro de emergencia para dar alerta a un grupo de mercenarios que rápidamente llegarán al planeta, pero no para ayudarlo, sino para atrapar a ese hombre solitario y cobrar una buena recompensa. El primer barco que arriba a esa galaxia lleva a una nueva raza de letales mercenarios, mientras que el segundo es liderado por un hombre para quien la cacería de Riddick se ha convertido en un asunto personal. Sin apartarse demasiado de sus antecesoras, esta nueva entrega, dirigida por David Twohy, ofrece una nueva oportunidad para recrearse con todas las emociones de un género que como el de la ciencia ficción puede sobreponerse a cualquier elemento de la lógica. Claro que ello importa poco si, como lo desean los seguidores de estos alocados entreveros, el héroe sabe que sus enemigos no podrán contra él. Los efectos especiales están correctamente diseñados para aportar el camino que ese Riddick deberá recorrer para salir indemne, en tanto que la fotografía y el montaje apoyan adecuadamente la trama. Como si esto fuese poco siempre está presente en la pantalla Vin Diesel, que conoce de memoria su papel, esta vez secundado por el español Jordi Mollá y por un elenco que sabe hacer lo suyo con ciertos rasgos de humor.
La adopción es el eje central de este film en el que Roberto Maiocco, su director, registró con gran sinceridad un episodio que le tocó vivir en la realidad. Aquí el protagonista es Manso Vital, un hombre viudo y solitario quien, desde hace muchos años, espera la adopción de un niño. Sin embargo su destino cambiará de pronto cuando se entere de que padece una enfermedad terminal y, al mismo tiempo, un muchachito de 12 años le es asignado para su crianza. Al comienzo, ambos se resisten a abrirse a la cordialidad, pero lentamente esos diálogos, que refieren a lo cotidiano, los van acercando en medio de sonrisas y de la espontaneidad con la que el hombre enseña al niño lo más simple y hermoso de una ciudad que los dos van redescubriendo con paso lento y mirada atenta. El film se convierte así en una fábula tierna que permite ver que los hijos salvan al hombre y que, en definitiva, los lazos amorosos son los únicos necesarios para atar los de la comprensión y la confianza. Maiocco, con su tercer largometraje, se interna con indudable sensibilidad en esta historia que habla de optimismo y de ternura. Su guión no se esfuerza en apresurar la unión entre los dos protagonistas, sino que se detiene con sonrisa juguetona en ese contacto diario entre el hombre y el niño con el que van armando un futuro que ninguno de ellos imaginaba. Hugo Varela se aventura en un papel pleno de auténtica ternura y sale airoso de su cometido. Conrado Valenzuela, como el pequeño necesitado de cariño, cumple con gran soltura su papel, en tanto que el resto del elenco al que se suman unos impecables rubros técnicos hacen de Romper el huevo un entrañable film que habla de la necesidad de sentirse padre frente a esos seres que esperan una mano sincera que los saque de su soledad.
Agónico romance Jorge Polaco suele poner la atención no tanto en el tratamiento de los temas o relatos de sus películas, sino en personajes generalmente grotescos y repugnantes, un micromundo de criaturas que forman el corpus más original de su obra cinematográfica. El director halló en esta obra de Eugenio Griffero, estrenada en los años 80 en el mítico Teatro Abierto, otro camino para detener su mirada en individuos que deben enfrentar una realidad impregnada de poesía y de crueldad, buscando desafiar la incomprensión y el silencio. Aquí se narra la difícil historia de la relación amorosa de dos hombres que, tras ser separados por sus familias cuando tenían 16 años, prometen encontrarse 60 años después. Los personajes de la trama, a los 76 años, están así ligados a los miedos más recónditos: la vejez y la muerte. Polaco vuelve a poner de manifiesto aquí su visión pesimista y cruel de la existencia a través de esos dos personajes sumidos en una agónica ancianidad (Ariel Bonomi y Harry Havilio logran acertadas actuaciones en roles nada fáciles) en la que intentan recuperar recuerdos y rencores. La escenografía, del propio director, está pensada casi como un sueño (o como una pesadilla) y ayuda a conformar un universo personalísimo que no se aparta de esa senda que trazó en películas como Margotita y Kindergarten , un cine oscuro y provocador que intenta descubrir los recovecos más íntimos del ser humano.
Un viejo caserón alberga a un grupo de ancianos al cuidado de una enfermera solidaria que de pronto decide tomarse algunos días de vacaciones; para ello deja a su joven hijo al cuidado de los internados. El muchacho acepta el ofrecimiento con desgano, pero su poca paciencia comienza a transformar la conducta de esos hombres y mujeres, quienes hasta ese momento pasaban sus días frente al televisor, jugando a las cartas o dialogando sin cesar. En esos momentos cruciales llega a la casa Alicia (Marilú Marini), alguien con un pasado tortuoso que ha perdido el cariño de su hija y la posibilidad de ver a su nieto. A la vez, una noticia sacude a los ancianos: por la televisión se enteran de que la Iglesia Católica ha clonado a Jesús, pero que éste ha desaparecido para recorrer el mundo en busca de una cura para una enfermedad letal. Los ancianos deciden intentar ayudar a Jesús, pero para ello deben liberarse del muchacho que ahora los cuida y les ha quitado todas sus diarias alegrías. Así comenzará una sublevación que pondrá en peligro la vida de varios de ellos, a la par que se vislumbrará un rayo de esperanza para Alicia, amparada por un hombre que comienza a comprenderla. El novel director Raphael Aguinaga intentó con su historia insertarse en las desdichas de esos ancianos alejados del amor de sus parientes y mostrar sus penas y alegrías, pero su propósito apenas alcanza algunos momentos de honda reciedumbre dramática, ya que lo que ocurre en el film deja bastantes cabos sueltos y reitera situaciones. El elenco se esfuerza por dar calor a sus personajes, lo que logra en contadas ocasiones, mientras que los rubros técnicos otorgan el clima pedido por la trama, aunque ello no fue suficiente para que el film lograra lo que se proponía: radiografiar esas almas en pena sujetas a una constante infelicidad.
Rancio vodevil en un paraiso La isla Margarita, en el Caribe venezolano, es un paradisíaco lugar para el amor. Y allí, precisamente, Valentina y Gonzalo han instalado un hotel exclusivo para parejas. El negocio marcha a las mil maravillas, aunque su matrimonio atraviesa una profunda crisis. Las cosas empiezan a complicarse cuando Mitch (Nicolás Cabré), un joven argentino que viajó a esa playa sin su flamante esposa luego de una escandalosa pelea entre ambos, comienza a acercarse a las bellas mujeres que lo rodean. Un desliz amoroso de Mitch con Tania (la exuberante Marianela Sinisterra) y su amistad con Jairo (Antonio Garrido), un cantante de medio pelo, disparará variopintas confusiones que se entrecruzan aquí con más atolondramiento que gracia. Los engaños están a la orden del día, ya que Valentina (una Martina Gusmán que lucha para hacer simpático su personaje) desea vengarse de las infidelidades de su marido y elige a Mitch para conseguirlo. Posiblemente el director y guionista apostó a la simpatía de la comedia romántica, pero quedó muy cerca de un rancio vodevil. El paisaje en el que se desarrolla la acción es la envidia de quienes desean pasar unas tranquilas vacaciones, pero lo que allí ocurre es para el olvido.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX, hombres, mujeres y niños que dejaban las penurias y el hambre de España, de Italia y de otros países sumidos en el horror de la guerra y de las persecuciones llegaron a América buscando el futuro feliz negado por su terruño. Muchos de ellos, con sus costumbres, sus idiomas y su esperanza ocuparon conventillos en La Boca, donde volcaron sus disímiles trabajos en una confraternidad que, muchas veces, se llenaba de discusiones, música, añoranzas y deseos de progresar en una tierra que todavía le era ajena. Vecinos de Catalinas Sur decidieron formar un grupo de teatro y presentar esta problemática inmigratoria en la plaza de su barrio, y durante mucho tiempo radiografiaron a sus ancestros a través de cuadros costumbristas de la época. El director Ricky Piterbarg decidió llevar al cine tanto ese esfuerzo barrial como las reminiscencias migratorias. Así nació Venimos de muy lejos, que borra el límite entre el documental y la ficción para dar lugar al encuentro entre el pasado y el presente uniendo al menos tres generaciones marcadas por la migración. Mediante coloridos y nostálgicos cuadros, con escenografías teatrales, van pasando anécdotas, canciones, rencillas y amores observados tanto desde una óptica humorística como dramática, mientras el grupo de cineastas comandados por Piterbarg sigue con su cámara a esos personajes plenos de optimismo.
Más entusiasmo que calidad Un marine vuelve de licencia a su pueblo natal, donde se reencuentra con sus familiares y con el grupo de amigos del que se había separado con los años. Jed, así se llama el recién llegado, carga con las cicatrices de la guerra, pero el destino le tiene deparada una sorpresa: su pueblo es el blanco inicial del ataque de un ejército invasor. Muy rápidamente, los ciudadanos se encuentran prisioneros en su propio hogar. Decididos a defenderse, el grupo de jóvenes que lidera Jed buscará refugio en los bosques aledaños, donde se entrenarán y comenzarán una guerra de guerrillas contra el enemigo norcoreano (que reemplaza a los soviéticos de la versión original de los años 80). Estrella de rostro inmutable Tiroteos, emboscadas y astucia son los elementos esenciales de esta trama, que no difiere demasiado de esas producciones a las que nos tiene acostumbrados el cine norteamericano dentro de esta temática, y así el film recorre con más entusiasmo que calidad el devenir de ese grupo guerrillero dispuesto a expulsar a los invasores o perder la vida en el intento. El director Dan Bradley se ajustó a un guión que repite situaciones y que trata de imprimir la necesaria acción para que la anécdota no decaiga, pero su propósito quedó a mitad de camino y no se aleja de lo que se puede adivinar en las primeras escenas. Chris Hemsworth ( Los vengadores, Blancanieves y el cazador ) intenta dar a su papel del atribulado soldado Jed la necesaria autoridad que merecía el personaje, pero poco es lo que logra con su rostro inmutable, mientras que sus compañeros de elenco se esfuerzan por lograr autenticidad en sus papeles. Por su parte, los rubros técnicos no aportan demasiada verosimilitud a este entramado, que apenas queda como un mero y repetitivo entretenimiento.