Andrei Tarkovski decía que "una imagen será cinematográfica no solo si ella vive en el tiempo, sino cuando también el tiempo vive en ella". No parece casual, entonces, que 24 cuadros empiece con un plano que captura Los cazadores en la nieve, una famosa pintura de Brueghel que aparece, de distintas formas, en tres películas del canónico cineasta ruso, Andrei Rubliov (1966), El espejo (1975) ySolaris (1972). Se trata, al mismo tiempo, de una cita pictórica y cinéfila que viene al caso. Y no es la única. En el último de los planos fijos de esta original película póstuma del cineasta iraní terminada por su hijo Ahmad (cada uno de esos planos tiene rigurosos cuatro minutos y medio de duración, que fueron intervenidos digitalmente con mucha imaginación), el homenaje es paraLos mejores años de nuestra vida, clásico de William Wyler. Además de su belleza intrínseca, las imágenes de cada uno de esos 24frames (fotografías del propio Kiarostami) tienen un gran efecto hipnótico. El cineasta imagina un desarrollo simple pero siempre sugerente para unos cuadros inicialmente inmóviles en los que la naturaleza suele ser protagonista. Como toda obra de arte, esta película deja el espacio abierto para más de una lectura. Una de ellas tiene que ver con la escasa fiabilidad de las imágenes en la era digital. Kiarostami asume esa realidad, pero la reconvierte a su favor, impregnándolas de un cautivante vuelo poético.
El puente entre la música argentina y la uruguaya se ha tendido hace mucho, pero Charco es una película que lo aprovecha con imaginación, sensibilidad e inteligencia. Con Pablo Dacal, noble e inquieto cantautor criollo, como narrador, entrevistador y elegante maestro de ceremonias, el documental traza un mapa muy colorido de la canción rioplatense, con el foco puesto sobre todo en la tradición edificada a partir de los 60, cuando la explosiva aparición de los Beatles revolucionó el panorama cultural a escala planetaria. Los testimonios de los entrevistados son concisos e ilustrativos (Fito Páez se luce con una sintética explicación técnica de la "androginia musical" de Charly García). Y las intervenciones musicales, un enorme valor agregado, por su singularidad y su aplomo (acompañada por Fer Isella al piano, Vera Spinetta rinde un dulce homenaje a su padre con una versión delicada de "Quedándote o yéndote", del álbum Kamikaze, por citar apenas un caso). Aparecen muchos artistas -Jorge Drexler, Fernando Cabrera, Hugo Fattoruso, Gustavo Santaolalla, Palo Pandolfo, Daniel Melingo, Pablo Lescano, Ana Prada, Martín Buscaglia, Onda Vaga y Jorge Serrano, entre otros- y también la idea valiosa de rescatar la tradición, ya no con afán museístico, sino en su papel de "herramienta para encontrar la libertad", como afirma convencido el propio Dacal.
Abril cambia radicalmente de vida: deja su trabajo de tatuadora en Buenos Aires para instalarse por un tiempo en una pacífica playa del sur brasileño con la idea de fabricarse un futuro que en su gris cotidianidad no alcanza a vislumbrar. La protagonista de esta película poco convencional - que se exhibió en la última edición del Bafici - es un personaje díscolo e impredecible que parece atravesar una visible angustia e intenta mitigarla a partir de nuevas experiencias. El buen trabajo de María Figueras (una actriz con mucho recorrido en el campo teatral) es una de las fortalezas más notorias de una historia que arranca mostrando la abulia en la que está sumergida su relación de pareja con un director teatral completamente enfrascado en el trabajo de preparación de una obra (que, de hecho, es la exitosa La terquedad, estrenada no hace mucho en el Cervantes por Rafael Spregelburd, a cargo de ese rol en el film) y luego abandona deliberadamente esa línea para enfocarse en la subjetividad de Abril. La conexión entre los textos de esa obra (introducidos a través de la voz en off de Spregelburd) y el relato de ese viaje en busca de una posible sanación no es del todo clara ni necesariamente le aporta un condimento que potencie al film.
Alberto Sarlo es abogado, pero además enseña boxeo y habla con pasión, solvencia y ninguna solemnidad de Marx, Foucault, Sartre y Dostoievski. Sin embargo, hay un detalle de su biografía aún más notable: sus alumnos, muy aplicados, son internos de uno de los pabellones más peligrosos del penal de Florencio Varela. No hay dudas de que la historia es "de película". El director Diego Gachassin lo advirtió y realizó un documental sobrio y elocuente que refleja un costado poco conocido de la vida carcelaria argentina. Decidido e hiperactivo, Sarlo es uno de los que empujan desde hace años un proyecto editorial bautizado Cuenteros, Verseros y Poetas, que reúne escritos de los presos, que hoy ya llevan ocho libros editados.
Presentada en la última edición del Bafici, Casa propia -que se estrena en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín-, un reducto clave de la cinefilia porteña- tiene la virtud de abordar un argumento corriente con una marcada personalidad cinematográfica. En esta solvente película del cordobés Rosendo Ruiz, el foco está puesto sobre un protagonista que araña los 40 y vive agobiado por las dificultades cotidianas que son tan comunes en la gente de su clase: desea mudarse pero todavía vive con su madre, que además sufre un problema de salud importante; debe lidiar con los vaivenes de una relación de pareja muy inestable; y encima no parece del todo satisfecho con su rutinario trabajo como profesor en una escuela secundaria. Adrián (interpretado con mucha soltura por Gustavo Almada, también coautor del guion) enfrenta todos esos problemas como puede, pero siempre parece guiado por la honestidad. Y Ruiz acompaña su sinuoso derrotero con una puesta original que encuentra en la variedad y el atrevimiento de los encuadres y los movimientos de cámara un idioma propio. La dialéctica que motoriza la película quizás sea esa: el diálogo y las tensiones entre una historia sencilla y un lenguaje para abordarla que persigue la singularidad. Ruiz es eficaz en el manejo de esa energía y consigue una película sólida y emotiva que además elige correrse prudentemente del sentimentalismo artificial.
"Estamos llenos de imágenes, pero la fotografía es otra cosa. En la fotografía tiene que haber un lenguaje porque es una forma de narración y tiene una gramática", dice Carlos Bosch (1945) en uno de los tramos de este atrapante documental que tematiza las obsesiones de un personaje aventurero y singular que vivió y trabajó durante años en Europa, llevó su cámara a intensas zonas de conflicto (Líbano, Afganistán) y se infiltró en las falanges franquistas para desarrollar su arte y oficio. Las reflexiones sobre los potentes autorretratos de la serie Los miedosson un eje crucial del relato. En ellos Bosch aborda sus preocupaciones más notorias: la cárcel, el geriátrico, los linyeras, la pobreza, la muerte.
Producido por Resumen Latinoamericano, periódico-revista creado en 1979 por el argentino Carlos Gabetta, exiliado en aquel momento en España, este documental realza el papel de las mujeres en la revolución cubana. Con buen material de archivo y una serie de testimonios de mujeres que se dedican a la medicina, el deporte, el arte y la ciencia, la película recuerda el legado de Celia Sánchez, Vilma Espín y Haydée Santamaría en un momento de cambios cruciales en aquel país caribeño, cuyos habitantes deberán decidir este año en un referéndum si aceptan la inclusión del reconocimiento de la propiedad privada en la nueva Constitución cubana.
En El Dorado, un pueblito de la provincia de Buenos Aires de apenas 300 habitantes, le dicen "el espanto" a una misteriosa enfermedad que solo cura un hombre de avanzada edad, solitario y algo huraño. Para el resto de los problemas de salud que puedan presentarse, los lugareños tienen sus propias recetas, siempre diferentes a las de la medicina tradicional. Este curioso documental proyectado en la última edición del Bafici empieza por ahí, pero luego aprovecha con astucia la singularidad de los personajes que va presentando y traza, en base a una serie de breves entrevistas, un ligero ensayo cinematográfico sobre el sentido común de una pequeña comunidad que parece detenida en el tiempo: un ideario construido notoriamente con un puñado de apolillados prejuicios y bizarras especulaciones. Cuando la película se entrega por completo a la tentación de exhibir sin pudor el exotismo de sus protagonistas, se vuelve menos interesante, sobre todo porque esa manipulación establece una distancia un poco fría y petulante con ellos. No deja de ser cierto, de todos modos, que en El Dorado las cosas funcionan de una manera bastante extraña. Se trata de un particular mundo en miniatura, con sus propias reglas, dinámicas y contradicciones, al que dos cineastas ávidos de novedades llegan con la lógica casi siempre invasiva de los exploradores.
Argentino radicado hace unos cuantos años en Montevideo, Adrián Biniez cambia notoriamente de rumbo con su tercer largometraje. Ya sus dos películas anteriores - Gigante y El 5 de Talleres- revelaban talento y personalidad, pero con Las olas Biniez despega hacia otra dimensión, alejándose del naturalismo y proponiendo una narración atípica, de espíritu lúdico, evocativo y azaroso. Dividida en episodios cuyos títulos citan a los de la saga de novelas de la colección Robin Hood (clásicos de la literatura juvenil de Julio Verne, Emilio Salgari o Robert Louis Stevenson), la historia tiene como protagonista a Alfonso, interpretado por Alfonso Tort, símbolo del cine uruguayo que brilló en la década pasada con películas como 25 Watts y Whisky, nacidas de las entrañas de Control Z, la misma productora de Gigante. Con un humor exótico y una carga intensa de melancolía, Las olas recorre sinuosamente la educación sentimental de un personaje gris pero también adorable, desde su infancia hasta su adultez, a la manera de un alucinado viaje en el tiempo sin lógica ni ataduras. Como si Francois Truffaut hubiera decidido reunir en un solo film todas las etapas de la vida de Antoine Doinel, uno de los antihéroes más fabulosos de la historia del cine. La sensibilidad y el buen gusto del trabajo fotográfico y la precisión milimétrica del montaje potencian la poética de esta película lírica y encantadora.
Está claro que hay algo que preocupa y perturba a Paula, la protagonista de esta atrapante película filmada íntegramente en Ushuaia. Pero La omisión, fiel a su explícito título, se abstiene de revelarlo durante un buen tramo de la historia. El recurso, sostenido con rigor y convicción, potencia el deseo de descubrir aquello que permanece oculto. ¿Alguna experiencia traumática del pasado? ¿Un dolor del presente difícil de expresar? ¿La presunción de un futuro cargado de riesgos? En su ópera prima, estrenada en el último Festival de Berlín, Sebastián Schjaer dosifica con inteligencia la información sobre el malestar de ese personaje seco y enigmático, pero aun así logra darle peso y carnadura para despertar un interés genuino por su situación. Paula deambula en un entorno gélido y hostil, prueba con distintos trabajos provisorios y junta dinero como puede. Tiene una hija que deja al cuidado de una amiga, una pareja inestable (el padre de la niña, que también intenta juntar unos pesos trabajando en una ciudad ubicada a más de 200 kilómetros, Río Grande) y se cruza ocasionalmente con un fotógrafo cándido e insistente que la corteja e incluso la seduce. El notable trabajo de puesta en escena (con abundancia de planos cortos que acentúan el clima opresivo del film) encaja a la perfección con el tenor del relato. Y Sofía Brito resuelve con aplomo el desafío de delinear una aguda crisis existencial sin subrayados ni titubeos.