El cineasta Alejandro Montiel se perfila como un nuevo y diestro artífice de largometrajes de género en nuestro medio. Ha transitado hasta ahora por formatos marcadamente diferentes, como la comedia grotesca en Las hermanas L, el documental en Chapadmalal y el policial romántico con protagonistas reconocidos en Extraños en la noche. Ahora, arribando a su tercer film dirigido en soledad, en Un paraíso para los Malditos Montiel incursiona decididamente en el thriller de acción con condimentos dramáticos. Aunque la acción aparezca a cuentagotas, cuando se desata, resulta potente, demoledora; y el suspenso con toques de angustia está muy presente a lo largo del metraje. El factor dramático también sostiene con firmeza una breve historia salpicada por alternativas intensas que van alimentando la narración. El personaje principal es una suerte de actor de los submundos que asume dos personalidades, una como el sereno en un depósito de una fábrica del conurbano, y otra cuando pasa a ser el hijo de un hombre postrado y con trastornos. Habrá crímenes, amor y una suerte de “familia” ficticia que funcionará para él como una compensación afectiva, una razón para existir y luchar. Interesante en su formulación, el film no logra superar algunos huecos dramáticos y narrativos, pero se redime en su excelente criterio estético y los magníficos climas audiovisuales que logra. Notable Joaquín Furriel como el taciturno y contenido protagonista, muy bien acompañado por la verosímil Maricel Álvarez y un despojado Alejandro Urdapilleta.
Con lucidez y buenas armas cinematográficas, el debutante Marcelo Páez Cubells logra con Omisión un atrayente thriller dramático con condimentos eclesiásticos. Combinar la religión con el policial en el cine no es novedad, pero este cineasta, cuyo único antecedente ha sido el guión de la notable Boogie el aceitoso de Gustavo Cova, conforma un interesante combo en el que el secreto de confesión se vuelve clave en el clima de suspenso que su película alcanza. Sin ser el único conflicto, el sacramento de la omisión es el ingrediente clave del film, que focaliza en un joven sacerdote que regresa a la parroquia de su barrio con intenciones sociales pero escondiendo un duro hecho de su adolescencia. A su situación traumática personal se le sumará la circunstancia de tener que callar crímenes declarados en su confesionario, que lo instalarán en una encrucijada permanente. Su dilema ético lo obligará a confrontar en varios frentes, incluyendo a una investigadora policial que fue un gran vínculo amoroso suyo. Las distintas alternativas incluidas en la trama, el ámbito en el que se desarrolla y las características de los personajes son elementos que se amalgaman apropiadamente y colaboran en la eficacia y el dinamismo del film. Con actuaciones convincentes y parejas, Omisión es un buen producto de género con ramificaciones teológicas y psicológicas.
Con una dupla protagónica formidable, Mar del Plata es una comedia para treintañeros sin demasiadas pretensiones pero con momentos realmente logrados. Los directores debutantes Sebastián Dietsch y Ionathan Klajman, el primero marplatense y el segundo israelí, sólo se propusieron narrar un periplo entre dos viejos amigos que oscilan permanentemente entre el amor y el odio y que en ese desbalanceo emocional generan chispas realmente divertidas. El conflictivo dúo viaja en auto a la ciudad balnearia del título con el objetivo de aprovechar una estadía gratuita y se encontrarán allá con algunos personajes y hechos –una ex novia, un escritor pedante, alguna salida inapropiada- que incentivarán sus disidencias personales pero a la vez les harán vivir eventos inesperados y no tan negativos. Los diálogos y situaciones urdidas por ambos cineastas no sólo son graciosos sino también inteligentes, y aciertan con algunos recursos expresivos como los flashbacks con viejas fotos fijas, la pantalla dividida y los coloquios a cámara de uno de los personajes. De todos modos en el último tramo varias líneas interesantes de la trama se pierden y podrían haber sido mejor aprovechadas. Pablo G. Pérez y Gabriel Zayat, como ese par de inmaduros en crisis, alcanzan momentos desopilantes, a lo que se suman los buenos aportes de Lorena Damonte y Pablo Caramelo.
El tema de la trata de adolescentes es abordado nuevamente por el cine argentino, como ocurriera subrepticiamente en la pieza nacional estrenada la semana pasada, Destino anunciado. En ese caso se trataba sólo de una alusión, mientras que en La Guayaba el tratamiento es claro y directo con respecto a una problemática dolorosamente presente en la actualidad. Por eso guarda profundas correspondencias con La mosca en la ceniza, el excelente film de la fallecida realizadora Gabriela David que reproducía el desolador cuadro de explotación y esclavización instalado en prostíbulos clandestinos. Aquí esa temática es abordada en otro contexto, más pueblerino y campestre, pero el martirio que sufren chicas confinadas en verdaderos calabozos, sumados a la brutalidad, el desprecio por mínimos derechos humanos y la indolencia y complicidad de clientes y autoridades correspondientes, está igualmente plasmado en este segundo largometraje de Maximiliano González. También aquí una joven que vive en un ámbito humilde pero familiar y feliz, es coptada y llevada a la fuerza a una casa donde será recibida ya de entrada con maltrato y violación. El film, sin la contundencia expresiva del film mencionado, cuenta de todos modos con un interesante desarrollo, algunas metáforas y buenas actuaciones. Entre ellas, las de Lorenzo Quinteros, Marilú Marini en un rol difícil e inusual, Raúl Calandra, Bárbara Peters y la convincente debutante Nadia Ayelén Giménez.
Existen fans incondicionales de Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger que aman a uno y detestan al otro, como en las rivalidades futboleras, rockeras o políticas. Pero ha pasado un tiempo considerable de eso, ambos ya han actuado en Los Indestructibles 1 y 2 y es probable que esos seguidores irreconciliables hayan aceptado verlos juntos en ese tándem fílmico de acción. Lo que no muchos saben es que ellos nunca fueron realmente rivales, sino camaradas, y hasta socios, fundadores de la cadena de restaurantes Planet Hollywood acompañados en el negocio por otros partícipes famosos como la por entonces pareja de Bruce Willis y Demi Moore. Pero en esta ocasión la unión está mucho más establecida, no aparecen en alguna escena aislada como en esa saga sino que coprotagonizan Escape Imposible en casi todo su metraje. Por lo tanto la película dirigida por Mikael Håfström se puede considerar la primera en la que Arnold y Sly actúan realmente juntos. Y el resultado es altamente satisfactorio. El film no solamente guarda muy buenas escenas de acción sino que tiene una trama inteligente, condimentada por alternativas intrincadas y algunas bienvenidas sorpresas. Håfström es un realizador sólido, que sin embargo venía de abordar géneros distantes del que se ocupa aquí, como la religiosa y no muy soportable (pero bien hecha) El Rito y 1408, aceptable pieza de terror fantástico. En este caso se mete a fondo en una de acción combinada con el subgénero de plan de escape de prisión, en un mix propicio y bien llevado. El guión de Miles Chapman y Jason Keller contiene los suficientes ingredientes como para atrapar desde el arranque y presentar situaciones que mantienen la tensión y el interés hasta el final. Además del atractivo innegable de sus dos figuras míticas, Escape imposible cuenta en el reparto con buenos y reconocidos intérpretes como Jim Caviezel, Sam Neill y un irreconocible Vincent D’Onoffrio, entre otros roles bien cubiertos.
Con un nivel de producción y vuelo narrativo mayores, esta segunda parte de Los juegos del hambre ya ha establecido su fuerte condición de saga, con una tercera y cuarta entregas ya definidas, más allá que las novelas publicadas hasta el momento sean sólo tres. La escritora Suzanne Collins se introdujo hace unos pocos años en este emprendimiento literario que le generó un gran suceso y un rápido pedido de derechos para el cine. Historias futuristas desarrolladas en un mundo distópico, ambientadas en un lugar irreal e indeseable, totalmente alejado del concepto de utopía. Con puntos de contacto que se presumen basados en Battle Royale, libro y posterior film de origen japonés, y que aquí se reiteran, Los juegos del hambre: En llamas revalida los puntos positivos incluidos en el primer film. Aquél dirigido por Gary Ross, realizador de la genial Amor a colores, que le imprimió cierta poética y sugerencia a la primera parte, que en este caso el más experto en el género Francis Lawrence (Constantine, Soy Leyenda) vuelca más al terreno del dinamismo, la acción y la pura ciencia-ficción. Lejos de una impronta juvenil augurada inicialmente, estas aventuras no son para nada livianas ni mucho menos románticas, más allá de la historia de amor entre los protagonistas, más relacionada con la tragedia que con el idilio. Esta secuela está dividida claramente en dos partes, una inicial en la que el itinerario de la ganadora del certamen anterior revelará grupos rebeldes y conspiraciones contra el poder, y se verán buenas escenas de masas y escenarios posapocalípticos; y una segunda con los juegos propiamente dichos, aditadas con momentos de acción, dramatismo, sorpresas mortíferas e incertidumbres en cuanto a lealtades y traiciones. Las actuaciones no se pueden mensurar apropiadamente porque la distribuidora proyectó insólitamente a la prensa una versión doblada, pero de todos modos la bella y talentosa Jennifer Lawrence se luce, dentro un elenco mixto entre discretos intérpretes jóvenes y notables consagrados.
Para el que nunca fue a las ruinas de Machu Picchu y desea conocer algo de ese mundo y sus alrededores, que incluyen otros monumentos y reliquias milenarias del imperio incaico, En busca de la Ciudad Perdida puede resultar medianamente útil. Aunque más no sea para establecer un itinerario para recorrer ante una supuesta visita. Pero si estamos hablando de cine documental, esta pieza de Fernando Martínez carece casi por completo de interés, porque se trata, ya con lo antedicho queda claro, de un producto eminentemente turístico y despojado de mínimas propuestas expresivas o audiovisuales. Martínez recorre rutinaria e inconsistentemente esos bellos escenarios, en donde lo natural, lo antiguo y lo moderno se mixtura, pero sin ningún criterio artístico. Para colmo comete la torpeza de aparecer permanentemente en cámara sin objeto alguno, en primeros planos delante de los paisajes o caminando sin rumbo, movido acaso por un narcisismo inexplicable. El presunto documental cuenta con una locución convencional que ilustra las imágenes como si fuera el spot de una agencia de turismo, y sólo se puede rescatar la música de Héctor Magni, un profesional del soundtrack de cine, que aporta buenas armonías y sonoridades.
Cormac McCarthy, autor de un par de novelas ya llevadas al cine, como la reconocida No Country for Old Men (Sin lugar para los débiles, de los hermanos Coen), decidió en este caso escribir directamente un guión cinematográfico y entregarlo a una productora. Con la intervención de celebrados artífices del mettier, el resultado es El abogado del crimen, un film verdaderamente estupendo e inusual. “El protagonista es la clásica figura de una tragedia, un hombre decente que se levanta una mañana y decide hacer algo mal porque piensa que eso es lo que necesita. Algunas personas pueden llevar existencias repugnantes, estar en la ilegalidad toda su vida y morir en paz en sus camas, a los 102 años de edad. El abogado no es uno de ellos”, define el propio McCarthy y esa es la esencia del film dirigido por un cineasta enorme como Ridley Scott. Aquí elabora una suerte de thriller con poca acción pero lúcido, filosófico y desesperanzado, con un tratamiento visual y estético –dos legendarios puntos fuertes del director de Blade Runner- redimensionados sin regodeos ni excesos, con cada imagen dosificando en su punto justo esa impronta suya. A pesar de algunas sorpresas y pasajes devastadores en la narración, la trama avanza de manera relajada, característica que abarca todo el largometraje, cuyo título original, The counselor, remite de manera más irónica al infortunio del protagonista. Al significar tanto abogado como “consejero”, veremos que el hombre, en el tramo decisivo del film, debe solicitar paradójica y desesperadamente “consejos” a oscuros personajes para intentar desembarazarse de su situación terminal. Scott logra aquí su más depurado thriller de la última década luego de un par de buenos productos como Red de mentiras y American Gangtser, respaldado por un elenco excepcional en el que conmueve Michael Fassbender y se disfrutan las caracterizaciones de Cameron Diaz y Javier Bardem, entre otros intérpretes notables.
Este es un nuevo ejemplo acerca de la incertidumbre que causan las remakes, especialmente sobre películas que están muy bien hechas, y en el caso de un clásico como Carrie, obra legendaria de Brian De Palma basada en el libro de Stephen King, no parecía necesaria una reversión. Pero lo primero que hay que rescatar es que la historia del autor de La zona muerta y Misery es tan atrayente que aún sabiendo todo lo que va a ocurrir sigue atrapando sin vueltas. Esa adolescente introvertida y discriminada que debe sobrellevar el fanatismo religioso de su alterada madre y que en estados de furia despliega poderes telequinéticos, sigue siendo una trama poderosa. Y que cuenta con correspondencias interesantes con la actualidad, especialmente por el tema del bullying, a lo que habría que sumar el empleo de las tecnologías actuales, como por ejemplo cuando sus compañeras graban a la protagonista con un smartphone, video que suben luego a You Tube. Por otra parte las habilidades para mover objetos y personas a distancia aparecen aquí de manera más recurrente y subrayada, apelando a los efectos visuales disponibles. La directora Kimberly Peirce, responsable de un film notable como Los Muchachos No Lloran, pese a presentar una versión más superficial y con mucho menos vuelo expresivo que la original, alcanza algunos momentos logrados. Las actuaciones tampoco mejoran las de Sissy Spacek y compañía, pero la dupla compuesta por Chloe Grace Moretz y Julianne Moore guarda una sostenida intensidad.
Luego de ofrecer como ópera prima el documental Un día en Constitución, un retrato abarcativo sobre esa estación de trenes y su jungla urbana, en su primer film de ficción Juan Dickinson se anima a un mix entre el road movie, la pintura costumbrista y el thriller. Demasiados objetivos quizás, para un Destino anunciado que cuenta con un arranque auspicioso, momentos con buenos climas, una intriga lograda y un par de sorpresas, pero que en su último tramo prácticamente descalifica sus virtudes parciales. Ese buen desarrollo inicial, que además muestra un universo poco conocido -el de los choferes de micros de larga distancia-, cuenta con un suspenso que se va intensificando y promete un último segmento intenso. Allí deberían confluir las dos o tres líneas narrativas presentadas, que integran la trata de personas y la dictadura, pero un desenlace trunco y algo apresurado, que puede llegar a sorprender y nada más que eso, desaprovecha ese entramado correctamente presentado. Queda la sensación que en el guión de Enrique Cortes, sobre ideas de Dickinson, cae en un vacío narrativo y expresivo en el que se diluyen sus propuestas. Una pena, pero estas falencias no hacen mella en el formidable protagónico de Luis Machín, que logra una caracterización impecable, muy bien acompañado por un Manuel Vicente con un personaje con dobleces. Y vale la pena disfrutar de las escenas en las que actúan juntos.