El impulso del crítico, o simplemente del cinéfilo con espíritu de justicia es declarar que este nuevo despropósito del descerebrado de Johnny Knoxville es nada más que una idea abortada de lo que es el cine, ya no para hablar de arte, lo cual de por sí ya sería presuntuoso, o directamente idiota. Jackas 3D es una escupida de la industria en el ojo de la buena voluntad del que agenda un horario, se baña, se viste, sale de su casa, viaja caminando o en algún medio de transporte, hace una fila, saca su entrada y se sienta en una butaca a presenciar lo que, se supone, es un largometraje con criterio cinematográfico. Ok, para el 28 de diciembre faltan todavía algunas semanas. La película, por decirle de alguna manera generosa, es nada más que otro atraco de la saga de imbéciles que se golpean y masoquean de distintas maneras, como si se tratara de víctimas voluntarias de Jigsaw o de lobotomizados a conciencia, o de presos de Guantánamo sometidos a algún tipo de vejación acordada. Eso nomás, en bolas y a los gritos, como el infradotado que sale a la calle a gritarle al cielo, pero con la diferencia de que acá tiene contrato y regalías.
Si hay algo que realmente asusta respecto de esta secuela es la capacidad de consumo de los espectadores de cualquier productejo en oferta. Lo que, en este caso, en verdad es toda una pieza de horror clásico es el hecho de que un omelette mal cocido y preparado con una sola idea haya logrado fundar una saga que, a fuerza de caprichos del mercado, marketing y millones de granos de maíz pisingallo transformados en pop corn, puede que continúe agregando numeritos detrás del título por varios años más. Actividad paranormal 2 es apenas un copy and paste de la primera parte pero con más víctimas que en aquella (para la próxima podría ser un edificio, la siguiente un barrio, y así), porque a lo largo del tiempo el cine industrial y los best sellers nos han hecho entender que si faltan herramientas narrativas lo mejor es acumular lo que sea, portazos, luces que se prenden y apagan o, como aquí, personajes. El problema central en AP2 es qué hacemos con esos personajes, y el director Tod Williams eligió hacerlos gritar un poco más que en el film original. Sin embargo, y más allá del atractivo que genera la inclusión de un niño en la trama (algo que funciona bien desde que Chaplin filmó The Kid), el largo se vuelve interminable a poco de comenzar, ya que el guión (firmado por ¡tres personas!), que vuelve a apostar al voyeurismo por sobre cualquier otro interés, alarga lo que hubiera sido un aceptable mediometraje y nos hace esperar cerca de media hora hasta que se produce uno de esos pequeños hechos que, se presume, justifican el despropósito. Podría decirse que estamos ante una versión mejorada de las cámaras de seguridad de los edificios que habilitan sintonizar algunos servicios de TV por cable, no mucho más que eso, no mucho más que un paseo por una versión demacrada de la idea de cine, de la idea de realización y de cualquier mínima y querible idea o concepto de lo que es el arte.
Quien firma estas palabras adora hasta la exageración visceral a The Hangover, aquí conocida como ¿Qué pasó ayer?, opus anterior de Todd Phillips y verdadera odisea de guarradas a cargo de un grupo de perdedores barranca abajo. Nivel alto el que estaba obligado a alcanzar este nuevo trabajo, que, sin embargo, se encuentra varios escalones por debajo, más allá de la apuesta a cierta anarquía, que en este caso recae exclusivamente en los dos personajes excluyentes. El film remite desde su planteo inicial al clásico ochentoso de John Hughes Mejor solo que mal acompañado (Planes, Trains and Automobiles), protagonizado por Steve Martin y John Candy, el primero como un sufriente viajero que se ve obligado a compartir ruta y hoteles con un aborrecible compañero ocasional, interpretado por el regordete actor. La trama aquí es básicamente la misma, más allá de que cambian las motivaciones y las causas y consecuencias de lo que sucede durante la bizarra aventura rutera (sin embargo, no se trata de una remake, al menos no oficial, ni tampoco existe mención alguna en los créditos a aquel largometraje). Tenemos por un lado a Peter (Robert Downey Jr.), quien debe atravesar los Estados Unidos de una punta a la otra porque su esposa está a un par de días de tener a su hijo. La hecatombe llega en el aeropuerto, donde se topa con un indeseable (Zach Galifianakis) que causa su expulsión del avión tras relacionarlo con actitudes terroristas. A partir de ese momento, los hechos se suceden y agigantan como una bola de nieve frenética, un disparate continuo y en loop, en el que, otra vez, el gordito es el insoportable del dúo, el jinete del apocalipsis, el padre de todos los males. Philips trazó un mapa de ruta simple; acumuló situaciones catastróficas a partir de un punto de partida que, y aquí el principal punto en contra, se transforma demasiado rápido en previsible, porque el mérito de Hangover era poner en duda de forma permanente el destino de los personajes, hacerlos saltar vallas pero sin que pudiéramos ver en qué estado estaba la meta. Hay un par de muy buenos momentos, en los que la jugada es llevar la incorrección un pasito más allá y hacer que ese personaje que nos cae bien haga eso que está tan mal. Claro que el gordito de marras es bonachón y el gran Downey Jr. tiene sus miserias, como en aquel bocariver entre Martin y Candy. Como opción pochoclera la película funciona y asegura un par (no mucho más) de carcajadas o al menos de francas risotadas, lo cual no es poco y quizá haya sido, en realidad, la única cosa que se propuso el amigo Todd que, ya sabemos, no ha llegado a pararse detrás de la cámara para discutir ninguno de los grandes asuntos de la metafísica. Y tampoco queremos que lo haga.
Estamos ante una de las grandes sorpresas de la edición 2009 del Festival de Mar del Plata, del mismo director de Vil Romance, otra sopresa festivalera (pero en ese caso por la paradójica conjunción de lo errático del resultado final con la buena recepción entre el jurado). Lo concreto es que este nuevo trabajo de José Campusano es todo aquello que Vil Romance no logró ser: un film sólido, bien contado de principio a fin, con un guión ajustado, con actores excelentemente dirigidos. Además, la historia que se nos cuenta (la relación de un líder motoquero con su familia, su tribu y un outsider que trastoca su cotidianeidad) tiene un interés legítimo que se ve superado incluso por lo efectivo del relato, algo inversamente proporcional a lo que sucedía con su primer opus. Campusano elige la aspereza para hacer su retrato, opta por un neorealismo bonaerense que mira al refinamiento estético de lejos, apostando por un estilo propio, sucio y desprolijo (gracias Carpo) pero a la vez concreto y sin innecesaria ampulosidad industrial. Lo suyo es cine independiente a todo o nada. Y aquí el caballero, al que podemos imaginar tan motorizado como su ejército de no-actores sobre ruedas, gana. Bonus Track: Durante el festival llevado a cabo en noviembre del año pasado, gran parte del elenco del film presenció la proyección nocturna en el cine teatro Auditorium, desde las últimas filas, viendo de lejos lo que suelen vivir en el lugar de los hechos, dejándole la experiencia de la cercanía al resto de la audiencia que, por otra parte, recibió con aplausos a esta dura historia sobre duros.
Ingrato destino cinematográfico el de un villano como Jigsaw, que nació en un film de terror magistral, certero hasta la incomodidad por haber logrado captar la necesidad de morbo de millones de espectadores. Aquel comienzo en la excelente primera parte dirigida por James Wan no tuvo un buen derrotero posterior, se desdibujó en secuelas movidas únicamente por la acumulación de momentos shocker sin nada alrededor. Esta versión, en pobre 3D, no es ajena a eso. El film comienza de la misma manera que sus antecesores: con víctimas de nuestro villano de marras, pero con el agregado de que la situación no ocurre en un sótano pestilente sino en una cabina de cristal ubicada en plena calle y ante la mirada de decenas de voyeurs. Acción. Splatter. Gritos. Corte. Acción. Splatter. Gritos. Corte. Y así sigue la cosa, entre sketches de amputados y cuerpos destrozados, con un nivel de gore, eso sí, que supera a las anteriores películas y con el agregado de un 3D que, sin embargo, está lejos de provocar la sensación de cercanía, esa que sí logra y cada vez mejor la publicidad (para comprobarlo alcanza con llegar temprano a la función). A Jigsaw lo tenemos aquí en algunos pocos flashbacks, destinados a contentar a los fans acérrimos de la saga, mientras que el resto de la acción se debate entre el psycho policía que sigue los pasos del asesino, el oficial que investiga los crímenes y la esposa de Jigsaw, especie de víctima perpetua de la situación. ¿Qué tiene Saw 3D para ofrecer? En términos estrictos de cine, nada, apenas una o dos escenas bien logradas gracias un trabajo desde el gore efectivo, que logra sacudir a los desprevenidos y que hasta moviliza a correr la vista a los amateurs del género. La factura narrativa es pobre, pobrísima, a años luz del film que dio inicio a la saga e incluso de las no tan desgraciadas segunda y tercera parte. Un villano como Jigsaw merecía un final acorde a su módica pero firme leyenda o, al menos, un ¿cierre? que ameritara tenerlo en cuenta como algo más que una de las peores secuelas de la saga.
Facebook. De eso se trata. La red social virtual para que nosotros, los millones, usemos hasta que algún día volvamos y elijamos ser reales, menos "me gusta" y más tangibles. Pero sea como fuere, el punto es que David Fincher recogió el guante de un buen libro de investigación (y más de una conjetura) y lo transformó en una película que funciona a modo de biopic sobre el nerd multimillonario Mark Zuckerberg, creador, al menos formal, del portal que cuenta hoy con más de 400 millones de usuarios. El director de Seven monta el relato sobre la base del conflicto judicial que mantuvo el joven estudiante de Harvard con cuatro de sus ex compañeros universitarios, tres de ellos presuntos hacedores de la idea original que dio lugar a Facebook (una red interna para Harvard, concebida con el fin de conocer chicas) y el otro, nada menos que su socio y co-fundador de la red que todos conocemos, despechado luego de una serie de desmanejos en la relación comercial. A partir de una reunión de conciliación, el relato se nos va presentando de a bloques, dinámicos, corrosivos, sobre una historia tan potente como cruzada por miserias y magullones. Estamos ante un director que parece haber elegido la narración clásica, el guión sólido y los tiempos alejados del vértigo, al menos en lo formal Un David Fincher más cerca de Zodiac que de Fight Club, a la vez que, y se agradece, bien lejos del insufrible Benjamin Button. El Zuckerberg que vemos en pantalla es un ser que aún no llegó a la mayoría de edad y parece perdido entre su inseguridad frente a las mujeres, sus evidentes problemas de socialización, y la que parece ser su única certeza: tiene una capacidad cerebral por encima del promedio y ese genio le permite llevarse por delante a cualquiera, al menos si se trata de jactancia intelectual, de ejercicio neuronal, más o menos masturbatorio según el caso. En ese sentido, el trabajo de Jesse Eisenberg es inmejorable, más allá de que a esta altura de su carrera la pregunta a responder es si podrá salir del encuadre de nerd, freak, geek en el que lo han encerrado los guionistas de Hollywood. Pero si hay un acierto de cast en el elenco del film, ese es el haber optado por el chiste irónico y clickeado sobre el nombre de Justin Timberlake para jugar el rol de Sean Parker, creador de Napster y villano número uno de la industria de la música, aquí puesto en el centro de la escena en la que se conformó a Facebook como monstruo web; un personaje oscuro dentro de la historia, quizá con un perfil delineado por los odios que levantó entre discográficas y músicos cnservadores, quizá por haber interferido en la amistad de Zuckerberg y su socio. En síntesis, Fincher lo hizo de nuevo; contó una historia al viejo estilo, planteó un puñado de personajes en conflicto, los enfrentó, mechó con algunos estiletazos personales aquí y allá, y entregó una película coyuntural y a la vez consistente, con perfil de convertirse en uno de esos títulos clásicos para quien pone la firma en la ficha técnica. Y además, sobre todo, nos hace olvidar ese mal trago con Brad Pitt y el Oscar al photoshop.
Podríamos hablar de la saga menos pensada, del gran video game transformado en una película menor, en una saga olvidable, en un largometraje regular y una serie de secuelas pobres de toda pobreza. Ahí la sorpresa de esta cuarta parte de Resident Evil, que logra tomar lo mejor del juego original y gana en los momentos que apelan a lo más bizarro de sus posibilidades estéticas. El relato continúa la historia comenzada ya hace ocho años, con la heroína protagonizada por Milla Jovovich y su porte de femme fatale armada hasta los dientes. Claro que con dientes no tan potentes como los de los zombies, siempre listos para hincar el colmillo en el cuello (pierna, brazo, cabeza, culo) ajeno. De ahí la cantidad de armas filosas y llenas de balas que la buena de Alice y compañía tienen para ofrecer a los muertos vivos que se les pongan delante. En esta ocasión el quid pasa por el objetivo que se plantea Alice: llegar hasta el corazón de la corporación y aniquilar a sus integrantes, causantes de la plaga zombie que se apoderó del planeta. Además, de paso, rescatar a algunos sobrevivientes perdidos en medio del ataque de los no-muertos. El film cumple y mejora a medida que avanza la trama, con una Jovovich afilada en su rol de justiciera, recargando sus armas al paso y jugando a la terminator con efectividad del ciento por ciento. A su vez, Paul W.S. Anderson, un director del montón dentro del panorama de Hollywood, cumple con oficio su lugar de correcto técnico encargado del proyecto, sin mucho más, aunque tambén sin nada menos. Vale.
Sabemos que Sylvester Stallone es un hombre al que lo excita la testosterona, un señor que ha entregado su vida al cine de acción, que sabe aventurarse en proyectos propios y al que no le tiembla el pulso si se trata de estar detrás de cámaras para hacer realidad sus ideas, aunque en el camino queden los perdigones de una ideiología rancia, de una mirada sobre lo que es el cine que, en el mejor de los casos, atrasa dos décadas. The Expendables es lo peor de lo mejor que dio el cine de aventuras. El auto homenaje que el actor de Rambo decidió protagonizar, producir, escribir y, oh, dirigir, tiene comparsa de lujo, pero acotada y amarreta en términos concretos: Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger, los máximos héroes de acción post Rambo, aparecen apenas unos pocos minutos, como para dar el presente en la fiestita que el grandote de Sly armó para si mismo. Y para que el bisturí mayor de la cinta no sea su autor (cada día más intervenido quirúrgicamente), el que da la nota a la hora de los tajos y deformaciones es el amigo Mickey Rourke, desaprovechado una vez más, en un rol que lo tiene casi todo el tiempo sentado y, para colmo, con una iluminación horrenda. Quienes sí juegan más que el resto en este pelotero de balas y testosterona eyaculada a diestra y siniestra, son Jason Statham (El Transportador) y Jet Li, que reparten cuchillazos y patadas, respectivamente, haciéndole la segunda al anabólico ex-Rocky en una historia que, para colmo de ridiculeces, incluye un approuch de romance entre el cincuentón y una latina a la que le arrima el bochín, pero hasta ahí nomás. ¿La historia? Ah, la historia. Sí, hay un esbozo: un mercenario (Stallone) es contratado por un señor poderoso (Willis) para que asesine a un líder bananero de una republiqueta ídem latinoamericana. That´s all folks. Cualquier parecido con decenas de películas perpetradas en la década del `80 no es pura coincidencia, es apenas el débil coletazo de una mente atiborrada de ideas (sobre secuelas de Rocky y Rambo) que despuntó el vicio y le dio para eso. Y gracias.
El cine de Cohn-Duprat, en términos de ficción, ya tiene su segunda entrega, en lo que, en vista de todo lo saludable que fue El artista, parece apuntar a convertirse en una buena costumbre del panorama local cinematográfico. Así como en el film anterior la dupla ponía el foco y la ironía (moderada, según ellos mismos) en el mundo del mercado del arte y, sobre todo, en sus personajes, aquí la clave está en las relaciones personales, pero dentro de un pequeño mundo que quizà no le sea tan extraño al anterior. El hombre de al lado cuenta la crisis que despierta en un hombre (habitante de la majestuosa Casa Curutchet, en La Plata) la llegada de un vecino que abre una ventana precisamente frente a su living, ubicado a poco más de un metro de distancia. Daniel Aráoz como el vecino prepotente y Rafael Spregelburg como el sofisticado diseñador damnificado entablan así una batalla cotidiana cargada de una tensión constante y creciente, en parte con un link al Sam Peckinpah de Los perros de paja, en parte con un anclaje en el Michael Haneke de Caché. El film es tenso pero al mismo tiempo una comedia ácida sobre una clase social que se ve invadida por la llegada de uno de "los otros", un forastero de clase, un nuevo rico, uno que no forma parte de la camada y osa poner su cubierto en el plato equivocado. Hay yoga remixada con blackberries, música vanguardista, objetos de diseño incomprables y un tufillo constante a tragedia en puerta, panic button incluído. Una de las muy buenas opciones argentas del festival, a la vez que una mirada de crítica cool sobre la cooleza propia y ajena. Al mismo tiempo, y como bonus track excluyente, una impagable, imponente performance de Daniel Aráoz, suerte de Bud Spencer flaco y siempre al borde del desborde.
Y un día volvió a dirigir Philip Noyce, uno de los sólidos realizadores del cine de aventuras de Hollywood, que en este caso se unió a la poseedora del sex appeal más contundente de la pantalla grande que, pistola en mano, potencia la revolución hormonal del espectador masculino (anque femenino) hasta niveles nucleares. En Salt todo lo que parece ser, no es, y si bien como premisa no resulte del todo novedosa (desde el Hitchcock mudo para acá, lo hicieron todos) el resultado en términos de cine de espionaje, acción y aventuras, es formidable. Tenemos a lady Angelina maltratada en una prisión norcoreana, más tarde como agente de la CIA que interroga a un presunto soplón y más tarde como una fugitiva de sus propios jefes de la agencia de inteligencia. Sólo se trata de vivir, esa es la historia, y nuestra intrépida agente hace lo suyo para que las balas no la alcancen, por momentos a lo John McClane, en otras ocasiones al más puro estilo McGyver. Pero siempre, siempre, con un estilo que sería la envidia del James Bond made in Conney más refinado. Noyce apela a todo su oficio, ese con el que se recibió de lord of the camera en Patriot Games o Clear and Present Danger ("Peligro inminente", en Argentina) y hace del gran guión de Kurt Wimmer (Equilibrium, The Thomas Crown Affair) una pieza de colección sobre como elaborar un rompecabezas en 35 mm y no morir en el intento. Claro, como yapa, el tufillo a remake de la guerra fría, a nostalgia por épocas en las que el enemigo de Washington era claro y concreto, y no una ameba sin imagen icónica como lo es hoy en día, una virtualidad que, según el punto de vista siempre en la esquina de la paranoia borderline yanqui, aparece poco clara, desdibujada, difusa en la niebla de las eternas amenazas de destrucción masiva y aniquilación de Occidente. Pero siempre nos quedará Angelina, sus labios de Mata Hari irrefrenable, su figura encapsulada en un vestuario siempre adecuado, siempre fatal, siempre certero y en pie de guerra.