¿Cuándo el hombre que mata es consciente del sentido político, y cuándo comienza a sentir que es él, el poseedor del sentido final de la justicia? Madsen articula la duda con mucha precisión y esa es la mayor virtud del film. La historia que cuenta esta muy buena película danesa, refiere a un grupo de la resistencia en tiempos de la dominación nazi. Por entonces, un centenar de hombres y mujeres intentaba enfrentar al poder germano, asesinando a los jerarcas, y sus aliados nativos. Lo hacían a cara descubierta, a plena luz del día, exponiéndose a la represión y a la captura. En 1944, en Copenhaguen, Bent Faurschou-Hviid (Flame) y Jørgen Haagen Schmith (Citron) formaban parte del grupo Holger Danske. Es en el marco de la lucha organizada, en que ellos solían atentar contra la vida de funcionarios alemanes. Sanguinario y decidido el joven Flame, algo más complejo su compañero Citron, no tenían en principio dudas sobre la validez de su accionar. Como toda acción política clandestina, los problemas se generan cuando ciertas dudas aparecen, a partir de las intrigas necesarias de tal comportamiento. Ordenes que se creen erroneas o mal intencionadas; personajes oscuros que responden a dos o tres jefes diferentes; enemigos que no parecen tales. Presentada esta dificultad, junto a la complejidad de las situaciones personales, la historia solo puede fugar hacia la tragedia. Flame, atraído por una mujer inexpugnable y siempre sospechosa, y Citron, acuciado por una relación tensa y lejana con su mujer e hija, a quienes ama, sentirán que el mundo de las certezas iniciales, que la indudable vocación por la resistencia armada, será difícil de sostener en el contexto de avance de la guerra. De tal modo que la única solución que encontrarán, será avanzar en su propio proyecto, más parecido a la venganza personal que a la acción política armada. El realizador Ole Madsen, construye con mucha propiedad los personajes y, a través de ellos, propone una mirada crítica sobre los modos de la acción política violenta. Lejos de cuestionar su validez universalmente, pone en la mira el límite entre el momento político y el momento violento. O el modo en que cada protagonista se inserta en la acción resistente. ¿Cuándo el hombre que mata es consciente del sentido político, y cuándo comienza a sentir que es él, el poseedor del sentido final de la justicia? Probablemente en ese límite, este la diferencia entre la violencia como política, y la violencia como tragedia. Madsen articula la duda con mucha precisión, y es justamente por eso que Flame y Citron es una película digna de elogio.
Toy story 3 habla de los cambios que el tiempo impone en la vida. Pero sería banal y trillado, si no lo hiciera incluyendo(se) en esa realidad, si no tuviera la sabiduría de entender que lo que queda atrás no desaparece. Andy ha crecido. Ese es el punto de partida de esta nueva película de la serie que, en lo personal, considero la mejor saga de la historia del cine. El nudo narrativo se basa en una realidad: cuando los chicos crecen, dejan de jugar con sus juguetes. Y a estos les quedan pocos destinos posibles. Ser regalados, quedar arrumbados en un depósito, esperando que algún milagro los rescate, o ir a parar a la basura. ¿Cuál será el destino de Woody, Buzz, y el resto de los juguetes que han estado con el pequeño Andy durante años? (y que, de un modo u otro, han estado con muchos de nosotros durante ese mismo tiempo). La aventura que desencadenará esta situación inevitable, con sus malos entendidos, escapes, separaciones y corridas, muy a tono con las anteriores dos presentaciones, será vehículo y excusa para contar una historia maravillosa. Entretenida como siempre, la narración estará sustentada en la gracia de estos juguetes, que cobran vida cuando nosotros no los vemos. Woody y sus compañeros, deberán esperar la decisión de Andy, que está a punto de marcharse a la universidad. ¿Qué hará con ellos? Ya no habrá lugar en el arcón en el que se hallan guardados (y desatendidos). De modo que se encuentran ante un final anunciado. La película cuenta la historia de esta y otras decisiones necesarias, vitales y, por supuesto, del destino de aquellos juguetes que ya no serán nuevamente jugados por su dueño. Como las anteriores, tiene un núcleo central extremadamente potente en materia dramática: al apelar a los juguetes, remite a todos los espectadores a un lugar maravilloso, en la medida que seamos capaces de aceptar el hechizo cinematográfico: el lugar del juego. Porque abiertos al espíritu lúdico, cada uno de nosotros puede ocupar el lugar del niño sin inconvenientes. Y allí somos todos iguales. Esta apelación al juego, nos permite a todos tener el mismo punto de vista ante la situación planteada. En el universo lúdico somos todos jugadores, y no hay edad que valga. Ese es un punto fuerte de toda la serie. Claro que en esta versión hay diálogos particulares que los realizadores intentan con diferentes espectadores posibles. Toy story acompañó a lo largo de su crecimiento a muchos jóvenes de hoy. Esta película está íntimamente dedicada a ellos. A quienes la vieron con sus primeros años de infancia y hoy, quince años después, están arriba de los 18. Y que como Andy, tal vez tengan sus juguetes guardados en un cajón. Juguetes entre los cuales, además, es probable que haya una réplica de Woody o Buzz Ligthyear. Sus realizadores tienen con ellos un vínculo muy especial. De algún modo, con esta película los despiden con profundo cariño. Podemos imaginar que les dicen: “Ustedes crecieron con Toy story, como Andy con sus juguetes. Bueno, llegó el momento de separarnos. Tal vez un día vuelvan con sus hijos, pero esa será otra historia”. Y esto es parte de un ciclo vital, con todo lo bueno que ello tiene. También la película implica a sus padres, quienes hoy ven a sus hijos crecidos y, como la mamá de Andy, suelen mirar aquellos viejos videos, que atesoran imágenes de un tiempo añorado. Si hasta ahora llevaron a sus hijos de la mano al cine, es tiempo de que ellos vayan solos, y elijan sus propias películas, del mismo modo en Andy parte a la universidad. Toy story habla de cambios en la vida, los inevitables, los que son parte del tiempo. Pero esto sería banal y trillado, si no lo hiciera incluyendo(se) en esa realidad, si no tuviera la sabiduría de entender que lo que queda atrás no desaparece, sino que se lleva en tanto es parte de la historia personal. Pues más allá de todo, los amigos siguen estando, siguen siendo los viejos compañeros que fueron. Siguen significando la vida de cada uno. Aquello que quedó como marca no se va a borrar, es indeleble. Como esa marca que dice Andy, en el pie de Woody. Y esto es maravilloso.
La obra artística de Siqueiros y la trascendencia política e histórica de algunos personajes merecían una película mejor. Natalio Botana fue un protagonista esencial de la tercera década del siglo XX en Argentina. Creador del diario “Crítica”, fundó con su publicación, la era moderna de los medios masivos de comunicación. Fue un actor político de tal trascendencia, que se considera esencial la influencia de “Crítica” en el golpe del 6 de septiembre de 1930. Amigo del presidente Justo y mentor de muchos actores políticos y culturales, aun lejanos a cualquier conservadurismo, fue un profundo antifascista. Salvadora Medina Onrubia, su esposa, fue una escritora, periodista, militante de causas como el feminismo y el anarquismo. Ella tuvo una actuación central en la causa por la liberación de Simón Radowitzky, el matador de Ramón Falcón. David Alfaro Siqueiros fue uno de los más importantes miembros del movimiento muralista en México a principios del siglo XX. Luchador político, militante comunista, Siqueiros peleó en la revolución mexicana, activó el pensamiento político constantemente con su obra, se sumó a los luchadores en la guerra civil en España, intentó matar a Trotsky, estuvo preso, y salió de la cárcel muchas veces. Sus ideas sobre la política y el arte, se amalgaman con un importante ideario internacional, donde se pueden encontrar a Picasso, Breton, Neruda, Eisenstein, García Lorca, entre muchos otros. Su obra ha sido profundamente coherente con tal conjunto de ideas. Tal vez el mural al que refiere la película, “Ejercicio plástico”, sea una obra alejada de ese conjunto estético político. Blanca Luz Brum, periodista y poetisa uruguaya, viuda desde los 20 años, recorrió América Latina, escribiendo en periódicos encendidos artículos políticos. Conoció a Siqueiros con quien se casó, en tiempos en los que México hervía políticamente. En oportunidad del viaje de Siqueiros a Buenos Aires, Blanca se relaciona amorosamente con Botana, mientras aquel, pinta el famoso mural. El mural, la película de Hector Olivera, reconstruye el momento en que Siqueiros llegó a nuestro país y, frustrado un proyecto muralista al aire libre, aceptó realizar este trabajo, en el sótano de su quinta en Don Torcuato. Enmarcándolo en el tiempo de su realización, Olivera cuenta de las pasiones, los intereses, las luchas, los intereses y los conflictos personales de cada uno de estos personajes. En medio de estas situaciones, contadas de un modo extremadamente esquemático, se cruzan Pablo Neruda (pobre representación del poeta chileno), Spilimbergo, Berni y Castagnino, entre otros. Olivera reafirmó, en entrevistas públicas, su condición de cineasta ortodoxo. Esa es una elección estética válida como cualquier otra. Pero la ortodoxia o el clasicismo, no necesariamente implican que la puesta en escena este asentada sobre los recursos de producción, como los decorados o el vestuario, más que sobre el tratamiento de los personajes y los diálogos. La liviandad con que Olivera construyó los personajes es notable. Personajes conflictivos, contradictorios, potentes, irreverentes, queda sumidos a simples esquemas. El poderoso impune, la arribista, el seductor inútil, el borrachín inconformista, la alterada, podrían ser un conjunto de títulos para encasillar a cada uno de los protagonistas de la historia. De este mismo modo, consecuentemente, se desarrollan los diálogos en la película. A esto pueden sumarse problemas en la construcción de la organización visual. La película muestra todo, y lo hace de un modo poco atractivo. El montaje tiene fallas evidentes, y la organización del espacio carece de todo interés. El realizador decide hacer visibles en cada plano los recursos económicos destinados a la producción de época. En una trama donde lo oculto, lo íntimo, los secretos personales, son esenciales, Olivera abandona todo manejo de las herramientas de ocultamiento de las que dispone el cine, para dar rienda suelta a una elocuencia que desnuda todo aquello que podría ocultarse. Las actuaciones se pierden en un estilo casi recitado de frases célebres a cada paso, lo que desluce aun más la realización. Podríamos analizar, para incluir también entre las deudas de la película, el modo en que los guionistas construyeron los personajes femeninos. Salvadora Medina Onrubia, sobre todo, parece una mujer cuyas elecciones carecen de tino revolucionario para su tiempo, a favor de un dudoso equilibrio mental. Y la sensual Brum, una sexy arribista, que ni poeta, ni periodista, ni política. “Ejercicio plástico” mural recientemente repuesto en el paseo de la Aduana Taylor, merecía una película más acorde con sus méritos y su historia. Esta ha sido solamente una oportunidad perdida.
Una idea y un conjunto de temas interesantes podrían haber generado un filme mejor. Basada en una historia original de Juan Sasturain, este quinto largometraje de Luis Barone, tiene un origen tan interesante como fallida es su realización. Podría este humilde crítico sugerir que muchas de las decisiones que forman parte del proceso de producción aparecen, al mirar la película, erradas. Vamos por partes. Zenitram (Martinez al vesre), es un súper héroe. Argentino, porteño más precisamente, es un humilde joven a quien se le revela, en un baño de estación, el secreto que oculta, tras su aspecto común y a su presente frustrante. Ser un súper en Buenos Aires no es lo mismo que serlo en Washington o Nueva York. De algún modo, aquí está lo que la idea original pretende trabajar, pero que se pierde en un guión pobre, con diálogos obvios, con ideas poco elaboradas, y líneas temáticas que por simples y maniqueas, se hacen inútiles dramática y políticamente. En un futuro cercano - y decadente - el mundo carece de agua. En Argentina el recurso ha sido privatizado y está en manos de un empresario español, que obviamente lucra con cada gota de agua que consume el pueblo. Martínez / Zenitram es amigo de don Mingo Arroyo, inventor que cree haber descubierto como terminar con la sequía, con lo que el poder de Frank Ramírez podría acabarse. Mientras el súper héroe intenta dominar sus poderes, un periodista se acerca a él para ayudarlo, y a su vez, aprovecharse de tal relación para conseguir poder y dinero. Martínez, al convertirse, sueña con emigrar a Miami, donde el reconocimiento a los súper poderosos es diferente. Pero él carga con la marca trágica del súper héroe porteño. Así deriva, casi inexplicablemente, perdido por las drogas, el alcohol y las mujeres. Zenitram, condenado a ser un burócrata de ministerio, modo en el que es incorporado por el sistema real de poder, termina confinado en una clínica de recuperación para súper héroes. El guión mezcla de todo un poco, y lo hace mal. Las ideas sobre cierta condición porteña del héroe, la corrupción, el poder político y el poder real, el amor, la ecología y las batallas del agua, el origen popular de los héroes “reales”, y la propia intención de considerar al argentino como el único súper héroe que puede salvar a la humanidad, todo ello podría haber sido contado de mejor manera. Pero si el guión es pobre, la realización no mejora el trabajo. Las elecciones en el armado del elenco, entre profesionales y no profesionales, parece ser un juego de complicidades y equívocos, que no aporta nada interesante. Así se convierte en un conjunto de “guiños” inútiles. El muy respetable luchador político y ambientalista, Jorge Rulli, interpretando a don Mingo, el inventor ecologista, puede significar algo para los muy informados, pero dramáticamente se desfasa con otras actuaciones, que están planteadas en un registro más profesional (lo mismo ocurre con la auto representación de Daniel Santoro). La fotografía de la película es un pastiche, la imagen oscila entre una presencia clara, limpia y nítida, y ocasiones en la que se hace oscura, granulada, todo sin responder a condición alguna de orden narrativo. Todo regado con una voz en off, que explica lo que se ve, al punto de que un supuesto chiste de cierre de la película, anticipa su remate en las imágenes que cuentan lo que la voz dice un largo rato después. De este modo una idea interesante y un conjunto de temas que podrían armar un mejor proyecto, más algunas actuaciones muy interesantes (especialmente Fanego y Luque) y un buen uso de efectos especiales, terminaron en una película pobre y aburrida. Es una verdadera pena. Ojalá sirva como principio para otros intentos que logren conformar una obra mayor a esta.
El nuevo opus de Polanski apenas se sostiene en las excelentes actuaciones de McGregor, Catrall y elenco. Con casi treinta películas realizadas en más de 50 años, Roman Polanski, es uno de los últimos directores de la era moderna del cine, uno de los pocos sobrevivientes del clasicismo cinematográfico europeo. Él ha sabido realizar un cine de autor, que nunca dejó de abrevar en la fuente de los géneros. De ese modo en su carrera se encuentran obras maestras tan personales como firmemente asociadas al canon de la industria. Repulsión, Cul de Sac, La danza de los vampiros, El bebé de Rosemary o Barrio Chino, son algunos de los ejemplos de sus películas que merecen ser clásicos. En El escritor oculto, Polanski vuelve a apelar al cine de género, como fuente estilística para la adaptación de esta novela de Robert Harris, una definida película de espionaje, que parece remedar la estructura proveniente de los tiempos de la guerra fría, en relación con una disputa política al interior del gobierno británico. El escritor fantasma (McGregor) es contratado para re-escribir las memorias de un ex premier británico (Brosnan), que, residiendo en EEUU, es acusado de haber ordenado arrestos ilegales en Afganistán. La trama gira alrededor de cómo esa información se hizo pública, y cuáles son los secretos que esconden tanto el ex dirigente, como su esposa y el resto de su entorno político. Así el escritor se encuentra entre dos fuegos y será a fuerza de astucia y algo de velocidad, que huirá de las persecuciones de uno y otro grupo. La película, que tiene un comienzo muy atractivo que fácilmente podría remitir al cine de espionaje de Hichtcock, se sostiene un por extraño mecanismo narrativo: el protagonista es un bocón que es incapaz de ocultar nada, de callarse y menos aun de evitar los problemas. De este modo, la película avanza sobre un comportamiento inverosímil. Esto hace que, una y otra vez, el protagonista parezca obligado a lanzar la acción hacia adelante, pues sino no hay otros elementos en la narración que puedan servir a tal fin. Ni otros personajes que muevan fichas en uno u otro sentido, ni otras develaciones emergentes de situaciones propias de la historia. Si lo que pretende el director es hacer puro juego de suspenso, demostrando que el mismo puede sostenerse aun cuando la trama sea un puro vacío, creo que claramente falla después de la primer mitad del desarrollo. Si lo que pretende es crear una interesante historia de espías, la película hace agua desde mucho antes. La sujeción formal a cierto clasicismo parece más un lastre que una ventaja. Tanto los lugares de los actores fundamentales, sus modos de esconder y mostrar, como el trabajo sobre los planos, los espacios geográficos amenazantes y la música (por momentos insoportable), aportan poco y nada, y realmente toda la película parece sostenerse en las excelentes actuaciones de McGregor y Catrall, además de un muy buen conjunto de actores que los secundan.
El hada buena revela que se puede pensar un cine de ficción política desde miradas diferentes. Laura Casabé trabajó durante 6 años en la realización de esta película. Este dato no es menor a la hora de analizarla. Pues esta fábula peronista, puede ser pensada en modos diversos según el momento político. Y no hay que ser muy perspicaz, para entender que entre 2004 y 2010 varias cosas han cambiado. La película es una narración sobre un futuro donde la sociedad está en plena agonía. Carente de toda posibilidad de subsistencia como sociedad, los gobernantes, algo así como una entelequia orwelliana tercermundista, entienden que lo fundamental para aspirar a un futuro, es reconstruir lo social, a partir de la educación. Para ello intentarán recuperar el modelo peronista de educación. El problema, es que se cuenta con apenas unos pocos de centenares de asientos en las escuelas, para asignar entre los millones de niños y jóvenes, por lo cual se seleccionarán a los mejores para ser subsidiados, junto con sus familias. Para obtener este beneficio, las familias adquieren hijos en subastas de tono circense, donde canjean bienes, por los niños ofrecidos. Entre los adquiridos por una extraña familia, Juan Domingo Séptimo, el único completo físicamente entre sus hermanos, será favorito para obtener el subsidio. El niño, que recibe la visita de una casi terrenal Hada Buena (salida de los libros reales del primer peronismo), pedirá como deseo volver con su familia de nacimiento. Y el único modo de salir de su hogar de ¿adopción / apropiación?, es ser uno de los elegidos por el general Perón, en ese futuro, un holograma, que puede fallar. La familia extraña en cuya casa vive Juan Domingo Séptimo, con sus otros “hermanos”, está manejada por una madre posesiva, un tío absolutamente sumiso (menuda referencia política la que propone Casabé) y una bizarra niñera, la radical Sontag. La película está narrada con un tono farsesco constante, mixturando las referencias a futuro apocalíptico con cierto conjunto de iconografías nacionales, como la del nuevo estado peronista, y el circo y los actores populares del viejo espectáculo nacional. Así construye un discurso complejo que habla de la recuperación del estado como herramienta de construcción social, de la idea de Nación, el peronismo como forma de construcción del poder, de los niños apropiados y, obviamente, de Evita, El hada buena, como una Eva con carnadura real. El trabajo de dirección es interesante, porque es capaz de sostener un discurso complejo, sin hacerse solemne y mucho menos aburrido. Sorprende que durante 6 años de rodaje las actuaciones y las locaciones puedan tener una continuidad razonable y que el tono general se conserve. El hada buena, viene a revelar, por otra parte, que se puede pensar un cine de ficción política desde lugares diferentes en relación a la clásica mirada de los que venimos más allá en el tiempo, o aquella inútilmente estetizante que proponen ciertos realizadores más jóvenes, ciertamente hegemónicos en el panorama del nuevo cine argentino.
Karin Albou construye su película con una sensibilidad notable. En Sarcelles, un barrio de los suburbios de París, se asienta una gran comunidad judía, constituida por inmigrantes llegados durante los últimos 70 años. Entre ellos, vive una familia compuesta por la madre viuda, sus dos hijas, y el marido e hijos de una de ellas. Matilde es la mujer casada, y Laura la joven soltera. Como contracaras una de la otra, ambas han sido formadas en la rigidez de la ley y el mandato. Matilde descubre que su matrimonio tiene serios problemas, y en la tradición busca los caminos de la solución. Laura, enamorada a su vez de un joven árabe, compañero de trabajo, descubre que su opción solo encontrará salida fuera del contexto de la ortodoxia. El principal mérito de la trama es la falta de todo dogmatismo. Ambas mujeres se encuentran en disyuntivas que, más allá de tener origen en las relaciones amorosas, ponen en duda toda su formación previa, en el marco del orden religioso. Sin embargo, estos conflictos pueden encontrar sus resoluciones tanto dentro como fuera de tales prescripciones. Serán las mujeres, con sus deseos y convicciones (más allá de cómo la propia subjetividad haya sido constituida), quienes encontraran el camino a seguir. En La pequeña Jerusalem importa el contexto. Las familias (tanto la de Matilde y Laura, como de su novio árabe), el barrio judío, el racismo, la condición de clase. Así se convierte en un pequeño relato acerca de las cuestiones personales enraizadas en el complejo de la realidad, que las construye y condiciona. Atrás, casi con sordina, puede intuirse la historia y con ella, los dolores de la segregación que sufrió el pueblo judío, las separaciones étnicas absurdas que parecen provenir de la eternidad y la condición de clase de los trabajadores en los márgenes de la Francia próspera. Es el tono medido, el erotismo ajustado, un marcado trabajo del realizador para evitar el drama descontrolado, lo que hace de esta película, una bella e inteligente pieza cinematográfica. Lo criticable, aparece en los momentos que desaparece tal sutileza, y en la relativa facilidad con la que los personajes toman sus decisiones o cambian sus actitudes de años. Karin Albou construye su película con una sensibilidad notable, y esto, que no es poco, se nota en cada plano de la película.
Haneke logra el tono perfecto para una película que propone sugerencias, indicios, vacilaciones, miedo. El espacio dominado por muros grises y austeridad luterana, es el espacio perfecto para encuadrar el orden represivo, para ocultar los abusos. Haneke vuelve a filmar en Austria, y el retorno marcado con esta película, sirve para pensar como hay situaciones en su país, que parecen hacerse presentes desde el pasado. Porque si ese país fue propicio para la terrible experiencia del nazismo, aun hoy la política está atravesada por formas variopintas de discriminación. El relato trata de hechos acontecidos en un imaginario pueblo rural, durante los meses previos al comienzo de la primera guerra mundial. En el mismo, una serie de accidentes graves, muertes repentinas, asesinatos y desapariciones, ocurren sin que nadie aparezca como sospechoso de esos acontecimientos. La pequeña sociedad donde esto ocurre, está organizada a partir de familias claves: la del barón, dueño de las tierras, de cuya producción viven todos sus miembros, su administrador, el médico, hombre viudo, y el pastor. Todos ellos tienen hijos, y este conjunto de jóvenes y niños, rondan constantemente los escenarios donde se han producido los hechos. No hay indicio de que tengan algo que ver con ellos, pero están allí, como una presencia más amenazadora que potencialmente culpable. De lo que trata La cinta blanca es de aquello que está agazapado, lo oculto, lo amenazante. Da cuenta de aquello que puede desplegar un poder violento sobre cualquiera que sea convertido en blanco de un grupo social medianamente homogéneo. De allí que vincular esa latencia con la posterior explosión del nazismo o las mayorías políticas mucho más cercanas de neto corte racista, es absolutamente pertinente. Lo más importante es que esto aparece como efecto de una construcción social, y no como simple problema de sujetos peligrosos o poco apegados a las normas. Aquí lo que ocurre, y puede seguir ocurriendo, es consecuencia de un orden basado en estructuras semi feudales de dominación. Por ello adquiere un sentido clave entender el vínculo entre la organización comunal, los actores principales, y sus estructuras familiares. Esta dominación es económica (propia a una etapa previa al capitalismo), religiosa y basada en el saber (cuyo lugar es detentado por el médico). Las formas simbólicas y materiales de la dominación se estructuran además en el orden familiar y desde allí constituyen a esos jóvenes que corporizan la amenaza. La semi esclavitud, la represión sexual, el abuso, son las claves para entender aquel surgimiento de las extrañas prácticas que asolan a la pacífica comunidad. Las familias, cuya constitución y orden es naturalizada, esquematizan la construcción de esa comunidad, son el pilar de la misma. Y es por eso que en su seno nace esta especie de “huevo de la serpiente”. Haneke logra el tono perfecto para una película que solo propone sugerencias, indicios, vacilaciones, miedo. El espacio dominado por muros grises, ángulos rectos, austeridad luterana, es el espacio perfecto para encuadrar el orden represivo, para ocultar los abusos. La cámara mira aquello que es permitido, sin embargo los espacios vacíos, los rincones despojados, las habitaciones amplias, son cargados de sospechas por el modo que se propone la observación. La cinta blanca es una película que interroga a los discursos del poder, a los sujetos, a las estructuras sociales de cohesión, a los saberes instituidos, a la moral no solo de un tiempo y un lugar. Proponer una lectura restrictiva de esta mirada crítica a Austria y al nazismo es una vana forma de acallar las preguntas que cualquier espectador debería hacerle a su propia comunidad.
Convencional retrato de una mujer extraordinaria. Seraphine Louis o Seraphine de Senlis, como se la conoció después de su muerte, en 1942, era una mujer que pintaba. Esta es, en primera instancia, la manera en que Martin Provost decide articular el relato sobre su vida. Porque aun pudiendo acrecentar recursos melodramáticos, resaltando la historia de la mujer pobre que friega las suciedades ajenas y sufre durante el día, mientras que a la noche despliega su arte magistral, el director prefiere contar esto mismo, priorizando la identidad de Seraphine como una mujer sencilla, algo extraña, en especial por su sensible contacto con la naturaleza. Mujer sencilla así descripta, que a la noche pinta por su propio y puro placer. (Anticipo que este inicial planteo narrativo irá perdiéndose a medida que avance el relato). Al evitar centrar la narración en la tradicional idea del artista brillante y loco, que pugna entre el ajuste a lo social y su vuelo personal, que lo enajena del resto del mundo, la película sorprende al comienzo. Seraphine es una mujer con una fuerte personalidad y un deseo intenso. Con una sensibilidad asentada en la relación epidérmica con lo natural, lo que le permite encontrar en esa vegetación su paleta pictórica. Con un cuerpo dado a las sensaciones táctiles. Descubiertas sus pinturas, modernas para esa segunda década del siglo XX, por un marchand alemán, William Uhde, ella comenzará a construirse a sí misma como una pintora, en un sentido más convencional. Y la propuesta del realizador también tomará este tono. La historia del mundo entre 1914 y 1933, con una guerra mundial y la crisis del ’29, más la historia de su misticismo creciente, marcarán el camino de esta mujer tan particular, y a la vez tan cercana al estereotipo del artista enajenado (y el director parecerá elegir más este carácter, que sus particularidades). La película está sostenida especialmente por la actuación insoslayable de Yolande Moreau. El trabajo de esta actriz es intenso, comprometido, profundo. El interior complejo de esta mujer empujada a la pintura por una señal mística, parece reflejarse en los ojos de la corpulenta Moreau. Su cuerpo, pesado, torpe, incómodo incluso para los otros, marca el desarrollo de la vida de Séraphine. Sin este trabajo, la película sería probablemente menos que mediocre. Los problemas centrales de la realización están en los convencionalismos asumidos por el director, copiando un modelo que cuenta la vida de artistas plásticos, haciendo hincapié en los encuadres, en el tratamiento plástico del relato y la centralidad del individuo, su genio y sus excentricidades. El relato carece de sentido del ritmo, es ciertamente monocorde y cansino. Tal vez falta, hacia el final especialmente, una mirada más compleja sobre la evolución del personaje. Y si bien Provost propone una banda de sonido que contiene elementos de ruptura, en relación con el modo en que se estructura el relato, se pierde y no alcanza la potencia que podría haber tenido para hacer más compleja la mirada, si se hubiera articulado dialécticamente con la imagen. Seraphine es una película convencional que cuenta la historia de alguien nada convencional. Es de aquellas que aman unos y odian otros. Es una historia real de una artista plástica sorprendente, generalmente desconocida. Es un drama histórico, de los que hemos visto varios. Es una película con un tratamiento plástico cuidado y bello, pero remanido. Tiene una actuación excelente, pero centrada en la idea del artista genial y místico, como siempre se ha contado. Está en ustedes, lectores atentos, si será o no de su interés.
Gabriela David propone una mirada distinta sobre la prostitución, carente de erotismo y asumiendo a todos los partícipes del negocio como responsables de la trata de personas. Esa es la mejor virtud del film. La mosca en la ceniza pone frente al espectador una trama de lo oculto. Oculto, no por desconocido, sino por negado. Y hace de esta condición una clave de la película. Gabriela David pone en escena la historia de dos jóvenes misioneras que, contactadas por una mujer que les ofrece trabajo como empleadas domésticas, son traídas engañadas a Buenos Aires. En esta ciudad son sometidas con violencia y obligadas a prostituirse. Ambas son llevadas a un departamento en el centro de Buenos Aires, donde son impuestas terriblemente del verdadero motivo del viaje. El espacio del encierro, ese departamento del que no pueden salir, ese lugar al que no entra la luz del sol, es inteligentemente puesto en relación con su exterior, con una calle poblada, con espectadores que no ven, no escuchan, no entienden. Personajes urbanos que prefieren permanecer indiferentes a lo que allí ocurre, que es una de las peores formas del sometimiento, increíblemente normalizada en nuestro presente civilizado. O, y esto es aún peor, son cómplices de esa abyecta reducción a la esclavitud. Policías coimeros, clientes pasivos, observadores silentes, todos están allí simulando que tras esas paredes no pasa nada, lo mismo que hacemos cotidianamente todos: simular que la prostitución es una cuestión de convenios económicos entre personas libres y adultas. La realizadora implica también, y con pertinencia, al cliente como explotador. Todo ello está presente en esta película de Gabriela David, cuya potencia se asienta en mostrar, sin reducir la trama a la violencia y al maniqueísmo. Imponiéndola en el terreno de la cotidianeidad. Merece destacarse la capacidad de la realizadora para despojar a la película de la mirada masculina dominante en la forma en que es representada habitualmente la prostitución. En este tipo de películas el cuerpo femenino suele ser mostrado de modo tal que queda atrapado en una perversa trampa del lenguaje, pues se lo expone eróticamente, se lo objetiviza, aun cuando se pretende contar una historia que condena la práctica prostituyente. David esquiva tanto este lugar común como la implicación de la violencia que queda siempre fuera del campo visual, siempre se encuentra sugerida. De ese modo, lo que hay es un actuar cotidiano, terrible, pero multicausado, con actores diversos, cuyas actitudes concurren a sostener esta forma de explotación aberrante. En relación con las cuestiones formales, la película adolece de problemas de guión y ciertos estereotipos, que podrían haber sido mejor trabajados. Un conjunto de buenas actuaciones sostienen el desarrollo de la película, aun cuando algunas escenas hubieran requerido mayor sutileza y realismo. Sin embargo, La mosca en la ceniza pone en escena algo que se silencia día a día, que se oculta (y la película da cuenta de ese ocultamiento). Y ese valor es suficiente para alentar al espectador a verla. ¿Estaremos preparados como sociedad para asumir esta situación? ¿Seremos consientes que, por ejemplo, los dos mayores diarios de circulación nacional hacen un negocio redondo con los avisos que publican esos explotadores? (En España pocos meses atrás se desató un debate en relación con el rol de cómplices tácitos que tienen los medios que publican los avisos del llamado “rubro 59”. En nuestro país, además, uno de estos periódicos es confeso defensor de los valores de la religión cristiana). ¿Cómo conjugar la realidad que expone la película con nuestro propio cotidiano? ¿Aceptaremos los hombres el debate que nos compete como clientes de la prostitución? No todas estas preguntas pueden ser respondidas por La mosca en la ceniza, pero al menos tiene el valor de abrir un camino hacia muchas buenas preguntas, que necesariamente debemos hacernos, al menos quienes nos avergonzamos de la trata de personas para someterlas como esclavas al ejercicio de la prostitución.