La novela de Andrés Rivera es una pieza literaria con un impresionante trabajo sobre la palabra, tanto como texto significante cuanto como poético. Pero la adaptación de Nemesio Juárez parece un Billiken de intenciones revisionistas. La película de Nemesio Juárez está basada en una de las más reconocidas novelas argentinas de la post-dictadura. La obra de Andrés Rivera, publicada en 1987, ha constituido una de las más interesantes interpelaciones al neoliberalismo en ciernes, a lo que fue la reimposición brutal del conservadurismo económico y cultural que vivió nuestro país durante los años ’90. Impactante en el momento de su publicación, es una pieza literaria con un impresionante trabajo sobre la palabra, tanto como texto significante cuanto como poético. Ya en estos tiempos, la polémica sobre el rol de “jacobinos” y “conservadores” en la revolución de Mayo de 1810 ha sido recuperada masivamente en nuestro país. La reaparición de la polémica está alentada tanto por circunstancias políticas como cronológicas (se cumplieron 200 años de aquella fecha), de modo que la aparición de esta película, basada en aquella obra, resulta temporalmente pertinente. Tanto la tarea de adaptación como la elección de los recursos estéticos no están ni a la altura de la novela original, ni acordes con el modo en el presente de la narración cinematográfica. Al mismo tiempo en que comienza la proyección el espectador siente haber sido arrastrado muchos años hacia atrás, y no hacia la época de la colonia, sino hacia los primeros años de la década de los ’80, porque la película atrasa formalmente algo así como 30 años. Sobrellevada esa situación, inmediatamente percibe que el realizador no acierta a definir sus elecciones estéticas ni el modo de relato, ya que alterna planos formalmente bochornosos (por ejemplo todos aquellos en los que Osqui Guzmán pregona las noticias en las calles, o el fugaz encuentro amoroso de Castelli con una joven interpretada por Ingrid Pellicori) con momentos interesantes en los cuales se hace presente el monólogo interior de Castelli, en las escasas escenas que aproximan la película a la potencia intelectual y narrativa original de la novela. Nemesio Juárez introduce un relato sobre la historia de los días previos y posteriores al 25 de mayo de 1810, permitiendo contextualizar el soliloquio de quien fuera llamado orador de la revolución. Y lo hace de un modo cercano al más elemental formato de manual, que pontifica y establece lecturas unidireccionales. Poblado de actores reconocidos, recitando parlamentos sobrevalorados de personajes fuertes de la historia (a quienes si no son nombrados por otros en los diálogos nadie reconocería o su palabra pasaría sin demasiado valor narrativo), la película parece un Billiken de intenciones revisionistas. En el filme la duda, profunda y central en la obra de Rivera, solo aparece manifestada (en lo que es el mejor momento de la película) en una de las últimas escenas, en la cual Castelli dialoga imaginariamente con su primo, Manuel Belgrano. Más apropiada para una militancia momentánea que para un pensamiento de largo alcance sobre las condiciones políticas y sobre el lugar de las personas, más cercanas a un discurso monolítico que a la jactancia intelectual de quien se atreve a cuestionar lo dado a partir de un personaje silenciado, La revolución es un sueño eterno es una película que no aporta ni a la revalorización de la obra de Rivera y mucho menos a un debate interesante sobre los modos en los cuales la Historia se produce y narra.
Trapero no renuncia ni por un minuto a sostener la opción por los desposeídos, por los marginados. Con precisión, la cámara se pone de su lado incluso en las escenas de represión policial, lo que brinda una mirada novedosa y arriesgada. Compleja, completa, demasiado amplia temáticamente, Elefante blanco es una película interesante, debatible, por momentos desprolija narrativamente, pero sin dudas muy clara ideológicamente y muy arriesgada en el modo de mirar lo real y lo imaginario. Julián es un cura que sostiene la tradición de aquellos que han asumido la opción por los pobres, en continuidad con la labor del cura Mugica, “el cura villero”, que fuera asesinado por la triple A en la década del ’70. Al comienzo, en una secuencia cinematográficamente cautivante y de una gran síntesis, Nicolás viaja en busca de su colega belga Gerome para traerlo a trabajar junto a él en la Villa Virgen. Allí, junto al cura Nicolás y la asistente social Luciana, viven y desarrollan su labor. La tarea social que llevan adelante es mucha y la consideran inseparable de su tarea eclesial. Particularmente se encuentran abocados a un proyecto de construcción de viviendas sociales en el mismo barrio, para cambiar las muy precarias en las que viven por otras que les den cierta dignidad, sin salir de su lugar, de su barrio, sin perder su identidad como comunidad. En la trama de Elefante blanco se cruzan el relato sobre el trabajo en las villas con los conflictos personales que los atraviesan ya por la identidad nacional, de clase o sus propios deseos y temores. Trapero y su equipo de guionistas construyen un entramado entre lo particular y lo colectivo coherente, aun cuando no siempre lo resuelven del mejor modo en cuanto a la estructura dramática. Por una parte, quedan cabos sueltos, hay resoluciones apresuradas y un par de escenas innecesarias para establecer un puente obvio entre el presente (ficcional) y el pasado (real, la historia del “martirio” del cura Mugica), mientras que por otra parte la decisión de estructurar la obra desde lo trágico otorga al trabajo un sentido negador de la posibilidad transformadora de la política. Pero lo importante de esta película es, por sobre todas las cosas, el punto de vista. Trapero no renuncia ni un solo minuto a sostener la opción (de los curas y la propia) por los pobres, por los desposeídos, por los marginados. Con precisión, la cámara se pone de su lado incluso en las escenas de represión policial, lo que brinda una mirada novedosa y arriesgada frente a una sociedad que no siempre acepta como justos los reclamos sociales de los que nada tienen. Tampoco teme el realizador dar cuenta de la trama compleja que incluye al narcotráfico metido allí, en medio de la villa, imponiendo su dominio y cooptando a los jóvenes para su trabajo, en una lógica que tiene también algo de sacrificial. Pero al hacerlo sabe marcar claramente los límites, y el sojuzgamiento que sobre las mayorías estos narcos imponen. La organización de la puesta en escena, la construcción de los espacios, el trabajo en la elección de todos los personajes, todo aporta a un relato profundo y contundente. Extremadamente político y valiente en cuanto a la elección de las identidades. La película sostiene al espectador atento constantemente, en tensión y puesto frente a una realidad en la que el director obliga a tomar posiciones. La película es vital y sincera. Más allá de las críticas y discusiones, la película no parece producto de especulaciones. Con sus buenas y sus malas, Elefante blanco es una de las películas que vale la pena ver.
Skolimoski hace una película desesperada, sobre alguien que debiera ser en su lugar, y que, por obra y gracia de una potencia imperialista y sus cómplices, es desapropiado de todo lo que lo constituye. Jerzy Skolimowski propone un viaje difícil de soportar y por momentos alucinado que penetra con profundidad una de las situaciones más injustas y violentas que se desarrollan en el ámbito de la política internacional. Partiendo de un hecho que no requiere mayores explicaciones, un enfrentamiento en el desierto probablemente afgano, un combatiente es atrapado, golpeado, torturado y sacado en avión por las fuerzas estadounidenses hacia alguna de las muchas bases clandestinas, donde miles permanecen encarcelados ilegalmente. Sin embargo, en el traslado, el vehículo donde viaja vuelca y él queda libre. Se esconde y comienza a correr en medio de un bosque nevado. Todo allí le es hostil. El terreno, los soldados que lo buscan, los escasos hombres con los que se encuentra, la falta de alimentos y agua, su propio cuerpo. Lo que relata la película es una situación mucho más profunda que la propia huída. En el centro está la irracionalidad de un ejército que penetra un lugar que le es ajeno. Ajeno en un sentido absoluto. Con sencillez y profundidad el realizador cuenta la invasión a partir de lo geográfico y lo cultural y como desmonta el poder y el terror en la primera secuencia de la película. Lo que hace el ejército estadounidense con la invasión militar, además de apoderarse de los bienes y los cuerpos de las personas, es violentar la totalidad de la relación entre los hombres y su vida y su lugar. Por ello la película cuenta algo mucho más complejo que la supuesta huída. No hay escape en tanto no hay ningún destino posible, real o imaginario, para este hombre. El corre pero no huye, no existe el delante y el atrás. Ya no tiene presente, tan solo pasado. Skolimoski hace una película desesperada, sobre alguien que debiera ser en su lugar, y que, por obra y gracia de una potencia imperialista y sus cómplices (la sutileza es un arma esencial de este notable director), es desapropiado de todo lo que lo constituye. Desprovisto de toda subjetividad ¿dónde queda el hombre?
La fuente de las mujeres mira desde la superioridad y así le hace flaco favor a las justas luchas de las mujeres árabes y de cualquier lugar del mundo. Así como todo enunciado dicho desde el sentido común no tiene validez alguna como conocimiento científico, toda historia construida sobre supuestos válidos universalmente no alcanza para hacer una buena película. Ni siquiera una interesante. Ni siquiera una sincera. La fuente de las mujeres es la historia de la lucha de las mujeres de un pueblo en el cual son ellas las encargadas de trasladar baldes llenos de agua, desde lo alto de un cerro hasta el pueblo, llevándolos sobre sus espaldas, como burros de carga. Muchas de ellas han perdido embarazos en el cumplimiento de su labor y será por ello que se desencadenará una batalla que pondrá en juego no solo quien portará el elemento vital, sino todo un conjunto de desigualdades de género instaladas en aquel pequeño poblado árabe. El particular modo de llevar a cabo la batalla de las mujeres será lo que suponen su única arma: no permitirán a los hombres tener relaciones sexuales con ellas, hasta tanto el tema del agua no quede solucionado. Parece poco atinado criticar las loables intenciones del realizador, quien pretende visibilizar el modo en que las mujeres son sometidas en nombre de un conjunto de creencias y tradiciones dentro de aquel conjunto de países y culturas. Sin embargo el simplismo del rumano Mihaileanu, director cuyo estilo melodramático especulativo es ya conocido, es la marca que anula cualquier sentido de justicia del discurso. En el propio comienzo del film presenta un epígrafe que explica que la historia a contar puede suceder en cualquier lugar del Magreb o del mundo árabe, sin necesidad de especificar el lugar y el tiempo. Inmerso de pies a cabeza en el mecanismo estereotipante conocido como Orientalismo (claramente desarrollado hace años por Edward Said), el realizador permite generalizar el conflicto que en la película está fundado en la tradición coránica, a todo el mundo árabe – musulmán. Mecanismo injusto, inculto y banal de la mirada eurocéntrica, la narrativa del sentido común, instalada en la Europa xenófoba y en la cultura occidental pro norteamerica post 2001, incluye a cualquier poblado, tradición o corriente islámica en “la misma bolsa”. No es que se ponga en dudas en esta nota la condición desigual de la relación de géneros en gran parte del mundo árabe, lo que es cierto que en muchos casos no proviene de una tradición religiosa, sino de la misma tradición material de la que proviene la desigualdad en el mundo occidental judeo cristiano. La operación que realiza el director es relatar una alianza indudable y generalizada entre atraso, corrupción estatal y dominio religioso como una constante a-histórica (sin momento ni lugar). Todo el mundo árabe (repito, tengan en cuenta el epígrafe inicial) constituye sus relaciones de poder del mismo modo y basada en el mismo origen. Pero para quienes creen que la película es una acertada defensa de los derechos de las mujeres y de la igualdad, Mihaileanu no se priva de proponer una clara diferenciación entre el amor de madre y mujer, frente al amor de padre y hombre (salvo en aquellos educados, lo que permite pensar la mirada eurocentrista del realizador). Y si todo esto fuera poco, la película no se priva de apelar al pintoresquismo de los bailes y los cantares supuestamente populares y los paisajes áridos. Larga, aburrida, simplista, La fuente de las mujeres ve al otro con la vieja mirada caritativa del que mira desde la superioridad. Flaco favor le hace a las justas luchas de las mujeres árabes y de cualquier lugar del mundo.
Bo elige bien la trama, construye correctamente el personaje pero falla a la hora de definir la organización dramática. Esta ópera prima de Armando Bo tiene elementos para ser muy potente. Un personaje bien compuesto dramáticamente y con un actor (no actor) que logra asirlo con profundidad; el encuentro entre la marginalidad y el deseo en esos bordes de la realidad, que suele ser muy productivo narrativamente; y una niñita que maneja sus propios tiempos como una actriz profesional. El problema central es que el joven Bo decidió hacer una película pautada por la narrativa clásica hollywodense y pensada probablemente para el mercado de EEUU, pero articulando en ella iconografías y recursos del cine independiente latinoamericano. Es por ello que el resultado es un melodrama que exagera lo que debería manejar con sutileza y banaliza realidades y relaciones. Por momentos la película podría haberse llamado Papá es un buen tipo y contar la historia de un hombre descarrilado por sus locos sueños que puesto a ejercer la paternidad encuentra su camino. Carlos Gutierrez es Elvis. No se siente, no se disfraza, no se imagina, no camina como y mucho menos canta como. Él es Elvis. Lo conocen en este mundo suburbano con otro nombre, pero eso es puramente contingente. Su camino, por lo tanto, no puede ser otro que el del rey de Memphis. Una hija algo abandonada se interpone momentáneamente en su camino y le permite dudar de su identidad y su destino. Bo resuelve todo con absoluta liviandad, al mejor estilo salvataje de último minuto. A pesar de la simpleza del guión, que reniega de lo patológico del personaje, del exagerado trabajo de la dirección de arte por dar tono miserable a toda imagen y “exotismo latinoamericano” a todo escenario, la película se sostiene y por momentos logra atraer. La potencia del personaje encarnado notablemente por McInerny y las circunstancias en que el mismo se constituyó y desarrolla, alcanzan para sostener el film. Porque además de componer físicamente (no por lo parecido, sino por lo agobiado) el actor debutante canta con precisión y sentimiento algunos de los más conocidos temad de Elvis. Algunas cuestiones formales muy bien trabajadas como la presencia permanente del auto llamado Lisa Marie y la extraña concepción de película de carretera filmada en un pequeño espacio del conurbano, brindan marco y estructura narrativa y poética. Bo elige bien la trama, construye correctamente el personaje pero falla a la hora de definir la organización dramática. Apuesta por un melodrama superficial y personajes estereotipados y poco trabajados (la madre, por ejemplo). El cuadro final, con los dos planos visuales y la música incidental, hablan por si solos.
Seguramente nadie saldría defraudado con esta película. La importante tradición narrativa originada en las publicaciones del sello Marvel, se ha expandido en diversos formatos y géneros. Cada generación, a su tiempo, se vio seducida, influida, atrapada e integrada en alguno de los muchos formatos. La lectura directa de la historieta gráfica original, los dibujos animados televisivos o, más recientemente, las grandes producciones cinematográficas basadas en los héroes originales, todos estos formatos han sido el vehículo diverso para las aventuras de los superhéroes. Así, casi todos hemos sido influenciados por estos personajes y sus aventuras. De modo que un poco más o un poco menos cada espectador potencial tiene una concepción propia de esas aventuras. Cincuentones o más (entre los que se encuentra este cronista) o púberes e impúberes, todos tienen algún tipo de expectativa sobre la película. Y en ese sentido podríamos asegurar que casi nadie saldría defraudado con esta película. Conjunción de narrativas y poderes, presentación de actores que pueden conjugar presencia estelar con talento (especialmente Robert Downey y Mark Ruffalo), un guión consistente y un gran despliegue audiovisual, dan a la película una interesante unidad. Los vengadores es una historia de aventuras de superhéroes, ni más ni menos. La liga en formación, compuesta por Iron Man, Thor, el Capitán América, Hulk, Ojo de Halcón y la Viuda Negra es el gran protagonista de la trama. Porque gran parte de la película – y esto es un acierto – es el proceso de conformación, en la acción, del grupo de Vengadores. Y el final a toda orquesta, es la batalla por el dominio de la tierra contra los invasores que provienen de otras dimensiones. No pretenda el espectador encontrar en esta película ni otra cuestión fuera de la aventura, ni una profundización sobre la tradición de la aventura gráfica. Si acepta esta premisa de base, saldrá satisfecho.
Fábula romántica social que se sostiene en sus muy divertidos gags e impecables actuaciones. Comedia francesa más liviana de lo que pretende, propone una historia con algunos apuntes de mirada social a propósito de la relación de subordinación entre la clase alta parisina y las inmigrantes españolas, cruzada con una historia romántica entre hombre rico – chica pobre, que se sostiene especialmente por los talentos actorales con los que cuenta. A mediados de la década del ’60, en las casas de las familias de la alta sociedad el servicio doméstico era fundamental para sostener la cada vez más ajetreada vida de las damas en estado de ocupaciones vanas permanentes. Es por ello que tras la renuncia de su eterna doméstica francesa, Suzanne Joubert y su esposo, rápidamente optan por una empleada española. Estas por razones de necesidad extrema trabajan en Francia aceptando las condiciones de trabajo que se le impongan. Así la joven y bella María será la nueva dependienta de los Joubert. Pero María vive, junto con su tía y otras mujeres españolas empleadas también para el servicio doméstico, en el sexto piso de la casa donde trabaja. Edificio que pertenece, por herencia familiar, a Jean-Luis Joubert (Lucini). Pronto él verá las condiciones de vida que soportan estas mujeres en su propio edificio e irá abriendo los ojos, a partir de esta novedad, a situaciones sociales, culturales y políticas ante las que parecía ciego, por su propio encierro personal. La película es una fábula romántica social que no de ser por los muy divertidos gags y las actuaciones impecables – especialmente en el caso de Lucini – sería menos que un pasatiempo. Pero lo cierto es que funciona bien en casi todo su desarrollo, con muy buen ritmo y sutileza. Salvo al final, donde una extraña necesidad de dar un cierre convencional a la historia, hace que la misma desbarranque hacia una resolución innecesaria y francamente inverosímil. Buenos pasos de comedia, buenas actuaciones y no mucho más. Pero tampoco mucho menos es lo que pueden ofrecer estas Mujeres del sexto piso.
Si bien el trabajo de Redford es correcto, cierta reiteración de situaciones y la propia obviedad de la historia, conspiran contra el mantenimiento del interés en la película. Es una certeza que todo relato histórico habla del presente. Ya sea para dar cuenta con que herramientas conceptuales el presente organiza su mirada sobre el pasado o más sencillamente, para decir cosas sobre el presente usando el pasado como una alegoría. Este es el caso de la última película de Robert Redford, quien a criterio de quien escribe, ha realizado sus mejores trabajos como director en sus comienzos, cuando en sus películas lo político era parte del entramado de los sujetos y su vida privada. Más al dedicarse a discursos sobre lo político como ejercicio del poder, su capacidad de sutileza, de encontrar pliegues, de establecer interrogantes, se perdió por completo. El conspirador es una película hecha para hablar sobre Guantánamo y otras formas de abusos cometidos por su país en el presente. Basado en hechos reales, la película cuenta el proceso judicial que sufrió Mary Surratt, acusada de conspirar para matar al presidente Lincoln. Defendida, al principio sin convicción, por Frederick Aiken, este juicio estuvo viciado de todo tipo de parcialidad. Surratt era sureña, el bando vencido en la guerra de secesión, y sus jueces pertenecían al vencedor ejército norteño, el mismo que comandó el líder asesinado. Lo que alega Aiken, alter ego de Redford, es que la lucha que llevó a cabo el ejército de la Unión fue en pos de un conjunto de principios que incluían las libertades civiles y la igualdad de los ciudadanos ante la justicia. Que los padres fundadores legaron ese mandato y que la victoria militar no da derechos de modificar ese conjunto de principios. Por lo tanto el modo en que se llevaba a cabo el proceso estaba absolutamente viciado de nulidad, pues contradecía esos principios. Líberal, en el sentido en que usan los estadounidenses el término, Redford está sosteniendo utópicamente aquel mandato, ante los abusos a que son sometidos los actuales derrotados por el ejército de la Unión. La película tiene la clásica estructura de la película de juicios, en la cual el abogado debe luchar solo contra los jueces, el jurado, la policía, las pruebas, los testigos manipulados. En ese sentido Redford organiza el relato siguiendo los modelos clásicos y si bien su trabajo es correcto, cierta reiteración de situaciones y la propia obviedad de la historia, conspiran contra el mantenimiento de interés en la película. La irregularidad y la obviedad de la trama se llevan de la mano con algunas actuaciones (especialmente la de los hombres más jóvenes) y con la omnipresencia dramática de la ambientación. No nos corresponde a nosotros decir que hacer ante las injusticias en el ejercicio del poder de la principal potencia del mundo. Lo que seguro demuestra la historia del cine es que estos intentos son vanos y solo sirven para limpiar la conciencia blanca de un hombre bonito. Y tal vez para aportar algo más de valor a su ya bastante auto publicitada figura.
Empatías y rechazos de tres hermanas Teresa (Eugenia Guerty), Amanda (Vanesa Weinberg) y Ema (Nora Zinski) son tres hermanas que quedan encerradas en la que fuera su casa materna y allí saldrán a la luz los conflictos y los afectos que no siempre amanecen en otras situaciones cotidianas. Nosotras sin mamá, el film de María Eugenia Sueiro, parte de una estructura que bien podría ser una obra de teatro de la década del ’70, pero que construye con elementos genuinos un espacio cinematográfico para tener en cuenta. Como decíamos, a partir de aquel “encierro” y de aquella estructura, si se quiere teatral, la directora construye sin embargo una comedia en la que además evita siempre los lugares comunes. Y esto es algo para destacar, aún cuando en los diálogos están presentes los temas familiares comunes. A partir del guión y de las actuaciones, Sueiro construye tres personajes tan disímiles como arquetípicos. Nosotros sin mamá pone en primer plano a estos personajes que son, por momentos, máscaras de sí mismas. A partir del interesante trabajo de la realizadora, las tres hermanas que protagonizan el film juegan cada una lugares sociales, económicos y etarios diferentes, motivo por el cual generan en el espectador empatías y rechazos. En su opera prima en cine luego de tres cortos (Teresa del Gaumont, Eduviges, Aquel mago ocre), la directora Sueiro evita todo maximalismo y esto es un valor que debe remarcarse. Más allá de algunos altibajos en los registros, las actuaciones del trío protagónico son parte esencial de esta película.
En la mayoría de los pasajes El artista entretiene y propone bellos momentos visuales, mucho más de lo que ofrece habitualmente el pobre cine industrial que vemos cada semana. Entre los distintos modos de evocar el cine norteamericano en tiempos de silencio y Star System, Michel Hazanavicius eligió uno que, rememorando el formato clásico, tanto está cercano al cliché como de una honesta memorabilia sentimental. He aquí lo mejor y lo peor de esta cálida, bonita y algo despareja película, gran elegida de la industria estadounidense. George Valentin es un actor consagrado, mezcla de Clark Gable y Rodolfo Valentino (y por qué no, de un anticipado Fred Astaire). Las mujeres mueren por él. Entre ellas se encuentra Peppy Miller, una joven que cada día llega a los estudios en busca de un papel como extra en las películas. El cruce entre ellos representará una bisagra en la historia. Más allá de la tensión amorosa que ese encuentro despierta, la aparición inexorable del sonoro decretará el ocaso de la carrera del galán y el ascenso de la joven actriz. Así la historia será la de un gran desencuentro, mientras uno se apaga y el otro alcanza su máximo esplendor. La película impacta desde el comienzo. La relación formal con el cine mudo está más vinculada con el imaginario sobre lo que fue aquel cine, que con lo real. Lo cual no es malo pues la elección de una presentación centrada en el carisma, la popularidad y los personajes entrañables, produce rápida empatía con el espectador y su idea sobre lo que fue el cine mudo. Hazanavicius aprovecha este momento para desarrollar sus mejores recursos formales, la aparición dramática del sonido para dar cuenta de la falta de voz, el blanco y negro iluminado con luces y sombras apropiados y algunos interesantes efectos visuales. Hasta la presentación del punto nodal, la película tiene un ritmo consistente y variantes formales interesantes. Y será en ese punto, a partir de un muy logrado plano de Valentin reflejado en la bebida derramada sobre una mesa de vidrio, que la película caerá en un largo letargo. El realizador pierde eficacia al contar las historias paralelas de triunfo y decadencia. El montaje paralelo, que fuera un recurso esencial para la narración en el período clásico del cine mudo, es aquí desperdiciado. El ritmo y la eficacia narrativa basada en el talento y carisma de los personajes, termina desdibujado. Así la película se encamina hacia un final previsible, en el cual el realizador, forzando ciertas tradiciones formales y narrativas, recupera algo de los méritos iniciales. Tanto Jean Dujardin como Bérénice Bejo ajustan perfectamente sus trabajos a los íconos a los que representan. Y he aquí, de algún modo el punto central de este juego demagógico que propone el realizador: George Valentin y Peppy Miller son íconos, tienen una relación con esos actores que son supuestamente representados, aunque tal relación entre el ícono y lo representado, sea ciertamente lejana. El artista habla de un mundo imaginario que se parece al cine mudo. Es un homenaje no a la memoria de aquel cine, sino a lo que el mismo representa como deseo en el espectador actual. Ese es el punto por el cual despierta tantas simpatías (y por el cual cae en algunos problemas formales). Aun siendo una película de momentos, lograda por retazos, pérdida por completo en algún pasaje, lo cierto es que El artista, mientras tanto, entretiene y propone bellos momentos visuales. Lo que no es poco para el pobre cine industrial que estamos acostumbrados a ver en estos tiempos.