Amor sin redes Eso que nos enamora (2018), dirigida Federico Mordkowicz, es una película de índole intima que intenta hacer un esbozo sobre el amor y el desamor sin convertirse en un drama denso. Con un estilo muy bonaerense ofrece un aire jovial y colorido que le hace respirar cierta vitalidad. Un tanto naiv, un tanto ligera, una comedia romántica actual con vaivenes dramáticos desiguales y atractivos personajes. Ariel (Benjamín Rojas) acaba de separarse de su novia y necesita buscar una casa. Llega donde su primo (Carlos Portaluppi), quien está por abrir un bar en su propia casa, y ahí empezará una elegía por su depresión. Ariel ayuda a su primo en la inauguración, mientras éste lo anima a olvidarse de su exnovia, le presenta mujeres y lo hace volver a pisar tierra para ver si así se repone. Sin embargo, Ariel decide irse de la fiesta de apertura a su habitación y ahí encuentra dormida a Noemí (Paula Cancio), una chica desconocida. Pasan la noche juntos y producto de ese encuentro azaroso Ariel comienza a reflotar. Noemí vendrá para salvarlo aunque ella tiene un pasado oculto que irá mermando en esa nueva relación inhóspita que surge entre los dos. Es interesante que la película tiene una estética muy clara y que sigue esa línea hasta el final. No obstante su montaje de estilo clippero, -pantallas divididas, jump cuts abruptos sobre la misma situación-, hacen que se aligere el drama. Sobre todo porque el corte hace hincapié en escenas que solo sirven de transición. Y puede ser aceptado, pero es utilizado para resolver de manera errónea determinadas situaciones que hubieran resultado más poderosas si se hubieran mantenido con un montaje más directo y realista. Lo que sucede es que opta por seguir la estructura de la comedia norteamericana, con un tratamiento variopinto para su conflicto, y con ello cae en algunas convenciones y diálogos típicos. Por otro lado, hay recursos llamativos como mostrarlo a Ariel obsesionado con la imagen de su exnovia en Facebook y perdiendo contacto con su alrededor, o el juego entre los personajes secundarios (quizá lo mejor) con el primo como contrapunto necesario. Sin embargo, a la película le cuesta sumergirse un poco más, se queda en lo superficial, más cuando aún no se ha terminado por generar empatía con su protagonista. Y a lo largo de la película se convierte en el gran problema de la película, que ronda entre caer en la languidez por ser muy naiv e insegura en su concepción de la puesta en escena y ser solo una película íntima, cumplidora y nada más. Al final, la aparición de Noemí (la rubia fotógrafa y con problemas emocionales, como el sueño de todo hombre separado) tomando la posta del argumento, hace que todo se llene de otro matiz. La película se envalentona, Noemí cumple la expectativa y en esa pareja que forma con Ariel, consiguen una agradable química que si bien le cuesta arrancar, no se vuelve del todo un sinsabor. En el deambular, en las conversaciones -aunque también sean previsibles- sigue por un camino que podría decirse que es acertado. Hay guiños a otras películas como Alta fidelidad (High Fidelity, 2000), Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995) y a cierto estilo francés en el deambular romántico como gancho de una aventura amorosa. Y está bien, no llega a una gran maestría pero consigue una buena escena sorpresiva y melodramática donde se revela el conflicto. Así emociona y cumple con lo que prometió desde el principio.
Revolución en café Los 120. La Brigada del Café (2017), dirigido por María Laura Vásquez, es un documental centrado en la anécdota emotiva, la reconstrucción de un suceso y la alegría de un recuerdo. Una mirada sobre aquellos que soñaron con llevar a cabo la revolución. De una forma alternada, yendo del pasado al presente, la película envuelve por su aire de nostalgia y de enciclopedia política Latinoamericana. En 1985 Nicaragua estaba convulsionada por la crisis política y social, en vías de una revolución que lo saque de la presencia estadounidense. 120 jóvenes argentinos decidieron viajar bajo la misión de colaborar y recolectar café, en un acto solidario que significaba la unión entre dos países continentales. Sin embargo, la derecha Argentina quiso que no se llevara a cabo y que la misma fracase desde su principal propósito. Pero los 120 argentinos llegaron y pudieron concretar su meta. 31 años después se vuelve sobre la vida de algunos de aquellos jóvenes que tendrán que revivir su pasado, resurgiendo de aquello que siempre descansa sobre la historia, y que es, la memoria. Este documental posee una estructura un tanto convencional y que podría tildarse de ya antes vista. El formato de conjugar entrevista y material de archivo le quita novedad y asocia al esquema televisivo. Puede que uno sienta cierta languidez, sobre todo en al inicio, no empero el film logra afianzarse conforme avanza. Es un vaivén entre lo parsimonioso y lo atrapante, pues los mejores momentos son aquellos en los que por montaje se anima a romper con la estructura. Su estilo televisivo apunta hacia lo más coyuntural y llamativo de la misión. La anécdota revolucionaria le da su lugar trascendental: un grupo de argentinos que fueron a luchar a una tierra que no es suya. La mirada distante sobre otra realidad, sumadas a las ganas de ir a cumplir una meta política y social. La vieja canción de esperanza que hoy suena tan anacrónica por las circunstancias actuales es su punto fuerte. La manera de mostrar cómo un grupo humano que regresa al lugar muchos años después, para recuperar la juventud perdida y a la vez, volver a ser quienes fueron. La imagen visual sobre el pasado, pero visto con alegría comparativa, es el mayor logro de Los 120. La Brigada del Café. Ver a sus participantes jóvenes y verlos cómo se ven hoy, le da un halo especial a la película que cuenta con la idea siempre atrapante del retorno.
Sin tiempo recobrado El tiempo compartido (2017), película de Mariano Laguyas, es una obra que se adentra en el mundo del thriller y lo hace de una manera osada mezclando líneas temporales, con los elementos necesarios para crear suspenso. Pero se queda a mitad de camino pues pierde la fuerza necesaria ante una falta de atmósfera que no potencia la puesta de escena ni a los personajes, siguiendo únicamente su confuso argumento. Magui (Kyrana Gallego) regresa a Mar del Plata con una hija, después de episodios que vivió hace más de 20 años. En ese momento la ciudad balnearia era sede de los XVII Juego Panamericanos y entonces, la película irá del presente al pasado, cuando la protagonista estuvo involucrada en un hecho trágico que la ha marcado personalmente. Entre las idas y vuelta de ambas líneas temporales comenzará una historia de emociones varias. El tema de la mezcla temporal es interesante desde un primer punto de vista; sin embargo, aquí falta un diseño preciso y lo que sigue es pura confusión. Pero incluso si se busca dicha propuesta (si uno piensa en películas de David Lynch por ejemplo, o cine experimental) le hace falta la marca estética, el punto de anclaje donde el espectador se quede atrapado. Aquí es un salto temporal tratado de forma efectista, siendo así solo pequeños momentos aleatorios que no refuerzan la trama o a los personajes. También cabe señalar que el argumento carece de interés, dada la manera en cómo se presentan los personajes, las ciudades -elemento vital- y los espacios. Y esto no tiene que ver con validar o menospreciar algún elemento, uno puede hacer hasta una gran película de personajes anodinos como un chofer de autobús que escribe poesía (Paterson, película de Jim Jarmusch). Aquí se necesita mucha más fuerza por tratarse de un thriller, no alcanza con enlazar amores sostenidos por su erotismo. Desde luego que la protagonista atrapa con lo que nos va contando con su lenguaje extranjero, nos construye la historia y da el orden para la película. No obstante al final, nos queda la sensación de haber presenciado un policial muy soft o naif por más en serio que se realice. Porque El tiempo compartido cuenta con tintes de intriga y emoción, pero no logra sacar provecho de sus virtudes que podrían haber sido utilizadas en su favor y potenciar la propuesta.
El pasado que está entre nosotros El intérprete (The interpreter, 2018) es una película que regresa sobre un “fantasma” de la Segunda Guerra Mundial, una herida incurable en aquellos países de Europa Central que sufrieron los embates del nazismo. Bajo una mirada particular, el film relata una historia que mezcla el drama y tintes de comedia negra -para enternecer y a la vez dar un impacto humanista- sobre la búsqueda de la verdad en un viaje al pasado más oscuro, donde el mal nunca se termina. Ali Ungár (Jiri Menzel), de origen eslovaco, es un intérprete de 80 años. Viudo hace más de 10 años, está en el ocaso de su vida. Pero busca vengarse, porque a partir de la traducción de un libro escrito por un ex oficial de la SS que estuvo en Eslovaquia durante la Segunda Guerra Mundial, ha descubierto que éste mandó a ejecutar a sus padres. Como habla alemán, Ali viaja a visitarlo con el fin de matarlo, sin embargo, al llegar se encuentra con que ya había muerto. Lo recibe el hijo, Georg (Peter Simonischek), un maestro jubilado de 70 años, que puede brindarle información sobre dónde fueron enterrados sus padres. Al mismo tiempo, Georg encuentra en Ali, alguien que puede llevarlo a Eslovaquia para saber sobre las actividades de su padre durante la Guerra. Entonces hacen un acuerdo: será su intérprete y emprenderán un viaje en busca del pasado, se meterán en el centro mismo del horror, en el relato a través de cartas y sobrevivientes sobre un hombre que mató a cientos de personas y que, detrás de su uniforme nazi, también era un ser humano. Sin duda que el personaje de Ali, siempre acompañado por un leit-motiv musical que lo sigue todo el tiempo y que luego se convierte en la bandera de todo el relato, logra que uno quede envuelto en todo este drama. Después Georg con su estilo más bruto y sin algún desasosiego aparente, le da el toque necesario para que se conviertan en un buen dueto. La película así se llena de emoción incluso, cuando lo hace desde una alegría mostrada con gran melancolía. La idea del pasado está en todo el relato y es lo más interesante. Desde el inicio, está la parte humanista de los octogenarios que suelen obsesionarse con las reminiscencias y no quieren llegar a la muerte sin dar un vistazo hacia atrás, y menos con aquello que nunca se debeló. Aquí es el impulso para ambos personajes, pero también están movidos por la voz de un muerto. La alusión a la figura literaria del “fantasma” que guía, hace que la película sea aún más atractiva. Con un final de impacto, El intérprete se divide en dos partes: Una inicial que es una suerte de comedia al estilo de los Hermanos Coen y a lo Jim Jarmusch, por su simplicidad para evocar el drama, mientras que la segunda ya es el drama en sí. Lo más áspero y denso con los testimonios de los sobrevivientes. Pero sin duda estamos rozando Apocalypse Now (1979), salvando las diferencias, aunque se entenderá por su desenlace el porqué de citar la película de Francis Ford Coppola. No obstante, aquí también hay un coronel Kurtz del cual solo se sabe noticias, se tienen fotos y testimonios, y la duda entre un ser humano común y un ser malvado. El final es lo más fuerte de todo. Una vuelta de tuerca que da a todo un matiz adicional. Sin buscar grandezas ni grandes pretextos épicos, termina con la misma naturalidad con la que empieza, tal vez si languidece un poco, pero deja pensamientos y sensaciones necesarias. Como abrir la puerta para ver lo que hay detrás y, aunque nos resistimos para no ver el horror del otro lado, sabemos que el monstruo está ahí, expectante.
Sombra del Este Segey (2018), documental de Pedro Barandiaran, es una pieza emotiva y sugerente sobre un apátrida ruso perdido en Argentina. La historia surge de un misterio absoluto e indescifrable, atractivo por su lenguaje visual, donde todo se vuelve extraño y divertido. Una visión expresionista, como un pequeño cuento alemán o del Este más siberiano, más glacial, diseñado en Latinoamérica. En blanco y negro y con lo más bello de lo grotesco de la ciudad de fondo como un personaje más, casi diseñado a cartón y pintado como acompañante. Segey Spivak nació en la antigua URSS y llegó a Argentina donde le pusieron, simplemente, Sergio. Arribó en 1997 por una oferta laboral en la ciudad de La Plata pues es un pintor que se formó en el Museo Hermitage de San Petersburgo. Sin embargo, no tiene patria, no es ruso y al mismo tiempo si lo es, aunque haya nacido en la URSS, vivido en Marruecos y tener paso en varios países, no puede ser reconocido como proveniente de ahí por distintos temas legales: Es un hombre sin identidad. De baja estatura, con una mirada y forma de caminar, particular, es un artista con movimientos infantiles, con voz de adulto, que se mueve como un extranjero en una ciudad que ya es suya, y que habla un español que muy poco se comprende, pero que se le entiende muy a pesar de todo. Un afán cautivante lo rodea en su más intrínseca soledad. La puesta dramática de la vida de Sergio es de lo mejor. La búsqueda de extrañeza de un mundo natural convierte todo en una pieza visual elocuente. En lugar de hacer un reflejo natural de un extranjero que está lejos de su país de origen, intenta ir más allá y encuentra una mirada personal, manierista, centrada en el detalle, en las figuras, en las sombras, en las miradas perdidas, en las líneas del rostro opaco y perdido y ahí es donde nos hace referencia al expresionismo alemán, con cuerpos y voces dispares que se encuentran y se desencuentran, en la importancia de la oscuridad y de lo onírico, todo potenciado por la puesta de cámara y la ventaja del uso del blanco y negro. Siempre creando texturas, siempre incrementando el drama. No hay duda de que hay un aire onírico en cada escena. Como Andrei Tarkovski que intento hacer una película de ciencia ficción desde un mundo natural como sucede con la ciudad en Solaris (1972) donde en una famosa escena, un hombre va en una avenida urbana, en silencio dentro de un auto y lo vemos ir perdido en sí mismo, bajo túneles y acompañado por el sonido de los autos que van a toda velocidad. Tarkovski decía que la ciencia ficción estaba en nuestro propio mundo. Una escena larga, en blanco y negro y que la duración, la manera como está montada, nos vuelve todo extraño, como fuera de este mundo. Segey es justamente eso: Lo enrarecido cautiva, el mundo se vuelve un eterno sueño, como aquella escena donde Sergio habla con su hijo a través de una pantalla como un fantasma o un médium que evoca seres del más allá. Y a la vez, como un cuento de Kafka tenemos preguntas, la vida de Sergio queda llena de incógnitas, no se puede definir qué pasó, quién es con exactitud, y sin embargo, lo podemos hacer. Es posible que su propuesta visual hace languidecer la película, pero sabe a lo que está apuntando y con cada momento lo va consiguiendo.
Una propuesta atrevida con aires de grandilocuencia es Charco, canciones del Río de la Plata (2017), un documental musical que intenta abarcar innumerables voces pero carece de un foco concreto aun cuando posee una gran imagen y una música enriquecedora. Pablo Dacal, trovador argentino, es el conductor de este viaje hacia el corazón de la música argentina y uruguaya de los años 70 y 80s. Entrevista a grandes figuras del rock -o de géneros vernáculos- y otros estilos para que sea la música la que surja desde el dialogo y de la puesta en escena. Desde el inicio este documental dirigido por Julián Chalde genera la idea de seguir un formato televisivo, como si se tratara del capítulo de algún programa de entrevistas sobre la ciudad. La visión es epidérmica y de entretenimiento momentáneo en lugar de ser una mirada profunda y adentrada en una investigación elaborada y concreta. El ritmo de las entrevistas es muy frenético y éstas no terminan por centrarse en una idea. Los testimonios son en realidad conversaciones anodinas y no sirven de intriga y enganche para la curiosidad del espectador. Y resulta extraño, más cuando la mezcla de los diferentes entrevistados produce un distanciamiento innecesario con quien observa. No se sabe qué es lo que interesa ¿El origen de la composición? ¿El ritmo? ¿La inspiración? ¿La historia de determinados ritmos? ¿Un solo ritmo? ¿Un solo género? O es sólo un compilado para el lucimiento de figuras como Fito Páez que parece inmerso en un videoclip suyo, y no tiene nada interesante qué decir o Gustavo Santaolalla o Jorge Drexler que siendo tan enriquecedores terminan en entrevistas que podrían ser el bonus track de algún concierto que hayan dado por el mundo. Una pena porque éstos dos últimos tienen mucho por desgranar sobre el proceso creativo. Tal cual un videoclip, todo pasa rápido. Incluso el montaje genera la idea de que se hizo con apuro y cae en parecerse a un video turístico de la ciudad de Buenos Aires o de Uruguay. Aparte la voz en off del conductor es poco adictiva a lo que vamos a ver. La imagen, desde luego, es bella y atractiva pero después está demasiado centrado en el entrevistador, eso se puede deducir por la puesta en escena donde la cámara, y el montaje nuevamente, está más preocupado en sus reacciones que en el testimonio que era lo importante. Además, algunas charlas exigen demasiado conocimiento y si no se sabe algún detalle, uno se queda afuera. Mucho tiene que ver la estructura pues para contar lo que quiere decir necesitaría cinco horas. Y sólo usa hora y media. En todo caso con un tema concreto u otro diseño narrativo, con la misma belleza estética y esa energía, hubiera sido un éxito. Al final queda un gesto agradable, que sólo quería mostrar un poco de música en vivo y fin de fiesta. Y eso está bien, pero algunos elementos quedaron a medio camino y sin ver lo potente que eran.
El ojo que crea Sombras de la luz (2018), documental de Daniel Henriquez, se propone la interesante tarea de seguir el proceso creativo de un artista, en este caso, de un fotógrafo. A través de un compendio de entrevistas y fotos, nos adentráramos en un álbum fotográfico que nos cuenta no solo la vida del autor, sino también la crisis actual para continuar su trabajo. Una atractiva idea sobre el seguimiento y la construcción de un archivo. El prestigioso fotógrafo Carlos Bosch atraviesa una crisis creativa de la cual parece no encontrar salida. Alejado del fotoperiodismo, busca representar sus sensaciones actuales, pero no solo le interesa fotografiar sino que indaga, busca y discute como siempre lo ha hecho, como un cazador de historias. Pero al encontrar el camino, se da cuenta que todo tiene más aristas. A través de las entrevistas de sus colegas, se conocerá su trabajo del pasado y actual, que va desde archivos de eventos extraordinarios hasta elementos sobre la violencia del siglo XX. El artista pensando sobre su creación. Es indudable que el documental a la vez de ser sobre la impronta figura de su protagonista, también es una discusión, un debate sobre la imagen fotográfica -el hecho de robar una imagen-. Se habla sobre los soportes, formatos y fines en sí mismo. Por ejemplo, se plantea la gran diferencia entre el fotoperiodismo que es inmediato y efímero, y la foto gráfica, donde se inmiscuye el método de creación y el rol del fotógrafo como comunicador. Del mismo modo resulta muy enriquecedora la reflexión acerca de la creación. El dónde colocar la cámara en cada momento a ser fotografiado. Una especie de búsqueda autoral. Una idea muy romántica y atractiva, pues Sombras de la luz intenta ser también un interesante tratado sobre el “ser fotógrafo”, una profesión que tiene como mayor virtud el trabajo con la imagen. Por ello aprovecha el silencio entre las fotos, para que éstas hablen por si solas, y que podamos ver a los fotógrafos creando, discutiendo, y sobre todo, desanimándose y alentándose sobre su propio trabajo: lo mejor que posee la película.
Debajo de ese manto tan blanco Este año ha sido particular para Sebastián Lelio pues resultó ganador del Óscar a mejor película extranjera por Una mujer fantástica (2017), el primero para Chile, y ahora estrena su primera película de habla inglesa Desobediencia (2017) y que, como fiel a su estilo, trabaja sobre un argumento polémico. En esta oportunidad toma la religión judía más ortodoxa para hacerla estallar desde sus entrañas. Con un lenguaje lánguido y una composición milimétrica contrastada, plantea el tema de la eterna duda entre la razón y el instinto, entre lo más razonable y el impulso carnal de las pasiones más ocultas. Una poderosa elegía sobre las convenciones actuales. Basada en el libro de Naomi Alderman, todo comienza con la muerte en una sinagoga de Londres del Rabino de una comunidad judía. Aquel hombre resulta ser el padre de Ronit Krushka (Rachel Weisz) quien se dedica a la fotografía en Nueva York. Ante la mala noticia debe regresar a su casa a toda prisa. Pero ella renunció a su comunidad, dejándolo todo y perdiendo su herencia religiosa. Entonces volver será un remesón para todo el mundo. Del luto pasará a ser vista como la hereje, la hija perdida y a la vez como la oveja negra que abandonó al Rabino. En dicho regreso se encontrará con sus amigos de la infancia y ahora casados Dovid (Alessandro Nivola) y Esti (Rachel McAdams) Kuperman. Sin embargo, solo traerá problemas al destaparse, de nuevo, un secreto inconfesable. No hay dudas que al inicio el lenguaje pausado podría hacer que el film sucumba en cierta lentitud que nos desapegue de aquella figura del dolor y el duelo postmortem. Sin embargo, y de manera inesperada, una incertidumbre aparente y anodina nos lleva hacia el drama más denso y oscuro. La llegada de Ronit desencadena el amor oculto que acarrea desde la infancia con Esti. La calma e indiferencia se convierte en imágenes de amor descontrolado y lésbico que harán que la elegía se convierta en un canto de libertad en la oscuridad de una religión que parece resquebrajarse. Y entonces a partir de ahí uno no volverá a desengancharse hasta el final. Es interesante como el relato hace recordar a las novelas del escritor estadounidense Philip Roth (gran autocritico de su propia raíz judía) donde un personaje regresa ya sea por enfermedad o muerte a su barrio de infancia, pero a la vez este personaje es el elemento que abre los temas tabúes, pues es el elemento desestabilizador. A diferencia de Roth, Lelio está más interesado en el mundo femenino como protagonista, aquí sus dos actrices encarnan el pecado en sí mismas y a la vez pondrán en jaque a su entorno que siempre lo sabía y siempre se preocuparon en ocultar. En Desobediencia, Lelio demuestra otra vez su impronta virtud para el manejo de escenas fuertes sin escapar a los detalles visuales y con ello abrir la polémica de par en par. El relato muestra a la religión, construido por siglos sobre columnas de hierro como un campo poseedor de temas paradójicos, contradictorios y siempre discutibles. Una poderosa manera de humanizar las tradiciones más conservadoras.
Mis ojos en tus manos L’ amore con te (Emma, 2017), película dirigida por Silvio Soldini, es una mirada particular sobre el romance en el mundo de hoy donde abunda la superficialidad, lo efímero y la tecnología como entes importantes. Siguiendo el estilo de una comedia de situación, apela a la tradición italiana que viene en su origen, haciendo que el humor y la emoción nazca de la disparidad, del malentendido en este caso, de dos personajes que parecen difíciles de relacionarse. Todo sin caer en la melancolía ni en un drama intenso, sino una manera casina y alegre encerrada en un mundo atractivo y cómplice. Teo (Adriano Giannini) es publicista, tiene una pareja y al mismo tiempo una amante, una casa a donde ir y otra donde quedarse cuando quiera. Lleva sus días alegres e inmiscuido en un mundo de creatividad y alejado de toda responsabilidad. Sin embargo, parece ocultar más de lo que realmente asume de su vida. Tiene un lado oscuro y es una contradicción. Muy tranquilo y muy vertiginoso, siempre con una máscara andante. Él conocerá de manera azarosa en su vida frenética y sosegada a Emma (Valeria Golino), una osteópata ciega y profesora de jóvenes ciegos, que lo hará brotar de su vida “normal”. La voz, el tacto, la inteligencia y todo de Emma le gusta. Incluso que no pueda ver lo atrae más y aumenta su curiosidad. Es así que de manera rápida e intimista, comenzarán a relacionarse. Empezará el amor y todo dará un giro especial para cada uno. Una relación atípica, irónica, pero, al parecer, sincera. Lo mejor que nos trae la película es sin duda los personajes. Son todos los dueños del relato. Sobre todo la pareja principal. Interesante la postura de él dedicado a la superficialidad y venta como es la publicidad, siempre acelerado por el teléfono, y ella que sin el sentido de la vista, está inmersa en un mundo más metafísico, sensorial con un aire oriental de maestro espiritual. Además se desenvuelve con toda naturalidad y como parte de un mundo que no le da impedimento alguno. Esa irreverencia a tomar la ceguera como algo normal, resulta atrapante y a los personajes los atrae más. Ambos llevan todo el relato a volverlo enternecedor y atractivo. Pero además, están los personajes secundarios, lo cuales le dan ese tinte de comedia a la italiana a esta película. La amiga de Emma y los amigos de Teo son seres que elevan la historia, en lugar de conjurar un drama nos devuelven un aire de alta espontaneidad. Además de todo, la película tiene una mirada a la europea con un lenguaje sosegado y de aire de tranquilidad a partir del cual va naciendo la historia. Un fragmentación a lo Jim Jarmusch, es decir, que nace de lo cotidiano de cada detalle. Una gran que trae una mirada novedosa al cine italiano, un despertar que, por otro lado, tiene a su director Silvio Soldini, como conocedor después de una filmografía extensa.
Sonrisas heridas IKIGAI, la sonrisa de Gardel (2017), documental dirigido por Ricardo Piterbarg, es un esbozo que gira en torno a una tragedia, en este caso un atentado terrorista que marcó a una sociedad y a un país como fue lo ocurrido con la AMIA, y que se convierte en una alegoría a partir de los sobrevivientes y en cómo han enfocado sus vidas después de tantos años. Una mirada necesaria e interesante pues apela a la emoción de lo que significa unir el arte, la gente y el recuerdo del dolor, como si del caos pudiera surgir una fuerza creativa para sobrevivir. El 18 de julio de 1994 ocurrió el atentado terrorista a la AMIA. Mirta Regina Satz trabajaba como jefa de tesorería y aquel día se salvó de milagro y desde entonces se convirtió en una sobreviviente o como dice el título, IKAGI, que significa volver a vivir. Ella, una artista multifacética y bailarina de tango, ha repensando todo el tiempo como trascender lo sucedido a partir de una herida que no ha podido cerrar. No solo porque fue un golpe personal, sino uno muy duro para la colectividad judía en Argentina y para la sociedad en general. La sonrisa de Gardel fue el motor: Un mural con los azulejos donde el cantautor y símbolo argentino sea el artífice para renacer. Sin duda que es importante la temática de este documental y resulta interesante la manera de generar simbología con la destrucción como eje para la creatividad. Una manera de superar un dolor. Sin embargo, sucede una doble apreciación con respecto a lo que vemos en sus imágenes y la forma en que se construye el relato. Por un lado tiene una acertado ir y venir, que resuelta atractivo puesto que utiliza el arte para dejar en claro y redondear el mensaje de los azulejos y el mural como figura central de lo que significa una vuelta a la vida por un sobreviviente. No obstante por otro lado, hay momentos en ese ir y venir entre la vida cotidiana, las entrevistas a otros sobrevivientes, las cortinas musicales del tango arrabalero y valses perdidos entre los talleristas de Mirta, donde aparece un gesto que apela demasiado a una sobre-emoción y a una excesiva presencia de su protagonista, como si el dolor pudiera volver a gesticularse o sobreactuarse. Lo llamativo es que son las mismas imágenes las que demuestran tener la respuesta. Hubiera sido más idóneo construir desde las imágenes para elevar la simbología de la fragmentación y el dolor; en lugar de sólo corporizarlo en Mirta y las imágenes sobre-estetizadas que dan la impresión de una nueva vida que visualmente resulta “forzada” en su reconstrucción. IKIGAI, la sonrisa de Gardel tiene una forma de vaivén para contar que engancha y luego genera un desapego. Una especie de línea sinusoide, con subidas y bajadas que al final dejan un mensaje muy emotivo sobre todo cuando encaja la idea del azulejo y el mural dedicado a Gardel. Además toda la imagen poética de Mirta caminando entre los escombros es de una gran fuerza. Pero así mismo algunos testimonios en su manera de estar filmados rompen un poco con el estilo planteado. Cae un poco sobre lo ya visto y sobre lo ya dicho, y se percibe más cuando el documental evidencia que no tiene mucho más para decir y continúa hilando imágenes. Después de todo es una película que trae mucha alegría, el gesto de sobrevivir siempre es atrayente, su forma de ir para adelante lo mantiene a flote y no deja de ser un mensaje importante sobre una tragedia que no se puede olvidar.