En realidad, quien esto escribe tiene la tentación de ponerle cinco estrellas, pero habrá de primar la cordura profesional. La historia que cuenta el film no es lo más importante: son un grupo de mercenarios de buen corazón (pero capaces de clavar un cuchillo, tres balas y doce granadas en uno ajeno) que deben salvar a la chica y eliminar a un villano, al tiempo que se divierten y nos dicen “esto que en los 80 era considerado reaccionario, en realidad era divertido y catártico: por eso aún vienen a vernos”. Y sí, es divertido y catártico, y es cine puro: todo se concentra en el movimiento, en el desplazamiento, en la dirección de las miradas y en la mitología (grasa, pero mitología al fin) que representan Stallone, Willis, Schwarzenegger, Van Damme, Norris y ese Hércules pelado que es el gigantesco Jason Statham. Si todas las películas fueran así, sería horrible. Pero menos mal que estos tipos siguen pateando traseros de tanto en tanto para sacudirnos, a pura tradición, la molicie.
Decir que se trata de una película sobre el sexo, que pone en juego la idea de la fantasía, que cuestiona la institución matrimonial y etcétera, establecer debates alrededor de estos asuntos es, lisa y llanamente, colocarse fuera del film. Quienes entiendan el cine solo como un acicate para la discusión tendrán con esta comedia una medida de leña que seguramente incremente la venta de entradas. Ahora bien: si usted es de quienes creen que una película es primero una obra, luego materia de discusión estética y -a veces accidentalmente- disparador para la conversación sobre otras cosas recién en último lugar, va a quedar un poco insatisfecho. El film cuenta cómo un matrimonio sin hijos (Juan Minujín y Carla Peterson) tienta a otro más tradicional (Julieta Díaz y Adrián Suar) con la fantasía del intercambio de parejas. Punto a favor (ideológico): la que desata la fantasía es la mujer. Punto en contra: el que más disfruta es el hombre. Pero eso -se dijo- es extracinematográfico. El problema de Dos más dos -que tiene al menos la virtud de que sus personajes parecen personas de carne y hueso reales- es que su factura televisiva, que incluye mencionar sin profundidad todo tono que deba ser mencionado (hay comedia, hay comicidad, pero hay -esto es un cuento moral y nadie lo duda nunca- drama e incluso momentos supuestamente conmovedores). Es allí donde una buena idea con actores a la altura de las circunstancias (es el mejor trabajo de Suar, y no hay ironía en esto) termina fallando.
A esta altura es ocioso hablar mal de las películas de Eliseo Subiela; a la larga se vuelven simpáticas. Aquí cuenta el amor de un cincuentón intelectual por una treintañera, la búsqueda de una pasión (física: para Subiela el amor solo puede ser físico) y la locura de la mujer. Lo que podría ser un melodrama digno pierde -y ese es el defecto Subiela- por exceso de explicación, por la necesidad de adosar la palabra a cada episodio, por no creer en la poesía intrínseca del realismo. Siempre una pena.
Qué raro es este Luc Besson: hizo El perfecto asesino o Juana de Arco pensando que todo cine es entretenimiento (lo que no está mal), y toma prestado de cuanto film le gusta. Aquí narra la historia real de la principal activista por la democracia en Myanmar (y Premio Nobel) Aung Saa Suu Kyi y su marido, el periodista y escritor Michael Aris. El film no es malo ni bueno: a dos grandes actores (Michelle Yeoh y David Thewlis) los contrapesa una apuesta por el espectáculo melodramático sin profundidad, como si Besson tomara la excusa “real” para jugar al melodrama.
Cosa curiosa, con esta película pasa exactamente lo contrario que con la nueva El vengador...: una historia disparatada que requería un tratamiento igualmente disparatado se ve perjudicado por lecciones de historia de los Estados Unidos dignas del peor Billiken. El título promete irreverencia, descalabro, absurdo y diversión. El “honesto Abe” es testigo de cómo un vampiro mata a su mamá, se vuelve con el tiempo asesino de chupasangres y, al mismo tiempo, un gran político, hasta que tiene que pelear de nuevo contra los íncubos porque apoyan al Sur esclavista. Y resulta que lo que mata al film es el enorme, demasiado pesado respeto que se tiene por Lincoln, que termina siendo una figurita de cera en unas secuencias y un aventurero ridículo en otras. El realizador Timur Bekmambetov (Se busca, Guardianes de la noche) es un especialista en acción alocada, pero no en contar una historia o crear personajes que nos causen empatía. Y es justamente en esto último en lo que el film termina fallando: hacía falta ser mucho más incorrecto.
Primero, Paul Verhoeven es un realizador holandés capaz de realizar grandes films en muchos géneros, pero cuyo interés no reside en la violencia que inunda sus películas sino en la ironía de que esa violencia sea parte de la condición humana. Sus películas son espectáculos y otra cosa: comentarios sociales y, sobre todo, políticos. De allí que el original El vengador del futuro, aquel film con Arnold Schwarzenegger y breve papel de Sharon Stone, tuviese una vuelta de tuerca cruel y satírica en cada secuencia de acción. Verhoeven decía en aquella película que la realidad era producto de una manipulación política. Esta nueva versión es una mala lectura: mejora gráficamente las secuencias de acción pero les quita, al no comprender la ironía del original ni su costado metafísico, cualquier peso. Solo se trata de un tipo que corre sin saber si está en el mundo real o en el de su imaginación, nada más. Así, la historia -como en un mal videojuego- es apenas una excusa para saltar de una corrida a otra, de un salto a otro, de un disparo al de más allá. Oportunidad desperdiciada: el film original era previo a internet y el discurso sobre lo virtual y lo irreal, por lo que una nueva versión permitía entrar con más fuerza en esos temas. Pero para eso habría hecho falta un auténtico director de cine.
Publicada en la edición digital #242 de la revista.
Lo sentimos: el fanático del cine de terror seguramente se sienta tentado a este film realizado “cámara en mano” (basta por favor: cómprense un trípode) sobre cosas que atacan a los visitantes medio idiotas de aquel lugar donde se fundió una central nuclear (y, de paso, la Unión Soviética). Pero es mejor eludirlo: sustos en lugar de miedo, truquitos en lugar de personajes, sonido al máximo en lugar de clima. Una película más que es, en realidad, una película menos.
Hay algo excepcional -en el sentido de “raro”- en este film: que cuaje lo “argentino” dentro de lo español, cuando por norma esto no sucede. Aquí la historia de un robo de joyas en España por un par de argentinos deriva en una intriga que tiene lazos con la política y con el exilio de Perón en la península, lo que en términos generales hace de la historia muy atractiva. Sigue la presencia de Francella, que ha descubierto cómo tomarle el tiempo a la cámara cinematográfica y a quien le sería imposible hoy volver a esas comedias a medio cocinar que lo tuvieron de protagonista. Si la película no llega a ser mejor no es porque sus ingredientes no sean los adecuados sino porque son muchos y carece de la debida concentración dramática. Como suele suceder con el cine español de gran presupuesto, deriva en una estética del mostrarlo todo, del regodeo en el detalle que conspira contra el drama y las aristas más interesantes de la historia. Un film que se ve bien pero que se queda a mitad de camino.
Esta película es el éxito más grande de la historia del cine francés, al menos con los números actuales. Está basada en una historia real y su esquema es de esos que cualquiera puede temer: la historia de un hombre rico pero cuadripléjico que contrata como su cuidador personal a un inmigrante senegalés. No hay ninguna sorpresa: ambos se volverán amigos a pesar de las diferencias de clase, de salud, de origen, unidos por el común denominador de ser personas discriminables. Pero si la película es de esas “lecciones de vida” perfectamente alambicadas, tiene la ventaja de no esconder jamás sus intenciones de querer agradar a todo el universo conocido. El pequeño milagro que esconde este film es que, para destrozar cualquier prejuicio, lo logra. Seguramente el lector recuerde un film similar, “Escrito en el agua”, de John Sayles, donde el mismo esquema se repetía entre dos mujeres en el Sur profundo de los EE.UU. Lo que ambas películas tienen en común es no hacer de sus criaturas personas dignas de lástima sino seres humanos con el derecho, incluso y de acuerdo con las circunstancias de la trama, de ser desagradables. Por cierto, el mérito mayor de la película recae no tanto en su dirección, básicamente anodina, ni en su guión, cincelado a prueba de balas para alternar momentos emotivos y risueños casi a cronómetro, sino en sus intérpretes. Por un lado, Omar Sy como Driss, ese inmigrante al que esta relación le cambia el mundo y, por otro, ese gigante llamado François Cluzet, siempre digno y al mismo tiempo gran tragediante y comediante.