Nicolas Cage vive una pesadilla: han violado y golpeado malamente a su esposa. Alguien le ofrece hacer justicia por mano propia y ahí va el hombre a meterse en un asunto mucho más grande y peligroso que la simple venganza. Como suele suceder con el australiano Roger Donaldson, hay momentos que funcionan y otros -la mayoría, básicamente por obra de Cage- que no. Ideológicamente, la película trata de partir de lo repudiable para encontrar un equilibrio un poco cobarde. Dejando de lado esto, es apenas un correcto film de acción olvidable.
Un camionero rudo emprende un viaje de 1.500 km con una mujer y su bebé desde el Norte argentino. Es un comienzo mínimo, una premisa simple que se va transformando en una película atractiva donde el espectáculo reside en la manera como tejen relación esos tres personajes. Sin embargo, la simpleza del film -por cierto preciso- tiene algo de falso, de buscado. No se trata de disponer de golpes bajos para conmover al espectador, sino de sugerirlos convocando la simpatía. Por un lado, es admirable la manera como se ha dirigido y producido un film de compleja logística para que parezca espontáneo. Pero por otro se advierten los hilos y la manipulación; de cómo todo está diseñado -absolutamente diseñado- para satisfacer el ansia de emociones. Los mejores momentos de la película aparecen en los primeros minutos, cuando la manipulación no se nota. De todos modos, hay en Pablo Georgelli un cineasta a seguir con curiosidad y expectativa.
George Miller es un genio. Quizás no lo sepa, o su nombre así nomás no le diga nada, aunque seguramente vio alguna de las tres Mad Max, “Las Brujas de Eastwick”, “Un milagro para Lorenzo”, la increíble “Babe 2” o “Happy Feet”, todos films al mismo tiempo fantásticos, irónicos, agridulces y épicos. Todos extraños cuentos de hadas cuyo fondo es siempre humanista. Miller usa la fantasía para especular sobre el mundo, y aunque hay siempre violencias y tristezas, no falta la alegría del espectáculo. Esa combinatoria es la que hace de la filmografía de este australiano extraño una especie de joya a descubrir desde otro lado. Esta segunda “Happy Feet”, que utiliza la música con la misma maestría de la primera, tiene el lastre de un mensaje ecológico demasiado evidente, algo que en la primera –si bien explícito– quedaba un poco más relegado por la comedia alrededor del pingüino que no cantaba pero sí bailaba. Pero como Miller es inteligente, sabe que el espectáculo y su forma son todo en este caso. Así, el uso del 3D nos sumerge directamente tanto en el ambiente de los personajes como en sus emociones de un modo transparente e inmediato. Aquí hay un nuevo conflicto entre padres e hijos (la historia gira alrededor del retoño de Mumble, que no quiere bailar ni le interesa) mientras el mundo se torna cada vez más caótico. En ese núcleo temático es que la película encuentra su mejor forma e invita a pensar el propio universo en el que vivimos. Por supuesto que la animación es perfecta, lo que nos lleva a no pensar en ella y a conmovernos con los personajes. De eso se trata el cine.
Hay algo muy interesante en este film italiano del debutante Giuseppe Capotondi. No sólo que adscriba a la tradición del thriller de suspenso bien contado (algo para lo que alcanza la pericia técnica) sino que mira a sus personajes con auténtica empatía. Es decir: estas personas existen, sufren y gozan de tal modo que el sentimiento se transmite, sin intermediarios, al espectador. El misterio es un poco trivial, pero los actores elevan con mucho la trama.
Esta hagiografía de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo parece hecha en los 80: viñetas más o menos ilustrativas sobre un personaje y mensaje explícito. Susú Pecoraro está muy bien, pero eso es casi de perogrullo, dado su oficio. El espectador se preguntará qué pasa con el señor Carlotto en el desarrollo del film, y esa pregunta descubre la debilidad del proyecto: es que aquí no debe haber ni una contradicción, ni una duda, ni un gesto que haga de la protagonista algo más que una (pobre) estampita.
Lo primero es protestar por esta maldita moda de “desdoblar” un film en dos, iniciado con la última entrega de Harry Potter (que redundó en un film donde no pasa nada y otro en el que pasa demasiado demasiado rápido). Ahora es la saga Crepúsculo, de lo menos interesante -estéticamente; sociológicamente es otro tema- que ha dado el cine en los últimos años. Ahora veremos qué pasa cuando el vampiro lánguido y la chica virgen se casen mientras las fuerzas de la oscuridad los rodean con su poder maligno, etcétera. Pero, dado que el film está desdoblado, tampoco es que veremos demasiado. Ni la metáfora “Vampiros europeos Vs. Lobos indoamericanos”, ni el consorcio chupasangre, ni la idea de que un rostro “sexy” de Kristen Stewart (por las dudas no lo sepa, ha demostrado en otras partes tener pasta para la actuación) es mirar con ojos vacíos y aerofágica o que el pobre Robert Pattinson (que también puede actuar) es sexy porque es flaco alcanzan para causar algún interés. Menos cuando en este film todo queda por la mitad, además. Un álbum de figuritas para fanáticos con algunas buenas secuencias de acción.
Es más que probable que el nombre de Lee Chang-dong no le diga demasiado: así de lamentable está la distribución cinematográfica mundial, dominada por Hollywood y sin freno. Porque si no fuera por ese tipo de presión, los melodramas de este virtuoso cineasta coreano llegarían a todo el mundo, lo inundarían de felices lágrimas. “Poesía para el alma” es la historia de una anciana que, golpeada por la vida de un modo cruel, decide inscribirse en un taller de poesía. Con este esquema, cualquier cineasta “comercial” (alguien no involucrado ni con lo que narra ni con sus criaturas, alguien que cree que llorar vende) haría un desastre. Chang-dong no: con una enorme delicadeza, con pudor, con precisión narrativa, va conduciendo la historia de esta mujer hasta dejar desnudo el verdadero núcleo de la historia: lo inasible del arte, la imposibilidad de domesticar la inspiración y, al mismo y paradójico tiempo, la necesidad de ejercitarse en las herramientas. Que es lo mismo que decir que el arte es una forma de descubrir o redescubrir el mundo. El realizador es, sin la menor duda, uno de los grandes directores de melodramas clásicos que le quedan al cine (el lector curioso podría buscar la perfecta “Secret sunshine”, su anterior film, en la web), de los que trabajan con precisión y distancia justa los males del mundo, para exponerlos a nuestra mirada sin forzar los elementos para producir un efecto emotivo con el desafortunado golpe bajo el cinto. No es reducir al espectador a la lágrima fácil lo que le interesa a un artista, sino compartir con él una visión del mundo. Como la anciana con sus poemas sobre lo cotidiano, ni más ni menos.
Un hombre trata de sobreponerse a un recuerdo traumático de la infancia que pone en el centro de un drama familiar a su madre. El film no es, sin embargo, una exploración psicológica -o no sólo eso- sino un retrato ajustado de tensiones sociales y de la validez o no de la idea de familia. El realizador Paolo Virzi ya había mostrado buen hacer con Caterina en la ciudad, y aquí vuelve a tomar un camino equilibrado y ecuánime para contar la vida de sus personajes con la distancia justa.
Una mujer que vuelve provoca un resurgir de viejos recuerdos anclados en aquel verano de los setenta cuando Lisa, Lalo y Bruno eran adolescentes y estaban enamorados. El presente los encontrará cambiados pero por un rato volverán a sentir, quizás, lo mismo. Una historia de reencuentros, con la calidez narrativa de la directora de “Herencia” y “Lluvia” que cuenta en el elenco adulto –en especial, el debut en cine de Elena Roger, lo mejor lejos- a su mejor aliado, y su zona más fallida en los flashbacks, cuyos intérpretes no terminan de volver convincente ese amor inolvidable.
Seamos sincerísimos: las mejores películas de Carlos Saura -o al menos las que mejor sobreviven- son esos documentales musicales que ha realizado (con la excepción de Tango, por cierto). Sevillanas es genial y Flamenco, bastante buena. Esta vez, el hombre vuelve a encontrarse con los artistas de la primera Flamenco y repasa el género, compara épocas y artistas, deja hablar y escuchar. Pero si la película vale además más allá de la exposición del paso del tiempo (algo que es, más o menos, un lugar común) es por cómo Saura transmite su propio placer a la pantalla. En efecto: uno puede no coincidir con sus gustos, pero no cabe duda de que son legítimos, que disfruta escuchando y filmando lo que escucha, de que no se trata de alguien que filma por encargo sino por elección. En ese apasionamiento para mostrar lo apasionado reside el encanto de esta película. Que, por cierto, conquista el ojo tanto como el oído.