Las reglas de la música culta. Menos de un año después del estreno internacional de Marguerite (2015), del realizador francés Xavier Giannoli, la historia de la cantante y mecenas musical Florence Foster Jenkins regresa al cine de la mano del director inglés Stephen Frears. A diferencia de la versión libre francesa que trasladaba la acción a París en el período de entreguerras y en medio de la efervescencia vanguardista, la versión británica se sitúa en Nueva York a mitad de la década del cuarenta, a fines de la Segunda Guerra Mundial, respetando así el relato del documental de Donald Collup, Florence Foster Jenkins: A World of Her Own (2007). Tras varios años como promotora de su salón, The Verdi Club, Florence (Meryl Streep), una melómana de gran fortuna, decide volver a tomar clases de canto con el profesor más importe de Estados Unidos tras un largo paréntesis debido a sus dolencias producto de la sífilis contraída en su juventud. Su esposo St. Clair Bayfield (Hugh Grant), un actor shakesperiano de escaso talento que mantiene con ella una relación de tierno amor platónico, la alienta en todo momento en cada una de sus aventuras musicales. Para sus clases ella decide contratar a un joven e histriónico pianista, Cosme McMoon (Simon Helberg), que pasa rápidamente de la euforia -por las atractivas condiciones de su contrato- a la preocupación por su reputación debido a una simultaneidad de aberraciones de tonalidad y ritmo que confieren a la voz de Florence una particularidad grotesca, generando más una situación cómica que una comunión estética catártica. La historia, adaptada por el guionista Nicholas Martin, logra cautivar al igual que el personaje de Florence por su pasión y su dedicación a la música en contraste con la adulación de toda la corte de celebridades, entre las que se encuentra el director de orquesta Arturo Toscanini, que busca el apoyo económico de Jenkins pero la ignora cuando ella lo busca a él para que la escuche. Frears y Martin exponen con una ironía amable las reglas estéticas y económicas de la música, siempre con su esnobismo y su componente de clase. La asistencia a los conciertos de Foster Jenkins funciona así más como un evento social de posicionamiento e intercambio de favores que como un acontecimiento estético y musical. Pero Florence no se queda en esta denuncia de la miseria de los artistas por conseguir patrocinio y de un público ignorante y patético sino que se posiciona al igual que su predecesora, Marguerite, del lado de la melomanía, rescatando la figura de la cantante y su cálido aunque ilusorio entorno y colocando al amor y la emoción por sobre la desgracia y los falsos aduladores. El último film de Frears consigue de esta manera -a través de las enormes interpretaciones de Meryl Streep, Hugh Grant y Simon Helberg- despertar nuevamente la polémica al igual que en Philomena (2013) al indagar en un episodio interesante y contradictorio de la historia de la música, del que el director se vale para desmenuzar las máscaras de época mediante una dialéctica que varía entre la sordidez y la belleza de la escena musical neoyorquina durante el último conflicto bélico mundial.
Citas literarias. El anteúltimo film de Anne Fontaine (Madres Prefectas, 2013) es una adaptación de la novela gráfica de la caricaturista inglesa Posy Simmonds, que se publicó durante la década del noventa en las páginas del diario británico The Guardian para finalmente editarse en forma de libro en 1999. La película respeta la historia y el tono tragicómico de la novela gráfica de Simmonds, comenzando con el relato del panadero Martin Joubert en un pueblo ficticio de la región de Normandía, al norte de Francia, sobre una tragedia en medio de la belleza natural del paisaje galo. A partir de la culpa de Martin por lo ocurrido, La Ilusión de Estar Contigo reconstruye la historia de Charlie y Gemma Bovery, una pareja inglesa que se muda a Francia para vivir en el campo y disfrutar de los placeres de la comida local. Apenas llegan a su nuevo hogar, una antigua casa rústica, conocen a su vecino Martin y su esposa Valérie. El panadero instantáneamente se obsesiona con la pareja por el parecido de sus nombres y apellidos con el de los protagonistas de la novela Madame Bovary de Gustave Flaubert, uno de los mejores exponentes del estilo realista romántico del siglo XIX. La similitud apelativa da lugar a una repetición de las andanzas amorosas de Emma Bovary por parte de la bella Gemma, interpretada por la actriz inglesa Gemma Arterton, que preocupa aún más al entrometido panadero. La labor de vigilancia en un principio da lugar a la intervención con el fin de impedir que la chica termine trágicamente como la protagonista de la novela de Flaubert. La película de Fontaine se centra en la relación platónica entre Gemma y Martin, ya sea a través de la coincidencia de los paseos de sus respectivos perros, en la predilección de la joven por las delicias de la panadería o en la amistad que ambos alimentan por motivos distintos. El resto de los personajes deambulan como satélites alrededor de estos dos planetas. La gracia y la calidez de los protagonistas sostienen esta simpática propuesta que juega con el relato de la tragedia de la extraordinaria novela de Flaubert para construir su propia historia con un tono cómico, romántico y por momentos cínico. La Ilusión de Estar Contigo funciona además como un paralelismo sobre el devenir de la burguesía y el rol de la mujer tras el paso del tiempo y los cambios sociales. Si en Madame Bovary la vida campestre era sinónimo de crudeza, en la actualidad es en el Primer Mundo una elección de retiro por parte de personas mayores que precisan descanso y jóvenes que prefieren vivir un tipo de vida menos agitada que la que ofrecen las grandes ciudades. La propuesta de la directora oriunda de Luxemburgo es interesante e ingeniosa y adapta respetuosamente la obra de Simmonds para ofrecer un film íntimo que se adentra en la banalidad de la burguesía, en sus temores y en su cultura en el contexto de la encantadora campiña francesa, creando una historia auténtica y sencilla.
Cuestiones de amor, odio y libertad. Basada en la historia del fallo judicial de carácter homofóbico que le quitó la tuición de sus hijas a la jueza chilena Karen Ataya, Rara indaga en el famoso caso sobre custodia que sacudió a la opinión pública del país trasandino hace un poco más de diez años y que aún sigue causando revuelo y discusiones en el ámbito del derecho en Latinoamérica, en especial a partir del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al Estado chileno a raíz de la apelación de la jueza por la infundada decisión de la Corte Suprema de Chile. La ópera prima de la realizadora Pepa San Martín compone su relato a partir de la mirada de Sara (Julia Lübbert), la hija mayor preadolescente de Paula (Mariana Loyola), una jueza -separada del padre de las niñas- que vive con su pareja Lía (Agustina Muñoz). Ambas mujeres crían a las hijas en un entorno de tensión debido al miedo a la intolerancia en los círculos burgueses y pequeñoburgueses chilenos y a los típicos conflictos de los niños a punto de entrar en la adolescencia, una etapa que los enfrenta al mundo de los padres. Sara convive normalmente con la identidad sexual de su madre pero es consciente de que es mejor ocultarlo a su entorno para impedir que tanto ella como su hermana y su madre sean juzgadas y perjudicadas por la intolerancia, los prejuicios de la ignorancia y el odio del medio conservador en el que viven. Los conflictos adolescentes de la niña generan una preocupación desmesurada en el padre, Víctor (Daniel Muñoz), quien decide judicializar la situación para alejar a sus hijas, Sara y Cata, de la influencia del entorno materno. En medio de los conflictos paternos, Sara se pelea con su madre, anda siempre al lado de su mejor amiga y de su hermana, cuida al gatito que su hermana encontró abandonado en el jardín, se siente atraída por un joven de la escuela, no quiere festejar su próximo cumpleaños y siente deseos de salir de noche y de fumar mientras sus calificaciones van en picada. En el marco de estos conflictos adolescentes se insertan las cuestiones de género y de discriminación de forma sutil en un entramado delicado para que la ficción intervenga con su claridad artística en la realidad. Rara enfoca la cámara en una situación compleja y problemática sin prejuicios para intentar comprender la realidad y crear consciencia sobre la libertad sexual y los ardides de la discriminación. Pepa San Martín logra en su primera película componer un gran relato que releva todas las voces, las posiciones y las situaciones que influencian en la vida de Sara y de su madre, para que el espectador pueda sacar sus propias conclusiones y para que la libertad se imponga a las fobias de algunos reaccionarios que aún militan por el odio.
Los restos de la era industrial. Dividido en tres relatos, el último film de Antonio Capuano recorre el barrio obrero de Bagnoli, ubicado en Nápoles, a través de Giggino, Antonio y Marco, tres generaciones que representan la ampulosa y vehemente idiosincrasia napolitana. Las historias determinan tres situaciones sobre el pasado, el presente y el futuro de este barrio marcado durante todo el siglo XX por su relación con la fábrica metalúrgica y golpeado duramente por la desaparición de la misma a principios de la década del noventa a causa de la aplicación de las preceptos neoliberales, que promovían la reconversión económica hacia las áreas de servicios. Giggino es un delincuente linyera que roba pequeñas cosas de los autos estacionados en una eterna carrera que corre alrededor de la ciudad contra la ciudad misma. Tras ser desahuciado de su casa por su esposa regresa al hogar de su padre, Antonio, un jubilado fanático de Maradona que trabajó toda su vida en la fábrica y ahora se dedica a contar historias a mafiosos sobre el astro argentino del fútbol. Marco es un joven de dieciocho años que admira a Antonio y sus relatos sobre la época dorada del Napoli, siempre trabajando como delivery en un almacén y viviendo con su familia junto a muchas otras en un edificio tomado que antes funcionaba como escuela. Los tres personifican la decadencia de un barrio y de una cultura que traspasa las fronteras de Italia y de Europa para expandirse hacia el mundo. Estamos ante las consecuencias del triunfo de las bases económicas del neoliberalismo que destruyó las industrias pesadas, la identidad y la solidaridad ciudadana para transformar el mapa socioeconómico y devastar el territorio, dejando a los trabajadores al borde del colapso sin ninguna protección ante las crisis económicas producto de la corrupción del capitalismo. A través de los protagonistas se puede divisar la violencia de Bagnoli, expresada en la droga y la mafia, no obstante también aparece la esperanza en la militancia política de la juventud que se expresa en el arte y la política. La desoladora realidad se mezcla así con la esperanza, que surge como un elemento fantástico que descoloca a los personajes y modifica su percepción para ofrecerles la belleza transformadora del arte. A su vez, en las afueras de la ciudad, la fabrica se yergue como un monumento moderno brutalista a las políticas industrialistas y la vida fabril, mientras el paisaje urbano de este barrio -construido caóticamente y sin ningún control- la rodea dándole la espalda, sumido en la crisis económica y espiritual de Europa. Utilizando la cámara en mano, Capuano exprime al máximo los recursos de la ficción documental poniendo los mecanismos a la vista en un film político y corrosivo que enfoca la cámara en los residuos de una era vía las historias de unos protagonistas derrotados. Historias Napolitanas encuentra así, de forma extraordinaria, la identidad de Nápoles en su barrio más representativo y en las vidas de sus habitantes para comprender el estado de la crisis europea en uno de sus países más importantes.
El intoxicante sabor de la venganza. Después de casi veinte años desde su última película, En lo Profundo del Corazón (A Thousand Acres, 1997), la directora Jocelyn Moorhouse regresa con una adaptación tragicómica de la primera novela de la escritora australiana Rosalie Ham. Tanto el best seller como el film transcurren en la década del cincuenta del siglo pasado en un diminuto asentamiento en medio del desierto australiano denominado Dungatar, un infierno -al que afortunadamente llega el ferrocarril- en el cual unos pocos pobladores interpretan el papel de víctimas y victimarios en una especie de Dogville (2003) pero menos perverso. Allí, la modista Myrtle Dunnage (Kate Winslet) regresa tras muchos años de ausencia obligada debido a una acusación de asesinato que la puso en un internado cuando niña. Al volver a su casa encuentra a su madre confinada en su cama y deprimida, de mal humor, rodeada de basura y con la compañía de una zarigüeya. Su regreso le trae recuerdos a la memoria pero también aflicción por no lograr rememorar ni discernir si ella mató a su compañero de clase, el hijo del concejal, el hombre más rico e influyente del pueblo ficticio, a pesar de que varios de los pobladores están convencidos de que ella lo hizo. Al establecerse y comenzar con su negocio de alta costura, Myrtle encandila a todas las mujeres del pueblo, que cambian de un día para el otro su apariencia con vivos colores y atractivos vestidos que lucen a toda hora y en todo lugar. La conservadora competencia traída por el concejal amplía la fama de la extraordinaria hija pródiga, pero la envidia de aquellos que aún no olvidan los confusos sucesos del pasado convertirá la estadía de la protagonista en un calvario. A pesar del pronunciado tono de venganza que se expande durante toda la película, la calidez de la propuesta -sumada a los gags cómicos y las escenas románticas- convierte a El Poder de la Moda (The Dressmaker, 2015) en una interesante mezcla de géneros con increíbles actuaciones, entre las que se destacan una adorable Judy Davis como la excéntrica madre de Myrtle, el extravagante oficial de policía amante de las finas telas interpretado por Hugo Weaving y el personaje protagónico ambivalente de Kate Winslet, que oscila entre el amor, el odio y la venganza en un péndulo incierto. El opus melodramático de Moorhouse construye una gran historia sobre la imposibilidad de la consumación de una síntesis entre el amor y el odio en medio de una vorágine consumista, que a través de la ropa y la apariencia define la identidad y transforma la realidad de los descuidados habitantes del ignoto pueblo en un inestable e inesperado cuento de hadas que inevitablemente se consume en las llamas del odio.
Efigies de la explotación. Los realizadores Alejandro Cohen Arazi y José Binetti vuelven a trabajar en colaboración al igual que en Córtenla, una peli sobre call centers (2012), esta vez ambos en el rol de directores y guionistas con una película sobre el trabajo y la dura vida en las salinas del desierto bonaerense. Cáncer de Máquina (2015) utiliza dos registros comúnmente disociados, incluso en el género documental, que se combinan aquí para dar cuenta de las vicisitudes de la naturaleza y de las cuestiones sociales en una inusual propuesta en la que la fotografía y los artilugios estéticos participan en la construcción de una relación entre la técnica, el hombre y su entorno, que funciona a su vez como una metáfora sobre las contradicciones sociales. Como un viaje hacia una tierra baldía, el documental traza una visión sobre la belleza y las dificultades de la vida agreste alrededor de las salinas. En otro tiempo una zona próspera que fomentaba la radicación con diversos beneficios, el lugar parece ahora un territorio desolado con pocos habitantes, cerca de una ciudad pequeña que se las apaña como puede. Intercalando imágenes de la vida natural -insectos, sapos, gatos, abejas- con entrevistas a algunos pobladores que viven de trabajos con alguna relación con la salina, Cohen Arazi y Binetti dan cuenta de la problemática social de un pueblo al que el ferrocarril ya no llega y en el que predominan empresas que explotan cada vez más a trabajadores que encuentran su situación al borde del colapso. La crudeza de la vida de los hombres se mezcla con el lirismo de los insectos realizando su eterna danza, a la vez que las cosechadoras y los camiones invaden la salina para que los obreros se ganen la vida en un trabajo insalubre y mal remunerado. En este sentido, la naturaleza y las máquinas se unen a través de la técnica que las armoniza en un retrato sobre la existencia en la actualidad, pero dejando de lado la salud del hombre y sus necesidades. La fotografía del propio Cohen Arazi es exquisita, contrastando los hermosos paisajes y los primeros planos de los insectos o las máquinas con gran detallismo y sensibilidad. La música de Hernán Marrufo (Hernán D. Mar) le aporta al film texturas sonoras y atmósferas que conducen las imágenes por pasajes alucinatorios hacia una síntesis siempre imposible e inconclusa entre las necesidades del hombre, la vida bucólica y las inclemencias de la naturaleza. Con gran sutileza y poniendo más énfasis en la unión de la imagen y la música que en la palabra, el documental se posiciona ideológicamente al mismo tiempo que analiza la técnica y contempla la naturaleza. Las entrevistas logran captar la situación social de cada uno de los protagonistas, ya sea hablando con un cazador, un camionero, un conductor de un tractor, una familia que se las apaña para sobrevivir o una pareja de profesionales que viven en la soledad. Cáncer de Máquina entabla una relación intima que le permite crear una confianza que se traduce en un faro de claridad sobre la sencillez y la crudeza de la vida en el páramo, en un mundo que se hunde cada día más en la sordidez de la explotación.
Un nuevo mundo. Los films sobre los individuos con súper poderes ya nos tienen acostumbrados a continuaciones y sagas que se retroalimentan y se reciclan una y otra vez con resultados cada vez más mediocres y con grandes altibajos. A pesar de esto, la saga de X-Men ha sido una de las pocas que mantuvo el interés y la calidad de las propuestas a nivel narrativo en la mayoría de las entregas cinematográficas sobre el intrigante universo mutante de la editorial de comics Marvel. La tercera película de la nueva saga de X-Men se sitúa en los años ochenta y gira alrededor del conflicto entre los humanos y los mutantes en medio de la década final de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La trama remite a un clásico enfrentamiento del cine fantástico entre un semi Dios de grandes poderes y los X-Men en su etapa de formación. Tras ser traicionado cuando estaba migrando de cuerpo durante un ritual en el Antiguo Egipto, En Sabah Nur (Oscar Isaac), el primer mutante conocido por el hombre que gobernó la tierra, despierta en los años ochenta del siglo XX para destruir a la civilización y esclavizar a los sobrevivientes de la humanidad. Para esta tarea el mutante milenario selecciona a cuatro colegas de su raza, que representan a los cuatro jinetes del apocalipsis bíblico, para acompañarlo en su lucha contra los falsos dioses que la humanidad adora en la época moderna. A su vez, Erik Lehnsherr (Michael Fassbender) es desenmascarado por la policía polaca cuando salva a uno de sus compañeros en una fábrica y tras perder a su familia regresa a su identidad mutante de Magneto y a su plan original de destruir a la humanidad, esta vez junto a su nuevo aliado, En Sabah Nur. Mientras tanto, Charles Xavier (James McAvoy) continúa convocando mutantes con su proyecto educativo para jóvenes con poderes especiales. Jean Grey (Sophie Turner) y Scott Summers (Tye Sheridan), quien después se convertirá en Cyclops, se conocen en el campus del profesor; Storm (Alexandra Shipp) es descubierta por En Sabah Nur robando en las calles de El Cairo y así el susodicho la ayuda a mejorar sus poderes; mientras que Raven (Jennifer Lawrence) rescata mutantes por todo el mundo e intenta contactarse con Xavier para ayudar al enfurecido Magneto. La recuperación de la moda de los ochenta funciona a la perfección con múltiples referencias a la cultura de la época haciendo hincapié, por supuesto, en la música y en los peinados, agregando de esta manera dinamismo a la narración y profundidad a los personajes a través de la construcción estética. X-Men: Apocalipsis consigue entretener con un relato sólido basado en las historias del clásico comic norteamericano y sin embotar los sentidos con batallas innecesarias. Las buenas actuaciones del joven elenco -que se divierte en la década pérdida- y una correcta utilización de los efectos especiales -desde el punto de vista del entretenimiento cinematográfico del género fantástico de superhéroes actual- conforman un film que pone el acento nuevamente en las ideas de la aceptación de lo diferente y de uno mismo, la búsqueda de la bondad y el respecto por el prójimo, en lugar de empantanarse en enfrentamientos interminables e historias anodinas como a las que nos tienen acostumbrados este tipo de producciones.
Un largo camino. Una relación es un camino de conocimiento de otro insondable, que nos será siempre sorprendente en su previsibilidad. 45 Años (45 Years, 2015) podría ser un capítulo de lo que el escritor norteamericano Kurt Vonnegut definió como “la patria de dos”, refiriéndose a las relaciones de pareja. La vida es tan solo ese efímero camino hacia lograr compartir nuestra soberanía. A diferencia de sus obras anteriores, Weekend (2011) y Greek Pete (2009), el tercer largometraje del realizador británico Andrew Haigh es una adaptación del cuento del escritor inglés David John Constantine, In Another Country, una alegoría sobre las relaciones de pareja en la vejez. El film narra la preparación de una pareja septuagenaria, Kate (Charlotte Rampling) y Geoff (Tom Courtenay), de su aniversario de casados. La historia comienza cuando una semana antes de la celebración de los cuarenta y cinco años de matrimonio, el esposo recibe una carta de las autoridades suizas informándole que encontraron el cuerpo de su novia de hace cincuenta años preservado en el hielo de los Alpes. La chica había desaparecido en una fisura en la nieve mientras ellos realizaban una expedición en los años sesenta, antes de que Geoff conozca a Kate, y había muerto instantáneamente congelada. La noticia impacta tanto al hombre que comienza a comportarse de manera errática y a preocupar a Kate, que descubre de a poco que su esposo no le ha contado toda la historia sobre su novia de la juventud. La paternidad que nunca llegó a la vida del dúo se mezcla de forma subrepticia y sutil para corroer las bases de esta pareja que desde afuera parece perfecta pero que oculta varios defectos. La vejez es representada en 45 Años como una época cargada de reflexión y de arrepentimientos pero también de alegría y agradecimiento. La comicidad se mezcla con el drama tenuemente a través de la personalidad tímidamente extravagante del esposo. El opus de Haigh mantiene un tono sobrio y sereno, con una gran calidez que aporta la pareja protagónica a cada escena. El guión logra mantener el drama de una historia irresuelta y traumática que estalla en un matrimonio de ancianos progresistas con una excelente relación pero que decide replantearse toda su vida a raíz de una noticia que podría ser irrelevante. 45 Años ofrece un gran trabajo de fotografía a cargo de Lol Crawley y unas actuaciones extraordinarias de todo el elenco, que sostienen la tensión de un conflicto en una relación que ha recorrido un largo trayecto. Haigh logra crear una gran atmosfera dramática que trabaja los gestos y lo que los personajes no son capaces de decirse. La vida es aquello que nos ocultamos a nosotros mismos y que escondido en nuestro corazón decide explotar cuando estamos más débiles.
La adolescencia es un sueño eterno. Durante el siglo XX una de las principales luchas sociales en el mundo occidental se dio en el ámbito del seno familiar entre padres e hijos alrededor de la cuestión de la autonomía y la independencia de los últimos respecto de los primeros. En el cine esta tensión se manifestó en innumerables películas sobre la emancipación juvenil. Lolo, el Hijo de mi Novia (Lolo, 2015) da vuelta la cuestión para centrarse en la necesidad de espacio de los padres ante las demandas de los hijos jóvenes. Violette (Julie Delpy) es una mujer parisina que acaba de cumplir cuarenta y cinco años. Junto a su mejor amiga, Ariane (Karin Viard), acude a un spa para relajarse de su atareado trabajo como organizadora de eventos de moda. Allí Violette conoce a Jean-René (Dany Boon), un ingenuo informático especialista en asuntos financieros que vive en la ciudad costera de Biarritz, del que se enamora precipitadamente. Ambos vuelven a París y el romance prospera ante la mirada reprobatoria de Eloi (Vincent Lacoste), el hijo esnob de Violette, apodado “Lolo”, un vanidoso artista conceptual sin talento que vive en la casa de su madre. La película persigue un tono de comedia en la que la relación amorosa de la pareja produce celos en el hijo y una serie de divertidos -aunque predecibles- intentos de sabotaje. La pareja compuesta por Violette y Jean-René se va desgastando debido a los roces causados por las constantes trampas de Lolo, pero los descubrimientos de los defectos también los van uniendo a medida que superan las dificultades. Lolo, el Hijo de mi Novia le devuelve al espectador una imagen de algunos de los diversos problemas de la convivencia actual. Por un lado, tenemos la típica actitud pedante de los parisinos respecto de lo que denominan “la provincia”, un residuo de los prejuicios de la ciudad frente al campo (aún no superado en París). Por otro lado, está la falta de independencia del hijo respecto de la madre y de la madre respecto del hijo, y a su vez las dificultades que esto conlleva para consolidar cualquier relación amorosa estable. El último opus de Delpy como actriz y realizadora exagera todas estas problemáticas hasta el absurdo para generar el efecto de comedia buscado. Todo el elenco asume la postura histriónica que mueve la trama a través de ideas ingeniosas que hasta incluyen una parodia de atentado hacker anticapitalista contra una entidad financiera francesa que pone en ridículo la seriedad de las instituciones bancarias. La película no indaga en las causas últimas de la imposibilidad de separación de madre e hijo, poniendo la mirada en el presente y estableciendo atenuantes psicológicos en el comportamiento de un personaje que representa a estas alturas una patología sociocultural. Aun así el film sostiene eficazmente su trama con solidez gracias a un tono cómico que se impone a través de buenas escenas, personajes, diálogos y actuaciones. Delpy insta en su película a reírse de uno mismo a la vez que encuentra una interesante y desalentadora situación específica de nuestra época: la realizadora pone ante todo al amor como lugar superador de todos los problemas y a la maduración como una quimera a la que hoy se llega -no sin esfuerzo y dificultad- tal vez a los cuarenta y tantos años.
Rostros descarnados. Grete, la Mirada Oblicua, el último documental de los realizadores Pablo Zubizarreta y Matilde Michanie, analiza la extensa obra y vida de la extraordinaria fotógrafa alemana Grete Stern. Desde sus inicios en Alemania bajo la tutela del profesor de fotografía Walter Peterhans, la película narra la búsqueda de Stern de una mirada que los directores denominan sencilla, irónica y descarnada. La obra de Stern está marcada por su biografía. Tanto en sus estudios tempranos con Peterhans, un eminente docente de la escuela de diseño y producción alemana Bauhaus, quien reflexionaba y trabajaba la técnica fotográfica desde presupuestos matemáticos y filosóficos, como también bajo la influencia experimental de las técnicas de composición y montaje propuestas por las vanguardias artísticas de la época, las fotografías de Stern sintetizaban una técnica de expresión de gran sensibilidad que buscaba poner de relieve detalles ocultos. Tras el ascenso del nacionalsocialismo al poder en Alemania, la fotógrafa se establece en Londres para luego emigrar a Argentina junto a su pareja, el fotógrafo argentino Horacio Coppola. Allí comienza un largo período de trabajo artístico de gran valor. Ya en su primera exposición el influyente crítico Jorge Romero Brest resaltó la importancia de la obra de Stern y Coppola para la fotografía argentina. El documental reconstruye la vida, las ideas y la obra de Grete Stern a través de entrevistas a allegados y expertos como Sara Facio, Roxana Marcoci, Valeria Gonzalez, Alicia Segal, Luis Priamo, Paula Bertúa, Marcelo Gustin y Marcos Zimmermann; sumado a mucho material de archivo e investigaciones propias (especialmente en el caso de la última etapa, en la que la fotógrafa viajó al norte argentino para crear un archivo etnográfico e investigar la vida, las costumbres y la realidad de los pueblos originarios). El film de Michanie y Zubizarreta también indaga en el trabajo fotográfico de Stern para el Museo Nacional de Bellas Artes bajo la dirección de Romero Brest, en su libro de fotografías sobre la arquitectura de Buenos Aires para la Editorial Peuser, en los maravillosos fotomontajes surrealistas de la columna El psicoanálisis le ayudará de la Revista Idilio y en la construcción de una mirada feminista que se proponía una rebelión contra los condicionamientos de la época. Grete, la Mirada Oblicua es una interesante y correcta reconstrucción sobre la importancia de la obra de Grete Stern para el desarrollo de la fotografía moderna y para la técnica del fotomontaje, narrada de forma cronológica a partir de una voz en off que examina la historia y conduce al espectador a través de los acontecimientos y el relato. Michanie y Zubizarreta dejan así un gran retrato de un personaje sobresaliente para el arte y con una mirada psicosocial que vale la pena recuperar.