En el corazón de Moby Dick Hay dos cosas que Ron Howard no debería hacer más: adaptaciones de novelas de Dan Brown y alejarse de la senda virtuosa que marcaron algunas de sus buenas películas como Frost/Nixon – La entrevista del escándalo (2008) o Rush – pasión y gloria (2013). Con En el corazón del mar se aleja de la buena senda, sobre todo porque insiste en subrayar el lazo obvio entre el hecho histórico y la ficción (Moby Dick). Además parece pensar, al igual que Homero Simpson, que la gigantesca novela de Melville esconde una enseñanza, que es “sé tu mismo”. En el corazón del mar es la historia del naufragio del ballenero Essex de Nantucket en 1820, que fue hundido por un cachalote, y del martirio de sus sobrevivientes, que pasaron 90 días a la deriva, con hambre y sin agua, debiendo recurrir al canibalismo. En paralelo, Howard se empecina en contarnos cómo llega esta historia a Melville, que luego la convertirá claramente en su novela Moby Dick. El director intenta disolver los límites entre el hecho histórico y la novela, fundiendo la trama en un pastiche poco probable. La historia del Essex es una tragedia de miseria y redención, mientras que Moby Dick es no sólo la historia de obsesión individual que todo lo que toca lo destruye, sino también la radiografía de la oscura metafísica norteamericana. En todo caso, esta mala decisión de Howard nos termina dejando sin capitán Ahab, pero con un Ismael (el personaje llamado Thomas Nickerson, interpretado por Tom Holland cuando es joven y Brendan Gleeson cuando es viejo), y con dos chicos lindos que se pelean por el mando del Essex, Owen Chase (Chris Hemsworth) y George Pollard (Benjamin Walker). Son personajes de un solo conflicto, que pasean por el mar su cuestionable humanidad. Sin embargo, la que más sufre en esta sangría de significado es la ballena blanca. Mientras que este cachalote blanco gigantesco e implacable es la gran alegoría de Melville, en la película de Howard es un monstruo digital imposible y arbitrario, que por alguna razón está obsesionado con borrar a Hemsworth de la faz de la tierra, como si no le pudiera perdonar su interpretación de Thor. Es cierto que En el corazón del mar no es un desastre absoluto: gana cuando está en movimiento, y más allá de que sus caros efectos digitales son extrañamente burdos, contiene algunas secuencias bien diseñadas e impactantes. En algún momento podemos llegar a sentir que estamos en un western marino de hombres duros que se enfrentan a la intemperie. Pero luego sucede algo que casi nunca pueden evitar las películas de naufragio: no saber cuánto dosificar lo que duran en el metraje esos meses a la deriva. En un momento sentimos que asistimos a la tortura interminable de unos hombres quietos dejándose morir. Ron Howard se encuentra aquí en su versión más berreta, logrando un film caro pero de aspecto y profundidad televisivos en el mal sentido, tan sólo porque despoja de sentido y un mínimo de verosimilitud las dos historias que intenta combinar.
Adolescentes asesinables en Ucrania Este año no podía terminar sin regalarnos otro exponente del subgénero “falso documental de terror, cuyo título en Argentina incluye la palabra demonio o Diablo”. Crecen espontáneamente como yuyos, deberían aplicársele retenciones. Así como en nuestros tiempos (y particularmente en nuestro país) proliferan los documentales autorreferenciales y de búsqueda de una ontología personal, es decir, gente viajando por Europa llenando huecos en su árbol genealógico. El cine de terror norteamericano, ahora sale de gira en busca de los terrores incomunicables del pasado soviético de Europa del Este, llevando consigo la cámara casera, temblorosa e infame, que poco a poco va haciendo que los que éramos fanáticos del género nos volvamos seres apáticos con nostalgia de Carpenter. Juegos demoníacos transcurre en el interior campesino de Ucrania que, como nos informa un texto inicial, sufrió durante principio de los 30 una hambruna genocida provocada por el gobierno de Stalin. Los protagonistas buscan hacer un documental sobre canibalismo, por lo que se van a una cabaña aislada en un bosque tenebroso, a hablar con personas cuyo idioma desconocen, esperando obtener el testimonio de un posible antropófago. No contento con la actitud suicida de los personajes principales, el director Petr Jákl añade una bruja y una tabla Ouija con caracteres rusos lo cual deriva en convocar a la reunión a un demonio poco recomendable. Señalamos la acumulación de lugares comunes, no como un reclamo de originalidad, que es algo que en el cine de este tipo es ingenuo y ocioso reclamar. Lo señalamos porque marca, desde el comienzo, lo perezosa que es la realización de esta película, que resulta en un tedio implacable incluso a pesar de su corta duración. Porque Juegos demoníacos contiene todos los vicios de las malas películas de formatos cámara en mano, particularmente esto de no saber qué hacer con el fuera de campo, lo cual los directores medio pelo como Jákl resuelven sacudiendo la cámara un poco, rompiendo el suspenso y provocando confusión. Sin ir más lejos, el menospreciado Shyamalan hizo Los huéspedes, una película de este estilo que, sin ser una maravilla absoluta, demuestra que se pueden filmar climas y buenos sustos mas allá de la formas, si uno tiene pulso para el suspense claro. En fin, lejos están de la capacidad de Shyamalan los responsables de Juegos demoníacos, que tampoco se molestan en escaparle a los personajes estereotipados: los tres norteamericanos que aparecen se reducen a un imbécil egoísta y su acompañante sin carácter, y una chica un poco histérica. En cuanto a los ucranianos hay un viejo mercenario, una médium incomprensible, una joven promiscua y un muchacho medio trastornado y claramente antropófago, todos ignorantes o supersticiosos. Esta película de Petr Jákl se olvida rápido por parecerse demasiado a otras, o si no la olvidaremos gracias a la próxima invasión de la hegemonía Star Wars, o en última instancia, por decreto del flamante Mauricio que para eso está.
Retorno a la oscuridad La selva es el escenario donde representamos el horror de la naturaleza como fuerza hostil, el ecosistema conspirando para deteriorarnos y consumirnos. En cambio, cuando el horror proviene de la profundidad de un bosque como en Los hijos del Diablo, sabemos que nos enfrentamos a legendarias y antiguas fuerzas sobrenaturales. La advertencia es obvia, no hay que entrar indefensos en la selva amazónica pero tampoco hay que confiar en los bosques europeos. Se cuenta la historia de Adam (Joseph Mawle) y Clare (Bojana Novakovic) Hitchens y su pequeño bebé, quienes viven en una casa antigua cerca de un bosque antiguo, y son vecinos en una comunidad supersticiosa que cree en un ente maligno llamado Hallow que vive en el bosque y que, como todo ente antiguo, pretende conservarse junto con su entorno, y molestar a las parejas protagonistas de las películas de terror. En todo caso, Adam, que es un científico que está investigando las vicisitudes biológicas del bosque, desestima las supersticiones y continúa con su trabajo, lo cual, por supuesto, tendrá consecuencias negativas para él y su familia. Hasta ahí la premisa de Los hijos del Diablo, clásica pero contundente, que el director Corin Hardy despliega sin apuro pero con buen pulso. Hardy entiende que antes de querer causar miedo, o susto, o desagrado, tiene que mostrar una historia lo suficientemente sólida, y no tiene pruritos en detenerse lo suficiente en construir sus personajes y los conflictos. Los hijos del Diablo, al menos en su introducción, es una buena película de manual, lo cual no es una obviedad en el contexto de flojedad de gran parte del cine de terror contemporáneo, tan dado a lo negativamente barato como el found footage o los guiones inexistentes. El otro acierto de Los hijos del Diablo es cómo explota un miedo viejo como es el que instintivamente tenemos a un bosque profundo. La criatura maligna llamada Hallow se manifiesta en unas cuantas criaturas que, podemos inferir, son duendes y elfos deformes, pero también es un hongo insidioso e infecto. El Hallow es el alma del bosque que estalla en ira para castigar a los entrometidos y para defenderse de la depredación. Es que claro, una película actual que transcurra en un bosque no puede evitar la bajada de línea ecologista. En el fondo estamos ante la antigua lucha entre un futuro soberbio que quiere imponerse a un pasado que se vuelve inexplicable. Tal es la profundidad del miedo que explora Los hijos del Diablo. DOS PARTICULARIDADES Por último debemos señalar dos particularidades más de Los hijos del Diablo. La primera es que nos vuelve a traer a colación a Bojana Novakovic, que también interpreta a la hija del personaje de Mel Gibson en Al filo de la oscuridad (Martin Campbell, 2010), y que tiene el honor de ser la mujer que recibió el más violento tiro de escopeta de la historia del cine, y debe ser también una de las muertes de hijo/a o pariente de protagonista mas exageradas junto con alguna de la saga Death wish. Y lo segundo, Los hijos del Diablo nos obliga a la militancia de los críticos de cine, no podemos vivir en un país donde, en tres años, se han estrenado fácilmente diez películas de terror con la palabra demonio o Diablo en el título. Ojalá el gobierno entrante haga algo para remediar la asfixiante situación.
El tango es soledad Si pensamos en el tango como la banda sonora de la tragedia íntima y la soledad, debemos aceptar que este documental de German Kral claramente logra conectar con esa característica, a fuerza de contar el génesis y el final de la mejor pareja de bailarines de tango de la historia, la que formaban Juan Carlos Copes y María Nieves Rego. Kral despliega una serie de recursos que van desde la ficcionalización, pasando por abundantes secuencias de baile, y entrevistas un tanto impostadas para abarcar el relato, subrayando las tensiones entre los diferentes registros. Una acumulación de lenguajes que le juega en contra a Un tango más, ya que le resta efectividad, la estira y la estiliza innecesariamente. Porque lo que realmente funciona y manda durante todo el metraje es el testimonio de María Nieves, que se va adueñando de la película, que finalmente será una reivindicación de su figura, o al menos nos obligará a sentir empatía por ella. María Nieves cuenta una vida de gloria y desengaño, a los 80 años su feminismo incipiente proviene casi completamente de su amargura. Ella es una encarnación del tango, y sus palabras no deprimen, al contrario, estimulan pensar la idea de que muchas veces no necesitamos a nadie y nada más que hacer bien lo que sabemos hacer. Junto con la puesta en escena impecable, tenemos algunos momentos autoconscientes que funcionan, como la creación de alguna coreografía que luego aparecerá en todo su esplendor, y también algunas palabras provenientes del rostro endurecido de Copes que unidas al tierno y amargo relato esencialmente tanguero de María Nieves, termina haciéndonos olvidar la fallida acumulación de recursos en la película y obligándonos a la melancolía.
Pudo ser un poco más Kryptonita es una película de encierro, un grupo de personajes se resiste el asedio de otro grupo de personajes en plan Asalto a la prisión 13 (John Carpenter, 1976), aunque la acción transcurra en un hospital en Isidro Casanova. Los personajes que están adentro son ladrones, los de afuera policías, pero los de adentro son un grupo particular y extraordinario que poco a poco vamos reconociendo como una versión retorcida y autóctona de los personajes que nosotros conocemos como superhéroes. Ahí están Superman, Batman, Flash, la Mujer maravilla y otros más, pero su origen es el de los bajos fondos rioplatenses. Hasta ahí la tentadora premisa de la película de Nicanor Loreti, luego nos encontraremos con un film correcto que intentará no sucumbir al pesado cúmulo de referencias, influencias y homenajes. Hay cosas que se pierden y otras que se ganan en el juego de tensiones entre los lenguajes literarios y cinematográficos. El secreto parece estar en mantener un equilibrio sin perder de vista el espíritu de la historia principal. Loreti, en general, logra mantener en pie el edificio de Kryptonita, incluso sosteniendo la estructura narrativa de la novela, esto de ir contando la historia de Nafta Súper por medio de testimonios y flashbacks, aunque eso signifique resignar movimiento en una historia con quizás demasiada quietud. La novela de Oyola es una especie de adaptación, una combinación de ese universo de la mitología moderna norteamericana que son los superhéroes, con el ambiente del conurbano olvidado de las instituciones decadentes y corruptas, y también con algunos elementos autobiográficos. Se nota el esfuerzo de Oyola, y de Loreti por evitar la parodia berreta, captamos que los personajes son argentinos tan sólo al escuchar su lenguaje y no porque coman choripán. Sin embargo, en el caso de la película tenemos algunas actuaciones desparejas que perjudican un poco el resultado final. Es decir, el Federico de Pablo Rago o el Faisán de Nicolás Vázquez están menos logrados que el Ráfaga de Diego Cremonesi o la Lady Di de Lautaro Delgado, el Corona de Diego Capussotto queda en el terreno de la corrección, es una deformación de Violencia Rivas. Hacia el final de Kryptonita se va notando la necesidad de movimiento físico, los diálogos potentes y el narrador poderoso del libro no terminan de aparecer en la versión cinematográfica. Además, se van acumulando una serie de testimonios injustificados de los personajes que tienen que terminar de redondear la historia de Nafta Súper, lo cual resulta en un final un tanto apurado o mal dosificado. Así y todo, la visión de Loreti aparece en todo su esplendor a fuerza de un par de secuencias de acción interesantes, y gracias a algunos personajes que terminan rescatando el espíritu de la novela como Lady Di. Kryptonita termina siendo una película que está bien, pero que no logra despegar culpa del peso de sus propias expectativas.
Un maldito policial en Sudáfrica Es difícil dejar de observar las fallas de una película como Operación Zulu, una especie de maqueta preliminar donde todo parecer pender de un hilo. Pongamos a Bloom y Whitaker en Sudáfrica, mostremos algo de rugby y racismo post-apartheid, agreguemos drogas con algunas muertes guarangas, y listo. Un camino que para algunos espectadores será difícil de transitar. En el film se cuenta la historia de unos policías cuyas vidas son las más jodidas del universo, y que tienen que resolver un crimen violento (una chica asesinada a golpes). La investigación los llevará al mundo de la distribución pormenorizada de drogas, a la vez que se enfrentan con los fantasmas del propio pasado o la propia muerte, cruzándose también con un psicópata perverso que es parte de las huestes de la organización narco, parando de vez en cuando para tomar un café y reflexionar sobre las heridas sociales provocadas por el apartheid. Es que el policial de nuestros días tiene que ser sociológico, oscuramente sexual, escabroso, gore y con final vengativo. La película de Jérôme Salle está pensada para comprobar la tesis de que el mundo es una garcha, y el enano fascista interior, la solución. Esto no es un problema es sí mismo, de hecho entendemos la necesidad de exagerar la oscuridad como un convención del género negro. Sin embargo, lo que sí es un problema, es la humanidad esquelética que demuestran los personajes. Dejando de lado el espantoso acento impostado de Bloom y Whitaker, o que el personaje de Conrad Kemp está obviamente hecho para que muera aparatosamente sufriendo mucho, Salle realiza para cada uno un trazado psicológico que se mueve entre la obviedad absoluta, y la absoluta falta de sutileza. Falta de sutileza y pericia que Salle también demuestra a la hora de escribir el guión, que no termina de definir qué clase de historia quiere contar. Extrañamente, y medio a las apuradas, termina siendo un film de transformación y venganza, dejando algunas sub-tramas abandonadas o cerradas a medias. A grandes rasgos empezamos viendo una torpe versión de Pecados capitales (David Fincher, 1995) y terminamos viendo una versión de El vengador anónimo (Michael Winner, 1974) en Sudáfrica con un Whitaker demasiado flaco y determinado a no dejar escapar ni una pizca de carisma. El policial es para muchos espectadores el vidrio favorito a través del cual observar el mundo. Que fascina, porque se sirve constantemente del suspenso que genera la resolución de un crimen, pero que también se ofrece como una forma de mirar los bajos fondos, ocultos en general para el espectador medio. Es un género sobreexplotado y sobrevalorado, porque muchas veces podemos encontrarnos con exponentes mediocres como Operación Zulu, con su detective imposible encarnado por Bloom. El abuso nunca es recomendable, por eso esperamos que con la llegada al poder de Mauricio Macri se termine el curro del policial negro, a pesar de que alguna vez se haya declarado fanático de la saga Millenium, de Stieg Larsson. Siempre se puede cambiar, para algo somos peronistas…, es decir, argentinos.
Historia extraordinaria Somos un universo de espectadores que reclaman verosimilitud, una oleada de amargados incapaces de suspender el juicio un par de horas para disfrutar del espectáculo, o que no terminan de disfrutar Misión imposible 3 porque es muy bolacera. El crazy Che viene a sacudir un poco esa modorra cínica, poniendo en primer plano a un espía argentino imposible que cuenta una historia increíble, un bolacero que atenta contra toda posibilidad de verosimilitud. Desde la introducción, con un veloz montaje de testimonios, los directores Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi despliegan los primeros trazos de la figura de Guillermo Gaede (Bill Gaede durante la mayor parte de su estancia en Estados Unidos). Comunista de familia peronista, cuyo padre se sentía cómodo elogiando los logros del inicio del gobierno de Hitler en Alemania, vivió parte de su infancia en Estados Unidos, volvió y trabajó en Entel, luego regresó a la tierra del Tío Sam llegando a Silicon Valley y consiguiendo trabajo en AMD. Esto es apenas el 5% de una vida veloz y en movimiento constante; sobre todos si pensamos que hablamos de un personaje que luego logra ser, literalmente, un doble agente en los últimos años de la guerra fría. Gaede es un argentino de un cuento de Fontanarrosa, no alguien que sólo lo “ata con alambre”, come choripán o que putea al árbitro, sino que tiene una visión del mundo que es típicamente argentina. Un hombre que brinda la sensación de ser alguien que conoce lo mejor, pero que dada las circunstancias, estaría dispuesto a ofrecer la opción menos recomendable pero más económica. No hay nada más argentino que eso. Por otro lado, más allá de lo convencional y correcto del film de Chehebar y Iacouzzi, está claro que una trama como la que El crazy Che devela es material para, al menos, un convencional y correcto film de espías y contra-espías. Y sin embargo, hay algo que sólo el documental puede captar y son la expresiones de los testimonios. Hermanos, amigos, esposa e hijos hablan de las actividades de Gaede como si fueran las locuras inocentes de un entusiasta de la vida (de alguna manera los son), casi olvidándose que el tipo estuvo perseguido por el FBI, o manipulado por la agencia de inteligencia cubana, o vigilado de cerca por la SIDE. Los directores ordenan un poco los factores, explican algunos pormenores necesarios y se preocupan por que el magnetismo de la historia llegue intacto para el espectador. A tal punto que por momentos parece que Guillermo Gaede cometió sus fechorías tan sólo para poder contarlas. Hablábamos de lo difícil de atar esta historia a nuestras necesidades de algún tipo de verosimilitud, pero también deberíamos contextualizar un poco. En el mundo de hoy, que ha vendido su alma a la extrema y contante vigilancia, no hay lugar para aventureros o desquiciados muchachos desafiantes de lo establecido como Guillermo Gaede. Nuestro mundo hace que los años de guerra fría parezcan una gigantesca e infantil puesta en escena, si hasta Cuba está bajando los brazos.
El susto como diversión Está claro que todo puede ser un entretenimiento, todo puede ser convertido en un espectáculo por el cual cobrar una entrada. De hecho, el cine es, de alguna manera, la estandarización de la realidad metida en un teatro para el disfrute de las masas. Aunque parezca una contradicción, el susto, el miedo y el desagrado son fuentes primordiales de entretenimiento, cuando están emparentados con el suspenso, materia fundamental de las buenas costumbres en el cine. Halloween es el nombre de una de las películas más importantes de la historia, y también de una festividad juguetona e inocente que ha impulsado una industria del entretenimiento a su alrededor. Hay tantas películas sobre la Noche de las brujas como sobre la Segunda Guerra Mundial. Cuentos de Halloween viene a sumarse a ese gigantesco corpus. La película es una antología de cortos de terror de diferentes directores con reminiscencias a la serie Cuentos de la cripta (1989-1996), la película Creepshow (George A. Romero, 1982), la serie literaria Escalofríos (R.L. Stine), con elementos de The Ray Bradbury Theater (1985-1992) y hasta sustos de la Trilogía del terror (Dan Curtis, 1975 -si uno tuviera que definir en pocas palabras qué es Estados Unidos, alcanzaría con decir “un grupo de obesos desquiciados que hacen guerras y películas de terror”). También tiene pariente cercana, Terror en Halloween (Michael Dougherty, 2007), que es una pequeña joya a descubrir. Cuentos de Halloween, como toda película coral, es despareja, las historias varían en gracia y en interés pero sin dudas tienen la duración exacta, rápidamente cambiamos de historia y nuestra atención se renueva. Además de que todas las historias transcurren en la noche de Halloween, y que algunos personajes se repiten, no hay mayor conexión argumental entre las diferentes secciones de la película. Sin embargo, podemos destacar la intención de los realizadores de que los cortos sean formalmente clásicos con finales impactantes y efectivos, aunque esto no funcione siempre. Tras los cameos de algunos muchachos fundamentales como John Landis (Un hombre lobo americano en Londres, 1981) y Joe Dante (Gremlins, 1984), Cuentos de Halloween revela su intención lúdica lejos de pretensiones y las tendencias agotadas de nuestros días (demasiados zombis, posesiones y cámara en mano). Hay un intento, sin nostalgia berreta, de rebuscar dentro de las fuentes de la gran tradición norteamericana del susto como entretenimiento, lo cual se agradece.
El almuerzo con ropa de fajina El almuerzo de Javier Torre es una mala película, y lo es porque reúne una serie de fallas incalculable que arranca con un guión imposible que construye personajes de cartón, y continúa con un nivel muy desparejo de actuaciones con una puesta en escena cuestionable. Además, agreguemos su mirada política unidimensional e infantil. El almuerzo es toda una experiencia para atravesar. El guión de Javier Torre es el principal obstáculo con el que se enfrenta El almuerzo. A partir de allí se estructura la debacle. En principio, se intenta contar dos historias: el secuestro y desaparición de Haroldo Conti, y el almuerzo que compartieron en mayo de 1976 el dictador Videla con Borges, Sábato, Horacio Ratti y el padre Castellani como representantes notables de la cultura. Un paralelismo válido y una historia interesante, sólo que Javier Torre no logra que los dos relatos se conviertan en uno: la única conexión entre ambos es la mención que Ratti hace de Conti y otros escritores desaparecidos en aquella reunión infame. La historia de Conti termina siendo contada como un relato genérico de tortura y desaparición pegado a una reproducción ociosa y poco reveladora de lo que siempre se supo de aquel almuerzo. Asimismo, es un guión que incurre en fallas de dosificación (el almuerzo es un poco largo) y hay personajes importantes como el Conti de Jorge Gerschman y el general Villarreal de Arturo Bonin que tienen literalmente una o dos líneas cada uno, para luego enmudecer para siempre. Hay actores que actúan de actores, es decir, cuyas actuaciones son subrayadas e inexpugnables. En otras palabras, trabajan de que su trabajo se note. Alejandro Awada es un ejemplo de esto, sobre todo en el Videla que construye para El almuerzo, que es literalmente un cínico con cara de orto que dice barbaridades nacionalistas cada 5 minutos. Claro, todos sabemos que Videla era eso pero también era un ser humano, con debilidades humanas, pero ni Awada ni el guión de Torre rescatan un segundo íntimo que le agregue un poco de complejidad a un personaje que termina siendo un monstruo imposible. Quizás podríamos discutir qué tan lograda es la mímica del Borges que hace Jean Pierre Noher, que más allá de sus excesos está aceptable. Pero digamos que el rasgo distintivo de las actuaciones en El almuerzo es su tono teatral acertado o no, dependiendo del intérprete, en conjunción con un guión que construye personajes unidimensionales a fuerza de diálogos espantosos pero sobre todo imposibles. Todo lo que se dice en la película es lo que todo burgués progre biempensante quiere escuchar. Ver los torturadores y represores demoniacos y absolutamente inverosímiles que se nos presentan en El almuerzo nos alcanza para apreciar la mirada obsoleta sobre los años 70 que atraviesa la película. No sólo no explora las ambigüedades de los personajes que confluyeron en esa reunión que por lo demás es relativa en importancia (que Borges o Sábato hablaran bien de Videla es una mera formalidad, no tan distinta de, por ejemplo, Maradona elogiando a Menem). No desarrolla absolutamente nada acerca de Conti como personaje relevante en la cultura, y ni siquiera trabaja el suspenso en las tensiones que supuestamente surgieron en una charla (la que se da en el tan mencionado almuerzo) que mas allá de la mención de los escritores desaparecidos fue banal y genérica. Finalmente quizás debamos decir que el error de El almuerzo es grave, pero uno solo: haberse convertido en película.
Un poco fallida y un poco abyecta 1. Conocimos al director Nima Nurizadeh por su trabajo en Proyecto X que se presentaba como película definitiva sobre fiestas caseras que se van al carajo. En realidad es una buena comedia, sólida y de buen ritmo, que es, sin defraudar, un poco menos de lo que prometía ser. En Operación Ultra intenta imprimir el ritmo que consigue en aquella película pero se encuentra con algunos obstáculos. Primero la dirección de actores, el elenco de famosos más o menos consagrados con el que cuenta Operación Ultra parecen estar actuando como si les hubieran dicho “hacé lo tuyo”, sobre todo en el caso de John Leguizamo y Topher Grace. También se ven esas dificultades con los protagonistas: Jesse Eisenberg, un buen actor con gracia y timing pero que siempre hace variaciones del mismo papel no termina de encontrar su personaje; luego la bella Kristen Stewart, que hay que dejar de condenar por su rol en Crepúsculo porque, digámoslo, es una buena actriz (ver El otro lado del éxito de Olivier Assayas para despejar todas las dudas), que en Operación Ultra está en un registro un tanto cargado para el tono superficial de la película. Dejaremos de lado la desconcertante actuación de Bill Pullman. El otro obstáculo es el guión de Max Landis, escritor de, entre otras cosas, Poder sin límites. Su historia es estática, incluso geográficamente, una película que es básicamente una reescritura de Identidad desconocida o RED no debería suceder sólo en un lugar. Esta característica hace trastabillar incluso el desarrollo de los personajes que están patinando en un esquema de una o dos dimensiones durante gran parte del metraje. Hacia el final, y acumulando algunas buenas secuencias, Nourizadeh parece encontrar el tono, pero ya es tarde, ha cometido el pecado de aburrirnos un poco. 2. En el capítulo en el que los Simpson van a la tierra de Tomy y Daly, Lisa se pregunta si ese tipo de violencia que están experimentando no los volverá insensibles, mientras mira impávida cómo un robot con forma de Tomy se desmorona frente a ella y le mancha con sangre la cara. Inmediatamente Bart, como si nada hubiera pasado, la invita a tomar un helado. La escena es brillante como casi todo lo que sucedía en Los Simpson en aquellos años, porque digamos lo obvio, no sólo hace reír si no que expone con bastante lucidez y actualidad un cierto estado social, 25 años antes que la torpe Relatos salvajes por ejemplo. Ahora los años que nos separan de aquel capítulo no son en vano, quizás deberíamos preguntarnos como Lisa qué hacemos con películas como Kingsman y esa escena tan estilizada con Colin Firth matando inocentes de las manera más imaginativa y un tanto abyecta, o con Operación Ultra y sus agentes del gobierno que matan a lo Mike Myers porque sí. El problema es largo y de debate eterno, sólo digamos que Operación Ultra, como otras tantas, se hace cargo de 60 años de divertido gore que la preceden. Porque claramente la pregunta no es moral, poco importa ya el dilema de si mostrar o no un tipo atravesado por un machete. La pregunta es qué significa esa violencia, estilizada cruel y aparentemente vacía, desbordada ya en otros géneros y contextos cinematográficos. Sin dudas somos Bart y Lisa en La tierra de Tomy y Daly, el problema es cuánto nos incomoda nuestra abyección.