Un flojo mundo de buenas intenciones Enredadas…pero felices, cuyo título original es Mother’s Day, es decir “Día de la Madre”, es la tercera parte de una saga de films dirigidos por Garry Marshall (Mujer bonita, entre otras) sobre días festivos supuestamente importantes para la clase media norteamericana. Es cierto, si algo se puede subrayar sobre los sectores burgueses de la sociedad norteamericana, además de lo claros problemas alimenticios de sus ciudadanos y su deliberado desprecio por la existencia del resto del mundo, es que son increíblemente exagerados y solemnes con respecto al honrar los días festivos. Marshall vuelve a poner en juego las mismas herramientas de siempre, por un lado recicla la estructura de sus dos anteriores películas (Día de los enamorados y Año Nuevo). Es decir, films corales donde múltiples historias se entrecruzan, más o menos, de acuerdo al capricho de los guionistas. Y por otro lado agrega un elenco amplio y reconocido unido a su cosmovisión particular, mundos repletos de personas con infinitas buenas intenciones. Rápidamente podemos intuir cuáles serán los problemas de una película de este estilo, sobre todo desde lo narrativo. En el caso de Enredadas…pero felices estamos ante un clásico film coral desparejo y forzado de Garry Marshall. Aquí los personajes protagonistas son los únicos que tienen cierto relieve, sobre todo el personaje de Jennifer Aniston. Los secundarios son apenas definidos por una característica, como por ejemplo la madre racista de Jesse (Kate Hudson), y también su marido que lo único que hace es enojarse exageradamente con la gente que le miente. Lo mismo le pasa con las historias, sin ser una maravilla la del personaje de Jennifer Aniston, que dicho sea de paso es la que mejor está en cuanto la actuación ya que le dan un tipo de personaje que puede interpretar de taquito, es la que mejor cuadra, al menos desde la lógica aristotélica. Se conecta casi naturalmente con el resto de las historia y además, al menos su personaje, realiza un recorrido o transformación psicológica con un final adecuado mas allá de lo cursi que pueda ser. En contraposición está la horrible historia Kristin (Britt Robertson), la peor por lejos de toda la película. Kristin tiene dos conflictos que aparentemente están conectados en su subconsciente, por un lado vive en pareja y tiene una hija pero tiene miedo de casarse, y además carga con el peso de haber sido abandonada por su madre biológica cuando era una bebé. De repente, decide conocer a su madre biológica que resulta ser Miranda (Julia Roberts), una especie de Susana Giménez del universo de la película que tenía excusas perfectamente razonables para nunca haberse puesto en contacto con ella. Marshall aquí quiere decirte que a pesar de que seas una madre que abandona o un poco racista, ante todo sos una madre por lo cual hay bondad en vos. En fin, resuelta esta tara emocional, Kristin va y se casa con su novio inglés comediante, que además gana un concurso de stand up sin hacer un solo chiste. Vergüenza. El último pecado que podemos achacarle a Garry Marshall es el de desaprovechar al bueno de Jason Sudeikis, en una historia de un viudo que tiene que hacer de madre y que no le sale. La historia es tan aburrida y carente de ideas que en una parte del diálogo su hija Rachell (Jessi Case) le dice que antes era divertido porque hacía chistes constantemente. Lo mismo decimos por acá. Enredadas…pero felices es sobre todo despareja y por momentos bastante mala, aunque no lo suficiente como para llenarnos de ira. De hecho, aquellos que cultivamos el cinismo en nuestros espíritus estamos esperando que Garry Marshall haga una comedia coral sobre el 11 de septiembre, iremos a verla y nos sentaremos tranquilos a ver el mundo arder.
Yo vi esta película y me aburrí Existe un pequeño universo de películas de género baratas y de factura televisiva hechas para engrosar los catálogos del cable y los servicios de streaming, es decir, el mercado hogareño que antes monopolizaban el VHS y el DVD. Por alguna razón, algunas de ellas llegan a estrenarse en los cines argentinos como es el caso de Yo vi al Diablo. Esta película dirigida por Kevin Greutert está hecha al estilo de Roger Corman, es decir, minimizando los costos y exprimiendo al máximo los elementos disponibles. De hecho, el film es, en un 70 %, Isla Fisher, una casa y una máquina de humo. A la manera de Desde la oscuridad (Lluís Quílez, 2014) con Julia Stiles, o El apocalipsis (Vic Armstrong, 2014) con Nicolas Cage (estrenos relativamente recientes similares en factura y calidad artística), Yo vi al Diablo basa sus expectativas en el elenco conseguido, en este caso la mencionada Fisher, además de otros actores de éxito televisivo como Jim Parsons (The Big Bang Theory) o Gillian Jacobs (Community, Love). Quizás nos estemos demorando demasiado en estas explicaciones, lo que debemos decir es que Yo vi al Diablo es mala. Más allá del título argentino incomprensible (nadie ve ningún Diablo literalmente, ni nada que se le parezca), la película es una especie de récord en cuanto guión desastroso: los personajes hacen cosas con cierta lógica interna pero los guionistas parecen malentender las leyes de la causalidad. Es innegable que tiene de todo: una protagonista con problemas psiquiátricos, terror sobrenatural, un par de villanos desquiciados, latinos que son albañiles, trabajadores, o infradotados cristianos supersticiosos, además de un giro final que resignifica toda la historia logrando empeorar el malogrado guión. Nuestro deber es rescatar el final, que es lo mejor de todo el film: ver cómo todo el equipo responsable de la realización se esfuerza en atar todos los cabos sueltos es tierno y hasta divertido. La puesta en escena no ayuda demasiado, casi toda la película transcurre en una casa en forma de L que no tiene divisiones internas ni variaciones de luz, por lo cual los personajes se mueven de manera extraña, ya que generalmente ven toda la casa con lo cual es difícil generar algún suspenso o expectativa. Además los protagonistas viven en una montaña que, al parecer, por la noche se convierte en un pantano porque aparece una niebla húmeda bastante conveniente a la hora de ocultar fantasmas y premoniciones de pesadilla. Deberíamos detenernos en la pésima dirección de actores, que lucen todos como principiantes sin serlo; o también podríamos acusar a Greutert de no entender el género, pero ya hizo al menos tres películas de terror (El juego del miedo 6 y 7, y Jesabelle) que sin ser buenas son infinitamente superiores a Yo vi al Diablo, o al menos no fallan en aspectos técnicos básicos. Alguno podrá pensar que estamos ante una parodia y que quien escribe no la entendió. Es imposible negarlo del todo, pero podemos asegurar que Yo vi al Diablo no tiene una pizca de autoconciencia, y que mas allá de cierto encanto serie B, aburre y de eso no hay quien la salve.
Trumbo, un comunista en apuros Podríamos decir que una buena película biográfica (o biopic) es aquella que logra captar algo esencial del biografiado a pesar de la necesaria reducción de su historia vital a tres o cuatro escenas más o menos interesantes. Por eso, a pesar de que no se puede contrarrestar fácilmente las críticas que se le hacen a Regreso con gloria (por el bien de todos nosotros llamémosla Trumbo) acerca de su linealidad y alteración de algunos hechos y esquematismo, tampoco se nos debería escapar su calidad como film, apoyado básicamente en dos aciertos fundamentales: una historia interesante, y su tono absolutamente adecuado que va a medio camino entre el melodrama y la comedia. El director Jay Roach (Austin Powers, La familia de mi novia) entre otras cosas apunta a los años en los que Trumbo sufrió la persecución del macartismo, es decir la caza de brujas política iniciada por el senador McCarthy en el año 1950. Trumbo fue uno de los Diez de Hollywood, primera infame lista negra integrada por otros guionistas, técnicos y directores. Roach no le escapa a las necesidades del relato de ascenso, caída y redención que está contando, de hecho queda claro desde el principio que no le interesa que su película sea un documento histórico riguroso. Tan sólo aprovecha como contenido el material que le provee la biografía de Trumbo para hablar un poco de las tensiones políticas y los intereses cruzados en el Hollywood post Segunda Guerra Mundial. El tono y el ritmo es el de una comedia, una comedia dramática si se quiere, y el protagonista principal es el doble estándar universal sobre el cual se cimenta toda la estructura social norteamericana. Hablando en serio, el protagonista es Dalton Trumbo, novelista, guionista y también director interpretado más que decentemente por Bryan Cranston. Evitemos hablar de Breaking Bad: Cranston es un buen actor que mejora cuando le toca interpretar personajes intensos, por lo cual el famoso carisma e ironía constante que se le atribuyen a Trumbo le vienen como anillo al dedo para su interpretación. De hecho la ironía y la autoconciencia de la mirada de Trumbo sobre el mundo es la que atraviesa todo el relato. El Trumbo de Cranston y Roach está hecho para exponer la crisis de valores que atravesaba (y atraviesa) Estados Unidos, donde un grupo de parias políticos trabajan en la clandestinidad para las mismas empresas que los hicieron parias; y donde aquellos que levantan las banderas del nacionalismo, la moral y la pureza política, son en realidad unos prepotentes con poder de lobby que sólo intentan eliminar a la competencia, como la infame periodista Hedda Hopper interpretada aquí por una correcta Helen Mirren. Es cierto que algunas de las costuras de Regreso con gloria (perdón, quise decir Trumbo) se ven demasiado fácilmente: por ejemplo cuando el personaje de la hija del escritor, Niki Trumbo, pasa de ser interpretada por Madison Wolfe a Elle Fanning, porque supuestamente pasaron unos años y la chica creció. Lo cierto es que el cambio es un poco abrupto y desprolijo, porque en la cronología de la película no pasa tanto tiempo. Al parecer, Roach necesitaba más peso dramático en el personaje de Niki en la segunda mitad de la película. Algunos le han reprochado a Regreso con gloria cierta falta de rigurosidad histórica. Esta dificultad no nos interesa tanto como el tratamiento superficial que se le da al cierre de algunos conflictos, o como la mirada sobre la realidad que se desprende de la película, que tiende al maniqueísmo. De todas maneras, Trumbo se apoya bien en sus sostenes genéricos y en su solidez como para que esas pequeñeces no nos dejen disfrutarla.
Lo relativo de la justicia Si el western es el género cinematográfico ideal a la hora de desplegar el relato histórico, el policial es casi indispensable a la hora de enmarcar la dimensión filosófica de la ficción. Qué mejor para hablar de la soledad, el nihilismo, o de la extinción de la moral, que un policía decadente, investigando un crimen exagerado en un callejón húmedo y olvidado. El policial ha asumido la tarea de cuestionar los finos hilos que sostienen la sociedad, al mismo tiempo que entretiene; y dado que el entretenimiento es uno de esos finos hilos, toda película debería partir de la idea de ser, en algún punto, un policial. Estas aclaraciones son para subrayar el principal mérito de Conexión Marsella que es ser un policial oscuro bien constituido dentro de las tradiciones temáticas del género, a la vez que también es un film moderno desde lo formal. Basada ligeramente en los mismos hechos reales que inspiraron la maravillosa obra maestra de William Friedkin, Contacto en Francia (1971), Conexión Marsella es de alguna manera una remake o un homenaje, aunque tranquilamente podríamos pensar que ya que su campo de acción se limita prácticamente al “lado francés” de la historia, estamos ante un complemento tardío de la película de Friedkin. El director Cédric Jimenez logra encuadrar el espíritu del cine norteamericano de los años setenta en un marco más moderno. Vemos actuaciones contenidas, un relato directo, crudo sin adornos, y la sensación constante de que la civilización es una tragedia sin posibilidad de redención. Básicamente los setenta. Jimenez filma al estilo de Paul Greengrass (La supremacía Bourne; Bourne: el ultimátum; Capitán Phillips), es decir, una textura de apariencia cruda y una cámara movediza que apenas nos deja acomodarnos y que favorece el tipo de montaje al que apela. De hecho, el montaje paralelo es fundamental en Conexión Marsella, no sólo para ajustar el ritmo, que es constante y casi sin baches, sino para marcar, aunque suene redundante, los paralelismos que hay entre las dos partes del conflicto principal de la historia, que disuelven las aparentes distancias morales y emocionales. El bien, el mal y sobre todo la justicia son irrelevantes en un mundo donde el negocio ya no es el dinero, sino que el poder sucio y concreto. El negocio del imperio como diría alguna vez Walter White. Jimenez divide el relato en dos partes que inician desde el punto de vista del protagonista, el juez de crimen organizado Pierre Michel (una buena actuación de Jean Dujardin, excepto cuando abusa de la sonrisa boba que lo hizo famoso en El artista). Se cuenta las causas y consecuencias políticas y personales de su lucha contra la organización delictiva “La French Connection” dirigida por la otra cara de esta historia que es el capo mafia “Tany” Zampa (un interesante Gilles Lellouche). Es cierto que la historia puede llegar a lucir estirada por momentos, sin embargo, Jimenez se toma el tiempo para contar lo necesario, para otorgarle más profundidad a los protagonistas que se nos dibujan necesariamente más humanos. Entendemos sus motivaciones, y sabemos lo que ponen en juego. Lo demás es lo de siempre, el mundo está necesariamente perdido; el bien, el mal, y la justicia son puros concepto relativos a la perspectiva de quien los use; y los hombres actúan por instinto, obsesión o caprichosa voluntad. Esta cosmovisión se desprende de cualquier policial, y así lo vemos en Conexión Marsella. Sin revelar nada, digamos que el final tiene puntos en común con el de Un maldito policía en Nueva Orleans de Werner Herzog, y que sin dudas el mundo lo heredan los oportunistas.
La bestia quiere vivir Hay una especie de ley de balance natural que regula las producciones de vampiros, algo así como: “toda película de vampiros genera una película de licántropos como contrapeso universal”. En este caso la de vampiros sería la sueca Criatura de la noche (Tomas Alfredson, 2008), y Cuando despierta la bestia el contrapeso. Las similitudes entre estas producciones son más que evidentes, tratan sobre los mismos temas en el mismo tono, e incluso transcurren en territorios equivalentes. La primera es una obra maestra, la segunda está bien pero no es tan trascendente; es interesante ver cómo los puntos de vista y decisiones que toman los autores/directores hacen variar el resultado final de un punto de partida muy similar. Cuando despierta la bestia es un relato de crecimiento: vemos directamente el transcurrir de la adolescencia de Marie (Sonia Suhl) en el pequeño pueblo dinamarqués en el que vive, que está bañado de esa fría soledad endémica propia de los países nórdicos. Pero Marie es algo más que una chica común, su crecimiento implica convertirse en otra cosa y todos parecen saberlos excepto ella. El director Jonas Alexander Arnby desarrolla una trama de secreto y conspiración bien dosificada que se complementa con el relato de crecimiento. Aun así estamos ante una película simple y efectiva: la vida de Marie es tres o cuatro situaciones que se repiten pero que van ganando en intensidad y extrañamiento a medida que avanza el metraje, lo que deriva en un clímax final donde confluyen con bastante lógica todos los conflictos. Incluso en su estructura, Cuando despierta la bestia se parece a Criatura de la noche, sólo que a diferencia de Arnby, Alfredson se detiene en contar la formación de un vinculo más que en el reconocimiento de una transformación inevitable. Criatura de la noche es más efectiva a la hora de trascender el género, su director no le tiene miedo a retratar agudamente una sociedad de inevitable apatía, lo que por otro lado necesita para justificar la romántica huida final de los protagonistas. En cambio a Arnby no le interesa demasiado trascender el género, Cuando despierta la bestia se siente bien siendo un cuento de terror bien construido, aunque no sea estrictamente convencional. Sin embargo debemos señalar que el clímax final de Cuando despierta la bestia no logra acercarse a la genialidad que logra Alfredson en Criatura de la noche; para ser claros, está bien pero le falta garra. Marie, al igual que Oskar y Eli, es la sombra de un sitio donde la quietud reina, y que tapa bajo nieve sus más oscuros secretos. El dilema que la atormenta finalmente es si utilizar o no su desproporcionado poder en contra de aquellos (sus vecinos) que la oprimen y atacan a la menor oportunidad. La respuesta es la misma para ambas películas. Siendo un poco menor, Cuando despierta le bestia logra, aún con sus fallos, acercarse a la calidad de Criatura de la noche manteniendo sus propios meritos. Principalmente logra mantener intacto el efecto del relato y una apática y extraña belleza, lo cual está muy bien.
Los bosques siempre son malos Luego del éxito de La llamada (Gore Verbinski, 2002), remake de la película japonesa Ringu (1998) de Hideo Nakata, el cine de terror norteamericano comenzó absorber todo lo que provenía del terror japonés, hablamos de conceptos, convenciones e imágenes. Esta tendencia se tradujo en una cantidad insostenible de remakes, combinaciones, reversiones, que se hicieron hasta que ya no fue redituable. El bosque siniestro rescata, con éxito moderado, aquella tendencia justamente olvidada. El asunto sucede en Japón, precisamente en el bosque Aokigahara, lugar particular que muchos japoneses elijen para suicidarse. Allí desaparece Jess Price (Natalie Dormer), y su hermana gemela Sara (también Natalie Dormer) viajará desde Estados Unidos para buscarla, alegando que ella sabe que su hermana está bien porque los gemelos tienen una conexión mística inexplicable pero cierta. Así las cosas, El bosque siniestro es un pequeño relato de terror cuyo guión presupone y necesita cierta credulidad de nuestra parte. Si aceptamos las reglas del juego, estamos ante una película disfrutable. Jason Zada retoma el viejo tópico de la existencia de lo sobrenatural en los bosques, por lo cual necesita conseguir cierto clima ambiguo y opresivo, aunque también apele al susto guarango e injustificado. Cuando la trama se trata acerca de cómo se puede sugestionar una mente incrédula la película logra ponerse interesante. Luego el resto de las subtramas son genéricas, olvidables y de un abrumador trazo grueso, como cuando se detiene a hablar del profundo trauma que produjo una división en la relación entre las gemelas protagonistas. Es sabido que los bosques están repletos de criaturas poco confiables. Hace poco se estrenó la irlandesa Los hijos del diablo (Corin Hardy, 2015), que con una temática similar a El bosque siniestro tenía un poco mas de pericia a la hora de rescatar la tradición de relato oral que fundamentaba el horror en su caso. Aquí parece que los fantasmas japoneses son más insidiosos e iracundos por el sólo hecho de ser japoneses, aunque debemos decir que logramos sentir ese extrañamiento propio de cuando nos enfrentamos a la tradición japonesa, su solemne, y un poco retorcida para nuestros estándares, visión de la realidad. El bosque siniestro no es ninguna maravilla, y su retorno a las fuentes japonesas se queda a mitad de camino. Sin embargo, cierto tono a serial televisivo de terror y algunos climas bien logrados la vuelven una experiencia disfrutable.
Querer ser de USA La premisa de La verdad oculta es bastante similar a la de la recientemente estrenada En primera plana: es acerca de una investigación (en este caso científica) cuyas conclusiones atentan contra lo establecido en una institución importante (aquí la NFL), muy influyente y con mucho poder de lobby. Tiene un gran problema y es que, de alguna manera, Will Smith logra convertir un interesante prólogo en una nueva versión de la infame En busca de la felicidad, sobre todo por la aparición de una sub-trama de un nacionalismo manipulador y berreta, que hace que la película se desmorone en un mar de tedio y artificialidad. Vayamos por partes, La verdad oculta (como siempre la mala versión del título argentino dando la nota, aunque hay que decir que el titulo en inglés Concussion no es precisamente atractivo) nos cuenta la historia del doctor nigeriano Bennet Omalu (interpretado correctamente por Smith) quien, haciendo la autopsia de un ídolo del fútbol americano llamado Mike Webster (David Morse), que había muerto en extrañas circunstancias, descubre una relación entre la cantidad de golpes que reciben los jugadores profesionales de ese deporte y su tendencia a desarrollar enfermedades psíquicas graves, lo cual deriva en el descubrimiento de un síndrome llamado encefalopatía traumática crónica (CTE es la sigla en inglés). Este descubrimiento al parecer pone en jaque la esencia del deporte más importante de Estados Unidos, y muy nerviosos a los dueños de este gran producto deportivo, la National Football League. Una vez desatado este conflicto, que es una variación del tema de la lucha individual de un hombre de convicciones contra la poderosa y malvada corporación (como cuando Homero se enfrenta a la Duff), la trama toma un curso obvio pero también lógico, las consecuencias de la lucha solitaria del doctor Omalu son más bien negativas para su vida y para la vida de quienes lo rodean. Aquí se activa una pequeña trampa que nos tienen preparada el director Peter Landesman y Will Smith. La verdad oculta abandona su dinamismo y el interés que había generado en su primera parte para hablar de otras cosas, más específicamente de Estados Unidos. Smith recicla el optimismo ramplón de En busca de la felicidad y nos habla con todo cariño de la tierra de la libertad y las oportunidades. El conflicto se reduce a Omalu debatiendo en su interior entre el amor ridículo que siente por aquel país, y el estar atentando, desde su actividad, contra uno de sus símbolos deportivos más fuertes como es el fútbol americano. En el medio, en una discusión con el doctor Julian Bailes (Alec Baldwin), Omalu que era un obsesivo simpático se nos devela un ser egoísta pura voluntad, un hombre fuerte que quiere ser aceptado dentro del sistema doble estándar del cinismo norteamericano dominante. Es uno de los momentos quizás más interesantes del film, ya que luego vendrá todo ese Sueño Americano barato. Si de hecho la trama romántica está mal desarrollada. La esposa de Omalu, Prema Mustiso interpretada por Gugu Mbatha-Raw, está allí tan solo para estar en peligro cuando el guión lo requiera, y decir frases obvias acerca de seguir adelante a pesar de la adversidad y alguna que otra cosa sobre las convicciones. Paradójicamente, La verdad oculta esconde bajo un velo de ambigüedad una serie de lugares comunes aburridos acerca de lo que significa ser norteamericano. Este es un daño del cual el film nunca se repone.
Una de cocineros que está bien El cine de cocineros es atractivo, las tensiones y vínculos que se ponen en juego en una cocina caótica de algún restaurante famoso son excelente material cinematográfico. Está claro, en nuestros peores momentos nos enganchamos con la quinta edición de Mastercheff Australia, pero siempre podemos volver a ver Ratatouille (Brad Bird, 2007) que es una obra maestra, o nos podemos conformar con esta amable película de John Wells (Agosto -2013-, entre otras), llamada aquí Una buena receta. El chef en cuestión es Adam Jones, interpretado con eficacia por Bradley Cooper, que es un genio de la cocina al cual la búsqueda obsesiva de la perfección le ha hecho ganar un par de estrellas Michelin (galardón codiciado por todos los chefs del mundo), y también caer en una espiral de degradación, adicciones y aislamiento social. Una buena receta comienza con el protagonista abandonando la etapa de rehabilitación, para empezar una de reconstrucción afectiva y profesional. Nos encontramos entonces con el conflicto principal, que es acerca de la posibilidad de reinvención, y sobre qué cuestiones uno puede redimirse y sobre cuáles no. En pocos minutos entendemos que el regreso triunfal de Adam Jones a las altas esferas culinarias no será tan fácil: su objetivo es obtener su tercera estrella Michelin, pero antes deberá encontrarse con una serie de personajes, ex-socios y ex-amigos, que traerán al presente los conflictos del pasado, que generalmente tienen que ver con su carácter agresivo y con su ego incontenible. En Una buena receta no se busca una reflexión sobre el acto de cocinar, o sobre el vínculo que tenemos con los alimentos. De hecho, más allá de algún diálogo aislado, poco se dice sobre el objeto culinario. Esta es una carencia de la película de Wells, que imagina la trastienda agresiva entre las cocinas de los grandes restaurantes, pero poco nos dice acerca de lo que allí realmente se hace. Encima se nos habla de preparaciones a las que la mayoría de los mortales jamás tendremos acceso, por lo cual, objetivamente, difícil se nos hará distinguir entre un cocinero y un chef-artista súper-sofisticado, aunque podemos adivinar que la cuestión, generalmente, se define por tamaño de egos y el reconocimiento de algún ente ajeno a toda realidad tangible, como la gente que hace la guía Michelin. De todas maneras, estamos ante una película donde los personajes importan y que resuelve con total soltura los conflictos románticos. Hay un triángulo amoroso extraño de dos personajes enamorados de Adam. Uno es Tony, bien interpretado por Daniel Brühl, y la otra es Helene, encarnada con solidez por Sienna Miller. Sin subrayar ni exagerar nada, Wells explora estos vínculos sin prejuicios, captando las ambigüedades y sutilezas y logrando uno de los puntos más interesantes del film. Una buena receta incluso tiene algún giro sorpresa y redondea una historia simple, a veces superficial pero bien contada que contradice una serie de críticas -creo que injustas-, que le piden a esta comedia dramática originalidad, vértigo, solemnidad filosófica y una actuación con la que Cooper gane el Oscar, todo al mismo tiempo. Ante todo, hay que dejar de robar con el chamuyo de la originalidad por lo menos dos años.
Cuando Jennifer es todo Desde la interesante El lado luminoso de la vida (2012), el director David O. Russell colabora periódicamente con la dupla Jennifer Lawrence – Bradley Cooper. Sociedad que continuó en la correcta Escándalo americano (2013), y ahora sigue con la fallida Joy: el nombre del éxito. Algo queda claro: la triada Russell – Lawrence – Cooper no es tan fructífera como otra triada famosa conformada por los responsables de Antes del amanecer (1995), la del director Richard Linklater y los intérpretes Ethan Hawke y Julie Delpy. Joy (Lawrence) es el nombre de la protagonista de esta historia de superación personal basada en hechos reales. Estamos ante una mujer orquesta que abandonó sus sueños de juventud para intentar mantener a flote a su desmembrada familia, que incluye: un divorcio, dos hijos, una abuela, y sus propios padres divorciados viviendo en la misma casa. Russell esquiva lo obvio, no nos cuenta el esperable derrumbe de esa estructura familiar imposible y el resurgimiento de Joy desde las cenizas. Nos cuenta cómo Joy hizo guita, manteniendo los mismos vínculos destructivos y a pesar de ellos. Russell teje un estilizado cuento de ascenso al mundo empresarial para el lucimiento de Lawrence. Y a Joy: el nombre del éxito le termina pasando lo mismo que a Los juegos del hambre: Sinsajo – El final (2015): queda asfixiada por el peso de la actriz, en detrimento de los demás elementos del film que son más bien enclenques. Tenemos a Bradley Cooper en piloto automático haciendo de amigo/enemigo de Joy (y de Jennifer), como si hubiera ido a filmar sus escenas por pura amistad. Luego está De Niro retomando su porte de suegro mala onda que a veces funciona en comedias, y también Isabella Rossellini sobreactuando un personaje que parece Margaret Tatcher. La absurda utilización de la voz en off de la abuela Mimi (Diane Ladd), o el hijo varón de Joy que sólo aparece fuera de campo o atrás de una puerta (en una decisión que parece más contractual que artística); todo luce más o menos, excepto Joy. Por otro lado, aún en una película que es pura exaltación de Lawrence, en donde su magnetismo y fotogenia están en primerísimo orden, es difícil sentir empatía por su personaje. No hay manera de identificarse con Joy, esta especie de pionera del diseño industrial que crea un objeto novedoso pero que no sabe cómo venderlo, pero que de repente tuvo una epifanía y es una genia del marketing y una feroz mujer de negocios, finalmente devenida en una Amalita Fortabat generosa, joven y omnipotente. Nunca se reinventa, ni reconstruye sus vínculos, todo lo que consigue ya estaba en ella, todo lo que tuvo que hacer es repetir patrones de conducta hasta el final feliz, a la manera del Steve Jobs (2015) de Danny Boyle, sólo que en esa película lo que importan son los demás personajes. Joy: el nombre del éxito sufre el drama de ser una película de lucimiento, al mismo tiempo que es difícil sentir cariño por su personaje principal. Es inevitable que falle.
Los buenos chicos llegan últimos Peanuts, historieta dibujada por Charles Schulz y publicada por primera vez en 1950, es la base de esta película de Steve Martino, que llega a manera de conmemoración de los 65 años que pasaron de aquella primera publicación. Charlie Brown y Snoopy son parte del imaginario colectivo de la cultura estadounidense y mundial, comparable a lo que hoy son los superhéroes de Marvel y DC (o lo que nunca ha dejado de ser Mickey Mouse), y su amplia influencia es aún fácilmente reconocible. De hecho, en Argentina Mafalda parece una variación de la historieta de Schulz, por las similitudes de tono y de tipo de personaje que desarrolla Quino; y también podemos observar su influencia en algunas tiras de Liniers. No nos dejaremos aquí llevar por la tentación de decirle ladrón al pésimo humorista que es Nik. Como primer acierto del director Steve Martino -que con sólo haber hecho Horton y el mundo de los Quién (2008), acumula más triunfos que el Martino que dirige Selección-, debemos señalar la elección del tipo de animación que muestra la película. Una combinación de animación por computadora con elementos de la animación tradicional, que también contiene algunos trazos similares a los que podríamos ver en la historieta, como las cejas o las líneas de movimiento. Martino juega con los escenarios en dos dimensiones propios de la serie de televisión de Peanuts, como podemos ver en la escena del baile en la escuela. Desde estas elecciones estéticas, el director empieza a configurar su película, que es entretenimiento y homenaje por igual. Snoopy y Charlie Brown: Peanuts, la película incluye una cantidad de pequeños chistes recurrentes de la historieta (como Charlie haciendo terapia con Lucy o intentando sin éxito remontar un barrilete) alineados con la trama principal, que es acerca de Charlie luchando contra sus inseguridades para lograr conquistar a la niña nueva de la clase. Al mismo tiempo, vemos una subtrama con Snoopy imaginando un melodrama épico de aventuras y romance. Ambas tramas, finalmente, terminan funcionando como complementos, aunque no durante todo el metraje. Hay momentos donde se pierde la historia de Snoopy en pos de seguir avanzando con la de Charlie Brown. Esto, junto con cierto apuro de Martino por acelerar el ritmo de un film que quizás no lo necesitaba, son las principales críticas que podemos hacer de la película. Charlie Brown, ese melancólico irremediable, es una de las criaturas mas queribles sobre la faz de la tierra. Es uno de los pocos personajes cuya bondad de base es inalterable y por ahí radica su secreto. Charlie Brown se deprime pero nunca abandona, es inteligente y muy consciente de sus limitaciones, pero jamás interpondría su interés por encima del de los demás. Incluso, Charlie Brown es quien hace lo correcto aunque esto atente contra sus sueños. Esta es la exaltación melancólica y moral que hace la película de Peanuts, y es también su principal acierto, su forma de rescatar parte del espíritu de la historieta de Charles Schulz. Todos sabemos que los buenos chicos llegan últimos, pero llegan, lo cual no es poco.