Joven y ambiciosa, Ginny (Martina Krasisnky), sabe que no puede tener la vida que quiere atrapada en el pueblo que la vio nacer. Por eso no duda en aprovechar la oportunidad de escapar cuando conoce a Paul (Joaquin Berthold), un supuesto representante de artistas que parece más que capaz y dispuesto en hacerla llegar a ese mundo de fama y glamour con el que sueña. El éxito no se hace esperar, como tampoco la revelación de que el precio a pagar para conseguirlo y mantenerlo va a ser bastante mayor del que esperaba. Por el contrario, Santos (Luis Machín), ya conoció el éxito pero no pudo sostenerlo. Supo ser un periodista relevante pero su carrera viene en lenta decadencia hace varios años, y cada vez su trabajo le interesa menos a un público más interesado en noticias polémicas que en investigaciones profundas. Por eso se ve fácilmente tentado cuando Paul le ofrece una carpeta con jugosa información sobre corrupción política, un informe que sin dudas lo pondrá de nuevo en el ojo mediático si es que se decide a publicarla. Que conozca el ambiente un poco más que Ginny no significa que no quedará enredado en las mismas trampas y obligado a seguir las reglas impuestas por gente tan poderosa como peligrosa, capaz de arruinarle la vida a ambos sin siquiera pestañear si es que eso es lo que mejor sirve a sus oscuros intereses. Extorsión, corrupción y esclavitud sexual son moneda corriente en el Sector VIP de ese boliche de moda donde se juntan poderosos de todo tipo a hacer sus negocios y buscar soluciones fáciles a sus problemas en manos de gente como Paul, siempre con el contacto necesario para cumplir los deseos de sus «amigos» por el precio justo. El mundo que muestra Eduardo Pinto (Palermo Hollywood, Corralón) en Sector VIP es uno del que se sospecha mucho y se habla poco, al menos con conocimiento de causa. No es un gran secreto que la droga y la prostitución VIP son moneda corriente en ese ámbito que puede costearse jugar al borde de la ley, pero en general quienes más conocen esa realidad son simultáneamente quienes controlan las herramientas para contarlo y no tienen ningún interés por hacerlo. La trama de Sector VIP toca varios temas interconectados, como la conexión entre poder político y económico, sobre cómo tienen en el periodismo a una de sus principales armas para dirimir sus conflictos y cómo entra en ese juego una industria del entretenimiento que vende mujeres jóvenes como si fueran objetos de consumo, disfrazando a la trata de personas con la elegancia de la farándula. Las dos tramas inicialmente paralelas de Ginny y Santos eventualmente se cruzan en la noche del Sector VIP, como es de esperarse, pero tarda un poco de más y cuando finalmente sucede lo hace con tibieza. No se decide a soltar la decisión de mantenerlos ajenos al sistema que al mismo tiempo los esclaviza y beneficia. La relación entre ambos es mostrada superficialmente en Sector VIP, sin atreverse a ahondar en los aspectos más oscuros y abusivos que obligarían a dejar en clara evidencia de que no están en una paridad de opciones y poder, contrariamente a lo que más de una vez se esfuerza en intentar subrayar la trama. Quizás sea eso lo que vuelve menos verosímil la contradictoria nobleza de Santos, que sigue proclamándose de moral intachable (y no es cuestionado) mientras sostiene una relación con una joven que podría ser su hija, sabiendo con bastante detalle las condiciones de semi esclavitud en las que vive. Con un guion que funciona sin grandes complejidades, un elenco que hace un trabajo correcto y teniendo en cuenta los antecedentes del director, no es una sorpresa que en Sector VIP se destaque sobre todo la propuesta visual, cómo es utilizada para narrar y no solo para mostrar. Mientras el mundo de Santos contrasta mostrándose avejentado y tan fuera de época como las ideas del periodista, el de Ginny y Paul mantiene ese código publicitario y de videoclip que tanto le gusta a una parte del cine local como sinónimo de elegancia. Y cuando lo necesita también se permite romperlo, mostrar la podredumbre bajo esa fina capa de pintura dorada que le ponen encima para vendérselo a la gente común. Faltaría que el lenguaje de Sector VIP no replique varias de las mismas cosas del sistema que denuncia (especialmente en el tratamiento de su protagonista femenina) para que no se sienta parte beneficiada de ese esquema y la crítica sea más honesta, aunque se quede en la superficie.
Un extraño camionero (Gerardo Romano) es convocado para transportar una carga secreta hacia la Patagonia. No hace preguntas, parece tener muy clara la importancia de su misión y lo peligroso de lo que transporta. Todas sus precauciones no evitan que en la ruta protagonice un accidente de tránsito con Cecilia (Moro Anghileri), momentáneamente distraída por otra conductora detenida al costado del camino. cine al 3er día al tercer díaConfundida y debilitada, al tercer día Cecilia reaparece en una estación de servicio, sin recordar nada de lo sucedido desde el momento del choque y desesperada por encontrar a su pequeño hijo, quien viajaba en el asiento trasero del automóvil. Acusada por su ex marido (Diego Cremonesi) de haber secuestrado al niño y temiendo que la consideren sospechosa de una historia donde los otros implicados han desaparecido, Cecilia decide escapar del hospital para buscarlo por sus propios medios. Perseguida por su ex y por el detective a cargo del caso (Osvaldo Santoro), Cecilia solo consigue la ayuda de su médico (Lautaro Delgado Tymruk) que preocupado por su débil estado de salud acepta acompañarla y hasta ofrece la clave para destrabar los recuerdos perdidos al tercer día del incidente. Al Tercer Día, entre el policial y el horror Voy a sacarme de encima rápido el principal defecto que encuentro en esta película, para poder pasar al por qué terminó siendo algo muy poco relevante en el producto final: alcanzan diez o quince minutos para sospechar con bastante precisión qué es lo que está sucediendo en Al tercer Día y lo que va a suceder en adelante. Ni siquiera hay que ser experto en el género ni estar prestando demasiada atención, hay varios indicios muy evidentes tanto en los diálogos y en la puesta de escena que anticipan el tema de fondo de la historia cuando apenas está comenzando. Puede resultar frustrante adivinar tan pronto algo que la narración se esfuerza en no revelar explícitamente hasta mucho después, llevando a la conclusión de que se trata de otra película obvia más que no merece mayor atención. Y eso aquí sería un error, porque aunque se hubiera beneficiado de acortar esa brecha revelando antes el secreto o haciendo más sutiles los indicios en el primer acto, saber lo que va a pasar de antemano no le resta valor a la experiencia de ver Al tercer Día. Al Tercer Día crítica al tercer día A grandes rasgos, la descripción de la premisa de la historia suena similar a Ataúd Blanco, también dirigida por Daniel de la Vega (Necrofobia, Punto Muerto) que parece particularmente interesado en madres que escapan de relaciones tortuosas, encuentran la tragedia en la ruta y deben salir al rescate de su hijo o hija, según el caso. Las semejanzas están, pero Al tercer Día muestra una fuerte evolución en la forma de contar y mostrar la historia en vez de quedarse en la repetición; aunque sigue manteniendo algo de ese tono atemporal abstracto que intencionadamente no deja del todo claro dónde y cuándo sucede la historia que se cuenta. Más allá de tener un guion fluido y sólido interpretado por un elenco de caras conocidas hasta en papeles pequeños, es la propuesta estética lo que más destaca en Al tercer Día respecto de lo que suele verse en el cine argentino en general y en el de género en particular. Hace uso de una teatralidad algo exagerada en el juego de luces y sombras o en la elección de los colores sin que eso desentone, porque al estar establecida con coherencia dentro de un relato fantástico con sus propias reglas, nada de todo ello resulta inverosímil o molesto a la mirada; por el contrario, ayuda a construir con gran efectividad los climas que necesita, separando lo ordinario de lo que no lo es. Es justamente porque cuenta con imágenes y porque muestra apenas lo justo que Al tercer Día sostiene de forma continuada la atención, incluso cuando la trama no sorprende. No recurre a personajes diciendo lo que ya se entiende ni a momentos de violencia o de sobresalto efectistas, buscando un equilibrio más cercano al policial de suspenso que al horror directo. Además de porque están bellamente diseñados, ayuda prestar atención a los créditos finales para entender mejor la calidad del producto final. En cada rubro aparecen nombres reconocidos de la industria de cine de género local, aportando su talento para que Al tercer Día sea una película mucho más “en serio” de lo que suelen tomarse esta clase de proyectos, muchas veces por falta de recursos más que de ideas o buena voluntad.
En Octubre de 2016, Eric Sepúlveda es detenido en Córdoba por poseer aceite de marihuana medicinal y trasladado a un penal de máxima seguridad, amenazado con recibir una condena a 15 años de prisión. Su historia es el disparador para que periodistas como Martín Armada y Juan Manuel Suppa Altman se interesen por Una Historia de la Prohibición que lleva poco más de un siglo, pero que tiene pocos o nulos triunfos que mostrar a la hora de controlar el consumo de drogas ilegales y sus posibles efectos nocivos sobre la salud pública. Su hipótesis es que conocer ese pasado es la única forma de replantear las estrategias que aún fallan en el presente para poder elaborar nuevas propuestas a futuro. Con el relato fragmentado como los capítulos de un libro, Una Historia de la Prohibición recorre diferentes momentos del siglo pasado durante los cuales se construyó la idea de que es necesario demonizar y combatir el consumo de algunas sustancias. Por ejemplo, lo que sucedió con el alcohol a principios del siglo pasado en los Estados Unidos; una historia muchas veces retratada por el cine que demostró solo servir para crear y fortalecer poderosos grupos criminales de forma no muy diferente a la que viene sucediendo hace décadas en latinoamérica, en parte por políticas diseñadas por los sucesivos gobiernos del país líder en el consumo de estupefacientes a nivel global. El relato de Martin Rieznik y Juan Manuel Suppa Altman no profundiza en detalles sobre el consumo o producción de marihuana, solo da el puñado de datos necesarios para proponer su hipótesis de que el sistema actual hace poco o nada para enfrentarse al narcotráfico. Por el contrario, Una Historia de la Prohibición denuncia que el Estado se concentra en atacar a los consumidores antes que a quienes lucran con su necesidad, sin resolver ninguno de los problemas. Sin juzgar el consumo recreativo, Una Historia de la Prohibición se focaliza en aquellos que hacen un uso medicinal de la planta y sus derivados. Son, muchas veces, quienes más injustamente reciben el asedio de un sistema legal poco claro, llevando a que las distintas fuerzas policiales inviertan recursos en perseguir consumidores que son eventualmente sobreseídos por jueces cuando estos, con las mismas leyes de base, consideran que no han cometido delito alguno. No es un proceso inocuo. Antes deben pasar por un tortuoso proceso judicial que les exige destinar mucho tiempo y dinero para mantenerse fuera de la cárcel. Mientras tanto, el narcotráfico se enriquece y quienes genuinamente necesitan ayuda para sobrellevar un consumo problemático, son criminalizados en vez de asistidos por el sistema de salud. Es evidente la profunda investigación que hay detrás de Una Historia de la Prohibición o al menos para el libro sobre el que está basado el documental, por más que el traspaso a la pantalla no sea siempre el mejor, especialmente cuando se trata de material nuevo. Mientras que toda la parte histórica se siente mucho más sólida y coherente tanto a nivel narrativo como estilístico, Una Historia de la Prohibición hace un poco de agua con las entrevistas actuales mezclando formatos y calidades de imagen sin el mejor de los criterios. Ello no sería tan importante si lo errático no se sintiera también en lo narrativo, donde parece querer abarcar varios hilos conductores al mismo tiempo pero sin llegar a desarrollar ninguno con la profundidad que hubieran merecido, ni decidiéndose a dejar unos afuera para focalizarse en otros. Seguramente el principal problema es que el tema que propone Una Historia de la Prohibición es demasiado complejo y largo como para ser abarcado en apenas una hora de extensión, apenas alcanzando como introducción.
Una muerte empuja al reencuentro a parte de una cosmopolita familia de clase alta, normalmente desparramada por el mundo pero que aparenta mantener cierto nivel de relación afectuosa. Las mujeres más adultas sobrellevan la situación aprovechando para reconectar entre sí, ponerse al día y compartir alguna historia de otras épocas. La muerte es casi como una excusa, algo de lo que nadie tiene muchas ganas de hablar por más que flota en el centro de la habitación como un elefante rosado. Pero Clara (Agustina Muñoz) aún se niega a aceptar la ausencia de su padre. En secreto explora los rincones de su estudio buscando pequeños recuerdos perdidos de los que apropiarse. Es así que encuentra algunos objetos extraños que no cuadran con la imagen que ella tiene del padre y se convence de que hay suficientes indicios como para creer que tuvo una doble vida del otro lado del globo. Seguir esos fragmentos de evidencias hasta Karakol, un pueblo perdido en Tayikistán donde espera seguir descubriendo cosas nuevas sobre él, será su forma de procesar el duelo. Karakol, entre China y la URSS La primera parte de Karakol es algo engañosa, cuenta una historia con un ritmo y una propuesta que en algún punto va a desaparecer y dejar el espacio a una película bastante diferente y un poco menos clásica. Durante esta etapa abundan los diálogos y cierta alegría melancólica, empujada sobre todo por la locuaz tía de Clara, quien irrumpe como un huracán en una lógica familiar que busca recomponerse después del funeral. Dando poca información de contexto, arma a grandes trazos el árbol genealógico que va a rodear a Clara, la verdadera protagonista del resto de la historia que permanece escondida durante estos minutos introductorios. Nadie está al tanto de las investigaciones de Clara, Karakol no existe ni en los mapas para ellos porque nunca nadie nombró ese lugar. Y tiene mucho sentido: no hay nada allí que podría interesar a gente como ellos. O a gente de cualquier tipo que viva a miles de kilómetros de ese pequeño pueblo rural, en las montañas de lo que supo ser la frontera entre la Unión Soviética y China. No hay interés turístico, histórico o económico en Karakol, pero Clara está convencida de que su padre viajaba hasta allí en secreto y está decidida a aprender algo nuevo de él. Mientras tenga algo nuevo para sumar a esa imagen que tiene de él, es como si siguiera vivo. El viaje de descubrimiento y el duelo por su padre se entremezclan en una sola cosa; el silencio de Karakol y la soledad de estar en un lugar donde sus pocos habitantes no hablan su idioma la obligan a una introspección que puede ser demasiado para soportar sola. La propuesta de Karakol es atípica en más de un sentido, con un corte tajante que separa dos partes de lo que podrían ser películas diferentes, con protagonistas y ritmos propios. De un momento a otro desaparece la teatralidad y energía de una primera parte donde Soledad Silveyra se roba toda la atención, mientras con un par de cameos justifican poner nombres famosos en el poster. Luego, Clara ocupa el centro y le imprime un tono contemplativo e introspectivo a una trama donde los hechos pasan a segundo plano. Ya no importa tanto lo que pueda o no descubrir en Karakol sobre su padre, sino para qué necesita tanto encontrar algo. El silencio y los pasajes desolados de Karakol son el acompañante justo para esta etapa, la cual cierra tan rápido como llegó y sin sentir la obligación de dar muchos detalles.
Un hacker que no sabe cómo ser el padre de una centennial demasiado despierta, aprovecha la excusa de un trabajo para invadir la privacidad de una actriz que no puede controlar sus nervios, con la que lleva años obsesionado. Daniel (Javier Di Pietro) no parece demasiado entusiasmado cuando el recientemente exnovio de Andrea (Andrea Carballo) pretende contratarlo: quiere acceder a sus redes sociales para confirmar que la separación no fue culpa de él, sino de una infidelidad de ella. Acepta al descubrir la identidad de la espiada. Quiere meterse en su departamento y acceder a su computadora como le pide Mauro (Pablo Greco), pero también aprovecha para plantar varias cámaras con las que se dedica a espiar la rutina de Andrea. Una Chica Invisible salida de un manga La privacidad y la fama viral en tiempos de internet se mezclan en Una Chica Invisible con los conflictos de una paternidad no deseada y de parejas emocionalmente incapacitadas. Como es de esperarse, la voluntad de tanto abarcar dispara algunas buenas ideas dejando a medio armar la mayoría de lo que intenta. Una Chica Invisible muestra varios de los problemas clásicos de una ópera prima; es un proyecto apasionado que no quiere dejar nada afuera, pero probablemente le hubiera beneficiado dar un paso hacia atrás y observar el conjunto con un poco más de distancia para chequear si todos esos detalles estaban combinando tan bien como parecía de cerca. Hay algunos puntos valiosos en esta propuesta. Por más de que hace agua por el lado del guion más de una vez abusando de coincidencias o metiendo a la fuerza fragmentos de tramas que no van a crecer como merecerían, Una Chica Invisible destaca por una propuesta visual algo publicitaria que coquetea con el fantástico sin romper el verosímil, y por la actuación de la joven Lola Ahumada (Bruja, Resurrección). La hija -y en parte narradora de la historia- por momentos parece ser una adulta atrapada en un cuerpo pre adolescente sin que resulte inverosímil aunque sí un poco inquietante. En el sentido semi psicótico de coprotagonista de Kick-Ass. El odioso ex que se cree el novio ideal, la actriz físicamente incapaz de ser el centro de atención, o el padre soltero tan atascado en la adolescencia que depende de su hija para la subsistencia hogareña (o para cuestionar cómo se relaciona sentimentalmente), son todos potencialmente centros de una historia interesante. Pero hasta el filósofo linyera genera más curiosidad de la que va a ser satisfecha antes de que termine la película, porque Una Chica Invisible apenas los toca superficialmente y espera que nos importe lo que les suceda. Relaciones abusivas, invasión de la privacidad, la cultura de la fama inmediata y el deseo de huir de ella, los roles de cuidado invertidos en una paternidad fallida, son todos temas potencialmente muy interesantes e insinuados a lo largo de Una Chica Invisible que se quedan en el aire sin encarnarse en algo palpable. Todo bien iluminado y con cada personaje estrictamente rodeado por su color de la paleta, pero contando muy poco con eso, porque la sucesión de eventos se apila tan rápido que cuando parece que va a suceder algo, ya pasó a otra cosa.
Después de un allanamiento que lo deja implicado en una causa por caza furtiva, el guardaparque Pablo Silva (Rodrigo de la Serna) es sacado temporalmente de su puesto habitual y asignado al Parque Pereyra Iraola hasta que se aclare su situación legal. Lejos de su entorno preferido y forzado a abandonar la soledad a la que está acostumbrado, se une al pequeño equipo. Verlo moverse con un andar casi animal por el bosque, alcanza para entender no solo que tiene experiencia en su trabajo sino también que su lugar en el mundo es la naturaleza. Claramente, ser enviado a este lugar podrá ser un castigo para otra gente, pero para el protagonista de Al Acecho es apenas un contratiempo. Le lleva muy poco tiempo detectar que algo no funciona como se supone en ese parque. En un sector del bosque, donde no se supone que entre, confirma lo que sospechaba: encuentra un zorro atrapado en una jaula, al que se dedica a cuidar sin decirle a nadie. Silva se mantiene al acecho de los cazadores furtivos que operan en el lugar, y sin mucho esfuerzo aprende los detalles de su operación; pero lo que no es tan claro es qué pretende hacer con esa información. Furtivos al acecho El codirector de Fuga de la Patagonia vuelve a hacer uso de la naturaleza como entorno central para su historia, pero esta vez cambia la aventura de época por un policial mucho más rústico, no solo en lo estético. El Parque Pereyra Iraola no ofrece las mismas posibilidades de mostrar paisajes amplios y vistosos como la Patagonia, por lo que todo es mucho más acotado en Al Acecho, por momentos casi claustrofóbico. Todo avanza a los tumbos en Al Acecho, sin tomarse mucho tiempo en desarrollar personajes ni tramas secundarias. El recién llegado Silva descubre de inmediato a los cazadores; muy casualmente es la misma situación que parece ser origen de sus problemas en su lugar habitual de trabajo y con la que evidentemente está familiarizado. Si se mantiene cierta ambigüedad sobre sus intenciones es, sobre todo, porque oculta la información que descubre incluso el público, pero son justamente las fuertes contradicciones de Silva lo que lo mantienen interesante, lo que sostiene a una película a la que podrían quitársele personajes y situaciones sin que afecte notoriamente al conjunto. Concretamente, el único personaje femenino (en piel de Belén Blanco) parece estar para justificar una escena de sexo y que Silva revele al público un dato clave, forzándola de manera inverosímil a hacer algo que realmente no necesitaba porque ya tenía confirmada la información. Hay más personajes endebles, pero quizás ese sea el más notorio. No tiene por qué ser inverosímil el comportamiento errático de un protagonista si hay algo que lo justifique, pero los largos silencios de Al Acecho y el montaje rústico saltando entre escenas que no aportan demasiado, no dejan muy explícita la respuesta.
Después de años de noviazgo y convivencia, Bruno (Ezequiel Tronconi) y Juliana (Mónica Antonópulos) tienen ideas diferentes sobre el futuro que esperan juntos: mientras ella considera que es su momento de ser madre, a él le aterra hacerse cargo de que tiene otros deseos. Bruno ya evadió hacerse la pregunta por demasiado tiempo, no quiere ni considerar dar una respuesta al deseo de Juliana y se siente atacado por su insistencia. Una excusa que aprovecha para tomar una serie de malas decisiones poniendo en riesgo la pareja, maltratando a la mujer que se supone ama pero sin dejar de victimizarse ni intentar ver las cosas desde otra mirada que la suya propia. Contenida en unos pocos días, El Encanto sigue a Bruno intentando indagar sobre lo que desea y algunos de sus miedos, especialmente el de perder la libertad y comodidad que tanto disfruta. La vida encerrada dentro de una publicidad No es nada nuevo decir que la generación millenial tiene una relación con la paternidad y maternidad un tanto diferente a generaciones anteriores. No es inverosímil el hedonismo que Bruno muestra en El Encanto, mucho menos teniendo en cuenta que es evidente que nunca tuvo que esforzarse por nada. Anda boyando por su vida cómoda de clase media alta, usufructuando un comercio que visita como si fuera un cliente y conviviendo con una pareja que a la primera vez que le exige un mínimo compromiso emocional, responde con maltrato y violencia. La idea base de El Encanto es claramente tocar ese tema actual y complejo, indagar en los miedos y dudas de un sector social con suficiente libertad como para poder cuestionárselas en vez de tomarlas como una ley inmutable. Una propuesta potencialmente muy interesante, si no fuera porque en todo momento se siente que El Encanto toca de oído y con tibieza los temas que pretende estar analizando, aunque con pretensiones de profundidad. Con un andar completamente anodino y exasperante, la trama recorre varios supuestos conflictos menores que nunca llegan a desarrollarse ni atrapar, porque la mayoría de los personajes son irrelevantes y bidimensionales, sin vida propia. Solo se salva un poco el padre de Bruno, quizás el único que se siente honesto en ese limbo de irrealidad, aunque queda la sensación de que eso es el oficio del actor (Boy Olmi) sacándole agua a las piedras. No tiene nada de malo que una película tenga un protagonista despreciable o, incluso, que siendo el villano de la historia termine saliéndose con la suya; pero en general esas propuestas tienen la decencia de hacerse cargo de lo que están contando en vez de normalizar sus acciones sin ninguna crítica, para que en algún punto el personaje se redima sin hacer nada. Porque en el fondo no hizo nada tan malo, claro. No pasa aquí, pues el El Encanto da una vuelta en círculo y regresa a su punto de partida haciendo de cuenta que hubo cambios, sin dar razones para creer que sucedió algo en el camino, salvo que un director tuvo su excusa para grabar escenas de sexo con actrices atractivas y mostrarse como un músico cool durante 80 minutos. Todo con estética de publicidad con filtro de Instagram.
Como a miles de adolescentes en la anteúltima noche de 2004, el teléfono de Nicolás “Zabo” Zamorano (Renato Quattordio) explotaba de llamadas perdidas al salir de un recital junto a su mejor amigo. Las madres de ambos no eran las únicas desesperadas por información tranquilizadora durante esas primeras horas donde todo dato fue confuso e incompleto, antes de confirmar que casi doscientas personas habían muerto durante el incendio en República Cromañón. La tragedia ocupó la mente de todo el mundo, tanto que Zabo no se enteró del suicidio de su amigo Pol hasta varios días después. La conjunción de ambos eventos hizo que el verano en que cumplió 16 años fuera uno muy atípico para Zabo, viendo deshacerse su adolescencia al mismo tiempo que se le impedía ejercer las últimas hilachas de libertad que le quedaban, antes de ser empujado por la fuerza hacia la adultez. Sin el apoyo de su mejor amigo y confidente, cuya muerte lo afectó mucho más de lo que se permitía aceptar para el afuera, solo encontró algo de desahogo en el blog Yo, Adolescente, un espacio que le permitía vomitar todas esas cosas que no podía sacarse de adentro en el mundo físico. Incapaz de entender profundamente lo que siente o poner en palabras su soledad, su deseo y sus miedos son lo único que dan un poco de orden a los esfuerzos de Zafo por encajar en un mundo que le es un tanto ajeno; un mundo que le pide elegir etiquetas con las que no termina de cuadrar. Un cuento de soledad en manada La trama de Yo, Adolescente es adaptación de la novela que a su vez recopiló, quince años más tarde, las publicaciones del blog de Zabo, una autobiografía ficcionalizada que -como la vida real- abarca muchos temas y no siempre con la mayor de las coherencias. Con elipsis de varios meses en las que algunos personajes entran o desaparecen sin mayores detalles, la narración de Yo, Adolescente pasa por momentos de mayor solidez y claridad que otros donde se desdibuja o pierde el ritmo, desviándose en profundizar detalles que quizás no hubieran merecido tanta atención. Las palabras que escribe de Zabo en Yo, Adolescente aparecen subrayadas, remarcadas en off para que nada se pierda en el camino. Rara vez es el mejor recurso y esta no es la excepción, porque el relato literario superpuesto al visual no le hace grandes favores y más de una vez parece una solución demasiado simplista; un recurso muy directo que hubiera sido más interesante con mayor síntesis. Seguramente para el director –Lucas Santa Ana– era menos importante contar una historia en el sentido tradicional del término, prefiriendo abrirnos una ventana a la mente de su protagonista para exponer un tema del que parece estar prohibido hablar, como lo es la depresión y el suicidio adolescente. La ambientación general y el uso de la música, dos recursos que nunca se quedan en la anécdota de época sino que forman parte de lo que intenta contar Yo, Adolescente, ayudan a sostener y darle cuerpo a esa historia algo deshilachada que va perdiendo claridad a medida que se acerca al desenlace. Es interpretada por un elenco que complementa sus personajes poco definidos con una buena química interna; vuelven verosímiles a sus aportes rodeando al protagonista. Yo, Adolescente Hay historias que no son para todo el mundo, que apuntan a algunas personas en especial. Si tuviste una adolescencia de clase media en Buenos Aires a principios de siglo, ninguno de esos problemas de ritmo o narración van a importar mucho, porque Yo, Adolescente te va a estar hablando directamente. Si fuiste parte de esa generación a la que Cromañón le enseñó antes de tiempo que no éramos inmortales, si todavía te duele algún amigo que no volvió aquella noche o que nunca fue el mismo después de cargar con un cadáver de su misma edad o incluso si no te tocó tan de cerca esa historia pero tuviste la edad correcta en el momento incorrecto, es muy probable que encuentres en esta película pedacitos de tu vida reflejados en la pantalla con una nitidez incómoda y hasta quizás dolorosa. La adolescencia es una época de la vida que suele ser abordada en el cine desde una postura más adulta, detrás de un filtro de nostalgia que borra o suaviza las complejidades del autodescubrimiento, especialmente cuando la respuesta no es algo que encaje fácilmente en lo esperado. Al haber sido escrita originalmente en presente y primera persona, Yo, Adolescente ofrece una mirada cruda pero sincera de esos años, focalizándose en un personaje al que le resulta particularmente difícil congeniar lo que quiere ser y con lo que se espera que sea, sin nadie cerca para ofrecerle una mano.
Un poco por miedo al afuera y otro poco por voluntad de su esposo, Rosa (María Soldi–Historia de un Clan) se mantiene encerrada en su casa trabajando de modista y soñando con quedar embarazada. O al menos con tener alguna aventura como esas de las novelas de detectives que le gustan. Pasa mucho tiempo sola en esa casa, con un marido capaz de desaparecer por varios días sin dar muchas explicaciones más que el estar militando políticamente en los peligrosos meses previos al golpe de estado de 1955. Él teme que la afinidad peronista de ambos los convierta en un blanco para sus opositores, insistiéndole a Rosa que mantenga un perfil bajo; pero ella está más preocupada por sus frustrados planes de maternidad y su matrimonio poco feliz. Es ese sentimiento el que la lleva a abandonar temprano una fiesta en el barrio y refugiarse en la soledad de su terraza a fumar en silencio, un sitio que resulta accidentalmente perfecto para atestiguar el asesinato de un supuestamente adinerado y peligroso vecino. Algo Con Una Mujer peronista y con sueños de más La dupla de Luján Loioco (La Niña de Tacones Amarillos) y Mariano Turek se basó en la obra teatral La Rosa, de Julio César Beltzer, para darle forma a este noir doméstico que es Algo Con Una Mujer, una producción independiente explorando la soledad y el aislamiento de un ama de casa que siente que no puede cumplir con el rol que se supone le corresponde. Se concentra en pocos personajes y una historia contenida dentro de la casa que es casi una prisión para Rosa, tomándola prácticamente como la única persona relevante de ese pequeño mundo. Aunque a primera vista parece insinuarlo, el eje de Algo Con Una Mujer no es un crimen complejo que resolver, ni un drama político centrado en una época que no es muy revisitada por el cine interesado por esas historias. El conflicto principal que enfrenta Rosa es mucho más íntimo, hogareño. Desde un primer momento sabe quién cometió el crimen y tiene algunas ideas de lo que podría o debería hacer al respecto, si se permitiera ese momento de valentía y desobediencia. Allí radica el verdadero conflicto de Algo Con Una Mujer, el que vive su protagonista cuando tiene que decidir si se atreve a seguir sus propias ideas, en vez de contentarse con la vida gris devenida de obedecer las instrucciones de un marido que tiene varias otras cosas antes que ella en su lista de prioridades. Hay una buena historia detrás de esa idea, pero la realización que la construye no la refleja con la solidez o la contundencia que necesita para resultar tan interesante como podría ser. Todo lo que muestra resulta verosímil y bastante coherente, pero deja la sensación de que falta alguna pieza en la construcción de los personajes para que todo encaje, sus acciones cobren verdadero sentido y pueda justificar mejor sus decisiones, aunque solo sea por su propia mezquindad individual. En este tipo de apuestas, el mayor problema no suele estar en la historia que pretende narrar sino en los recursos con los que cuenta para llevarla adelante, especialmente cuando se trata de una película de época como Algo Con Una Mujer. Aunque hace sus esfuerzos por mantener contenida lo más posible la recreación para no exponer de más sus limitaciones, desde expresiones extrañas en boca de los personajes a objetos que se ven antiguos cuando se supone que son nuevos, tanto en la ambientación como en las interpretaciones se rompe el verosímil más de una vez, algo que no ayuda a sostener una propuesta que -ya de por sí- no ofrece mucho como para distraer la mirada de esos detalles.
El día anterior a su fiesta de casamiento, una pareja se instala en la quinta donde el padre de ella (Gerardo Romano) está organizando los últimos preparativos antes de la boda. Un poco por los nervios del evento, aunque seguramente también un poco por otros conflictos más antiguos y profundos que arrastra la pareja, ambos están un poco irascibles. Buscando algo de calma, Laura (Jazmín Stuart) se aleja de la propiedad y cruza hace una finca vecina, donde la atraen los tenues ruidos que originan un grupo de jóvenes bailando al aire libre con auriculares. Con curiosidad pero algo de reticencia, se acerca al grupo y el anfitrión la invita a participar de La Fiesta Silenciosa que organizó con sus amigos. Poder bailar y beber con libertad lejos de su familia parece ser lo que Laura necesita para liberar sus tensiones, pero no espera que una noche de diversión tome un giro trágico. La simple aventura se convierte en un ataque sexual del que varios jóvenes asistentes a La Fiesta Silenciosa son cómplices. La Fiesta Silenciosa, la venganza es ajena El primer tramo de La Fiesta Silenciosa podría pasar por uno de tantos dramas de treintañeros tardíos lidiando con sus problemas de clase media, con parejas poco funcionales que anuncian a los gritos el fracaso que se avecina, y familias que no conocen de límites. Recién después de que Laura regresa de su escapada a La Fiesta Silenciosa toma algunos tintes de thriller, mientras va mostrando en fragmentos lo que realmente sucedió en la casa vecina, por más que alcanzara con el primer flashback para confirmar que sucedió lo que se anunciaba que iba a pasar en los minuto previos. Es de esperar que sea recién cuando Laura se decide a embarcarse en una misión de venganza contra quienes la atacaron, que comience la acción y el suspenso, pero realmente eso tampoco sucede. Lo siguiente es todo un segundo acto donde ella desaparece de la trama mientras le deja la venganza a su padre y su marido, quien ni siquiera le cree que fue atacada y no tiene muchas razones de hacer todo lo que va a hacer empujado por su suegro. Una trama sin vuelo y personajes tan chatos que resultan indistinguibles entre sí, no siempre son un ancla demasiado pesada para este tipo de historias, pero sí lo es que lo poco que tenga para contar avance sin generar tensión o sorpresa. Justamente el mayor problema del que adolece La Fiesta Silenciosa, junto con un ritmo que parece tener arena mojada hasta las rodillas. Si no va a importar lo que le pase a los personajes o por qué hacen lo que hacen, al menos que a cambio de perdonar esa chatura se espera una tensión agobiante o una acción arrolladora. Nada de eso forma parte de La Fiesta Silenciosa, donde el momento más inquietante fue el temor a que se me trabe la mandíbula durante un bostezo prolongado. Mucho ha debatido la crítica sobre el simbolismo del subgénero de rape and revenge (violación y venganza), especialmente tras algunas reinterpretaciones más recientes que se concentran en remarcar el arco de un personaje que se esfuerza por recuperar el poder de defenderse de sus agresores, y eventualmente hacerlos pagar por su crimen. La Fiesta Silenciosa está tan lejos de esa idea que, aunque se supone que es la protagonista, Laura es casi intrascendente en el desarrollo y resolución de la trama, porque quienes realmente parecen merecer la venganza no es ella, sino un marido que se cree engañado y un padre posesivo.