En busca de la felicidad “Me llamo Romeo”, le dice él a ella ni bien se conocen. “¿Me estás cargando?”, o algo por el estilo le responde ella a sabiendas que se llama Julieta. Ese “chiste”, que él se llame Romeo y ella se llame Julieta, queda en eso, en una referencia sobre un dato antojadizo del destino: haberlo convertido en algo de más peso dentro del relato hubiera sido un gesto inapropiado, ya que a esta altura sería todo un cliché imposible de renovar. Y es además uno de los tantos apuntes como al pasar que va dejando Declaración de vida, drama con toques de humor dirigido, escrito y protagonizado por Valérie Donzelli. Esos apuntes, como que el nene se llame Adán o que de la nada los protagonistas canten, son utilizados por la película como elementos de búsqueda y alejados del simbolismo habitual del cine intelectual (y de paso se relacionan un poco con el cine de Desplechin, Resnais y otros autores del cine francés). Declaración de vida es una película pop que va trazando su tono minuto a minuto, con secuencias inconexas en cuanto al registro (de un momento de humor a otro de drama genuino a uno bien actuado a otro sobreactuado, y así…), y que convierte a todo esto en la experiencia de ir hacia la felicidad. Algo que anhelan, también, los Romeo y Julieta del film. Declaración de vida tiene un detrás de escena fuerte. Donzelli y Jérémie Elkaïm, su coprotagonista, fueron pareja en la vida real. Y tuvieron un hijo y a ese niño -al año y medio de vida- le diagnosticaron un tumor cerebral. La película no sólo recrea esas instancias, sino que además está filmada en escenarios donde los actores pasaron varios días, como el hospital donde el chico fue sometido a un prolongado tratamiento de cura del cáncer. De hecho, la película está dedicada a los trabajadores de la salud pública de Francia, en uno de esos gestos políticos bellos y fuertes que se agradecen. Pero si Declaración de vida tiene un gran logro, es no hacer de esa sensación de realidad un docudrama morboso y arduo. Todo lo contrario, el film es ligero, tiene una superficie etérea que la hace muy amena y en la decisión formal más interesante de la directora y guionista, opta centrarse en el vínculo de los padres (y esos satélites que son abuelos y hermanos) en vez del nene y su tratamiento médico. Decíamos de las búsquedas de Donzelli. Inconsciente, aunque creemos más que conscientemente, ese devenir zigzagueante en tono y registro impiden que la película haga foco definitivo en el tumor y en el niño. Por eso el título que le pusieron por aquí es totalmente erróneo: Declaración de vida convierte a la película en el drama de la semana de alguien que sobrevive a algo. Hay un poco de eso, pero no es el punto fuerte del relato. Ni siquiera una subtrama de segunda línea. Un poco a la manera de aquella extrañeza de Un milagro para Lorenzo, el film de Donzelli apela a elementos casi de realismo mágico para merodear el drama de un niño enfermo, aunque a diferencia de la obra de George Miller esta parece ganada más por lo realista que por lo mágico. Es que como film de búsqueda que es, nunca termina por definirse y prefiere la seguridad de un centro narrativo neutro antes que tirarse de cabeza a lo desconocido o desembozadamente ridículo. Y eso es en parte lo que impide que Declaración de vida sea la gran película que pudo haber sido. Si algunas escenas parecen actuadas en dos registros más altos de lo aconsejable, en una apuesta al grotesco (el encuentro con familiares, cuando Romeo se entera de la enfermedad de su hijo) inmediatamente una secuencia más neutra nos coloca ante un territorio de normalidad. Si los personajes cantan una canción, la escena está formalmente controlada como para que siempre nos parezca real lo que estamos viendo. Y tiene un gran problema en una sucesión de voces en off que nunca logramos entender desde dónde vienen o cuál es su punto de vista. Como buena película de búsqueda -decíamos anteriormente- Declaración de vida está puntuada por grandes momentos que no logran un todo como obra. Igualmente, se agradece la sobriedad con que el tema es abordado, eliminando de entrada la posibilidad de un falso suspenso y eludiendo la sordidez cuando encima el hecho de ser una historia real en primera persona habilitaba cualquier tratamiento. Si uno se imagina lo que Haneke podría haber hecho con el mismo material y tiembla del miedo.
Una película del demonio ¿Se acuerdan de Los seis signos de la luz? ¿Se acuerdan de La brújula dorada? Bueno, Cazadores de sombras: ciudad de huesos es a la saga Crepúsculo lo que aquellas películas eran a la saga Harry Potter, un intento por continuar el suceso buscando un público similar y revolviendo en historias preexistentes que tengan un espectador cautivo. Bien, a Crepúsculo ya le salió un hijo fallido que fue Hermosas criaturas y pareciera que este absurdo descarado dirigido por Harald Zwart seguiría el mismo camino, aunque la promesa ya anunciada de una continuación en 2014 daría por tierra con nuestro deseo de un futuro similar al de brújulas, signos y criaturas. El film es la adaptación de la primera de las novelas de Cassandra Clare, quien sigue el ejemplo brindado por J.K. Rowling en eso de abordar tradiciones fantásticas ya transitadas incorporándole un espíritu de época, con un aire de épica romántica adolescente. La salvedad en el caso de Rowling, es que lo suyo era tanto un latrocinio como una mostración de influencias literarias y terminaba construyendo un universo propio que terminaba creando literatura infantil original. Clare, al igual que Stephenie Meyer, lo que hacen es utilizar la literatura como plataforma de lanzamiento hacia el cine: sus historias son de antemano productos que sueñan con la pantalla grande, sus creaciones tienen más nexos con el lenguaje audiovisual que con las letras. Y esas ganas por ser pasión de multitudes le hacen perder originalidad y solidez: se sostienen a base de clichés sin gracia y cuentan con una solemnidad risible para hacer verosímil su propio mundo. Hay pocas cosas que funcionan en Cazadores de sombras: ciudad de huesos, apenas su primera media hora en la que todo ocurre tan rápido que impide pensar y algunos momentos de un humor bastante brusco, que se parecen un poco al tono de la segunda película de Zwart -la comedia negra One night at McCool’s- y que nunca más se repitió en su discreta filmografía. De hecho, el humor es algo bastante problemático en el film: hay momentos deliberadamente graciosos (cierto personaje que se revela demonio), otros que aparecen inoportunamente para quebrar situaciones dramáticas, y otros que generan risa sin proponérselo (la relación de Bach con los cazadores de sombras, todas las secuencias románticas). Incluso la aparición de explícitos dientes de plástico para simular colmillos de hombres lobo son o bien una baratija de efecto especial o un homenaje a la clase B. Es verdad que uno se pregunta por momentos si Zwart no se tomó esto a la chacota y filmó lo que filmó haciéndose cargo de: 1-una historia que cruza vampiros, hombres lobos, demonios, hadas y demás baratijas fantásticas, referencias homosexuales, estética trash, hemofilia sin ton ni son, ni coherencia; 2-un presupuesto que se nota menor, por lo que muchas veces tiene que usar el fuera de campo, encuadres cerrados o poca iluminación para no evidenciar la falta de efectos especiales o maquillaje; 3-un elenco desabrido a más no poder, donde Lily Collins vuelve a demostrar que lo suyo son las malas películas y donde hasta está mal el grande de Jared Harris. En fin, uno se va de la sala pensando si lo que vio fue en serio, resultó una tomadura de pelo o una burla kitsch incomprendida. Tal vez dentro de 30 años alguien la ponga en su lugar y sea celebrada como el encanto camp de comienzos de siglo.
Lo blando quita lo valiente Robert Redford es para los parámetros de Hollywood, como director, un tipo político. O, al menos, alguien que tiene a la política y sus arrabales como material de muchas de las historias que elige contar. Es un demócrata de cabo a rabo, de eso no hay dudas. Y también un blando, de eso hay sobradas muestras: películas tan vacuas como Leones por corderos hubo pocas en el cine hollywoodense con intenciones de profundidad. Sin embargo, ha dirigido al menos dos películas interesantes como Quiz Show – el dilema y la mucho más atractiva Nada es para siempre, un film sobre la familia y la tradición. Es, por lo tanto, alguien a quien no se puede dejar de lado fácilmente, aún cuando la pifie, porque en su ingenuidad reside un modo de pensar del norteamericano intelectual que sirve para interpretar algunas cosas. Causas y consecuencias es, en este marco, un film intermedio: está narrado con cierto nervio y con fluidez, pero a su vez cae en simplificaciones al abordar a un grupo de activistas políticos que en los setentas se vieron involucrados en un asesinato. Causas y consecuencias es un pseudo thriller, una de la saga de Bourne en estilo geriátrico, con un periodista joven -en vez de un agente especial armado hasta los dientes- dedicado a desentrañar una historia que tiene como eje a estos activistas políticos ya ancianos, cuyas identidades comienzan a salir a la luz y la prensa y el FBI se hacen eco. Y esa “cacería” incluye un viaje por un vasto segmento del territorio de los Estados Unidos, para unir las puntas de una trama que se va desenredando sin apuros: en ese sentido, el film luce bastante old fashioned, con tiempos que recuerdan mejor a los thriller norteamericanos de los 70’s. Sin dudas que la historia de Redford y su rol de director del Festival de Sundance le permiten darse algunos lujos, como por ejemplo contar con el visto bueno de varios colegas para ser parte de su película: Shia LaBeouf, Nick Nolte, Julie Christie, Richard Jenkins, Chris Cooper, Susan Sarandon, Sam Elliott, Anna Kendrick, Brendan Gleeson, Terrence Howard, Stephen Root, Stanley Tucci, todos se pasean en grandes o pequeños roles, otorgándole con su presencia una solidez que la película aprovecha para su beneficio. El tema de fondo son los actos del pasado y cómo se ven con el tiempo (para ello se aprovecha de un grupo activista real como Weather Underground que actuó entre fines de los sesentas y mediados de los setentas). Para no defraudar a nadie, y ante un elenco tan numeroso, la película se permite sostener diferentes puntos de vista. Hay personajes más lógicos y sólidos, como el de Sarandon o Jenkins, otros más obvios y algo traicionados, como el de Christie, y otros que se tienen que hacer cargo de las dudas (en una película con personajes repletos de certezas) como el de LaBeouf. Y también tenemos al de Redford, que no de gusto es el eje del relato, un tipo bastante culposo y que funciona como más que evidente término medio en este modo de ver el mundo que tiene la película. Causas y consecuencias no juzga deliberadamente las acciones del pasado de sus personajes, pero deja colgando la idea de que aquello que hicieron fue algo de la juventud, que cuando uno madura y tiene hijos (y los hijos cumplen un rol fundamental para entender la moral de la película), se debe olvidar de algunas causas justas y dejarse estar en los tiempos que el sistema permite. Es verdad que la película dice algunas cosas, sutiles otras de tono grueso, pero poner en el centro y convertir en el punto de vista del film a un personaje tan blando como este, deja en evidencia que lo demócrata no es más que una forma aligerada de lo republicano. Una película que oculta sus falencias en su solvencia narrativa.
Convicciones Hay una secuencia de En la oscuridad: Star Trek que es maravillosa. En ella, dos personajes tienen que saltar de una nave a otra, en medio del espacio y a varios metros de distancia, atravesar una atmósfera cargada de basura espacial e ingresar por una puertita así de chiquita. La escena tiene mucho vértigo y gran tensión, porque el objetivo de los personajes parece a simple vista imposible. Claro, si uno piensa dos segundos la escena, resulta inverosímil, improbable, aún dentro del verosímil que propone la película. Pero hay algo que no muchas veces aparece en el cine, y que hace posible lo imposible: convicción. Convicción de los personajes, convicción del director en proponer algo irreal de la forma más rigurosa posible y convicción de los actores por hacer de eso algo totalmente lógico (parece una pavada y puro maquillaje de efectos especiales, pero trate de ver una película de acción mal actuada y luego nos cuenta). Es, claro, como el transitar del ilusionista: primero creerse el cuento, para que los otros lo crean. Más o menos, aquello que nos enseñaba Atrápame si puedes, de Steven Spielberg. Si bien en el cine de J.J. Abrams no parecen haber demasiados rasgos autorales, sí hay que decir que algo que se repite película tras película es la convicción de sus personajes y la que evidencia a la hora de narrar sus cuentos. Devolverle la vida a una franquicia muerta como la de Star Trek es, sin dudas, su mayor acto de arrojo. Hay sí rasgos estéticos que comparten sus películas -esos flashes azules que atraviesan sus ágiles y excitantes paneos horizontales- y hasta una cuestión ética en devolverle al cine de entretenimiento masivo la inteligencia perdida durante años (en este marco, Súper 8 sería su gran película personal). Pero, como decíamos, no parece haber un tema común. Es más, si hasta parece un director que hace películas por encargo, uno de esos artesanos sin personalidad que se esconden detrás de mecanismos perfectos de entretenimiento. Pero ahí están, a la vista, las convicciones: del Ethan Hunt de Misión: Imposible 3, a los chicos de Súper 8 y pasando por la tripulación de ambas Star Trek. Convicciones por una forma de ver el mundo y de enfrentar las adversidades. Sobre todo eso, enfrentar las adversidades. Lo que sobresale en esta segunda parte de la saga galáctica, En la oscuridad, es el carácter de los profesionales que integran la tripulación de la Enterprise. Presentados los personajes en el primer -y mucho más complejo, interesante y emotivo- film, aquí se los suelta a una aventura concreta. Si hasta parece un capítulo de la serie, pero estirado a 132 minutos (sí, la película dura más de dos horas diez minutos que se pasan volando -literalmente-). Cada uno de ellos tiene una naturaleza y un modo de ver el mundo, lo particular es que extrañamente no se los juzga: el conflicto central es el de siempre, la búsqueda de lógica vulcana y pragmática de Spock contra lo intuitivo y más humano de Kirk. Y cada uno, a su manera, demostrará que lo más preciso es una presencia balanceada de ambos métodos. Tal vez en algunos aspectos En la oscuridad repita algunos temas de El futuro comienza, pero cuando aquella era más elaborada argumentalmente, esta opta por la acción directa: y eso redunda en que las emociones de los personajes se transmitan mucho más por medio de la acción y la actitud (si hasta filma la escena de amistad masculina más gay de la historia del cine mainstream). El film es una tensa línea argumental que envuelve a los protagonistas en inteligentes giros narrativos como vórtices que van chupando la acción y la tiran hacia adelante. En lo central, En la oscuridad: Star Trek es una de acción con intrusión de ciencia ficción: la pericia técnica para lograrlo es envidiable, Abrams es un tipo que viene de la televisión y ha demostrado estar a la altura de lo que demanda una aventura en pantalla ancha, el equipo de guionistas de lujo que trabaja siempre con el realizador (Orci, Kurtzman y Lindelof) depura y depura el material hasta construir un entretenimiento sólido y sin fisuras, y la música de Michael Giacchino demuestra que sigue siendo el mejor orquestador de la actualidad en Hollywood. Si a todo esto le sumamos, entonces, una historia con reminiscencias políticas fuertes, que sostiene un humanismo coherente con el material original, que tiene uno de los mejores villanos en años, que sabe cómo jugar con la iconografía de la serie sin dejar afuera a los neófitos de Star Trek como quien suscribe y que nunca confunde ritmo con velocidad ni acción con ruido chirriante, estamos entonces ante un claro ejemplo del Hollywood ese que nos gusta apreciar. Ese que, con convicción, nos marca el norte de cómo debe ser un entretenimiento que respete al público. Abrams parece ser un tipo que se adapta fácilmente a los materiales que le toca abordar y que aporta su punto de vista personal, sin querer estar por encima de la obra. A esta altura, hay que decirlo, difícilmente haga una mala película. Y esto es así porque su obra proviene de la convicción de querer contar algo que valga la pena, de una manera siempre rigurosa y libre a la vez. En sus manos, sin dudas, el futuro de Star Wars está más que seguro.
Breaking más o menos bad Y sí, El infiltrado es una de esas películas en las que el amable ciudadano blanco norteamericano tiene que hacerle frente al mal representado por la droga -la DROGA así dicho con mayúsculas- y su nexo inevitable: los negros, la marginalidad, los latinos. Ya lo sabemos, hay toda una corriente de un cine norteamericano reaccionario o con una mirada centralista exacerbada, explícita o implícitamente: El infiltrado, en ese sentido, es bastante moderada pero no deja de sostener ciertos estereotipos y paradigmas nocivos. Dicho todo esto, y marcando de forma precisa nuestra distancia ideológica con el film, hay que reconocer que contra muchos prejuicios que uno podía tener antes de verla, la película de Ric Roman Waugh y protagonizada por Dwayne Johnson, funciona bastante bien como thriller con ribetes dramáticos, con una historia concentrada en su personaje principal y sin ampliar mucho la mirada para no caer en tentaciones peligrosas. El film es como la serie Breaking bad, pero más moralista y menos oscura. El tópico es bastante usual, un hombre común se debe meter en el bajo mundo delictivo para resolver un conflicto que siempre, pero siempre, es justificación. Lo que hace la serie de Vince Gillian es mostrar que atravesado ese límite, es muy difícil regresar al lado “bueno”. El infiltrado, por el contrario, muestra un descenso hacia un infierno no tan profundo y todo lo tiñe la necesidad de ese padre por sacar a su hijo de la cárcel. En todo caso evita una sordidez excesiva, y nos dice que su protagonista nunca pierde el centro de su “bondad”. Por más dinero y falopa que le metan en su camión, el buenazo de John nunca caerá en la tentación. Hay que tener en cuenta, también, que el film está basado en una supuesta historia verídica. Póngale usted entonces que, más o menos así, ocurrieron las cosas Esa moderación que decíamos es también la del relato, que Roman Waugh trabaja con amabilidad de artesano. Uno podía imaginar -más teniendo presente el tráiler- que el protagonista andaría a los tiros por ahí para rescatar a su hijo. Pero lejos está el film de convertirse en una más de vengador anónimo: El infiltrado es una película que -como buen Americano- cree en las instituciones (ahí tienen una DEA que actúa con precisión), respeta los mecanismos de la justicia, aunque también se permite cierta ironía ante argucias como las de poder armarle una causa a otro con el fin de lograr una reducción de la pena propia. La falta de acción -que tardará en llegar, y lo hará sobre el final con una secuencia que funciona como un Duro de matar con Rivotril-, entonces, avanza en la necesidad de un componente dramático mayor y de un buen manejo de las herramientas del thriller. Y el director saca buenos resultados de una presencia particular como la de Dwayne Johnson, habitual del cine de acción pirotécnico pero lejos siempre de un producto que requiera un compromiso emocional más amplio. Johnson, que realiza aquí su apuesta y no desentona, brinda una actuación consistente y hasta sale bien parado cuando tiene delante un monstruo como Susan Sarandon, que aquí pone el piloto automático y construye un personaje con una malevolencia asordinada que choca contra el resto del film, más liso y plano. Con estos elementos -y no mucho más- El infiltrado es un moderado entretenimiento, que supera un poco sus propias limitaciones: las de drama de la semana y la de policial reaccionario.
Sin ambiciones en el frente Cuando se encara una segunda parte de una película cuya mayor virtud era el entretenimiento amable, hay dos posibilidades: o se intenta profundizar en la psicología de los personajes o se apuesta directamente por la diversión absurda y el sinsentido. En el primero de los casos se corre el riesgo de que esa pretendida profundización termine siendo totalmente fallida, y lo que era un noble entretenimiento se convierta en un film innecesariamente solemne. En el segundo, el peligro es que la sucesión de absurdo y sinsentido atente contra el verosímil y el film sea aburrido de tan intrascendente. Particularmente soy partidario del segundo ejemplo: cuando lo que tenés son piratas que pelean en barcos fantasmales y todo resulta divertido, lo mejor que podés hacer es profundizar en ese universo para sacarle la mayor cantidad aventura, acción y comedia. Si no, tenés Piratas del Caribe: el cofre de la muerte, una película excesiva, barroca, demasiado gigante y con una psicología que los personajes nunca reclamaron. RED 2, por suerte, sigue la línea del sinsentido. Y así es como divierte en grande. Un detalle no menor es que el involucrado detrás de cámaras es Dean Parisot, un segunda línea de Hollywood bastante subvalorado que tiene dos películas interesantísimas como Las locuras de Dick y Jane y Héroes fuera de órbita, films que siempre en la cuerda de la comedia se burlan de cierta iconografía Americana. Si bien RED 2 podría verse desde ese lugar, con su trama política de Guerra Fría tardía que mira al mundo y aquellos encargados de “salvarlo” con sorna, es verdad que eso termina siendo lo menos atractivo del film. Aquí lo mejor pasa por una noción de velocidad narrativa, de absurdo constante y donde lo que realmente importa, más allá de lo que pasa, es cómo pasa aquello que pasa. Debo reconocer que RED no fue una película que me haya gustado demasiado, y nunca entendí la apreciación positiva por parte de la crítica. Puede, claro que sí, que la presión del cómic original cumpliera su cometido. Es verdad que resultaba atractivo el universo de jubilados del mundo del espionaje, esa vuelta a la acción, ese tono paródico de las situaciones. Había algo reflexivo, pero que se agotaba un poco rápido y que además pecaba de cierto estancamiento narrativo que se liberaba cuando estallaba la acción: ahí sí funcionaba el espíritu del cómic. En ese sentido -y de ahí que esta película funcione mucho mejor y conecte más fluidamente con el espectador- RED 2 se olvida, primero, de recordarnos que los protagonistas son jubilados de armas tomar, los personajes ya fueron presentados y vamos directamente a la acción, sin redundancias ni reiteraciones temáticas; y segundo, de construir una trama que sume complejidades. Los guionistas entienden, inteligentemente, que el concepto de RED funciona mejor desde los personajes: y lo que hace la película es armar cada secuencia a partir de ellos. RED 2 está hecha del mismo material que están hechas películas como Encuentro explosivo -la genial película de Mangold con Cruise y Díaz-, esa acción marca ACME que avanza y avanza con un tono exagerado y cada vez más grotesco, casi de dibujito animado y que funciona porque los personajes tienen ese registro desbordado que complementa y amplifica: Willis, Malkovich, Parker, Mirren trabajan con gran inteligencia a sus criaturas, las hacen queribles y suman niveles de autoconciencia. Uno se ríe porque el personaje absurdo está involucrado en un mundo absurdo, pero a la vez porque ese personaje absurdo y ese mundo absurdo impactan con la iconografía que cada intérprete ha construido en su trayectoria. Eso -que también lo intentaba Steven Soderbergh en la saga de La gran estafa- funciona porque el espectador está invitado a reírse y el chiste trasciende la pantalla. En RED 2 todo es puro disparate y nada importa demasiado. Es verdad, uno tiene que saber o tener ganas de disfrutar de ese sinsentido, de esa ligereza, de esa falta de expectativas y ambiciones. Esto es un puro divertimento, funciona, uno se va con una sonrisa de la sala aún sabiendo que lo que ha visto no es del todo importante. RED 2 no busca otra cosa. Piloto automático o gran diversión, cada uno elige. Yo, la pasé muy bien.
El difícil arte de hacer reír Hacer reír es un arte complicado. Lo dicen todos. Es complicado, primero, porque cada uno se ríe con lo que puede y quiere, no hay una sola cuerda o una cuerda segura que convoque a la risa, y segundo porque la risa, en definitiva, es una respuesta no del todo respetada o deseada por los mundos intelectuales. En ese contexto, lo del payaso es una profundización en esa extraña misión: porque hay toda una dedicación esforzada en construir situaciones que convoquen a la risa, una risa que es buscada de manera pensada y estratégica. De ahí, que muchas veces el término payaso sea utilizado de manera despectiva: es un payaso aquel que con demasiado esfuerzo se toma las cosas poco seriamente y sólo parece perseguir un fin bufonesco. Sátira, parodia, comedia, ingresan en un esquema de arte menor. Por eso es muy atractivo un documental como Sólo para payasos, de Lucas Martelli, que viene a revalidar el rol del payaso pero, fundamentalmente, de la risa y su poder exorcizante. El documental está construido en dos niveles: en el primero de ellos, y más básico -pero llamativamente más interesante-, tenemos a varios payasos de diversas partes del mundo explicando su arte y explicándose a sí mismos; en el segundo nivel ingresa una ficcionalización que pone a los payasos en el contexto de una reunión de clowns a la que acuden referentes de cada rincón del planeta, y que intenta dar una idea de universo regido por el absurdo y el sinsentido que toma vida y se revela como espejo deformante del nuestro. Y llamativamente es ahí, en su parte más libre y creativa, donde el film encuentra su costado más flaco y menos interesante. Sólo para payasos funciona cuando son los propios protagonistas los que explican cómo esta actividad, una de las más esforzadas dentro del mundo del espectáculo y de fuerte raigambre popular dentro de las artes que se han nucleado históricamente en lo circense, se fue transformando en un arte con sus formas y sus reglas. Están los que se pintan la cara, los mimos, las payasas, el líder: todos símbolos de un complejo entramado social que encuentra su doble en el mundo real -es interesante cómo también, aquí, el rol de la mujer llega con el tiempo y se va definiendo como subversor de un mundo previamente pautado por la influencia masculina, sin embargo su presencia invisible es a la vez imprevisible y por eso visto como algo positivo por las propias mujeres-. El que refleja el documental es un mundo potente, ya que la risa que busca el payaso ha sido siempre la más interesante, la del débil que se burla del poderoso. De ahí que se trate de un arte político y que en muchos casos la actitud del payaso sea combativa y hasta se abrase con ideales anarquistas. En Sólo para payasos vemos, en definitiva, ese movimiento continuo de estratos sociales que conforman ese universo: están aquellos formados académicamente y los formados en la calle; están los que toman esta actividad como una forma de lo poético y los que lo hacen desde una actitud militante; los que lo hacen como una forma de subsistencia y los que se asumen como un engranaje en una producción masiva e internacional como la del Cirque du soleil. Lo de Martelli es más que encomiable, porque teniendo en sus manos tantas variantes de un mismo arte, nunca se confunde, le da voz a todos y aunque más o menos entendamos qué es lo que él defiende desde su pertenencia también como payaso, el film acepta esa multiplicidad de voces y la hace propia. Pero lamentablemente el documental se pierde la oportunidad de erigirse como la obra definitiva sobre el arte de los payasos (hay incluso un juego con los estereotipos históricos que ha utilizado el cine para juzgar a la actividad: desde el payaso triste hasta el enamoradizo y errante) cuando mecha, entre las definiciones de cada protagonista, la ficcionalización de aquel encuentro de clownes. La sucesión de cuadros no sólo es dispersa, sino además poco inspirada. El error habitual del documentalista cuando construye ficción es creer que el universo retratado es tan autosuficiente que todo lo que se cuente será interesante porque sí. Y esto no ocurre porque la ficcionalización se nota poco rigurosa y demasiado atada a la improvisación, haciendo que los 105 minutos se sientan un poco largos. En todo caso Sólo para payasos puede ser entendido como un buen borrador, una suma de ideas atractivas que merecen un desarrollo mayor pero que encuentran aquí un marco respetuoso por demás atendible y apreciable. Se nota y trasciende la pantalla el amor de los involucrados por aquello que hacen, y especialmente la idea de que lo que se está haciendo surge de un análisis introspectivo. Pensarse es siempre un buen ejercicio. Este documental, lo hace.
El caracolito feo Es curiosa la maniobra de Dreamworks: en el año donde dos competidoras como Pixar e Illumination salieron a la cancha con Monsters University y Mi villano favorito 2, dos películas con un público cautivo muy grande -y si le sumamos que en la Argentina se estrena el mismo día que la archipromocionada Metegol-, el estreno de un film sin genealogía previa, con olorcito a ya visto y poco marketing a la vista como Turbo, parece casi una osadía (que conste que no lo es porque el film resulta bastante simple y cristalino en su moraleja, aunque tal vez sí lo sea desde un punto de vista estratégico): es decir, el habitualmente monstruoso Dreamwoks involucrado en una acción de compañía independiente -si no fuera porque la cantidad de salas me lo desmiente-. Y en ese sentido -hay que reconocerlo-, Turbo se sostiene por sus propios méritos al ser un film que, también hacia adentro y con coherencia, habla de ser y hacer la que a uno le parece sin estar tan atento al qué dirán. Lo fundamental de Turbo, la película, es eso: llega a la cartelera casi por sorpresa, sin importarle los Sullys, Wasowskis o Minions del mundo. Así como a Turbo, el protagonista, tampoco le interesa que sus pares caracoles se burlen de su pasión por la velocidad ni que los humanos descrean de sus méritos para competir en una carrera de autos. El conflicto del protagonista es muy parecido al de Remy, aquella rata de Ratatouille -un paria tanto para los propios como para los extraños- aunque claro que sin el vuelo narrativo, ni el riesgo formal, ni la profundidad en la resolución de conflictos de Pixar y de Brad Bird. Es que ya casi desde su génesis -el mundo del automovilismo con su virilidad y su testosterona en estado de ebullición- Turbo se asume como un film escasamente complejo y se aviene exclusivamente a llevar bien el cuento que cuenta. Si hasta en sus citas hay una claridad respecto de lo simple y llano del asunto: We are the champions y Eye of the tiger son las referencias musicales que se escuchan en diversos momentos. Es decir, Dreamworks, ya despreocupado de la lucha por la taquilla y a sabiendas que tiene el “patito feo” de la temporada animada entre sus manos, acepta la apuesta de contar una historia sencilla de la mejor manera posible. Una película humilde, se podría decir. Ya demostró con Madagascar 3 que tienen el lápiz afilado para el universo desaforado y con Cómo entrenar a tu dragón, que pueden también contar historias humanas, emotivas y amplificadas en sus complejidades como lo hace Pixar. Pues, Turbo viene a ocupar una segunda línea bastante orgullosa con ejemplos tan válidos como Vecinos invasores o Megamente, y lejos de feísmos varios como El espantatiburones o Monstruos Vs. Aliens. La lucha del caracol que va tras su sueño y triunfa, es claramente una revisita al imaginario Americano. Uno puede estar de acuerdo o no con esta idea, pero no puede estar en contra de cómo Turbo la pone en pantalla: sus personajes son coherentes, sus motivaciones justas y razonables, y la utilización de los clichés del cine deportivo no hacen más que darle un marco de emoción a las instancias definitorias: ahí, el director David Soren se vale de las posibilidades de la animación y construye una serie de imágenes creativas y con mucha lógica interna más allá del absurdo de ver a un caracol corriendo contra autos de la categoría Indycar. Ojo, aquel sueño americano tiene sus paradojas: Turbo y su hermano caen por puro azar entre un grupo de fanáticos de las carreras de caracoles. Ese grupo, está compuesto por mexicanos, asiáticos y otros marginados de la sociedad norteamericana. Obviamente, el juego de espejos se da entre los caracoles y aquellos humanos, algo explicitado en un diálogo a cuatro voces que se da por ahí. Es un raro fenómeno este, el de incluir estereotipos extranjeros (ya ocurría en Mi villano favorito 2) y que si bien pueden no operar como inclusivo sí al menos van determinando, desde el cine animado, otro tipo de culturas que se cuelan en el imaginario. Que Turbo es una película optimista, no caben dudas. Si su optimismo es cinismo, ya no sabría decirlo. En todo caso, es la historia de un caracol que (SPOILER) gana las 500 millas de Indianápolis (FIN DEL SPOILER) y la película se pone deliberadamente del lado de los desplazados.
Un plato tibio En Eternamente comprometidos, el personaje de Jason Segel es cocinero. Y tiene más o menos el mismo conflicto que el protagonista de El chef: su calidad excede el nivel de los lugares que lo contratan, por eso no dura en ningún lado. Pero ese asunto, en definitiva, es algo que se extiende a su personalidad: hay una constante desilusión, un perpetuo inconformismo que se traduce a su relación de pareja. También, en Eternamente comprometidos, hacen un chiste relacionado con Ratatouille: “todos tus amigos me preguntan si me gustó Ratatouille, no sé qué les pasa con esa película”, se queja ante su novia. Es que Eternamente comprometidos o Ratatouille son de esas películas que hablan de la comida, de la relación entre el profesional gastronómico y su material de trabajo, pero que por supuesto están hablando de algo mucho más amplio: del mundo, de una forma de verlo y de cómo desenvolverse ante esas adversidades. Las dos pertenecen a esa clase de películas que toman un universo y lo convierten en centro del mundo, por vía de la metáfora. La diferencia entre estas y El chef, es que esta última no tiene nada que decir que sea relevante y no se salga del terreno de la trivialidad. Claro que hay algo peor que la trivialidad en el film de Daniel Cohen -ya lo hemos dicho, pero no viene mal repetirlo: desde lo convencional se han hecho grandes películas-, y es el aburrimiento que genera: uno reconoce los estereotipos, los clichés sobre los que transita, los lugares comunes que aborda, por lo que espera solamente que el viaje sea placentero. Y cuando esto no sucede -no hay humor, no hay gracia para mezclar los ingredientes, todo luce mecánico-, el tedio se apodera de la situación y uno sucumbe ante la falta de gracia del plato (disculpen las metáforas) que le ponen delante. Es tanto así lo del aburrimiento, que El chef dura 84 minutos que parecen dos horas y media. Y es curioso, porque si hay un solo atisbo de interés es la velocidad con la que avanza la película: casi no hay escenas de transición, todo lo que aparece en la pantalla es importante para el centro del relato. Pero esa velocidad, que en manos de un buen director de comedias sería un elemento fundamental para desarrollar el humor -el tiempo y su fisicidad resultan claves en el género-, es aquí sólo un artilugio que impide profundizar en los personajes y sus conflictos, como si Cohen dudara en levantar el pie del acelerador por miedo a que el espectador se duerma. Un ejemplo de esto es el desarrollo de la relación entre Jacky y su novia embarazada, y cómo se resuelve todo, convirtiendo al personaje femenino en un antojadizo instrumento del guión. Es cierto que el cine francés es mucho más que esto, y que sigue contando con autores interesantes y capacitados, creativos y originales, además de una segunda línea de documentalistas que abordan con inteligencia temáticas sociales. Pero también es cierto que esos nombres son los habituales de los festivales, y que el cine industrial que exportan a todo el mundo y que se estrena en salas está atravesando una crisis de ideas igual -e incluso peor- que la de Hollywood. Así lo dejan en evidencia El chef y varias de las comedias que se han venido estrenando en los últimos años o esos policiales reaccionarios de la escudería Luc Besson.
Fiebre amarilla Los minions son un invento fenomenal. Eso está más que claro. Tienen la lógica de un personaje de Chuck Jones y la composición física de un sin sentido. Por eso, que su humor es espontáneo, sorprendente, desaforado: al no pertenecer al reino de la convención, sus resoluciones son inusitadas, te sacan una motosierra de la nada, reaccionan de formas que uno no imagina. Son, en ese sentido, casi una definición ontológica de lo que el dibujo animado sin visos veristas debe ser: una reversión de la realidad por la vía del absurdo. Incluso, con una sexualidad indefinida que aquí resulta más exacerbada que en el primer film. Y Mi villano favorito 2 viene a demostrar la felicidad que provocan cuando -como debe ser- los directores Pierre Coffin y Chris Renaud los dejan correr libres, sin ataduras, hasta con el culo al aire. Por otra parte, queda en evidencia que con su sola presencia son capaces de sostener ellos solitos una película bastante deshilachada como esta. Como que uno piensa constantemente mientras la mira: “dale, ¡hagan la película de los minions y ya!”. La promesa, recién, en los créditos finales. Mi villano favorito fue uno de esos films animados que uno celebra, pero que teme que ante el éxito obtenido y la mecánica industrial del cine animado, se convierta en un aparato a repetición. El temor pasaba porque, evidentemente, aquella película era auto-conclusiva, se cerraba sobre sí misma: el protagonista era un hombre malvado y cínico, incapaz de demostrar amor, que por la intrusión de tres huérfanas terminaba convirtiéndose en un padre amoroso. La película hablaba, detrás de ese humor desaforado que proponían los minions y de esa burla al cine de espías a lo James Bond, que ser padre es algo no necesariamente genético, sino que se puede construir, edificar de la forma que a uno le parezca. De paso, tenía bellos momentos de cine, como aquella secuencia en la que el protagonista Gru robaba la Luna. No había, por lo tanto, un conflicto más para explotar. O, de haberlo, debía estar muy bien construido para justificar la existencia de una nueva película. La opción más potable, era hacer una buena película de acción con elementos de comedia. Un Kung fu panda, ponele. Pero no. Mi villano favorito 2 intenta una suerte de conflicto con la posibilidad de encontrarle novia a Gru, solterón con tres hijas. Eso, que potencialmente podría estar bien desarrollado, se desarma enseguida cuando las consecuencias de aquello -la búsqueda de compañía amorosa para el ex villano- están trabajadas sin inteligencia ni corazón, y sí mucha rutina. Y para colmo de males, la trama de acción que debería sostener esto también es bastante tirada de los pelos y está torpemente trabajada. Por eso, que Mi villano favorito 2 parezca por momentos una película perezosa, hecha para tapar un bache dentro del mecanismo industrial del cine animado. O del cine a secas. Lo cual, en todo caso, era previsible (leer crítica de Mi villano favorito). Por suerte, claro, tenemos a nuestros héroes amarillos. ¿En verdad son héroes? No se sabe. Ellos actúan desde la anarquía aunque, sí, le rinden total honor a su jefe Gru más allá de estar pasándola bomba en una isla donde son recluidos luego de ser secuestrados. Hay que reconocerlo: no sólo los minions son graciosos (su talla, su voz, sus gestos, su forma de moverse los hacen impecablemente cómicos), sino que todas las ideas que los rodean y sobre las cuales actúan, son originales y delirantes. Si Coffin y Renaud, y sus guionistas (Ken Daurio y Cinco Paul) decidieran aplicar el mismo rigor absurdo al resto (algo de eso asoma por momentos en la psicótica Agnes o en el villano El Macho), Mi villano favorito 2 podría haber sido una celebración de la comedia anabólica a lo Madagascar 3, pero es esa indefinición en el tono la que hace que el film luzca sin balance. Para colmo de males, los minions están más en pantalla y el impacto se hace más que evidente. En serio, traigan la película de los minions ya y dejen a Gru tranquilo, ahora que es un señor respetable con su esposa y sus hijas.