2 + 2 = 4 Llegado cierto momento, Diego (Adrián Suar), el personaje principal de Dos más dos, tira una frase condenatoria: condenatoria no para él ni para los demás personajes, sino que para la película misma. Porque vaya que los guionistas no podían ser más inoportunos cuando le hacen decir al muchacho que “yo sabía que esto iba a pasar; esta jugada es de pizarrón”. Y todo esto más allá del marco en el que se da esa escena, realmente escalofriante por la impavidez con que la mirada conservadora de Diego es sostenida por la puesta en escena, colocándolo estratégicamente en el centro mismo mientras les baja línea al resto de los personajes: su mujer, su amigo y la esposa de este. Es decir: una película que la va de provocadora, que tiene al sexo, y específicamente al modo de vida swinger, en el corazón de su trama, hecha por los mismos responsables de Igualita a mí (director, guionista, protagonista) no podía terminar bien. Y no podía no por falta de talento (algunos instantes de comedia de Dos más dos demuestran que hay material para trabajar), sino por la confianza en un universo personal (el de Suar) que sólo imagina un tipo de felicidad para sus personajes, una felicidad que se logra con hijos, bajo el sagrado techo de la familia y las buenas costumbres de clase media. El problema de estas películas, en el fondo, no es que son conservadoras (eso uno lo intuye más o menos desde que se sienta en la butaca, y tampoco podemos invalidar algo por su ideología), sino que quieren jugárselas de atrevidas pero nunca dan el paso hacia adelante. Se acobardan y terminan forzando exageradamente y manipulando la experiencia de sus personajes hasta que den con la fórmula que buscan. Porque Dos más dos, como su título parece indicarlo inconscientemente, es una película de laboratorio. Y esa manipulación en el film de Diego Kaplan es tanto temática como formal. Temática porque, ya saben, hay dos parejas, una partidaria del intercambio de parejas (Juan Minujín y Carla Peterson) y otra convenientemente conservadora y burguesa (Suar y Julieta Díaz) que es invitada a participar de la experiencia swinger: el arco dramático pasará por cómo alejamos a los personajes de conductas que se riñen con las buenas costumbres y los encaminamos en un tipo de felicidad “normal”. Sin embargo, tal vez porque como Diego sabíamos que esa jugada era de pizarrón y una comedia del mundo Suar no puede apostar a otra cosa, no nos termina sorprendiendo tanto y lo que más nos escandaliza termina siendo la manipulación formal. Con esto nos referimos a cómo se fuerza la puesta en escena para evitar mostrar algo de desnudez, una teta, un pito, ¡ni siquiera un pezón! Dos más dos parece cine, disculpen la expresión, para pajeros: hacemos chistes sobre sexo, los hacemos hablar de sexo, jodemos con que este la tiene grande o que el otro no coge nunca o sólo en feriados, pero después no vamos a los bifes nunca. En una de las secuencias más inoportunas, una pareja amanece desnuda durmiendo y las dos manos del hombre tapan explícitamente los pezones de su compañera. Esta anti-naturalidad con que la comedia aborda los cuerpos se la da de narices contra la mismísima premisa de la película: porque ¿para qué ponernos a hablar de sexo si no nos animamos a mostrarlo? y ni siquiera sabemos filmarlo. Cada vez que los personajes van a tener sexo, aparecen unos horribles fundidos a negro que nos dejan con las ganas, no de saber cómo cogen, sino de saber si los personajes sufren, gozan, padecen, disfrutan o lo que sea con el sexo. Pero, y esto uno logra deducirlo luego de cerrar la película, en realidad esos fundidos no son algo tan arbitrario sino que tienen mucho que ver con la decisiones éticas de esta película. Así como nunca sabemos qué les pasa a estas parejas cuando hacen el amor, el guión (con más agujeros que un cadáver de Los indestructibles 2) coloca unas incomodísimas elipsis que resuelven cosas que la película no puede resolver por sí sola: así, evitamos abordar a los personajes en instancias cruciales y, por ejemplo, el último giro de la película nos queda en un off eterno sin que podamos descubrir cómo fue que los protagonistas terminan como terminan en las últimas escenas. Dos más dos, en definitiva, lo que termina ocultando tras su cáscara canchera y “provocadora” es una comedia de rematrimonio rebuscada y medio pelo, donde el sexo es apenas un gancho publicitario y no se termina profundizando en ningún tema. Porque llegado un momento, cuando la premisa se agota y todavía queda mucho por contar, Dos más dos abandona la ligereza de su primera hora, pierde el norte, el ritmo y la decencia, y su guión se convierte una hoja de ruta que dice: A termina con B y C hace esto con D, a como sea y cueste lo que cueste. Entonces Diego, el conservador Diego, el que se metió en esto del swinger más por presión que por convicción, termina en aquella horrenda escena antes mencionada dándoles lecciones de vida a sus amigos y pareja, y convertido en el verdadero hombre modelo que nunca se equivoca. Es verdad que Dos más dos es bastante tibia, y ni siquiera se toma demasiado en serio eso de ser reaccionaria: si hasta el lascivo Richard de Minujín termina siendo un tierno. De hecho, el final es abrupto y bastante incómodo y más que un final parece, disculpen la analogía, un coitus interruptus. Otro viaje infeliz al centro del Universo Suar. Dos más dos es cuatro, como el puntaje de esta película.
Enciclopedias Philip K. Dick A poco más de dos décadas, llega esta remake de El vengador del futuro. Y resultan más o menos curiosos los motivos que la movilizan: por un lado parece querer contar algo nuevo, tener su propia visión sobre el cuento de Philip K. Dick en el que se basa, pero a la vez no puede avanzar más que por referencia hacia aquella dirigida por Paul Verhoeven. En esa indefinición se suceden algunas secuencias originales y otras antojadizas, como puestas sólo en función de distanciarse de la inevitable comparación. Y es en esa mezcla entre independencia y tributo, que queda claro que mientras aquella, con sus falencias, era la obra de un director con una visión, esta es más la obra de un artesano que pone la cámara y filma con mayor o menor pericia, pero que no tiene forma de desarrollar una personalidad: Les Wiseman, su director, es alguien con algo de habilidad para la acción, y eso había quedado demostrado en la divertida Duro de matar 4.0. Pero hay algo más, y es que se huelen aquí y allá múltiples referencias a otras adaptaciones de Dick hechas en el cine, especialmente Blade Runner y Minority report, por lo que El vengador del futuro 2012 puede ser vista como un compendio, una enciclopedia K. Dick con guiños constantes, hecho que atenta también contra la personalidad de la obra. Para quienes vieron el film con Arnold Schwarzenegger, en esta nueva versión fue eliminada toda la trama que ocurría en Marte. Así las cosas, el choque de sociedades está dado en la misma Tierra, con una gran potencia oponiéndose a un territorio conocido como La colonia, donde viven los trabajadores y desprotegidos que hacen funcionar el sistema. Ese mundo oscuro, sórdido, luce desde el diseño como el ciber-punk distópico de Blade Runner. Allí vive nuestro anti-héroe, un Colin Farrell que se diferencia notablemente de aquel más ingenuo que hacía Schwarzenegger: es que el film de Wiseman es más hijo de nuestro tiempo. Mientras que Verhoeven construía un relato en el que chocaban una ambientación clase B de ciencia ficción cincuentera con la más novedosa tecnología digital, en un film que hoy puede ser visto como el puente entre el cine de fantasía algo naif de los 80’s con el de acción que estaba por venir, esta nueva versión intenta acercarse más al espíritu paranoico del autor, con una ambientación más oscura y actuaciones menos grotescas: se podría decir que esta El vengador del futuro es más seria, que no solemne, y deja de lado cualquier acercamiento al absurdo que le era tan afecto a Verhoeven y especialmente al guionista de aquella, Dan O’Bannon. No podemos decir que El vengador del futuro sea un mal film, pero sí que luce inferior a su original, y que incluso resulta bastante innecesario si tomamos en cuenta que no agrega demasiado. Lo curioso, reiteramos, es el empeño puesto en mostrarse diferente, pero a la vez subsidiario del de 1990. Innecesariamente subsidiario. Para ello, dos ejemplos bien gráficos: cuando Colin Farrell recorre cierto barrio sórdido de su ciudad, se topa con una prostituta que tiene tres tetas. El chiste, aquí, no sólo que carece de sorpresa, sino que además es injustificado y sólo se entiende en función del “homenaje”: la prostituta de tres tetas que avanzaba a Schwarzenegger era una mutante y vivía en Marte. En este film de Wiseman lejos estamos de los mutantes y, mucho más, del sentido del humor perverso de Verhoeven. El otro ejemplo es más entendible, y tiene que ver con una secuencia que ocurría en una terminal, donde se descubría que Schwarzenegger se ocultaba disfrazado de mujer. Escena iconográfica de aquel film, quienes lo vieron no se olvidan de la mujer grandota vestida de amarillo, a la que se le volaba la peluca y quedaba calva. En la versión 2012, el aspecto de aquella mujer es replicado, pero se trata de un engaño hacia el espectador: Farrell aparecerá, pero disfrazado de otro personaje. Lo llamativo es que la presencia de la mujer resalta especialmente porque dentro un film donde sobresale lo gris, lo oscuro, ese saco amarillo resulta inconfundible y hasta llamativo. Es un guiño que funciona como tal y que hasta resulta simpático, pero que a la vez nos hace preguntar sobre lo apropiado de esta remake o nueva adaptación del cuento. No obstante, y más allá de todas estas cuestiones que podemos señalar, hay que reconocer aciertos parciales como el hecho de darle más importancia al personaje que interpretaba Sharon Stone en el original (aquí llevado adelante por una discreta Kate Beckinsale -funciona más corriendo que hablando-: la disputa entre ella y Jessica Biel es de lo mejor de esta versión) y que Wiseman es un director que se luce en las secuencias de acción, y obviamente es allí hacia donde apunta sus cañones esta remake -es verdad que hay toda una subtrama política (con un Bryan Cranston desaprovechado), pero la misma se pierde entre tanto ruido, además de ser irrelevante y poco profunda-. Sobre la acción, decir también que alguna persecución automovilística se parece demasiado a una escena de Minority report, algo que no parece tan casual si tomamos en cuenta la pasión de esta versión por acumular elementos de Dick anteriores llevados al cine. En cierto sentido, es como si esta El vengador del futuro quisiera construir un universo cerrado sobre sí mismo, un universo cinematográfico que se apodere del autor, y donde los personajes de Harrison Ford, Tom Cruise y Colin Farrell puedan cruzarse en alguna esquina. En todo caso, el inconveniente de este film es no estar a la altura de aquellos a los que pretende homenajear. Es en definitiva una buena película de acción, entretenida y llevadera, pero no mucho más.
El robo interminable Los cambios de registro dentro de una misma película, saltar de la comedia al policial sin solución de continuidad, de ahí pasar al drama trágico con ribetes historicistas, tal vez merezcan la atención de un director y de un guión capacitados para hacer que esos puentes que van de un género al otro se resuelvan con fluidez y homegeneidad narrativa. No es el caso de ¡Atraco!, donde los saltos generan la sensación en el espectador de estar viendo varias películas a la vez, pero lo curioso es que no es eso lo que hace de este film de Eduard Cortés una película fallida. Más bien hay en esta apuesta algo desbordada a pasear la historia de un par de atracadores que buscan quedarse con las joyas de Eva Perón por diversos géneros, un problema de resumen y de tiempos para trabajar cada subtrama. El inconveniente con lo complejo no es la complejidad en sí misma, sino cuando esa complejidad viene a enroscar algo que era bastante simple. ¡Atraco!, en pos de ese rulo constante puntuado por los géneros que va abordando, se estira, se hace un chicle y termina abrumando al espectador algo desorientado con sus múltiples finales y resoluciones que se tardan en llegar. Hay que tener la habilidad de un Hitchcock en Frenesí para que la historia de un asesino serial pueda derivarse hacia la vida doméstica de un investigador, sin que el film se resienta y, por el contrario, adquiera nuevos niveles de lectura. Ese desborde también lo practicaba más acá en el tiempo David Fincher con Zodíaco, pero con la intención explícita del director de que esa narración extendida en el tiempo fuera un contrapunto exacto de lo que se veía en la pantalla. Con ¡Atraco! no se genera esto porque la sucesión de capas se va dando de manera demasiado estancada y los tiempos narrativos impiden que el que mira se acostumbre inconscientemente a esto que pasa. La coproducción hispano-argentina arranca como una buddy movie algo irritante en la que un guardaespaldas y un actor del montón son reclutados en Panamá para montar un robo en una joyería madrileña, con el fin de recuperar unas joyas que pertenecieron a Evita. Digo irritante porque hay que aguantar a Nicolás Cabré -en el rol del tonto de la pareja despareja- repitiendo los tics de la televisión. No pasa lo mismo con Guillermo Francella, a quien se lo nota bastante sólido y consiguiendo una presencia en pantalla que podemos adjudicar a sus cada vez más constantes apariciones cinematográficas. Francella juega una cuerda melancólica, ya vista en El secreto de sus ojos, que hace de su Merello un personaje bastante entrañable. Hay que decir que el de la buddy movie, que es el segmento más extenso del film, tiene sus problemas, más allá de constituir el mejor pasaje de la película. Para que el juego al tonto y el listo funcione, se debe generar un universo donde esa dualidad no suene extemporánea. Si ¡Atraco! se hubiera conformado con su tono farsesco de la primera parte, seguramente uno creería que esas dos personas son las indicadas para el trabajo. Pero con la gravedad que va surgiendo, resulta muy difícil de sostener que especialmente el personaje de Cabré haya sido elegido para semejante tarea: o el actor construye un personaje que no es o el guión falla enteramente. También otro asunto complejo del subgénero es que en algún momento, invariablemente, el personaje menos dotado vivirá una instancia que lo modifique. Y tampoco eso está contado de manera coherente, adquiriendo el personaje características poco probables dada su tontería e ingenuidad extremas. Pero el mayor problema de ¡Atraco! llegará luego, cuando de la comedia policial se pase de manera abrupta al policial y al drama liso y llano, con dos policías que vienen a sumar conflictos y subtramas que no hacen más que derivar el asunto hacia el terreno de la complejidad. De lo cristalino pasamos a lo barroco, y desde ahí la película entra en una franca decadencia que la hace interminable. Si hay algo que podemos destacar del film, es una cosa que le reprocho particularmente al cine nacional y que aquí se utiliza bastante acertadamente. Y es esa posibilidad de la ficción de jugar con la realidad histórica. ¡Atraco! se vale de un caso real para fantasear mucho. El modo en que las figuras de Perón, Eva Duarte, el generalísimo Franco y su esposa son utilizados por el guión, convirtiéndolos en sombras que se proyectan sobre los personajes sin que nunca lleguemos a hacerlos tangibles, es una forma inteligente de seguir bordando los mitos y la historia de los pueblos. Y esto va más allá de las ideologías, porque lo que se permite pensar ¡Atraco! es cómo la influencia de determinadas figuras influyen en los comportamientos sociales, haciéndolo desde un terreno fantástico y de cuento, casi fantasmagórico. Es por estos asuntos y por lo ya apuntado que ¡Atraco! no puede ser descartada como una mala película, aunque la gravedad que va ganando terreno y algunas escenas pésimamente resueltas sobre el final se empecinen en derribar todo lo bueno. Por suerte todo eso llega cuando la película, en verdad, ya no nos interesaba demasiado.
El plomo de Nolan desciende Atención: se revelan detalles de la trama. El caballero de la noche asciende es una decepción. No una grande para mí, porque tras la excelente El caballero de la noche teníamos ese intrascendente comienzo que fue Batman inicia. Y, además, porque siempre desconfío de Christopher Nolan, un tipo tan inflado de autoimportancia, tan solemne y pedante, capaz de filmar ese cachivache berreta de El origen y venderlo como cine psicológico profundo. Pero decepción al fin. El caballero de la noche asciende, para colmo, pareciera no haber aprendido una sola de las lecciones de su anterior entrega de Batman, y sólo se mantiene viva durante unos minutos mientras repiquetean en nuestro interior los ecos de aquella (igual habría que rever si el término “vivo” se puede aplicar al cine de Nolan). Cuando comprendemos que esto es otra cosa, que Nolan se creyó que era el director más importante de la humanidad y que recargando cada instante y cada diálogo es profundo, la película empieza a desinflarse hasta volverse intrascendente, aburrida, tramposa. Y, lo que es peor, los ecos que nos comienzan a repiquetear son los de sus dos peores películas: El origen y El gran truco. El caballero de la noche asciende es peor que Batman inicia porque aquella, aún siendo bastante solemne y acartonada (Nolan siempre confunde acartonamiento con seriedad), carecía de las intenciones épicas y grandilocuentes de esta. Era el germen de algo que no estaba muy determinado todavía; esta en cambio se cree el cierre de un acontecimiento cultural contemporáneo. Y así le va. Lo bueno es que con este pálido cierre de la saga termino por confirmar que si El caballero de la noche era excelente, se debía en buena parte al Joker, uno de los personajes más fascinantes que dio el cine de Hollywood en mucho tiempo. Lo curioso es que más allá de la notable labor de Heath Ledger, el Joker era un personaje estupendamente construido desde el guión: la relectura era excelente, su arbitrariedad caótica era coherente, y eso arrastraba a la película hacia un vórtice imposible de prever. El caos era la película misma, su trama zigzagueante, algo que le venía fenómeno al envarado cine de Nolan, donde de tan perfecto todo se vuelve tedioso, sin vida, previsible. El Joker, además, convertía al film en una película política sin intenciones de serlo; o con intenciones no explícitas. Uno de los problemas principales de El caballero de la noche asciende es precisamente el villano. No porque Bane sea un mal enemigo -aunque reconozcamos que carece del carisma de aquel-, sino porque cuando avanzada la trama y descubrimos que en realidad es un elemento secundario para un mal superior, su supuesta pericia, su astucia algo forzada se desbarranca dejándolo como un patovica con bozal. Y si encima es reemplazado por Miranda Tate (Marion Cotillard y una de las peores muertes actuadas de la historia del cine, y no estoy exagerando), el supuesto subtexto político de este Batman se cae a pedazos. Los objetivos de Miranda (Cotillard), con su deseo de volar todo por los aires más o menos porque sí, están más cerca de un villano ordinario a lo James Bond -aunque sin su sofisticación- que del complejo entramado psicológico de un Joker o de la bravuconada política de Bane. Bien, analicemos a Bane entonces, que parece ser el punto desde donde todo se desbarranca. Una vez que sus motivaciones son develadas (como a la hora y pico, el film tarda demasiado en arrancar), descubrimos que el tipo es una especie de anarquista con aires de líder populista, que quiere devolver el poder y control de la ciudad al pueblo. Las acciones de Bane tienen un evidente eco en la realidad política de la última década: ataque a la Bolsa de Valores y atentados con bombas, replicando de alguna manera la crisis financiera y el terrorismo. Se hacen cortes populares, se ajusticia a quienes son signados como los causantes de las miserias de Ciudad Gótica, se persigue a políticos, empresarios y policías, se arma una especie de estado de sitio con una bomba nuclear a punto de estallar y pendiendo sobre la espalda de los ciudadanos. Rodrigo Seijas, en su crítica favorable publicada en el sitio, explica bien el entramado de referencias historicistas que recoge Nolan para su retrato de la anarquía en Gótica. Bane parece inteligente y, a la vez, potente, es como un cerebro pero además un brazo armado que tiene el poder para terminar con Batman de una buena vez por todas. El asunto es qué confronta Nolan a este estado anárquico: El caballero de la noche asciende dice que Batman junto a la Policía, la leyenda y la ley, son quienes tienen la energía para confrontar y restituir el orden; el pueblo no, es idiota y se somete. Podríamos acusar a esta película de reaccionaria o semi-fascista, pero no podríamos invalidarla por eso porque al menos, aún contrario al nuestro, ese sería más o menos un punto de vista. No, El caballero de la noche asciende mezcla todo esto pero no se anima a decir nada, no contiene una verdadera mirada política aún cuando se ofrece explícitamente con cada diálogo recargado como un film político. Como Bane, el film es un bravucón con bozal que tira miles de piedras pero, no como Bane, esconde la mano y no opina. Y esto no es un libre albedrío hacia el espectador, sino una falta de riesgo para decir algo: la película exhibe referencias pero nunca ahonda en su significado, como sí lo hacía con el mito y la justicia en la anterior entrega. ¿Qué estado de las cosas es el que se recompone luego que los malos son eliminados? No se sabe, porque la película no tiene nada para decir más que conceptos bien encuadrados. Sí sabemos que es un mundo que debe sostenerse por leyendas, pero que ahora el mito es Batman y no Harvey Dent. Bien, si vivimos de leyendas, de mitos que pasan a retiro y mantiene así su estatus, ¿para qué todo ese epílogo en el que vemos el nacimiento de Robin? ¿Por qué no matar a Batman, ser valiente de una vez, jugarse en serio, construir el mito de verdad, y no dejarlo en un espacio off con posibilidades de retorno? ¿Para continuar la franquicia? No parece el final más convincente para una saga que ha filosofado sobre el caos, la anarquía y el sinsentido de un sistema y de las instituciones, el hecho de aceptarse como un fenómeno de mercado, un mero producto. La oscuridad prometida es pura cháchara, como la independencia de Bane. Película arbitraria en el mal sentido, porque parece transitar entre contradicciones cuando en verdad teme a ser concreta en algo, el único personaje interesante es Gatúbela: hay en sus decisiones algo entre libertario y dependiente. Sus movimientos varían entre el compromiso y la autodeterminación. Ese andar zigzagueante, como el de las caderas envueltas en cuero de Anne Hattaway, es un movimiento que calca, sin su cuota de perversión claro, lo que hacía el Joker. Y, además, le aporta algo de humor a una película que lo va perdiendo a medida que avanza su metraje. El caballero de la noche asciende, se sabe, es una película seria, es una de superhéroes pero para adultos que no pueden del todo reconocer que están viendo la historia de un tipo que se trastorna y se disfraza de murciélago para vengar la muerte de sus padres: por eso que a Nolan le interesa más Bruce Wayne que Batman. Esa locura de la que se hacía cargo la anterior, aquí queda anulada. Todo está demasiado planificado y, como pasaba en El origen, si alguien no lo entendió en la platea están los personajes y los guionistas para explicárselo de manera explícita: si hay una bomba nuclear por explotar, siempre hay alguien que nos recuerda que si tal artilugio falla ¡la bomba estalla! El caballero de la noche asciende es una película escrita y reescrita que no se quiere dar el lujo que alguien quede afuera, y en eso se parece a la soporífera El origen, aunque sin el destacado aporte visual de aquella: todo adquiere una gravedad dañina, una trascendencia de cartón con seriedad impostada y que pretende generar en el espectador la sensación de que está viendo algo relevante. Estimo que finalmente el gran problema de El caballero de la noche asciende es que la película se va desanudando hasta convertirse en una épica, y ese es el mayor inconveniente para Nolan: carece de espíritu para lo épico. El caballero de la noche era un policial negro (negrísimo) que tiraba lazos con el cine de Michael Mann, Martin Scorsese e incluso de John Ford, por eso que funcionaba a la perfección, fundamentalmente cuando se fundía en el cine de Mann. Su aspecto clínico le aportaba a la ambigüedad moral del relato una carga física ineludible, la película era un objeto compacto que pegaba en el espectador con gran energía y lo despabilaba de tanto mainstream sotreta. Era un film oscuro que se tomaba ciertas licencias, al ser conscientemente una película de transición hacia un final épico: por eso se permitía una resolución desesperanzada, porque tenía el reaseguro de que en la tercera parte se resolverían los conflictos que allí habían quedado pendientes. El caballero de la noche asciende necesitaba, pues, un director capacitado para meterse más con el corazón que con el cerebro de sus personajes. Recordemos que Nolan hizo El gran truco, una película que se valía de la magia para no creer en la magia, y que se ponía orgullosa con orgullo de cínico pelotudo porque te contaba cómo era el truco. Por eso que a Nolan la épica no le sale, y lo que le queda es una pasión fría, congelada como el mar que rodea a Ciudad Gótica, distante, pura pose que mira con desconfianza eso mismo que va construyendo; con situaciones mal resueltas a medida que se precipita el final, con flashbacks horribles, con diálogos pésimos (toda la parte en la cárcel), con recursos y giros de guión un poco berretas para estirarla hasta unos exagerados 164 minutos, con una música que te remarca aquello que no dejaron claro ni las imágenes ni los diálogos y que para llegar a algo parecido a la emoción te tiene que mostrar a Michael Caine llorando de frente, cuando mostrarlo de espaldas era mucho más cinematográfico. El caballero de la noche asciende es el Nolan más plomífero, que desciende y desciende hasta la segunda categoría del cine.
Homenaje a los tropezones En menudo lío se metieron los hermanos Peter y Bobby Farrelly, padres de la revitalización de la comedia guarra allá por los 90’s, con este revival-homenaje a Los tres chiflados. El proyecto tuvo múltiples idas y vueltas, e incluso un elenco “soñado” con Jim Carrey, Benicio Del Toro y Sean Penn (y sí, nos quedamos con las ganas de ver que hubieran hecho estas tres figuras con los clásicos personajes de Curly, Moe y Larry, respectivamente). Sin embargo, los directores se empecinaron en llevarlo adelante y arribaron a un producto con un elenco de cuasi desconocidos, aunque con carrera en la televisión: Sean Hayes (Larry), Will Sasso (Curly) y Chris Diamantopoulos (Moe). Decimos “lío” porque los Farrelly, tras varios fracasos, perdieron parte del consenso ganado con sus primeros films (llegaron a ser tapa de la prestigiosa revista Film Comment con Irene, yo y mi otro yo) y Los tres chiflados cuentan con un grado de culto universal, y se sabe que el culto lleva a cualquier recreación al fracaso: los fanáticos son conservadores por propia definición, adoran lo viejo con placer mortuorio y le temen a lo nuevo. Por eso, por la ausencia de nombres importantes que sostengan el producto y por la pérdida de trascendencia de su propia firma, los Farrelly tenían todas las de perder con esta adaptación de Los tres chiflados. Que es bastante floja, pero tampoco es el desastre que la crítica norteamericana y los fanáticos a nivel global aseguran. Para pensar objetivamente este film, tenemos que definir qué fueron Los tres chiflados: hombres del vodevil, maestros del humor físico, tomaron la posta de los grandes del circo y del humor del cine mudo y lo llevaron a un nivel de exageración inusitado conectándolo con elementos del dibujo animado. Sus sketches eran una sucesión de slapstick bien aplicado, a lo que sumaban juegos de palabra absurdos. Fueron grandes en lo suyo, un humor básico y estúpido -orgullosamente básico y estúpido-, que redefinía las leyes de la física y la gravedad: golpes, porrazos, caídas, quemazones, violencias varias contra el cuerpo que no dejaban más que sonrisas y convertían a la muerte en un obstáculo que siempre se podía esquivar. Los tres chiflados nunca trabajaron en pos del respeto académico: lo suyo eran los chistes efectivos y efectistas, una adorable veneración del humor como hecho espontáneo y anárquico. Esto, que parece bastante elemental, no era simple de llevar a cabo, de hecho son casi los únicos que fuera del período mudo lograron tal timing para el gag físico. Había un trabajo de puesta en escena y una capacidad asombrosa para, en apenas 16 minutos, elaborar una situación determinada y llevarla progresivamente al desquicio. Ese tiempo de comedia, que los hacía súper efectivos, fue lo que los convirtió en un producto inmortal: no de gusto todavía hoy los chicos siguen divirtiéndose con aquellos cortos televisivos. Un porrazo bien filmado, siempre causa gracia. Por todo esto es que Los tres chiflados, circa Peter y Bobby Farrelly, no puede ser menos que defendida y aceptada como un noble, divertido y -también- limitado homenaje al universo de Los tres chiflados originales. Si bien en Tonto y retonto los hermanos demostraban cierta capacidad para el humor físico, la conexión entre su cine y los cortos de Los tres chiflados no es tan clara. Aquellos eran violentos pero naif, y estos son guarros (que no es lo mismo) pero malintencionados. Por eso, una de las dudas que aparecían era si el revival iba a ser un homenaje preciso o una bifurcación entre universos: aquello que los originales no podían decir o hacer en su tiempo, es posible hoy. Y es cierto que algo de eso hay, que por momentos surge cierta escatología, pero que los Farrelly mantienen todo en el tono clásico de los “stooges”. Tanto es así, que incluso dividen la película en tres partes, como si se tratara de tres cortos de Los tres chiflados, con los separadores históricos. Es por eso que la película, tanto desde la puesta en escena como desde las actuaciones (los tres están perfectos), apuestan más al homenaje que al revival. No se ve tanto un interés por renovar la serie, como sí por mantenerlos tal y cual los recordamos en nuestra memoria: de ahí, que el film tenga los aciertos y las limitaciones obvias de todo aquel producto que, caído el velo de la nostalgia, se revela como algo avejentado e incluso falto de gracia. Muchos momentos de esta película sufren de ese problema. Los tres chiflados tiene algunas ideas buenas y otras desaprovechadas (no funcionan del todo Larry David y Jane Lynch como monjas), y definitivamente tanto humor físico, a tanta velocidad, durante una hora y media, abruma bastante. Pero entre las buenas ideas, hay que destacar cierta mirada introspectiva a lo que un “chiflado” significa: por un lado, el orfanato en el que viven al comienzo debe ser cerrado por los destrozos causados por el trío; avanzada la película, Moe se involucra en un reality show donde su violencia física genera un hit televisivo. Es esa idea de universo inverosímil que toma vida en el mundo real, con sus consecuencias sociales y administrativas, una de las más refrescantes que tiene la película para dar, y la que confirma a esta película como un homenaje gigantesco a aquellos notables comediantes del golpe y el porrazo (es muy emotivo ver a Curly y Larry mirando a Moe en la tele). Por eso que no se entienden los cuestionamientos desmedidos a esta película: no hay ningún elemento extemporáneo por fuera del original, los personajes son respetados en su esencia y algún exceso melodramático se debe entender en un sentido de progresión dramática. No es una genialidad ni la película más graciosa del año, pero desde ya que algunos momentos de humor físico adquieren esa intensidad de los viejos capítulos con Moe, Larry y Curly. Un homenaje sincero.
De amor y de sombras Pixar se ha convertido en algo tan grande dentro de la historia del cine contemporáneo, que se hace inevitable tras cada estreno poner a la obra en contexto de su propia firma: “esta es peor que aquella; mejor que la otra; no fue tan buena; es un paso en falso; es excelente” y así. Esto, también, conlleva una responsabilidad (Tío Ben dixit): John Lasseter y los demás muchachos están condenados a redoblar la apuesta siempre, a mejorarse. ¿Es posible eso tras la seguidilla Ratatouille, Wall-E, ¡Up! y Toy Story 3? A juzgar por lo que vino luego -la indigna Cars 2 y esta Valiente- el asunto parece bastante complicado. Pero esto, en el caso de Valiente, es injusto. Si bien no es un film redondo ni mucho menos -comparándola con una película similar en temáticas como Enredados (de Disney, pero muy Pixar) pierde la batalla- es como manda la casa una obra con personalidad, con un criterio estético y con un peso específico que la justifica como película. Después se podrán juzgar los resultados y los alcances -algo tan subjetivo- pero para lo que viene apostando Pixar desde hace años, que es a hacer cine y a contar grandes historias, Valiente cumple y ocupa su lugar dentro de la escudería: el primer cuento de princesas y un homenaje y reconocimiento gigante a Disney, pero siempre raro, con sus propias ideas, como debe ser. En Valiente hay muerte y oscuridad. Mucha. Mucha que se intuye y mucha que se da, que se pone en escena. Los peces se “cazan” a flechazo limpio y se comen con devoción (hola Nemo), las personas no son por definición buenas sino que hay que orientarlas hacia la bondad, todos tiene la posibilidad de hacer daño, el dolor está ahí, latente, acechando (de Wall-E hasta aquí la muerte es algo contra lo que se lucha en los films de Pixar). De hecho, hay momentos que para un niño pueden ser bastante atemorizantes, con unos osos salvajes de garras afiladas y dentaduras feroces. Valiente es -y lo termina de confirmar con esa tremebunda pelea entre osos sobre el final- la más salvaje de las películas Pixar, donde la aventura está presente de manera más explícita por ligazón genérica, pero donde la violencia adquiere un tono más realista sin por eso verse real: porque no es necesario ver sangre brotar para que la violencia esté presente, sino que alcanza con resolver unos conflictos de la manera que deben resolverse: de hecho, su humor, acertadamente escaso debido al tono del film, tiene que ver en la mayoría de los casos con el slapstick, con lo violento de los cuerpos chocando contra objetos de todo tipo. Y Valiente es feroz para escenificar ese conflicto entre madre e hija, para mostrar la brutalidad y escasa complejidad de esos hombres que sólo quieren pelear, y para demostrar que algunas decisiones pueden traer consecuencias lamentables. Aunque, claro, sin esas decisiones no seríamos quien somos, y ese es el toque Pixar necesario para nunca juzgar y siempre apostar al cambio y al juego del autodescubrimiento. Si bien podemos ver en Valiente un homenaje y reconocimiento a Walt Disney y sus cuentos clásicos, también existen en ese género en sí mismo que es el cine Disney un montón de reglas que aquí son saboteadas y modificaciones que aportan una mirada modernizadora: el conflicto madre que quiere ver a su hija casarse contra hija rebelde es resuelto con una protagonista (la hermosa Mérida, hermosa como personaje y como ser) solitaria, decidida, femenina, que puede atravesar el cuento sin la necesidad de una figura masculina que la apuntale; la habitual bruja no es aquí más que ese personaje que ayuda a cumplir los deseos pero no es quien los genera (en la decisión estética más fuerte del film no hay villanos, sino seres condenados por sus motivaciones y deseos, incluso aquellos que aparentan jugar el rol del malvado de turno están malditos por esta circunstancia); si bien todo se enmarca en un bello paisajismo celta que motiva para la aventura de acción, el film nunca estalla en ese sentido y demuestra que la verdadera batalla es la interior, la que jugamos contra nuestras propias ambiciones y pretensiones. Valiente es un film de fantasía y aventura introspectiva. Su verdadera magia es hacer de esto, un puro movimiento atractivo, entretenido, incluso divertido cuando se deja llevar por algunas ideas delirantes y se siente menos acotada por el corset del cuento. Obviamente desde lo técnico contamos con un irreprochable diseño, con una melena pelirroja como la de Mérida que es una pura provocación estética: pocas veces un film de Pixar fue tan bello de ver, acaso Ratatouille y su Francia tono pastel. Entonces ¿qué lugar ocupa Valiente dentro de Pixar? Definitivamente, como se podía prever, Toy Story 3 fue una película terminal, una película que dijo adiós a los chiches con la mayor tristeza del mundo y gritó hola a lo nuevo. Fue un final con renacer intrínseco. Y como todo lo nuevo, cuesta, tiene vaivenes, desvíos, retomes, hasta encontrar el pulso de nuevo. Cars 2 se convierte ahora más claramente en una película sólo justificable por su imponente veta comercial. ¿Y Valiente? Valiente es como la primera película que se hace cargo de la fusión Disney-Pixar, la que mezcla ambos universos y los sacude para ver qué hay allí: Mérida, definitivamente, puede sumarse ya a la Rapunzel de Enredados y a la Tiana de La princesa y el sapo, tres mujeres del nuevo siglo, con nuevos ideales y otra forma de ver el mundo. Valiente, pues, abre en la compañía el universo a las protagonistas femeninas y a un cine más adulto: Pixar ya no se asume como factoría para niños, sino que se sabe multitarget, pero lo hace con inteligencia. Claro está, Valiente también tiene sus problemas, especialmente por querer ser cristalina en su construcción de cuento y de film-moraleja, por lo que sus enseñanzas están muy subrayadas, muy gritadas a viva voz. Si bien como dice la reina Elinor, los cuentos son historias y tienen enseñanzas, esta excesiva autoconciencia limita bastante la modernidad desembozada del relato. En definitiva, Valiente es un film-enseñanza. Y no está mal que así lo sea, si como apuesta final dice que lo mejor es la libertad y buscar un propio destino. ¡Caramba, eso significa Valiente para Pixar! Una búsqueda de destino, una carrera sigilosa hacia la libertad, pero consciente de que siempre es placentero volver a los brazos de mamá, consciente de que ese amor puede ser violento, mal expresado, posesivo, intransigente, demandante. Pero amor, al fin. Pixar, entonces, le dice gracias a Disney (un gracias plagado de filiaciones que se había retrasado bastante, tal vez demasiado, en ser aceptado) y ahora sí, seguramente, emprenda una carrera hacia otro autodescubrimiento. Ahí estaremos, siempre a su lado.
Las voces del silencio Tierra de los padres protagonizó este año un pequeño escándalo debido a la negativa del Festival de Mar del Plata y del BAFICI a sumarla en su programación. Antes que nada, digamos que el escándalo excede a la propia obra, aunque algunos elementos de esta película de Nicolás Prividera demuestran que en su construcción existen algunos elementos de choque, de interpelación al espectador (al director no le gusta el término “provocación”), en el hecho de extractar frases de personalidades como Sarmiento, Alberdi, Roca, Massera, Walsh, Eva Perón (la lista sigue y es larga) y recitarlas frente a algún mausoleo del Cementerio de la Recoleta, escondiendo algún simbolismo, casi siempre de una perversidad histórica. El mecanismo es el siguiente (y digo mecanismo porque precisamente esa puesta en escena mecánica es lo más difícil de sobrellevar en Tierra de los padres): una persona, libro en mano, lee un texto frente a alguna tumba, luego se esfuma de manera espectral. Así sucesivamente, mientras se imbrican algunos planos aislados de la vida en ese emblemático cementerio de la Ciudad de Buenos Aires. Al esquematismo de esta puesta en escena (algo que uno podía entrever de antemano: 100 minutos de recitados frente a nichos, tumbas y mausoleos, no se nos prometía otra cosa) se contraponen un prólogo y un epílogo en los que el director busca contextualizar de alguna forma lo que es casi un ejercicio de estilo. Debo reconocer que me gustó más el cierre que el comienzo, ya que el film inicia con una serie de imágenes de revueltas callejeras, revoluciones, represiones policiales con el Himno Nacional Argentino de fondo que me resultó una idea bastante banal y hasta trillada (de hecho una idea similar, aunque en otro contexto, filmó Caetano en Un oso rojo). Por el contrario, en el epílogo la cámara toma movimiento (digamos que el rodaje en el interior del cementerio es una sucesión de planos fijos) y las ideas visuales son mucho más ricas: por empezar, ese coro de voces que se funde de manera fantasmal como un ruido espectral que quiere gritar, significar algo desde el cementerio, y luego esa cámara que se aleja y se ahoga en el río, como algunas vidas que fueron sustraídas en algún pasado violento del país. Lo que se refleja en Tierra de los padres -una película que vista de manera descuidada puede resultar repetitiva y tediosa- a partir de la selección de textos, de las imágenes capturadas en el cementerio y desde el comienzo y el cierre, es la historia de un país escrita con sangre, un país de sociedades contrapuestas, de poderes que han negado al otro, donde las personas adquieren identidad a partir de su palabra puesto que lo físico, lo tangible, ha sido sustraído. Casi como una metáfora de la última dictadura, que es sin dudas el tramo de historia que le permite al film tomar más fuerza y ser más concreto en sus significados e implicancias historicistas (no en un sentido tradicional). Es verdad que ese trayecto interior de la película de Prividera, ese largo muestrario de voces, relatos e imágenes estancas (por más straubsiano que quiera ser el director), lo hace bastante monótono y un recorte no hubiese estado mal. A veces cierta pretensión abarcativa le hacen perder el norte a Tierra de los padres, porque por más que la historia argentina haya estado marcada por la virulencia del poder y se quiera relacionar al indio, con el gaucho y la subversión (en la mirada igualadora del relato histórico según los intelectuales y poderosos de cada momento, que son citados) y darles el estatus de víctimas de su tiempo, en todo caso hizo falta un sustento argumentativo mayor que la descontextualizada extracción literaria. A veces la película dice más sobre su tesis en la invisibilidad que adquieren aquellos trabajadores del cementerio o en esos gatos que se pelean por el cadáver de una paloma, planos que se filtran entre el maremágnum de voces que por momentos nos superan. Más allá de esta polémica, Tierra de los padres es simplemente una película, y una bastante buena debo decirles. Vendría bien que se acerquen a verla.
Diversión en cuentagotas El cine de animación reciente (hablamos de los últimos 17 años, más o menos desde la aparición de la animación digital) ha brindado tantas señas de creatividad en extremo como de pereza absoluta. A esto último ha contribuido una de las mayores taras de este tipo de películas: la conversión en franquicia, en saga, de todo aquello que resulta exitoso desde el vamos. Es decir, el cine como mercancía (más aún el infantil), como posibilidad de seguir explotando una fórmula hasta el hartazgo en productos, subproductos, y más. Salvo casos aislados, los films son pensados como obras auto-conclusivas, es decir que los conflictos se plantean y resuelven en esa primera película, y todo lo que venga después no es más que estiramiento, en ocasiones, innecesario. Ante esto, hay dos posibilidades: o se analiza a fondo el objeto en cuestión y se profundiza en los elementos psicológicos (Toy story) o se apuesta por la evasión de todo conflicto y se lanza a la aventura descontrolada (Madagascar, Kung fu panda). El caso de La era del hielo es tal vez el más evidente en eso de un innecesario estiramiento: casi como ningunos otros, los personajes de este film se definían en aquella primera película y sus conflictos quedaban resueltos: el mamut solitario aprendía a compartir e integrarse, el tigre dientes de sables ponía su bondad a prueba, y el perezoso cumplía a rajatabla su función de comic relief. Y todo, en el marco de una reescritura del western. Era un film melancólico, amargo, bastante alejado de las convenciones rítmicas que puntúan el cine infantil actual. Vista una segunda parte muy floja y una tercera entrega donde repuntaba gracias a la aparición de Buck (que lamentablemente ha sido relegado a un plano en este film), de esta cuarta parte sólo podíamos esperar dos o tres chistes buenos y más rutina. Algo de eso hay. Sabemos que cada aventura de estos personajes está marcada por un evento fundamental en la progresión del planeta Tierra: en la dos fue el deshielo, en la tres la aparición de los dinosaurios, y en esta la separación de los continentes. Separación que se da gracias a la aparición de la ardilla Scrat, que sigue a su bellota hasta el mismísimo núcleo de la Tierra. Este prólogo es realmente muy divertido y lo mejor de una película que se las rebusca para airear un poco la saga con la aparición de muchísimos personajes, como la abuela del perezoso, la tripulación de un barco pirata comandada por un mono malvado, y un impecable ejército de ardillas neuróticas (el mayor descubrimiento de esta cuarta parte, junto a la familia abandónica del perezoso). Es decir, lo que los directores Steve Martino y Mike Thurmeier propusieron abiertamente, fue la sumatoria de elementos para dar una idea de renovación, de movimiento y de no estancamiento. Más si sumamos que los personajes son obligados a movilizarse, esta vez en una aventura que adquiere iconografía de película de piratas. Los resultados de La era del hielo 4 son desparejos, con una primera hora que fluye bastante bien, incluso con un par de momentos logradísimos desde lo visual, pero un acto final que se sumerge en el mayor de los aburrimientos, tal vez el pecado mortal de un film hecho solamente con el propósito de entretener. Si hay algo que agota en estos films de La era del hielo, es esa presión para que los personajes adquieran mayor volumen psicológico. ¿Cuántas veces más vamos a lidiar con el conservadurismo del mamut y su mirada estructurada sobre el mundo? En esta cuarta parte el conflicto central es la relación entre el mamut y su hija, el choque generacional. Pero eso tiene un sabor a deja vú constante y su resolución es demasiado simplona. Como si los realizadores no se animaran a soltar amarras emocionales, dentro de una saga que nació precisamente como un núcleo duro de emociones, y no pudieran darle la mano definitivamente a la aventura y el humor desquiciado: eso que aparece aquí con el ejército de las ardillas o en el prólogo, pero que se esfuma muy repentinamente, y que Madagascar 3: los fugitivos entendió como nadie. Por eso es de lamentar la ausencia de Buck, aquella comadreja aventurera de la tercera parte, capaz de definirse por medio de la acción y de demostrar que lo lunático se da muy bien con este tipo de películas. Así las cosas, La era del hielo 4 no es el desastre de Cars 2, donde nada funcionaba -ni siquiera sus apuestas estéticas a jugar al cine de espías con autitos-, pero tampoco es un film acertado en sus intenciones de entretener y divertir. Como agregado, quiero decir que lo mejor de la película es sin dudas el corto de Los Simpsons que acompaña las proyecciones en 3D, y que tiene a la bebé Maggie como protagonista. The longest daycare imagina una jornada de la pequeña en la guardería y su enfrentamiento con ese bebé de cejas pronunciadas que ha sido su enemigo en algunos capítulos (aclaro que hace 12 años que no miro la serie, ya que su humor ha avanzado progresivamente hacia la idiotez mal entendida y dejó de interesarme). Contado sin diálogos y con una agradable mezcla de animación 2D con estereoscopía, de lo que en definitiva habla el corto, más allá de sus perfectos chistes físicos y visuales, es del arte, de la belleza y de la necesidad de protegerlos como forma de crecimiento personal. Y claro, Maggie, que ya sabe qué va a ser de su futuro aunque el resto del mundo no se dé cuenta.
Una antigualla un poco sosa Hubo un tiempo que fue hermoso y donde el sueco Lasse Hallström era un tipo confiable. Sus películas, casi siempre pequeñas historias familiares donde los conflictos estaban marcados por un tono social, eran obras que variaban entre la comedia y el drama con mano segura, y que se terminaban decidiendo por un espíritu naif, donde casi no había villanos y los personajes eran bastante nobles. Luego de su amplia trayectoria en Suecia llegó a Hollywood, donde en los 90’s hizo algunas películas interesantes: Mi querido intruso, ¿A quién ama Gilbert Grape? o Las reglas de la vida fueron obras que incluso tocando temas difíciles o importantes (el aborto, por ejemplo) no dejaban de ser obras cálidas, fluidas y amenas. También es cierto que desde 1999 con Las reglas de la vida (hace ya 13 años) que no mete una película interesante, más allá de que soy víctima del placer culpable con la ñoña y ramplona Chocolate. Y ese transitar afable, diluido en litros de insulsez con el que el director sueco ha transitado esta última década cinematográfica, vuelve a hacerse presente en Un amor imposible, donde un registro clásico y la presencia de los siempre carismáticos Ewan McGregor y Emily Blunt permiten que las cosas no sean tan terribles como podrían haber sido. Vale decir que los personajes de McGregor y Blunt son imposibles: él es un introvertido elevado a la enésima potencia, ella una tímida que no se da cuenta que está buenísima (sepan disculpar el exabrupto). Los tiempos en esta pareja, entonces, no son los tiempos habituales del romance de hoy: y las cosas se irán dilatando para bien de la película, porque precisamente los mejores momentos son aquellos que ambos comparten, unos diálogos registrados como si entre la década de 1940 y el presente no hubiera pasado nada, y el espectador tuviera la misma paciencia para enfrentarse a una película. Igualmente no voy a ser yo quien se queje de esto: McGregor y Blunt son tan carismáticos que uno atraviesa con ellos la experiencia del conocerse y enamorarse, progresivamente, y Hallström sabe que lo que nace allí es un amor clásico, antiguo, a la vieja usanza. Así lo registra porque ese es el tiempo que deben tomar las acciones en esta película. Si Un amor imposible fuera sólo eso, estaría muy bien y uno se iría conforme de la sala, sabiendo que hay todavía gente que confía en las emociones simples y en la nobleza de los personajes lindos. Pero no. Lamentablemente Un sueño imposible (no termino de entender el título que le han puesto en la Argentina) se empecina en muchas cosas. Y además del romance algo demodé, algo insulso también -porque los personajes son demasiado buenos y las situaciones bastante leves, convengamos-, Hallström se mete con las diferencias entre oriente y occidente en ese jeque árabe que quiere llevar la pesca del salmón a Yemen, también con los entresijos de la política británica, y quiere ser comedia política, y comedia británica, y sátira social, pero también comedia romántica naif, y por qué no drama sobre la guerra, y por el final gran épica romántica a lo David Lean pero totalmente asordinada. Y lo que queda es un film que no se decide por nada, que no tiene con qué darle a sus pretensiones, y que comete la rara contradicción de querer ser gran relato a partir de personajes íntimos e introvertidos. Un amor imposible sobrevive, como decíamos, gracias a McGregor y Blunt, dueños de un ángel especial, y capaces de interpretar las voluntades de sus personajes. Como siempre en Hallström, no es un cine que moleste considerablemente, pero aquí su falta de energía contagió malamente a una película que luce antigua y algo insulsa. Lo primero no está nada mal, lo segundo es su pecado mortal.
La clave es Palermo Por Mex Faliero Más allá de ser futbolero, nunca me dediqué al periodismo deportivo, por lo que mis comentarios sobre fútbol y futbolistas han quedado reservados al living de casa o la charla entre amigos. Es por eso que agradezco a este intento de comedia llamado Fuera de juego, el hecho de permitirme hablar de uno de los más grandes errores que ha visto el fútbol argentino y mis ojos: Martín Palermo -el 9 de Estudiantes y de Boca tiene una pequeña participación en este film protagonizado por Diego Peretti-. El caso de Palermo es uno de los más simbólicos ejemplos del fútbol argentino de las últimas dos décadas, donde progresivamente el resultadismo le ha ido ganando al buen juego o, al menos, a una idea de merecimiento por la vía del juego. Que un jugador dotado escasamente desde lo técnico se haya convertido en ídolo popular, tiene que ver exclusivamente con la trascendencia que se le da al resultado por sobre otras instancias del juego en el fútbol argentino. La frase “los goles se hacen, no se merecen” es una máxima realista pero que esconde una trampa: un equipo que no busca, que no construye, sólo puede sostener una campaña o ganar un partido por la vía de la buena fortuna o de las rachas, olvidándose en el camino que por más pulsiones que haya en el medio, el deporte es -y debe aspirar a serlo- un entretenimiento y un espectáculo: si total como dijo Hitchcock acerca del Oscar, ya nadie se acuerda quién ganó el año pasado. Con el fútbol que juegan actualmente la mayoría de los equipos del fútbol argentino, es casi imposible disfrutar durante los 90 minutos de juego. Por eso no es absurdo que Palermo se haya convertido en un referente de este fútbol. Palermo ha sido uno de los jugadores malos más afortunados de la historia del fútbol nacional: capaz de resbalarse al patear un penal y pegarle a la pelota con el pie de apoyo, cambiándole el palo al arquero y convirtiendo el tanto. Su carrera en el extranjero fue un fiasco absoluto y su paso por la selección, totalmente olvidable. El juego de Palermo se reduce al fútbol de cabotaje y a la escasa exigencia del hincha de los equipos donde actua: no de gusto se convirtió en ídolo del hincha de Boca, máximo apologista del triunfo en el último minuto y aunque sea con la mano y en off side. Por eso, es más que razonable que Fuera de juego sea un mal film. Una película que gira alrededor del universo del fútbol y que elige a Martín Palermo como figura referente, tiene una visión sobre el fútbol bastante pobre y la cual se termina aplicando a su visión sobre el cine. El film de David Marques comete varios pecados imposibles de salvar: en primera instancia, todo gira alrededor de un supuesto crack argentino que es comprado por el Real Madrid (Chino Darín), pero el director nunca nos muestra el talento del pibe con la pelota, nunca lo vemos cerca de un campo de juego, y ni siquiera ayuda la actuación del “hijo de Darín” para convertir a su personaje en alguien carismático. Que se entienda, este no es un film de los Dardenne, es una película orgullosamente convencional, por lo que la sustracción del talento del jugador es apenas un problema de producción y no una decisión formal. En segunda instancia, hay que decir que el coprotagonista español, Fernando Tejero, es uno de esos comediantes que cree que el humor es gesticular continuamente y que por esa vía termina construyendo un personaje, situación a la que arrastra también a un Peretti que ha conocido mejores películas para explotar su talento real: hay una escena en la que ambos se comunican con una radio para filtrar la noticia del posible interés del Madrid en el crack, que ronda sencillamente la vergüenza ajena: por suerte, inconscientemente, en el plano siguiente el personaje de Peretti se confiesa “es una de las peores cosas que me tocaron ver en la vida”, o algo por el estilo es lo que dice. Fuera de juego quiere trabajar sobre ese subgénero de tramposos que se trampean hasta que uno tiene la carta más grande que el otro, pero carece de ideas acerca de cómo generar un misterio para que el espectador se sienta interesado en lo que ve. Salvo dos personajes femeninos de pizarrón y totalmente unidimensionales (la esposa y la hermana del representante español), el resto construye una jungla de aves rapaces sin carisma y sin la más mínima gracia. Guión elaborado a partir de un estudio de mercadeo, Fuera de juego hace agua por todos los costados y se llena de ganchos para intentar atrapar públicos variados, especialmente a los futboleros. Pero todo falla, nada genera risa y el final feliz es uno de los más ramplones que se hayan visto en mucho tiempo, hay giros inexplicables y una comunión final que demuestra dos cosas: o que los personajes son una manga de cínicos o que el guión de esto fue escrito con los codos. Fuera de juego es una película ultra perezosa, que no genera ninguna pasión. Y eso que hasta las peores películas deportivas lo logran.