¡Poder peludo! Caso emblemático el de Madagascar: cuanto más avanza la saga, mejores son las películas. La primera, allá por 2005, tenía el germen de algo que podía ser bueno -una serie de interesantes personajes neuróticos, un trazo que emulaba al cartoon clásico, cierto gusto por el ritmo desenfrenado, momentos musicales y visuales que explotaban la creatividad-, pero el lastre del conflicto psicológico empantanaba las situaciones y cierto tufillo nacionalista (el 2001 estaba demasiado cerca) no ayudaba para sentir empatía total por el producto. Las piezas se movieron, y en la segunda parte los realizadores se hicieron cargo de algo que resulta una tara para la gente de Dreamworks -más allá de algunos casos esporádicos-: sus películas carecen de profundidad y tienen como único objetivo ser artefactos divertidos, aunque perecederos. Pero Madagascar 2 tenía un humor más lunático, un ritmo imparable y la diversión estaba garantizada, incluso quitándole a los personajes el corset neoyorquino y dejándolos libres en medio de la sabana africana. Ante una tercera parte, eran muchos los reparos que podíamos tener, sin embargo esta Madagascar 3: los fugitivos justifica cada minuto en pantalla con una solidez inhabitual a partir de una apuesta total por el desenfreno, el desquicio, la construcción de una serie de piezas maestras que se encastran unas con otras y construyen una narración donde el sentido está puesto en el ritmo, la forma y la apología de un nonsense mayúsculo. En definitiva, si la animación es la búsqueda de lo humano por la vía de lo fantástico, Madagascar 3 cumple el objetivo homenajeando a la mejor animación con exceso de creatividad, y se convierte en una de las películas más divertidas en años. Muchos creen que las películas que celebran el ritmo y el vértigo no pueden ser inteligentes. Vean Madagascar 3 para refutar esa teoría. El film tiene un falso comienzo, y un recomienzo posterior, donde ahí sí alberga su tema de fondo: cuando los protagonistas se cruzan con un circo ambulante bastante decadente, el asunto gira en torno al fracaso y el éxito, al placer que genera el arte, la necesidad de intentar las cosas por más que fracasemos, y la diversión como forma de vida. Uno intuye que la presencia de Noah Baumbach como guionista es fundamental aquí: su puño evita que la película caiga en la moralina habitual de Dreamworks, haciendo que el subtexto se interprete por medio del ritmo y el movimiento, y sin mucha necesidad de andar diciéndolo por ahí en voz alta. Pero antes que todo eso (que en definitiva tampoco es lo mejor de la película), hay un comienzo demoledor, una secuencia de acción descomunal a lo James Bond por las calles de Monte Carlo. Y cómo se llega hasta allí, es una pura arbitrariedad que amaga con convertir todo en un desastre: en menos de cinco minutos los pingüinos se van de Africa hacia Monte Carlo, y los protagonistas deciden seguirlos. Hay elipsis gigantescas y el mensaje que parte desde la pantalla hacia el espectador, es: “gente, acá van a ocurrir cosas increíbles, no pregunten mucho, déjense llevar”. Y justo cuando uno comenzaba a confirmar las dudas y a pensar en la intrascendencia del asunto, en su vacuidad de tercera parte, Madagascar comienza de pronto a estallarle en la cara con miles de colores alegres, con una vivacidad desquiciada que el cine de animación mainstream parecía haber perdido, y con una potencia humorística que avanza con mil caballos de potencia. Madagascar 3: los fugitivos es todo lo superficial, lustrosa y divertida que Cars 2 quiso ser, y no pudo. La búsqueda histórica de Dreamworks ha sido homenajear la potencia humorística de los personajes clásicos de la Warner. Lo logró con algunos momentos de la segunda Shrek, con aquella ardilla de Vecinos invasores, con la segunda parte de Madagascar, con algo de Megamente, pero hasta ahora no había podido construir un producto que estuviera a la altura de las circunstancias en su totalidad. Tal vez porque teniendo a Pixar como principal contrincante, Dreamworks quería ser lo lunático pero también lo pensante, sin nunca llegar a imbricar ambos caminos de manera satisfactoria. Madagascar 3: los fugitivos es maravillosa, precisamente, porque abandona esa necesidad del peso psicológico y se entrega a la más pura diversión con total placer. Y lo hace con mucho talento y con una evidente precisión en sus formas: si la secuencia de inicio es descomunal y desaforadamente física, tanto que dan ganas de pararse en la butaca, lo bueno es que siempre la apuesta va a más, no pone el pie en el freno y tiene la suficiente inteligencia como para no agotar al espectador. Madagascar 3: los fugitivos incluye momentos visuales de alto impacto, fundamentalmente uno ambientado en el circo, donde las formas se licúan y las imágenes se vuelven experimentales, plásticas, surrealistas. Ese ballet cósmico y cómico es una sola de las tantas apariencias que adquiere este film camaleónico en sus diferentes búsquedas humorísticas, que evita casi totalmente la recurrencia a la referencia pop, marca constante de la casa. Otra de esas búsquedas son los personajes: están los protagonistas, los protagonistas de segundo plano, los de relleno, los comic relief, los nuevos personajes (notable la osa enamorada del lémur), los complejos y los que son pura superficie, una villa excepcional, todos con su instancia y su importancia dentro del relato, en una variedad asombrosa. Madagascar 3: los fugitivos es la película definitiva de Dreamworks, la que a la búsqueda habitual le da un destino seguro y placentero, que no es otro que el del humor divertido, desprejuiciado, carismático, intrépido, y que hace de la animación el medio natural para ponerlo en imágenes.
Algunas puertas y ventanas cerradas Tres hermanas conviven en el caserón que dejó su abuela, recientemente muerta. Hay diferencias evidentes: Mariana (María Canale) es la líder, la que gusta de llevar adelante las cosas; Sofía (Martina Juncadella) está rodeada de misterios, cierra su pieza con llave, va a la facultad y vuelve con dinero, que esconde hábilmente; Violeta (Ailín Salas) es la “vaga” del trío, la que no colabora con las tareas de la casa. Este núcleo de conflictos está bien llevado por la directora Milagros Numenthaler, desde lo íntimo hasta lo público, en el lógico estallido. Y estas relaciones y la forma en que se van desarrollando serán, además, el camino que elegirá la realizadora para construir el relato y trazar su ritmo. Abrir puertas y ventanas es la última ganadora del Festival Internacional de Cines de Mar del Plata. Es una película en las que las actuaciones están muy bien (salvo momentos muy puntuales, y lamentablemente decisivos, donde la película se tiene que salir del tono de autocontrol que le otorga Numenthaler, y ahí se notan algunos hilos y el registro chirría) y el film funciona desde lo formal, con una buena utilización de la música y los espacios: son especialmente bellos dos momentos musicales que tiene Abrir puertas y ventanas. Pero más allá de las maravillas que se están hablando por ahí de este film, hay que decir que Abrir puertas y ventanas es una película con inconvenientes. Como buena parte del denominado nuevo cine argentino, se apuesta por un tono misterioso, de sustracción de información y emociones, y así es como varias cosas se van sugiriendo, pero nunca terminan de desencadenar en nada. Y esa es la gran trampa en la que cae Numenthaler. Es que nadie pide revelaciones explícitas, sino que el juego del misterio sirva para decir algo, para revelar, desde lo tácito, algún nudo, alguna raíz de esos miedos que atormentan a las protagonistas, y las hace actuar en consecuencia. Por momentos, la directora abusa de elementos teatrales y confía poco lo cinematográfico, incluso hay indeterminaciones estacionales respecto de la época del año en que están viviendo las protagonistas y que generan lógicas desconexiones en el que mira. Una película prolija, pero que no termina diciendo casi nada de todo aquello que supone va a decir, y que apenas deja indicios sobre lo importante que es el crecimiento personal, individual, por sobre el del grupo. Contradictoriamente a lo que supone su título, algunas puertas y ventanas quedaron por abrirse.
El humor inglés puede no ser inteligente Lo bueno de los prejuicios y las sobrevaloraciones construidas como reglas inflexibles, es que están hechas para romperse. Hay toda una corriente de espectadores que suponen que si es inglés y cómico, no puede ser menos que inteligente, brillante, ácido, sarcástico, original, creativo. Por ejemplo, andá a decirles que los Monty Python habrán sido muy críticos y subversivos en su discurso, pero que sus películas nunca dejaron de ser televisivas, mera sucesión de chistes pegados con mayor o menor fortuna, pero sin nunca poder conformarse como relato cinematográfico. Andá a explicarles que sí, que The office británica es muy buena, pero que la versión yanqui no sólo que la adaptó acertadamente sino que tuvo la brillantez de darle mayor vuelo a los personajes, desarrollarlos por fuera del cinismo unidireccional que tenían los originales. En este marco donde la comedia británica siempre es celebrada acríticamente, Muerte en un funeral se convirtió en un éxito impensado en la Argentina. Si hasta hay gente que la usa de referencia para negar los valores de la comedia norteamericana actual (que, con sus fallas y desaciertos, es la mejor comedia que se hace en el mundo), cuando en verdad no era más que una repetición camuflada de fórmulas con chistes trillados y un final, vergonzosa e innecesariamente moralista. Por eso quiero reconocer que a pesar de parecerme una película pésima, le agradezco a Los padrinos de la boda el hecho de venir a confirmar que la comedia británica también puede ser espantosa y escasamente graciosa. También quiero decir que resulta bastante injusto para con los divertidos Monty Python y el genial Rick Gervais que sus nombres queden pegados en un texto junto a Muerte en un funeral o Los padrinos de la boda, que en lo único que se parecen es en que son británicos. Aquí los abandono, y vamos con la boda horrenda esta. Los padrinos de la boda no es sólo mala por su maldad intrínseca (falta de timing, actuaciones sin gracia, chistes obvios, situaciones vulgares sin un gesto subversivo, personajes intrascendentes, un montaje desprolijo), sino porque además se nota su construcción sobre la base de formatos recientes de comedias exitosas. No sería tanto el problema de su parecido con Muerte en un funeral, ya que estamos ante el mismo guionista, sino que hay aquí un calco vergonzoso de la fórmula (que era ya una fórmula reformulada) de ¿Qué pasó ayer?, y no sólo porque los protagonistas son cuatro y se ven envueltos en situaciones virulentamente grotescas, sino porque además cada uno cumple un rol similar al de aquellos, algo exacerbado en el Graham de Kevin Bishop tan gordito freak, tan parecido al Alan de Zach Galifianakis. Lo peor, además, es que si ¿Qué pasó ayer? (que no me parece ninguna genialidad) tenía que darle una vuelta de tuerca formal a la típica comedia machista de hombres fiesteros, consiguiendo algún tipo de reflexión sobre el subgénero, Los padrinos de la boda está contada como si no hubiera pasado nada en la comedia en los últimos veinte años. La acumulación de elementos (porque esta es una comedia que debería funcionar en el crescendo descontrolado) trae chistes con drogas, vómitos, animales en situaciones escatológicas (que aprendan un poco de los Farrelly che…), mujeres que se alocan, sexo verbalizado, entre muchas otras cosas, pero lo único realmente gracioso aquí es la australiana Rebel Wilson, la obesa hermana de la protagonista, conocida especialmente por su pequeña participación en Damas en guerra. Incluso pareciéndose un poco a la nacional Mi primera boda (que ya se parecía basta a Muerte en un funeral, aunque era un poco más digna), estos padrinos para nada mágicos son un escalón muy bajo de la comedia. Los padrinos de la boda ni siquiera se conforma con ser una mala comedia y ya. No, también se empeña en dejar algún tipo de aprendizaje sobre la amistad y la familia. No causa.
Lo que importa es la mirada Cuando en algún festival de Mar del Plata vi Café Lumiére de Hou Hsiao-hsien, recuerdo haberme aburrido como una ostra, a contracorriente de mis colegas que la celebraron como una de las mayores obras de aquella edición. Entendí la referencia al cine de Ozu, adoré algunas imágenes como aquella que comparaba el mapa de líneas ferroviarias con una entraña donde podía residir la vida. Ahora, el cuidado aspecto formal se me hizo frío, distante, alejado del atisbo de vida, incluso se me hizo bastante antojadiza su búsqueda de supresión emocional. Estaba claro que no había sustancia en una película que, para colmo, quería homenajear a un director emblemático, humanista, genial en su trabajo que era tanto formalista como político en lo que su cine dejaba interpretar de la sociedad de su país. Y Café Lumiére asoma ahora por asociación, tras el estreno de 35 rhums, esta cálida y sensible película de Claire Denis, que es también un homenaje a Ozu pero que incorpora algunos elementos de su historia personal. Y tal vez, será por eso, que la película contiene toda la respiración que faltaba en la película Hsiao-hsien. Mientras veía 35 rhums, me acordaba de Ozu y me acordaba de Café Lumiére. Luego, leyendo una entrevista a la directora publicada en el diario Página/12, viene a enterarme que efectivamente la directora francesa había querido homenajear al director japonés y especialmente a su película Primavera tardía, donde también se daba la relación particular entre un padre viudo y su devota hija. Incluso, Denis citaba en aquella entrevista a Café Lumiére, que fue la película que le permitió aceptar que podía abordar el universo del realizador asiático. Entonces nació 35 rhums, film donde un hombre y su hija comparten departamento y mantienen una relación tan especial, que en los primeros minutos parece más el vínculo de una pareja que el de padre-hija, no por ninguna sordidez sexual sino por la fisicidad que adquiere el lazo. Luego, irán apareciendo otros personajes, la mayoría habitantes del mismo edificio, que tienen algún tipo de relación con los dos protagonistas. Es curioso el universo que retrata la directora: a pesar de ser París la ciudad, casi no aparecen personajes blancos, incluso no hay dramas de clase, y todos pertenecen a un sector que se podría definir como burgués e intelectual Como buen homenaje, aparecen tanto las citas explícitas como las susurradas. Obviamente por tratarse de Ozu hay trenes en 35 rhums, y una mirada sobre la mujer y la sociedad de su tiempo, pero además hay un clima, una respiración, un tono, que se vale de la sugerencia, de lo simbólico, de lo que no se dice, por sobre todas las cosas. Pero no es un “no decir” esteticista y formalista, por lo tanto vacuo y fetichista (como el de Café Lumiére), sino un “no decir” que puede ser reemplazado con acciones, con gestos. Más allá de ir descubriendo los personajes progresivamente, y no cerrarlos del todo cuando la película termina, 35 rhums permite que conozcamos a los personajes, entendamos sus motivaciones y aceptemos que aunque no digan nada, están diciendo mucho. Por otra parte, la dinámica de los vínculos que se van gestando es tan física que el silencio se vuelve una consecuencia lógica y tiene una relación directa con la vida. Ese verosímil que logra Denis y que no es fácil de conseguir. Y si en 35 rhums se filtra la vida, no lo es tanto algo aleatorio como sí lo es porque ella forma parte del proceso que construye el film. Denis piensa la relación del padre y su hija (excelentes Alex Descas y Mati Diop) como fue la de su madre y su abuelo. Esto no quiere decir que todo lo que esté basado en la realidad sea bueno, sino que evidentemente el compromiso de la directora con su obra es muy diferente al de Hou Hsiao-hsien: no hay aquí un regodeo esteticista para conformar a programadores de festivales e intelectuales del mundo, sino más bien un sentido humanista que busca comprender y querer a sus personajes, para luego parir una película. En esa tensión es donde la película logra sus mejores momentos, y donde aparece la respiración necesaria para que los conflictos nos involucren. De lo que habla el film es del final de una relación entre un padre y una hija, pero también de los finales, de esos momentos que preceden a la toma de una decisión, de la suspensión de la espera interminable. Para definir esto, hay una notable secuencia dentro de un bar, en una noche lluviosa y con un baile entre erótico y reprimido, que integra a todos los personajes con sus deseos y frustraciones. Lo que hacen los personajes es mirar y mirarse hacia adentro, actuando en consecuencia. Y esto, seguramente, es lo mismo que hace la directora, porque lo que deja en claro 35 rhums es que lo que importa, conclusivamente, es la mirada. Y tenerla o no tenerla (lo que diferencia a 35 rhums de Café Lumiére, por ejemplo), es clave para que el arte tenga vida y nos interese. 35 rhums es una película simple, casi convencional en su muestrario de personajes que habitan un mismo ambiente y se relacionan entre ellos, pero la calidad y calidez de la directora la convierten en una propuesta excepcional.
Los jóvenes de hoy en día Sinceramente nunca vi la serie original en la que se basa este film, pero viendo algunas escenas en nuestro Dios Youtube, intuyo que no era la gran cosa más allá de ser un reservorio estético de una época: la ropa, los peinados, su estilo visual anclan la memoria en un tiempo y lugar. Ante la posibilidad de readaptar un programa televisivo viejo y llevarlo al cine, existen varias posibilidades: por ejemplo Michael Mann con División Miami prefirió actualizar sus temas al momento histórico del presente, a sabiendas que su historia tenía un trasfondo político que sonaría avejentado de mantenerlo tal cual. En otros casos hay mínimos cambios (El fugitivo) o una renovación tecnológica (Brigada A). Sin embargo, esta Comando especial dirigida por Phil Lord y Chris Miller, y protagonizada por Jonah Hill y Channing Tatum, sigue un concepto similar al que perseguía aquella Starsky y Hutch de Todd Phillips: tomar el argumento principal, darlo vuelta, satirizarlo, parodiarlo, por la vía del humor desenfrenado. Es que invariablemente aquella serie con un grupo de jóvenes policías metidos de incógnito en un colegio secundario, con su subtexto bastante fachistoide, sólo puede ser vista hoy como un artefacto ridículo: entonces Hill (genial protagonista, pero también productor y guionista) apunta perfectamente su mirada y además de aportar momentos de gran intensidad cómica, tiene la inteligencia suficiente para encontrar la tesis de la película. Que es: la corrección política del presente modificó la experiencia de la adolescencia, y por este motivo también deben cambiar los códigos de la comedia adolescente. Pero esta Comando especial le da antes una vuelta de tuerca al asunto de la remake o la reversión, y lleva el tema más al extremo que aquella Starsky y Hutch. En primera instancia, lo verbaliza: “los encargados de esto carecen de creatividad y están sin ideas, así que todo lo que hacen ahora es reciclar mierda del pasado y esperar que nosotros no lo notemos”, les dice el jefe a los dos policías que interpretan Hill y Tatum cuando les asigna la misión, haciéndose cargo del asunto. Y luego el encargado de la división 21 Jump Street (un enorme Ice Cube) explicita su sentido de estereotipo: “¿un jefe negro que grita? Sí, soy negro, y grito…”, dice. Y si bien esto sólo serviría para poner cancheramente dentro de un marco adecuado a la película, progresivamente va desapareciendo la denotación/verbalización y apareciendo la connotación/fisicidad de ese revival y ese imposible que es actualizar cinematográficamente hoy un concepto televisivo del pasado: evidentemente nadie se cree que Tatum tenga edad para estar en el colegio secundario, aquellas cosas que en medio de una persecución deberían explotar, no lo hacen. Comando especial es un ida y vuelta constante, apelando a la memoria del espectador y a los códigos que se imponen entre él y los artefactos audiovisuales. Y lo mejor es que lo hace bien al estilo Hill: tras un manto de groserías y ordinarieces varias que, obvio, expulsarán a quien busca “humor inteligente”. Señores: Comando especial es una interesante y compleja película. Pero el tema aquí es la adolescencia y los vínculos en esa etapa crítica de la vida. El conflicto original de los protagonistas tiene que ver, precisamente, con su vida en el secundario: Hill era el nerd al que todos bardeaban, Tatum el deportista algo idiota. Y el hecho de reinsertarlos en el high school, por más que ahora son policías y mejores amigos, reavivará aquellos dilemas: el deportista matón y popular, y el nerd estrambótico y outsider verán que en estos años las cosas han cambiado y cierta sensibilidad modificó el escenario. Y que todo esto pueda ser ejemplificado con la forma en que los estudiantes cargan sus mochilas, habla de un gran poder de observación. Lo que hace esta Comando especial es tomar lo policial como excusa y apalear el concepto de comedia adolescente como se conoce hasta hoy, y de paso también encontrarle algún sentido a aquella serie ochentosa. El film retoma algunas ideas ya esbozadas en Supercool, sobre el homoerotismo y lo masculino y lo femenino en germen, y hace un festín hormonal que encuentra su costado más divertido en aquellas instancias de exceso, tanto de los personajes como de la narración. ¿Y dónde ingresan Lord y Miller, los creadores de la maravillosa Lluvia de hamburguesas, en todo esto? Si bien se notan algo contenidos, el film les permite lucirse en aquellos momentos disparatados por lo hiperbólicos: especialmente una sobredosis de los protagonistas con cierta droga lisérgica, donde incluso surge lo animado y donde lo visual adopta texturas insospechadas en el marco de una secuencia larguísima que resulta hilarante. Es verdad que esa necesidad de la buddy movie de explotar en acción en algún momento, minimiza un poco los resultados. Ya lo dijimos por estas páginas: el problema de las comedias de acción es que la acción debe ser, obligatoriamente, ridícula y graciosa. Y esto no siempre ocurre. Igualmente Comando especial retrasa bastante la aparición de los tiros y las explosiones, por lo que se toma bastante tiempo para construir su universo de comedia disparatada y allí es donde obtiene sus mayores dividendos. Al igual que pasaba en Lluvia de hamburguesas -y allí aparece la marca de los realizadores-, en Comando especial lo que uno espera no está y lo que surge es la más bella de las posibilidades de la risa: la de ver el mundo y ponerlo patas para arriba, hasta hacer evidente lo que antes no lo era. Los jóvenes de hoy en día ya no son lo que eran, por lo que la comedia adolescente debe barajar y dar de nuevo. Comando especial lo hace con inteligencia. En este marco es donde un tipo como Jonah Hill -por trayectoria, y porque sabe leer como nadie a estos pibes de hoy- se convierte en el Rey de la Comedia.
Tiene razón, pero marche preso Nadie en su sano juicio podría manifestarse en contra de lo que propone La fuente de las mujeres. Obviamente, el conservadurismo rancio, el machismo, la discriminación contra las mujeres y la violencia de género son cuestiones repudiables y sobre las cuales se debe militar y combatir. Pero el cine no es sólo un muestrario de buenas intenciones: además hay que saber contar, construir personajes interesantes y trazar conflictos que puedan resolverse lejos de la vía de la manipulación. En el caso de La fuente de las mujeres nos encontramos ante un nuevo film bienpensante del rumano Radu Mihaileanu, alguien que evidentemente ha caído de maravillas en la industria europea y que sabe cómo construir un producto donde temas importantes son retratados con cierto tono didáctico y fusionados con una mirada aleccionadora, con el objetivo de potenciar un punto de vista unidireccional sobre el conflicto de base. Y todo esto, claro, con una factura técnica irreprochable y una estética que se asemeja a aquello que denominamos cine qualité: refinamiento vacuo, temas importantes totalmente trivializados, cierta pomposidad, sentimentalismo básico. Gran parte del cine europeo que más se consume en el mundo, es como el cine de Radu Mihaileanu. Así lo fueron, con sus bemoles, El tren de la vida, Ser digno de ser o El concierto. La fuente de las mujeres es una nueva variante de su cine, siempre impersonal aunque aquí con algunas aristas atractivas más allá de las fallas habituales. En primera instancia, es interesante que por una vez el director pretenda darle un aire fantástico al relato: lo presenta casi como una fábula, y en cierta manera la narración pretende ser tan cristalina como la de los cuentos, con sus villanos de cartulina y su mal y bien enfrentados casi simbólicamente. Más allá de que la analogía es bastante evidente, el tono exacerbado de algunas situaciones pone las cosas por fuera del terreno de solemnidad o pretenciosidad. Por otra parte, los momentos dramáticos más interesantes son contados a la manera del musical, sin una puesta en escena demasiado lúcida -es cierto-, pero sorprendiendo con una serie de canciones que mantienen la estética de la música tribal y autóctona de esta aldea arenosa y de ficción que es el centro del film. Sin embargo, Mihaileanu se concentra tanto en la levedad del tono fabulesco que se olvida de presionar alguna tuerca, más aún si tenemos en cuenta que el tema es bastante complejo: cómo es el entramado de religión y tradición, de deseos y obligaciones, que constituye a los habitantes de Medio Oriente. En cierto sentido la resolución del conflicto será más digna de una novelita rosa que de un film político, con sus villanos encontrando el castigo y los buenos logrando sus objetivos. No obstante, el problema de la película no es este, sino que transita sus excesivos minutos con cierta parsimonia y falta de energía, para nada correspondida con la actitud de la protagonista del relato (Leila, esa mujer que decide iniciar una huelga de amor para que sean los hombres los que vayan a buscar agua a la montaña). Es curioso cómo en un film donde el sexo y la pasión deberían convertirse en un elemento político, se lo muestra tan lavado y amable, si es que se lo muestra. Esa inmovilidad que evidencia el film, impide que nos identifiquemos con los protagonistas y que no dejemos de ver las costuras del guión, demasiado manipulador y tramposo. La fuente de las mujeres se parece un poco a Agora, de Alejandro Amenábar, en eso de que no se puede contradecir la tesis que los directores exponen, con la diferencia de que Amenábar posee un imaginario visual y un talento de narrador, capaz de impactar al espectador aún en el marco de un film apenas correcto como aquel. Mihaileanu, por su parte, es nada más que un hombre que pone la cámara y que ama contar historias políticamente correctas y sentimentaloides, sin mayor virtud cinematográfica.
Los piratas sean unidos (con plastilina) Si algo se extrañaba en el mundo de la animación reciente era esa marca de autor de la casa inglesa Aardman: si bien Lo que el agua se llevó y Operación regalo -ambas en digital- mostraron algo (más la segunda que la primera), hay que reconocer que estas dos películas dejaron en evidencia que lo que terminaba de redondear la idea conceptual en la obra de Peter Lord, Nick Park y compañía era la faz artesanal de su puesta en escena. Sin sus muñecos de plastilina animados en stop-motion, pareciera que algo pierde vida. Y ¡Piratas! Una loca aventura, devuelve ese placer y esa sorpresa por la perfección formal que estos británicos logran con este tipo de animación. Claro está que a eso hay que sumarle el timing cómico ideal para desarrollar un humor que incluye a chicos y grandes sin demostrar un esfuerzo mayor para hacerlo, cierta subversión al burlarse de las instituciones (aquí la monarquía, la ciencia y la Historia, al incluir a Charles Darwin como un sujeto poco recomendable) y la inteligencia para hablar de temas importantes sin caer en solemnidades. Los trabajos de Aardman son endiabladamente divertidos y esta historia de piratas no lo es menos. Puede, es cierto, que los chicos de Aardman hayan perdido algo de efectividad en el camino: ¡Piratas! Una loca aventura lejos está de Pollitos en fuga o de Wallace and Gromit (incluso el último corto de Wallace and Gromit, A matter of loaf and death ya era bastante flojo), pero así y todo mantiene un nivel de calidad apreciable tanto en su forma como en el desarrollo de personajes y de la historia. También, podríamos decir, que la asociación con Dreamsworks dejó como lastre cierta recurrencia al humor pop, empezando por la banda sonora que incluye temas de The Who entre otros y también referencias intertextuales y anacrónicas: por allí aparecen Jane Austen y El hombre elefante, y un barco se puede estacionar en un muelle como hoy lo hacemos con un automóvil. Sin embargo, hay que señalar que lo que en Dreamworks es un objetivo y un fin en sí mismo, aquí es sólo un medio para hacer avanzar la historia. Lo que importa, en el fondo, es lo que pasa con el Pirata Capitán, su curiosa tripulación y su especial loro, tras el objetivo de convertirse en los mejores piratas del año, y cómo eso, de alguna manera, necesita de un grupo humano sólido. Un camino de aprendizaje por las vías del pirataje, que era más o menos lo que quería contar Piratas del Caribe en su segunda y tercera parte, y que a veces la hacía trastabillar por su carga de solemnidad. Aquí no, aquí todo es risa y chistes de precisión. Encaramado entonces en su objetivo de ser el pirata del año, el Pirata Capitán termina tras los pasos de un Charles Darwin algo pérfido, quien encuentra singular atractivo en el “perico” del pirata. Basándose en la serie de libros de Gideon Dafoe, Peter Lork y el codirector Jeff Newitt construyen un relato que tras la cortina del humor (siempre perfecto y sólido respecto del universo creado, nunca fuera de registro), trabaja temas como la ciencia como territorio para la aventura, el poder como recinto donde la imaginación y la diversión se ven cercenadas, y la amistad y el buen espíritu dentro del grupo humano (en ese sentido ¡Piratas! Una loca aventura parece bastante hawksiana) como valor fundamental para la subsistencia. El film es bastante inteligente para abordar estos asuntos y esconderlos en los diversos pliegues y niveles que contiene: bordada por lo genérico, la película juega con inteligencia a partir de los estereotipos, especialmente en la tripulación que incluye a piratas denominados como un concepto: están el Pirata con Gota, el Pirata con Bufanda, e incluso el Pirata de Sorprendentes Curvas, desplumando de un tiro aquel viejo recurso de la mujer que se inmiscuye en el barco pirata disfrazada y sin que nadie la descubra. Tal vez uno pueda decir que la anécdota de ¡Piratas! Una loca aventura es bastante mínima, lo que empequeñece al film y más allá de sus logros no reluzca tanto, pero lo que hace de esta, en definitiva, una película divertida pero sólo correcta es el hecho de que no deja de ser un film de piratas, paródico, pero de piratas al fin. Que se entienda: las películas de piratas no tienen nada de malo, pero comparada con Pollitos en fuga, que era un film sobre gallinas enmarcado en los recursos del cine carcelario, parece un producto rutinario y hasta ya visto. Igualmente, tiene la suficiente capacidad inventiva -ese mono mayordomo- como para sobresalir entre la media.
El miedo es la película Si alguna vez se pensó que a partir de Mamma Mía! la joven Amanda Seyfried tenía un talento para desarrollar (en Chicas pesadas estaba bien, hay que reconocerlo, aunque eso fue antes), la muchacha se está empecinando en tirar abajo su carrera: Querido John, Cartas a Julieta, La chica de la capa roja, El precio del mañana son demasiadas malas películas para hacerlas todas juntas y sin ponerse colorado. Evidentemente la piba o necesita filmar mucho para instalarse como la nueva estrellita de Hollywood o no tiene un buen representante que la aconseje respecto de qué decisiones tomar. A esta serie de desaciertos se suma ahora 12 horas, uno de esos thrillers sin pies ni cabeza que la juega de misterioso, que pretende tirar un final revelador -en algún sentido- y que no es más que una serie de incongruencias pegadas por obra y milagro de un guionista con demasiada buena voluntad en hacer pasar sus mediocres ideas por giros interesantes. 12 horas hace recordar a aquellos thrillers medio pelo que en los 90’s eran mayoría y que, muchos de ellos, llegaban directo al VHS. Un film carente de interés y sólo apreciable en su última media hora, cuando si uno suspende la incredulidad puede tensionarse algo con el viaje de la joven protagonista al medio de un bosque donde fue supuestamente abusada tiempo atrás. Seyfried es Jill, una chica que debe vivir bajo control por sus desequilibrios psiquiátricos desencadenados por episodios recientes, cuando según ella fue secuestrada por un asesino serial y metida en un pozo en el medio de un bosque. Jill vive con su hermana -sus padres murieron- y está obsesionada con aquel suceso. Más aún, porque nadie le cree: la policía nunca halló rastro del supuesto asesino, ya que la chica logró escapar y contar su historia pero nunca más volvió a encontrar la guarida y demás elementos probatorios. Así las cosas, la hermana de Jill desaparece y no faltará mucho para que esto dispare viejos recuerdos de la muchacha: ante el descrédito de los agentes del orden (por poco que le toman el pelo), ella misma se pondrá a investigar el caso. Al menos en mi caso, cuando cuento mucho de la trama es porque no tengo nada para decir de la película. Es que 12 horas avanza sobre una premisa casi imposible: que una víctima de un abuso tal tenga el coraje para inmiscuirse en algunos asuntos como se mete esta chica, es un disparate que se choca con la realidad. Y el problema de este thriller de Heitor Dhalia es que nunca llega a construir un verosímil que nos haga creíble lo que ocurre. A partir de eso, es imposible seguir con un mínimo interés el film, mucho menos cuando comienzan a aparecer personajes imposibles como el de Wes Bentley, que uno no sabe muy bien qué rol cumple para el peso que se le da. 12 horas es definitivamente un film ridículo, al que hay que sumarle un final imposible por tonto y porque supone cierta canchereada ingeniosa. Como se dice habitualmente, una película innecesaria: mucho menos para Seyfried, que si sigue involucrada en este tipo de películas se convertirá en la chica de los thrillers pedorros.
Vivir y morir en las montañas Aspera. Así es El líder. Aspera como el clima en ese paraje de Alaka donde trabajan los personajes de este film. Aspera como las montañas donde estos terminan estrellándose con su avión. Aspera, también, como el corazón de los pocos supervivientes que quedan al accidente aéreo. Y áspera, de tensión, de superficie rugosa que se tensa a cada momento con la amenaza acechante de esa manada de lobos que rodea al grupo humano. Aspera, en definitiva, como la supervivencia, algo tan humano. Y de eso se trata, ese es el gran tema de fondo de El líder, este estupendo thriller de Joe Carnahan, quien luego de la fallida adaptación de Brigada A demuestra que está para otras cosas. Lo que propone aquí es bien simple, un grupo de tipos que laburan en una refinería en Alaska tienen unos días libres y son trasladados en un avión, que se termina estrellando en medio de unas montañas nevadas. Al accidente sobreviven menos de una decena, quienes comienzan a ser perseguidos por una manada de lobos: habrá que correr, ser inteligente, o fuerte, lo que fuere, para sobrevivir. El personaje clave es Ottway (notable actuación de Liam Neeson, sacándole más filo a ese antihéroe de acción que ha construido en los últimos años), un cazador que trabaja matando a los lobos que acechan aquella refinería y que tras haber sido dejado por su esposa, está al borde del suicidio. El tipo es un pesimista existencialista. Y el film también, aunque encuentre con su giro final una emoción en la que cohabita lo salvaje y lo sensible. Lo primero que sorprende en El líder, es el aspecto narrativo y formal. El film arranca con una presentación del personaje de Ottway, con su voz en off, y mínimos pasajes de su existencia en ese paraje inhóspito. Como pocos, Carnahan aprovecha el espacio y trabaja los planos con gran sabiduría: hay planos generales, que hacen comunión entre los personajes y el paisaje, y hay planos cerrados, cuando el dilema humano está en juego. Del accidente aéreo, por ejemplo, sólo veremos rostros, rostros de horror, de miedo, de tensión. Carnahan suprime lo espectacular y se concentra en lo que importa: nos presenta a los personajes con dos pinceladas y los pone a rodar en un contexto complejo y difícil. De eso se trataba el cine clásico, del componente humano ante lo espectacular, y no tanto de lo espectacular en sí mismo. Una vez en las montañas, el asunto será otro: un grupo de lobos se dispone a cazar al grupo de humanos, y el espacio en off está trabajado con finísima mano, apelando a sonidos o a ojos que brillan en la oscuridad y acechan, esperan, con inusual y perversa paz, sabiéndose ganadores, esos ojos, ante el contexto. Carnahan aprovecha muy bien el espacio, va dosificando acertadamente la tensión y la información y va uniendo de manera fluida y progresivamente a los personajes. Para su anécdota mínima -un grupo de hombres escapando de una manada de lobos- sus 117 minutos nunca pesan. Ottaway no es un hombre de creencias, está claro, es un hombre de lo real, lo tangible, de las experiencias que se viven y se mueren en este lugar del mundo (hay un poema que recita, que no adelantaremos, pero que es clave para entender el relato). Y si bien se incorporan otras miradas, el film está construido a imagen y semejanza de ese tipo. Tal vez por eso se abandona cualquier posibilidad de lo digital y los lobos vuelven a ser, como en el viejo y querido cine analógico, mezcla de animales reales y animatronics, bichos robotizados que están ahí, se los puede tocar y padecer, nada de ese CGI que flota en el ambiente. Ese pequeño gesto ya enaltece a la película, muestra el sentido artesanal de Carnahan. El líder se centra en el subgénero de grupo humano perdido en la naturaleza (de la cual Viven, otra pieza artesanal, vendría a ser como el último gran film, y que aquí es citada inteligentemente), y como tal está bordeando peligrosamente los estereotipos todo el tiempo (el insufrible, el cerebral, el religioso, el negro bueno, el que se enfrenta al líder, el que se redime), pero termina, siempre, mostrando una movida final que pone la experiencia en el lugar que debe. La película es dura con leves toques gore sin ser sórdida, muestra gestos inhumanos y de camaradería, sin ser nunca cínica o naif. Tal vez uno pueda achacarles a Carnahan y al guionista Ian Mackenzie Jeffers (que adapta aquí su cuento corto Ghost walker) cierta recurrencia a flashbacks algo molestos y un tono de gravedad en el ambiente, pero son nimiedades que se pueden dejar pasar ante lo evidente de El líder: que es un film de una tensión sostenida, que nunca decae y que, sorpresivamente y a la inversa de lo que ocurre en el cine que vemos habitualmente, crece en su pasaje final. Y crece porque, planteado el conflicto y puestos los personajes a rodar, se descubre el verdadero sentido del relato, y que aquí es una negación elegante y casi herética de Dios. Si bien como decíamos se incorporan otras miradas y otras posibilidades (especialmente en el personaje de Dermot Mulroney), El líder es en definitiva la mirada de Ottaway. Y nunca lo traiciona. Ottaway es el envase de un conflicto inescrutable: ¿por qué alguien a punto de suicidarse tiene tanto deseo de vivir? Como bien dice al comienzo, se trata de vivir y morir en el mismo día, pero lejos de los milagros, de los paraísos posibles, de la noción de la vida luego de la muerte. Vivir, morir, sobrevivir, son conflictos que se resuelven aquí y ahora. Y no es una adaptación al concepto darwinista del más apto o el más fuerte (confusión en la que ayuda el título local de El líder), sino simple y duramente una apología de lo tangible, de lo real, de lo que existe y de lo que podemos respirar. Como ese aire helado que respiran los protagonistas. Sepan disculpar mi simpatía atea hacia esta película, pero no puedo más que emocionarme ante tan notable y arriesgada impresión de lo humano.
Una aventura empetrolada Si pensamos en una historia de aventuras y épica, pocos nombres generan menos interés y convocan más al bostezo que el del francés Jean-Jacques Annaud (bueno, sí, Michael Apted también), un tipo que se ganó un prestigio totalmente injustificado con aquella El nombre de la rosa y que desde entonces se ha convertido en el típico director europeo de “cine arte” que toca temas importantes en producciones costosas, siempre con un estilo refinado desde lo visual y contando con alguna que otra figura internacional: ya sea Brad Pitt en Siete años en el Tíbet o Antonio Banderas, en esta El príncipe del desierto. Basada en una vieja novela de Hans Ruesch, la película está ambientada en la década de 1930 en el marco de la avanzada occidental sobre Oriente en búsqueda de petróleo, algo así como los orígenes de lo que más de medio siglo después serían las guerras preventivas y demás sandeces de los Bush, padre e hijo. Pero lo curioso de la historia -y tal vez lo más interesante, de haber contado el film con un director que tuviera ganas de divertirse- es que este elemento político está mezclado con una serie de traiciones e intrigas entre diferentes clanes, con olor a telenovela de las cinco de la tarde. Claro, decíamos, en el caso de que Jean-Jacques Annaud fuera un tipo ameno y no alguien que cree estar contando algo realmente serio y profundo. Dos clanes, entre muchos otros, han encontrado una tregua y dejado de pelear por un territorio, cuando el jefe de uno de ellos entrega como rehenes a sus dos pequeños hijos al jefe del otro. Con el tiempo, los chicos crecen, y al lugar arriba un empresario petrolero norteamericano con intenciones de perforar la zona y encontrar allí el “oro negro” que le da el título original al film: así los chicos, ya crecidos (uno de armas tomar y el otro más sumiso e “intelectual”, convenientemente), se convertirán en botín de guerra. A partir de allí, El príncipe del desierto desandará diferentes líneas narrativas que se pisarán, entorpecerán e impedirán cualquier tipo de fluidez narrativa, especialmente por la incapacidad del director, que se cree que está homenajeando a David Lean y al Hollywood clásico de gran presupuesto, y lo más cerca que está es de un folletín clase B. Si bien aquellas películas estaban repletas de lugares comunes y en la mayoría de los casos eran bastante ridículas si uno las pensaba más de dos minutos, tenían personajes que podían bancarse la épica, directores que sabían mostrar esto con un trabajo de planos asombroso y actores que generaban gran empatía con el espectador. No es el caso de El príncipe del desierto, que tiene a Tahar Rahim como Auda, el personaje con aspiraciones de héroe, en una actuación tan deslucida que uno no puede creerle para nada su crecimiento personal. Como los dueños de los clanes enfrentados aparecen Mark Strong y Antonio Banderas, y es el español el único en toda la película que parece haber entendido de qué iba la cosa. Si bien su actuación parece mañosa y exagerada, con un inglés que vuelve a estar mal pronunciado, sin embargo aquí esa falla de origen es aprovechada inconscientemente por Annaud como la única posibilidad de que nos creamos algo de lo que estamos viendo. Su pomposidad física, su arrastre de las palabras, su movimiento dentro del plano se emparenta mucho más con esa clase B involuntaria que termina siendo El príncipe del desierto. Su Nesib es un villano de pacotilla, alguien adicto al poder que seduce a los integrantes de otros clanes regalándoles relojes de oro hechos en un lugar llamado “Switzer… ¡land!”. Allí hay una clave, si el director fuera otro. Pero no, Annaud se toma demasiado en serio esas intrigas palaciegas imposibles, pone a sus personajes a decir cosas religiosas con intenciones de profundidad, y se toma más de una hora en entrar en el relato. Demasiado. Para cuando la aventura estalla, en la segunda hora, el partido ya está perdido, sin decir que el director es bastante incapaz de darle movimiento a la aventura (salvo aquella escena en la que los hombres de a camello luchan contra unos tanques blindados en medio del desierto) y cree que acumular extras en un plano general ya es épico. Como si fuera poco, el final nos muestra al nuevo emir como alguien occidentalizado y en plan de hacer negocios con los petroleros. El problema es que Annaud, luego de haber bajado línea durante 120 minutos contra el petróleo y las invasiones extranjeras (en una obvia analogía con el presente), no nos deja una pista sobre qué opina de eso que está ocurriendo: ¿el final es cínico, conformista, concesivo o tibio? Así la película toma partido por uno de sus temas, el del petróleo, y se empantana para siempre en un mar de ordinariez y aburrimiento.