Love, Simon tiene mucho de manual y probablemente ahí es donde resida su principal fortaleza. El protagonista se merece su gran historia de amor, aquel ideal romántico de los clásicos -y que el cine refuerza año a año con estrenos genéricos que repiten esos lineamientos-, pero con la particularidad de que es un joven de 16 años homosexual que no ha compartido con nadie su secreto. Es como si el director Greg Berlanti se preguntara por qué la elección sexual de su personaje debiera condicionar el rumbo de su película y se negara a aceptar ciertas condiciones. Simon es un chico corriente, con una realidad que lo agobia en silencio, por lo que su paso a la pantalla grande se hace con un respeto por los elementos tradicionales de un film coming of age norteamericano, con un leve cambio en los ingredientes de la fórmula. Chico conoce a chico.
Entre las múltiples deudas pendientes que tiene Hollywood, una es la de hacer una buena película a partir de un videojuego. Steven Spielberg viene de demostrar su grandeza con Ready Player One, un horizonte al que todo realizador debería aspirar, pero aquella se basó en un libro. Adaptar un juego es un cantar totalmente diferente y ni siquiera Dwayne Johnson está exento de la maldición que afecta a esta porción de la industria. Es que Rampage puede ser una relativamente fiel transposición de su material fuente, pero eso no implica necesariamente que resulte en un proyecto cinematográfico sólido.
Blumhouse encontró un nicho hace cerca de una década y desde entonces lo explota con éxito absoluto. Mientras los estudios se devanan los sesos para conseguir la próxima franquicia multimillonaria o definir qué clásico del pasado se puede relanzar para el público millenial, la gente de Jason Blum produce cine de terror de calidad y de muy bajo presupuesto, que genera cuantiosas ganancias en la taquilla mundial. Son contados los casos en los que un proyecto de la compañía no ha recuperado y multiplicado sus costos, así como también son pocos los títulos con su sello que se estrenan en nuestras salas y son decididamente pobres. Truth or Dare es uno de estos últimos.
Los primeros minutos de A Quiet Place confirman que no estamos ante una película corriente. Es cine de género hecho en un gran estudio, pero desde el comienzo lleva a que sus protagonistas atraviesen una situación demoledora a la que otros proyectos no se animan siquiera a insinuar. Abre con brutal confianza, sabiéndose una ganadora. Emitir un sonido implica una muerte violenta y bajo esa condición ha debido vivir la familia Abbott, durante los meses que siguieron a una invasión extraterrestre que no requiere explicación. Buena parte de la humanidad se ha visto borrada de la faz de la Tierra a raíz de este implacable ataque sin precedentes, con lo que la supervivencia está ligada a una simple regla difícil de cumplir: no emitir un sonido. Y eso es todavía más arduo si uno se refiere al lenguaje cinematográfico, tan acostumbrados a películas que se sostienen en el diálogo o en el refuerzo permanente de la música, sin embargo John Krasinski hace una labor fenomenal para que la suya viva a la altura de su premisa.
Sherlock Gnomes no tiene mucha razón de ser. Garabatea una justificación con una sencilla escena inicial, que amplía el alcance de la que tenía Gnomeo and Juliet. En lugar de la lectura de un prólogo a la historia que estamos a punto de ver, se da cuenta de todas aquellas que se podrían llegar a contar, con clásicos cuyos títulos reciben un juego de palabras para adaptarse a las figuras de los jardines. Es una introducción simple, pero que abre el juego. No se limitará a los confines de la tragedia de William Shakespeare, sino que los ornamentos habitan en un universo literario más amplio, del cual es parte el célebre detective creado por Arthur Conan Doyle.
Existe un Disney que no se conoce, uno en el que hay marginalidad, sueños rotos e infancia en riesgo, pero quedarse con eso es minimizar la grandeza de The Florida Project. Existe en Orlando, como también está presente en tantos lugares de Estados Unidos y el resto del mundo. Sean Baker quiere hablar sobre una problemática a la que se refiere como “indigencia oculta”, y con notable precisión sitúa su historia en las cercanías del famoso complejo. A pasos de este idílico mundo de fantasía, repleto de hoteles de primer nivel y parques temáticos, lo que hace que la historia de Moonee y Halley resulte tan demoledora.
L’Insulte es contundente en su sencillez. Una placa previa señala que la película no refleja la postura del Gobierno de Líbano, lo que da cuenta de que la escalada que se va a proponer es absolutamente plausible. Un conflicto mínimo enciende una chispa entre dos hombres en un barrio de Beirut, el duelo se prolonga, trasciende, los excede y toma alcance nacional. Y en su mirada específica se vuelve universal. Se radica en Medio Oriente pero abarca al mundo entero, donde resuena su observación sobre el rencor, los fanatismos políticos y la xenofobia.
La de David Gordon Green es una carrera prolífica, ecléctica y con altibajos. De mimado en el cine independiente con George Washington y All the Real Girls, pasaría con diferente suerte por el terreno de la comedia –hay Pineapple Express y Eastbound and Down, pero también las pobres Your Highness y The Sitter-, para luego volver a dramas más íntimos como Joe o Manglehorn. Un cineasta impredecible, que parece sentirse cómodo fuera de cualquier zona de confort, venía de tropezar con la comedia dramática de alto perfil Our Brand is Crisis pero ahora se sacude el polvo con Stronger, con la historia real de un “héroe” imperfecto que desafía los lugares comunes del género.
Tras demostrar con Easy A y Friends with Benefits que tenía la comedia subida de tono en el bolsillo, Will Gluck eligió el camino apto para todo público para su siguiente proyecto, una decididamente fallida versión moderna de Annie. Cuatro años más tarde el director vuelve a la carga en terreno similar, con otra adaptación cinematográfica de un “querido” personaje destinado al público infantil, y esta vez su talento no se ve malgastado. Peter Rabbit tiene el dinamismo, frescura e irreverencia que se ha llegado a esperar del cine del realizador, pero sin perder de vista a quién se dirige la película.
El camino para que la secuela de Pacific Rim llegue a los cines del mundo fue arduo, mucho más difícil de lo que se estila para un proyecto de estas características. Es que, más allá de los elogios de la crítica, fue el público el que tuvo un tibio apoyo para la película de Guillermo Del Toro, que arañó los 400 millones en la taquilla mundial como para que no se descartara de plano la continuación, pero que tampoco se le diera luz verde sin reparos. En los seis años que separan un estreno del otro, se hizo cambio de estudio, se perdió al director –que viene de ganarse un Oscar por The Shape of Water, con lo que no se puede decir que eligió mal-, se sumaron muchas manos al guión y se alteró a la mayoría del elenco. Y el resultado dista de estar a la altura de la primera, pero no se puede decir que se haya perdido aquel espíritu lúdico que poseía.